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Capítulo 69

Todos contra Murcia

PRIMEROS días del verano de 1171. Córdoba

La élite del imperio almohade se había dado cita en la antigua capital omeya, una ciudad desde la que, muchos años antes, se había regido el destino de toda la Península. Nada que ver con las aldeas abandonadas que el joven rey aragonés ocupaba sin combate.

A cientos de millas de Córdoba, Alfonso de Aragón, medio satisfecho, medio frustrado, había retornado a Tarazona; y allí presenció los esponsales del rey de Castilla con la princesa inglesa Leonor Plantagenet. Se establecía así un vínculo que reforzaba la posición castellana como reino más poderoso de la Península. El joven monarca aragonés tuvo que ver, no sin un deje de irritación, cómo el mismísimo Pedro de Azagra, fiel amigo de Alfonso de Castilla, asistía a las celebraciones en calidad de señor de Albarracín y guardián de la novia.

Este repentino despunte del de Azagra influyó también en el rey de Navarra, quien se apresuró a congraciarse con él y le devolvió el señorío de Estella. De pronto, Pedro Ruiz de Azagra se convertía en pieza clave de la política cristiana, y todo merced a la decisión de Mardánish.

Mientras tanto, los portugueses tuvieron que rendirse a la evidencia: les resultaba imposible oponerse a un tiempo a los almohades, a León y a Fernando Rodríguez de Castro. Por eso firmaron una tregua con Utmán y le dejaron las manos libres. El sayyid aprovechó la circunstancia de inmediato y abandonó el apaciguado Garb, dispuesto a rogar a su hermanastro que se dirigieran de una vez por todas a Murcia para acabar con Mardánish.

El momento pareció acercarse por fin cuando se anunció que el mismísimo califa Yusuf había cruzado el Estrecho al mando de un poderoso ejército, y que tras recalar en Sevilla para recibir la adhesión de los andalusíes sumisos, se disponía a reunirse en Córdoba con Utmán y Abú Hafs y a visitar en su retiro al anciano Umar Intí, al que presentaría sus respetos como último superviviente de la Primera Hora. Toda una reliquia del Tawhid.

Yusuf se hizo preceder por una impresionante comitiva de guardias negros que escoltaban las banderas aún atadas. Córdoba entera, repoblada a la fuerza tras los últimos y duros tiempos, se echó a la calle para recibir al príncipe de los creyentes. Tambores, chirimías y loas al Único corearon el paso del segundo califa almohade. Yusuf, siempre acompañado por su fiel Ibn Tufayl, inspiró con fruición el aroma que brotaba de los jardines cordobeses. Estaba de vuelta por fin. Y demostraba su alegría. Repartía sonrisas condescendientes mientras caminaba por las calles rumbo al alcázar, y no dejaba de observar a los renovados cordobeses, buscando cabellos rubios que escaparan de los velos de las mujeres. Ah, al-Ándalus. Y sus placeres, tan pecaminosos, pero también tan irresistibles…

Utmán y Abú Hafs se postraron a ambos lados del sitial de cojines reservado para el califa. El salón del trono del alcázar se había llenado para la ocasión con los más ilustres almocríes y alfaquíes, y varios cadíes de la región pegaban su frente al suelo del palacio para rendir pleitesía al príncipe de los creyentes. Yusuf tomó asiento y dio licencia para que sus siervos se alzaran. Al hacerlo, todos pudieron ver que la enfermedad anidaba aún en el califa. Sus ojos aparecían casi tan enrojecidos como los de su hermanastro Abú Hafs, y la piel de su rostro se pegaba a los huesos mientras que los ojos se le hundían en las cuencas. Todos sabían que el mal que aquejaba al califa era contagioso, pero nadie se atrevió a vacilar siquiera ante las toses de Yusuf. Ibn Tufayl, con gesto complaciente, permaneció de pie a un lado y tras el sitial, y Utmán y Abú Hafs tomaron asiento a ambos flancos del príncipe de los creyentes. El desfile de aduladores comenzó, y uno tras otro, todos fueron dejando sus alabanzas y promesas de fidelidad ante Yusuf. Sin dejar de sonreír a cada nuevo siervo, el califa pidió novedades a sus hermanos.

—El Garb ha quedado entero bajo pacífica sumisión —informó Utmán—. Ese Sempavor no nos molestará de momento, y su rey no tendrá más remedio que respetar las tierras cubiertas por el Tawhid. Además llegué a un acuerdo con Fernando de León. Tenemos paso franco por sus tierras y por las de ese castellano renegado, Castro, para hostigar al perro cristiano Alfonso.

Yusuf asintió complacido y tosió un par de veces. Abú Hafs completó el informe desde el otro lado.

—Hamusk, el suegro de Mardánish, lleva tiempo pidiéndonos ayuda para rechazar a su yerno. Y se ha vuelto a ofrecer a guiarnos por el Sharq para someter al demonio Lobo. Mardánish está solo. Los cristianos andan muy ocupados cerrando acuerdos entre ellos, repartiéndose las migajas que pronto quedarán del reino del Lobo. Es el momento, príncipe de los creyentes. Dios, alabado y ensalzado sea, nos llama a las armas.

Un par de toses más y un suave carraspeo de Ibn Tufayl. Yusuf miró de reojo a su consejero andalusí, siempre opuesto a la guerra, y alzó una mano para detener el desfile de aduladores.

—¿Dices, Utmán, que el Garb es seguro? —preguntó el califa.

—Lo es. Acabo de regresar de allí y he dejado atrás guarniciones y acuerdos. Creo que podemos confiar en el rey de León. Al menos de momento. Está tan interesado en que sus vecinos cristianos no prosperen, que se ha convertido en un buen aliado.

—Tengo curiosidad. —Yusuf se volvió un ápice hacia Abú Hafs—. Sé que el demonio Lobo repudió a su favorita, la hija de Hamusk. ¿Está ella en Jaén?

—No, oh, espada del islam. Zobeyda bint Hamusk se halla aquí, en Córdoba.

Yusuf apuntó un mohín de satisfacción y tosió débilmente antes de continuar.

—También sé que tiene una hija… Una hija rubia.

Utmán frunció el entrecejo, pero Abú Hafs ensanchó su sonrisa de hiena.

—Zobeyda no tiene una, sino dos hijas, príncipe de los creyentes. Ambas rubias, según dicen. Y también dicen que la belleza de las dos es legendaria. Se cuenta que ese demonio de Mardánish, enamorado de una de ellas, le ha construido un palacio en Valencia que no tiene nada que envidiar al que posee en Murcia.

—¿De verdad crees todas esas falacias que se cuentan de Mardánish? —intervino Ibn Tufayl. La sonrisa se borró de la cara de Abú Hafs.

—Algo de verdad tiene que haber —apuntó Yusuf—. Dicen que cuando se emborracha, copula ciegamente con toda mujer, hombre y animal que se pone a su alcance… Pero eso ahora es lo de menos. Dios, en su sabiduría, sabrá castigar los excesos de Mardánish. Son sus hijas las que me interesan. Háblame de ellas. ¿Están aquí, con su madre?

—No, hermano mío. —Abú Hafs entornó los ojos y pensó durante unos instantes—. Zobeyda, que también conserva una belleza antinatural, está aquí sola, como rehén por la alianza de su padre. Me permití tomar esa decisión en tu nombre. Su aborrecible esposo la llevó a Jaén sin las hijas, a las que de seguro conserva con él para poder tomarlas incestuosamente. Pobres princesas rubias; que además son caras a Dios, según me aseguran. Alguien debería rescatarlas de las garras de su padre. Pero haz venir a la andalusí Zobeyda. Así podrás hacerte una idea de cuánta belleza encierran sus hijas, que la superan en mucho.

Las palabras de Abú Hafs consiguieron la hazaña de detener la débil tos del califa. Los ojos enfermizos de Yusuf brillaron, y dio tres palmadas.

—¡La recepción ha terminado! —gritó, e hizo un gesto a los Ábid al-Majzén apostados en las puertas del salón—. ¡Deseo estar solo ahora! —Se inclinó hacia Abú Hafs—: Vosotros no os vayáis, pero haz que venga esa Zobeyda.

El salón se despejó en cuestión de instantes. Los cadíes, ulemas y alfaquíes abandonaron la estancia a pasos rápidos cuando los guardias negros terciaron las gruesas lanzas y fueron ocupando el centro alfombrado para empujarlos hacia las salidas. Abú Hafs, al mismo tiempo, despachó a un par de sirvientes para cumplir la orden del califa. Mientras esperaban, Yusuf siguió hablando a sus hermanos.

—Por desgracia, Dios no ha considerado apropiado curarme todavía, así que me veo aquejado de esta debilidad que no me permite cumplir con mis obligaciones. Por ello confiaré en la palabra de Utmán y, con una pequeña parte de mi ejército, me dirigiré al Garb.

Abú Hafs se sobresaltó, pero fue Utmán quien protestó:

—¿Al Garb? Es Mardánish quien resiste, y está en el Sharq. ¿Por qué no ir contra él? ¿Por qué…?

—Ah, Utmán —le atajó el califa con un gesto brusco—. Me irritas con tus quejas igual que irritabas a nuestro padre, al que Dios tenga a su diestra. En pos de nuestra sagrada misión, sacrificaré la gloria que la voluntad del Único reserva para sus más amados, y partiré hacia el Garb. Atravesaré las tierras sometidas a mi guía y entraré por las de los leoneses y las de Fernando de Castro. Hostigaré las fronteras con Castilla, y así los mantendré ocupados. Mientras tanto, tú y Abú Hafs tomaréis al grueso de las fuerzas y partiréis al Sharq. Incluso os prestaré a parte de mis Ábid al-Majzén. Os dejaréis guiar por Hamusk y someteréis a Mardánish. Intentaréis hacerlo de grado, pero si no se allana, acabaréis con él. Tomaréis a esas beldades rubias que tiene por hijas y las traeréis ante mí. Os cedo la gloria, ya veis.

—Tu humildad es digna de alabanza, príncipe de los creyentes —opinó Ibn Tufayl.

—Pero, hermano mío, sabio entre los sabios —Utmán no lograba desvestir de sorna sus palabras—, tu guía es la que el ejército necesita. Dios no permita que ocurra como hace unos años, cuando nuestro buen Abú Hafs se retiró de Murcia sin cumplir tu misión. Dirige tú a las tropas en el Sharq conmigo, Yusuf. Y para contener a los infieles castellanos, envía por el Garb a Abú Hafs.

El aludido visir omnipotente se levantó como accionado por un resorte. Su mirada rapaz se clavó en el sayyid Utmán, y hasta Ibn Tufayl retrocedió contra la pared del salón.

—¿Quién eres tú para contravenir los dictados del príncipe de los creyentes? ¿Quién eres para contravenir a Dios? —Alzó la mano y su dedo índice apuntó al artesonado—. Pues es dictado divino que los enfermos no estarán obligados a ir a la guerra. Y en lugar de agradecer al califa su humildad y su sacrificio, te atreves a destapar lo que el pasado enterró bajo la arena. Si Murcia no cayó cuanto tú quisiste, fue porque Dios, bendito sea, no lo dispuso. Y de entre ambas voluntades, queda claro cuál debe prevalecer. —Se volvió a Yusuf—. No prestes oídos a Utmán, pues dice el Único que sus servidores son los que caminan con modestia por esta tierra.

El califa retiró la mirada. A pesar de su posición y del paso de los años, seguían intimidándole los ojos sanguinolentos de su hermanastro. Y aún le aterraba la guerra. Sin embargo, sus remordimientos y temores se disiparon cuando los sirvientes enviados por Abú Hafs se presentaron y anunciaron la llegada de Zobeyda. Yusuf se irguió sobre los cojines y hasta Ibn Tufayl recobró la compostura. Abú Hafs caminó hacia la entrada por la que había de llegar la mujer.

—No te dejes turbar, oh, hermano mío. Lo que vas a ver es diabólico y ha quebrantado las almas de miles de fieles.

—Trataré de ser digno de la carga que Dios me ha impuesto.

Zobeyda entró despacio, pisando con pies descalzos las alfombras que cubrían el suelo del salón. Arrastró los bordes del larguísimo yilbab y se detuvo frente a Abú Hafs. El visir omnipotente la miró sin ocultar su desprecio.

—Descúbrete, mujer —ordenó.

La andalusí vaciló. Observó a través del niqab a cada uno de aquellos cuatro hombres, y su vista se detuvo en Ibn Tufayl, el único que, como ella, no era bereber. El anciano se encogió imperceptiblemente de hombros.

—La loba es orgullosa —murmuró Yusuf. Utmán sonrió apenas.

Abú Hafs alargó la mano, tiró del niqab y lo arrancó del rostro. Al hacerlo, descubrió la mirada altiva de Zobeyda. Y lo que el califa vio fue a una mujer de cuarenta años, limpia de afeites, con la tez blanquísima y tenues arrugas en torno a los ojos y las comisuras de los labios. Yusuf inspiró con fuerza y ahogó un nuevo ataque de tos.

—Sin duda es hermosa. Todavía. Pero la juventud huyó de ella. —Levantó la mano derecha en gesto de desdén—. Dime, mujer, ¿es cierto que tienes hijas?

Zobeyda apretó los labios un momento y sus pupilas se dilataron.

—Contesta al príncipe de los creyentes —mandó Abú Hafs.

—Tengo… dos hijas. Zayda y Safiyya.

El califa se levantó, siendo de inmediato ayudado por su hermano Utmán. Caminó despacio hacia Zobeyda y acercó la cara a la de ella. Examinó cada rasgo, igual que hacía en el mercado de Agmat cuando buscaba concubinas entre las esclavas llegadas de Europa.

—¿Te gustaría volver a ver a Zayda y Safiyya?

Aquella pregunta conmovió el ánimo de la mujer. Sostuvo la mirada del califa y su gesto altivo se trocó por otro de súplica, pero no dijo nada. Yusuf sonrió, tomó de manos de su hermanastro el niqab y se lo tendió a Zobeyda. Ella lo aceptó y cubrió su cara despacio.

—He oído —dijo Abú Hafs— que Mardánish se arrepintió de repudiarla. Se cuenta que está enfermo, y que ha empeorado desde que esta mujer falta de su corte. Dicen también que pasa las noches sin dormir, retorcido de dolor impío, y que tortura y mata a sus allegados para desahogar la pena.

—¿Y el demonio Lobo sabe que ella está aquí, con nosotros?

—Las noticias viajan deprisa en esta tierra de alcahuetas. Seguro que lo sabe —siguió murmurando Abú Hafs—, aunque no estará de más cerciorarnos. Lo cierto es que tener a esta andalusí a nuestro lado puede allanarnos el camino.

Yusuf asintió. Se estremeció al adivinar las intenciones de su hermanastro. Usarla como señuelo, claro. Prometiendo tal vez a Mardánish hacer sufrir a Zobeyda lo insufrible. El rey Lobo, que no había cedido ni una pulgada a pesar de ver morir ante sí a miles de sus guerreros, podría rendirse ante la perspectiva de que la mujer a la que amaba fuera torturada hasta la muerte. Eso sería muy propio de Abú Hafs. El califa se volvió, incapaz de soportar la mirada enfermiza del fanático visir omnipotente. Se encontró con la de Ibn Tufayl, su más fiel consejero. Ah, tal vez en otro tiempo, años atrás, el recurso del tormento y la muerte habría sido una buena baza. Ibn Tufayl sonrió, y Yusuf le devolvió el gesto.

—Las rubias hijas de Zobeyda —habló el de Guadix— te estarían muy agradecidas, príncipe de los creyentes, si mostraras tu misericordia y la grandeza de tu corazón. Y no solo ellas. Todas las ciudades rebeldes de al-Ándalus te rendirán pleitesía cuando les muestres cuán grande es tu corazón. Haz que esta mujer se plante sana y salva ante las puertas de Murcia, y se abrirán solas para ti.

Unos días después. Murcia

El rey Lobo bebió lentamente de la copa que le acababa de tender Abú Amir. Uno de los sirvientes la retiró cuando Mardánish apuró el contenido, y se marchó del aposento en silencio. El consejero examinó con gesto serio a su paciente y levantó con el pulgar cada uno de los párpados del rey. Torció la boca ante el color amarillento de los ojos.

—Al menos podrías disimular —reprochó Mardánish.

Abú Amir asintió y se dejó caer sobre el escabel que había junto al lecho. El rey sufrió uno de sus accesos de dolor y se aferró el costado a través de las sábanas. El latigazo duró un largo instante, y luego la cara de Mardánish se relajó. Aquellos ataques eran cada vez más frecuentes, y tras ellos el rey quedaba exánime, sin fuerzas apenas para hablar. Abú Amir miró al otro lado de la cama. Allí estaba Hilal, de pie y con el rostro compungido.

—Tú tampoco eres muy bueno disimulando, hijo mío —se quejó el rey cuando pudo recuperar el aliento—. ¿Qué ocurre? ¿Hay noticias de Jaén?

Hilal carraspeó y se dispuso a hablar, pero negó con la cabeza y se mantuvo en silencio. Luego empezó a caminar de un lado a otro de la habitación, como un animal cautivo dentro de una jaula.

—Hay noticias… —dijo por fin Abú Amir—, pero no de Jaén. Es el califa. Yusuf ha cruzado el Estrecho al frente de un ejército tan grande como el de hace seis años.

Mardánish cerró los ojos mientras digería la noticia. Hilal, por su parte, llegó hasta una de las celosías y miró afuera al tiempo que seguía moviendo la cabeza con pesar.

—Entonces es verdad —murmuró por fin el rey.

—Es verdad. Son rumores, pero insistentes —siguió Abú Amir—. Por todo el Sharq ha volado la noticia. La han traído los marineros desde Almería y los mercaderes desde Guadix. La gente se pone nerviosa…

—Despacharéis emisarios. —El rey se incorporó y, tras vencer la tímida resistencia de Abú Amir, se sentó en el borde del lecho—. Hay que actuar rápido, antes de que nuestros enemigos siembren el desánimo…

—Díselo ya, Abú Amir —reclamó Hilal sin darse la vuelta. Mardánish miró a su hijo y luego al consejero.

—¿Qué tiene que decirme?

—Nuestros enemigos ya han extendido el desánimo —contestó el muchacho, y por fin encaró a su padre—. Alcira se ha rebelado. Hemos interceptado correos que viajaban hacia Córdoba con mensajes para el califa: el caíd de la plaza, un tal al-Makzumí, se queja de que eres un mal musulmán y de que favoreces a los infieles sobre tu pueblo. Dice que se acoge al Tawhid si los almohades lo amparan.

—Al-Makzumí… Sí —susurró el rey—. Yo mismo lo nombré. Y me juró obediencia, lo recuerdo. Traidor.

—Si llegan a Alcira, los africanos habrán conseguido meterse en pleno corazón del Sharq —masticó con rabia Hilal—. Tendremos al enemigo entre Murcia y Valencia —golpeó con el canto de una mano sobre la palma de la otra—, cortando por la mitad el reino.

—Y lo cierto es que no hay manera de evitarlo —sentenció Abú Amir.

Se hizo un nuevo silencio. Mardánish se llevó la mano de forma inconsciente al costado, a pesar de que el dolor no lo visitaba ahora. Dejó caer la cabeza y reposó los ojos fatigados en los arabescos que se entrecruzaban en el suelo. Estaba rendido. Tanto, que casi no le importaba que Alcira completase su rebelión. Pero si eso ocurría, Valencia, separada de Murcia por los rebeldes, también caería. Abúl-Hachach no resistiría mucho. Nada, en realidad, vistas las esperanzas. Levantó la mirada y descubrió en Abú Amir y Hilal el mismo gesto de impaciencia culpable.

—¿Qué? ¿Todavía hay algo peor?

El muchacho se aproximó al lecho, pero esta vez no pudo decir nada. Sus ojos brillaban como cuando era un crío de pecho y reclamaba la presencia de su nodriza. Rogó en silencio a Abú Amir que fuera él quien hablara esta vez. El poeta carraspeó indeciso.

—¡Decid ya! ¿Son los aragoneses de nuevo? ¿Se aproximan a Valencia acaso? ¡Hablad!

—Es Zobeyda —respondió por fin Abú Amir—. Está con el ejército almohade. Abú Hafs ha hecho proclamar que no se separará de ella hasta que el Sharq caiga.

Un débil gemido brotó de la garganta de Mardánish, que se derrumbó a un lado. Hilal se lanzó a sujetar a su padre para evitar que cayera, y lo sostuvo entre sus brazos. El muchacho, que había intentado mantener las lágrimas a buen recaudo, no pudo evitar que sus ojos se humedecieran al comprobar que el rey Lobo no pesaba ya mucho más que la piel negra que adornaba su trono. Con aquella fragilidad, el príncipe del Sharq al-Ándalus tomó conciencia de que el sueño terminaba. Esta vez sí. Sin remisión.

—Con Abú Hafs… —hipó Mardánish—. Ese fanático cruel… Por favor, decidme que ella está bien. Sana. Entera.

—No sabemos nada, mi señor —dijo Abú Amir.

—Padre, no te dejes vencer —rogó Hilal—. Recuerda. Recuerda lo que me enseñaste. Debes estar sereno, padre. Y has de ser constante… Constante en la adversidad.

—La adversidad… —repitió el rey. Abú Amir se mordió el labio y suspiró. Mardánish hablaba mecánicamente, y alternaba las palabras y los hipidos mientras Hilal lo apretaba contra su regazo—. Mis armas… prestas. Y debo… Debo ser valiente…

—Valiente, padre. Siempre lo has sido. Vamos. Danos tus órdenes. Hemos de reaccionar. Resistir, como siempre.

Mardánish inspiró con fuerza y, poco a poco, recuperó la pose arrogante. Resistir, como siempre. Hasta el final. Como aquel lobo negro. Miró a Hilal con cariño.

—Se acerca la última hora del lobo. El cazador lo tiene acorralado y no hay salida.

—El lobo. —El joven reflexionó un instante—. Sí, desde luego. Acorralado y sin salida. —Agarró al rey por los hombros—. Pero tu lobo, padre, no se rindió jamás. Y hasta la última cuchillada te la hizo pagar con sangre.

Mardánish asintió y separó con suavidad a su hijo. Se levantó y, tras un primer tambaleo, se dirigió a los dos hombres con la barbilla alta.

—Abú Amir, saldrás para Valencia hoy mismo. Llevarás un mensaje a mi hermano: deberá ponerse al mando de sus tropas y sitiar Alcira hasta que la devuelva a mi sumisión. Tú quedarás al frente de Valencia, y allí resistirás. Confío en ti más que en Abúl-Hachach para ello. Morirás antes que entregarla a nuestros enemigos. Júralo.

El poeta se levantó del escabel y sonrió. Ni siquiera él necesitaba reunir firmeza para comprometerse a aquello.

—Lo juro.

El rey volvió la cara hacia su hijo. Hilal era ahora su último baluarte. Él tendría que enfrentarse a los almohades. Pero si lo hacía, sería barrido. Suspiró. El lobo negro había dado su vida, pero jamás sacrificó a ninguno de sus compañeros de manada. ¿Y él iba a enviar a su hijo a una muerte segura?

—Manda correos a Jaén. Que los mercenarios cristianos abandonen el cerco y se encastillen en Lorca. Allí deberán esperar el primer ataque almohade.

—Bien —respondió Hilal con seguridad—. Saldré ahora mismo. ¿Puedo llevar a mis andalusíes de la Marca? Necesitaremos a todos los hombres posibles para enfrentarnos a…

—No, hijo mío. Tú no irás a Lorca.

Hilal dejó la boca abierta, a media frase, y la decepción asomó a sus todavía húmedos ojos.

—Pero, padre…

—Querías órdenes y las tienes. Tú permanecerás aquí, a la espera. Lo último que deseo es que Abú Hafs te muestre a tu madre encadenada mientras aguardas el embate enemigo en primera línea. —Anduvo despacio, evitando mirar a la cara a Hilal. Esta vez fue él quien se dirigió al enrejado y dejó que su vista se perdiera lejos. Llegaba la hora de ajustar cuentas, sí. Sonrió. Le pareció ver de nuevo los ojos refulgentes del lobo en la oscuridad de la sierra, justo antes de recibirlo a mordiscos. Resistiendo hasta el fin por la manada.

Unas semanas después. Quesada

Siguiendo su plan, el califa tomó a una parte de su ejército, aunque no ciertamente pequeña. Con ellos y con la certidumbre de caminar sobre seguro, se dirigió al Garb para evitar el corredor de Calatrava, que era la vía directa hacia Castilla y por eso estaba repleta de freires guerreros y de caballeros cristianos. Avanzó por las cercanías de Badajoz y viajó por las tierras de su aliado cristiano, Fernando Rodríguez de Castro. Después cruzó el Tajo y se presentó en la frontera castellana por donde menos se le esperaba. Los vasallos del joven y recién casado rey Alfonso fueron sorprendidos y el pánico se extendió por los campos y aldeas toledanos. Ignorantes de que se trataba de un simple movimiento de distracción, los cristianos creyeron verse invadidos por una cruel morisma salida de la nada. La noticia voló y toda Castilla desvió su atención hacia poniente.

Mientras tanto, Abú Hafs, Utmán y el grueso de las huestes almohades se reunieron con Hamusk en Jaén, casi a tiempo de ver la polvareda levantada por las tropas mercenarias de asedio, que huyeron a toda espuela hacia Lorca. Hamusk, pletórico de felicidad, guio a sus nuevos amos rumbo a Murcia, y al llegar a Quesada, que todavía se mantenía en la obediencia al Sharq, recomendó sitiarla. El asedio se alargó unos pocos días, y pronto, a la vista de que no había auxilio posible, el caíd de la ciudad se rindió. El hombre se presentó ante Abú Hafs desarmado y cubierto solamente con su camisa en símbolo de humildad y acatamiento, y pidió que los pobladores de Quesada fueran respetados.

—Haced venir a Hamusk —ordenó el visir omnipotente mientras el caíd seguía postrado ante él. Uno de los Ábid al-Majzén se alejó para cumplir la orden, y los demás siguieron apuntando al enemigo rendido con sus lanzas—. Ah, y que venga también su hija.

El señor de Jaén no se hizo esperar. Nunca lo hacía, a pesar de su sobrepeso, cuando lo requería un almohade, y mucho menos si quien reclamaba su presencia era el visir más cruel y poderoso de todo el imperio africano. Hamusk llegó sudoroso, a medio vestir pero con la sonrisa de sumisión pintada en la cara. Tras él, altiva y velada, caminaba Zobeyda. Todo el campamento permanecía en silencio, con las jaimas montadas en perfecto orden, como reclamaba la tradición, y los estandartes blancos del califa Yusuf ondeando frente a la rendida Quesada. Sobre las almenas asediadas, los pocos pobladores aguardaban expectantes el destino de su caíd y el suyo propio.

—Manda a tu siervo, ilustre visir omnipotente —se presentó Hamusk mientras Zobeyda se tragaba la vergüenza.

—Mira, Mochico. —Abú Hafs señalaba al hombre semidesnudo que se postraba de rodillas ante él y mantenía la frente pegada al suelo polvoriento—. El caíd de Quesada, que hasta hace poco te tenía por señor, me rinde pleitesía.

Hamusk resopló, fatigado por la rápida caminata desde su tienda, plantada como signo de desprecio en la periferia del campamento almohade. Apoyó ambas manos en los costados y pugnó por recuperar el resuello. Luego reunió la poca saliva que le quedaba y escupió al caíd.

—No se avino a abrazar el Tawhid cuando pudo hacerlo —explicó—. Ahora se somete por salvar la vida. Es un perro.

Abú Hafs sonrió al ver de reojo cómo se aproximaba su hermanastro Utmán. Muchos guerreros se arremolinaban para asistir al espectáculo.

—Cierto: antes no se sometió. —El visir de mirada sangrienta alargó las sílabas burlonamente—. Ahora sí. Me recuerda a alguien.

Hamusk enrojeció, pero evitó responder. Rebuscó en su boca para volver a escupir al caíd de Quesada, aunque esta vez no fue capaz de hacerse con suficiente saliva.

—Perdónale la vida —intervino entonces Zobeyda. Un murmullo de sorpresa se extendió por entre los guerreros almohades. Utmán, tan pasmado como los demás, se acercó a Abú Hafs. Este borró su sonrisa antes de preguntar:

—¿Qué le perdone la vida? ¿Por qué, mujer?

—Para que vean tu grandeza, mi señor. —La voz, que salía amortiguada por el niqab, no estaba desprovista de una ironía que el visir percibió.

Abú Hafs apuntó al cielo. Aquel gesto tenía la particularidad de asquear a Zobeyda.

—Dios es grande. Es su grandeza, pues, la que todos deben ver. Yo, como tú, mujer, soy un siervo del Único. Él puede permitirse ser misericordioso —desenfundó su espada con un gesto teatralmente lento—, pero nosotros, los hombres, debemos glorificarle aun cuando la misericordia no es posible.

—Si matas a ese hombre —advirtió ella—, todos sabrán que es la muerte lo que deben esperar de ti. Y resistirán hasta el final. Créeme. Recuerda las palabras de Ibn Tufayl en presencia del califa. ¿Acaso no estoy yo aquí para que cada ciudad vea en mí la esperanza y tu misericordia?

Utmán sonrió satisfecho, pero Abú Hafs no lo vio. Él prefirió levantar la espada y apuntó a Hamusk.

—¿Has oído, Mochico? Misericordia. ¿Sabes tú lo que es eso? Tu hija parece saberlo. Y me pregunto si no lo sabría mientras tú aplastabas a los verdaderos creyentes contra las murallas de la Qadima en Granada.

El señor de Jaén intentó tragar saliva sin acordarse de que tenía la boca seca, y eso le provocó una tos repentina. Hasta los guardias negros, que tenían fama de impertérritos, se sonrieron por el trato burlón de Abú Hafs hacia Hamusk. Este se recuperó por fin y observó al visir omnipotente, que aún sostenía la espada en alto. Luego miró a su alrededor y pudo ver las muecas sarcásticas de los almohades. Finalmente se volvió hacia su hija, que permanecía altiva, como siempre. Ni una sola pulgada de piel tenía a la vista, pero su padre percibía cómo los ojos de Zobeyda se clavaban en él, en espera de su reacción. ¿Podría acaso Hamusk sobrevivir sin hacerse respetar por aquellos hombres que seguían considerándolo un impío, un ser sucio e inferior, hecho a la lujuria, la gula y la avaricia? Se armó de decisión. Él era Ibrahim ibn Hamusk, señor de Jaén, de Úbeda, de Baeza, de Segura. Había matado a más hombres de los que podía contar, y por su lecho había pasado un número similar de mujeres. Agarró con fuerza el puño de su espada, y los guardias negros bajaron las lanzas hacia él simultáneamente. La hoja resbaló por el borde de la vaina y las risitas burlonas se vieron interrumpidas por el chirrido del hierro contra el cuero. Hamusk anduvo despacio, sintiendo todas las miradas sobre él. Con las puntas de las lanzas señalándole. La hoja azulada subió y despidió un reflejo que pudo verse desde las almenas de Quesada. El chillido de terror del caíd se quebró por un gorgoteo cuando el hierro chocó contra el hueso, y ese mismo gorgoteo agónico desapareció con el segundo tajo. Un sonido seco se levantó del suelo al tiempo que la pequeña nube de polvo y, por fin, el tercer tajo separó la cabeza del cuerpo.

El visir omnipotente estiró los labios en una sonrisa cruel y satisfecha. Al volverse, Hamusk supo que su hija lloraba tras el niqab. Zobeyda levantó el brazo derecho con lentitud y le señaló con el índice. Clavó aquel dedo acusador a través del aire, del silencio del campamento y del eco del último grito del caíd ejecutado.

—Cuando el tiempo te rebaje —sentenció—, encontrarás cómo has sido siempre.

Día siguiente. Tierras de Segura

Al otro lado del arreñal, donde el río, no brillaban los fuegos de las hogueras. Los campesinos habían abandonado sus chamizos, y algunos incluso habían dejado atrás enseres y animales. Ya no habría cánticos de mujeres que lavaban la ropa en el remanso, ni críos mocosos que zahirieran a la bruja con sus pedradas. Nadie vendría a pedirle sus ensalmos, ni a llorarle por mal de amores o cosechas pobres.

Maricasca removió el potingue, y los pétalos de lirio, tozudos, salieron a flote de nuevo. La vieja rio sin emitir sonido alguno. Su boca se abría, sin más, para mostrar a la nada las encías desnudas. Bonito auspicio acababa de soltarse a sí misma. El de siempre, al cabo. El que conocía desde años atrás. Maricasca dejó el guiso a medio hacer, con las hojas de enebro enredadas en las cáscaras de huevo. ¿Qué más daba ya? Se asomó a la boca de la cueva y vio las siluetas que se recortaban contra el gris del anochecer en lo alto de una loma.

—Ya venís, malos bichos.

Escogió con la mirada una piedra grande y plana y, al mismo ritmo al que crujían todos sus huesos, tomó asiento. Se pasó la lengua por los labios marchitos y estriados. No había estado mal después de todo. Maricasca era tan vieja que hacía muchos años que no quedaba nadie de su edad. Ni en la aldeúcha próxima, ni en ningún otro lugar en millas a la redonda. Seguro que era imposible encontrar a alguien tan anciano en todo el mundo. Había vivido, sí. Mucho. Y había visto pasar a los hombres y a las mujeres por delante de esa cueva; venir y marchar, aparecer y desaparecer. Desde reyes a esclavos. Todos con el mismo destino. Rio de nuevo en silencio. Los cascos de los caballos se oían ya más cercanos. Levantó la mano y estiró un dedo retorcido hacia los jinetes que llegaban.

—A vosotros, malos bichos, os ha de pasar otro tanto.

No le cabía duda. Lo había visto todo en el fondo de sus potes. Como había visto el destino de la morita, Zobeyda, que tan mala vida le dio. Y el destino de su señor esposo, el rey. Y el de todos los otros reyes, cristianos y mahometanos. Todos pasaban por el fondo de la olla como por la boca de la cueva. Y acumulaban oro y plata, y música y poemas, y espadas y coronas. Y luego los perdían. No iban a ser en eso mejores que los demás, por más que otros solo guardasen bajo el jergón una arqueta con cuatro morabetinos. O como ella, que después de todo tenía sus hierbas y sus brebajes y sus tres patas de araña y sus siete ojos de sapo, y nada más.

La voz en la algarabía africana avisó a los demás jinetes cuando el más avanzado divisó a Maricasca a la débil luz que todavía retenía el cielo. La vieja lo señaló guasona con ese dedo arqueado y rematado por media uña negra, y le guiñó los dos ojos, uno detrás de otro. El destacamento masmuda se detuvo y un par de guerreros de oscura tez desmontaron. Gritaron algo a la vieja, pero ella no entendía jergas bereberes. Y aunque las hubiera entendido, lo mismo daba. Así que volvieron a gritar y, desde el arreñal, que era donde habían refrenado a los caballos, le hicieron gestos de amenaza con puños cerrados y puntas de azagaya. Uno encabritó al animal que montaba por ver si así acongojaba a la vieja. Pero la vieja se retorcía de risa, se hacía signos con los dedos en la frente y en las axilas, se tocaba donde nunca debe tocarse dama ni doncella pulcra, ya sea cría, moza o anciana, y luego se volvía a reír mucho. Mucho, pero en silencio.

Y porque los ensalmos de Maricasca no fallaban nunca, que así lo atestiguaban todos los que habían recurrido a sus servicios, del pote requemado se escapó una voluta de humo amarillo, el barro se resquebrajó y el brebaje se salió espumando, y hubo chisporroteo y burbujas que salpicaban; se apagó el fuego, y un hedor azufrado voló por el techo de la gruta y se deslizó hacia fuera; y una jabalina voló desde el arreñal y se empotró en el pecho de Maricasca, y sonaron más voces de algarabía africana; la vieja se sintió rasgar por dentro como un pergamino demasiado usado, y se cayó de la piedra en la que estaba sentada; quedó mirando al cielo, que ya estaba casi negro, y poco a poco fue cerrando los ojos.

«Porque hasta mi propio destino conozco sin siquiera haberlo pedido y a pesar de que intenté evitar ese conocimiento. Todo se morirá y se pudrirá, y mi ciencia y mis dones serán mi perdición cuando ellos lleguen. Ha tiempo que lo sé, y no pretendo huir de ello.»Y no se arrepintió de haberse quedado cuando pudo irse, como los demás, huyendo lejos, hacia el norte. Y así, tranquila y con la sonrisa desdentada en los labios, Maricasca se durmió.

Unas semanas después. Inmediaciones de Murcia

Zobeyda se había retirado del campamento con la excusa de la oración del atardecer. Los Ábid al-Majzén encargados de su vigilancia la observaban ahora desde lejos.

Lloraba. Porque al otro lado del río, perfilada por las luces de antorchas en las posiciones de los centinelas, estaba Murcia. Y en Murcia, su esposo.

Terminó la oración, pero ella permaneció arrodillada sobre la almozala. Y mirando a la ciudad. Casi no podía creer que todo hubiera acabado, aunque en el fondo siempre había sabido que ese era el único fin posible. Y ante la aplastante evidencia, nada importaban los sueños de prosperidad, ni las noches de felicidad. Ni los versos, ni la música del laúd. Ni las caricias de sus doncellas, ni los besos de sus hijos. Ni los auspicios, ni los planes. Ni las lágrimas vertidas, ni la sangre derramada.

—¿Es tanto lo que pierdes?

Zobeyda se sobresaltó y miró atrás sin darse cuenta de que llevaba el rostro descubierto. El sayyid Utmán la observaba a unos codos, con la espada enfundada bajo un brazo y la estera de oraciones bajo el otro. Tal vez se había retirado, como ella, para rezar en solitario a la puesta del sol. La mujer se restregó las lágrimas, pero no se preocupó por tapar su cara. Aquel tipo no era como su hermano, podía notarlo. A pesar de todo lo que ella sabía y que jamás le iba a contar. Lo que Hafsa le había escrito.

—Lo pierdo todo —respondió ella. Entonces se dio cuenta de que seguía arrodillada y, acuciada por el orgullo, se irguió y dio la espalda al río y a Murcia.

El sayyid asintió.

—Creo que te entiendo, mujer. Un poco.

—No puedes entenderme. Vienes de un desierto pedregoso y te has criado como un guerrero de Dios. Para saber cuánto pierdo, primero deberías haberlo poseído tú.

Utmán sonrió con cansancio. No podía evitarlo. No podía evitar pensar en Hafsa cada vez que veía a Zobeyda. Por eso era incapaz de odiar a aquella andalusí. O de despreciarla.

—Los que nada tenemos nada perdemos. Eso lo hace todo más fácil, mujer. ¿No crees?

—Pues si nada tenéis para nada perder, ¿por qué ansiáis lo que otros tienen?

Utmán guardó silencio y acentuó su sonrisa.

—Nos juzgas mal. No ansiamos eso. —Señaló a Murcia—. No queremos vuestro vino, ni vuestro desenfreno. Tú misma verás cómo podamos las viñas y quemamos las bodegas. Rascaremos vuestros relieves y cubriremos de yeso vuestras pinturas. Las estatuas serán descabezadas, y las rameras, enclaustradas. No oirás más música, ni decorarás tus ojos con azafrán. Pronto no echarás de menos nada de eso, entonces tu felicidad será completa.

Zobeyda fijó su vista en la del sayyid. La oscuridad se cernía sobre el lugar, pero en los ojos negros de él pudo ver que mentía. No creía nada de lo que estaba diciendo. Él había amado todo aquello tan pecaminoso y maligno que al-Ándalus ofrecía.

—Yo sé que tu hermano, ilustre Utmán, desea que todas esas cosas desaparezcan. Lo hace porque Dios se lo ordena, o eso cree él. No. No me mandes callar, porque sabes que seguiré hablando. Y lo haré porque veo que tú, sayyid, destruirás mi mundo por otro motivo. Un motivo que tal vez sea peor que el que esgrime Abú Hafs. Tú me destruyes porque no puedes tenerme, Utmán. ¿No es cierto?

—Solo tengo que acercarme y aferrarte…

—Así no me tendrás. No tendrás mi mundo. Como no la tuviste a ella.

El sayyid borró la sonrisa de sus labios y los apretó tan fuerte que se tornaron blancos. Su recuerdo voló hasta Marrakech, al Dar al-Majzén. A la voz que brotaba tras una cortina. Hafsa. Y todo lo que le había hecho recordar y sentir. Lo que le hizo darse cuenta de que era cierto: él añoraba lo que en realidad jamás había logrado poseer. Lo que jamás poseería. Y ahora Zobeyda se lo confirmaba de nuevo.

Utmán retrocedió, igual que aquel día en el palacio califal, cuando, rechazado, condenado por Hafsa, aceptó pagar con desesperación y sufrimiento por todo el daño que él le había hecho. Ahora se alejaba de aquella otra mujer y del veneno que escupía, pero detuvo la marcha. Hizo un gesto a los Ábid al-Majzén para que se aproximaran a ella, y los guardias negros obedecieron de inmediato y estrecharon su cerco.

—Mañana, en cuanto despunte el sol, serás escoltada hasta las puertas de Murcia. Tu Lobo no tendrá más remedio que entregar la ciudad y su reino si quiere recuperarte.

—Tú no lo conoces. No hará tal cosa. Resistirá hasta el fin, te lo aseguro.

La voz de Abú Hafs salió de la oscuridad cercana.

—Ella tiene razón, Utmán.

Los guardias negros se apresuraron a acercarse a Zobeyda, y esta reaccionó cubriéndose el rostro a toda prisa.

—Entonces, ¿para qué la hemos traído aquí?

—Para complacer a nuestro hermano, el califa. —Abú Hafs salió de las sombras y se plantó delante de Utmán—. Él, como tú, ha sucumbido a la blandura de esta gente. Si por mí fuera, todas estas ciudades, con sus jardines, sus palacios y sus tabernas, serían reducidas a cenizas. Porque no hacen sino derretir el alma que todo fiel al Tawhid debe conservar endurecida. Y estas mujeres, con su belleza diabólica y su lujuria exasperante… Yo sabría muy bien cómo hacer para que ese demonio Lobo se rindiera de inmediato. Esta zorra andalusí, flagelada ante las puertas de Murcia y a los pies de una cruz preparada para ella, obraría el milagro, hermano.

Zobeyda entrelazó los dedos para ocultar el temblor que la asaltó al oír las palabras del fanático Abú Hafs. Utmán se volvió para mirarla, y ella se arrepintió de las últimas palabras que le había escupido. En ese instante, quizás aquel sayyid era su única esperanza.

—No podemos hacer eso. —Utmán recordó cómo Abú Yafar agonizaba en su cruz, a las puertas de Málaga, y la figura de Hafsa alejándose mientras el dolor quebraba su corazón. Las recientes palabras de Zobeyda, que aún resonaban en su mente, salieron balbuceantes de su boca—. Así jamás los tendremos.

Abú Hafs hizo un gesto cortante con la diestra.

—Estupideces. Tú te dejaste vencer por estos andalusíes mucho antes que nuestro hermano Yusuf. Y aun con todo tienes razón: no podemos atormentar a esa perra delante de su esposo, como a mí me gustaría. No es del gusto del califa. No desde que se rodea de esos insulsos filósofos de piel clara. Nada de crucificar en esta campaña. Nada de degollar infieles para saciar la tristeza de Dios. Vergüenza para nosotros, pues el único que ha sabido administrar la justicia del Único ha sido el Mochico, cuando decapitó a ese traidor de Quesada. Así pues, actuaremos según los deseos del príncipe de los creyentes. Ofreceremos el amán, por más que inmerecido. Nos ganaremos los corazones de estas gentes, ya que no podemos arrancárselos… Sin embargo, yo tengo el mando de esta expedición y tomo las decisiones.

»Acaban de llegar correos desde el sur: Los buenos musulmanes de Lorca se han rebelado, y la guarnición de mercenarios infieles no ha tenido más remedio que encerrarse en la alcazaba. En Almería, el traidor Ibn Miqdam ha sido muerto mientras dormía y los villanos reclaman nuestra presencia para someterse. Dividiremos nuestras fuerzas y yo iré a sitiar a los cristianos en Lorca. A continuación tomaré posesión de Almería.

—¿Dividirnos? Aquí está la llave del Sharq. Si Murcia cae, todo lo demás lo hará a continuación —repuso Utmán ante la expectación de Zobeyda y los guardias negros—. ¿Vamos a hacer como en el pasado? ¿Abandonar el cerco al Lobo?

—El Lobo se muere. La información llega a raudales desde dentro de la ciudad, pues son muchos los que anhelan abrazar el Tawhid. Sí, ramera: tu esposo agoniza.

Zobeyda ahogó un quejido y Utmán, instintivamente, se interpuso entre ella y Abú Hafs.

—Has dicho que dividiremos nuestras fuerzas. Entonces yo permaneceré aquí. Dame licencia para negociar la rendición de Murcia. Todo esto puede acabar muy pronto, y el Sharq entero será almohade sin derramamiento de sangre.

—No. —Abú Hafs miró por sobre el hombro de Utmán y sus ojos inyectados en sangre horadaron la oscuridad para clavarse en el niqab de Zobeyda—. No será así de fácil y de dulce. No después de tanto tiempo de obstinada insumisión. —Estiró el brazo hacia Murcia y señaló la ciudad con el mismo dedo con el que solía apuntar a lo alto—. Quiero que el demonio Lobo vea cómo le arrebatamos todo.

Utmán suspiró hastiado y dejó caer los hombros.

—¿Qué debo hacer?

—Mañana mismo tomarás a tu parte de la hueste y arrasarás todo cuanto rodea a Murcia. Debes dejarlos envueltos en miseria y destrucción. Sin negociar. Ese tiempo no ha llegado aún. Después, junto con esta perra y su mezquino padre, viajarás al norte. A Alcira.

—¿Alcira? Hay fuerzas andalusíes allí. Rodeando la ciudad para devolverla a la obediencia de Murcia. Tendremos que luchar.

—No. Es el hermano del Lobo quien está allí, y el Mochico me asegura que Abúl-Hachach ibn Mardánish es un pusilánime que rendirá las armas en cuanto vea aparecer nuestros estandartes. Cuando tengas Alcira y a Abúl-Hachach, sigue tu marcha hacia el norte y reduce Valencia a la obediencia del Único. Usa a esta mujer, tal como aconsejó ese charlatán andalusí de Ibn Tufayl. Que vean en su presencia la misericordia del califa. —La mirada de Abú Hafs se dirigió una última vez a Zobeyda antes de dar la vuelta y desaparecer de nuevo en la oscuridad—. Vuestro sueño toca a su fin, perra. Bienvenida al sueño de Dios.