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—¿Qué crees que ocurre? —preguntó Quinto a Marcelo, mientras se encaminaban a toda prisa hacia el palacio.

—No tengo ni idea. Pero no me ha dado buena espina ver a esos niñatos de la cohorte de Fulvio exhibiendo el palmito por la ciudad.

Pronto saldrían de dudas. Ante ellos se alzaba el palacio imperial, rodeado de una imponente muralla que protegía al emperador y a su corte de las indiscretas miradas del pueblo. Aunque su verdadera misión fuera otra: asegurar la defensa frente a los enemigos de Roma. Quinto admiró una vez más la solidez de los muros y torreones que circundaban el perímetro y, con el pesimismo de otras veces, pensó que no eran un síntoma de fortaleza sino de la debilidad de un imperio inestable y continuamente amenazado. Se dirigieron hacia la puerta de la fachada principal, la más ornamentada de las tres que daban acceso al complejo palatino. Al igual que ocurría con las puertas laterales, el cuerpo central, de dos alturas, estaba flanqueado por enormes torres octogonales. Pero a diferencia de aquéllas, ésta había sido decorada con pequeñas columnillas sobre las que descansaba una hilera de arcos de medio punto rematados con esculturas de gran tamaño, que le conferían una singular belleza. A un lado y a otro del portón de entrada montaban guardia varias decenas de soldados, que evitaban que por ahí nadie pudiera entrar o salir del recinto sin ser visto. La vigilancia era extrema y los dos amigos tuvieron que acreditarse ante los centinelas para poder pasar.

El complejo palatino era una ciudad al margen de la propia Nicomedia. Entre sus muros vivían miles de personas, casi todas ajenas a lo que ocurría en el exterior. Eran parte de un universo creado para dar servicio a su señor, el emperador de Oriente. Ni Marcelo ni Quinto se sentían cómodos en ese mundo tan diferente al suyo y, siempre que disfrutaban de un rato de libertad fuera de los muros de palacio, les costaba regresar a él.

Una vez dentro, pudieron comprobar que todo permanecía tranquilo, como si nada anormal hubiera ocurrido en su ausencia. Atentos a cualquier detalle, tomaron la calle principal del complejo en dirección a sus dependencias, en el edificio de dos plantas destinado al ejército. La tarde era ventosa y Marcelo se adelantó para protegerse del molesto viento bajo uno de los pórticos columnados que rodeaban la enorme construcción, levantada a un lado de la ancha avenida. En el otro, se hallaban las habitaciones del servicio y las cuadras. Su acompañante no tardó en alcanzarle para detenerse, a los pocos pasos, frente al portalón que conducía a los cubículos de la milicia regular. Había cambiado de idea. Tal vez sus soldados supieran qué estaba pasando.

—Voy a ver a mis hombres. A esta hora ya deberían estar todos en el cuartel. —Comenzaba a anochecer—. Quizás ellos puedan informarme de algo. —Y se despidió con la promesa de contarle cuanto averiguara.

Marcelo esbozó una sonrisa al contemplar cómo Quinto se alejaba con paso firme, exagerando la severidad de sus gestos. Al cabo de tantos años, había dejado de molestarle la afectación de su amigo y esa peculiar manera que tenía de entender la carrera militar. Lo llevaba en la sangre, puesto que su padre y su abuelo habían sido oficiales destacados. Y él se sentía tan orgulloso de haber alcanzado la oficialidad que no podía evitar alardear de ello. Dejó de sonreír y se dirigió hacia los apartamentos imperiales destinados a Constantino. Quería comprobar que todo seguía en orden.

Tras salir de la columnata atravesó, con paso ligero, la enorme explanada que se abría en el centro del recinto. Justo allí se cruzaban las dos avenidas principales. Pasó por delante de las cuatro figuras de pórfido que se erguían, orgullosas, en el corazón del complejo, estratégicamente colocadas para que ninguno de los habitantes del palacio olvidara nunca quiénes eran los reyes del mundo. Marcelo echó una escéptica mirada hacia el grupo de tetrarcas, preguntándose si detrás de su pétreo abrazo existía realmente una sólida relación de lealtad y confianza, o si era precisamente eso lo que fingían. No acababa de comprender el motivo de su misión, aunque sospechaba que alguno de esos cuatro personajes de piedra tenía la clave.

La seguridad en los apartamentos imperiales era máxima. Aunque Marcelo conocía de sobra a los guardias, tuvo que pararse frente a los sucesivos controles hasta poder acceder a la zona habilitada para el hijo del césar Constancio. Todos habían oído hablar de las hazañas de Marcelo en la Galia y en el Ilírico; corrían relatos en los que se ensalzaba su valor contra los francos; o aquella heroica intervención en la que logró salvar a sus compañeros durante una emboscada en un bosque cercano a Germania, evitando la masacre. Quienes le envidiaban por su fama militar, y no menos por su éxito con las mujeres, difundieron la idea de que él mismo había hecho circular tales noticias. Y eran los mismos que empezaban a hablar con socarronería sobre su nuevo destino.

«Dicen que el prefecto le ha comandado proteger a Constantino y ahora se codea con los señoritos de la guardia pretoriana.»

«¡Honor a Marcelo, héroe de la Galia! ¡Gloria por su arriesgadísima misión!», ironizaban con envidia, pues a cualquiera de ellos les hubiera gustado poder formar parte de la seguridad personal de Constantino, al que admiraban.

«Esperemos que no se le pegue nada del griego...»

Se referían a Zósimo, cuyas refinadas maneras provocaban el rechazo de los oficiales, quienes en su mayoría procedían de Panonia y Dalmacia, incluso de más lejos, de Britania o la Galia, como era el caso de Marcelo y Quinto.

Éste les había escuchado en más de una ocasión, pero no había querido contárselo a su amigo. Heriría su orgullo y a buen seguro provocaría un conflicto que no beneficiaría a nadie. Además, estaba convencido de que Marcelo sospechaba los sarcasmos que corrían entre la oficialidad sobre su destino. En el fondo, a él también le parecería bochornoso que uno de los mejores oficiales del ejército fuera utilizado como peón en las intrigas del prefecto.

—Amadísimo césar, todo está preparado.

Era Flacino, el prefecto del pretorio, quien hablaba. Ante él se encontraba, sentado sobre una mullida silla, un hombre de aspecto poco saludable, cuya extrema gordura, fruto de los excesos de los últimos años, hacía olvidar la gallardía de tiempos pasados. Vestía una túnica de seda color bermellón con bordados geométricos en hilo de oro, bajo la cual asomaba otra de lana, destinada a calmar la sensación de humedad y frío que el invierno costanero provocaba incluso en el interior de aquella confortable estancia. Aquel hombre de edad avanzada, y barba hirsuta aunque bien cuidada, se llamaba Cayo Galerio Valerio Maximiano, más conocido como Galerio y, pese a que en ese momento no lucía la vestimenta púrpura, era el césar de Oriente. Por encima de él, en esa parte del mundo, sólo estaba el augusto Diocleciano.

—Flacino, Flacino... Sólo tú sabes bien cómo aprovechar los momentos en los que un césar no tiene que presentarse en público.

Galerio le había recibido a solas, en la intimidad de su aposento, lo cual era todo un privilegio, aunque para ellos dos se había convertido en una costumbre.

—César, el silentium es muy apropiado para la corte, como vos sabéis bien y como nuestro Júpiter, el gran Diocleciano, ha sabido imponer.

Adornó como pudo su respuesta, pues el irónico tono de Galerio le había hecho sentirse incómodo. El emperador había impuesto en la corte el complejo ceremonial de los monarcas de Oriente, creando en torno a su persona un aura de misterio que le hacía inaccesible incluso a los altos cargos de palacio.

—Claro, claro. Bien, prefecto. Ahórrate los ceremoniales —le espetó con impaciencia—. Dices que todo está preparado.

—Señor, los notarios y los secretarios han estado trabajando por turnos para perfeccionar los textos.

—¿Y bien? —preguntó.

—Han sido redactados cuatro documentos que deberán hacerse públicos de forma progresiva. —Tomó aire para continuar—. En un primer edicto se ordenará la destrucción de sus templos y de sus objetos de culto, quedarán prohibidas sus asambleas y se les desposeerá de sus derechos civiles. Luego iremos a por los sacerdotes, y acabaremos decretando un sacrificio general en todo el imperio. No tendrán más alternativa que abandonar esa maldita superstición o morir. Esta vez, los cristianos serán exterminados, acabaremos con ellos.

El césar se limitaba a asentir mientras escuchaba atentamente las palabras del prefecto.

—Las noticias de lo que ocurra en los próximos días aquí, en Nicomedia, correrán por todo el imperio, anticipando el ansiado final de la maléfica secta y sembrando una situación de desconcierto que irá aumentando con cada nuevo edicto. La población no tardará en convencerse de que los cristianos son los máximos culpables de los problemas que asolan al imperio y su ira se levantará contra ellos. La confusión dará paso a...

—... a... —cabeceó Galerio, instándole a continuar.

—Al terror, señor, al terror —susurró Flacino—. Querido césar, de vos y del augusto depende que los edictos vean la luz.

—Más bien de que convenza al augusto Diocleciano —respondió Galerio, visiblemente irritado. Comenzaba a aborrecer aquella desagradable mueca con que el prefecto del pretorio Otorgaba gravedad a sus palabras—. El augusto no quiere turbar la paz de Roma con más derramamientos de sangre. Considera que ya es suficiente con las últimas detenciones de palacio. Le basta con que su casa esté limpia de cristianos, o al menos eso dice.

El césar había deslizado esta última frase con malsana intención, observando la reacción de su interlocutor. Estaba convencido de que el prefecto conocía los rumores que corrían por la corte sobre la posibilidad de que tanto la esposa de Diocleciano como su hija Valeria, con la que Galerio se vio obligado a casarse al ser nombrado césar, fueran cristianas.

—Tenemos que conseguir que el augusto nos permita defender la paz de los dioses dentro y fuera de los muros de palacio —sugirió Flacino con sagacidad.

—Descuida, prefecto. No me costará lograr que cambie de opinión. El viejo me teme a mí casi tanto como a los adivinos.

—Ha enviado al arúspice Tanges hasta Dídima para que consulte el oráculo de Apolo.

—La respuesta ya la tenemos, ¿no es así, prefecto? ¡Apolo se va a manifestar en contra de los cristianos! —Rió para sí mismo—. A ese Tanges le gusta tanto el oro que no respeta ni la voluntad de los dioses. No es la primera vez que engaña al emperador.

El prefecto sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo, pues sólo ellos dos conocían los entresijos del episodio vivido en Antioquía hacía apenas dos años: tras la victoria de Persia, el arúspice, a instancias del propio Galerio, se declaró incapaz de escudriñar en las vísceras el porvenir del emperador —alegando la presencia de enemigos de los dioses—, y le convenció con sus malas artes para que depurara el ejército de cristianos.

—Bastaba con verle la cara a ese viejo timorato y supersticioso. Estaba muerto de miedo —se regodeó el césar.

Galerio ya no ocultaba el profundo desprecio que sentía hacia su suegro. Todavía recordaba la humillación a la que se vio sometido tras su derrota frente a los persas, hacía casi un año, un episodio anterior a la que fue su gran victoria. Diocleciano trató de evitar que el fracaso salpicara lo que él creía una brillante trayectoria al frente del imperio y no dudó en culpabilizarle públicamente de lo sucedido. Estando en Antioquía, organizó para su descarga una bochornosa ceremonia en que obligó a Galerio a pasear su deshonra a la cabeza de la caravana imperial, vestido de púrpura. Y fue entonces cuando éste se juró a sí mismo que algún día Diocleciano pagaría por aquella humillación. Reforzó sus tropas con un importante contingente reclutado en el Danubio y, tras dos victoriosas batallas sobre los sasánidas, logró arrancar al rey Narsés una ventajosa paz a cambio de su esposa y buena parte de sus concubinas, que habían caído en manos del ejército romano. Nadie, ni siquiera el augusto, podía negar que él era el gran triunfador frente a los persas, el nuevo Alejandro. Pensaba que merecía ser llamado Augusto.

—Señor, si Diocleciano apoya y suscribe estos pasos, y los emperadores de Occidente hacen lo mismo, los cristianos habrán dejado de ser un problema.

Flacino se refería a Maximiano y su césar Constancio, de quienes dependía en última instancia la aplicación de los edictos en los lejanos dominios de Occidente.

—¿Lo son, prefecto? ¿Son realmente un problema? —Galerio posó su gélida mirada sobre el prefecto.

—César, ni siquiera lo sé. Pero poco importa. Tal y como vos deseabais, el terror provocará desequilibrios en las provincias, en las ciudades, en los campos..., y el ejército tendrá que actuar. El augusto Diocleciano no tardará en verse sobrepasado por la situación y entonces todo el orbe romano pedirá a gritos que vos, venerado césar, paséis a ocupar su puesto.

—Flacino, ¿qué te lleva a semejante conclusión? —preguntó Galerio.

—El augusto Diocleciano es viejo y está cansado; no podrá sobrellevar la inestabilidad provocada por los edictos. Hace apenas una semana, os hice llegar los informes de nuestros agentes secretos en las principales ciudades de Oriente: Antioquía, Alejandría, Tesalónica, Éfeso o la propia Nicomedia. Todos concluían que hay más cristianos de los que creíamos. No obstante, en Occidente, Maximiano y Constancio, apenas...

—Sí, ya lo sé. Leí con atención tus informes. Allí hay menos cristianos.

—Esa es nuestra baza, césar. —Flacino prosiguió su exposición con recobrado ímpetu—. Si logramos que esos malditos edictos vean la luz, las provincias de Oriente entrarán en una situación crítica, a la que el augusto Diocleciano, en su estado, no podrá hacer frente.

—Entiendo... Si el viejo da un paso atrás en el asunto de los cristianos, el pueblo se le echará encima y entonces yo podré ser nombrado primer augusto, tal y como deseo. Con lo cual, estimado prefecto, quedaría vacante la dignidad de césar... —Galerio esbozó una media sonrisa.

—Exactamente, amadísimo Galerio, exactamente. —Flacino trató de controlarse, de mantenerse sereno, pero el brillo de sus ojos delataba su enorme ambición.

Al césar no se le pasó por alto; desde sus tiempos de oficial, estaba acostumbrado a interpretar la voluntad de los hombres a través de su mirada. Si lograba mantener vivas las esperanzas del prefecto, podría contar con él para lo que fuera.

—Me alegra saber que los textos están listos. —Su voz delataba el enorme esfuerzo que le suponía levantarse del asiento, dada su corpulencia. Una vez de pie, añadió—: En cuanto a Diocleciano, descuida, yo me ocuparé de convencerle. En cuestión de horas, suscribirá el primer edicto. Pronto se tramitará la orden a los gobernadores de las provincias y, por supuesto, a los emperadores de Occidente, aunque allí, como sabes, todo empezará más tarde. —Galerio se dirigió hacia la galería que recorría la fachada marítima del palacio—. Salgamos.

Abandonaron la cálida estancia donde el césar pasaba las frías tardes de invierno. Estaba cubierta por tapices y alfombras de exquisita factura y brillantes ocres, verdes y azulados, que el propio Galerio había mandado traer desde la frontera del Eufrates, junto a las delicadas piezas de orfebrería sasánida que decoraban la habitación. Todo en aquella sala recordaba la gran victoria sobre Narsés, de la que tan orgulloso se sentía. Se apoyó sobre la balaustrada de mármol que recorría la fachada marítima del palacio y contempló en silencio cómo caía la tarde sobre la bahía. El viento había amainado y el mar, de un intenso tono plomizo, había quedado en calma. Alguna pequeña embarcación volvía al puerto, aunque la mayor parte de la flota estaba amarrada en los muelles. Desde hacía incontables generaciones, eran muchas las familias que vivían del mar, gracias al comercio, pero sobre todo a la pesca. Los habitantes de Nicomedia devoraban pescado; era la base de su alimentación.

Flacino permaneció a su lado, callado y sin apenas moverse, respetando el largo silencio de su césar. De pronto, éste volvió la cabeza y lo miró con extrañeza, como si acabara de acordarse de su presencia.

—Dime, ¿cómo está tu protegido? —Se refería a Constantino.

—Mis hombres no le pierden de vista. Con la excusa de protegerle, no se alejan de él ni un solo momento. Me cuentan que lleva varios días encerrado en sus dependencias, estudiando mapas y documentos de su biblioteca. Al parecer está tramando algo.

—Tenemos que estar alerta. No sea que desbarate nuestros planes.

—Señor... —Llevaba días dándole vueltas, pero no sabía como plantearlo—. ¿Y si hiciéramos creer que él también es cristiano? Habría que matarlo, como al resto.

—Entiendo. —Contempló la bahía durante unos instantes. Estaba siendo un invierno extremadamente frío y aún quedaban restos de las últimas nevadas en lo alto de las montañas. Sin dejar de mirarlas, se limitó a zanjar el tema—. Prefecto, no demos ningún paso en falso. No olvides que es mi rehén. Fue enviado a mi corte como prueba de la lealtad de su padre, el césar Constancio. Si su hijo muriera acusado de ser cristiano, todas las miradas me señalarían. Sería el fin de nuestras aspiraciones. Ahora bien, si Constantino sufriera un lamentable accidente aquí, en palacio... tal vez tus hombres podrían hacer algo al respecto. —Y dándole la espalda, añadió—: Puedes retirarte, prefecto.

Flacino atravesó la estancia y salió de ella con gesto contrariado, sin reparar siquiera en los pretorianos, que abrían filas para darle paso. El césar le había despedido con ese desdén propio de los emperadores al que él no estaba habituado, pues vivía rodeado de adulaciones y lisonjas. Estaba acostumbrado a imponer su voluntad. No en vano, era el prefecto del pretorio, el hombre de confianza del emperador. Había luchado mucho para convertirse en uno de los hombres más poderosos del Imperio romano, pero aún le quedaba un largo camino por recorrer.

Mientras avanzaba por el estrecho pasillo que le devolvía a sus dependencias, iba repasando mentalmente los pormenores de la entrevista. Los edictos contra los cristianos no tardarían en ser publicados, y contaba con el apoyo de Galerio, quien, por su parte, sabía bien cómo manejar al viejo. En cuanto amaneciera, tendría lugar el primer golpe de efecto contra los cristianos de Nicomedia. Todo estaba preparado. Pero la frialdad del césar le había abierto los ojos. Su ascenso a la dignidad imperial, su promoción al rango de césar, no era tan evidente como él pensaba un año antes, cuando había empezado a tejer su gran plan. Estaba orgulloso de cómo había manejado los hilos de la política. De cómo había aprovechado la ambición de Galerio y su enorme resentimiento hacia el augusto. Cuanto mayor fuera el desconcierto, mayor sería la posibilidad de acceder a un puesto en el colegio imperial, de ser uno de los cuatro collegae, e incluso uno de los cuatro emperadores.

Marcelo no pudo resistir la espera por más tiempo. Al no tener noticias de Quinto, se encaminó hacia el despacho de los oficiales para averiguar por qué los soldados de Fulvio se habían paseado por toda la ciudad, sembrando la sorpresa y el temor entre la población. El asunto le tenía inquieto, aunque al menos ahora sabía que no tenía nada que ver con Constantino.

Le extrañó no escuchar las voces de sus antiguos compañeros, que a esas horas de la tarde solían reunirse allí para conversar animadamente. Se asomó a la puerta pensando que no habría nadie, pero se equivocaba. Allí estaban Rubrio, Olpio, Valerio, Celio, Valente y Salustio, todos ellos oficiales de grado medio, listaban todos enfrascados preparando su uniforme para el día siguiente. Y lo hacían sin la locuacidad de otros días.

Rubrio había dejado de sacar lustre al yelmo de bronce que tenía entre sus rodillas y se dirigió al recién llegado.

—Ave, Marcelo. ¿Cómo está tu protegido? —Era el único que tenía ganas de bromas aquella tarde.

Pero Marcelo dio la callada por respuesta. Ya empezaba a estar harto de las burlas acerca de su pertenencia a la guardia personal de Constantino, máxime cuando éste siempre había despertado la admiración de todos ellos, al comportarse como un militar más y no como el hijo del césar. Empezaba a sospechar que no era precisamente a él a quien pretendían atacar con sus ironías.

—Los apartamentos imperiales son un duro campo de batalla incluso para un soldado tan curtido como tú. —Rubrio alzó el casco con ambas manos y observó, complacido, el resultado de su trabajo—. Resiste, Marcelo. Mientras tu señor siga a salvo, tú también lo estarás. —Echó una rápida mirada a los demás oficiales que había en la sala, buscando el aplauso de sus compañeros.

Ninguno de ellos le jaleó la broma.

—De todos modos, era yo quien quería preguntar —zanjó Marcelo con sequedad—. ¿Qué está ocurriendo? He visto a los hombres de Fulvio precipitándose por las calles en dirección a palacio.

—¡Ah, esos afeminados! No hay en todo el imperio una cohorte peor dirigida —replicó el oficial, evadiendo la respuesta.

—En eso estamos de acuerdo. Pero quiero saber qué es lo que ocurre. ¿Por qué tanta prisa? —Se le estaba agotando la paciencia. En realidad, Rubrio le inspiraba muy poca simpatía.

—Marcelo, algo se cuece. —Rubrio dejó de bromear al ver que su colega comenzaba a irritarse. Era uno de los cabecillas de las chanzas y, aunque en el fondo respetaba a aquel soldado, no podía evitar tenerle cierta envidia—. Ya sabes que desde hace días los emperadores hostigan a los cristianos de la corte.

—Nadie mejor que yo para saberlo —replicó Marcelo—. No olvides que mis campos de batalla son ahora los aposentos imperiales. Pero el asunto no ha ido más allá de unas cuantas detenciones entre los domésticos de palacio. Nuestro augusto Diocleciano no quiere tener a esos cristianos en su casa.

—Pues que mire debajo de la cama... —contestó Rubrio, y soltó una carcajada.

Los demás oficiales contuvieron la risa, pues todos conocían dicho rumor. Y, sin embargo, no se percataron de que ese comentario había herido profundamente a Salustio, que esa tarde se mostraba especialmente taciturno.

—Pronto empezarán con la guardia palatina, y luego iremos nosotros —intervino Valente sin dejar de frotar su coraza con un mugriento paño de lana.

—De momento no han castigado a nadie... que sepamos. —Marcelo empezaba a pensar que se estaba exagerando el asunto de los cristianos.

—Ten por seguro que no les temblará el pulso si tienen que hacerlo. Olpio y yo estábamos en Antioquía cuando el emperador nos obligó a jurar a los dioses bajo la amenaza de ser expulsados del ejército. Perdimos a algunos de nuestros mejores hombres. ¿No es cierto, Olpio?

Este se limitó a asentir con la cabeza.

—Lo peor es que esta vez van a ir más allá —continuó Valente—. ¿Por qué crees que estoy afilando mi espada? Acabamos de recibir órdenes del general. Nos ha convocado para que dirijamos la masacre.

—Acabaremos con ellos. Son un peligro para Roma. —Valerio no pudo contener su entusiasmo. Era profundamente religioso y sentía un odio visceral hacia los cristianos.

—Cuentan que en sus templos guardan maravillas. Si nos damos prisa, obtendremos un buen botín —sugirió Celio, movido por la codicia.

—Muchos de ellos son ricos y poderosos, por eso les temen los emperadores. —Valente había terminado de afilar su espada y en ese momento se disponía a guardarla dentro de una vaina de piel.

—Dicen que comen carne humana, que torturan a los niños y que beben sangre de sus víctimas —añadió Rubrio, bajando exageradamente la voz.

—¡Eso no es cierto! —se oyó gritar desde un rincón de la sala.

Los demás oficiales se sorprendieron al escuchar a Salustio, pues siempre le habían tenido por una persona prudente.

—Lanzáis injurias para acabar con nosotros. —Su voz sonaba desesperada. A él también lo habían convocado.