Lamia arqueó la espalda hacia atrás, dejando que su cabello negro se derramara hasta casi rozar el suelo. Comenzó a bailar ante la expectante mirada de los invitados. Era el plato fuerte del banquete, y ella lo sabía. Fue irguiéndose suavemente, al tiempo que hacía ondular sus brazos con la sinuosidad de un reptil. Su cuerpo, poseído por la sensualidad de la música, se estremeció, y sus caderas empezaron a moverse con dulzura, muy suavemente, hasta que, de repente, un delirante ritmo de címbalos y tambores le llevó al frenesí. Se agarró el borde de su vestido con una mano y lo agitó con energía, golpeando el frío suelo de mármol con sus pies desnudos, mientras con la otra hacía tañer los dorados crótalos. Bailaba desenfrenadamente. Levantaba una y otra vez la fina seda de Cos que velaba su cuerpo semidesnudo, dejando al descubierto piernas y nalgas.
Danzaba en honor a Baco, al igual que durante generaciones habían hecho las jóvenes sirias en la festividad de las Maiumas y las célebres muchachas de Gades, que habían paseado su lúbrico arte por todo el imperio, aunque sin el descaro de aquellas miserables mujeres. Ella era una hetaira que irradiaba sensualidad. Había nacido para ser amada y para servir fielmente a Afrodita. Exhausta por la tensión del baile, se dejó llevar por una dulce melodía que rezumaba erotismo en cada una de sus notas, y, sintiéndose como una diosa, siguió avivando el deseo de los hombres con la danza de su vientre. Movía las caderas al compás de la música, sacudiendo rítmicamente los hombros y el pecho, mientras dejaba que sus serpenteantes brazos siguieran flotando por el aire con fingido abandono.
La voluptuosidad de la siria parecía prometer a los invitados un placer que tardarían en probar, o que tal vez no alcanzarían nunca. De pronto, se detuvo ante el anfitrión del banquete, el prefecto del pretorio, su amante desde hacía varios meses, y se le ofreció sin decir palabra.
Flacino clavó sus dedos en las redondas nalgas de la joven y, excitado, la atrajo con fuerza hacia sí y la sentó a horcajadas sobre sus muslos. Lamia siguió moviendo su cuerpo como si danzara, mientras sus expertas manos buceaban por debajo de la túnica del prefecto, sin tardar en hallar lo que buscaban. Las manos tomaron el pene erecto y lo introdujeron en el sexo de la muchacha, quien, al sentirlo penetrar en sus entrañas, comenzó a arquear la espalda como si careciera de huesos, bailando sobre él, ajena por primera vez al ritmo de los címbalos.
Flacino estaba sediento. Necesitaba beber. Sin retirar siquiera su satisfecho miembro del cálido cuerpo de la hetaira, exigió a voces que el arbitro del festín cumpliera con su cometido.
—Hierocles, ¿es que nos vas a dejar sin vino? —Se quitó a su amante de encima con brusquedad—. Que el cellarius nos traiga uno de esos exquisitos néctares de Falerno que duermen en la bodega de palacio. Demos placer a nuestros sentidos... —Y mordisqueó el cuello de Lamia, que respondió con un húmedo beso.
—Querido prefecto... —le interpeló el vicario.
—¿Qué quieres, Hierocles? —replicó éste, molesto por la interrupción.
—Ha sido la diosa Fortuna quien me ha elegido para servir de árbitro en vuestra fiesta, y ser quien decida cuánta agua debemos echar en la crátera. —Tras recordarle quién había salido elegido para hacer de simposiarca, continuó—: Siempre que mi amado anfitrión me lo permita, seré yo quien determine cuánto vino podemos beber cada uno para que siga reinando la armonía entre nosotros. Pues el buen vino alegra el corazón de los hombres, pero hace enloquecer a quien abusa de él.
No era la primera vez que el gobernador actuaba de simposiarca, y lo cierto era que detestaba hacerlo, pues sabía de sobra lo que ocurría en los banquetes cuando el alcohol comenzaba a hacer su efecto. Siempre había quien no aceptaba las normas del luego y exigía, como ahora el prefecto, que el vino corriera en abundancia. Entonces la diversión se convertía en desenfreno y adoraban los malos instintos.
—Amigo Hierocles, fíjate en mis invitados. Nuestra fiesta está decayendo. ¿Qué clase de symposium es éste? ¿No ves que no hemos bebido lo suficiente? —Y con voz autoritaria añadió—: Cumple con el honor de servir al inmortal Baco y haz que esta noche enloquezcamos todos. Mañana será otro día.
Entretanto, el esclavo ya había mandado traer de la bodega un ánfora del preciado vino de Falerno. A éste poco le importaba que los invitados bebieran más de la cuenta; estaba acostumbrado a asistir a los excesos del dueño y sus amistades, pero no quería ser castigado por haber desatendido sus funciones. Ya era viejo, llevaba mucho tiempo sirviendo como cellarius y conocía bien su trabajo. Aquel vino traído de Italia tenía fama de ser el más caro del imperio, y su sabor dulce era apreciado en toda Roma. Aunque también era célebre por su elevado contenido etílico. De él se decía que era «el único vino que prende cuando se le acerca una llama». Tal vez por eso lo había exigido el amo.
El sirviente hizo que un joven esclavo de bucles dorados, elegido para atender el banquete por su gallardía, recogiera las tazas de plata que había esparcidas por todo el triclinium en que los invitados habían bebido un excelente vino de Quíos, y las sustituyera por los preciosos vasos mirrinos, más acordes con la calidad del caldo que iban a consumir. Cuando estuvo todo dispuesto, se dirigió hacia la crátera vacía, apoyó la pesada ánfora de barro entre sus rodillas y esperó pacientemente a recibir las instrucciones del simposiarca.
Aunque a regañadientes, Hierocles terminó cediendo a la voluntad del anfitrión y, después de beber un sorbo de vino puro, derramó algunas gotas sobre el suelo como sacrificio a Baco, dios del exceso y la diversión. Dando por finalizada la libación, ordenó al cellarius que comenzara a elaborar la mezcla: tres quintos de vino en agua bien fría, pues la temperatura era tan agradable aquella noche que no apetecía tomarlo caliente. Una vez preparada, tomó el cacillo que le ofrecía el esclavo y comenzó a llenar los vasos de los asistentes. Muchos de ellos lo recibieron contrariados, pues no estaban seguros de que su cabeza, coronada por guirnaldas de hiedra en la creencia de que así contrarrestarían los efectos del vino, pudiera resistir una copa más.
Flacino se mostraba exultante por haber conseguido que el árbitro del festín fuera algo más generoso en el reparto. Jugueteaba con la siria, mientras esperaba a que tanto sus invitados como las demás hetairas estuvieran servidos y, levantándose del diván como buenamente pudo, brindó por todos ellos, empezando por Constantino, en cuyo honor se celebraba aquel banquete.
—A la salud de nuestro joven Constantino, que nos premia hoy con su presencia. —Mientras decía estas palabras, perdió el equilibrio y no tuvo más remedio que apoyarse en su compañera.
—A tu salud, prefecto. —Este le devolvió el cumplido, levantando su vaso de ónice veteado.
El prefecto continuó brindando.
—Por las bellas mujeres y los buenos amigos.
—¡Salud! —Estos se pusieron en pie y alzaron sus copas.
—Hierocles... —Antes de beber el ansiado caldo, Flacino le dedicó una maldad, un viejo aforismo al que solía recurrir cuando la mala suerte hacía que el arbitro fuera tan mojigato como ése—. Debes saber que la primera copa es para la sed; la segunda para la alegría; la tercera para la voluptuosidad, y la cuarta, querido gobernador, para la locura. —El sarcasmo fue mal recibido por el simposiarca, harto de la soberbia de su anfitrión—. Ahora, ¡bebamos todos!
—¡Bebamos! —respondieron a coro todos los invitados excepto Hierocles.
Pero ninguno de ellos bebió. Un fuerte alarido procedente del sótano de palacio les dejó paralizados. Aunque no todos los allí presentes lo ignoraban. Al banquete habían sido invitados algunos miembros del consejo de Diocleciano, como el propio Hierocles, además de varios tribunos de primer orden, entre los cuales se contaba el hijo del augusto Constancio, acompañado de sus inseparables escoltas. Todos ellos estaban al corriente de lo que ocurría; aun así, se mostraban expectantes. Presentían que de un momento a otro volverían a repetirse los gritos. Y así fue: sollozos, golpes secos y más gritos. Hubo un tenso cruce de miradas entre los invitados, hasta que el anfitrión, irritado por el contratiempo, ordenó que volviera a sonar la música.
—Músicos, ¡tocad hasta que os duelan las manos! No quiero que esos molestos cristianos distraigan a mis invitados con sus insoportables quejidos. —Él los había soportado durante dos noches seguidas porque los almacenes de donde provenían estaban debajo de los aposentos destinados a la prefectura.
Los esclavos comenzaron a tocar con todas sus fuerzas, tratando de ocultar con el sonido de sus instrumentos las lastimeras voces que provenían del sótano, donde algunos sirvientes de palacio estaban siendo cruelmente torturados y sometidos a inhumanos interrogatorios. Habían sido detenidos por orden de Diocleciano y acusados de haber provocado el fuego que, dos semanas antes, había devastado el ala oeste de los apartamentos imperiales, poniendo en peligro la vida del emperador. Hacía dos días que el propio Galerio, aterrorizado por las amenazas de los cristianos, había huido a su residencia en Sirmium, junto a la frontera con el Danubio. No obstante, su esposa Valeria había preferido quedarse junto a su madre, alimentando inconscientemente los rumores sobre su posible vinculación a aquella secta maldita.
La mayoría de los detenidos, muchos de ellos influyentes funcionarios de la corte, se reconocían cristianos, pero negaban su implicación en el incendio. Rezaban y pedían clemencia ante las amenazas del verdugo, mientras, en el piso de arriba, los músicos se esforzaban en tocar cada vez más fuerte. Era inútil. Por mucho empeño que pusieran en hacer sonar las flautas, por muy fuerte que golpearan los tambores, tañeran los címbalos y tocaran las cítaras, no podían ocultar los desgarradores gritos de los domésticos, que mantenían en vilo a los invitados y a sus frívolas acompañantes, recordándoles que algo terrible estaba ocurriendo en los sótanos del palacio.
Éstos seguían cruzando miradas en silencio, mientras las hetairas, al conocer de qué se trataba, miraban de reojo a Calia, más por la curiosidad de ver cómo había reaccionado la chica que por compasión, pues no dejaban de considerarla una intrusa. Tan sólo Glycera se acercó a ella para consolarla discretamente, acariciándole la espalda. La muchacha, que había palidecido, lo agradeció. Le aterraban el miedo y los malos recuerdos. Intentaba parecer serena y distante ante el dolor de sus hermanos. Si quería conservar la vida, debía mantenerse firme.
El prefecto del pretorio llevaba un rato observándola.
—Esos cristianos son como las ratas. Están por todas partes —dijo sin apartar los ojos de la muchacha, que al escuchar aquellas palabras bajó la cabeza. El prefecto encogió involuntariamente su prominente nariz y abrió la boca para añadir algo más, pero se contuvo.
Esa cristiana estaba viva gracias a él. Sus propios soldados la hubieran acabado matando con sus brutales embestidas. Y hubiera sido una pena, dada su hermosura. El caso era que, sin su ayuda, ahora estaría tan muerta como los demás. Y ella algún día tendría que agradecérselo. Esperaría lo necesario, con tal de no ser rechazado de nuevo, como había sucedido esa misma noche. Se la iría ganando poco a poco, la seduciría, y aguardaría a que fuera ella quien sucumbiera a su poder. El fruto que es arrancado del árbol cuando todavía está verde puede comerse incluso con cierto placer, pero no resulta tan dulce y delicioso como aquel que ha madurado en la rama. Si él quisiera, sería suya esa misma noche; bastaba con obligarla a que prestara sus servicios a Afrodita, como lo hacían las demás, pues desde aquel día había dejado de ser una campesina para convertirse en una hetaira. Y él era el prefecto del pretorio, el anfitrión de esa fiesta. Podía forzarla, pero no lo haría. Por ahora le bastaba con la siria. Cuidaría bien del árbol y esperaría pacientemente a recoger el fruto maduro.
—¡A vuestra salud! ¡De un trago! —Flacino apuró el vaso e instó a los demás a hacer lo mismo.
—¿Por qué no jugamos a algo? —propuso Iris con su habitual frescura, tratando de que la fiesta no decayera por culpa de los cristianos.
El banquete había comenzado mucho antes del atardecer, bien avanzada la hora octava, pero después, cuando los sirvientes encendieron las antorchas y repartieron velas y candelabros por todos los rincones del ostentoso triclinium, todavía se estaban sirviendo los postres. Por la gran mesa central habían desfilado numerosos platos, a cada cual más delicioso y atrevido, todos ellos dignos de un césar. Un enjambre de esclavos, los más bellos de la rasa del prefecto, adornados con guirnaldas de flores, se ocupaba de que nada faltara entre los comensales que, plácidamente recostados sobre lujosos divanes, degustaban en silencio las exquisiteces que el anfitrión les ofrecía. Con el postre, ese silencio dio paso a una animada conversación entre los asistentes, que, reconfortados tras la copiosa comida y el abundante vino, intercambiaron anécdotas, bromas, chismorreos de la corte e ingeniosas ocurrencias.
Todos callaron cuando comenzó a sonar la lira y la suave voz de Gilycera dio vida a la poetisa Safo.
—Desciende, bella Afrodita, y en las doradas copas con el suave néctar, mezcla purpúreas rosas...
Las melosas palabras de Safo desataron la sensualidad entre los presentes, preparándoles para una larga sobremesa en la que el vino, la música y los juegos darían paso a otros placeres.
—Sí, eso. Juguemos al juego del rey —replicó Filina, animada.
La ocurrencia de Filina fue bien recibida entre las hetairas. Ése era uno de los juegos más aplaudidos en todos los banquetes, pues siempre daba pie a situaciones jocosas, e incluso comprometidas. Era un buen comienzo para jugar al juego del amor, en el que ellas eras expertas jugadoras.
—¿Y si jugamos al juego de la reina? —propuso la siria, orgullosa de su ventajosa situación frente a los demás.
—No se hable más —zanjó Flacino—. La bella Lamia será la reina del juego. —Y dirigiéndose a ella, le rindió pleitesía en nombre de los demás—. Tú serás nuestra reina. Ordena, y nosotros obedeceremos.
—A partir de ahora, vosotros sois mis súbditos. Debéis acatar mi voluntad.
Lamia se había puesto en pie y paseaba por la sala con majestuosidad. Argollas, collares, pendientes, cadenillas y brazaletes la cubrían de oro. Lucía, orgullosa, una magnífica diadema tachonada con gemas de la India que le había regalado el prefecto como premio a sus favores, y que ella consideraba digna de una auténtica reina. Estaba especialmente bella esa noche. Y ella lo sabía. Era muy consciente de la enorme atracción que ejercía sobre los demás. Movida por la vanidad, exhibía su imponente desnudez bajo la luz de las antorchas, dejando que su rojizo resplandor pasara a través de la dorada túnica de seda de Cos que llevaba puesta, transparente y tan ligera como el aire, tanto que al moverse se le pegaba al cuerpo, ensalzando sus curvas. A Lamia le excitaba sentir el deseo de los hombres y la mirada envidiosa de las demás mujeres. Ella era la reina. Los tenía a sus pies.
—Ordeno que os despojéis de vuestras coronas y me las ofrezcáis —exigió a los demás, señalando el lugar donde debían colocarlas.
Uno a uno, los serviles jugadores se quitaron las coronas de hiedra que ceñían sus cabezas y las fueron depositando junto a la hetaira. El prefecto fue el último en hacerlo.
—Sólo os serán devueltas si cumplís con mis mandatos —les advirtió ésta, con afectación—. Empezaré por ti, pequeña Iris...
Lamia dio varias vueltas en torno a ella para darse tiempo a pensar qué iba a ordenarle. Al cabo de unos segundos, fijó la vista en un frutero que reposaba sobre una de las mesillas auxiliares que había repartidas por todo el salón, en las cuales se ofrecían fruta, queso, dulces y otros apetitosos tentempiés con los que sobrellevar el exceso de bebida. Se acercó hasta él y cogió una manzana roja y carnosa. Cuando hubo regresado frente a Iris, la mostró a los demás.
—¿Sabéis qué es? —les preguntó.
—Una manzana. —Sólo Iris se animó a responder a tan obvia pregunta.
—Es la manzana de Afrodita, la que le otorgó Paris a cambio de que Helena, la más bella de las mortales, le quisiera. La misma que provocó una guerra. Tómala. —Y se la lanzó.
Iris la cogió en el aire.
—¿Qué debo hacer con la manzana? ¿Provocar una guerra? —sonrió ésta, con la manzana en la mano.
—Has acertado, querida Iris. —Lamia le devolvió la sonrisa.
—Pero ¿cómo? —preguntó Iris, impaciente.
—Tú serás Afrodita. Deberás elegir a la mortal más hermosa del banquete y entregarle tu manzana para que coma de ella. Elijas a quien elijas, provocarás una guerra entre las demás. Recuerda, querida Iris, que tienes en tu mano la manzana de la discordia. —Con esa pequeña maldad, Lamia había conseguido atraer la atención de todos los jugadores, incluso la de los más reacios a ese tipo de banalidades.
Iris no dudó un instante. Enseguida supo a quién elegir. Se acercó la manzana a la boca y empezó a comérsela. Se había elegido a sí misma.
—Puesto que, sea cual sea la decisión de Afrodita, provocará los celos entre vosotras, seré yo la elegida. —Y alzando el carnoso fruto, exclamó—: ¡Iris, la más hermosa de las mortales! —Luego bajó la voz—: Pero no os disgustéis, queridas. Fue Afrodita quien tomó la decisión, y no Iris. —Sonrió, triunfante, y volvió a morder la jugosa manzana ante el silencio de las demás, que no se opusieron a los caprichosos deseos de la diosa.
—Muy bien, Iris. Has sido muy sagaz. —Sin embargo, Lamia no se dio por satisfecha ante la respuesta de su joven compañera, y decidió mandarle una segunda prueba—. Ahora busca a tu Paris y haz que muerda la manzana.
Esta vez la orden de Lamia hizo que todos los presentes se tensaran ante la posibilidad de ser ellos los elegidos por la ingeniosa hetaira. Iris recorrió el triclinium con cara de malicia. De pronto, se detuvo ante uno de los invitados y dio un pequeño bocado a la manzana. Pero el adusto gesto de Constantino la disuadió en su elección, y siguió pasando revista a los candidatos. Por fin, se la entregó a otro de los tribunos de primer orden, Libanio, que debía su meteórica carrera al prefecto del pretorio. Éste la mordisqueó sin dejar de mirar a la muchacha.
—Puedes recoger tu corona —sentenció la siria.
—Lamia, ya que eres la reina, pon a prueba al prefecto —le retó Filina, que desde el primer momento había encajado mal la elección de su compañera—. Pídele que haga callar a esos cristianos. Me están volviendo loca con sus quejidos.
Todos deseaban que dejaran de oírse aquellos rumores tan desagradables, aunque se esforzaran en fingir que ya no los escuchaban.
Lamia ignoró la petición de Filina, pues sabía que el prefecto no iba a hacer nada para detener a los verdugos, y se puso a buscar entre los jugadores a una nueva víctima para sus graciosas ocurrencias.
—Eh, tú, ¿cómo te llamabas? —Lo sabía de sobra porque había estado recostada a su lado durante la cena.
—Me llamo Marcelo —contestó éste, ofendido ante el desprecio de la siria.
No estaba acostumbrado a que las putas le trataran con ese desdén, ni tampoco a esas chiquillerías, más propias de adolescentes que de hombres maduros, incluso entrados en edad, como aquel sexagenario que tenía a su lado. Le había resultado grotesco comprobar cómo algunos de los individuos más poderosos de la corte, en cuyas manos estaba el destino de Roma, se excitaban como mancebos ante las ridículas ocurrencias de las hetairas. Bastaba con ver el rostro de Constantino para adivinar que él también se sentía igual de incómodo.
—Marcelo... Marcelo... Veamos qué puedes hacer para servirme. —Lamia se le acercó y le examinó de arriba abajo.
Marcelo miró de reojo a Zósimo, recriminándole su insistencia para que asistiera junto a él y Constantino al banquete del prefecto. Detestaba ese tipo de entretenimientos propios de ricos y poderosos; ya era hora de que empezaran a conocerle. Tomó aire y trató de mantener la calma.
—Ya sé. ¡Esclavo, necesito un vaso lleno de vino para el soldado! —Cuando lo tuvo en la mano, se lo tendió a Marcelo diciendo—: Que tu boca calme la sed de una de nosotras, de... —y fingiendo que se concentraba, añadió—: de aquella belleza que está allí sentada. A ver si la animas un poco. Parece triste esta noche.
—Lamia, te estás mostrando cruel con la pobre Calia —intervino Glycera—. Deja ya de hostigarla. Es lo único que has estado haciendo desde que llegó a nuestra casa.
Nunca la habían visto tan enfadada. Aunque de poco le servía, pues la siria era esa noche la verdadera reina del banquete, la amante del anfitrión, y podía hacer o decir lo que le viniera en gana.
—Marcelo, no pongas esa cara... —le censuró Lamia, ignorando la reprimenda y chasqueando la lengua con fingida reprobación—. Pronto me lo agradecerás. La bella Calia sabe bien cómo tratar a los soldados.
Glycera volvió a mirarla con dureza, sin decir nada.
—Vamos, hombre... La chica te está esperando —le jaleó Zósimo, a quien este tipo de juegos parecía gustarle más que a su compañero. Tanto él como Flacino estaban muy interesados en que el galo comenzara a aficionarse a los pasatiempos de la corte, al lujo y a la lujuria, a los que sólo podían acceder unos pocos elegidos.
—¿No ves que está sedienta? Ve a darle de beber —le alentó Musonio, uno de los oficiales de la guardia pretoriana.
Marcelo se sentó en el diván junto a Calia y bebió un buen trago de vino ante la expectación del resto. Tomándola por el mentón, le levantó la cara y la besó a la fuerza, obligándole con la lengua a que entreabriera los labios. Ella notó cómo el cálido néctar se derramaba en su boca.
—Has cumplido con el juego, soldado. Toma tu corona. —Lamia se la devolvió con el mismo desprecio con que, un momento antes, le había hablado.
Marcelo tuvo que agacharse para recoger la corona que la siria le había lanzado a continuación. Le parecía humillante el trato de la puta del prefecto, y no pudo evitar mostrar su rencor, mirándola con un odio mal disimulado, mientras la rabia le atenazaba los dientes. Pero, sin darse apenas cuenta, el bonito rostro de Calia le hizo relajar el semblante, e incluso esbozar una ligera sonrisa, al recordar su remilgada actitud, que para nada parecía fingida, y que a él le resultaba algo nuevo.
Sentía curiosidad por saber de ella, pues por mucho que se empeñara en pasar desapercibida, no era como las demás. Había visto cómo Flacino trataba de seducirla durante la cena, aprovechando cada vez que los dos comían de la misma fuente para buscar su mano y acariciarla con la punta de los dedos. Ella bajaba la cabeza, avergonzada, y apartaba la mano como si el contacto con el prefecto le quemara. En aquel sensual ambiente, parecía tan fuera de lugar como el propio Marcelo. Se volvió a sentar en el diván donde se hallaba la muchacha y, empujándola suavemente por los hombros, consiguió que se tumbaran juntos.
Calia no opuso resistencia. Dejó dócilmente que Marcelo se recostara a su lado. Permaneció quieta y tensa, con la mirada ausente, esperando, impotente, a que el soldado empezara a hacerle daño. Aunque tenía miedo, debía de obedecerle si quería conservar la vida. El se dio cuenta de que la chica estaba asustada e intentó ser delicado.
—Tranquila... No voy a hacerte nada, si tú no quieres —le susurró mientras acariciaba su mejilla, sonrosada por el exceso de colorete. Al final iba a tener que agradecérselo a aquel absurdo juego.
—Ahora te toca a ti, amado prefecto —le anunció Lamia. Y acercándose a él, le puso de nuevo la corona de hiedra mientras le musitaba—. Te devuelvo la corona, amado César... mi César.
Lamia sabía cómo excitar a su amante; bastaba con tratarle como si la púrpura ya fuera suya. Largas noches de amor y confidencias le autorizaban a compartir los delirios de grandeza del prefecto Flacino. Este soñaba con hacerse un hueco en el gobierno imperial y llegar a convertirse en el césar de Oriente. Y si todo salía como él había planeado, no tardaría en serlo.
—Conviérteme en tu emperatriz... —insistió—. Hazme tuya...
Y allí mismo volvieron a abandonarse a los placeres de Eros. De pronto, Zósimo anunció:
—Nos hemos quedado sin reyes.
—Roma hace tiempo que los echó. Sólo los bárbaros necesitan ser gobernados por reyes —se atrevió a recordar Hierocles, cuya cabeza reposaba en el desnudo muslo de Livina.
—Amigos, creo que podemos dar por finalizado el juego —comentó Libanio, y tomando a Iris de la cintura la invitó a practicar otro tipo de diversión más lúbrica. Esta aceptó encantada.
Eran pocos los invitados que a esas alturas del banquete no compartían la compañía de una de las hetairas. Musonio no había podido resistir la seductora mirada de Adrastea, de la que no podía escapar, y se había perdido con ella en la oscuridad de la noche. Hierocles hacía ya tiempo que había dejado de ejercer como arbitro del festín para abandonarse a los cuidados de Livina. Marcelo seguía acariciando la suave piel de Calia aun sabiendo que, al menos esa noche, no obtendría de ella más que el placer de poder tocarla. Y en un rincón del triclinium, Zósimo y Dórice se entregaban a los placeres del sexo con la complicidad de dos antiguos amigos, mientras Filina y uno de los tribunos dormían, satisfechos, en el diván de al lado. Los menos afortunados, a quienes no había alcanzado el dardo de Eros, bebían y conversaban a la luz de las antorchas, ajenos al disfrute de los amantes.
Marcelo se levantó bruscamente del diván y pidió a gritos que uno de los esclavos le pusiera sus sandalias. Calia lo miró sorprendida pero no dijo nada. Parecía nervioso, como si de repente hubiera pasado algo. Lo cierto era que el soldado se maldecía a sí mismo porque acababa de darse cuenta de que Constantino se había marchado de la fiesta. Se había abandonado a los placeres del vino y las mujeres, bajando la guardia.
Cuando por fin estuvo calzado, se fue en su busca, renunciando al cálido contacto de aquella tímida muchacha a quien dejaba más sola de lo que podía imaginar.
Recorrió el largo pasillo que separaba la casa del prefecto de los departamentos de Constantino, al tiempo que iba recomponiéndose la túnica, pues no podía detenerse en tales minucias. Caminaba a paso ligero, llevado por la responsabilidad. Pensaba en el negligente comportamiento de su compañero, ya que no era él, sino Zósimo, el encargado de velar por Constantino aquella noche. Y ambos sabían que no debían separarse de él en ningún momento. Cumplían órdenes.
—¡No me matéis! ¡Confesaré! Diré lo que sea...
Eran las mismas voces que habían soportado durante la velada, pero en el silencio del pasillo sonaban con mayor claridad. Marcelo, obsesionado con Constantino, no reparó en ellas hasta entonces. En los últimos días, habían ocurrido demasiadas cosas en palacio.
—¡Confesaré! Soy cristiano... ¡cristiano! Pero no me hagáis daño...