El defensor de Valencia
DOS semanas después. Sitio de Alcira
Las malas noticias volaron por todo el Sharq como bandada de cuervos. Visitaron cada rincón y doblegaron las últimas esperanzas de quienes aún pretendían resistirse al yugo que se cernía desde África. Incluso en los reinos católicos, fueron muchos los aldeanos que dirigieron su atención a los dominios de Mardánish. Parecía que justo durante aquel último suspiro del reino andalusí, los cristianos cobraran conciencia de que aquel muro que alguien había erigido entre ellos y los almohades caía. Se desmoronaba sin remedio, y dejaba paso franco a la oscura superstición que llegaba desde montañas y desiertos lejanos, situados mucho más allá de la imaginación de los confiados católicos.
La nueva política condescendiente de Abú Hafs, impuesta por el califa, obtuvo renta inmediata: los cuatrocientos mercenarios cristianos de Lorca, mandados por el caíd Ibn Isa, llegaron a un acuerdo y pudieron abandonar la alcazaba sin sufrir daño alguno. Abú Hafs, en un asomo de engañosa clemencia, dejó que el contingente enemigo pudiera llegar a refugiarse en Murcia. Quizás aquel refuerzo impulsara a Mardánish a presentar una resistencia aún más tenaz.
A continuación, el visir omnipotente tomó posesión de Lorca para el Tawhid, y después partió hacia Almería para hacer otro tanto. Un destacamento masmuda fue suficiente para, en una cabalgada sin incidentes, sumar Baza a las tierras que los almohades sustraían al Sharq. En muy pocos días, el sur del reino de Mardánish fue absorbido por la imparable marea africana. Y por el resto se extendió la nueva: los almohades perdonaban la vida y garantizaban la libertad de todo el que se sumase a la conversión. Sumisión en masa a cambio de misericordia. Sin represalias. Los ancianos de cada aldea, ansiosos por aprovechar el momento, se apostaban en las sendas para esperar la llegada de los hombres de piel oscura.
Por eso a Utmán, que encabezaba la columna en viaje hacia el norte junto a Zobeyda, dejó de sorprenderle bien pronto que los andalusíes le salieran al paso con presentes para los nuevos amos. Los habitantes de las alquerías, a la vista de aquella mujer velada, se postraban en medio del camino, elevaban alabanzas al Único y se rasgaban los ropajes como penitencia por haber aceptado el señorío de Mardánish. Elche se entregó al sayyid con una fiesta que este no tuvo tiempo de compartir, y Játiva entera se postró también a sus pies. Eran tantos quienes se sometían todos los días, que Utmán decidió dejar atrás cada aldea y cada ciudad, y llevar consigo a los hijos de los notables como garantía. Y eso a fin de no apostar guarnición, pues ello habría acabado con sus huestes antes siquiera de acercarse a Valencia.
Abúl-Hachach, enterado de que uno de los hermanos del califa llegaba hasta él con intención de combatirle en Alcira, mantuvo la discreción y decidió correr al encuentro del sayyid acompañado por media docena de jinetes armados con arcos. Salió del campamento plantado junto al Júcar con estandarte negro y estrella plateada, pero lo cambió por una bandera blanca, el emblema de Yusuf, en cuanto dejó de estar a la vista de sus hombres. A continuación mandó por delante un heraldo para concertar una cita.
El encuentro tuvo lugar en una de aquellas alquerías, un sitio al que llamaban Carcagente, rodeado de algorfas, acequias y huertas, lo suficientemente feraz como para dar reserva a la asamblea. Utmán, flanqueado por dos guardias negros, aguardaba con pose altiva la llegada del gobernador de Valencia. Tras él, un par de jeques almohades, junto con Hamusk y Zobeyda, completaban la delegación africana. El resto de la hueste había quedado atrás, en el camino de Játiva a Alcira. Abúl-Hachach detuvo su caballo, y uno de los arqueros se apresuró a desmontar para ayudar al gobernador de Valencia. Hamusk lo observó entre el alivio y la vergüenza. El solo hecho de que el hermano del rey Lobo se presentara allí con aquella bandera en lugar de aceptar batalla era muy revelador.
—Saludos, ilustre sayyid —dijo Abúl-Hachach en cuanto hubo descendido de su montura. Utmán no ocultó la mirada burlona al hacer una breve inclinación de cabeza. El gobernador de Valencia se movía con torpeza, y sus pómulos surcados de venitas delataban su querencia por el vino de aquella tierra.
—Te saludo, Abúl-Hachach. Saluda también a tu pariente, el señor de Jaén, y a su hija. —Utmán se hizo a un lado y señaló a Hamusk. Este sonrió al hermano del rey Lobo. Zobeyda, velada por el niqab, permanecía inmóvil.
—Ya no somos parientes, según tengo entendido. Pero saludo igualmente a ambos. —El gobernador de Valencia hablaba con voz temblorosa, y sus ojos pasaban con rapidez de Utmán a sus guardias negros. Se había quedado junto al caballo y su arquero, no muy alejado del resto de la escolta armada. El miedo se le veía caer a goterones por las sienes y perlaba su cuello—. Está en mi ánimo que esta reunión acabe con bien, ilustre sayyid.
—En el mío también. Por eso acepto tu sumisión y te recibo como a buen creyente en el seno del Tawhid.
Abúl-Hachach miró a ambos lados, como si esperara encontrar a alguien escuchando entre los árboles frutales o escondido en las acequias. Se metió dos dedos entre las anillas del almófar y la piel y buscó holgura para su sofocado aliento.
—Es asunto delicado ese que comentas, ilustre sayyid. Soy el gobernador de Valencia por mandato de mi hermano y rey, Muhammad ibn Mardánish… No quisiera verme comprometido. Todo es tan… cambiante.
Utmán rio muy por lo bajo y miró a Hamusk. El gesto de este era el mismo que unos instantes antes de decapitar a sablazos al desgraciado caíd de Quesada. Luego volvió de nuevo la vista a Abúl-Hachach. Aunque en sus rasgos se adivinaba el estrecho parentesco con el rey Lobo, estaba claro en cuál de los dos hermanos había vertido Dios el valor y la dignidad.
—Por orden expresa del príncipe de los creyentes —el sayyid habló con tono neutro—, debo concederte el amán. Y ahí —apuntó atrás, a Zobeyda— tienes la prueba de que respetamos el compromiso. La paz es tuya. Y la libertad, Abúl-Hachach. Pero debes pedirlas, como es ley. Para otro caso, traigo conmigo a las huestes del islam, y muy a mi pesar las usaré.
El gobernador de Valencia tragó saliva e intentó otra vez desembarazarse del almófar. Sus labios trémulos dibujaron una sonrisa torpe.
—No, no, ilustre —reflexionó un momento antes de seguir, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir a continuación—. No vengo a desafiarte, aunque bien sabe Dios, alabado sea, que… Bueno…, que estas acequias y estas arboledas… son nuestro terreno. En fin, que os costaría mucho… —Abúl-Hachach luchó por revestirse de algo de valor, pero como no lo consiguió, lanzó un suspiro a modo de queja—. Ilustre sayyid, soy el hermano del rey. Temo que haya represalias. Ilustre sayyid…
—Ilustre sayyid, ilustre sayyid. —Utmán imitó el tono trágico del andalusí—. No seas estúpido. Si hubiera algo que debieras temer, por estas acequias no correría agua, sino sangre. Y tu cabeza colgaría de uno de esos árboles. Pero sigue haciéndome perder el tiempo, Abúl-Hachach, y entonces sí tendrás algo que temer.
Hamusk rio tras Utmán, y el gobernador de Valencia ladeó la cabeza y observó al almohade con gesto sumiso.
—¿Puedo contar con inmunidad para mí y los míos?
—Ya te lo he dicho. Tu rodilla en tierra y tu sometimiento al Tawhid.
—Sí, sí, claro. —Abúl-Hachach siguió de pie, con la mirada de súplica convirtiéndose en un mohín de adulación cómica—. ¿Y no puedo contar además con alguna prebenda? No estoy hecho a las estrecheces, ilustre sayyid…
Utmán entornó los ojos. Su experiencia con los andalusíes le había enseñado que la gente que habitaba aquella península era voluble y codiciosa, pero no necia. Lo que Abúl-Hachach pretendía no podía ser otra cosa que…
—¿Negociar? ¿Es eso lo que quieres?
El andalusí asintió repetidamente. Luego se movió a un lado para buscar la sombra de una morera, e invitó al sayyid a apartarse con él. Utmán hizo un gesto a los dos recios Ábid al-Majzén para que no lo acompañaran y caminó despacio hacia donde estaba Abúl-Hachach.
Dos días después. Valencia
Abú Amir recorría los pasillos del alcázar con rapidez. Como cada mañana, se acababa de levantar antes aún de que el sol se colara por los ventanales de levante, y al hacerlo pudo oír las órdenes a gritos que se daban los jóvenes guardias. Algo ocurría, y no podía ser bueno. Se topó con Marjanna, que ejercía como doncella principal de Zayda, y le señaló el lugar del que venía.
—Lleva a las princesas a mis aposentos. Son más seguros. Y deprisa.
La persa asintió y se perdió por uno de los corredores laterales. Por delante, las órdenes arreciaban y se oían pasos con resonar metálico. Al doblar una de las esquinas entre dos pasillos, Abú Amir vio a varios guerreros armados con espadas y tarjas. Venían hacia él a paso marcial, y escoltaban a una figura ancha a la que el consejero reconoció de inmediato.
—Abúl-Hachach… ¿Qué haces aquí? ¿Qué pasa con Alcira?
El hermano de Mardánish ordenó detenerse a su escolta, apartó de un empujón a los guerreros que abrían la marcha y se enfrentó a Abú Amir con gesto hosco.
—Recobro mi puesto. Estás relevado, amigo mío. Gracias por tus servicios. Y ahora déjanos pasar.
Abúl-Hachach hizo ademán de continuar, pero Abú Amir se deslizó medio paso a un lado para cruzarse en su camino.
—Fue tu hermano quien me ordenó hacerme cargo de Valencia, y será él quien me ordene retirarme.
—Por favor, Abú Amir, no te atrevas a desafiarme.
Al oír aquello, varios guerreros desenfundaron sus espadas, pero el mismo Abúl-Hachach levantó la mano izquierda abierta para detenerlos. En su mirada se mezclaba el enfado con la súplica. El consejero del rey señaló una de las espadas desnudas de los guerreros.
—Más bien parece que eres tú quien desafía. Y no a mí, sino a tu hermano.
El gobernador de Valencia suavizó su gesto mientras sopesaba las palabras de Abú Amir. Cuando volvió a hablar, lo hizo con suavidad.
—No es momento de desunión, amigo mío. Mi hermano está en Murcia, y nosotros debemos solucionar aquí nuestros propios problemas. Para empezar, me pregunto qué ha sido de mis dos sobrinas. He pasado por la Zaydía antes de entrar en Valencia, y cuál ha sido mi sorpresa al encontrar el palacio vacío. ¿Dónde están las hijas del rey?
—Zayda y Safiyya están aquí. Conmigo. No consideré juicioso que permanecieran en la Zaydía, sin la protección de las murallas. No tal como están las cosas.
Abúl-Hachach dejó escapar una fugaz mueca de disgusto que no pasó inadvertida a Abú Amir.
—Ah… Ya. Por supuesto… Muy bien hecho, amigo mío. Muy prudente. Qué gran desgracia sería que esas dos beldades cayeran en manos de… nuestros enemigos, ¿verdad?
—Alcira, Abúl-Hachach. ¿Qué ha pasado con Alcira?
—Alcira, sí. Alcira está perdida, amigo. Los almohades se presentaron allí hace dos días con un ejército inmenso. No teníamos oportunidad alguna y ordené levantar el asedio. Ese traidor de al-Makzumí ya habrá rendido sumisión a algún sayyid africano.
Abú Amir cerró los puños. Alcira perdida. El Sharq cortado por la mitad, tal como había anunciado Hilal. Valencia aislada. ¿O era Murcia? Abúl-Hachach remató la noticia fingiendo pesar:
—Hay algo más: Zobeyda acompaña a los almohades. Está sana y salva, Abú Amir. Han respetado su vida. A pesar de lo que hizo aquí hace veinte años… Las princesas deben saberlo.
—Sí. Deben saberlo.
—Játiva y Elche también han caído. Y Alicante, Denia, Orihuela… Sin lucha, por cierto. Todo el Sharq abraza el Tawhid, Abú Amir.
El consejero se venció a un lado y apoyó un hombro en la pared. Era de esperar. Jinetes valencianos habían interceptado a varios correos procedentes de Segorbe y Murbíter que cabalgaban hacia el sur para ofrecer también la sumisión a los almohades. En muy poco tiempo los africanos empezarían a instalar sus guarniciones en cada castillo y en cada ciudad. Todo se venía abajo por fin. Tal como tantos profetizaron. Tal como él mismo temió siempre.
—Yo no me someteré…
—Claro que no, Abú Amir. Por eso hay que organizar la defensa. Tienes licencia para permanecer aquí, en el alcázar, pero no debes estorbarme.
El consejero asintió, y Abúl-Hachach dio a su escolta la orden de seguir camino. El hierro volvió a resonar al ritmo de los pasos y la comitiva marcial se dirigió al salón del trono. Abú Amir descansó la cabeza en la pared. Para él, todo se presentaba con suficiente claridad. Cerró los ojos, embargado por la pena. Pobres Zayda y Safiyya. La línea de sus destinos se quebraba ahora y tomaba una senda incierta. Y nada podía hacer por ellas. Ni por nadie más. Se lamentó por no poder contar con Adelagia. Ah, ella al menos estaba a salvo. Y qué lejos quedaban ahora los vanos presagios de aquella vieja bruja. Nuevas órdenes resonaban en los pasillos del alcázar y entraban por las ventanas. En muy poco tiempo, toda Valencia entraría en un estado de estupor al que seguiría el pánico. Cientos de hombres y mujeres querrían abandonar la ciudad con todo lo que pudieran acarrear, y los fanáticos aprovecharían para asegurar su influencia. Valencia se convertiría en un lugar muy peligroso. Sobre todo para la gente como él. Quiso sonreír, aunque la amargura no le dejó más que esbozar una mueca de resignación. Se acababa de sorprender deseando que los almohades llegaran ya a las puertas de Valencia. Así no debería desesperarse por su destino. Se irguió y pasó las manos sobre sus vestiduras para alisarlas, y caminó con paso digno hacia la armería del alcázar. Se burló de sí mismo. Necesitaba un arma; él, que siempre deseó que la muerte le sorprendiera en el lecho, en brazos de alguna muchacha y con el sabor del vino en la boca.
Día siguiente. Sitio de Valencia
Zobeyda no se esforzaba por reprimir las lágrimas. Y por primera vez en su vida, se alegraba de llevar el rostro cubierto, porque lo último que quería era dar a los almohades el placer de verla sufrir.
Había sido idea de Utmán llevarla hasta la cabeza de la comitiva. De seguro el sayyid pretendía que todos vieran lo misericordioso que podía llegar a ser el califa Yusuf. A su alrededor, los abanderados y los Ábid al-Majzén formaban la primera línea mientras los guerreros de las cabilas y los rumat se extendían por toda la llanura que circundaba la ciudad. Al igual que durante el viaje hasta allí, cientos de personas se apresuraban a rendir sumisión, y entregaban de buen grado las provisiones que el ejército almohade exigía a su paso. Eran los arrabales de Valencia los que rendían pleitesía ahora. Los trabajadores de la tierra alzaban sus aperos desde las puertas de sus chamizos y en los bordes de las huertas. Y pasada la Ruzafa, en la lejana playa y más allá, las velas desplegadas de los botes de pesca anunciaban a modo de banderas almohades la adhesión de los hombres del mar.
Hamusk flanqueaba a Zobeyda junto a los jeques de las cabilas. La observaba de reojo, sin poder evitar que pese a todo le inundara la vergüenza. Él conocía muy bien a su hija, y sabía lo que pasaba por su mente en aquel momento. Valencia era su joya. La favorita de la favorita. El lugar que siempre había despertado en ella las pasiones más encendidas. Era también la ciudad en la que vivían sus dos hijas.
—¿Estás seguro de que las respetarán?
La pregunta, susurrada, tampoco ocultaba el gran dolor que traspasaba a Zobeyda.
—Lo harán. —Hamusk sonreía a pesar de todo. No había que dar lugar a la desconfianza de los nuevos amos—. Utmán es hombre de palabra. Y además tú misma viste el interés que Zayda y Safiyya despiertan en el califa.
Ella se mordió el labio bajo el niqab. No quería pensar en el futuro de ellas. Dos princesas andalusíes en poder de los almohades… ¿Qué pretendían hacer con ellas? ¿Usarlas para forzar la rendición de Mardánish?
Un grupo de jinetes masmudas llegó desde poniente. Cabalgaban por la línea de asedio alrededor de la ciudad. El líder de la escuadra hizo serpentear a su caballo, lo detuvo frente al jefe de la guardia del Majzén y cambió algunas palabras con él. Zobeyda asistió a la escena, cuadriculada por la urdimbre de hilo del velo. El gigantesco guerrero negro se dirigió a Utmán y este asintió.
Los atabales sonaron a retaguardia y sobresaltaron a Zobeyda. Más guerreros de las tribus africanas los adelantaban para tomar posiciones, pero no se los veía tensos. Se sonreían y charlaban con buen ánimo, y los jinetes dejaban pastar a sus caballos. Aquello no parecía el preludio de un ataque, sino un simple paseo. Igual que había ocurrido en Alcira, cuando se abrieron las puertas de la ciudad y todo fueron saludos, parabienes y piadosa alegría. La voz de Utmán sacó a la mujer de sus pensamientos.
—Hamusk —el sayyid había dejado de llamar Mochico al señor de Jaén después de lo de Quesada—, mis fieles masmudas me avisan de que los palacetes junto al río han sido abandonados. No quedan ni los esclavos.
—Es lógico —murmuró el andalusí, aunque no en voz tan baja como para que Zobeyda no lo escuchara—. Mis nietas se habrán refugiado tras las murallas. Seguramente están en el alcázar.
Utmán frunció el ceño.
—En el alcázar…
—Protegidas por Abúl-Hachach, por supuesto —completó Hamusk.
El sayyid cambió el gesto de desconfianza por otro de complacencia. Después dirigió la vista a la cara velada de Zobeyda.
—Sé que no me crees, pero no deseo que tus hijas sufran daño alguno.
Ella bajó la cabeza, y Utmán se volvió para seguir figurando en la vanguardia de la parada militar. Caminó orgulloso, sin quitar la vista de los torreones que salpicaban aquella formidable muralla. Sobre ellos ondeaban todavía estandartes negros, cada uno adornado con una estrella de plata de ocho puntas. Con la caída de Valencia, el cerco al demonio Lobo estaría completado. Levantó la barbilla y recibió los vítores de sus hombres. Luego desenfundó la espada y la levantó hacia el cielo. Había llegado el momento.
Valencia
Zayda y Safiyya lloraban, y junto a ellas, la doncella Marjanna. Las tres se abrazaban, y las hebras de sus cabellos se enredaban hasta confundirse, rubias unas y negras otras. Abú Amir pasó sus brazos sobre los hombros de las dos muchachas y sonrió. La persa le devolvió la sonrisa con resignación y se apartó de las jóvenes.
—No debéis temer nada. No creo que os hagan daño. Además, seguro que pronto podréis ver a vuestra madre. Es el momento de ser fuertes, vamos… Sois princesas de al-Ándalus.
Aquello hizo redoblar el llanto de Zayda. Abú Amir deshizo su abrazo y miró a un lado. Estaban en el patio de entrada al alcázar, separados aún del resto de la ciudad por las murallas interiores. Alrededor del consejero, la doncella y las dos muchachas, los hombres de la guardia y los mercenarios cristianos se mezclaban con los sirvientes, los esclavos y los funcionarios. Abúl-Hachach y los soldados que le habían acompañado a Alcira estaban dentro, tal vez en el salón del trono. Fuera, las voces de los valencianos más exaltados recorrían la ciudad y saltaban los muros del alcázar. Se oían insultos al demonio Lobo y se pedía la cabeza de los cristianos que hubiera en Valencia. La población de la ciudad apenas alcanzaba la mitad de una semana atrás. Eran muchos los que, a la vista de las noticias, se habían marchado. Algunos al campo, con los parientes que se dedicaban a trabajar la tierra. Otros hacia poniente, a las apartadas ciudades de las tierras más enriscadas del reino, como Cuenca. Unos pocos incluso prefirieron, junto con los judíos de Valencia, huir al norte para acercarse a la nueva frontera con los territorios del rey de Aragón. Abú Amir resopló, fatigado por las últimas emociones. Aquel era el momento de los resentidos y los fanáticos. Pero en pocos días, Valencia se convertiría en un yermo triste por el que solo transitarían los favorecidos por el régimen africano. Eso le recordó la sublevación de veinte años atrás, cuando el traidor Ibn Silbán se hizo con la ciudad. Observó a las dos princesas sollozantes y las comparó con su madre, que en la época de la rebelión tenía más o menos la misma edad que ellas ahora. Zobeyda, audaz como una pantera, entrando en la ciudad de noche y dispuesta para el degüello… Cómo había cambiado todo. Cómo se había perdido la esperanza.
Abúl-Hachach salió del edificio principal del alcázar con la tez rojiza y un notorio temblor en los labios. Sus guerreros de confianza lo escoltaban y prestaban especial atención a los mercenarios cristianos. Abú Amir se fijó en los hombres del gobernador: cada uno de ellos, junto con su lanza, empuñaba varias banderas blancas atadas. El palacio vomitó más y más de aquellos soldados, y fueron formando pasillo hacia la puerta principal del alcázar. El silencio del patio contrastaba con los rugidos entusiastas de fuera. En los adarves del muro interior, jóvenes guardias alternaban las miradas al exterior con otras al gobernador de Valencia. Abúl-Hachach repartió órdenes en voz baja, y avanzó hasta llegar a la altura de Abú Amir y las dos princesas.
—No tiene sentido seguir con esta farsa —dijo el hermano del rey Lobo en voz baja—. Lo que está en juego ahora es nuestra vida. Y sobre todo, la de ellas. —Señaló a las dos muchachas. Abú Amir torció el gesto.
—Si las farsas no tienen sentido, no pretendas que crea que ellas son la razón de lo que vas a hacer.
Abúl-Hachach miró al suelo. Inspiró despacio e intentó armarse del valor que necesitaba para dar a aquello una mínima apariencia de dignidad. Pero no pudo. Cuando volvió a levantar la vista, su rostro seguía inflamado de vergüenza.
—Está bien… Supongo que ya sabes que…
—Que negociaste todo esto antes, en Alcira. Pues claro.
El gobernador volvió la cabeza incómodo. Era evidente que allí, dentro del alcázar, no se sentía seguro.
—No me juzgues mal. —Su voz sonaba conciliadora—. Es cierto que está en juego nuestra vida, y tú sabes que enfrentarnos a ellos no serviría de nada. No he hecho esto solo por mí. También por los demás…
—Cuando llegaste ayer —cortó Abú Amir—, lo primero que hiciste fue buscar a las princesas. Se las habrías entregado, ¿verdad?
Abúl-Hachach aferró al consejero por los hombros y lo apartó de las dos muchachas. Marjanna se apresuró a acogerlas en su regazo, pues las princesas seguían llorando, abrazadas y ajenas a cuanto sucedía a su alrededor. Abú Amir se dejó llevar por el gobernador de Valencia, y al separarse de las rubias hijas del rey se dio cuenta de la inmensa soledad que se cernía sobre ellas. Permanecían en el centro del patio, bajo las miradas de todos y con el único palio de la doncella persa. Ni los esclavos se atrevían a acercarse a Zayda y Safiyya. Parecían apestadas. Las hijas del Lobo, apretadas en su guarida y rodeadas de mastines que babeaban por hincar sus colmillos en los cuellos blancos y perfumados de aquellas delicadas mujeres.
—Utmán, el hermano del califa. —Abúl-Hachach siguió con su tono confidencial—. Él fue quien me exigió su entrega. A cambio me garantizó que no habría represalias. Debe ser así, Abú Amir. Mis hombres ocuparán ahora los torreones, quitarán los estandartes de mi hermano e izarán las banderas blancas de los almohades, y luego yo saldré para entregar a las princesas. Nadie sufrirá daño, aunque, por supuesto, mañana empezarán las inquisiciones. Pero no debes temer nada. Utmán sabe que, aun con las pocas huestes que tenemos, Valencia tardaría meses en caer. Por eso le pedí que permitiera salir a todo el que quisiera abandonar la ciudad. Eso incluye a los mercenarios cristianos. Y a ti, si lo deseas. No sufrirás daño. Ellos lo prometieron…
Abú Amir asentía con lentitud. Era posible que Abúl-Hachach estuviera diciendo la verdad. Aunque, en caso contrario, las cosas no cambiaban mucho. Tomó aire, lo soltó con fuerza y miró al cielo. Siempre había imaginado que ese día se vería envuelto en nubes negras y tormentosas, pero no era así. Se acercó a las desamparadas princesas y, con la misma suavidad que si fueran sus hijas, las separó de Marjanna, acarició sus cabellos dorados y depositó sendos besos en sus frentes. Se volvió al gobernador. La voz le tembló.
—Lo único que te pido es que me permitas salir a mí el primero.
Abúl-Hachach arrugó la nariz. No lo comprendía. Pero los gritos arreciaban fuera, y sus soldados se impacientaban. Varios se acercaban ya a las puertas del alcázar. Se empezaron a oír tambores distantes. Su sonido se ahogaba por los gritos desmedidos de quienes exigían ya la rendición al Tawhid, pero luego regresaban a oleadas desde todas partes. El gobernador de Valencia movió la cabeza una sola vez para dar su permiso a Abú Amir, y este lo agradeció con un gesto. Luego caminó con paso inseguro hacia las caballerizas. Mientras lo hacía, intentaba retener cada matiz del aire que aspiraba. Miró a las personas que abarrotaban el patio. Sonrió a las mujeres y saludó a los hombres con inclinaciones de cabeza. Pasó la mano por los cabellos castaños de una esclava, y ella respondió con un mohín de desconsuelo. Admiró la sencilla belleza del rostro femenino. La suave curva del mentón, los pómulos altos y los ojos color miel, que pronto serían cubiertos para no convertirse en fuente de pecado.
—¿De qué es culpable el sol resplandeciente en la mañana, si quienes tienen floja la vista no aciertan a apreciarlo?
La esclava forzó una sonrisa amarga sin llegar a comprender a qué venía aquel verso. Abú Amir tomó su mano y la besó con ternura. Lamentó no tener allí una copa de buen vino para brindar.
Sitio de Valencia
Estaban frente a la Bab Baytala, y ante ellos la muralla se curvaba sobre sí misma, como si la ironía le hiciera abrir sus brazos para acoger a los invasores. Las casas que formaban el arrabal, el pequeño cementerio y una solitaria torre albarrana flanqueaban el camino que llegaba desde el sur. Desde las ciudades ya sometidas. Los arqueros rumat ocupaban ahora la vanguardia, a un par de tiros de flecha de las construcciones más cercanas. Tras ellos, los jinetes masmudas aguardaban, subidos en sus caballos y con las azagayas apuntadas al cielo. Los atabales rugían, y cada tribu entonaba un canto ritual distinto. Una masa de campesinos indecisos se iba aproximando a la línea de asedio desde las alquerías. Con la excusa de llevar víveres al ejército invasor, se acercaban para asistir al espectáculo que tenía lugar allí.
Zobeyda seguía llorando. Era como si sus lágrimas no tuvieran fin. Permanecía junto a su padre, y ambos ocupaban un lugar de honor tras Utmán y los jeques de las cabilas, con las banderas desplegadas y ondeando al viento marino. Fue ese mismo viento el que removió el niqab y, por un instante, descubrió a sus ojos todo el esplendor de Valencia. Quiso gozar de aquellos últimos instantes de libertad para la ciudad. Como si en ellos pudiera concentrar todo su anhelo para luego poder beberlo a sorbos. Arrancó la prenda que tapaba su rostro y dejó que sus negros ojos se encontraran con las piedras viejas de la muralla. Nadie pareció reparar en su sacrilegio. Todos los almohades miraban al mismo lugar que ella, sobrecogidos por la hermosa estampa de Valencia, por el salvaje vergel que se extendía a su alrededor, por los aromas de jazmín y limón. Tal vez cada uno de aquellos bárbaros africanos se veía embargado por el mismo y extraño mal que, una generación tras otra, acababa por rendir el corazón de quien se atrevía a posar sus pies en al-Ándalus. No importaba el lugar del que se viniera: de una cordillera áspera, de un desierto inclemente o de un páramo helado. Valencia reunía todo aquello que solo Dios podía ofrecer al fiel. Aunque, también, todo lo que el diablo usaba para tentarlo.
Entonces alguien señaló a una sombra que se movía en el adarve, junto a uno de los estandartes negros en los que todavía flameaba la estrella de ocho puntas de los Banú Mardánish. La sombra se detuvo y los atabales redoblaron su toque. A lo largo de toda la muralla, más sombras ocuparon los torreones. En ese momento, uno de los pendones estrellados voló. Se separó de su mástil, y el viento lo arrastró hasta que, vencido por su peso, descendió y se perdió en el interior de la ciudad. Y en su lugar serpenteó una larga bandera blanca. Un sonoro vítor se alzó desde las filas masmudas, y las demás cabilas lo corearon. Uno a uno, los estandartes negros fueron desapareciendo, y más manchas blancas y ondulantes los sustituyeron. Toda la línea de cerco era ya un clamor. Las lanzas y las espadas se alzaban al aire y los gritos luchaban por acallar los tambores. Utmán se volvió y reparó en el rostro desenmascarado de Zobeyda. No le sorprendió verla así, despojada del niqab. El sayyid sonrió, y a ella no le pareció que aquella sonrisa guardara un ápice de burla. Era como si intentara transmitirle su alegría o consolarla por el llanto que anegaba sus ojos.
La Bab Baytala se abrió en ese momento. Sus hojas se movieron despacio, el silencio inundó poco a poco las filas africanas. Utmán dejó de mirar a Zobeyda. Aguardó unos instantes, volvió a levantar la espada y gritó algo en su lengua. La orden se repitió de escuadrón en escuadrón, los atabales dejaron de tocar. Se oyeron algunos relinchos, y el sonido de las olas viajó junto al mismo viento que movía las banderas almohades sobre las torres y las murallas de Valencia.
Un jinete solitario salió por la puerta abierta. Pasó junto a la torre albarrana, salvó la rambla y rebasó el pequeño arrabal, dejando atrás el murete del cementerio. Se detuvo un momento y, desde la distancia, observó las filas interminables de las cabilas. Zobeyda se alzó sobre las puntas de sus pies. El caballo que montaba aquel hombre solitario era un estupendo animal negro cuyas crines se mecían a la brisa. El hombre también vestía de negro, aunque no relucía hierro alguno sobre él. Entonces el jinete desenfundó una espada y apuntó con ella hacia la formación de banderas en la que se encontraban los líderes del ejército almohade. Utmán murmuró algo, y Hamusk miró con gesto de pasmo a su hija.
Con un grito seco, el jinete azuzó a su montura. El caballo negro se encabritó, correteó unas varas y saltó hacia delante. En cuanto sus pezuñas tocaron el suelo, empezó una carrera rabiosa. El caballero apartaba los talones de los ijares del animal y luego los clavaba con fuerza, mientras su espada seguía apuntando a la línea almohade. Hubo gritos entre los africanos, y varios masmudas se adelantaron para proteger al sayyid. Sin embargo, el silencio seguía dominando las filas. En vanguardia, decenas de rumat descendieron al posar la rodilla en tierra, y las flechas abandonaron las aljabas.
—Es un loco… —Hamusk negaba con la cabeza—. Un suicida.
El caballo llegaba lanzado a toda velocidad. Zobeyda, ajena a cualquier tabú, se metió por entre dos jeques y apoyó la mano izquierda en el hombro de Utmán. El sayyid no se inmutó por el gesto. Sonaron varios chasquidos, y a continuación las astas de las flechas atravesaron el aire y dibujaron trazos oscuros que se alargaron hacia el jinete. El hombre sufrió una conmoción repentina. Y luego otra, y otra más. De pronto los proyectiles, que un momento antes estaban calados en los arcos de los rumat, sobresalían ahora del cuerpo del caballo negro. Alguien gritó una orden y media docena de masmudas espoleó a sus animales. Las adargas cayeron delante de los pechos y los guerreros se inclinaron, dispuestos para la carga. Frente a ellos, los arqueros saltaron a los lados.
El jinete suicida dejó caer la espada. El caballo negro resopló, y el aire salió de sus ollares mezclado con la sangre. Sus patas delanteras se doblaron y el hombre voló por encima de la cabeza del animal. Rebotó contra el suelo justo delante de los masmudas, y estos lo clavaron a la tierra con sus jabalinas. El solitario caballero no soltó ni un solo grito. Quedó inmóvil, con el cuerpo acribillado y tendido a pocas varas del caballo. El animal lanzó un último bufido y también murió.
Utmán se adelantó con la espada empuñada. Los masmudas hacían retroceder a sus caballos para apartarse del caballero muerto. Zobeyda vaciló un momento, pero luego siguió los pasos del sayyid. Antes de llegar, ella reconoció el cadáver. Sus rodillas flojearon y el llanto se le cortó, atravesándose en su garganta. Aquel aire húmedo de jazmín se negó a entrar en sus pulmones, y luego el dolor y la tristeza estallaron en un grito.
—¡Abú Amir!
Utmán miró atrás e interrogó con la mirada a Hamusk. Este ladeó la cabeza y encogió los hombros. Zobeyda cayó de rodillas y puso ambas manos en las mejillas de su viejo amigo. Se inclinó para que las frentes se tocaran, y recordó cuántas veces había advertido él que no, que jamás renunciaría a su libertad. Abú Amir, que nunca había empuñado las armas. Hamusk llegó junto al muerto y apoyó una mano en el cabello cubierto de su hija.
—Debes levantarte —ordenó en un susurro—. No es conveniente que llores así por él.
Zobeyda se tapó la boca. Abú Amir había muerto acribillado, y las astas de las flechas y las jabalinas sobresalían ensangrentadas de su cuerpo. Pero pese a todo, el rostro del poeta mostraba una serena sonrisa.
—Solo llevaba una espada… —balbuceó ella. Hamusk tiraba de uno de sus brazos para obligarla a levantarse, pero ella se negaba a dejarlo allí—, y ni siquiera sabía cómo usarla.
El señor de Jaén apretó los dientes. Él también observó el cuerpo atravesado de Abú Amir. Sin cota ni escudo, con aquel ligero ropaje negro, el andalusí se había lanzado directo a la muerte. Tal vez alguno de los exaltados almohades pensara que aquello era una muestra de martirio por Mardánish, pero él conocía bien al poeta. Por fin consiguió atraer a Zobeyda hacia sí y la abrazó para consolarla. Ella se venció, incapaz de soportar más sufrimiento. Entonces se produjo una nueva conmoción en el ejército, y los rumat recuperaron sus posiciones defensivas. Las órdenes volvieron a volar entre las filas, y los escudos se aprestaron, se empuñaron las lanzas y se ordenaron las cabilas. El soplo del viento y el crujir de las banderas se desvanecieron, sofocados por el chocar metálico y el traqueteo de las armas. Hamusk se preguntó si alguien más se arrojaría al suicidio tal como había hecho Abú Amir, pero la orden ronca de Utmán despejó sus dudas: el sayyid mandaba detenerse a las tropas.
Hamusk apartó a su hija de la marea humana y encontró su niqab junto a las banderas. Cubrió el rostro con ternura y miró a la Bab Baytala por entre las hileras de hargas y haskuras. Los valencianos abandonaban la ciudad en silencio, a pie y agitando los estandartes blancos del califa Yusuf. Cuando las primeras figuras surgieron de entre las casuchas del arrabal, el señor de Jaén vio que el cortejo de sumisión estaba encabezado por dos muchachas de cabello rubio.