Nicomedia, corte de Diocleciano
23 de febrero de 303 d. C.
Todavía no había amanecido cuando emprendieron el camino que les llevaría a Nicomedia. El invierno estaba siendo extremadamente frío y las continuas heladas habían echado a perder buena parte de la cosecha, mermando considerablemente la mercancía y los ya escasos ingresos de la familia. Ese día la carreta no estaba tan llena como de costumbre, pero, aun así, al padre de Calia le costaba tirar de ella. Se estaba haciendo viejo y el paso de los años era una carga mucho más pesada que los sacos de legumbres y hortalizas que transportaba. Le costaba avanzar y lo hacía despacio. Calia caminaba junto a él pausadamente, como si no tuviera prisa, tratando de ajustar el paso al de su acompañante y deteniéndose de vez en cuando para que éste pudiera descansar. Era consciente del esfuerzo que a su padre le suponía acudir a la ciudad en los días de feria. Pero no podía dejar de hacerlo. Ella era una mujer y Clito era demasiado pequeño para ir al mercado a vender lo poco que sacaban de la tierra. La mayoría de las veces ni siquiera les acompañaba. Se quedaba en la aldea al cuidado de las demás mujeres, pues normalmente molestaba más que ayudaba.
—Mira allá, padre.
Calia señaló hacia uno de los campos de trigo que bordeaban el camino. Bajo la tenue luz del alba podía verse a un grupo de hombres vestidos de blanco que, en medio de la helada, trataba de avivar el fuego de una hoguera.
—Son campesinos. Hoy es el día de las Terminales, ¿recuerdas?
El padre siguió tirando del carro sin prestar más atención al grupo. En el fondo despreciaba esa costumbre; no entendía que campesinos como él pudieran adorar a un dios con forma de estaca.
Aquellos hombres se habían reunido para celebrar la fiesta del dios Término, el dios que protegía la propiedad de las tierras. Durante todo el día, miles de propietarios de todo el imperio se reunirían con sus vecinos en torno al mojón que marcaba los límites de sus tierras, lo adornarían con flores y, sobre un improvisado altar en el que encenderían fuego, ofrecerían sacrificios a su dios para que conservara inalterables los límites de sus campos. Siguiendo un rito ancestral, un muchacho arrojaría tres puñados de cereales para alimentar las llamas mientras que una joven se encargaría de ofrecer panales de miel y otros harían libaciones con vino puro. El ritual, que transcurriría entre los cánticos y las alabanzas de los presentes, finalizaría con el sacrificio cruento de un animal cuya sangre se derramaría sobre el mojón.
Ninguno de los dos hizo más comentarios sobre la escena. Lo cierto era que aquella mañana no tenían ganas de hablar. Mientras caminaban no podían dejar de preguntarse qué iba a ser de ellos después de los últimos acontecimientos. El padre observaba con tristeza a su hija. La veía palpándose una y otra vez el humilde anillo de hierro que adornaba su mano desde hacía una semana. Lo hacía con nerviosismo, de vez en cuando lo giraba y tiraba de él como queriendo arrancarlo del dedo, pero sin llegar a quitárselo.
Una semana antes, habían celebrado los esponsales de la chica con un joven de la aldea vecina, tal y como se convino mucho tiempo atrás. Todavía estaba su mujer con ellos. Cuando los futuros esposos dieron su consentimiento ante los miembros más destacados de las dos comunidades, el novio se acercó tímidamente a Calia, le miró a la cara por primera vez y, cogiéndole de la mano, le puso el anillo en señal de compromiso. Tras la ceremonia hubo una gran fiesta que culminó con un rico banquete al que todos estuvieron invitados. Fue un día de alegría para los habitantes de Paestro, puesto que una de sus hijas iba a unirse en breve con un hombre cristiano, poco importaba que no fuera de la aldea.
Ya casi estaban llegando a la ciudad y el camino se iba llenando de gentes que, como ellos, acudían desde las aldeas del interior para vender sus productos. Calia seguía jugueteando con el anillo mientras su padre la miraba sin atreverse a preguntar qué le preocupaba. A buen seguro, su hija estaría pensando en lo que le esperaba lejos de su familia y de los suyos. Por fin se decidió a hablarle.
—Calia, pronto se celebrará tu boda. Nunca hemos hablado de esto, y ahora más que nunca echo de menos a tu madre... —El anciano no sabía cómo salir de la embarazosa conversación en la que sin querer se había metido—. ¿Tienes alguna duda, hija mía?
La joven, que comprendió a qué se refería, se limitó a negar con la cabeza para no entrar en un asunto que a ella le avergonzaba tanto o más que a su padre. Nunca había estado a solas con un hombre y no pudo evitar sonrojarse.
—A tu madre le hubiera gustado que llevaras su vestido de boda —le sugirió el padre, zanjando el tema—. Lo guardaba para ti, para que te lo pusieras el día de tus desposorios. —Y como si aquello no tuviera valor suficiente añadió—: Fueron sus manos las que lo tejieron en el antiguo telar de pesas que había en su casa; y su madre, tu abuela, la que tiñó con tinte de reseda el velo nupcial hasta darle ese intenso color azafrán que lucen las novias.
—Gracias, padre —susurró ella.
—Aún recuerdo lo bella que estaba tu madre el día de nuestras nupcias. —Sus palabras sonaban cada vez más lejanas, como perdidas en la añoranza de tiempos pasados—. Apareció ante mí con una corona de flores frescas sobre su cabeza. No necesitaba más joyas que ésa... aunque tampoco las tenía. —Sonrió con ternura—. Cuando por fin pude apartar el velo que cubría su rostro, ella me miró a los ojos y me prometió felicidad. Calia... —Se detuvo para que sus palabras llegaran mejor al corazón de su hija—. Dios os bendecirá con preciosos hijos. Seréis felices.
La joven seguía en silencio. Quería creer a su padre, pero por mucho que lo intentara ni siquiera recordaba bien el rostro de su prometido. Le había parecido agradable, quizá demasiado delgado. Qué más daba... Pensaba que nunca podría ser feliz lejos de los suyos, de padre, de Clito... ¿Quién se ocuparía de la iglesia? ¿Quién cuidaría de la casa ahora que su padre estaba envejeciendo? Tendría que dejarlo todo y marcharse sola a otra aldea para seguir con la misma vida sencilla que llevaba. Como madre, también ella pasaría sus días trabajando en el hogar, cocinando, tejiendo, cuidando de los suyos, mientras su esposo se mataba a trabajar la tierra.
Pensó que la vida que le esperaba nada tenía que ver con la cómoda existencia de esas matronas adineradas que se dejaban ver por las calles de Nicomedia. Pocas de ellas sabían lo que era el trabajo, para eso estaban los esclavos, y sus maridos. Salían de casa en contadas ocasiones para hacer algún recado, ir a los baños, acudir a algún espectáculo público o a cualquier otro lugar donde pudieran desplegar sus dotes sociales. Entonces recorrían las calles acicaladas, vestidas con la estola blanca y cubiertas por mantos de vistosos colores. Ella nunca podría adornarse con joyas y sedas, ni ungir su cuerpo con afeites y perfumes. Su belleza se marchitaría enfundada en una burda túnica de campesina, como su propia madre.
Su padre volvió a romper el tenso silencio que les había acompañado todo el camino, justo cuando se disponían a cruzar la grandiosa puerta que daba acceso a la ciudad.
—Hija, toma unas monedas y ve hasta la panadería de Gayo. Compra un par de tortas de trigo y márchate hasta la iglesia para ofrecérselas a Nuestro Señor. Pide por ti y por tu esposo, para que tengáis un matrimonio fecundo.
Calia recibió aliviada el encargo de su padre. Necesitaba huir, andar un rato a solas por la ciudad, entrar en la iglesia y rezar. Se dirigió hacia los soportales del foro donde Gayo tenía la panadería. Tardó menos que otras veces en llegar hasta allí, pues a primera hora de la mañana las calles del centro estaban desiertas. Nicomedia, la nueva capital del Imperio de Oriente, todavía no había despertado. Muchos de sus habitantes dormían en sus lechos y los menos afortunados comenzaban entonces la jornada. Se veía a los esclavos domésticos andar de un lado a otro cargados con cubos y calderos, o limpiando el trozo de acera que le correspondía al amo. Los comerciantes más madrugadores ya habían colocado la mercancía sobre los mostradores. Mientras, los más rezagados salían entonces de sus cubículos con los ojos abotargados por el sueño y comenzaban a retirar los batientes de madera que les habían protegido durante la noche. Se oía trabajar a varios artesanos en los talleres cercanos al foro; un ruido de herramientas se entremezclaba con los rítmicos golpes de los batanes y el metálico tañer del martillo sobre el cobre. La panadería de Gayo ya estaba a pleno rendimiento cuando se acercó Calia.
—Buenos días. —El panadero, que atendía al público más madrugador desde la otra parte del mostrador, se extrañó al ver a la muchacha sin el padre—. ¿Le ha pasado algo al viejo?
—No, se ha quedado en el puesto.
Gayo procedía de la misma aldea, aunque se había establecido en la ciudad y, a juzgar por la numerosa clientela, el negocio le iba bien.
—Quiero dos tortas de trigo —añadió Calia—. Voy a llevarlas como ofrenda.
—Toma, no te quemes. —Le tendió dos grandes panes recién sacados del horno—. Que Dios te bendiga.
Cuando Calia llegó a la iglesia se estaba celebrando la primera parte de la misa, en la que los catecúmenos eran adoctrinados sobre los fundamentos de la fe. Nada más abrir la puerta le llamó la atención la cantidad de gente que había, pues era costumbre que al rayar el alba se congregaran allí tanto los fieles como los no bautizados para asistir a la catequesis impartida por el obispo Antimio y orar en comunión. Terminada esta primera parte de la misa, los no iniciados serían invitados a abandonar el templo, ya que les estaba prohibido asistir a la celebración de los sagrados misterios de la Eucaristía. A través de la penumbra pudo distinguir al obispo sentado en su solio, presidiendo la asamblea junto a los demás presbíteros.
La muchacha permaneció unos instantes inmóvil, sobrecogida ante la majestuosa presencia del clero. Y dudó si entrar o no hasta que el joven diácono encargado de controlar la entrada le indicó por señas el sitio que debía ocupar. Calia no sabía qué hacer con las dos tortas de pan que llevaba como ofrenda. ¿A quién y cuándo debía entregarlas? Algo aturdida, se dirigió hacia el lugar reservado a las mujeres, al final de la iglesia, y se hizo un hueco entre las más jóvenes, que permanecían de pie y apartadas de los hombres y de posibles tentaciones. Unió su voz a la de sus hermanos y comenzó a entonar un himno de gloria a Dios.
De repente, se abrieron las puertas y un hombre de mediana edad irrumpió en la iglesia. Venía tan azorado que ni siquiera se percató de la presencia del joven portero, a quien dejó con la palabra en la boca. El recién llegado atravesó el templo visiblemente nervioso y se plantó en medio del ábside, justo enfrente del obispo Antimio. Los cánticos cesaron y el hombre comenzó a hablar atropelladamente.
—¡Los he visto! ¡Vienen a por nosotros!
Un murmullo recorrió el templo.
—Calmaos, hermanos. ¿A qué te refieres? —le inquirió el obispo en tono pausado, tratando de transmitir a los demás una tranquilidad que él mismo no sentía—. ¿Quiénes vienen a por nosotros?
—¡Los soldados del emperador! ¡Vienen hacia aquí! ¡Hacia la casa de Dios! ¡Quieren matarnos a todos! Se lo oí decir a uno de ellos. —Cayó rendido sobre sus rodillas y comenzó a llorar—. Lo oí... Fue por casualidad. Yo estaba arreglando uno de los muros del palacio imperial y lo oí... No estoy loco. Dijo que... —No pudo seguir hablando.
Todos sabían que lo que el albañil les estaba contando podía ser cierto. No sería la primera vez que los cristianos eran víctimas de la ira de los emperadores. Corrían rumores sobre posibles detenciones en palacio. Y ahora esto. Estaban perplejos. Les parecía increíble que Diocleciano quisiera eliminarlos, ya que, en sus años de gobierno, casi siempre se había mostrado tolerante con ellos. Su obsesión por restaurar las antiguas tradiciones de Roma le hizo acabar con los maniqueos, pero fue respetuoso con el cristianismo. Incluso les había permitido conservar sus propios templos, como aquél donde se hallaban, un edificio que se alzaba cerca del palacio imperial. No comprendían qué había cambiado.
—Se les oye llegar. —Fue el joven diácono quien dio la alarma.
—¡Cerrad las puertas! ¡Que no entren! —La voz del obispo sonó autoritaria.
Le siguieron otras muchas, desde distintos sitios de la iglesia.
—¡Cerrad! ¡Rápido!
—¡Impedidles que abran!
Media docena de hombres se había apostado detrás de la puerta de bronce con la intención de frenar la entrada de los soldados. Parecía infranqueable. En el interior de la iglesia reinaba una calma tensa. Cada uno permanecía en su sitio, quietos, con la esperanza de que todo pasase y pudieran reanudar la misa.
—En nombre del emperador, ¡abrid la puerta!
La orden, que venía desde el otro lado de la puerta, les hizo reaccionar.
—¿Qué será de nosotros? —se oyó gritar a una mujer desde el fondo de la iglesia.
Luego hubo más gritos, más súplicas, más llantos.
—Dejadme salir. Esta iglesia será nuestra tumba.
—Moriremos todos.
—¿Dónde está mi esposo?
—Tranquilizaos, hermanos. —El obispo volvió a pedir calma—. En la casa de Dios estaremos a salvo.
—En nombre del emperador, ¡abrid la maldita puerta!
—Abrid la puerta de una vez... No quiero estar aquí.
—Mi pequeño... ¿qué nos van a hacer?
—¡Abrid! ¡Abrid!
—Decidles a vuestros sacerdotes que abran. —La orden se oyó con claridad en el interior de la iglesia, pero el clero actuaba como si no la hubiera escuchado—. Ésta es una ofensa al emperador y a Roma. Lo pagaréis.
—Dios mío, Dios mío...
—Hermanos, oremos al Señor. —Uno de los diáconos dirigió la plegaria, mientras los presbíteros tomaban la decisión de bautizar a los catecúmenos cuanto antes.
—Seréis bautizados —anunció el obispo con voz solemne y gesto preocupado.
—Si no abrís vosotros mismos, entraremos por la fuerza.
Ya eran casi cien hombres los que aguardaban tras las puertas, tratando de poner resistencia a la fuerza de los soldados.
—Primero los niños... —El presbítero quería evitar que la gente se agolpara—. Tú no, tú no... Los hombres y las mujeres detrás. Dame al pequeño.
Pero la madre lo mantuvo en sus brazos negándose a separarse de él.
De pronto, golpearon a la puerta.
—Arrodillaos. —El obispo impuso la mano sobre el grupo de neófitos, ordenando al diablo que se alejase de ellos y no volviera.
Todos pudieron ver cómo le temblaba la mano al trazar la cruz de Cristo en el aire, mientras con voz firme les exigía que renunciaran a Satanás.
—¡Todo espíritu se aleje de ti! ¡Todo espíritu se aleje de ti! ¡Todo espíritu...!
Fuera, los soldados golpeaban las puertas con el tronco de uno de los árboles que crecía en el atrio de la iglesia, al que habían convertido en improvisado ariete. Los golpes retumbaban en el interior del templo impidiendo que se escucharan las palabras del obispo.
—¡La puerta está cediendo! —reconoció al fin uno de los hombres, sin dejar de hacer fuerza para evitarlo.
—Que Dios nos proteja...
—¡Todo espíritu se aleje de ti! ¡Todo espíritu se aleje de ti!
Era imposible mantener la calma. Los presbíteros ungían con el aceite del exorcismo a cuantos se acercaban. Cogiéndolos de la nuca o del pelo les metían la cabeza dentro de la fuente bautismal, mientras repetían mecánicamente la fórmula del bautismo.
—Yo te bautizo. Yo te bautizo. Yo te bautizo...
Durante ese rato, Calia había permanecido junto a las demás jóvenes sin apenas moverse, y con los dos panes de trigo sobre su vientre. Pero fue al darse cuenta de que la puerta estaba cediendo, cuando empezó a marearse y sus piernas flaquearon. Se apoyó como pudo contra una de las columnas y observó, horrorizada, lo que estaba ocurriendo. Habían derribado la puerta y decenas de soldados enloquecidos se precipitaban en el interior del templo.
Éstos sentían que por fin volvían a ejercer su fuerza. Corrían de aquí para allá como si estuvieran poseídos por el diablo. Levantaban a patadas a los pocos ancianos que aún permanecían sentados. Agredían a los hombres, injuriaban a las mujeres, las ofendían, no se compadecían ni siquiera de los niños. Destrozaban cuanto veían. Y buscaban por todas partes al Dios de los cristianos, pero en el templo no había imágenes.
—¿A quién adoráis? ¿Dónde está vuestro Dios?
Tenían órdenes de quemar las representaciones sagradas de los cristianos, y al no hallarlas algunos soldados sospecharon que las tenían escondidas en algún lugar del templo.
—¿Dónde habéis guardado las estatuas?
—Nosotros aborrecemos los ídolos. Nuestro Dios no tiene imagen. La verdadera imagen de Dios es Cristo Jesús y su iglesia.
Aquellas palabras carecían de sentido. Ese clérigo se creía más listo que ellos. Le propinaron una brutal paliza.
—Será mejor que vuestro poderoso Dios aparezca antes de que os matemos a todos —le espetó uno de ellos mientras se alejaban. Los demás rieron el doble sentido de la advertencia.
—... por el bautismo fuimos sepultados junto con Cristo para compartir su muerte...
Ajeno al caos, el obispo Antimio leía las Sagradas Escrituras junto al altar. Lo hacía con voz alta y contundencia, con la esperanza de que las palabras de Pablo se impusieran a la barbarie.
—... y, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, también nosotros hemos de caminar en una vida nueva...
Alguien le arrancó violentamente las Escrituras de las manos. Al obispo no le quedó más remedio que levantar la mirada y ver todo lo que estaba ocurriendo en su iglesia. Aquello parecía obra del demonio. Ante él estaba el prefecto del pretorio acompañado por los tribunos militares y por altos funcionarios del fisco. Apenas podían respirar. En medio de la iglesia ardía una gran hoguera. Los soldados habían alimentado el fuego con todo aquello que para ellos carecía de valor: los maderos de los bancos, los lienzos que cubrían las ventanas, ropas, documentos y cartas. También ardieron las Sagradas Escrituras.
—¿Por qué os habéis encerrado como si fuerais criminales? —El prefecto clavó una mirada intimidatoria en el obispo. Arrugó la nariz en una mueca nerviosa que no podía evitar y que era motivo de chanza entre la soldadesca—. ¿Acaso tenéis algo que ocultar?
—Bien sabe el prefecto que los cristianos no tenemos nada que ocultar. Siempre hemos sido leales al emperador y a Roma. —El obispo trató de parecer sereno.
—Eso tendréis que demostrarlo.
Dicho esto, se volvió hacia la puerta e hizo un gesto con la mano.
El obispo no pareció inmutarse al ver aparecer por ella a los sacerdotes encargados del culto imperial. Caminaban con paso lento, solemne, arrastrando un suntuoso altar dedicado al emperador.
Calia cerró los ojos. Nada más ver el altar, supo lo que iba a ocurrirles. Había escuchado cientos de veces historias parecidas, aunque nunca pensó que algún día sería ella quien tuviera que elegir entre la vida o su dios. Aunque veía al obispo Antimio frente a los delegados del emperador, le resultaba imposible escuchar lo que decían.
—Antimio, es la hora de que demostréis vuestra lealtad. Pide ante este altar por la salud de nuestro señor, el emperador Diocleciano.
—Estamos dispuestos a elevar nuestras plegarias por la salud del emperador y por la seguridad del imperio. Pero no sacrificaremos por él.
—Jura por el genio del emperador. Sólo así podréis salvaros de la tortura y la muerte.
—El emperador no es un dios, ni él mismo quiere serlo.
—He oído bastante. ¡Soldados!
La cabeza del obispo rodó por el suelo ante la estupefacta mirada de sus hermanos. Nada podían hacer, pues los habían llevado a todos a empujones hacia el altar para que renegaran de su dios y ofrecieran sacrificios al emperador. Algunos prefirieron adelantar el momento de su muerte, bien por miedo a los suplicios, bien por temor a no tener la suficiente valentía como para negarse a sacrificar. A otros les faltó valor: entre lágrimas quemaron incienso e hicieron libaciones por la salud y el genio del emperador Diocleciano. Unos pocos defendieron su fe hasta el final a pesar de los tormentos.
Calia avanzó como sonámbula hacia el altar. Deseaba seguir viviendo. Sacrificaría a los dioses, haría lo que ellos le pidieran. ¿Acaso no valía más la vida que un puñado de incienso? Estaba decidida, su dios la perdonaría. Dejó caer las tortas de trigo sobre el suelo. En ese momento, notó que le asían fuertemente del brazo y tiraban de ella para ocultarla de nuevo entre las sombras. Quien la arrastraba era un soldado.
—¡Algo terrible está ocurriendo en la iglesia!
La noticia corría de puesto en puesto sin que nadie supiera exactamente de qué se trataba.
—¡Dicen que Diocleciano ha mandado a su ejército!
Era una apacible mañana de mercado. Hacía rato que el sol calentaba y los más rezagados paseaban entre los tenderetes supervisando el escaso género que aún quedaba por vender. Pese a ser el tercer día de la semana, y por tanto festivo, muchos campesinos de la zona habían acudido al mercado que se celebraba en la ciudad. A voces llamaban la atención de los paseantes, proclamando las bondades de sus frutas y verduras y, si era necesario, desacreditando las del vecino. Pero nadie en el mercado se molestaba por eso. La competencia era dura, pues de lo mucho o lo poco que sacaran dependía el sustento de sus familias. Aun así, entre ellos existía una relación más que cordial.
—¿Os habéis enterado de lo de la iglesia? Creo que han apresado a ese obispo, Antimio, y a sus seguidores.
—Viejo, ¿tu hija no estaba allí?
En el mercado, todos sabían que Calia y su padre eran cristianos.
—¿Dónde?
A sus años no oía bien y el rumor le pilló por sorpresa.
—En la gran iglesia. Algo grave ha ocurrido con el obispo.
—¿Cómo? ¿Qué sabéis?
El anciano empezó a ponerse muy nervioso. No esperó la respuesta. Abandonó el puesto y se encaminó hacia allí todo lo rápido que pudo. Tenía la certeza de que algo malo había ocurrido con Calia. Era culpa suya... El la había mandado ir.
—Calia, hija mía...
Empezó a subir por la empinada cuesta que conducía al templo, pero, al no responder su frágil cuerpo a tanto esfuerzo, no tuvo más remedio que detenerse. Apoyó los brazos contra la pared de una de tantas residencias que se apiñaban sin concierto en torno a la iglesia y tomó aire. Le costaba respirar. Permaneció un buen rato jadeando, con la cabeza gacha y el cuerpo encorvado, hasta que las entusiastas voces de unos niños llamaron su atención.
—¡Mirad allá! —Uno de ellos, el más alto de todos, señalaba con el dedo hacia el palacio imperial—. ¿No lo veis? En el balcón.
El anciano también miró. Había alguien asomado a uno de los balcones de palacio, y eso era motivo suficiente para crear expectación entre los chiquillos. Casi nadie en la ciudad sabía qué maravillas se escondían tras los elevados muros del complejo palatino. Allí residía el augusto Diocleciano, en un mundo que nada tenía que ver con el de la ciudad. Rara vez se prodigaba entre las gentes de Nicomedia, quienes lo consideraban un ser lejano y misterioso.
—Sí, sí. Ya lo veo.
—Sus ropas brillan como el oro.
—Ahora sale alguien más. Parece que esté más gordo que el otro.
—Seguro que son el césar Galerio y el emperador. Miran hacia aquí.
Los chicos, que se dejaban llevar por su imaginación, no iban desencaminados. Eran Galerio y Diocleciano, quienes, apostados sobre uno de los balcones de las dependencias imperiales, supervisaban la masacre de los cristianos. A esas horas todo habría terminado.
—Calia, Calia...
El viejo retomó la cuesta. Lo hizo con gran esfuerzo y musitando el nombre de su hija. No lograba quitársela de la cabeza. Temía no llegar a tiempo.
Cuando por fin accedió al recinto de la iglesia, comprobó angustiado que los rumores que corrían por el mercado eran ciertos. Algo muy grave había sucedido. El atrio estaba destrozado y habían arrancado la gran puerta de bronce que daba acceso al interior. Entró. El hedor era tan insoportable que no pudo contener las náuseas. La casa de Dios olía a carne quemada, a sangre, a orín y a miedo.
—¡Calia! —El dolor que atravesó su garganta avisó de su presencia a los hombres del emperador.
—¿Tú también quieres ofrecer sacrificio a nuestro señor Diocleciano? —Era uno de los tribunos militares el que tan amablemente le invitaba a pasar—. Ven, acércate aquí. No hagas que mis soldados vayan a buscarte.
El anciano obedeció horrorizado. Buscó a su hija entre los cuerpos mutilados, pero no la encontró. Tal vez había perecido en la hoguera. Se sumó a los demás hermanos y esperó a que le llegara la muerte.
—¿Es que no habéis tenido bastante diversión esta mañana? —Quinto hablaba con dureza. Aunque cumplía órdenes, no iba a permitir que sus hombres siguieran humillando a los cristianos.
Los soldados reprobaron la reprimenda del oficial. Se estaban divirtiendo con el grotesco espectáculo que daba uno de sus camaradas. Se paseaba por delante de los pocos creyentes que aún quedaban vivos, vestido con la túnica de ceremonias del obispo Antimio. De vez en cuando se detenía frente a ellos y gesticulaba con teatralidad, haciendo una cruel parodia del prelado.
—Y tú ¡quítate eso ahora mismo! —gritó Quinto—. Eres un militar, no un comediante. —Luego se preocupó por su compañero—. ¿Habéis visto a Salustio en la iglesia?
—Estuvimos juntos ayer por la tarde. Supongo que sabes que Salustio es cristiano —respondió Olpio—. Lo más seguro es que haya desobedecido las órdenes del general.
—Espero que su ausencia no le cueste un castigo. Tal vez haya pasado desapercibida —deseó Quinto en voz alta, antes de alejarse de los demás oficiales.
Los desmanes de la tropa no cesaban. En un oscuro rincón, media docena de soldados jaleaba a uno de sus compañeros mientras éste trataba de dominar bajo su cuerpo a una joven cristiana. Excitados, esperaban a que les llegara el turno. La muchacha luchaba como una leona en la arena: mordía, arañaba y forcejeaba defendiendo su virtud como podía. Cada vez que el soldado, con las calzas bajadas hasta las rodillas, se preparaba para embestirla, la chica lograba escabullirse de entre sus piernas, provocando las risotadas del resto.
Calia se resistió hasta que ya no pudo más. Exhausta, se entregó al deseo del soldado, que la penetró una y otra vez hasta quedar satisfecho. Después de él, otros la poseyeron. Ella cerraba los ojos, muerta de dolor y de vergüenza, rezando para que aquello acabara pronto.
—¡Vosotros! Apartaos de la chica... o la mataréis antes de que yo pueda probarla. —La escena había despertado la lujuria del prefecto, que llevaba un buen rato viendo disfrutar a los soldados—. Llevadla con Délfide. A ver si logra reavivarla.
—A sus órdenes, prefecto —contestaron los soldados, maldiciendo para sí al prefecto.
Les había aguado la fiesta.