5

Llovía desde primera hora de la mañana. Lo hacía cada vez con menor intensidad, dando un respiro a la población que comenzaba a salir a la calle para continuar con su jornada. No estaban acostumbrados a la lluvia, aunque siempre la recibían como un regalo de los dioses. Era casi mediodía y el sol, que ya debía de estar en lo alto, apenas se adivinaba tras la espesa capa de nubes que cubría el cielo. En ese momento, un grupo de jinetes se disponía a abandonar Nicomedia por la puerta este de la muralla.

El grupo se detuvo en un descampado a extramuros de la ciudad. Acataban órdenes. Ninguno de ellos sabía para qué habían sido convocados en ese erial, a escasa media milla de palacio, aunque algo intuían. Hacía un par de días que habían participado en la matanza de los cristianos de la ciudad y no les sorprendía que ahora les tocara el turno a los de las aldeas. Esta vez no les acompañaba ningún soldado; tal vez los emperadores querían evitar los desmanes cometidos en la iglesia. O tal vez querían comprobar su lealtad después de lo ocurrido con Salustio.

Sin perder de vista la puerta este de la ciudad, comenzaron a descender de sus caballerías. Esperaban con impaciencia la llegada del general Salvio, que debería reunirse con ellos de un momento a otro. Sólo entonces saldrían de dudas. Quinto fue el primero en desmontar. Una vez en el suelo se deshizo del pesado yelmo, dejando el rostro al descubierto. A ningún oficial se le escapó el gesto apesadumbrado de su compañero.

—No sé qué pretenden los emperadores. No lo entiendo. —Quinto no ocultó su desazón ante lo que estaba ocurriendo.

—No hay nada que entender —cortó Celio, tajante—. Somos soldados. Nos pagan por matar. Eso es todo.

—Me considero un buen soldado. Siempre he defendido los intereses de Roma y de nuestro emperador. Y jamás he violado el juramento que nos une —replicó Quinto en tono solemne, ofendido por las palabras de Celio—. Pero lo que ahora nos piden va contra la propia ley. La mayoría de cristianos a los que torturamos y matamos con nuestras armas eran ciudadanos romanos. Lo hicimos sin darles la oportunidad de ser juzgados. —Negó varias veces con la cabeza—. Ni siquiera el edicto de ayer justifica las matanzas. En él se ordena la destrucción de los templos, la quema de sus documentos y la expulsión de los cristianos mejor situados de cualquier actividad pública, pero no dice que haya que liquidarlos.

—Quinto, ¿a qué vienen tantos remilgos? No son los cristianos quienes nos dan de comer. Y si los emperadores los consideran un peligro, por algo será.

Celio no quería seguir con el tema. Tenía claro que mataba para sobrevivir con dignidad, y poco le importaba a quién. A diferencia de Quinto, carecía de vocación y no sentía ningún tipo de lealtad hacia ese gran imperio por el que tenía que luchar. Para él, y para muchos otros, el ejército no era más que un medio para salir del hambre y la pobreza.

—Mirad aquel mojón —insistió Quinto, apuntando con la prominente barbilla hacia un viñedo próximo. Y, tras comprobar que el resto le seguía, continuó—: Todavía quedan restos de las pasadas Terminales. Mientras los labriegos sacrificaban tiernos corderos en honor al dios Término, nosotros derramábamos la sangre de los cristianos para ofrecérsela a nuestros emperadores. —Y, bajando la mirada, murmuró para sí—: Los matamos como a animales.

—Y eso qué importa ahora... Les hicimos un favor. —Valerio dio rienda suelta a su fanatismo—. Todos vimos cómo ellos mismos se arrojaban al fuego. Esos cristianos están impacientes por morir. —Dicho esto, escupió en el suelo.

—No hicieron más que anticipar su muerte —replicó Quinto, elevando el tono.

—Los defiendes como si fueras uno de ellos. Oye, Rubrio... ¿De dónde has sacado ese caballo? No es el que tú sueles montar.

Celio trataba de cambiar de asunto, cuando, de repente, se escucharon las voces de alarma de uno de los centinelas.

El hombre avanzaba hacia ellos dando torpes zancadas y tratando de llamar su atención con un continuo movimiento de brazos. Le costaba correr debido a su pesada armadura, mucho más maciza y consistente que la ligera cota de malla que llevaban los jinetes. Debajo de ésta asomaba una triple capa formada por tiras de cuero encarnado, que les cubría buena parte de los muslos y los brazos, reforzando de este modo la protección sobre el cuerpo. Portaban, además, un gran escudo oval, que habían dejado apoyado sobre el lomo de las bestias, junto a una lanza mucho más corta de la que empuñaba el guardián. El centinela recorrió a duras penas la escasa media milla que separaba el portalón de acceso a la ciudad del descampado donde se hallaba el grupo de oficiales.

Éstos le habían estado observando con curiosidad, pues no acertaban a entender lo que aquel soldado rubicundo y más bien bajito les venía farfullando. Cuando por fin estuvo frente a ellos, necesitó unos instantes para recuperarse del esfuerzo antes de poder hablar.

—¡Hay fuego en palacio! —exclamó entre jadeos, después de esputar una molesta flema—. Creo que en los apartamentos imperiales... En el ala oeste.

Tras escuchar sus palabras, los tribunos desviaron sus miradas hacia el palacio imperial para comprobar, con gesto grave, lo que ese centinela acababa de contarles. Sobre los muros del complejo palatino, por encima de la muralla de la ciudad, se alzaba una tenue columnilla de humo. Comenzaban a oírse campanadas de alarma por toda Nicomedia, avisando del incendio y congregando a los miembros del cuerpo de vigilancia para que acudieran a extinguir el fuego que se había declarado en palacio. En un momento, la columna de humo alcanzó unas dimensiones preocupantes.

Ante la evidencia de los hechos, los oficiales se apresuraron a montar sobre sus caballos con la intención de regresar al complejo palatino. Y antes de alcanzar la puerta de la muralla, vieron salir al general Salvio, que cabalgaba a galope junto a otro caballero. Su brillante capa color escarlata era inconfundible.

Todos pudieron ver a la joven campesina antes de que la cabalgadura del general la hiciera caer al suelo. Sucedió cuando entraba en la ciudad con su niño apoyado en la cadera y un enorme saco de esparto sobre los hombros. Fue cosa de un instante. Decenas de manzanas amarillas comenzaron a rodar entre una enorme polvareda, mientras la mujer caía al suelo aplastando con el cuerpo a su pequeño. Sin atender a cuanto ocurría a sus espaldas, el general se dirigió hacia el grupo y atemperó el trote de su caballo. Se detuvo ante ellos, y con la misma parsimonia con que se había acercado a los oficiales, se quitó el casco, dejando al descubierto un pelo largo y canoso.

—¡Ave, general! —Los oficiales saludaron al recién llegado con vehemencia.

—Tribunos —saludó y, mirando al centurión, añadió—: Ya veo que estáis enterados...

—Sí, mi general. En estos momentos, nos disponíamos a emprender el camino de vuelta —replicó Valente, tirando firmemente de las riendas para frenar al caballo.

—Tranquilizaos, tribunos... —pidió calma con las dos manos extendidas—. Nuestros emperadores y sus familias están a salvo.

—El fuego se ha declarado en el ala de los domésticos —intervino el otro caballero.

Se trataba del rationalis summarum, un altísimo jerarca del imperio y una de las pocas personas de confianza de Diocleciano, de cuyo consejo imperial formaba parte. De él dependía la política financiera y la obtención de las riquezas necesarias para mantener la enorme maquinaria del imperio.

—Nuestros soldados pueden ser de gran ayuda —ofreció Quinto, que no comprendía tanta pasividad por parte del general. Si no ponían todos los medios, el fuego acabaría extendiéndose por el palacio.

Este percibió el nerviosismo del tribuno y se tomó un tiempo en contestar. Paseó su corcel por delante de los oficiales, alardeando del bello ejemplar traído de Hispania, regalo del emperador.

Salvio era uno de los generales más antiguos y apreciados por Diocleciano. Éste se lo había demostrado en numerosas ocasiones, premiándolo con valiosos regalos como aquél. Aunque superaba con creces la cincuentena, su buena forma le auguraba muchas campañas antes de retirarse. Cargaba a sus espaldas una larga y brillante trayectoria al servicio del ejército, y Salvio se felicitaba por ello. Trataba con desdén a los nuevos oficiales que, como aquéllos, nada tenían que ver con él y con la gente de su generación. Ellos eran los últimos representantes de las viejas legiones, los supervivientes de una época que él consideraba gloriosa.

Detuvo su caballo para fijarse bien en aquel reducido grupo de oficiales de grado medio. Desde hacía varias décadas, antes incluso de las reformas impuestas por el augusto Diocleciano, el ejército romano había cambiado mucho. «Demasiado —pensó—. Los tribunos ya no son lo que eran.» No había más que ver a esos patanes que tenía enfrente. Quizá fueran mucho más profesionales que antaño, pero les faltaba cuna. Si bien defendían el imperio con valentía, a cambio de una buena paga y la promesa de seguir promocionando en los puestos del ejército, su humilde extracción no les permitía sentir la grandeza de Roma y de sus tradiciones. Nada tenían que ver con los jóvenes de su generación, la mayoría miembros de familias ecuestres e incluso senatoriales, preocupados todos ellos por la política y no sólo por las armas.

—Os pido templanza, tribunos. Vuestras cohortes no tienen que intervenir en la extinción. El cuerpo de vigilancia ya está organizado. Por suerte, contamos con potentes sifones y con esa valiente chusma de libertos dispuestos a luchar contra las llamas. —Y tras un estudiado silencio, anunció—: Tenemos una orden que cumplir.

—Sí, mi general —respondieron todos al unísono.

—¡Tribunos! —Salvio adoptó un gesto de estudiada solemnidad para dirigirse a sus subordinados. Engoló la voz para disimular su tono de natural agudo—. Traigo una orden directa del césar Galerio, que cuenta con la aquiescencia del augusto Diocleciano. Debemos castigar a los cristianos. Todas las pruebas apuntan a que han sido ellos los causantes del incendio. —Entonces se dirigió por primera vez a su acompañante—: Los culpables no han tardado en confesar, ¿verdad, mi querido Filipo?

Este respondió con una enigmática sonrisa.

El rationalis summarum era un hombre enjuto y de una fealdad extrema. Pertenecía a la misma generación que Salvio, pero, a diferencia de aquél, había terminado haciendo una carrera civil espectacular, en detrimento de la militar, de la que había podido escapar gracias a sus excelentes contactos en la corte. Cuando por fin se vio en la comitiva personal de Diocleciano, hacía casi veinte años, pudo zanjar una dura etapa de penalidades y amarguras, en la que tuvo que soportar las continuas chanzas de sus compañeros sobre su aspecto. Su carácter, ya de por sí agrio, se volvió cruel con el paso de los años. Abusaba cuanto podía de su enorme poder y no perdía ocasión de provocar el dolor ajeno, pues disfrutaba viendo sufrir a los demás, al igual que otros habían disfrutado viéndole sufrir a él cuando todavía era joven.

—¡Mirad! —El general volvió el torso y señaló hacia Nicomedia con el brazo derecho—. ¡Los cristianos! ¡Han sido ellos! Han atacado el palacio de nuestro augusto Diocleciano. Han querido acabar con nuestro dios y señor en su propia casa. ¡A por ellos! ¡Muerte!

—¡Muerte! ¡Muerte! —contestaron los oficiales, para solaz del general. A Quinto no le quedó más remedio que jalear la orden de su superior.

—Tribunos, ¡nos vamos de paseo! —Volvió a colocarse el yelmo sobre su cabeza e inició la marcha. Los demás le siguieron.

Tomaron la vía principal que conectaba la capital con las aldeas del interior, en las que había varias comunidades de cristianos. Incluso les constaba la existencia de un pequeño templo que había sido confiscado en tiempos del emperador Valeriano y devuelto a sus antiguos propietarios cuando el sucesor de éste, Galieno, concedió la paz a los cristianos.

—Quinto, ¿has oído al general? —Rubrio jamás perdía la oportunidad de aguijonear a sus colegas—. Tenemos órdenes de ir a matar cristianos. Si no quieres acompañarnos, puedes esperarnos colgado de aquel árbol, como el cobarde de Salustio.

Sintió que sus compañeros le censuraban con la mirada. Esta vez se había extralimitado con la broma, que cayó peor de lo que esperaba. Y aunque nadie le amonestó por su comentario, entre ellos se impuso un silencio tenso, supersticioso, que duró el resto del camino hasta la primera aldea.

También Quinto calló. Todos habían visto la desesperación de Salustio frente a lo inevitable. Todos le vieron temblar mientras contemplaba sus manos con los ojos velados, a buen seguro pensando que con ellas iba a tener que matar a quienes él llamaba hermanos. Todos intuían lo que estaba pensando. A Salustio no le quedaba otra escapatoria que renegar de su dios y cumplir fielmente la orden de los emperadores. Pero escogió la muerte.

Fue uno de los esclavos de las caballerizas imperiales, uno de esos niños persas traídos de la última campaña, quien descubrió el cuerpo todavía caliente. El crujido de la viga de madera había llamado la atención del muchacho, que, afanado en retirar los excrementos de la cuadra y airear la paja, aún tardó un tiempo en darse cuenta de que esta vez no se trataba de ningún animal. Sus gritos alertaron a los demás esclavos y la noticia pronto corrió por todo el complejo. Para Quinto, fue la mala conciencia y no el miedo a ser ejecutado lo que hizo que Salustio perdiera la razón. Peí O no lograba comprender por qué había elegido esa maldita forma de quitarse la vida, manchando las sagradas insignias con su infamante muerte. Tal vez los demás tuvieran razón y al ahorcarse tan sólo buscara la venganza, pues todos ellos creían que el alma de los ahorcados se convertía en un alma errante, maligna, que hostigaba a los vivos para aplacar su rencor. El lémur de Salustio les perseguiría mientras vivieran.

—¡Castiguemos a esos criminales! ¡Muerte a los cristianos! —El general espoleó varias veces a su caballo, obligándole a tomar velocidad. El resto corrió tras él.

«Así que se trataba de eso —pensó Quinto—. El incendio ha sido una treta para acusar a esa pobre gente.»

Este nuevo episodio le reafirmó en lo injusto que era todo aquello. Respiró profundamente. Su arraigada lealtad a Roma y al ejército le obligaba a acatar las órdenes de sus superiores.

Llevaban casi dos días encerrados en aquella pequeña estancia. Desde que conocieran lo ocurrido en la capital, una mezcla de miedo e incertidumbre había invadido a los habitantes de Paestro, que, incapaces de continuar con sus quehaceres diarios, decidieron, como en tantas otras ocasiones, reunirse en el interior de la iglesia y rezar, mientras esperaban a que fueran a buscarles. Sabían que pronto llegarían; lo que luego ocurriría lo habían escuchado cientos de veces en los relatos de los mayores. No podía decirse que se sintieran protegidos entre las cuatro paredes del templo, aunque sí reconfortados al saberse en la casa de su dios. Por eso permanecieron allí, sin apenas moverse. Únicamente abandonaban el encierro para atender las necesidades del cuerpo y, aunque los niños y los viejos no siempre llegaban a tiempo, a nadie parecía molestarle la incontinencia. Eran hermanos, y como tales se amaban y ayudaban. Allí, juntos, se sentían más fuertes para afrontar una muerte segura, pues estaban decididos a resistir hasta el final.

El sol empezaba a ocultarse tras las montañas y apenas había luz en el interior de la iglesia. Tenían las lucernas apagadas porque la combustión del aceite hacía aún más irrespirable la abarrotada habitación. Además, todos recordaban aquel pequeño incendio que casi destruyó la iglesia. Crátero se levantó con la ayuda de uno de sus convecinos y se encaminó en silencio hacia la puerta, deteniéndose un momento junto a su esposa Lampia, que aguardaba en un rincón con sus dos pequeños, de tres y cinco años, dormidos profundamente entre sus brazos.

—Ahora vuelvo. Tengo que salir un momento —le susurró mientras besaba su mejilla.

Ella le acarició el rostro y sonrió con tristeza.

Cuando por fin estuvo al aire libre, Crátero se sintió mejor. La lluvia de la mañana había refrescado la atmósfera, dejando el suelo embarrado con dos grandes charcos frente a la entrada. Cerró los ojos y aspiró el penetrante olor a tierra mojada, olvidando el hedor que soportaba allí dentro. Anduvo unos pasos alrededor del edificio para estirar los entumecidos miembros y se detuvo en la pequeña plaza que había en la parte trasera de la iglesia, junto al tronco de la vieja higuera. Mirando hacia las ramas que sobrevolaban por encima de su cabeza, se levantó la túnica, apartó el subligar con gesto mecánico y suspiró aliviado.

«He esperado demasiado —pensó—. Casi me orino encima, como los críos.»

De repente, le sorprendió un ruido de cascos que sonaba próximo a la aldea. Eran los soldados del emperador, y venían a matarlos a todos. A él, a su querida esposa... a los pequeños. A todos. Crátero intentó mantenerse sereno, pero apenas podía contener el llanto. Entró de nuevo en la iglesia, buscó a su mujer y se acurrucó junto a ella. Cuando por fin pudo deshacerse de aquel nudo que le oprimía la garganta, advirtió a sus vecinos de lo que había oído.

—Hermanos, cuando estaba fuera me ha parecido escuchar un ruido de cascos. Creo que se... —Y rompió a llorar.

Su esposa le tomó de la mano y la apretó con fuerza. Crátero se desprendió de ella bruscamente.

—¡Vienen los soldados! —gritó alguien. —Vienen a por nosotros, como la otra vez... —musitó el viejo Doroteo.

—Dios mío, ayúdanos... ¿Qué mal hemos hecho?

Lampia atrajo a sus dos pequeños hacia el pecho y meció su cuerpo con ritmo lento y cadencioso. Tenía la mirada perdida y los ojos, repletos de lágrimas. Pero no eran los únicos que lloraban.

—Quizá vengan a cobrarse la annona —dijo un campesino, sin mucho convencimiento.

—Ya la pagamos tras la cosecha, ¿recuerdas, Demetrio? —titubeó uno de los ancianos.

Claro que lo recordaba: ese maldito impuesto les estaba ahogando.

—¿Queréis dejar de decir sandeces? Todos sabemos qué ocurrirá. —Lucas no pudo contener la ira. Se puso de pie y dio un fuerte puñetazo contra la pared.

—La única forma de evitarlo es negar nuestra fe, aunque sólo sea de palabra. —No era la primera vez que Maleo lo sugería.

—Tenemos que ser fuertes. —Crátero parecía más sereno.

—¿Fuertes? Mírate. ¿Fuertes ante quién? —le recriminó Maleo.

—Ante Dios, hijo mío, ante Dios —respondió Demetrio.

—Paz, hermanos. —Era una anciana—. Tan sólo podemos rezar... Rezar y seguir esperando.

Pero apenas hubo tiempo de plegarias. Los tribunos irrumpieron violentamente en el interior del diminuto templo y los sacaron a empujones para conducirles a la pequeña plaza que había detrás de la iglesia, junto a la vieja higuera. Esta vez no tendrían que sacrificar. Estaba anocheciendo y los soldados tenían prisa por acabar cuanto antes. Clavaban sus espadas con decisión, tratando de no mirar hacia los ojos de sus víctimas, que se entregaban a la muerte con fanática resignación, invocando el nombre de su dios antes de dar el último aliento. A los pocos que opusieron resistencia, los asesinaron dentro.

—Habrá un segundo edicto que regule el procedimiento —le comentó Filipo al general, mientras admiraba el trabajo de los tribunos. Ambos se habían cobijado bajo las desnudas ramas de la higuera, observando lo que ocurría desde sus caballos—. Cuando se publique, los cristianos de todo el imperio tendrán que sacrificar a los dioses para no perecer.

—Mientras tanto seguiremos limpiando nuestra casa —replicó Salvio, molesto por no conocer esa información—. Cuando acabemos, no quedará ni un solo cristiano en Nicomedia y sus alrededores. —Y añadió—: Esta tarde, mis tribunos han barrido las aldeas del interior, eliminando casi media docena de comunidades. Pero esa humilde gente no tenía grandes riquezas. Siento que no hayáis podido llenar las arcas, querido Filipo.

—Los emperadores estarán muy complacidos por vuestro trabajo. —El rationalis obvió el comentario. Si bien era cierto que él les había acompañado en calidad de altísimo funcionario encargado de controlar los bienes confiscados a los cristianos, sus expectativas no eran ni mucho menos optimistas—. Ésta era una de las pocas aldeas con iglesia que teníamos registrada, pero ya veis que en el campo salen cristianos de debajo de las piedras. —Pronunciaba sus palabras en un tono sosegado, absorbido por el sangriento espectáculo que tenía ante sus ojos—. Sabía que no nos defraudarías, querido Salvio.

La conversación de los dos gerifaltes se vio interrumpida por los gritos desesperados de uno de los viejos de la aldea. Éstos lo observaron, movidos por una curiosidad morbosa. El anciano se había arrodillado delante de uno de los tribunos y, asiéndole de las piernas, suplicaba que le perdonara la vida.

—¡Clemencia! ¡Os lo imploro! ¡No me matéis!

—Olpio, húndele la espada de una vez —le animó Valerio—. Si no lo haces tú, lo haré yo. —Y justo cuando iba a clavarle la espada, el viejo se puso a sus pies.

—¡Clemencia, señor! Juro por el emperador. Por Júpiter, por Juno, por Minerva. Por todos los dioses... —Besaba una y otra vez los pies de Valerio, salpicados de la sangre todavía fresca.

De repente, calló. Levantó la cabeza y, abriendo desmesuradamente los ojos, miró alrededor. A cada uno de los tribunos, a Salvio, a Filipo, a sus vecinos muertos... Miraba sin ver. Y con una voz melosa y persuasiva, les dio un nuevo argumento para que no le matasen:

—Soy de esta aldea, Paestro, como los demás. Pero no soy cristiano.

—Tribuno, mátalo de una vez. ¿No ves que es un demente? —ordenó Filipo.

—¡Mirad, soldados! ¡Mirad! —El viejo se sacó de debajo de la túnica un mugriento documento que ofreció a Valerio con la mano temblorosa.

Éste se apresuró a entregárselo al general, mientras el viejo seguía deslizando sus palabras ante la estupefacta mirada de los presentes.

—¡No soy cristiano! Cuando era joven, tuve la oportunidad de demostrarlo, sacrificando al emperador Valeriano y jurando por los dioses de Roma. —Ahora su voz sonaba triunfal—. ¡Tengo el libellus! —Se reía—. ¡Os he vencido!

Después de una sonora carcajada, comenzó a llorar como un niño. Tenía el libellus. Ése era su secreto. Llevaba toda la vida ocultando su apostasía, mintiendo a sus hermanos, escondiendo el documento.

Salvio lo leyó y se lo pasó a Filipo.

—Han pasado cincuenta años —intervino Filipo—. Acaba con el viejo. Me cansan sus locuras.

—¡Dejadlo! —El general Salvio quiso demostrar al rationalis quién mandaba allí—. No es más que un viejo enajenado. Su dios no tardará en quitarle la vida.

—¡Apártate de mi vista! —Valerio encajó mal que el viejo se saliera con la suya y le propinó un puntapié en el costado que le hizo caer al suelo.

Doroteo se levantó con sorprendente agilidad y desapareció en el interior de una de las casas próximas a la iglesia.

Quinto y Valente se hallaban dentro, ajenos a cuanto estaba ocurriendo junto a la higuera. A su alrededor ya no quedaba nadie con vida. Les rodeaba el silencio. Pero aún retumbaban en sus oídos los gritos de Lampia y las demás mujeres al verse separadas de sus pequeños. Jamás olvidarían la dignidad con la que aquella gente afrontó la muerte. Quinto encendió una de las lucernas que había junto al altar y permaneció un largo rato inmóvil, con la espada en la mano, contemplando aquel pequeño templo de piedra y adobe bajo la luz titilante. Ni siquiera se dio cuenta de que su compañero se había reunido con los demás. Por mucho que insistieran los emperadores y su corte de adivinos, ese dios de los cristianos no podía ser tan poderoso como para poner en peligro la estabilidad de Roma. Si lo fuera, no hubiera permitido que todo aquello ocurriese.

Se prometió a sí mismo que, en cuanto pudiera, haría votos a Minerva para que cambiase la suerte de los cristianos. Desde siempre había sentido una gran veneración por la diosa, que aglutinaba una serie de virtudes que él consideraba supremas. Era la diosa de la inteligencia y de la mesura, pero también del valor militar. A finales de marzo se celebrarían unos grandes festivales en su honor, pero no iba a esperar. La próxima vez que paseara libremente por Nicomedia, compraría un pajarillo en uno de esos puestos callejeros donde se vendían animales para los ritos religiosos, y lo sacrificaría a su diosa.

De pronto, reparó en que se había quedado solo. Iba a salir por la puerta antes de que fueran a buscarle cuando un ruido le hizo detenerse. Se trataba de un sonido débil y agudo que provenía del interior de la iglesia. ¿Quizás era una rata? Pero al escucharlo por segunda vez, comprendió que se trataba de un gemido. Salía de un gran arcón de madera exquisitamente labrado que había detrás del altar. Quinto comprobó que tenía la cerradura abierta y, precavido, levantó la tapa con la punta de su espada.

—¡Por Minerva! Criatura... —Se sorprendió el soldado al ver a aquel niño de pelo ensortijado encogido en el fondo del arcón.

El pequeño le devolvió la mirada con sus grandes ojos castaños y la carita compungida. Quinto, sin saber muy bien cómo actuar, posó la mano sobre la cabeza del crío y acarició sus largos bucles, tratando de tranquilizarle. Se veía que estaba muerto de miedo, aunque no lloraba. Nunca lo hacía. De repente, se acordó de los demás y se volvió hacia la puerta para comprobar que no hubiese nadie. Debía actuar rápido, pues no tardarían en darse cuenta de su ausencia. Acercó su cara a la del niño y le habló con toda la dulzura de la que fue capaz.

—Tranquilo, pequeño. Has sido muy valiente. —El niño le sonrió—. ¿Cómo te llamas?

—Clito, señor —titubeó el niño sin apartar sus enormes ojos de él.

—Y yo, Quinto. ¡Tu nombre se parece mucho al mío!

Clito sonrió de nuevo.

—Bien. Si haces lo que yo te diga, no te ocurrirá nada. Confía en mí. Salvarás la vida, y quizás algún día volverás a ser libre.

El tribuno le ofreció la mano para ayudarle a salir del arcón, y luego lo condujo de los hombros hacia el exterior. Desde la puerta, escuchó el sonido del agua que caía sobre las espadas y supo que todo había acabado.

Clito no comprendía lo que había ocurrido. Era demasiado pequeño para asimilar tanto horror. De la noche a la mañana, había perdido a su padre y a Calia, su hermana mayor. Nadie le contó qué les había ocurrido en la ciudad. Se quedó solo, sin su familia, a cargo de las mujeres de la aldea, que le llevaron a la iglesia junto a los demás. Allí esperaron a que llegaran esos soldados con sus espadas. Cuando por fin entraron en el templo, él estaba sentado sobre sus rodillas junto al pie del altar, y al ver lo que estaba ocurriendo se escondió en el arcón de madera donde el presbítero guardaba su dorada túnica. Desde allí dentro, oyó llorar a los demás niños. Todo el mundo gritaba, incluso los soldados, y él estaba tan asustado que no se atrevía a salir. Sólo abrió la tapa en una ocasión para ver por qué gritaban tanto, pero la cerró enseguida. Lo que vio se parecía mucho a una de esas historias que los mayores contaban a media voz cuando se reunían en torno a la higuera, y que su padre nunca le dejaba escuchar. Ahora comprendía por qué.

—¡Mirad lo que he encontrado metido en un arca! ¿Lo llevamos a palacio? —Quinto animó al niño a que se adelantara y lo exhibió como si se tratara de un trofeo—. En unos años, este pequeño cristiano se habrá convertido en un atractivo efebo. ¡Estoy seguro de que a la emperatriz Valeria le gustará tenerlo como esclavo! —exclamó con fingida ironía, sugiriendo lo que todo el mundo sabía.

Tenía serias dudas de que su plan funcionase. Pero quería salvar la vida de ese pequeño como fuera. Después de todo el daño causado, era lo único que podía hacer.

—Quinto, ¿no querrás burlar las órdenes de nuestros emperadores para salvar a un cristiano? —le acusó Celio, mientras restregaba un retal de lana por el filo de su espada, tratando de eliminar los restos de sangre. Era un trozo de túnica de uno de los cadáveres que yacían por el suelo de la plazoleta donde tantas veces se habían reunido los aldeanos.

—El césar Galerio lo ha dejado claro —intervino el rationalis—. Debemos acabar con todos los cristianos de Nicomedia. Y la orden también incluye al pequeño.

—Acepto la sugerencia del tribuno —contradijo Salvio, mirando de reojo a su acompañante—. Nos llevaremos este bello trofeo a palacio. La emperatriz estará encantada de tener al joven cristiano entre sus esclavos.

Una vez más, el general Salvio quiso anteponer su autoridad militar a la del rationalis. Por otra parte, ésa era una buena oportunidad para hacer méritos ante la que era hija de Diocleciano y esposa de Galerio.

Ya era noche cerrada cuando el grupo de jinetes abandonaba Paestro. El pequeño Clito cabalgaba a lomos del caballo de Quinto, agradecido a su nuevo amigo, que le había salvado la vida. Se dirigían a Nicomedia, al palacio del emperador, donde viviría como esclavo hasta que pudiera recobrar su libertad. Al menos eso le había contado el soldado. Clito se cogía con fuerza para no caer del caballo, apretando las manos contra su cuerpo, mientras volvía una y otra vez la cabeza hacia atrás. Aún resplandecía la enorme pira donde los soldados habían ido arrojando a sus antiguos vecinos y hermanos, castigados por ser cristianos. Se despidió de Paestro sin derramar una sola lágrima. Nunca lo hacía.

Esa fue la última imagen que guardaría de la aldea.