2

Paestro, una aldea cercana a Nicomedia.

El mismo día.

Fue apagando las lucernas que iluminaban la estancia.

Lo hizo como todos los días desde que dejó de ser una niña, poco a poco, con sumo cuidado. Cuando terminó, la penumbra lo inundaba todo. Apenas se podía apreciar la desnudez de los muros, toscamente embellecidos por un irregular zócalo de piedra que protegía el viejo edificio de las inclemencias del tiempo. Ni la madera ni el adobe con los que se había construido resistían bien las húmedas estaciones que padecía la aldea, tan cercana al mar. Como todos los días, miró a su alrededor para comprobar que todo estuviera en orden. Aquella noche había estado lloviendo con fuerza y temía que el agua de la lluvia hubiera causado algún desperfecto. Respiró aliviada. En una ocasión, hacía ya muchos años, pudo ver cómo la pesada techumbre de madera se desmoronaba a causa de una terrible tormenta. Su padre y los demás hombres tuvieron que trabajar duro para reparar los daños provocados en el techo, mientras las mujeres se afanaban en limpiar la espesa capa de lodo que se había formado con la lluvia. Calia sonrió para sí al darse cuenta de que tal vez ése fuera el primer recuerdo que guardaba de su niñez.

Su vida y las de los demás habitantes de Paestro giraban en torno a aquella pequeñísima estancia que utilizaban como iglesia. En ella oraban y rendían culto a su Dios, lloraban a sus muertos, festejaban, celebraban y compartían. Se reunían frente a su puerta tras las duras jornadas de trabajo. Era entonces cuando los más ancianos se animaban a contar relatos del pasado, historias que les fueron narradas en su día o vividas por ellos mismos. El resto las escuchaba con afectuoso respeto, atentos a cualquier detalle sobre el edificio.

—Venerable Doroteo, contad cómo se construyó nuestra iglesia.

Todos los presentes conocían la historia, aun así siempre había quien instara al viejo a salir de su senil letargo y le pedía que la volviera a relatar.

—No me acuerdo bien. Creo que fue mi tío, el hermano mayor de mi padre, quien conoció a aquel clérigo. Lo había enviado el obispo de una ciudad de las grandes, pero no de Nicomedia.

Al llegar a este punto de la narración, el anciano siempre dirigía una mirada recelosa hacia la gran urbe, tan cercana, tan amenazadora para la aldea, y tras hacer una breve pausa proseguía su relato. Para entonces las huesudas manos del viejo ya habían repasado buena parte de su cabeza.

—El caso es que el clérigo era un enviado del obispo de...

El viejo seguía empeñado en recordar el nombre de la ciudad, pero su cabeza ya no le respondía como antes. Volvía entonces a frotar su calva como si este gesto le ayudara a concentrarse. Un silencio expectante inundaba el ambiente.

—Sí, aquel obispo... le había encargado que viniera a Paestro. Y ¿qué podía habérsele perdido a un obispo en Paestro, en una aldea como ésta?, os preguntaréis.

Siempre hacía una pausa al terminar la frase, como queriendo saborear el efecto de sus palabras, y en la exigencia de que los que él creía entusiastas oyentes le mirasen con cara de asombro.

Todos conocían la respuesta. Habían escuchado ese mismo relato decenas de veces en boca del viejo Doroteo. Hacía años que no variaba ni una palabra; siempre las mismas pausas, los mismos gestos, los mismos fallos de memoria. Mientras la mayoría se limitaba a esbozar una mueca para complacer al anciano, los más jóvenes le animaban a que continuara con la narración. Era entonces cuando los velados ojos de Doroteo recobraban el brillo perdido en su juventud.

—El padre del obispo era de aquí. Pero quiso irse a una de las ciudades grandes. ¡Ay! No consigo recordar el nombre... Bueno, fueron pasando los años, y poco antes de morir, siendo aún el chico muy joven, el padre le pidió que se acordara siempre de Paestro, la aldea que le vio nacer. Y así fue. Por eso, tiempo después, y cuando se convirtió en prelado, envió a uno de sus clérigos hasta aquí. Y comenzaron las obras.

Paestro era la única población del entorno que contaba con iglesia propia y todo gracias a aquel obispo. Si no hubiera sido por él, Calia y los suyos hubieran tenido que reunirse en el interior de sus propias casas, en establos e incluso en graneros, tal y como lo hacían las demás comunidades de fieles que poblaban la comarca. Sí, eran unos privilegiados. O al menos eso pensaban.

—Hijos míos, sabed que, fuera de la ciudad y sus suburbios, tendréis que ir lejos para poder ver una iglesia como la vuestra —repetía el clérigo siempre que acudía desde Nicomedia para reunir a sus fieles—. ¿Veis esas piedras? Eran de una mansión. El rico cayó en desgracia y nos dejaron usarlas. —Se refería a las pocas piedras que formaban el zócalo de los muros. Pero nada decía del adobe y la madera, que hacían difícil distinguir el templo del resto de las casas.

Así pues, no era de extrañar que aquella iglesia fuera el principal motivo de orgullo de las gentes de Paestro, por muy pobre e insignificante que pudiera parecer a los ojos de quienes hubieran visitado los magníficos edificios de la ciudad. Nada tenía que ver con la gran iglesia de Nicomedia, cuya belleza rivalizaba con el mismísimo palacio imperial. Estaba construida frente a él, sobre un elevado promontorio, como queriendo desafiar a quienes en su día quisieron acabar con la fe de Cristo.

Nadie en Paestro olvidaba que cincuenta años atrás el imperio había obligado a los cristianos a adorar a los ídolos. No, nadie lo olvidaba. Todos lo tenían muy presente, trataban de no olvidar. Fue en la época de los emperadores Decio y Valeriano. Entonces comenzaron de nuevo las persecuciones, pero no de manera ocasional como había sucedido en otros tiempos. Aún permanecía vivo entre los creyentes el recuerdo del terrible episodio que habían padecido los cristianos de Roma en tiempos de Nerón, cuando éste les culpó del incendio de la ciudad. Era una suerte de leyenda que corría entre las comunidades y que nadie sabía bien si era cierta o no. Se decía que Pedro y Pablo habían sido martirizados, y como ellos no pocos seguidores de la fe de Cristo. Pero de aquello hacía más de dos siglos. A Nerón le sucedieron otros césares y, con algunos de ellos, nuevos ataques a las comunidades cristianas. Aunque lo peor vendría con los decretos de Decio y Valeriano.

Calia solía sentarse a los pies de su padre para escuchar las conversaciones de los mayores, en las que recurrentemente se hablaba de lo ocurrido durante las persecuciones. Se quedaba quieta, sin moverse, con la cabeza reclinada sobre las rodillas paternas. Entonces, las fuertes manos del padre tapaban con suaves caricias los oídos de la niña, como queriendo protegerla de lo que allí se contaba. Pero Calia no perdía palabra, consciente de lo que esas historias significaban para ella y para los suyos.

—Poco después de que se acabara de construir nuestra iglesia —comenzó Apodemio, uno de los ancianos—, el emperador Decio obligó a las gentes a adorar públicamente a sus ídolos, causando un gran dolor entre los cristianos. Sólo si apostataban podían evitar la tortura y la muerte.

—He oído contar —continuó Crátero— cómo las autoridades les iban llamando por su nombre, uno a uno, para que participaran en los sacrificios. Tenían que demostrar ante los presentes que acataban la religión del imperio ofreciendo libaciones a sus dioses, comiendo la carne de las víctimas sacrificadas o quemando incienso ante su altar. Esperaban aterrados a que les llegara el turno, mientras los asistentes se mofaban de ellos y les llamaban cobardes.

—¿Cobardes? ¿Quién no muestra debilidad ante el dolor y la muerte? —se preguntó Maleo.

—Sí. Dolor y muerte... Los tormentos debieron ser horrendos —reflexionó Crátero en voz alta.

—Pero fueron muchos los que renunciaron a Cristo, demasiados —comentó el bueno de Filotas.

—A cambio del documento que certificaba que habían cumplido el rito —puntualizó alguien.

—Sois injustos. —Todas las miradas se centraron en Maleo, pues sus resignados aldeanos no acababan de acostumbrarse a la rebeldía del joven—. ¿Cómo no iban a renunciar los fieles si muchos de los sacerdotes también lo hicieron? ¿No son ellos los que conducen nuestras almas?

—¡Traidores! Apostataron. Profanaron las Sagradas Escrituras. Las entregaron a los prefectos sabiendo lo que iban a hacer con ellas. Permitieron que las quemaran —exclamó su padre, indignado.

—Fue un duro golpe para los cristianos de entonces —volvió a intervenir Crátero.

—¡Eso era justamente lo que quería el imperio! —exclamó el anciano Apodemio, fuera de sí.

—Algunos cristianos ricos incluso llegaron a pagar importantes sumas por el certificado de apostasía. —Su padre parecía cada vez más alterado, tanto que Calia levantó la cabeza de su rodilla e intentó tranquilizarle—. Pagaron por unos años más de vida.

—¿Tú no hubieras hecho lo mismo? ¿Hubieras permitido que te mataran? ¿No te habrías hecho con un libellus? —inquirió Maleo.

—No, Maleo —le rebatió Lampia con firmeza—. Cristo murió por nosotros. No debemos olvidarlo.

—Y algunos de los nuestros siguieron su camino —añadió Crátero, orgulloso de la valentía con la que había hablado su esposa—. Sufrieron graneles padecimientos y martirios. Defendieron nuestra religión hasta el final. No flaquearon.

—El clérigo me contó un día los padecimientos a los que fue sometido uno de nuestros mártires. —Demetrio hablaba sin mirar al resto, mientras trabajaba en la reparación de su arado—. Las autoridades le sometieron a tormentos atroces, sin conseguir que renunciara a nuestra religión. Dios le dio fuerza para soportar con serenidad la amenaza de la hoguera. Tampoco opuso resistencia cuando le cortaron la lengua, él mismo se la ofreció a sus verdugos. Le tuvieron preso en condiciones deplorables hasta que por fin fue quemado vivo y pudo alcanzar el deseado martirio.

En esta ocasión no había lugar a muecas ni entusiasmo. Sólo silencio, y una voz que no podía evitar quebrarse cuando se detenía en el detalle de las torturas, de las atrocidades acontecidas en ciudades y aldeas. El viejo Doroteo asistía tembloroso a esos relatos, sin decir palabra, limitándose a agarrar su cayado con las dos manos, otrora poderosas. Ninguno de los allí presentes podía evitar mirar de reojo, observando la reacción del viejo. Todos se daban cuenta de cómo apretaba el bastón cada vez que el narrador describía los tormentos a los que fueron sometidos los cristianos. Se decía que el anciano había asistido en su juventud a uno de esos sacrificios y que fue entonces cuando se apagó el brillo de sus ojos. Eran sólo rumores, nadie se atrevía a preguntárselo.

Hablaban con horror de lo que había ocurrido en el pasado, ajenos como estaban a la tensa situación que vivían los cristianos de palacio en los últimos días. No podían ni imaginar que algo semejante pudiera volver a ocurrir.

Calia se aseguró de que todas las llamas estuvieran apagadas. Eran muchas, demasiadas. No podía comprender que una iglesia tan pequeña necesitara tal cantidad de lucernas para ser iluminada. Le habían explicado algo sobre la liturgia, y sobre el significado de la luz, pero no acababa de entenderlo. Era cierto que apenas entraba el sol por los diminutos ventanucos, pero bastaría con la mitad. No le extrañaba que, unos meses atrás, se hubiera declarado un incendio en el interior del templo. Había sido su hermano Clito quien dio la voz de alarma.

—¡Fuego, fuego en la iglesia!

—¿Qué voces son ésas? —preguntó el padre.

Hacía poco que había regresado del campo. Parecía cansado, más cansado de lo habitual. Ni siquiera tuvo fuerzas para asomarse a ver qué es lo que estaba ocurriendo. Los gritos volvieron a repetirse, pero su padre seguía sin moverse.

—¡Es Clito! —exclamó Calia al escuchar a su hermano.

El chico irrumpió en la casa con la cara desencajada por el miedo. Al verlo aparecer, Calia dejó de prestar atención a las lentejas que hervían sobre el fuego del hogar. Poco le importaba ahora que se pudieran pegar, pese a que ésa era para ellos la única comida caliente de todo el día.

—¡Corra, padre! ¡Se está quemando! —gritaba el chiquillo.

—¡Clito! ¿Qué estás diciendo? —El padre se levantó de un salto y tomando al pequeño por los hombros empezó a zarandearlo con fuerza—. ¿Qué estás diciendo? ¿Fuego? ¿Dónde?

—En la iglesia. Lo he visto —respondió éste, temeroso de la reacción del padre.

Corrió hacia la iglesia. El cansancio había desaparecido por la tensión. Lo hizo con tanta prisa que apenas tardó un par de minutos en atravesar la aldea. Y para entonces un grupo de hombres ya le estaba esperando. Pronto se les sumaron algunas mujeres con enormes vasijas de barro, de las que utilizaban para recoger agua de la cisterna que había en la parte trasera del humilde templo, muy cerca de la gran higuera donde se solían reunir los vecinos de la aldea.

Una vez solos, Clito corrió hacia los brazos de Calia. Ambos permanecieron inmóviles durante largo rato, pendientes de lo que ocurría en el exterior. Muy de vez en cuando se oían voces pero no sabían qué era lo que estaba pasando.

Estás asustado. —Calia tomó la cara del pequeño entre sus manos y suavemente la atrajo para sí. Estaba pálido pero no lloraba. Nunca lo hacía.

—No me vas a contar nada, ¿verdad?

El niño seguía callado. Tenía siete años, pero parecía no pasar de cinco. Su rostro era grácil y delicado, como de niña. Ella sentía una especial adoración por el chico. Era su hermano pequeño, y tenía que cuidar de él. Siempre había sido un niño retraído, con todos menos con ella. De pequeñito solía esconderse entre las piernas de su madre, tratando de refugiarse en ella siempre que algún vecino se le acercaba, y ahora, de más mayor, seguía siendo el mismo niño tímido y escurridizo.

—Te has vuelto a esconder en la iglesia, ¿verdad? —Calia continuaba acariciando sus rizados cabellos, mientras le interpelaba con voz severa aunque cariñosa—. ¿Cuántas veces te he dicho que no debes jugar ahí? Será mejor que no se lo cuente a padre.

Nadie en la aldea dudaba de lo que había ocurrido. Habían visto una y mil veces a Clito merodear por el pequeño templo, solo. Casi nunca se le veía jugando a las nueces o corriendo por las angostas calles como hacían los otros niños de su edad. Desaparecía de vez en cuando y podían pasar horas sin que nadie lo viera. Pero todos sabían dónde estaba. Por eso, cuando oyeron sus gritos supieron que algo había ocurrido en la iglesia.

La alarma se convirtió en preocupación cuando vieron una gran llamarada asomándose por uno de los ventanucos del templo.

—¡Ha sido sólo uno de los lienzos! —exclamó Crátero, al tiempo que comenzaba a dar órdenes—. Démonos prisa antes de que prendan los demás.

No tardaron en organizarse. Las mujeres se encargaron de ir llenando sus cántaros con el agua de la cisterna, tal y como hacían cada amanecer, para que los más jóvenes corrieran con ellos hasta donde estaba el incendio. Tras unas cuantas idas y venidas lograron sofocar el fuego.

—¡Menos mal que todo ha quedado en un susto! Demos gracias a Dios.

En pocos días los habitantes de Paestro olvidaron el incidente. La aldea volvió a sumirse en su apacible monotonía marcada por el trabajo en el campo. Una monotonía que sólo se rompía en los días de mercado, en los que buena parte de las familias acudían a Nicomedia a vender sus productos. Bueno, a tratar de venderlos. Hacía dos, quizá tres inviernos, que algunos compradores habituales lo eran menos. La vida se estaba poniendo cada vez más difícil.

—Hoy no he vendido ni una cebolla —se quejaba un joven campesino mientras recolocaba el género con cara de hastío.

—No se vende nada —se quejaba otro de los comerciantes, un pescador—. De seguir así no tendremos más remedio que amarrar las barcas y venirnos a Nicomedia a buscar otra ocupación.

Los campesinos y los pescadores de los poblados marineros próximos a la ciudad apenas ganaban para alimentar a su familia y al imperio. Desde la división política realizada por Diocleciano, las provincias de Oriente y Occidente fueron gobernadas por un augusto y un césar, respectivamente, y los romanos habían pasado de tener un único emperador a cuatro. Como resultado, la administración del imperio también se estaba multiplicando, cada vez había más provincias, más cargos, más burócratas... en definitiva, más gasto, que tenía que ser asumido por los contribuyentes.

«Nos ahogan con los impuestos —solían decir—. Es el viejo Diocleciano, y el gordo de Galerio.»

«Todo para que se enriquezcan los nuevos cargos, esos que se gastan nuestros ahorros en los lupanares del centro», murmuraban los más osados. Todos sabían que no debían pasar del susurro al hablar de los emperadores.

Calia acompañaba regularmente a su padre al mercado y estudiaba las continuas quejas de los comerciantes sin demasiado interés. En el fondo se alegraba de que no hubiera tanto ajetreo como hacía años, así podía dejar el puesto durante un rato e irse a recorrer la ciudad. Adoraba el bullicio de sus calles repletas y la sensación de ser una desconocida entre tanta gente. Caminaba sin rumbo, con los ojos bien abiertos, abrumada por las riquezas que escondía la ciudad, las ostentosas mansiones, el imponente palacio imperial, la gran iglesia... La gran iglesia... Era la casa de Dios, igual que lo era la pequeña iglesia de Paestro. Su padre les había enseñado a quererla. ¡Qué feliz destino tenían de poder cuidar de ella! O al menos eso se decía a sí misma. Quizá porque repetía lo que tantas veces había oído decir a los suyos.

El obispo Antimio de Nicomedia hacía tiempo que había hecho recaer tal responsabilidad en su familia. Era cierto que aquel obispado al que se refería el anciano en sus relatos no era el de Nicomedia, pero con el paso del tiempo la iglesia de Paestro pasó a depender de la sede más próxima. El obispo había enviado a uno de sus diáconos a investigar en las aldeas de la llanura. Buscaban una persona bien reputada para que se responsabilizase del cuidado del edificio, puesto que, por muy insignificantes que parecieran, todas las iglesias debían estar, en la medida de lo posible, bajo la autoridad del prelado. A las pocas semanas, el padre de Calia recibió la visita del clérigo. Aquello sucedió cuando ella era muy niña, pero aún lo recordaba.

Era una mañana calurosa como pocas. El sol brillaba en lo alto del cielo y no había una sola sombra donde cobijarse. Su padre invitó al clérigo al interior de la casa para poder hablar con mayor intimidad, protegidos del calor por los muros de adobe. Allí estuvieron durante un largo rato, sentados uno frente a otro.

—¿Qué quería ese hombre? —preguntó su madre, una vez que el diácono se hubo marchado—: ¿Quién era?

—Es un clérigo, un enviado del obispo —respondió su padre sin poder contener su emoción—. A partir de ahora somos los responsables de la iglesia. Debemos cuidarla como si fuera nuestra propia casa. —Y mirando a cada uno de los miembros de su familia les fue explicando las condiciones acordadas con el diácono. Desde aquel caluroso día, su destino quedó unido al de la pequeña iglesia.

Calia se acordaba bien. La alegría de su padre pareció contagiar a toda la familia, a toda la familia menos a su madre, que parecía preocupada, triste. Pudo ver su rostro sacudido por un súbito gesto de dolor, un dolor que parecía venirle de lo más hondo de sus entrañas. Nunca habló de ello con su padre. Ni siquiera cuando ella murió a los pocos meses de aquello, después de una enfermedad que se la llevó sin que pudiera decir adiós.

Calia respiró hondamente y cerró la puerta. Justo en ese instante un golpe de viento sacudió sus cabellos. Hacía uno de esos días ventosos tan frecuentes en la aldea. El prendedor que llevaba en el pelo se le había caído al suelo. Lo recogió con un rápido gesto y decidió no volver a colocárselo. Dejó que el viento la despeinara. Estaba realmente hermosa con su cabello largo y ondulado, cayéndole sobre los hombros. Siempre había tenido dificultad para recogerse el pelo sobre la nuca, tal y como hacían las otras mujeres como queriendo ocultarlo a los ojos de los hombres. Claro que ninguna de ellas era tan seductora. Tenía una mirada profunda, penetrante, que no dejaba traslucir jamás su estado de ánimo, pero que lograba derribar las voluntades. Iba a casarse en la próxima estación, aunque apenas conocía al chico. Tenía quince años, y había comenzado a darse cuenta de que los hombres de la aldea no perdían detalle de sus movimientos. Y tenía la sensación de que también los de los mercados, o al menos eso pensaba cuando acompañaba a su padre a la ciudad y los posibles compradores apenas reparaban en el género. Le empezaba a divertir la idea de que los hombres se fijasen en ella.

Atravesó la polvorienta plaza con una pícara sonrisa todavía en los labios. Estaba anocheciendo y debía darse prisa, aún tenía que ayudar a su padre a preparar la mercancía para el día siguiente. Irían a la ciudad.

«Mañana será un buen día de mercado», pensó mientras observaba el cielo plagado de estrellas.

Un ligero escalofrío le sacudió el cuerpo. Se ciñó el manto sobre los hombros y apresuró el paso.