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Emérita

Finales de febrero de 303 d. C.

Esa mañana, Celso salió temprano de la domus episcopal, decidido a no demorar por más tiempo la conversación que tenía pendiente con Eulalia. A pesar de la insistencia de Liberio, la había retrasado durante semanas, no porque temiera la reacción de su discípula, de cuyo fuerte carácter cabía esperar una rotunda negativa, sino por su propia cobardía. Llevaba mucho tiempo temiendo ese momento y, ahora que había llegado, no le quedaba más remedio que afrontarlo.

Los años habían pasado demasiado deprisa, mucho más de lo que él hubiera deseado. Eulalia había dejado de ser esa niña inquieta que asistía a las lecciones junto a Lucio y la nodriza, interesándose y jugueteando con todo. Aprendía con una rapidez impropia de su edad, e incluso a veces le hacía perder la paciencia. No, ya no era aquella niña dulce y vivaracha. El tiempo había pasado.

Hacía ya siete años desde que su padre apareció con ella de la mano para confiarle su formación. Quería que la niña fuera educada en la fe de Cristo Jesús y, aconsejado por el obispo Liberio, la apartó de las clases del maestro Severo, en la escuela infantil del foro donde acudían los hijos de la oligarquía local. Así que, en esos siete años, él había tenido que responder de la educación de la pequeña, y le enorgullecía constatar que había logrado transmitirle buena parte de sus conocimientos, además de su amor por el estudio y las letras. Había forjado a una muchacha intelectualmente muy superior a cualquier otra chica de su entorno, e incluso a la mayoría de los hombres que la rodeaban. Pero Eulalia era ya una mujer y debía empezar a pensar en el futuro.

La estaba esperando en la biblioteca de Julio, donde últimamente se reunían a diario para continuar con sus lecturas, pues éste se había empeñado en que su única hija recibiera una esmerada educación superior, más propia de varones. Celso lo animaba, recordándole con insistencia las cualidades intelectuales de su hija. El también había depositado muchas expectativas en ella. Iba a resultarle muy doloroso tener que abandonar su instrucción. Pero los años habían pasado y Eulalia era ya una mujer.

Recorrió las estanterías con nerviosismo, hurgando entre los rollos de papiro como si buscara una obra en concreto. Hoy no seguirían estudiando a Séneca. Necesitaba encontrar un texto que diera pie a dicha conversación, tal vez la lección más difícil de todas las que había impartido hasta el momento. De vez en cuando, cogía alguna de las etiquetas que colgaban de uno de los extremos de los bastones de madera sobre los que giraban las largas tiras de papiro, y se detenía a leer el título. Eran todas obras clásicas, de autores griegos y latinos, muchas de ellas muy antiguas. Obras de Homero, Eurípides, Sófocles, Aristófanes, Demóstenes, Isócrates, ocupaban los estantes de uno de los dos nichos que se abrían en las paredes; en el frontal, descansaban algunas de Horacio, Virgilio, César, Livio o Marcial. Ninguna de ellas le servía. Él las conocía casi todas. Durante los años en que había sido preceptor de Eulalia, había podido disfrutar de la biblioteca, una de las mejor dotadas que había conocido, sin duda la mejor de Emérita. Superaba con mucho la del propio obispo.

No en vano, Julio había heredado una importante colección de volúmenes clásicos, que él había ido incrementando siempre que había tenido ocasión, gastando elevadas sumas de dinero a la hora de adquirir nuevos títulos, y haciéndose además con una discreta representación de escritos cristianos: transcripciones de cartas, tratados de teología, textos litúrgicos y obras apologéticas, donde los autores defendían su Iglesia frente a los continuos ataques de los idólatras. Trataba cada uno de los amarillentos rollos con especial mimo, consciente de su fragilidad y de que, con el paso de los años, el papiro acababa por desintegrarse.

Éste era su principal legado. Y puesto que quería que Eulalia y sus descendientes pudieran disfrutarlo, invertía su fortuna y su tiempo en enriquecerlo y preservarlo. Él mismo se encargaba de manipular los rollos cada cierto tiempo, aireándolos y sacudiéndoles el polvo para evitar que acabaran pudriéndose o cuarteándose. Los revisaba meticulosamente, mandando hacer nuevas copias de aquellos que comenzaban a deteriorarse. Sin duda podía hacerlo uno de los esclavos de la casa, pero Julio recelaba de las manos ajenas. Celso podía considerarse un privilegiado al poder disponer con plena libertad de aquella biblioteca.

«Si te he confiado a mi hija, que es lo que más quiero, ¿cómo no voy a dejar que leas mis libros?», le había dicho Julio en una ocasión.

Celso no encontró lo que buscaba entre los rollos de papiro. Así que se acercó al armario de pared, que había justo detrás de la silla de lectura donde el dueño de la casa pasaba las pocas tardes que tenía libres, y lo abrió. Allí halló lo que quería. Le resultaría mucho más sencillo enfrentarse a aquella conversación tan delicada a través de un texto inspirado por Dios. Había pensado en una carta de Pablo a los Efesios, en la que el apóstol hablaba a los esposos, recordándoles sus deberes mutuos.

Apartó a un lado el estilo de bronce que solía utilizar Julio y un par de tablillas enceradas, y apoyó las Sagradas Escrituras sobre la mesa de madera noble que había junto al armario. Abrió la cubierta de cuero que protegía el códice y comenzó a pasar las grandes hojas con rapidez. Al hacerlo, no pudo evitar pensar en lo tediosa que resultaba cualquier consulta en los viejos volúmenes, pues obligaba a ir desenrollando pacientemente el texto con una mano, mientras la otra lo iba recogiendo, hasta llegar al pasaje que interesaba localizar. Por suerte, para mejor difusión de los textos cristianos, se estaba imponiendo el códice, mucho más cómodo y fácil de manejar, aunque considerado de menor categoría que el rollo, cuyo prestigio lo reservaba para conservación de las obras más cultas.

Celso se fijó en algunas de las anotaciones que llenaban los márgenes del códice, en los que Eulalia, siguiendo sus propias indicaciones, había ido glosando el texto de las Sagradas Escrituras según el método de la exégesis alegórica —cultivado por Orígenes y seguido en la escuela catequética de Alejandría en la que él se había formado—. Siempre le había sorprendido la enorme sensibilidad de su discípula para hallar el sentido alegórico que escondían los textos sagrados, yendo más allá de su interpretación literal e histórica, insuficiente para comprender la Palabra de Dios en profundidad. Desde que empezaran a estudiar las Sagradas Escrituras, Celso le había insistido en la necesidad de trascender la propia literalidad, recordándole lo peligroso que podía resultar el hecho de tomar alguno de sus pasajes al pie de la letra. Decían que eso mismo le había ocurrido al propio Orígenes, cuando, siendo joven, se había hecho castrar al interpretar literalmente las palabras de Jesús, recogidas por Mateo, en que se anima a los hombres a convertirse en eunucos «por el Reino de los Cielos». Al parecer, llegó a arrepentirse de su osadía.

Celso estaba tan absorbido en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que ya no estaba a solas. Desde hacía un rato, Eulalia lo observaba apoyada en el marco de la puerta.

—Buenos días, preceptor. Esta mañana habéis madrugado más de lo habitual —saludó por fin. La muchacha tenía un brillo especial en los ojos, como si la llegada de una anticipada primavera en pleno mes de febrero le hubiera alegrado el corazón.

—Ah, estás ahí —respondió Celso, sorprendido por la presencia de su pupila. Sonrió—. ¿Te vas a quedar en la puerta toda la mañana?

—No, si prometéis que hoy no vamos a trabajar mucho. Hace un día precioso y es una pena desaprovecharlo aquí, encerrados en la biblioteca —bromeó ella.

—¿Acaso te has olvidado de quién soy? —Y fingiendo seriedad, añadió—: Soy tu preceptor. En mis honorarios está el hacerte trabajar... y mucho. —Celso cogió el códice de las Sagradas Escrituras y se lo tendió a su pupila—. Toma, comienza a leer.

La muchacha se sentó en la silla de su padre con el pesado códice sobre sus rodillas. Un rayo de sol entraba por el pequeño ventanuco que se abría a su espalda, iluminándole el rostro. Celso la contempló mientras ella inclinaba ligeramente la cabeza y comenzaba a leer con voz firme y serena. Era ya una mujer... Pronto tendría pretendientes, pues había entrado en la edad en que las jóvenes de su condición empezaban a ser cortejadas, y, si él no lo evitaba, si no lograba convencerla, su familia la prometería en breve. Eulalia era la única hija de Julio, uno de los magnates de la ciudad, y aunque cristiana, más de un hombre maduro estaría deseando tomar su mano.

—«Estad sometidos unos a otros en el temor de Cristo. Las mujeres estén sujetas a sus maridos como al Señor; pues el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres deben estarlo a sus maridos...»

Celso no podía dejar de mirarla mientras ella seguía concentrada en su lectura. A través de la sencilla túnica de hilo, de un tenue color rosa que acentuaba la blancura de su piel, se adivinaban las incipientes curvas de su cuerpo. Aunque no era bonita, pues tenía las facciones duras de su padre, había heredado la elocuencia y la elegancia innata de su madre. ¡Y él se lo había elogiado tantas veces! Solía decirle: «Mi pequeña Eulalia... Haces honor a tu nombre: "Aquella que es bien hablada."»

Pero no a todos los hombres les gustaba el don de la elocuencia.

—«... Igualmente, los maridos deben amar a las mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama...» —La chica dejó de leer de repente, y preguntó al prelado—: Maestro, ¿por qué estamos leyendo al apóstol Pablo en vez de a Séneca? ¿No recordáis que hoy debíamos continuar trabajando sobre su Consolación a Helvia?

—Lo recuerdo, pero es mejor que dejemos a Séneca para otro momento. Tengo que hablarte. —No sabía cómo hacerlo.

—Decidme, preceptor. —La chica cerró el códice y lo dejó reposar sobre sus rodillas. Había notado cierta tensión en el semblante de Celso y quería mostrarse atenta.

—Eulalia, pronto el tiempo de las nueces quedará atrás... —dijo en tono pausado, evocando, con nostalgia, cuando, tras las lecciones, competían entre risas con el viejo Lucio por ver quién introducía primero la nuez en los pequeños agujerillos que habían excavado bajo el olivo de la casa del obispo—. No puedes seguir viviendo como una niña toda la vida.

—Así que era eso... —le interrumpió, sin parecer sorprendida.

Lo cierto era que Eulalia había adivinado las intenciones de su preceptor al hacerle leer aquel texto de Pablo, que conocía bien. Desde que celebrara su undécimo cumpleaños, las cosas parecían estar cambiando. Sus padres recibían más visitas de las habituales y hablaban entre ellos como si quisieran ocultarle algo. La trataban de un modo distinto. Había acusado el repentino interés de su madre y de su nodriza por inmiscuirle en los asuntos del hogar. Le mostraban cómo gobernar la casa, cómo tratar a los esclavos para que fueran diligentes y responsables, cómo recibir... Desde aquel día, desperdiciaba las tardes aprendiendo a tejer y a hilar con el resto de las mujeres, escuchando sus chismes y sus consejos, sin poder encerrarse en la biblioteca, como había hecho hasta entonces. Ya no se sentía tan libre. No dejaban de repetirle lo que debería hacer cuando fuera la señora de la casa.

«¿De qué casa?», se preguntaba ella.

Dos noches antes, su madre la había llevado hasta la cocina de la domus, en la zona reservada a los esclavos. Con cierto misterio, como si lo que fuera a mostrarle jamás lo hubiera compartido con nadie, le dijo: «Éste es mi pequeño paraíso. Aquí me evado de mis obligaciones. No creas que ser matrona es tan fácil. Algún día me darás la razón.»

Eulalia la miró intrigada, pero no dijo nada. Esperó a que fuera su madre quien le contara qué tenía de especial esa habitación, llena de calderos y de hollín, en la que ella había jugado de cría bajo la atenta mirada de los sirvientes.

«Ven, acércate.» Rutilia cogió una llavecita de hierro bastante oxidada de encima de uno de los armarios y la introdujo en la cerradura. «¡Mira!», exclamó con orgullo, mientras abría las puertas de par en par.

En su interior se sucedían un sinfín de tarros de cerámica, iguales unos a otros, e identificados con pequeñas etiquetas de color crema, en las que Eulalia leyó los nombres de algunas plantas, la mayoría escritos con la diminuta letra de su madre. Más adelante se enteraría de que su abuela, e incluso su bisabuela, habían escrito las etiquetas de los restantes tarros.

Desconocía por completo la afición de Rutilia por las hierbas. Pocos lo sabían: su marido, tal vez Celso, algunos de los esclavos más próximos, y ahora ella. Cuando todos dormían, se solía encerrar en la cocina para poner en práctica sus conocimientos bajo la tenue luz de las lámparas de aceite y el resplandor de la lumbre, siempre que tuviera que calentar algo. Preparaba ungüentos, pócimas medicinales e infusiones, que luego administraba a quienes necesitaran curar alguna dolencia, o simplemente mejorar su estado de ánimo. En esa casa, todos confiaban en los remedios que la dueña les ofrecía, pero tan sólo los más próximos sabían que era ella misma quien los elaboraba al calor de los fogones. Aunque no había nada malo en ello, no estaba bien visto que una mujer de su condición anduviera por la cocina, ocupando su tiempo en cosas de esclavos.

«Hija, es hora de que conozcas los secretos de las plantas. El Señor las creó para que el hombre pudiera disponer de ellas libremente. —Y añadió, con el semblante serio—: Debes aprender a utilizarlas con sabiduría. Las hierbas pueden curar, pero también hacer mucho daño, incluso causar la muerte. Yo te enseñaré, como a mí me enseñó mi madre, y a mi madre la suya. Tú enseñarás a tus hijas. Serás la transmisora de los secretos que, durante generaciones, han ido acumulando las mujeres de nuestra familia.»

Eulalia atendía, sin apenas pestañear, a las confidencias de su progenitora. Ante sus ojos se abría un mundo mágico, cuyos misterios habían sido transmitidos de generación en generación y que ahora le iban a ser revelados a ella. Estaba maravillada. Mientras su madre le hablaba, no dejaba de mirar aquellos tarros de cerámica perfectamente ordenados, unos detrás de otros, y dispuestos a ser utilizados de un momento a otro. En su interior se ocultaban hojas, flores y semillas, cuyas propiedades algún día ella también conocería.

—Eulalia, escúchame bien. Ya tienes edad de pensar en el matrimonio. —Celso se sintió aliviado al pronunciar las duras palabras que había estado guardando durante las últimas semanas.

La muchacha prefirió escuchar, no decir nada. Se limitaba a mirar a su admirado preceptor con los ojos bien abiertos.

—Pronto empezarán a negociar tus esponsales y no tardarás en casarte. —Al no obtener respuesta por parte de su pupila, que seguía expectante, continuó—: Pero debes estar tranquila por eso. La elección del que ha de ser tu esposo no debe preocuparte. Tu padre es un hombre justo y prudente, y te quiere más de lo que puedas imaginar, así que sabrá buscarte un buen esposo.

Celso no había hablado con Julio sobre el asunto, pero sabía de sobra que tanto a él como a su esposa también les inquietaba el futuro de la joven. La felicidad de su hija estaba por encima de todo, aunque los dos sabían cuál era la obligación de Julio como paterfamilias. Había llegado el momento; Eulalia era ya una mujer. Por mucho dolor que les causara separarse de ella, Julio debía respetar las tradiciones y emparentaría con otro miembro de la aristocracia, siempre y cuando profesara su misma fe, pues para ellos Cristo estaba por encima de todo. Entre las jóvenes de su ordo, lo normal era comprometerse en torno a los doce años, y a Eulalia le faltaban apenas unos meses para cumplirlos.

—Habrá grandes cambios en tu vida. Pasarás de ser una doncella a convertirte en una gran dama, como tu madre. Gobernarás tu casa, irás a las reuniones de tus iguales, te harás servir por tus esclavos, y, permíteme que te lo diga... —la miró fijamente, como si la estuviera acusando de un delito que inevitablemente tendría que cometer si se casaba—: entregarás tu virtud.

Eulalia dio un respingo al escuchar dichas palabras. Una punzada le hirió en lo más profundo de su ser cuando oyó que el presbítero anunciaba algo tan íntimo y penoso para ella: la pérdida de su virginidad.

—Pero, maestro... Vos siempre habéis defendido la castidad como el camino más recto para llegar a Dios. —Sus ojos habían dejado de tener ese brillo tan especial con el que había amanecido aquella mañana.

—Y es cierto. La castidad permite al hombre gobernar su alma de un modo honesto y puro. Sólo aquel que logre refrenar sus apetitos carnales podrá vivir con la conciencia limpia y abandonar este mundo sin la mancha del pecado.

—No lo entiendo... Entonces, ¿por qué me abocáis a que contraiga matrimonio y entregue mi virtud? —le reprochó, indignada.

—En ningún momento he pretendido hacerlo. Creo que no me estás entendiendo. —Celso se arrodilló frente a ella. Quería tomarla de la mano, pero se contuvo. Eulalia era ya una mujer... Eligiendo muy bien sus palabras, trató de apaciguarla. Sus ojos verdes, mucho más claros de lo habitual al recibir la luz que entraba por la ventana, se posaron en los de la muchacha—. Eulalia, perdona si te he hablado con demasiada crudeza. Sabes que sólo pretendo guiarte en tu camino hacia Dios. Déjame seguir siendo tu luz y te ayudaré a escoger el camino más adecuado.

Celso conocía a Eulalia. Estaba seguro de que esas palabras la calmarían; sabía que ejercía una fuerte influencia sobre ella.

—Perfecto. —Eulalia recobró la compostura y, dando muestras de una madurez impropia para su edad, le confesó—: No quiero entregar mi virtud a un hombre al que tal vez ni siquiera conozca... —Inclinó la cabeza—. Pero, llegado el momento, tendré que aceptar la decisión de mi padre. Es mi deber como hija. También Nuestro Señor aceptó la voluntad del Padre. Me casaré y tendré hijos. Seré una buena madre y una buena esposa. Renunciaré a la castidad.

—Eulalia, la castidad es una virtud que también deben cultivar los esposos, los cuales, dentro del matrimonio, han de comportarse como hombre y mujer, tratando de refrenar los apetitos carnales. Los esposos tienen que ofrecer a Dios su descendencia. Creced y multiplicaos, dijo el Señor. Por eso nos creó diferentes. —Al ver que su pupila se sonrojaba, añadió—: Debes saber, Eulalia, que hay otro camino para servir a Dios.

Nada más decirlo, le remordió la conciencia. Por primera vez en siete años, iba a traicionar la confianza de Julio.

—Decidme, preceptor... ¿y cuál es el camino? —le suplicó la muchacha.

—La virginidad. Si consagras tu virginidad a Cristo, Éste será todo para ti, como el marido lo es todo para la esposa. Te convertirás en Esposa de Cristo y tu fidelidad será recompensada por Dios en el Reino de los Cielos.

—¿Queréis que me convierta en una virgen consagrada? —Eulalia sostuvo la mirada de su preceptor durante un instante. Le pedía una seguridad que Celso no se atrevería a darle.

—No, Eulalia. Tan sólo quiero que no olvides que existe ese otro camino. Y que es el camino más directo a Dios. Pero eres tú quien debe elegir libremente, quien debe decidir si quieres consagrar tu juventud, tu edad madura y tu vejez al Señor. Si quieres vivir castamente el resto de tus días, como Esposa de Cristo.

—¿Y mis padres? Soy su única hija. Ellos preferirían que me casara, que nuestra familia no se acabara en mí.

Eulalia observó los libros que la rodeaban y se preguntó, apenada, qué sería de ellos y de los tarros de hierbas que su madre guardaba en aquel armario de la cocina, oculto a la vista de los demás.

—Descuida. Tómate tu tiempo. Medita sobre lo que hemos hablado. Piensa y escúchate, las dos cosas. Habla con Dios. Si al Final te decides por el camino de la consagración a Cristo, seré yo quien te lo allane. No te pido que desafíes la voluntad de tus padres. Pero debes pensarlo. No es una decisión que debas tomar ahora. Y recuerda que elijas el camino que elijas, lo verdaderamente importante es servir a Nuestro Señor, como has hecho hasta hoy.

—¡Delicioso! —alabó Domna, sorbiendo la fría bebida de menta y canela que le habían servido—. ¿Y dices que después de beberla me notaré menos fatigada?

—Es por la pronta llegada del buen tiempo, querida Domna —respondió Rutilia—. Seguro que eso te aliviará.

Evitó dar más explicaciones. Sus invitadas desconocían su secreta afición por las hierbas. Si llegaran a enterarse, no tardarían en reprochárselo.

Ella misma había elaborado la dulce infusión que ahora degustaban. Lo había hecho a escondidas de los demás habitantes de la domus, como de costumbre, a la luz de los fogones, pero esta vez le acompañaba Eulalia. Quería que su hija aprendiese cuanto antes todos sus conocimientos acerca de las plantas. Ya no les quedaba demasiado tiempo. En un par de años, Eulalia abandonaría el hogar familiar para ser la señora de su propia casa.

«Hija, tráeme unas hojitas de menta —le había dicho Rutilia, mostrándose paciente con ella. Comenzarían por una sencilla infusión de menta, canela y miel, con la que contrarrestar los efectos de la primavera—. En el tercer tarro del primer estante... Sí, ahí... Muy bien. Gracias, hija. —Abrió el tarro y le mostró una de las hojas secas—. Mira esto. La menta resulta muy refrescante y estimula los sentidos.» Eulalia obedecía las órdenes de su progenitura sin decir palabra.

«Ahora, toma el mortero y tritura esta rama. ¿Sabes lo que es? —Y al negar la muchacha con la cabeza—: Es cinnamomum. Se trata de una especia muy cara, traída de la remota India. Tiene muchas propiedades. Entre otras, es capaz de aumentar el deseo y animar el espíritu. —Troceó la menta y la depositó a un lado del mostrador de mampostería sobre el que ardían los fogones—. Ya está. ¿Has acabado con eso? Ahora lo herviremos un rato en esta marmita para que el agua reciba todas las virtudes de los ingredientes. Luego lo dejaremos reposar y tú misma le añadirás la miel.»

Rutilia pensó que no hacía ninguna falta que sus invitadas se enteraran de quién preparaba las infusiones. Domna, por su cuenta, siguió quejándose, mientras se dejaba abanicar por uno de sus esclavos:

—Me faltan las fuerzas. Será que empiezo a hacerme vieja. De joven no me ocurría lo mismo. La primavera excitaba mis instintos y ahora los serena. Hace tanto calor hoy...

—Domna, el tiempo pasa. ¡No pretenderás ser joven toda la vida! —le replicó Acilia, con la tranquilidad de quien ha asumido la vejez como algo inevitable.

Era casi quince años mayor que ella y que la propia Rutilia, quienes, aun siendo amigas de la infancia, llevaban un tiempo distanciadas.

Entre sus maridos existía una gran rivalidad, que se manifestaba continuamente en los acalorados debates que solían protagonizar durante las reuniones de la curia, pues tanto Pulcro como Julio eran las cabezas más preclaras del gobierno emeritense. Los dos despertaban la admiración de sus colegas. Si Pulcro era elogiado por su enorme capacidad de persuasión, algo fundamental en política, Julio gozaba de una gran autoridad moral sobre el resto, a pesar de ser cristiano. Una autoridad que él se había ganado a tuerza de demostrar su honradez y buen juicio en el desempeño de diversos cargos públicos en la ciudad.

Pero ésa no era la única razón del distanciamiento entre las dos mujeres. Las diferencias venían de lejos, de la adolescencia, cuando Rutilia se inició en la fe cristiana a manos de quien años más tarde sería su marido. Ahora, tanto ella como su familia llevaban una vida distinta a la de sus iguales. Una vida dedicada a cultivar su credo y a seguir los pasos de Cristo en la Tierra, con la esperanza de una resurrección más allá de la muerte. Y lo cierto era que ni Domna, ni muchos de los demás miembros de la aristocracia local, acertaban a comprenderlo, como tampoco Rutilia entendía el apego de su antigua amiga a los placeres mundanos, cuanto menos castos mejor.

—Lo sé, querida Acilia, pero no me resigno a envejecer. Para mí, no hay una vida mejor que ésta. La eternidad es cosa de los dioses. —Domna miró a la anfitriona, buscando su reacción.

Acilia siguió disfrutando de su fría bebida como si no hubiera escuchado nada. No quería entrar en polémicas.

—Qué calor hace hoy... —Domna reprendió al esclavo que subía y bajaba el colorido abanico de plumas de pavo con irritante parsimonia—. ¿Acaso estás dormido? Será mejor que muevas un poco el aire.

En ese momento, Celso accedía al peristilo por uno de los cuatro intercolumnios que no estaban tapiados, y que comunicaban el jardín con el corredor que lo circundaba, adonde daban las habitaciones principales de la domus. Acababa de salir de la biblioteca y se disponía a presentar sus respetos a la señora de la casa, que en esos momentos estaba reunida con las esposas de dos miembros importantes de la curia. El presbítero bordeó el pequeño estanque de caprichosas formas que ocupaba el centro del patio y, a través de la abundante vegetación, se dirigió hacia la exedra, seguro de que las encontraría allí. Era en esa preciosa sala abierta al jardín donde los señores de la casa recibían a mis visitas.

—Buenos días, señoras —saludó. Y dirigiéndose a Rutilia, anunció—: He acabado mis lecciones un poco antes de lo acostumbrado.

Ésta echó una mirada al reloj de agua que colgaba de una de las paredes de la sala, pero no comentó nada.

—Señora, espero que me disculpéis. Debo atender un asunto importante —continuó Celso.

—¿Os pasa algo esta mañana, preceptor? —se preocupó ella—. No tenéis buen aspecto. ¿Queréis que los esclavos os traigan un agua de menta? Os vendrá bien.

—No, gracias, señora. Tengo que irme.

Celso necesitaba reflexionar sobre la difícil conversación que había mantenido con su discípula, o, más bien, en lo que acababa de proponerle a espaldas de sus padres. Ellos eran sus hermanos, sus amigos. Habían confiado en él. Pero, no, no les estaba traicionando. Era lo mejor para Eulalia. No había hecho otra cosa que mostrarle el camino más directo a Dios, el camino de la continencia y la consagración a Cristo, el mismo por el que él había optado en su juventud. Sin embargo, sentía un gran peso encima. Estaba inquieto. Daría un paseo por la ribera del río Anas de vuelta a la domus episcopal para tratar de ordenar sus sentimientos. No quería que nadie le molestara. Necesitaba estar solo y pensar en Eulalia, su pequeña. Era ya una mujer y, si ella no tomaba el camino que le había indicado, pronto estaría prometida. Se convertiría en una mujer casada y él dejaría de ser su preceptor, su guía.

—¿Cómo dejas sola a tu inocente Eulalia con ese hombre? Yo a su edad ya me las hubiera ingeniado para aprender de él algo más que retórica —comentó la esposa de Pulcro con picardía. Desde que el presbítero había aparecido entre las plantas del jardín, no le había quitado los ojos de encima.

A Celso le había inquietado notar la lasciva mirada de Domna.

No era la primera vez que una dama se fijaba en él, y eso que no tenía ningún rasgo especialmente bello: ni su nariz recta; ni sus ojos verdes, demasiado pequeños para destacar; ni su boca; ni sus marcados pómulos. Sin embargo, el conjunto resultaba extremadamente agradable, tanto que su presencia atemperaba a los hombres y enamoraba a las mujeres. Pero no era sólo eso lo que le hacía ser un hombre extremadamente atractivo y seductor. Tenía algo que fascinaba.

Celso siempre había sido consciente de ese enorme magnetismo que despertaba entre los demás, tanto entre los hombres como entre las mujeres. Sin él pretenderlo, podía llegar a despertar los más bajos instintos. Ya desde su más temprana juventud, cuando estudiaba en su Córduba natal, intuyó las enormes posibilidades que se abrían ante él si sabía utilizar ese enorme atractivo. Y casi nadie sabía que en realidad las había explorado.

Algunas matronas cordubesas habían recibido en su lecho a aquel estudiante, por entonces casi un púber, pero maduro en carácter y aspecto físico. Superadas las lecciones de gramática, y adentrándose en las primeras de retórica, que simultaneaba con las memorizaciones de los Salmos y el estudio de los Evangelios, sus estrechas relaciones con las familias mejor situadas de la Botica fueron la llave para adentrarse en los más reputados cubículos.

Para él fueron años felices, en los que la cada vez más estrecha amistad con Liberio y Osio, el gusto por las letras y su frenética actividad sexual le hicieron llegar a pensar que estaba en lo mejor de la vida. Sólo cuando acertó a ver la luz de Cristo, se dio cuenta de cuan vana había sido su existencia. Los escarceos con las mujeres se habían terminado para él, a pesar de que la entrada en el clero no implicaba necesariamente una absoluta abstinencia sexual. Si bien era cierto que algunos de los obispos habían censurado tales prácticas entre los miembros del clero, algunos de ellos no renunciaban a fornicar con sus esposas y concubinas, e incluso con quienes no lo eran.

Celso, que había disfrutado de los placeres carnales desde su más tierna juventud, abrazó la castidad arrepentido de la vida triste y vacía que había llevado. La continencia era el mejor camino para llegar a Dios, pero era difícil y requería una gran fortaleza de espíritu. El lo sabía bien.

Rutilia no veía motivo de preocupación ante el comentario de Domna.

—Es su preceptor —dijo sin más.

—Eso ya lo sabemos. Preferisteis confiar la instrucción de la pequeña Eulalia a vuestros sacerdotes y la alejasteis de los demás niños. Desconfiasteis del maestro Severo. —El rencor de Domna lo compartían muchos de los suyos.

—Eulalia debía formarse en la fe de Cristo. Hicimos lo que creíamos mejor para nuestra hija —se defendió la anfitriona.

—Pues te digo una cosa. Pulcro y los demás chicos han recibido una exquisita educación en las escuelas del foro. El día de mañana, muchos de ellos ocuparán con dignidad el lugar de sus padres dentro de la curia, y algunos tendrán un prometedor futuro en la administración imperial. Eso tenlo por seguro.

—Mi hijo Cayo también asistió hace años a las clases de Severo, y luego a las escuelas superiores del foro. Ahora tiene un gran prestigio como orador y una brillante carrera política a sus espaldas. Acaba de ser propuesto para entrar en los officia imperiales, destinado a los secretariados de la burocracia. Estamos orgullosísimos de él. Mi esposo Amando dice que éste es el inicio de su carrera en la corte, y, al final, el camino al ordo senatorial.

—Es una muy buena noticia. Enhorabuena —la felicitó Rutilia con sinceridad.

—¿Y dices que sus primeras letras se las enseñó Severo? Pues Julio y Rutilia no lo consideraban adecuado para la educación de su niña. ¡Qué calor hace! —volvió a quejarse Domna—. Dile al esclavo que traiga más menta. Y tú, ¿qué haces parado como si fueras una estatua? ¡Abanícame!

—Amando y yo estamos muy agradecidos a los Lares por la trayectoria de nuestro hijo —continuó Acilia, encantada de poder hablar de su vástago—. Por fin ha llegado el momento de que se case. Pasa de la cuarentena, una edad más que apropiada para que busque esposa. Nosotros le insistimos en la conveniencia de hacerlo entre las hijas de nuestras amistades. Yo le he hablado mucho de Eulalia. Es una muchacha tan... —no encontraba el adjetivo perfecto—... elegante.

Eulalia, que había salido de la biblioteca unos minutos después de su preceptor, se había visto sorprendida por la conversación cuando pretendía acercarse a saludar a las invitadas de su madre. Al oír que estaban hablando de ella, se detuvo a escuchar junto a una de las columnas.

—Te agradezco mucho el cumplido, y que hayas pensado en nuestra hija como futura esposa de tu hijo Cayo. Me siento muy halagada. —Y tras contemplar durante unos segundos su bello jardín, añadió—: Pero bien sabes, querida Acilia, que no podemos aceptarlo. A ninguno de vosotros se os escapa que somos cristianos.

—Pero eso es un asunto menor... Amando dice que las leyes no nos prohíben que casemos a Cayo con una doncella cristiana. Sabes que admira a tu esposo. Además, dice que no sería el primer caso. Tú misma no eras cristiana cuando conociste a Julio, y ahora se os ve tan unidos... Las cosas pueden cambiar. Tal vez Kulalia entre en razón y decida apartarse de vuestra secta. O bien podría convencer a mi hijo para que le permita seguir siendo cristiana. Dicen que es una muchacha muy elocuente.

—Lo es. —Rutilia se tomó su tiempo; no quería herir la vanidad de su invitada—. Acilia, sabes que tanto mi esposo como yo os respetamos. Hemos dado prueba de ello en numerosas ocasiones. Pero ante todo somos cristianos. Sería más fácil si tu hijo se convirtiera sinceramente a la fe de Cristo...

—Eso no va a ocurrir —concluyó ésta, ofendida.

—Déjalo, querida... —volvió a interrumpir Domna—. Rutilia prefiere confiar su hija a ese Celso antes que entregársela a uno de nuestros hijos. Yo, de vosotros, no me fiaría tanto de vuestra hija. Ya sabes cómo son las jóvenes.

Eulalia no pudo aguantar más. Ya había escuchado bastante. Quería que dejaran de hablar de ella, de insinuar cosas que no eran ciertas, así que se presentó ante su madre y las demás mujeres. Éstas parecieron sorprenderse al verla aparecer de repente.

—Hija, acércate. No te hemos oído llegar. ¿Quieres que te sirvan una infusión? Pareces nerviosa.

—No. Gracias, madre. No estoy nerviosa —respondió ella con serenidad. Estaba mucho más tranquila, pues acababa de tomar una decisión.