Emérita, las Hispanias, 298 d. C.
La niña oyó la suave voz de su nodriza en la habitación contigua. Hacía ya un rato que estaba despierta, pero se estaba tan a gusto en la cama que había preferido no llamarla y quedarse allí, calentita bajo las mantas. Abrió perezosamente los ojos y vio, una mañana más, cómo decenas de pájaros volaban sobre el delicioso jardín de flores y árboles frutales que decoraba las paredes de su cubículo. Justo en ese momento entraba el ama con la jofaina de agua limpia en las manos. Era hora de levantarse. Se sentó en el borde del colchón y saltó sobre el pequeño escabel que le permitía bajar y subir del lecho sin dificultad. Al tocar el agua, se quejó de que estaba demasiado fría pero, ante la insistencia de su nodriza, no tuvo más remedio que asearse. Rápidamente se lavó las manos y la cara, se frotó los dientes con agua de savia, se sonó los mocos y se dejó peinar. Todavía descalza y en camisa de dormir, corrió por la larga galería que conducía a las dependencias de su padre, haciendo caso omiso a los gritos de enfado de su nodriza, que apenas podía seguirla. Llamó a la puerta, esperó, y al no obtener respuesta salió en busca de su madre para darle los buenos días. La encontró sentada en la silla de su habitación, todavía sin arreglar.
—Eulalia, entra. Siéntate aquí conmigo. —Y, cogiendo a su hija, la sentó sobre sus rodillas—. ¿Cómo está mi pequeña esta mañana?
—Bien, mamá —respondió la niña distraídamente, mientras jugueteaba con un mechón de pelo rojizo que caía sobre los hombros de la madre—. ¿Dónde está mi padre?
Rutilia sabía bien que Eulalia sentía adoración por su esposo.
—Se levantó al alba para vestirse la toga y salió temprano de casa.
La niña sonrió. Para ella, era todo un acontecimiento que su padre vistiera la toga. Por mucho que éste se quejara de lo complicado que resultaba ponérsela; tanto que necesitaba la destreza de uno de sus esclavos para poder colocar los dichosos pliegues en su sitio. Acostumbraba a vestir prendas más cómodas, pues, incluso para un ciudadano notable, aquel tradicional atuendo estaba prácticamente en desuso, quedando relegado a algún evento importante de la vida pública. Y ése lo era. El vicario de las Hispanias iba a comparecer en audiencia pública ante los ciudadanos de Emérita. Se trataba de un altísimo cargo de reciente creación que dependía del propio augusto Maximiano, y bajo cuya jurisdicción quedaban los gobernadores provinciales. Al establecer allí su sede, la ciudad pasó a convertirse en un centro administrativo, jurídico y burocrático de primera magnitud.
—¡Eulalia! —La nodriza irrumpió en la habitación acaloradamente—. Disculpad, señora. La niña ha salido corriendo y no he podido alcanzarla. —Se dirigió a la cría para regañarla—. Con el frío que hace, ¡vas a caer enferma! Ve a vestirte y a tomar el desayuno. —Y, dejando que se despidiera de la madre, desapareció por el corredor.
Después de un rico desayuno compuesto por pan, queso e higos, Eulalia salió de casa acompañada de su inseparable nodriza y del viejo Lucio, el esclavo más anciano de la casa, y el más querido por todos. Estaba contenta: como cada mañana le esperaba su preceptor en el otro extremo de la ciudad. Miraba a su alrededor con entusiasmo, como si aquél lucra el primer día que caminaba con el ama y Lucio por las calles de Emérita. Habían hecho ese mismo recorrido cientos de veces, y todavía seguía parándose cada poco ante algo. Cualquier cosa llamaba su atención. Ese día se detuvo a escasos pasos de su casa, justo cuando pasaban ante la puerta principal del anfiteatro.
—Lucio, mira lo que pone en ese cartel. Hay juegos.
El anciano se acercó con avidez, pues a sus años los combates en la arena eran una de las pocas alegrías que le quedaban. Escuchó muy atento lo que la niña leía, pues él no sabía hacerlo. Se anunciaba un evento para los tres días posteriores a los idus de marzo:
—«... los ediles y la curia harán combatir a veinte parejas de gladiadores en Augusta Emérita, en honor a Aurelio Agricolano, vicario de las Hispanias. Habrá cacería de fieras».
—Vamos, Eulalia... —La nodriza le tiró de un brazo para que iniciara el paso. No quería que el entusiasmo del anciano se contagiara a la niña, máxime conociendo el profundo rechazo que ese tipo de espectáculos provocaba en sus señores.
Reemprendieron el camino sin más incidentes, y al poco llegaron al centro de la ciudad. A esas horas de la mañana siempre había una gran actividad en las inmediaciones del foro municipal. Las calles más céntricas eran un continuo ir y venir de carros, sillas y literas, entre los que se abrían paso una variada multitud de mercaderes, artesanos, esclavos, libertos, funcionarios, ciudadanos y mendigos. Dejaron a un lado las abarrotadas calles que rodeaban el mercado y se adentraron en el amplio recinto del foro municipal, donde por fin parecía reinar una cierta calma. La niebla se había disipado y el sol del invierno brillaba con fuerza sobre las enormes losas de granito del suelo, iluminando el magnífico conjunto de edificios administrativos y religiosos que componían el foro. Eulalia no tardó en localizar el inmueble que albergaba la asamblea de notables, donde en esos momentos era probable que estuviera su padre. La puerta estaba abierta, pero la niña tenía prohibido cruzarla. De repente echó a correr, perdiéndose entre la gente. Había divisado un corro de niños en un rincón del pórtico de columnas que rodeaba la plaza. Estaban jugando.
—¿Quién gana? —La pequeña se había hecho un hueco entre los niños y observaba el juego como lo hacían los demás, agachada y con las dos manos apoyadas en sus rodillas. Preguntó a uno de ellos—: ¿Es tuyo el carro azul?
El chico, vestido con una humilde túnica muy corta y alpargatas, asintió con la cabeza sin levantar la mirada del suelo.
Con ayuda de unas piedras y un par de palos habían construido un circo provisional, en cuya arena competían cuatro parejas de ratones enganchados por el lomo a un carrito de madera. Los dos roedores que debían tirar del carrito azul estaban tan asustados que ni siquiera se movían del sitio, temblando y olisqueando a su alrededor. Mientras tanto, el resto de los diminutos aurigas, probablemente más acostumbrados a participar en ese popular juego infantil, se esforzaban en avanzar por el circuito rodeando un delgado palo que hacía las veces de espina.
—¡Vamos! ¡Vamos! —animaban una y otra vez los partidarios del carro verde, pues a cada pareja de ratones le correspondía un color de carro y una facción del público.
—No os acerquéis tanto. Así no querrán correr —les advirtió el dueño, un zagal lo suficientemente crecido como para tener que estar en la escuela.
—¡Vamos! —Los asustados roedores del carro azul seguían sin moverse, mientras su propietario les miraba con desesperación.
Eulalia le puso la mano en el hombro, dándole ánimos.
—¡Vamos...! —insistió ella.
Las otras dos parejas de ratones tampoco suponían demasiada competencia para el auriga verde. Apenas andaban y cuando lo hacían sufrían aparatosos accidentes, provocando las pueriles risotadas del público.
—Venga, ya casi habéis llegado. —El muchacho, que se sabía ganador, se levantó de un salto para celebrar su inminente triunfo.
Fue entonces cuando el niño del carro azul metió la mano en la arena del circo y recogió a sus dos ratones. Los libró de su pesada carga, y, cogiendo uno en cada mano, los lanzó contra la pared con tanta fuerza que uno de ellos quedó reventado del golpe. El otro salió corriendo entre los pies de los chavales.
Eulalia asistía al juego fascinada, ajena a la preocupación del ama y de su acompañante. Habían estado buscando a la niña por todo el foro, hasta que por fin la encontraron rodeada de plebeyos.
—Allí está, entre la chiquillería. —Fue Lucio el primero que reconoció su capa de color verde, más colorida y rica que las túnicas de los otros.
—Esta niña necesita un escarmiento —suspiró el ama, enfadada.
—Si es posible, que lo tenga antes de que lo recibamos nosotros —replicó el anciano con socarronería ante el enfado de la mujer.
—Quiere verlo y saberlo todo... Nunca piensa en las consecuencias. —Y mirando a su interlocutor, añadió—: Es demasiado impulsiva. Algún día tendremos problemas.
—Actúa así por su inocencia. No conoce lo bastante de la vida como para temerla. —Hablaba con bondad, sin el resquemor propio de quien ha tenido que aprender a golpes de vergajo lo dura que puede llegar a ser la existencia—. Seamos benévolos con ella, no es más que una cría.
—Lo sé, Lucio. Pero tengo miedo de que le pase algo. —Volvió a fijar sus ojos en los del esclavo—. Fui yo quien la amamantó. Quien le enseñó a dar sus primeros pasos y a hablar. He compartido sus juegos. Y no me he separado de ella ni un solo día de su vida. Eulalia es mi pequeña, la he criado yo.
De pronto, la niña se le acercó corriendo. El juego de los ratones ya estaba decidido y había dejado de interesarle. El ama parecía disgustada. Sin esperarlo, recibió una dura reprimenda que soportó cabizbaja, apenada por haber enfadado a la nodriza. No volvería a repetirse.
La llamada de uno de sus amigos le hizo sonreír de nuevo.
—¡Eulalia! ¡Eulalia!
La niña se vio rodeada por sus antiguos compañeros. Ya habían acabado las clases en la escuela infantil del foro donde se formaban los hijos de la aristocracia local. Al igual que Eulalia, ellos también iban acompañados de un esclavo que cargaba servilmente con el material escolar.
—¿Por qué ya no vienes a la escuela? —le preguntó uno de ellos.
Eulalia no supo qué contestar. Se limitó a bajar la mirada.
El maestro Severo no apartaba los ojos de ella. Apenas podía disimular el profundo resquemor que le había producido el abandono de la alumna.
—¿Es que ya lo sabes todo? —le inquirió en tono burlón el hijo del notable Pulcro, uno de los más destacados miembros de la curia—. Mi padre dice que has abandonado la escuela porque eres cristiana y, como los tuyos, detestas las costumbres de los antepasados.
Al chico no le faltaba razón. Eulalia era cristiana, como lo era su familia, y ése era el motivo por el cual había dejado de asistir a las clases de Severo. Julio, su padre, lo había decidido tras la insistencia del obispo Liberio de nombrar a un preceptor para su hija, y lo había hecho aun a sabiendas de que aquello iba a despertar el rechazo de los miembros de la curia. En adelante, la educación de la niña quedaría confiada a un presbítero llamado Celso, un hombre extremadamente culto y amigo personal del propio obispo.
Liberio y Celso se habían conocido en la infancia, aunque éste, que rozaba la treintena, era algo más joven que aquél. Los dos procedían de Córduba, donde pasaron sus primeros años, compartiendo juegos e inquietudes, inmersos en un apacible ambiente de comunión cristiana, pues ambos provenían de familias creyentes y adineradas. Poco después de que Liberio fuese ordenado sacerdote, Celso abandonó la ciudad y viajó hasta Alejandría, atraído por la fama de su escuela cristiana. Allí encontró lo que buscaba, además de su ordenación sacerdotal. Pudo acceder a los textos de dos de los grandes intelectuales cristianos, Clemente de Alejandría y Orígenes, muertos desde hacía tiempo, y por quienes sentía una gran admiración. Después de mucho estudiar, había llegado a comprender el sentido de sus obras.
Estando todavía en Oriente recibió la noticia de que Liberio, su amigo, había sido consagrado obispo de Emérita. Era una de las mejores noticias que podía recibir. Estaba convencido de que no había mejor candidato para ocupar la sede de la que por entonces era una de las principales comunidades cristianas de las Hispanias. Liberio reunía todas las virtudes propias de su cargo: era culto, bien educado, sensato, moderado, indulgente y su intachable conducta estaba más que probada. Así que, cuando recibió la carta del obispo pidiéndole que regresara a las Hispanias para formar parte de su comunidad, no lo pensó demasiado.
A los pocos meses, después de una breve etapa como diácono, Celso fue nombrado presbítero por Liberio. Sería su hombre de confianza en el obispado, su asistente personal, por encima del resto del clero e incluso de algún presbítero más antiguo. El resto de clérigos tenían familia y negocios que atender, así que no contaban con la misma libertad que el nuevo presbítero para acompañar al obispo cuando fuera necesario. Viviría con él y con su familia. Liberio estaba casado desde su juventud, mucho antes de consagrarse como sacerdote, con una acaudalada joven cordubesa con quien había tenido tres hijos varones, aunque uno de ellos, el primogénito, no llegó a cumplir el año. Su esposa ya no le daría más descendencia. Era demasiado vieja, y Liberio hacía mucho tiempo que no yacía con ella. De hecho, junto a otros prelados hispanos, se había postulado como uno de los principales defensores de la abstención en el matrimonio entre los clérigos. Y de recomendarla a los fieles. Con su convincente elocuencia, él y su inseparable asistente habían convencido a las hijas de dos importantes damas de la ciudad para que abandonasen sus deberes conyugales y se convirtieran en vírgenes consagradas al servicio de la Iglesia.
De repente, un armonioso revuelo de togas blancas atrajo la atención de la niña, haciendo que sus enormes ojos color avellana recorrieran la plaza en busca de su padre. Lo buscaba entre decenas de ciudadanos togados. Magistrados, funcionarios y curiales, miembros de la aristocracia local, esperaban, solemnes, a que tuviera lugar el acontecimiento que les había reunido: la audiencia pública del vicario.
—Vámonos de aquí. ¿Qué crees que pensará tu padre si te ve a estas horas en el foro? Hace un buen rato que tendríamos que estar en casa del obispo.
Las palabras de la nodriza le hicieron entrar en razón; mejor sería marcharse de ahí cuanto antes.
«Uno, dos, tres, cuatro...» La niña iba contando mentalmente los pasos que daba, jugando a un recurrente juego que la mantuvo entretenida el resto del trayecto. Si pisaba alguna de las juntas que había entre las losas de granito, empezaba de nuevo: «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...»
Llegaron a una calle de muros encalados y tejados rojos. Estaban en una zona tranquila, bastante alejada del centro, en la que apenas podía escucharse el piar de algún pájaro o la voz de algún vecino. Se detuvieron ante una de las domus que se sucedían, idénticas unas a otras, a uno y otro lado, y llamaron a la puerta. Fue Lucio quien lo hizo, golpeando tres veces con el puño cerrado. Después de un rato esperando, oyeron que alguien se acercaba con paso lento y manipulaba la pesada cerradura de hierro. Por fin, el chirrido de la puerta al girar sobre los goznes anunció que la casa estaba abierta. Tras ella apareció Félix, uno de los diáconos que formaban parte de la comunidad. Vestía una gruesa túnica de color pardo, demasiado ancha para su escuálido cuerpo.
—Ave, Félix. —Lucio empujó suavemente a Eulalia por la nuca para animarla a que cruzase el umbral. Él y la nodriza la siguieron. Ante sus ojos apareció un soleado atrio en el que había plantado un olivo.
—Avisaré a Celso. Os estaba esperando. —Félix hizo un gesto como tratando de recordar algo, y luego asintió varias veces con la cabeza—. Es verdad, es verdad... Creo que se encuentra junto al venerable Liberio.
Las palabras de Félix provocaron una insólita reacción en la niña, que rara vez se mostraba cohibida o impresionada. Empezó a ponerse nerviosa. Para ella, el obispo era el ser más importante de cuantos existían en la Tierra, más que el emperador Maximiano. Desde muy pequeña, había oído hablar de él con un respeto que lindaba con la veneración y, al cabo de los años, su poderosa imaginación infantil lo había convertido en un ser casi mágico. Dios le había dado el poder de transformar el vino y el pan en la sangre y carne de Cristo. Lo hacía cada domingo en la iglesia a la que ella acudía con su familia para celebrar, con el resto de fieles, los misterios de la Eucaristía. Ahora que tomaba clases con su preceptor, lo encontraba con frecuencia vestido con una simple túnica —tan distinta de la fabulosa indumentaria que exhibía para el culto—, y el obispo siempre se mostraba cercano, incluso cariñoso. Pero aun así seguía impresionándole.
—¡Buenos días! No has madrugado demasiado esta mañana, ¿verdad? —saludó Celso, asomándose por una de las puertas que rodeaban el atrio. Su voz sonó tan jovial como de costumbre.
—Buenos días, preceptor —respondió la niña, algo arrepentida.
—Ven, acércate. Mira en lo que vamos a trabajar hoy. Seguro que Severo todavía no se lo ha dejado leer a tus amigos.
Antes de que la niña pudiera ver de qué se trataba, Celso lo escondió detrás de su espalda, tratando de despertar la curiosidad en ella, como hacía siempre que se le presentaba la ocasión. Pues estaba convencido de que sólo las personas que sienten curiosidad por cuanto les rodea son capaces de alcanzar el verdadero conocimiento. Como era de esperar, Eulalia no se resistió y se abalanzó hacia el presbítero para descubrir de qué se trataba.
La nodriza y Lucio contemplaban la escena desde un rincón del atrio. El ama parecía preocupada ante la escasa severidad del presbítero, al que en cierto modo culpaba del díscolo comportamiento de Eulalia. El esclavo, en cambio, sonreía encantado al ver la entrañable relación de la niña con su preceptor. Estaba seguro de que éste sabría cómo llevarla por el camino correcto.
—La Eneida —leyó la pequeña con voz triunfante, tras haberle arrebatado entre risas el libro a su preceptor.
En efecto, se trataba de un fragmento de la Eneida, una copia que el presbítero había tomado prestada de la nutrida biblioteca de Julio, el padre de la niña, con quien había entablado una buena amistad. Celso quería que Eulalia adquiriera una buena formación clásica, al tiempo que estudiaba las Sagradas Escrituras y se preparaba, como cualquier otra niña cristiana, para la salvación por la fe de Cristo.
—Se me olvidaba... Toma, pequeña. Aquí tienes tu estilo, tu tablilla y tu regla —dijo el esclavo antes de despedirse.
—No te molestes, Lucio. No los necesitaremos. Puedes llevártelos contigo —sugirió Celso con amabilidad antes de despedir a los dos sirvientes.
»Entra, Eulalia. —Y, tomando a su discípula de la mano, le anunció—: Ya es hora de ponernos a estudiar. Virgilio nos espera.