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Capítulo 72

Este lado y el otro lado

PRIMAVERA de 1172. Murcia

Mardánish abrió los ojos y todo apareció claro. Reconoció el techo de la estancia en la que tantas veces había disfrutado de su amor. No recordaba cuándo había sido la última vez que había mirado así, con los ojos de su cuerpo. O sí. La recordaba a ella, venida desde las sombras. Zobeyda había acudido a visitarle una última vez. Eso era. Quizás había vuelto desde sus pesadillas para arreglar ese pequeño asunto.

Giró la cabeza y vio a Hilal. Su heredero dormitaba sobre un escabel y con la espalda apoyada en la pared. No había nadie más. ¿Solo el príncipe velaba la postración del rey?

—Estaba soñando.

El príncipe andalusí se sobresaltó y escapó del duermevela. Entornó los ojos y se levantó del escabel.

—¿Cómo dices, padre?

—Soñaba que vivíamos en un lugar maravilloso. —La voz de Mardánish sonaba serena, como si hasta la misma enfermedad hubiera sido una simple pesadilla—. Un país lleno de riquezas, donde todo el mundo era feliz. No había preocupaciones, y dedicábamos el tiempo a disfrutar de la vida.

—Ah, ya. —Hilal pareció decepcionado. Se dejó caer de nuevo en el escabel y se desperezó.

—Pero todo se estropeó. Estábamos tan contentos con nuestro propio bienestar, que no vimos llegar la oscuridad. ¿Te lo imaginas?

—Me hago una idea.

Mardánish asintió, aunque Hilal ni siquiera le atendía. Giró la cabeza al otro lado y vio los pebeteros apagados. Un mareo súbito le obligó a cerrar los ojos. Otra vez esa oscuridad. Pero entonces ¿era o no era un sueño? Una pesadilla, tal vez.

—Llama a tus hermanos.

El príncipe del Sharq al-Ándalus se volvió a levantar. Era la primera vez en días que su padre no deliraba. Le acababa de dar una orden clara. Hilal corrió por los pasillos mientras Mardánish se esforzaba por detener su mente en aquella laguna de cordura. Sentía que si se dejaba arrastrar, jamás regresaría de la oscuridad que se acercaba desde el sur.

Varios criados se presentaron en la estancia. Seguramente Hilal los había obligado a acudir. Venían con paños húmedos que aplicaron a la frente y las manos del rey, y con odres de agua fresca que inclinaron cuidadosamente sobre sus labios. Mardánish, aplastado sobre las sábanas, se dejó hacer mientras clavaba las uñas en el lecho, temeroso de que en cualquier momento la tierra se abriera y él mismo se precipitara en un abismo de olvido. Gánim fue el primero en llegar, después lo hicieron Azzobair, Beder, Azcam y los demás. Todos, según las órdenes del primogénito, residían esos días en el alcázar a la espera de lo inevitable. El rey Lobo observó a cada uno de ellos y frunció el ceño. Alguien faltaba. Hilal entró a toda prisa y sus hermanos abrieron el círculo formado alrededor del lecho. El príncipe depositó sobre su padre la piel negra del lobo muerto hacía años. Ya estaban todos, y sin embargo, Mardánish continuaba con su expresión extrañada.

—¿Dónde está Alfonso?

Los hijos del rey se miraron. Gánim se encogió de hombros.

—¿Qué Alfonso, padre? —preguntó Hilal.

—Alfonso de Castilla. ¿No ha venido?

Hubo un unánime suspiro de desconsuelo. Por un momento había parecido que Mardánish hubiera asomado desde la demencia, pero había sido un espejismo.

—Alfonso de Castilla no vino jamás, padre. —Hilal amagó un ademán para indicar a sus hermanos que podían retirarse.

—Exacto. Jamás vino. Ni él, ni ningún otro rey cristiano. Y eso debe serviros de enseñanza.

Gánim, que ya emprendía el camino para salir de la cámara, se detuvo. La expresión de Hilal había cambiado. Un nuevo aviso silencioso sirvió a los demás para mantenerse a la espera.

—¿Qué quieres decir, padre?

—Ni el rey de Castilla, ni el de Navarra. Tal vez el joven rey de Aragón venga. Él sí. A rapiñar los despojos del Sharq. Esos son los que se dijeron amigos, aliados y protectores nuestros.

Gánim resopló antes de hablar:

—Ya sabemos esa historia. Desde que éramos niños…

—Deja que nuestro padre continúe —pidió Hilal.

—No sé… —murmuró Mardánish— si Zobeyda estuvo aquí o no. ¿Vino a visitarme?

—Vino. Hace apenas una semana.

—Bien. —El rey acarició la piel negra que cubría las sábanas. Su voz perdía fuerza por instantes—. Entonces no fue un sueño. Y entonces, también, podréis acogeros a la misericordia del califa.

Los hermanos intercambiaron una nueva mirada. Hilal se inclinó sobre Mardánish.

—¿Qué ordenas, padre?

El rey Lobo cerró los ojos con fuerza y sus labios temblaron. De haber tenido fuerzas, se habría encogido de dolor. Siseó antes de volver a hablar:

—Él no os podrá culpar… de nada. Fui yo, solo yo, quien se negó a someterse. Quemaréis esta piel negra… ¿Lo haréis?

—Sí, padre. —Hilal tomó la mano del rey, huesuda y aferrada al pellejo del viejo lobo.

—Iréis hasta el califa y le ofreceréis vuestra obediencia. Juradlo.

Un nuevo silencio. Las palabras de Mardánish no eran ya ni un susurro. Su mano apretó la de Hilal.

—Lo juro —respondió el príncipe.

Un gemido de sufrimiento. Gánim alargó los dedos hasta rozar el dorso de la mano del rey. Una mirada de Hilal le animó a unirse al agarre. Uno a uno, los lobeznos se sumaron a la ceremonia.

—Lo juro.

—Yo también. Lo juro.

Las voces apagadas se turnaron, y solo cuando la última hubo asentado su juramento, la mano del rey Lobo se relajó. Poco a poco. El rictus también se volvió suave, y las comisuras de los labios se curvaron levemente hacia arriba. Fuera, un solitario muecín llamó a la oración del atardecer. Hilal se separó del lecho. No lloró. No podía permitírselo.

Un mes después. Sevilla

Con la primavera bien entrada en Sevilla, Hilal ibn Mardánish, a la cabeza de su casa y de sus hermanos, se presentó para rendir su estandarte ante el poder almohade.

Se recibió a los Banú Mardánish como nobles del más alto rango. Fueron dos los hermanos del califa los que hicieron los honores, y se los alojó en el alcázar del antiguo rey al-Mutamid. Al día siguiente, en ese mismo palacio, se hizo su presentación oficial ante el califa Yusuf. Hilal, con la espada enfundada en su mano derecha, posó la rodilla en el suelo del salón principal y humilló la cabeza ante el príncipe de los creyentes. Este se levantó de su sitial elevado y, como si el heredero del Sharq fuera uno de sus hermanos, descendió los dos escalones que separaban el estrado califal del nivel de los demás mortales. Y allí abrazó al sucesor del Lobo.

—En verdad puedo decir —Yusuf miró a su alrededor y fijó la vista en cada uno de los hijos de Mardánish— que este es el día más feliz de los que he vivido en esta tierra, sagrada para el islam, que es al-Ándalus. Ahora, el poder de los siervos de Dios es tan grande que los infieles tiemblan desde sus oscuros reinos. —Con las manos posadas en los hombros de Hilal, mantuvo la mirada clara de este—. Tú y tus hermanos formaréis parte de mi más alto consejo, y de inmediato sellaremos esta amistad eterna.

Ibn Tufayl dio un par de palmadas y se produjo un pequeño revuelo en uno de los lados del salón. Los familiares del califa, entre los que estaban Abú Hafs y Utmán, asistían curiosos al espectáculo preparado por Yusuf. Aunque más bien, ellos lo sabían, habría que decir que había sido el andalusí Ibn Tufayl el artífice de aquella farsa. El hermanamiento final entre bereberes y andalusíes para celebrar el triunfo de Dios.

El heredero del califa, Yaqub, hizo entonces su aparición escoltado por dos Ábid al-Majzén. Yaqub tenía doce años, y su porte era el de un joven guerrero del Atlas. A todos extrañaba que alguien como Yusuf hubiera podido engendrar a un hijo así. En los chismes de mentidero, alguno que otro se atrevía a asegurar que era la sangre andalusí de su madre la que dominaba en el carácter del futuro califa almohade. Tras Yaqub y sus guardias negros llegaba Zobeyda, cubierta de pies a cabeza. Y a ambos lados de ella, Zayda y Safiyya, las dos con los cabellos velados pero con los rostros al desnudo, seguidas de cerca por Marjanna. Yusuf esperó a Yaqub junto a Hilal, y padre e hijo subieron al estrado. Zobeyda caminó hacia un rincón, dispuesta a sumirse en la sombra del anonimato, y sus hijas tomaron posición tras los varones de la familia. Ibn Tufayl se separó disimuladamente del círculo de consejeros y se aproximó a Zobeyda, mientras las dos rubias hijas de Mardánish se tragaban las ganas de abrazar a Hilal y al resto de sus hermanos. Ambas se apretujaban contra la persa Marjanna como si fueran niñas que buscaran el abrigo de su aya.

—Cuánto dolor nos podríamos haber ahorrado si esto hubiera ocurrido hace años —susurró el filósofo. Zobeyda movió la cabeza para poder mirarlo desde el encierro de sus ojos.

—Cuánto dolor, sí. Y cuánta libertad.

Ibn Tufayl apenas estiró los extremos de sus labios. Sobre el estrado, el califa ocupaba de nuevo su sitial y el heredero Yaqub permanecía en pie, con sus ojos negros clavados en Hilal.

—Es mi deseo —el califa abrió las manos a ambos lados— que la feliz sumisión del Sharq sea consagrada. Esta unión perdurará, y será el camino que nos llevará a recuperar lo que jamás debió salir del seno del islam. Debéis saber todos que me propongo empezar de inmediato una campaña contra los infieles de Castilla. Y nuestros nuevos amigos andalusíes nos acompañarán en la senda de la fe y de la entrega al Único. No solo eso. —Estiró una mano, a modo de ofrecimiento, hacia el sucesor de Mardánish—. Yo cedo a nuestro invitado el honor de escoger el lugar. Dinos, Hilal: ¿hacia dónde debemos dirigir los escuadrones de Dios? ¿Marcharemos contra Calatrava? ¿Alcaraz? ¿Toledo, quizás?

Hilal miró a su alrededor. Altos funcionarios del Majzén, alfaquíes de largas barbas, ulemas con velos en la cabeza, jeques de piel oscura y ojos feroces, funcionarios que anotaban cada palabra, guardias negros que aferraban lanzas enormes… Todos guardaban silencio a la espera de su respuesta. El último con cuya vista se cruzó fue Utmán. Entornó los ojos. Y lo recordó, luchando a muerte contra su padre en Fahs al-Yallab. Utmán sonrió, y una oleada de vergüenza asaltó a Hilal. Su mirada se clavó en el suelo ante él, y durante unos instantes masticó la amargura. Cuando pudo engullirla, el joven carraspeó y después habló con timidez.

—La fiel Cuenca ha quedado aislada, príncipe de los creyentes… Tus fuerzas no han llegado allá, según creo.

—Así es, Hilal.

—El rey… Mi padre dio tierras a muchos cristianos en sus alrededores, y cerca tienen también Huete, desde donde podrían atacar Cuenca. Y si Cuenca cae, el camino hacia el Sharq estará servido para el rey de Castilla. Huete es plaza fácil. Apenas defendida por unos cuantos hombres y una triste muralla.

Yusuf asintió y reclamó con un gesto a sus consejeros de guerra. Varios de los jeques se aproximaron y hablaron al oído del califa. Abú Hafs también se acercó y rodeó al grupo que debatía en voz baja la propuesta de Hilal. Cuando todos hubieron acabado, el visir de ojos sanguinolentos se inclinó despacio, acercando su boca al oído de Yusuf. Habló sin apartar la mirada del joven andalusí, mientras el príncipe de los creyentes se limitaba a asentir. Todos sabían que la decisión de Abú Hafs pesaría más que la del resto de los consejeros juntos.

—Marcharemos contra Huete —confirmó el califa—. Después del ramadán. Es mi decreto. Y como también decidí antes, sellaremos este compromiso. Los Banú Mardánish ya jamás serán otra cosa que nuestros fieles siervos; y los amaré, tanto yo como quienes me sucedan. Y ellos nos amarán a nosotros. Eso agradará a Dios. Y me agradará a mí. —El califa se incorporó y miró a la diestra de Hilal, al lugar que ocupaba su hermana gemela—. Zayda bint Mardánish, hora es de que todos lo sepan. Que conozcan que te desposaré, y así la sangre de nuestras dinastías se mezclará y nuestras casas se unirán. —Imitó a Abú Hafs al señalar con el dedo índice de su mano derecha hacia el cielo—. Es la voluntad de Dios, alabado sea. Y también es su voluntad que Safiyya bint Mardánish, hija del que se hizo llamar rey Lobo, se despose con Yaqub ibn Yusuf ibn Abd al-Mumín, mi hijo y sucesor. Doblemente nos unimos hoy a ti, Hilal. Y doble es nuestra felicidad. Porque estaba escrito que solo unidos podremos vencer a los cristianos. Solo unidos.

Zobeyda sintió que la sangre se le congelaba en las venas. Hubo un aplauso entusiasta, y la joven Zayda se inclinó. Safiyya pareció consultar con la mirada a su hermano. Una mirada triste que después recayó en Yaqub. El joven heredero almohade la observaba con media sonrisa en la boca. Al no recibir consejo de Hilal, la muchacha volvió la cabeza atrás, a la doncella Marjanna y al resto de sus hermanos. Las muecas de estos, que la apremiaban a mostrar una aceptación por la que nadie le había preguntado, la decidieron a doblarse en larga reverencia. Los vítores arreciaron e Ibn Tufayl también se inclinó para hablar a Zobeyda al oído.

—Siéntete feliz, mujer. Tus dos hijas desposarán a los sucesores del Mahdi. ¿Podrías pedir algo más? ¿Tú, que te llamaste a ti misma reina? Ahí tienes a dos reinas. Ambas con tu sangre. Y con la sangre del Lobo. Una sangre que perdurará y que, ¿quién lo sabe?, tal vez en el futuro nos dé toda una saga de piadosos califas que devolverán su esplendor al islam. Sangre de tu sangre, Zobeyda. Para unir este lado con el otro.

Zobeyda se clavó los dientes en los labios y degustó el sabor de su propio dolor. Las lágrimas empaparon el niqab, y habló en voz baja. Pero no para contestar a Ibn Tufayl. Habló para repetir las palabras de una vieja bruja en una gruta perdida en lo que antaño fue su reino. Una profecía que ella luchó por ver cumplida, y que ahora se burlaba de ella.