El despertar
FINALES del invierno de 1172. Murcia
El rey Lobo sonreía.
Porque su mente viajaba lejos de su cuerpo, salía del aposento de Zobeyda y trepaba a la torre más alta del alcázar. Y desde allí aspiraba el aire templado de Murcia y se sentía feliz por todo lo que poseía. Orgulloso, porque él, un tagrí curtido en las tierras del norte, veía ante sí el tesoro de que su propia audacia lo había provisto.
Y dejaba que la luz rojiza del atardecer le cegase, y que lo asaltaran los reflejos dorados de las cúpulas. Desde cada uno de los minaretes de Murcia, la felicidad y la prosperidad llegaban al vuelo para posarse sobre él. Torres esbeltas, estandartes altaneros, estrellas de plata. La blancura de las casas, mansiones y palacetes de los murcianos se extendía ante él. Y el aroma de cientos de limoneros escapaba de los patios junto con los pájaros que, en bandadas, sobrevolaban la ciudad para saciarse en los estanques y en las fuentes. El arrullo del río acompañaba al siseo de los cipreses al cimbrearse, y el olor del almizcle subía desde el harén. Belleza sin límite. Tañidos de laúd. Canto susurrante de una esclava en el rincón de una cámara. Y más allá, un vergel sin fin. Huertas cruzadas por serpientes de agua que reverberaban con aquella luz naranja filtrada por las nubes. Mil y una aldeas donde reinaban la felicidad y la prosperidad. Al-yumn wal Iqbal.
—Padre. Padre, despierta.
Mardánish abrió los ojos, amarillentos al igual que su piel. Sonrió a su hijo, y al hacerlo las venillas que surcaban su rostro se remarcaron bajo las arrugas. Hilal no devolvió la sonrisa al rey. Su gesto era preocupado. Ni siquiera se molestaba en disimular. Hacía semanas que Mardánish era poco más que un despojo, tendido en el lecho e incapaz de moverse. Sus pies, hinchados y amoratados, ya no le permitían andar. Tan solo se incorporaba para que los sirvientes limpiaran las pequeñas hemorragias, o para que cambiaran las sábanas, manchadas por los restos negros que destilaba el rey. Varios pebeteros humeaban en los rincones, y las celosías permanecían develadas para que el aire circulara libre y el hedor no se estancase.
—¿Qué ocurre?
—Los esclavos te lavarán, te perfumarán y te vestirán. ¿Te ves con fuerzas?
Mardánish asintió. No era capaz de comprender lo que Hilal le decía, pero aquel día no sentía dolor ni náuseas. Solo un agradable vértigo que lo sumía en un baño de sopor.
El muchacho salió del aposento e hizo un gesto a los esclavos para que pasaran. Caminó por los pasillos del harén y desembocó al patio. De la fuente ya no manaba agua, y los canalillos estaban llenos de un líquido pardo en el que flotaban las hojas muertas desde el principio del otoño. Hilal se apoyó en una de las columnas y observó a sus hermanos varones, reunidos en lo que antaño fuera hermoso jardín. En silencio, todos esperaban que el heredero los informara del motivo de la reunión.
—Os he mandado llamar porque el momento se acerca. Ha venido una persona a visitar a nuestro padre. Una persona que trae una propuesta.
Gánim se adelantó un paso.
—¿Quién es?
—Mi madre.
Los Banú Mardánish se miraron entre sí y guardaron silencio. Todos menos Gánim; él asintió con lentitud.
—Zobeyda trae una propuesta, entonces.
—De parte del califa Yusuf —completó Hilal.
Se oyó un chirrido apagado que venía de fuera. A veces ocurría, cuando los destartalados molinos que flotaban sobre el Segura encallaban cerca del alcázar. Podían estar toda la noche girando y rechinando, como una burla sobre la ciudad que había acumulado todo el poder del Sharq al-Ándalus durante más de veinte años.
Porque todo ese poder era un recuerdo. Aquellos molinos desvencijados habían dejado de funcionar cuando, el año anterior, el ejército almohade arrasó cada huerta, cada alquería, cada pequeña aldea. Y taló cada árbol e incendió cada cosecha. No había nada que regar, las norias yacían destrozadas y las acequias solo llevaban ahora agua sucia. Murcia era una yerma extensión que nada tenía que ver con los ensueños del rey Lobo. Una ciudad triste y casi vacía, rodeada de soledad y desesperanza.
Los almohades se habían retirado después de reducir todo a cenizas. Durante el verano y parte del otoño, se dedicaron a completar las guarniciones de las ciudades conquistadas. Habían cumplido su palabra, las vidas de los que se sometieron fueron respetadas. Luego, eso sí, llegaron las inquisiciones. Los pocos judíos que quedaban en el Sharq fueron obligados a convertirse o a marcharse. En cuanto a los cristianos, todos huyeron hacia Castilla o Navarra, acompañando a los mercenarios rendidos. O viajaron a Aragón, donde el joven rey Alfonso necesitaba pobladores para sus nuevas villas de frontera. Varios escogieron Albarracín como hogar y a Pedro de Azagra como señor; bajo su amistosa presencia, decían, se sentirían como en casa.
Nadie sabía por qué el sayyid Abú Hafs, después de conquistar todo el Sharq con ayuda de su hermanastro Utmán, había abandonado la campaña sin tomar Murcia. Algunos decían que pretendía convencer al califa de que la capital del reino rebelde debía ser tratada de forma diferente a Lorca, Elche o Valencia, y ser reducida a escombros. Otros opinaban que, simplemente, los almohades daban ya por derrotado al rey Lobo y no consideraban que valiera la pena malgastar esfuerzos en combatirlo. Había incluso quien afirmaba que aquello era el desprecio final: una forma de decir a Mardánish que, tras conquistar todo su reino, lo dejaban solo para que se pudriese en la desesperación. Todos, pensaran lo que pensasen, sabían que el rey Lobo agonizaba.
Gánim se volvió hacia sus hermanos y, después de examinar sus rostros, habló de nuevo al heredero.
—Sabemos qué mensaje traerá Zobeyda. Pero no sabemos cómo reaccionará nuestro padre. ¿Y si pretende seguir con su resistencia?
Hilal torció la boca cuando el molino volvió a chirriar en la orilla del Segura. Miró al resto de la progenie de Mardánish. La manada por la que el Lobo había resistido en su guarida.
—Ninguno de vosotros visita al rey. No os he visto aparecer por aquí en semanas.
Los príncipes guardaron silencio. Todos, menos Gánim, bajaron las miradas. Era cierto: ninguno asomaba por el alcázar. Cada uno de ellos, incluso los que aún eran niños, poseía palacetes en Murcia, y allí aguardaban el desenlace de aquella historia, rodeados del poco lujo que aún se podía acaparar. Acabando con las provisiones que los huidos habían dejado en sus hogares. Saboreando los últimos bocados del sueño que estuvo a punto de cumplirse.
—No es hora de reproches —dijo Gánim—. Sabemos que nuestro padre está postrado y no es capaz de empuñar la espada. Casi no quedan soldados, y los pocos que hay tienen suficiente con proteger al rey. Un grupo de pastores sería capaz de tomar Murcia si se lo propusiera.
—Entonces no sé a qué vienen vuestras dudas —le cortó Hilal—. Todo el Sharq es almohade, y Murcia lo será también dentro de poco.
El heredero vio gestos de alivio y también de pesar entre sus hermanos. Nada de eso era una sorpresa.
—¿Qué será de nosotros? —Gánim movió una mano en círculo para abarcar el patio, las yeserías policromas, las fajas epigrafiadas, las balconadas…—. ¿Qué será de todo esto?
—No temas. Sé que nuestras hermanas viven bien en Sevilla, junto con Zobeyda. Y nuestro abuelo también ha sido respetado. Abúl-Hachach mantiene privilegios en Valencia… Casi no tengo dudas: no se tomarán represalias.
—¿Casi? —Gánim entornó un ojo.
—Por eso os he llamado. Quiero que permanezcáis aquí, en el alcázar. Por lo que pueda pasar; y para que, hagamos lo que hagamos, lo hagamos juntos.
Los hermanos se miraron entre sí. Gánim asintió, y su conformidad arrastró la de los demás. Se dispersaron en silencio y dejaron a Hilal en el patio. El muchacho observó que el cielo pasaba del gris al negro. Era hora de que Zobeyda volviera a reunirse con Mardánish.
Hilal hacía avanzar a su caballo por las calles desiertas y, por delante, cuatro jinetes de su confianza se aseguraban de que el trayecto hasta el alcázar estuviera vacío, como era habitual en aquellos días. Los murcianos vivían encerrados en sus hogares, ajenos a cuanto ocurría fuera. A la espera, como desde hacía meses, de que se cumpliese lo que debía cumplirse. Muchas casas tenían sus puertas atrancadas, o bien los batientes se movían despacio al soplo de la brisa. Dentro, habitaciones abandonadas servían como refugio a las ratas y a los perros vagabundos que ahora paseaban a sus anchas por la ciudad. El sol se había puesto hacía rato, y con él y con las llamadas a la oración, Murcia parecía enterrarse en vida.
Zobeyda montaba en una yegua que un sirviente, a pie, guiaba por las riendas. La mujer había cambiado el agobiante niqab por un litam casi transparente desde que, con su exigua comitiva, se aproximó a la ciudad desde el cercano campamento almohade en Orihuela. Se restregó la cara para limpiarse las lágrimas. En otro tiempo, aquellas calles habrían estado repletas de gente. El eco de los gritos y aplausos habría inundado las plazas, y los pétalos de rosa habrían volado desde ventanas y celosías. En otro tiempo, los hombres se reunían para charlar y reír en las muchas tabernas, y los palanquines se apretujaban a la puerta de cada hammam. En otro tiempo se habría escuchado la música saliendo de los jardines, y los regateos brotando desde alfares, tiendas de seda, cuchillerías y fraguas. En otro tiempo.
Hilal no se volvió al oír llorar a su madre. Siguió avanzando, sabedor de lo que pasaba por la mente de quien, en realidad, había sido la artífice del sueño que ahora yacía muerto en aquellas mismas calles. Antes de llegar a las inmediaciones del alcázar, la escolta aconsejó al príncipe desviarse. Tomaron así por una calleja para evitar la puerta de la mezquita aljama, donde, como siempre, estarían reunidos los levantiscos partidarios del Tawhid. No era prudente toparse con ellos, pues nadie sabía cómo reaccionarían a la vista de Zobeyda.
Dos silenciosos y jovencísimos guardias abrieron las puertas del alcázar. Zobeyda redobló su llanto al ver el descuidado aspecto del patio. Las caballerizas, ocupadas por unos pocos animales, despedían un olor rancio, y el estiércol se acumulaba donde otrora hubo bien cortados arrayanes y los rosales y la hiedra se disputaron la posesión de cada muro. Hilal desmontó y ayudó a su madre. Ella no era capaz de hablar. Miraba a su alrededor y trataba de encontrar el lugar que su recuerdo mantenía vivo. Se adentró en el palacio y el eco de las pisadas de Hilal terminó de sumirla en aquella agobiante sensación de soledad. Años atrás, esos corredores eran hervideros de criados, esclavos y funcionarios; y en las salas que flanqueaban cada pasillo se decidía antaño el futuro de un reino que hacía palidecer por su riqueza a los orgullosos estados cristianos del norte. Ahora las estancias estaban vacías y nadie se ocupaba de mantener las cuentas del tesoro. No se presentaban los recaudadores con los cofres de los impuestos, ni los jefes de las guarniciones esperaban, con sus lorigas relucientes, para informar de las novedades en las fronteras. No había embajadores, ni correos, ni cónsules, ni mercaderes. Un solo esclavo cruzó al fondo de un pasillo, encogido sobre sí mismo y acarreando un fardo de ropa sucia.
—¿Cómo fue lo de Abú Amir?
Zobeyda se sobresaltó al oír la voz de su hijo. El heredero se detuvo mientras aguardaba la respuesta, justo en la salida al jardín del harén. Ella observó decepcionada la fuente vacía y volvió a pasarse una mano por la cara para limpiarse las lágrimas.
—Cargó en solitario contra todo el ejército almohade. Lo acribillaron a flechazos.
Hilal sonrió.
—Irónico —murmuró. El hombre que más odiaba la guerra y que más amaba los placeres de la vida, caído como un héroe en la batalla. Y mientras, él o su padre, educados como tagríes, seguían vivos. Aguardando la humillante rendición.
—Nunca se habría sometido —explicó ella—. Y tampoco habría podido vivir en ninguna otra parte.
Hilal asintió y anduvo por el pasillo que, bajo la arcada de herradura, flanqueaba el patio. Zobeyda también reanudó el camino tras él.
—El rey de Castilla ha reforzado las fronteras. —El joven pasó los dedos con descuido por una de las yeserías—. Los freires de Calatrava y los de Santiago se acuartelan para esperar. Saben que ahora les toca a ellos.
—Ahora se dan cuenta. —Zobeyda no disimuló el odio que revestía sus palabras—. No existe la justicia. De existir, no quedaría ni un solo reino cristiano en pie. Todos caerían bajo la espada del califa Yusuf.
Hilal se volvió.
—El tiempo que has pasado junto a los almohades ha sido de provecho, por lo que veo.
Ella curvó la boca en un gesto de aflicción. Miró a los ojos a su hijo y luego continuó sola, dejando a Hilal atrás. Antes de entrar a los que en el pasado fueran sus aposentos, se detuvo.
—Yo no soy como Abú Amir, hijo mío. Ni tú, me temo. Seguiremos viviendo, sea como reyes o como siervos. Y no tengo razones para sentirme culpable.
—Perdóname, madre, no quería decir…
Zobeyda levantó una mano para frenar la disculpa de Hilal.
—Sé lo que querías decir. Desde que eras un niño hemos estado en guerra contra los almohades. Guerra perpetua, decía tu padre. Y durante todo ese tiempo, nuestros queridos amigos cristianos se limitaron a mirar. Mientras el Sharq se desangraba en primera fila, siempre en el combate. Todos nos cerraron sus puertas. Incluso se permitieron insultarnos. Y despreciarnos. Unos nos daban largas y otros nos cobraban parias. Tu padre se volvió loco de rabia, y no fue por los escuadrones de africanos que una y otra vez cargaban contra nosotros. Fue por la indiferencia y la mezquindad de los cristianos. Merecen que el Tawhid los arrase. Que los borre para siempre.
Hilal escuchaba con los ojos brillantes. Movió la cabeza despacio para dar la razón a su madre. Luego apuntó con la barbilla al corredor que penetraba en los aposentos privados de la favorita.
—Él está ahí. Quizá no te reconozca. A veces no reconoce a nadie. Pero aún es el rey.
Zobeyda asintió y se perdió en la penumbra del que tiempo atrás fuera su hogar. A la izquierda, los aposentos vacíos de sus doncellas avivaron el desgarro de su corazón. Anduvo despacio, anhelante por apurar cada momento, porque sabía que aquella era la última vez. Muy pronto llegarían los almohades y borrarían todo rastro. Todo recuerdo. No quedarían los ecos de la música de Adelagia, ni de las conversaciones apagadas entre Marjanna y Zeynab. Nada de los rezos ancestrales ni de los siseos de las serpientes de Sauda. Los tapices serían arrancados, y las paredes, cubiertas de yeso para esconder las impías tallas policromas. Los artesonados serían rascados, las estatuas, trituradas, y se prohibiría la música. Ni la memoria quedaría de los suspiros que recorrieron aquel pasadizo. Todo sería enterrado por el tiempo.
Llegó ante la puerta abierta de la cámara principal del harén. La de la favorita. Dentro, dos esclavos se inclinaron y extendieron la mano hacia el extremo más oscuro. Zobeyda arrugó la nariz por el fuerte olor del almizcle que aún humeaba en los cuatro pebeteros recién apagados. El humo flotaba en jirones azules que, iluminados por el resplandor débil que llegaba desde fuera, se deslizaban por el techo. Mientras acostumbraba la vista a la oscuridad, oyó la respiración pausada.
—Mi señor. —La voz se le quebró, así que tomó aire y cerró los ojos con fuerza. Intentó dejar aparte todas las emociones que contenía aquella habitación y que serpenteaban, como antaño, por entre sus cabellos y bajo su ropa.
—¿Quién eres?
Zobeyda se tragó la pena y la sombra delante de ella se removió con un soplo chirriante.
—Mi señor, soy yo. Tu esposa. Tu favorita.
Mardánish guardó silencio. Detrás de Zobeyda, los dos esclavos se retiraron y dejaron la puerta abierta. Las últimas volutas azules se deslizaban hacia fuera, y un olor se abría paso por entre las rendijas del aroma almizclado. Algo insano, supurante y corrupto. Ella decidió insistir.
—Me han permitido venir tras suplicar al califa Yusuf una y otra vez. Estoy aquí para rogarte que todo esto acabe, mi señor.
—Zobeyda… —susurró él con tono apagado.
—Cede, mi amor. Entrega lo que queda de tu reino. Salva las vidas de tus hijos. El califa se compromete a tratarlos como a parientes. Les dispensará los mayores honores, y no habrá castigo para nadie.
Notó un breve cambio en el aire. Apenas el resto de un jirón de almizcle que se removía de pronto, como agitado por una corriente oculta. En la casi completa oscuridad, supo que Mardánish se hallaba más cerca de lo que indicaba su voz rota. Obedeció a su instinto y alargó la mano hasta encontrar la del rey Lobo, entrelazó sus dedos despacio. Las lágrimas rodaban ahora furiosas. Le pareció ver brillar los ojos claros de su amor en la oscuridad. O tal vez fue solo la imaginación.
—¿Han florecido ya los gladiolos? Desde aquí no veo los arriates del jardín. Es la época, ¿no?
Ella redobló su llanto y apretó la mano del rey.
—Sí. Están muy hermosos, amor mío.
—Bien… Sabes que me gusta que te adornes con ellos. ¿Lo harás?
—Lo haré. ¿Qué respuesta…? ¿Qué debo decirle al califa?
Él intentó carraspear, pero lo que le salió fue una tos burbujeante. Retiró sus dedos de entre los de Zobeyda mientras aquel hedor oculto iba haciéndose más notorio. Ella dio un paso atrás, y cuando el nudo en la garganta apenas la dejaba respirar, retrocedió un segundo paso.
—Di al califa que yo jamás me someteré. Pero pídele que respete su palabra. Que mis faltas no las paguen mis hijos —pidió Mardánish con aquella voz rota—. Y no olvides los gladiolos.
Zobeyda gimió al romper la barrera de angustia. Quería quedarse. Pedir a gritos que alguien alumbrase a su esposo para poder mirar a sus ojos. Pero tenía miedo. A perder la imagen que subsistía en su recuerdo, y que la llevaba a un tiempo en el que todo en al-Ándalus era hermoso, y la música era alegre y el vino, fresco. Y aunque el resto de su existencia debiera pasarla oculta tras un velo y encerrada en un cuartucho de paredes desnudas, en su mente conservaría viva la memoria de su reino. Por eso corrió, y sus pies descalzos pisaron por última vez el suelo de su palacio y la hierba húmeda del jardín. Y dejó atrás el reguero de lágrimas cuando pasó junto a su hijo y atravesó los pasillos vacíos. No quiso mirar atrás, ni despedirse de nadie, ni recoger esos gladiolos que florecían, ni detenerse hasta que, montada de nuevo en su yegua, abandonó las calles vacías de Murcia.