Nicomedia, corte de Diocleciano.
Marzo de 303 d.C.
—¿Dónde está mi anillo?
Délfide sonrió aliviada. Por fin la muchacha había recobrado la conciencia. Desde que se la confiaran, hacía más de siete días, no se había separado de ella, dándole el calor y los cuidados que necesitaba para sobrevivir. No en vano, los soldados la trajeron tan débil como un pajarillo, llegando a temer por su vida. Pero, con la ayuda de Glycera, limpió su cuerpo magullado, curó sus heridas y, a fuerza de aplicarle paños húmedos, consiguió ahuyentar la fiebre. Sin embargo, aunque le había salvado la vida, sabía que su espíritu jamás se recuperaría, que el dolor seguiría atormentando su alma durante el resto de sus días. Ella misma pasó por lo mismo siendo casi una niña. Y su vida siguió un camino distinto al que estaba marcado.
—¿Dónde está mi anillo? —volvió a preguntar Calia, mirando a la mujer que había sentada a un lado de la cama, y que sostenía suavemente su mano. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero agradecía que no la hubiera dejado sola—. ¿Dónde está el anillo?
—No te hace falta llevarlo. —Antes de soltarle la mano, la besó, y acariciándole el pelo con ternura, añadió—: Ya no estás comprometida con nadie. Si eres lista y aprendes rápido, pronto tendrás un anillo de oro puro para cada uno de tus dedos.
Calia sonrió sin comprender muy bien el significado de aquellas palabras.
—Pero... pronto será mi boda. He de llevar mi anillo puesto —comenzó a agitarse—. Padre dice...
—Chis. —Délfide posó sus dedos sobre los carnosos labios de Calia y la mandó callar—. Descansa. Ahora no es momento de hablar. Bébete esto e intenta dormir. Necesitas coger fuerzas.
Ella, obediente, no dijo nada. Tras apurar el vaso de vino caliente con miel que aquella mujer le había ofrecido, permaneció un rato con la vista perdida y el cuerpo inmóvil hasta que, vencida por los efectos del alcohol y las hierbas, volvió a quedarse dormida. Délfide no era médico, ni curandera, pero conocía los secretos de la naturaleza y sabía exactamente qué plantas emplear para apartar el miedo y los malos recuerdos de aquella bonita muchacha. Ya tendría tiempo de hacerles frente más adelante.
Abrió la ventana para que entrara la luz. Habían pasado casi nueve días desde que los pretorianos dejaran, de parte del prefecto, a esa cristiana moribunda a la puerta de su casa. Había perdido la conciencia y se estaba desangrando, pero la diosa Afrodita quiso que sobreviviera a la muerte. Ella siempre cuidaba de las mujeres hermosas.
Calia se incorporó en el lecho y escudriñó el coqueto cubículo con sus grandes ojos, bellos a pesar de la hinchazón y el tinte amarillento de los párpados. El pelo, alborotado tras la larga convalecencia, le caía descuidadamente sobre los hombros desnudos, dejando entrever la redondez de sus senos. Délfide la observaba desde la ventana, sin que ella, embelesada ante el lujo de la estancia, reparara en su presencia: el derroche de sedas y tapices; los dorados de muebles y molduras; las exóticas pinturas que recubrían las paredes. Calia comprendió que debía de hallarse lejos de su aldea... ¿Tal vez en una de las ricas mansiones de la ciudad? ¿O más bien estaba soñando?
—Veo que ya eres capaz de levantarte por ti misma. —Era la voz de aquella mujer que estuvo a su lado mientras soñaba.
Calia la reconoció y trató de mostrarse agradecida.
—No sé por qué estoy en esta cama, pero gracias por ciarme la mano.
—Pequeña... Has tenido que recorrer un largo camino desde las puertas del Hades, y lo has hecho sola. Yo tan sólo te he acompañado. —Se acercó a ella y se sentó en el borde de la mullida cama, como tantas otras veces en los últimos días—. No recuerdas lo que pasó, ¿verdad?
Calia cerró los ojos con fuerza, como si se negara a recordar. Aun así, lo hizo. Todo era muy vago.
—Estuve en el infierno. Había muerte, sangre... y mucho dolor. Yo quería vivir...
—Una persona muy poderosa te sacó de allí. Se trata del prefecto del pretorio —observó la reacción de la muchacha antes de continuar—. Si ahora estás viva es por él... y por tu belleza —susurró—. Algún día tendrás la oportunidad de mostrarle tu gratitud.
No le cabía duda de que así sería. A esa joven le atraían el lujo y los placeres como a las moscas la miel. Todo era cuestión de tiempo. Y en cuanto al prefecto, no tardaría en cobrarse el favor. Ella le conocía bien y sabía que no forzaría a la chica, pues, que ella supiera, jamás lo había hecho con otra mujer. Su orgullo no le permitía cobrarse los favores a la fuerza.
«Será paciente, le dejará su tiempo —pensó—. La seducirá con atenciones y lisonjas, la llenará de caprichos y esperará a que sea ella quien caiga rendida a sus pies. Entonces él se sentirá poderoso.»
—¿Por qué estoy aquí? —Calia estaba confundida—. ¿Dónde está padre? ¿Y Clito?
—Fue el prefecto del pretorio quien mandó que te trajeran. Servirás a nuestra diosa. Para el resto de tus preguntas, no tengo respuesta. El tiempo te las irá dando. —Se levantó con determinación y, fingiendo severidad, instó a Calia a hacer lo mismo—. Vamos, muchacha. Llevas demasiados días en cama... No querrás quedarte aquí toda la vida. Es hora de darte un baño y de quitarte de una vez ese olor a cabra. Te sentirás mejor.
Calia nunca antes se había bañado. Como las demás mujeres de la aldea, siempre se había lavado remojándose con el agua del pozo, allí mismo o, si necesitaba hacerlo más a fondo, en la parte trasera de la casa, ocultando sus vergüenzas a la vista de los vecinos. Ahora le esperaba un delicioso baño de agua caliente, pero ella tenía sus reservas.
Se metió en el agua poco a poco, acostumbrando su cuerpo a la nueva sensación, hasta quedar sumergida casi por completo. Mientras aspiraba el aroma de los pétalos de rosa, dejó que la esclava le frotara la piel y lavara su cuerpo con ayuda de una esponja. Estaba tan a gusto que, cuando por fin decidió salir, el agua ya se había enfriado. Envuelta en una sábana de hilo, la más limpia que había visto en su vida, dejó que la secaran y, tendida sobre la cama, se abandonó a la espera de lo que siguiera.
A través de sus largas pestañas vio cómo se acercaba un muchacho, ¿tal vez un esclavo?, y sintió vergüenza. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué se entregaba a los placeres del cuerpo como si fuera una ramera? De pronto, recordó lo ocurrido en la iglesia. Las imágenes se agolpaban en su cabeza, una detrás de otra, sin sentido: la sangre; la gente gritando y esperando a la muerte; los golpes en la puerta; las tortas cayendo al suelo; los soldados; «¡quiero vivir!»; aquel soldado haciéndole daño; ¡fueron más de uno!; el penetrante olor de uno de ellos; náuseas; «¡jode bien a esa cristiana!»; «Dios mío, que esto acabe pronto...».
Calia quedó paralizada por el miedo, la vergüenza y la culpa. Y ni siquiera podía llorar. ¿Por qué a ella? Dejó que el esclavo cubriera su piel desnuda con unas cataplasmas untadas de resina y pez, que luego fue retirando con enérgicos tirones hasta eliminar el vello de todos los rincones de su cuerpo, hasta de los más íntimos. A los hombres les gustaba el sexo depilado, sin vello, como el de las niñas. Sintió cómo las manos del esclavo le masajeaban para calmar el escozor de la piel, mientras ella intentaba olvidar el horror y el miedo.
Dos esclavas que debían de tener su misma edad le perfumaron el cuerpo. Suavizaron su piel con cremas y ungüentos, y se la blanquearon con pasta de albayalde. Sonrojaron sus mejillas con colorete. Untaron de carmín sus labios. Le dieron brillo a sus ojos apagados, aplicando polvo de malaquita sobre los párpados. Y resaltaron su triste mirada con carboncillo negro. Una de ellas peinó su abundante cabello castaño en un sofisticado recogido, ciñéndolo con cintas de oro y dejando que sus hermosos bucles cayeran sobre la nuca. La otra la cubrió de joyas.
—Toma este espejo y mírate —le propuso Délfide sin ocultar su orgullo—. Estás hermosa. —Era cierto. Délfide llevaba toda su vida al servicio de Afrodita y sabía cómo alimentar la vanidad de la joven campesina. Le entregó una favorecedora túnica color azafrán—. Ahora ponte esto.
Calia dejó que la túnica resbalara por su cuerpo y acariciara su piel, sintiendo por primera vez el leve tacto de la seda.
Al otro lado de las cortinas, se oían voces. Eran las mismas voces alegres y frescas que había escuchado durante las horas de agitada duermevela, y más tarde, al recobrar la razón, cuando todavía seguía postrada en la cama, demasiado débil para preguntar. Eran voces femeninas. Por fin sabría a quién pertenecían. Pero nada más entrar en aquella sala, acompañada por Glycera y Délfide, las voces callaron. Las muchachas que ocupaban la estancia cesaron su animado parloteo al ver a las recién llegadas.
Calia notó de inmediato que las chicas la examinaban de pies a cabeza. Se sintió incómoda, insegura. Hubiera preferido mil veces llevar puesta su burda ropa de lana, incluso estar desnuda, antes que vestir esa preciosa túnica con la que un momento antes se había sentido hermosa. Estaba abochornada. Al fin y al cabo, no era más que una campesina. Se había dejado vencer por la vanidad. Le hubiera gustado deshacerse allí mismo de todas las joyas y adornos que llevaba encima. Ella no los merecía. Por eso la miraban así. Se lo estaban reprochando. Calia era demasiado candida para imaginar lo que en realidad pasaba por la mente de las otras muchachas, que con su escrutadora mirada calibraban las posibilidades de la nueva, rival.
—Demos gracias a nuestra diosa... —Glycera sabía que las demás no tenían nada que agradecer, pues la presencia de una mujer tan bella suponía un obstáculo más en sus aspiraciones—. Calia ya está recuperada. Desde hoy, la diosa cuenta con otra servidora digna de su gracia.
—Calia, bienvenida a nuestra casa. —Filina, envidiosa por naturaleza, sabía como las demás que la recién llegada era una de esas cristianas que rechazaba el culto a los dioses tradicionales, y no desaprovechó la oportunidad—. Deberías ser tú la primera en ofrecer sacrificios a nuestra madre, como muestra de tu agradecimiento.
—Allí la tienes —apuntó Lamia, la siria, rápida a la hora de entender el juego de Filina, y señaló la hornacina que había a sus espaldas—. Perfuma su altar con incienso y ofrécele miel, pues su dulzura le es grata.
—No puedo hacerlo... —respondió Calia, que, temerosa de que le obligaran a ofrecer sacrificios a la diosa, dejó de preocuparse por su aspecto. Intentó mostrarse firme—. Soy cristiana y creo en un único dios. Mi fe no me lo permite.
—Su fe no se lo permite. ¿Habéis oído eso, chicas? Ésta todavía no sabe dónde está.
Calia soportó sin rechistar la burla de Filina. En verdad, no lo sabía.
—Dejad a la muchacha de una vez. Ha sufrido mucho. Sed buenas con ella. —Délfide se vio obligada a intervenir, maldiciendo el hostil recibimiento que ese nido de víboras le habían hecho a la pobre criatura—. Aún es demasiado pronto. —Y cogiendo a Calia de la mano, le dijo—: Ven, acompáñame hasta el altar.
—Es que... —quiso resistirse ella.
—No temas, no te obligaré a ofrecer sacrificios a la diosa. Sólo quiero que la veas. —Y la arrastró suavemente hacia la pequeña hornacina que había en uno de los rincones de la sala, muy cerca de Lamia.
»Mírala. ¿Verdad que es hermosa? —preguntó sin obtener respuesta.
En el altar destacaba, entre otras de menor tamaño, una bella estatuilla de mármol tan deliciosamente policromada que parecía real. Era la imagen de Afrodita, diosa griega del amor y la belleza, la Venus de los romanos. Aquella que nació, exuberante, de la blanca espuma del mar. La diosa que exhibía su mórbida desnudez con un gesto melancólico, y profundamente femenino, mientras se cubría coquetamente el pubis con una de sus manos. Parecía haber sido sorprendida en la intimidad, tras salir del baño, antes o después de secar su voluptuoso cuerpo con la toalla que sostenía en la otra mano. Era una copia de la que adoraron los devotos habitantes de Cnido. A su alrededor humeaba el aromático incienso.
—¿Sabes quién es?
—Afrodita —respondió Calia sin titubeos. También había reconocido al dios Eros, al que llamaban Cupido, aunque ignoraba quiénes eran el resto de los ídolos que había repartidos por el altar.
—Así es. Pero fue una mujer, una hetaira, quien le prestó su cuerpo. De eso hace ya mucho tiempo. Fue incluso mucho antes de que el rey Nicomedes fundara nuestra ciudad, cuando los griegos gobernábamos el mundo. Se llamaba Friné y era la amante de un famoso escultor de Atenas llamado Praxíteles. Él la quiso y admiró tanto su belleza que vio en ella a la diosa del amor.
—¿Quieres saber lo que ocurrió con Friné? —intervino Glycera, siempre dispuesta a relatar la historia de la hetaira ante los atentos oídos de sus compañeras, pues sabía el entusiasmo que despertaba entre las muchachas, deseosas de poder emular su historia algún día. En su juventud también ella había soñado con alcanzar la gloria de Friné. Ahora sólo quería envejecer tranquila.
—Sí. —Calia asintió con la cabeza llena de curiosidad. Ardía en deseos de escuchar la historia de aquella mujer, que imaginaba bien distinta a los manidos relatos que se contaban en la aldea antes del anochecer.
—Friné era una hetaira. —Glycera comenzó el relato con un tono meloso, pues todo en ella era dulzura y afabilidad, motivo por el cual se ganó su sobrenombre—. Se trataba de una servidora de Afrodita, como nosotras. Era tan hermosa que toda Grecia se había rendido a sus encantos, también ese famoso escultor. Llegó a ser tan rica y poderosa que una estatua suya bañada en oro fue consagrada en el templo de Delfos, entre las de los hombres célebres. —Por el rabillo del ojo comprobó cómo el resto de las chicas se iba acercando a ella, acomodándose como podían a su alrededor, dispuestas a no perder palabra.
»Pero, en una ocasión, la bella Friné quiso ir más lejos de lo permitido y se bañó desnuda en el sagrado mar de Eleusis, cerca del templo de Poseidón, y fue acusada de impiedad. —Se detuvo un momento antes de continuar—. Fue juzgada por ese crimen e Hipérides, uno de los mejores oradores de la época, se encargó de defenderla. Este, cansado de esgrimir inútiles argumentos para convencer al tribunal, despojó a Friné de su túnica y la exhibió desnuda para deleite de quienes debían decidir sobre su suerte. ¿Y qué creéis que ocurrió entonces? —Era pura retórica, pues todas, excepto Calia, conocían el desenlace—. Al final, Hipérides, haciendo gala de su habilidad, cuestionó a los jueces acerca de la belleza de la joven. Como era de esperar, todos se deshicieron en halagos sobre el incomparable encanto de Friné. Todos. Y fue sólo entonces cuando éste les dio el argumento definitivo. Mirando a los ojos de cada uno de ellos, les advirtió: «Si después de deliberar, decidís matar a una mujer tan sumamente bella, no habréis hecho sino condenar a muerte a la diosa Afrodita.»
—Y Friné salvó su vida gracias a su hermosura —concluyó Délfide, dando una palmada para que las demás se fueran levantando—. Daos prisa, ya están sirviendo la cena. —Luego retuvo a Calia, cogiéndola por la cintura y le habló a media voz—: Lo que le ocurrió a Friné es lo mismo que te ha ocurrido a ti, mi pequeña Calia. Tu belleza te ha salvado de la muerte.
Calia recordó lo que Délfide le había contado sobre el prefecto del pretorio y sintió vértigo. Pero justo entonces Glycera percibió el miedo en su semblante y trató de animarla con dulzura:
—Eres una chica afortunada. Has salvado tu vida y ahora estáis aquí, con nosotras. Todo irá bien.
—Muchas mujeres envidiarían tu suerte. Vas a empezar por lo más alto, por la corte. Si, como Friné, sabes utilizar tus encantos, podrás ser tan rica y poderosa como ella. —Délfide notó que la chica estaba algo perdida, era demasiado ingenua para comprender. Trató de ser un poco más clara—. Mira, Calia, cuando Diocleciano trasladó su residencia a Nicomedia, la ciudad se convirtió en la capital de Oriente, en una segunda Roma. Tenemos a nuestro alcance a los hombres más poderosos del imperio. Acudimos a sus banquetes, nos buscan para que les entretengamos... Y sabemos cómo hacerlo. Están deseosos de poseernos. Sólo tenemos que elegir, lanzarles el dardo de Eros y prestarles nuestros favores. Lo que pidamos a cambio depende de nuestra ambición.
—¿Qué favores? —Calia parecía algo confusa. No podía creer lo que aquella mujer le estaba proponiendo. Ella sabía lo que le había ocurrido: la habían violado.
Ni por todo el oro del mundo dejaría que volvieran a hacerle daño, que la sometieran contra su voluntad y mancillaran de nuevo su cuerpo. Era el diablo quien había mandado a aquella mujer para tentarle, ofreciéndole poder y riqueza a cambio de su virtud, de modo que no pudiera borrar el pecado de su cuerpo. Para que siguiera los pasos de Eva, tentando a los hombres y haciendo caer la desgracia sobre los suyos. Pero pediría al Señor que se compadeciera de ella y le diera fuerzas para vencer a Satanás. No sucumbiría a las tentaciones, como tampoco sucumbió Cristo cuando estaba en el desierto. Rezaría. El Señor escucharía sus plegarias. Le pediría perdón por su pecado. Había sido culpa suya, y estaba arrepentida. Ella quería que los hombres la miraran, quería provocar su lascivia, y fue castigada por ello. Tenía que rezar y pedir perdón. No ofrecería sus favores a ningún hombre. Pero... ¿quizá no lo había entendido? A lo mejor no se trataba de eso. Miró hacia el fondo de la sala y observó la deliciosa imagen de las hetairas recostadas sobre los lechos cubiertos de púrpura, con sus trajes de brillantes colores y sus graciosos ademanes. En nada se parecían a las pobres mujeres que pecaban para sobrevivir.
Las había visto contonearse con descaro por el mercado, llamando la atención de los hombres para que contrataran sus servicios. Se ofrecían por los caminos, y en algunas calles de los suburbios de la ciudad, por un par de monedas. Eran todas desdentadas, malolientes y míseras. En cierta ocasión, una de ellas quiso provocar a su padre. Ocurrió siendo ella muy niña, pero aun así lo recordaba. Fue al poco de quedarse huérfana.
Se dirigían a la ciudad, pues debía de ser día de mercado, y ella viajaba sentada en un rincón de la carreta, junto a las calabazas y los nabos, como solía hacer de pequeña, y como más tarde haría Clito. Era temprano y con el traqueteo de la carreta se había quedado dormida. De pronto, la despertó un golpe seco. Cuando asomó la cabeza, pudo ver que su padre había soltado sus manos de la carreta e increpaba a una mujer mugrienta que se había detenido enfrente, obstruyéndoles el paso. La mujer se levantó la ropa hasta la cintura y se insinuó a su padre con movimientos obscenos. Este trataba inútilmente de convencerla para que se apartase. De repente, un ruido de ruedas atrajo su atención y la mujerzuela se marchó en busca de alguien más dispuesto a pasar un buen rato de lo que estaba su padre.
—Sé lo que estás pensando. Escúchame bien. —Délfide se dirigió a Calia con rotundidad—. No somos prostitutas. Eso debe quedarte muy claro. Nuestro cuerpo no se alquila y no lo ofrecemos a cualquiera que esté dispuesto a pagar por él. Todavía no ha nacido el hombre que haya puesto precio a nuestro amor. Ni el que pueda disponer de nosotras sin nuestro consentimiento. Escúchame bien, Calia. Somos hetairas, como lo fue Friné.
—Tranquila, pequeña... —intervino Glycera—. ¿Sabes lo que significa hetaira? Compañera. A los hombres les gusta tenernos a su lado porque sabemos cómo entretenerles, divertirles... cómo darles placer y acompañarles.
—Calia, somos libres. Y tú también lo eres. —Délfide trataba de persuadir a la muchacha de algo que no era cierto, ella lo sabía bien, pero la chica ya lo iría descubriendo por sí misma—. No servimos a nadie más que a nosotras mismas y a nuestra diosa. Al amor. Somos nosotras quienes elegimos a quién amar, a quién conceder nuestra compañía.
—Entonces, ¿soy libre? ¿Puedo volver a Paestro? Padre, Clito y los demás andarán preocupados. —Calia, ingenua, tenía esperanzas de que todo volviera a ser como antes.
—Así es —mintió de nuevo Délfide—. Pero ahora no es lo mejor regresar a tu aldea. Mientras te debatías entre la vida y la muerte, han pasado muchas cosas. Cosas horribles para vosotros, los cristianos. Puedes marcharte si quieres, pero debes saber que este es el único lugar donde estarás a salvo. No olvides quién te najo aquí, cuentas con su protección. Confía en nosotras y todo irá bien.
—Pequeña, come algo. Debes de tener apetito... Hace días que no pruebas bocado. —Glycera le acercó una de las fuentes que había en la lujosa mesa.
Calia aún trataba de acomodarse. Ella siempre había comido sentada alrededor de la mesa familiar, o de pie, mientras servía a su padre y al pequeño Clito. Pero aquellas elegantes mujeres lo hacían tumbadas sobre lechos, sobre colchas de púrpura, rodeadas de blandos cojines, como si fueran a quedarse dormidas de un momento a otro. Ya antes le habían contado que, en la ciudad, quienes tenían posibles para poder comer en sus propias casas, y no en las ruidosas tabernas del centro, lo hacían de ese modo. Y ella estaba hambrienta, así que comenzó a devorar el contenido de la fuente que le había acercado Glycera, siempre amable y cariñosa. Intentó ignorar la risa contenida de las demás, pues necesitaba retomar fuerzas, y siguió engullendo con gusto cuanto caía en su mano. Nunca había probado manjares tan exquisitos.
Délfide miró a Calia con preocupación, sin poder contener la crueldad de las chicas.
—Si es así de voraz con los hombres, será Afrodita quien terminará adorándola —comentó Iris, fingiendo estar impresionada por el buen apetito de Calia.
—Pero los hombres buscan compañeras, no animales que les hagan compañía —apuntilló Lamia, afeándole sus burdos modales, mientras se llevaba un bocado de liebre a la boca.
—Déjala en paz. ¿No ves que está muerta de hambre?
Esta vez la burla de Dórice hizo estallar a Délfide.
—Ya os habéis divertido bastante. No creo que sea necesario recordar el origen de cada una de vosotras, ¿verdad, Dórice? ¿O es que no te acuerdas de cuando te vendías en aquel cuchitril? Tus modales no eran precisamente refinados. Lamia, ¿cómo se siente una esclava cuando se convierte en señora? Y tú, Iris..., ¿te acuerdas cuando lucías esas horribles fruslerías para atraerte a los clientes? Ninguna de vosotras sois mejores que ella. ¿Acaso os reiríais de vuestra admirada Friné por proceder de una aldea? Acordaos de que ella era una simple campesina que se ganaba la vida vendiendo sus productos en el mercado, como lo hacía Calia.
Esta se sintió halagada. Comenzaba a gustarle que Délfide la comparara con Friné, ya que, desde su corta experiencia, presentía que eso hería a las demás. Pero, en el fondo, las burlas de las hetairas tenían su parte de razón. La muchacha, aunque agraciada, no era más que una aldeana analfabeta y llena de prejuicios. Délfide no podía pasear sus zafios modales por la corte de Diocleciano; era su reputación y el nombre de Afrodita lo que estaba en juego. Se convertiría en el hazmerreír de Nicomedia y echaría por la borda sus largos años de sacrificio.
Calia tenía mucho que aprender. No pensaba ser condescendiente con ella. Al contrario, la haría trabajar duro. Antes de que se dejara ver fuera de la casa, le enseñaría a comer con mesura —sin glotonería y cogiendo la comida con las puntas de los dedos, según dictaban las normas, y no como si fuera un cerdo en la pocilga—; a beber despacio, con feminidad, dando pequeños sorbitos y no de un trago; a medir sus gestos; a comportarse seductoramente; y a caminar con gracia, pues lo hacía burdamente, como una campesina, dando grandes zancadas y separando las piernas como si pisara estiércol. De momento, sería mejor que se mostrara reservada y que no abriera la boca antes de que pudiera enseñarle a hablar con cierta corrección. Sus zafias palabras podían echarlo todo a perder.
—Calia, querida... Los hombres no sólo quieren bellas amantes a su lado, sino compañeras delicadas y complacientes, con las que puedan exhibirse ante todos, y que además sepan llenar de placer su intimidad. Así que debes corregir algunas cosas. —Se abstuvo de entrar en detalle delante de las demás—. La gloria de Friné está en tu mano, pero aún te queda mucho camino por andar.