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Nicomedia, Asia Menor

Corte de Diocleciano, 22 de febrero de 303 d. C.

Había pedido una navaja. Mientras la esperaba se despojó del grueso manto de lana que aún llevaba puesto, lo posó sobre un taburete y volvió a tomar asiento. No había probado bocado desde primera hora de la mañana y comenzaba a tener hambre. Se maldijo a sí mismo por no llevar consigo la pequeña navaja que solía acompañarle. Si la hubiera traído, ya estaría hincándole el diente al pedazo de queso que acababan de servirle. Con el estómago vacío y los codos apoyados sobre la mesa, se entretuvo observando a un grupo de jóvenes zapateros que jugaba una partida de dados, oculto, a los ojos de la ley, en el rincón más oscuro de la taberna. Sin perder detalle, cogió un trozo de pan y comenzó a pasárselo de una mano a otra con un movimiento rítmico, deteniéndose de vez en cuando para picotear la miga reseca. Sentía curiosidad por ver cómo acababa todo. Ninguno de ellos parecía disfrutar del juego. Apenas se dirigían la palabra; bastaba con un tenso intercambio de miradas cada vez que uno de ellos tomaba el cubilete para probar suerte. Era evidente que se estaban jugando algo más que una simple victoria.

Un tipo con aspecto de nubio pasó a su lado rozándole ligeramente. Marcelo, todavía absorto en la partida de dados, se volvió violentamente hacia él. Se trataba de un negro de dimensiones colosales, con el rostro picado por una extraña dolencia y el cuerpo plagado de cicatrices. Marcelo pensó que debía de ser uno de esos gladiadores que habían encontrado un hueco en la sociedad después de duros años de combates. Uno de esos pocos a quienes les había sonreído algún fortunio final. Le siguió con la cabeza mientras lo veía sortear torpemente las mesas en dirección a una de las que aún quedaban libres. Cuando por fin se vio sentado, resopló sonoramente y miró a su alrededor con una pueril sonrisa de triunfo en los labios. Tanto el taburete como la mesa resultaban tan ridículamente pequeños para aquel Hércules negro que a Marcelo le costó contener la risa para no ofender al nubio. A esa clase de tipos era mejor no buscarles las vueltas. Además, no quería problemas. En unas horas debía regresar al acuartelamiento de palacio y no pensaba malgastar el escaso tiempo que le quedaba libre en trifulcas innecesarias. Tampoco iba a quedarse allí sentado toda la tarde esperando a que le atendieran.

Comenzaba a impacientarse. Arrojó el mendrugo de pan sobre la mesa y volvió a pedir la dichosa navaja, esta vez levantando la mano para llamar la atención del chico que servía las mesas.

—Muchacho, ¡una navaja! —exclamó con marcado acento latino.

Parecía inútil. La potente voz de Marcelo se perdía en el ruidoso ajetreo de la clientela, la mayoría artesanos y comerciantes de la zona que desde primera hora de la tarde acudían en tropel a las tabernas para comer algo tras la jornada, pues sólo los más ricos tenían cocina propia. La casa de Minucio era una de las más concurridas del centro debido a la permisibilidad del caupo, que no dudaba en hacer la vista gorda ante cualquier tipo de entretenimiento, pero sobre todo a sus bajos precios, con los que ninguna otra cantina de la ciudad podía competir. Aun así, había quien a la hora de pagar se le quejaba de lo cara que se había puesto la vida desde que el emperador Diocleciano había traído la corte a Nicomedia, hacía más de década y media.

—¿Me has oído, chico? —le inquirió Marcelo en cuanto lo tuvo a mano, tirándole del vestido con evidente nerviosismo—. Necesito una navaja para poder comerme esto.

El muchacho, de tez morena y frente estrecha, miró de reojo a aquel tipo que tiraba con insistencia del borde de su túnica. Sí, lo había oído. A decir verdad, lo había oído en las dos anteriores ocasiones, pero no había tenido tiempo de atenderle. Esa tarde había mucho trabajo en la taberna. Le escuchó por primera vez mientras servía una cara cerveza de Egipto a una pareja de viejos perfumistas que, agazapados sobre una de las mesas de la entrada, intercambiaban fórmulas y confidencias. Volvió a escucharle mientras atendía a un mendigo ciego, habitual de la casa, que, a pesar de su ceguera y de la concurrencia del local, no había necesitado ayuda para hacerse con un taburete vacío donde descansar sus posaderas. En ese preciso momento, se disponía a servir una humeante escudilla de garbanzos aderezados con miel y canela al hombretón del fondo.

—¡Babalat! —La voz de Minucio atronó desde el otro lado del mostrador.

—Sí, amo —contestó el muchacho en tono servil.

—¡Acércate, inútil! Y toma esto.

Babalat retrocedió hasta el mostrador del caupo con la cara desencajada y el plato de comida todavía en las manos. Allí le esperaba Minucio, exhibiendo la navaja con gesto amenazante. El chico se la arrebató tan rápido como pudo y corrió a dársela a Marcelo, dejando un rastro de garbanzos por el camino, lo cual indignó más aún al encargado.

—Qué desastre... Así que estos de Siria son más baratos esta temporada. No valen ni para... —masculló entre dientes el caupo al acordarse del bajo precio que había pagado por él hacía tan sólo un par de semanas—. Aprenderá a golpe de vergajo.

«Podía haber tenido algo más de suerte con el amo —se dijo el muchacho, mientras apretaba los dientes con rabia—. Pero también peor.» Así que no perdió el tiempo en lamentaciones y siguió con su trabajo.

El esclavo no había visto a Marcelo en las dos semanas que llevaba en casa de Minucio, pero sí a muchos como él. Se trataba de un soldado, de eso estaba seguro. Le delataba su aspecto, y no su indumentaria, ya que al quedar libre de servicio había cambiado el incómodo uniforme de oficial por el manto y la túnica, muy similares a los que vestía la población civil, aunque algo más cortos. De haberlo visto antes, habría recordado su nariz rota y ligeramente achatada, que sin embargo no le afeaba lo más mínimo el rostro, bien parecido no por la delicadeza de sus rasgos sino por su aspecto viril y proporcionado.

Los soldados y oficiales acuartelados en palacio durante el invierno, a la espera de que se reanudaran las campañas, eran clientes habituales de las cantinas del centro. Marcelo, en particular, lo era de la de Minucio. Allí solía reunirse con otros tribunos, muchos de ellos antiguos compañeros de las tropas regulares. Ya no era su caso. Hacía unos meses que el prefecto Flacino le había puesto a su servicio, junto con un agente especial de su guardia pretoriana, un tal Zósimo, al que conoció el mismo día en que fue llamado ante el prefecto para saber cuál iba a ser la misión que debía desempeñar en su nuevo destino. Marcelo era originario de la Galia, y allí había servido como soldado y luego como oficial hasta que, junto a otros contingentes, fue destinado a las tropas de Diocleciano. Cuando éste parceló el imperio hubo una serie de cambios, y Marcelo pasó a formar parte del ejército de campaña del emperador.

La misión que debían desempeñar conllevaba una gran responsabilidad. Tenían que proteger a Constantino, el hijo de Constancio, césar de Occidente. Así se lo comunicó el prefecto.

—Zósimo y Marcelo, oídme bien. —Y acercándose más de lo debido a los dos oficiales, tanto que los dos pudieron percibir su aliento, les susurró—: Responderéis con vuestra vida si a él le ocurriera algo.

Dicho esto, los miro fijamente. Clavó sus ojos negros y arrugó su curvada nariz, en una suerte de mueca que con el tiempo les resultaría familiar, pero que en ese momento hizo pensar a Marcelo que se hallaba ante un pájaro de mal agüero.

—Sí, prefecto —se adelantó a responder Zósimo, pues a su compañero no le salían las palabras—. A sus órdenes, prefecto.

—No bajaremos la guardia en ningún momento, prefecto —añadió Marcelo, algo impresionado.

—Que así sea. Podéis marcharos... ¡Ah! Una cosa más. —Hizo una pausa y, esbozando una leve sonrisa, musitó—: Seréis mis ojos para todos sus movimientos.

Marcelo se fijó por primera vez en la cuidada dentadura del prefecto, propia de un altísimo cargo de palacio.

Flacino era el prefecto del pretorio, la mano derecha de Diocleciano en esos instantes y uno de los hombres más importantes del imperio. De él se contaban cosas terribles. Se decía que, en una de sus últimas campañas militares contra los bárbaros, había ordenado la matanza de centenares de niños inocentes, cuyos padres habían entregado las armas a Roma a cambio de sus vidas. Su palabra valía poco y sus favores se los cobraba caros. Entre la servidumbre y la guardia de palacio se rumoreaba que el prefecto utilizaba su enorme poder para disfrutar de las agradecidas esposas de los senadores, cuando éstos, conscientes o no de las consecuencias, se hacían acompañar por ellas en sus visitas matinales al palacio de Diocleciano, buscando un favor especial.

—No os inquietéis —les decía, llevándose a las mujeres del brazo—. Vuestro pedigüeño esposo obtendrá lo que ha venido a buscar. Deberíais mostraros agradecidas.

Pese a su crueldad, él se jactaba de no haber abusado nunca de una mujer. Su enorme poder las atraía. Eran ellas quienes, más o menos forzadas por la situación, mostraban su agradecimiento hacia el prefecto, mientras sus esposos hacían la vista gorda ante el deshonroso incidente para no despertar la ira del prefecto. En la corte todos le temían y le obedecían. Su proverbial ambición le hacía ser implacable con sus subalternos, y tanto Marcelo como Zósimo lo sabían. Así que cuando el prefecto por fin les dejó marchar, ambos tragaron saliva y estiraron sus cuerpos en señal de lealtad.

Habría que cuidar bien a ese Constantino.

Ahora, pasados unos meses, Marcelo seguía sin comprender la necesidad de que el hijo del césar Constancio contara con una protección especial dentro de palacio. Constantino, que tendría unos veinticinco años —y, por tanto, cuatro o cinco más que él—, había servido como tribuno de primer orden para Diocleciano, y, desde entonces, formaba parte de la comitiva del emperador. Contaba con una enorme experiencia a sus espaldas, pues se había criado en los campos de batalla acompañando a su padre, y luego al césar Galerio, en cuya corte había continuado su formación militar. No sólo gozaba de la protección de los emperadores sino que, además, debido a su carácter cercano, era valorado y querido por los demás soldados de la guarnición. Marcelo no veía ningún motivo para tener que acompañarle a todas partes y estar montando guardia, día y noche, junto a su puerta.

Últimamente, Constantino permanecía encerrado en sus dependencias de palacio la mayor parte del tiempo, así que la protección no era muy difícil. Bastaba con custodiar los accesos a las habitaciones y vigilar que no entrara nadie ajeno a su servicio. El y Zósimo se turnaban para no dejarle ni un solo momento sin protección.

Marcelo no era más que un soldado curtido en los campos de batalla y no estaba acostumbrado a la tediosa vida de palacio. Era un militar y necesitaba acción. ¡Cuánto echaba de menos la crudeza del campo de batalla... los bosques de la Galia, las montañas del Ilírico... los lugares en los que había servido! Llevaba ya un tiempo en Oriente y no acababa de acostumbrarse al acuartelamiento en palacio, y menos aún a pasarse el día sin apenas moverse, controlando el acceso de los departamentos de Constantino. Ni siquiera mantenía una buena relación con Zósimo, su nuevo compañero, pues detestaba a los griegos. Despreciaba su desmesurado amor por el lujo y las bajas pasiones, su femenina molicie, sus zalemas y su arrogante comportamiento. No se fiaba de ellos.

La cantina de Minucio era uno de los pocos lugares de Nicomedia donde Marcelo se sentía cómodo. Hincó la navaja y comenzó a comer el queso con avidez, sin hacer ascos al fuerte tufo que desprendía, y acompañando cada bocado con un buen pedazo de pan. De vez en cuando mojaba su garganta con un trago de vino de ínfima calidad. La casa de Minucio era uno de los cuchitriles más lúgubres, húmedos y hediondos de la ciudad; justo lo que necesitaba Marcelo para huir de su cómoda monotonía. Siempre que le permitían salir del recinto palaciego acudía allí, con la esperanza de abandonarse a los placeres de Baco y de encontrarse a alguno de sus antiguos colegas. Y así fue, como de costumbre.

Un soldado de mediana edad y aspecto extranjero asomaba en ese momento por la puerta de la cantina. Tenía un aire indudablemente militar, y su atuendo de calle era casi idéntico al de Marcelo, aunque más descuidado, a juzgar por los numerosos remiendos de su túnica. Echó mano al cinturón y penetró en el local dando un rápido vistazo a su alrededor.

—¡Quinto! —le gritó Marcelo al tiempo que cambiaba su manto de sitio, dejándolo sobre un extremo de la mesa.

El recién llegado movió su cabeza de arriba abajo, como queriendo decir que ya lo había visto.

—¡Salve, Marcelo!

—Ven y siéntate —le invitó, alzando con ambas manos el taburete que acababa de dejar libre.

A Quinto no le fue fácil llegar hasta él.

—Imaginé que estabas aquí —dijo con tono entrecortado mientras se acomodaba—. Me dijeron que tenías unas horas libres y he venido a verte. Tengo algo que contarte.

—Calla, calla. Bebe y luego hablamos. —Tomó la jarra y le sirvió lo que quedaba de vino en su misma taza—. Prueba esto. Lo acaban de traer de Italia, no hay palabras.

Quinto alzó la taza y se la bebió de un golpe, derramando un poco de vino por su protuberante barbilla. Esta, como la de Marcelo, estaba cubierta por una cortísima barba. Se limpió con el antebrazo.

—¡Esto es infame! —exclamó soltando la taza con desgana.

—Ya lo decía yo —asintió Marcelo con una sonora carcajada—. No hace falta ser el mejor catador del imperio para descubrir cuál es el secreto de Minucio y de sus buenos precios. Chico, sírvenos a mí y a mi amigo algo que merezca la pena beber. Hoy traigo una fortuna en el saco.

Marcelo se arrepintió al instante de su fanfarronería, temiendo haber despertado la codicia de alguno de sus vecinos de mesa. Sin saber muy bien por qué, miró por el rabillo del ojo al nubio con pinta de gladiador retirado que se había sentado tras él y comprobó cómo éste se ponía repentinamente tenso.

Dos días antes, había recibido una generosa paga. No la habitual, que procedía del departamento imperial, sino una paga extraordinaria de parte de Constantino, al que debía proteger. ¿O más bien vigilar? No acababa de comprenderlo. Ni siquiera el más necio de los hombres pagaría para que le vigilasen... El caso era que tenía más dinero del que había visto en mucho tiempo, y esa tarde pensaba gastar un buen pellizco.

Marcelo dio una palmada en el hombro de su amigo, dejando que su mano reposara en él durante unos segundos.

—Cuenta, cuenta... ¿Cómo están las cosas en la guarnición? —preguntó—. Ya sabes que no hago otra cosa que montar guardia frente a la puerta de Constantino. Bueno, y perseguirle como un perrito cada vez que decide salir de sus aposentos.

Claro que lo sabía. El nuevo destino de Marcelo estaba siendo la comidilla del cuerpo de oficiales.

—Apenas hablo con nadie —prosiguió éste—. Así que, por mucho que me pase los días en los apartamentos imperiales, me cuesta enterarme de las novedades.

—Todo está como lo dejaste. A ver si acaba este maldito invierno y el emperador decide movilizarnos en una nueva campaña contra los persas. El tedio va a acabar con todos nosotros.

—Pero el frente contra los persas está controlado después de las últimas victorias de Galerio —apuntó Marcelo—. Dicen que el césar obtuvo una paz muy ventajosa.

—Estoy seguro de que entraremos en combate —respondió Quinto y, tomando un buen pedazo de pan, añadió—: Ninguno imaginábamos lo dura que iba a ser la guerra contra Persia. Se firmó la paz, pero no durará demasiado. Al menos las últimas victorias levantaron la moral de los soldados... Llevaban demasiadas derrotas a sus espaldas.

—Y según cuentan, también se la levantaron al césar Galerio —replicó Marcelo con sorna.

—Ya, ya... —asintió Quinto—. Al parecer, el triunfo se le ha subido a la cabeza. Dicen que desde que ha llegado a la corte no hace otra cosa que comer y abandonarse a otros placeres menos confesables, ofendiendo con su escandaloso comportamiento al augusto Diocleciano y a la emperatriz Valeria.

—He oído decir que tiene aterrorizado al viejo —añadió Marcelo en voz baja.

—Mis superiores dicen que el augusto ha entrado en una especie de letargo senil. Y esperemos que dure mucho tiempo, porque su muerte nos conducirá a nuevas luchas por el poder. —Para Quinto, la lealtad al emperador y a Roma era lo primero.

Diocleciano había logrado reconstruir el imperio tras años de anarquía y de continuas luchas intestinas. Consciente de la imposibilidad de manejar a solas el vasto territorio de Roma —y de que la amenaza bárbara era demasiado grande para que un único emperador pudiera controlar las fronteras—, emprendió una serie de reformas políticas que dejarían el gobierno repartido entre dos emperadores, a los que se asociaban dos césares. El se quedó como augusto de la parte Oriental, asociando a Galerio como césar; para la parte Occidental, nombró a su lugarteniente Maximiano como augusto, quedando Constancio como césar de éste. Con sus reformas, el imperio pudo disfrutar de unos años de estabilidad. Por eso, Quinto deseaba que el augusto Diocleciano se mantuviera en el poder el mayor tiempo posible.

—Pues yo no lo tengo tan claro... —Marcelo no pudo evitar sincerarse con su antiguo compañero—. Quizás un cambio en el gobierno me devuelva a la Galia, o me lleve a África, las Hispanias, o incluso a Germania. Allí hay bárbaros, y estamos en guerra con bastantes de ellos. —Y pasándose la mano por el pelo recién cortado al estilo militar, añadió—: Quinto, esto es insoportable. Ni tú ni yo somos como esos griegos melifluos que pierden el trasero por contentar a los emperadores y a sus altos cargos. Somos diferentes.

—No te quejes —rió Quinto—. Vives como un cortesano.

—De eso, precisamente, me quejo. Proteger a ese tipo es un retiro dorado, pero un retiro al fin y al cabo. Se limita a estudiar los libros de su biblioteca y consultar un sinfín de mapas que hace traer de distintas partes del imperio. No sé lo que pretende con tanto estudio, pero lo cierto es que apenas salimos del complejo palacial. Menos mal que tengo este tugurio y a las meretrices de Plotina... Había pensado hacerles una visita.

Los dos amigos se quedaron pensativos. Apuraron de un solo trago el vino que les quedaba, volvieron a pedir otra jarra y reanudaron su conversación, ajenos a las indiscretas miradas del caupo, quien, parapetado en su mostrador, no les quitaba el ojo de encima. De vez en cuando se hurgaba la oreja con el dedo, como queriendo despejarla, intentando seguir la conversación de aquellos dos soldados que, para desesperación suya, hablaban en su lengua natal, el latín. Minucio sabía por experiencia que en Nicomedia la información era una mercancía muy cotizada, con la que uno podía ganar mucho dinero.

Antes de que el sirviente regresara a sus dominios para rellenar la jarra de los soldados, Minucio ya se había adentrado en la oscura bodega que había tras el mostrador de ladrillo, donde se almacenaban ánforas y odres repletos de vino. Trataba de localizar algo especial para el oficial y su amigo, algo que les desinhibiera y desatara sus ganas de conversar. Allí guardaba vinos y licores procedentes de distintas partes del imperio, ordenados por su calidad y meticulosamente identificados con pequeñas placas de cerámica. De una esquina del almacén nacía una estrecha escalerilla de madera y piedra por la que era complicado subir. Pero Minucio, pese a sus desmesuradas carnes, lo hacía al menos dos veces al día. En ese sobradillo tenía su cubículo. Y en no pocas ocasiones, conseguía que alguna meretriz barata accediera a visitar tan palaciega estancia para prestar sus servicios a cambio de unas cuantas tazas de vino. Entonces los gemidos se escuchaban desde abajo, para solaz de la divertida clientela, que jaleaba y animaba a su anfitrión a que terminara cuanto antes la tarea.

—El ambiente de palacio se ha enrarecido, Marcelo. —La voz de Quinto sonó grave y quebradiza—. Han detenido a varios cristianos entre los servidores imperiales, y los que quedan no están a salvo. El asunto no ha trascendido, pero esto no es más que el principio. Créeme, el imperio volverá a teñirse con la sangre de los cristianos.

Marcelo le escuchaba con la taza en la mano.

—Ya sabes que mi abuelo fue oficial en la época de Decio y Valeriano. Murió recordando los horrores que le tocó ver en la anterior persecución. No me gustaría que nosotros tuviéramos que vivir lo mismo.

—Hablas como una mujer. No nos vendrá mal algo de jaleo. Aunque preferiría enfrentarme a los persas que a esos cristianos. —Marcelo estiró las piernas. Llevaba demasiado tiempo sentado y sus músculos empezaban a entumecerse.

—No sabes lo que dices. ¿Quieres ir a detener a mujeres, viejos y niños? ¿Quieres manejar la máquina de tortura? ¿O calentar los garfios al fuego para arrancarles la piel?

—No te pongas así, Quinto. Los cristianos son enemigos de nuestros dioses y de Roma. Mejor eliminarlos antes de que nos den problemas.

Quinto se levantó de la mesa con un sentimiento agridulce. Su amigo no había entendido la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Recogieron sus mantos y, tras pagar lo que debían, salieron juntos con la intención de dirigirse al burdel de Plotina. Estaba atardeciendo y empezaba a refrescar. Los dos sentían el efecto del vino y agradecieron que una repentina ráfaga de viento les golpease la cara. Sin hablar, comenzaron a ascender por las empinadas callejuelas que conducían a su destino, sin perder en ningún momento de vista el gran palacio de Diocleciano, visible desde cualquier punto de la ciudad. Tanto Marcelo como Quinto pensaban en lo que podía estar ocurriendo dentro de sus muros. A buen seguro, Constantino seguiría a salvo en su biblioteca, estudiando uno de aquellos mapas, mientras se extendía la amenaza sobre aquellos cristianos que aún no habían sido detenidos.

Embebidos en sus propias preocupaciones, tardaron en reaccionar. Un tumulto de gente descendía por la angosta callejuela, abriéndose paso entre los sorprendidos viandantes.

—¡¡Apartad, apartad!! —gritó alguien.

Marcelo pegó su cuerpo contra la pared de un edificio de viviendas. Con un brusco movimiento agarró a su amigo y lo atrajo para sí con la intención de apartarlo del medio de la vía. No tardaron en escuchar un ruido familiar de pisadas, el de las sandalias claveteadas de los soldados al golpear el suelo. Un ruido que retumbaba contra los elevados edificios que flanqueaban la angosta callejuela, y que resultaba ensordecedor cuando se mezclaba con el metálico choque de las armaduras y el griterío de la azorada muchedumbre.

—¡Cohorte va! ¡Cohorte va!

Apoyados contra la pared, vieron pasar a decenas de soldados con traje de combate que se dirigía a toda prisa a alguna parte de la ciudad. A pesar de la rápida marcha, pudieron reconocer a alguno de los hombres.

—¡Por Minerva! ¿Qué está ocurriendo? ¿Adonde van? —inquirió Quinto con preocupación.

—Se dirigen a palacio. —La cohorte comenzaba a perderse de vista—. No sé qué puede estar sucediendo allí. Al final vas a tener razón: se está cociendo algo gordo. Será mejor que dejemos la visita a Plotina para otro momento. Vamos.