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Capítulo 68

El toro y la estrella

EL joven rey, Alfonso de Castilla, había dado una muestra de su carácter justo al final de aquella guerra civil que mantenía su reino alejado de Mardánish y de la verdadera amenaza para todos. Había sido durante el asedio de Zorita, defendida por los partidarios de los Castro: en un hábil golpe de mano, estos consiguieron prender al regente Nuño Pérez de Lara, y dejaron así al rey sin tutor y al ejército sin guía. Pero Alfonso, con sus trece años puestos por loriga, no se arredró. Asumió el mando del cerco y lo apretó tanto que, en poco tiempo, Zorita se rendía y el regente era liberado.

Unos meses después, en cumplimiento de lo testado por el difunto rey Sancho, Alfonso tomó por sí mismo la espada del altar del monasterio de San Zoilo, en Carrión. A continuación, el rey ordenó reunirse a la curia y revisó por sí mismo todo lo sucedido durante su minoría de edad: revocó donaciones, acotó prerrogativas cedidas a su tío Fernando de León y se dispuso para la misión de la que se suponía investido: liderar los reinos hispanos en la lucha contra el invasor bereber.

Lo primero que hizo fue agradecer a Mardánish los castillos de Vilches y Alcaraz, regalados unos meses antes, y pidió a los freires guerreros de Calatrava que iniciaran por él el ataque al Tawhid. Los calatravos eran los herederos de aquellos que, bajo el abad de Fitero, habían asumido años atrás la defensa de la fortaleza que les daba nombre. De allí surgía una orden que se extendía ya por otros lugares y que esperaba su momento para batirse con los enemigos de Dios. A la súplica de Alfonso de Castilla no se hicieron esperar: parecía que la furia que llevaban años guardando hubiera decidido explotar de repente. Salieron de su fortaleza de Calatrava y algarearon sin descanso hasta que los almohades fueron expulsados al otro lado de la Sierra Morena. Mientras tanto, el joven y decidido rey de Castilla se dirigió a Alfonso de Aragón para pedirle que pactara nuevas treguas con el rey Lobo. A la vista del empuje del joven monarca castellano, los nobles aragoneses recomendaron a su propio rey que aceptara, y que prometiese detener su ofensiva a cambio de un nuevo y elevado pago por parte de Mardánish. El acuerdo se redactó en Sahagún, y en el documento, firmando como testigo, apareció un renovado Armengol de Urgel que por lo visto veía ahora más posibilidades en Castilla que en León. En cuanto a Mardánish, el eco de sus carcajadas rebotó por todo el alcázar de Murcia cuando supo que tendría que pagar cuarenta mil maravedíes al año durante todo un lustro. Pagar a Aragón. Desangrarse aún más para que el rey cristiano detuviera su campaña carroñera al norte; para que dejara de conquistar aldeas indefensas; para que mantuviera a sus ávidos nobles lejos de las tierras que les regalaba por cada paseo militar. Mardánish aceptó, aun a sabiendas de que ni un solo maravedí saldría de sus arcas hacia Aragón. ¿Para qué? Tenía la convicción de que los compromisos de los cristianos se escribían sobre papel mojado.

Con la primavera, el rey Lobo recibió la noticia de que Gerardo Sempavor había sido liberado tras el desastre de Badajoz, y de que el bravo portugués, en la lucha de nuevo, hostigaba a los almohades en el Garb y cortaba sus líneas de suministros. De nuevo maldijo su suerte por no tener a aquel guerrero más cerca de sí mismo. Cuántas cosas podrían haber hecho juntos… Luego, cuando terminó de maldecir, se enteró de que había un brote de peste en el corazón del imperio almohade, y que el propio califa estaba enfermo, sumido en la postración, rodeado de sus médicos… y dejando de lado la inminente campaña.

Las tropas de Mardánish, con todos aquellos mercenarios que Azagra trajera de Castilla y Navarra, se dirigieron a Jaén a apretar el cerco a Hamusk. En cuanto el rey Lobo llegó, descubrió que su hueste era poco menos que un campamento de mendigos que se dedicaban a rapiñar a pastores y labriegos. Jaén estaba pletórica y reforzada, y el propio Hamusk se había permitido salir de ella para viajar a Córdoba. Después, tan tranquilo como marchara, regresó, y ahora se reía de los hombres de Mardánish desde sus murallas. El rey Lobo montó en cólera, destituyó a los adalides de la tropa y ordenó arreciar los ataques. Quería Jaén. Quería a Hamusk cargado de cadenas. Y quería a Zobeyda. Sobre todo, a Zobeyda. Sana y salva, para que volviera a ocupar su lugar como favorita.

Primavera de 1170. Cerco de Jaén

Los almajaneques crujían cada vez que las vigas de madera pivotaban, y un zumbido rasgaba el aire cuando un nuevo bolaño abandonaba las líneas de Mardánish. Las murallas de Jaén mostraban ya los estragos del castigo, y tras las nubes de polvo arrancadas por los impactos, se desprendían trozos de tapial y piedras que se iban amontonando a un lado y otro del muro. El rey seguía las operaciones desde el cerro plagado de olivos, montado sobre su destrero y con la piel del lobo negro a guisa de capa. Más abajo, Hilal gritaba, empujaba a los peones y recorría los puestos para animar a los sirvientes de las máquinas. Y al otro lado de las murallas, de las casas y minaretes, la bandera blanca del califa Yusuf ondeaba sobre la torre más alta de la alcazaba.

Mardánish tosió y encogió el cuerpo. A su lado, algunos caballeros navarros y castellanos se miraban sin hablar. Los muros de Jaén eran gruesos y altos, y la población disfrutaba de buen acopio de víveres. Lo sabían. Y también sabían que era cuestión de tiempo que el sitio cesara. Si no era porque los almohades venían a auxiliar a Hamusk, sería porque… Mardánish volvió a toser. El blanco de sus ojos ya no era tal, pues últimamente estaban siempre biliosos. Había adelgazado y los pómulos se le marcaban bajo la piel. Hasta la loriga parecía quedarle grande. A él, que tiempo atrás atemorizaba con su sola presencia.

—Mi señor —intervino al fin uno de los caballeros, un noble de bajo pelaje que había desertado del bando de los Castro cuando supo que su señor andaba en tratos con los almohades—. Probar acuerdos entre sitiador y sitiado es costumbre arraigada en Castilla. Tal vez consigas de grado lo que te está costando mucho tener por la fuerza.

El rey Lobo apenas miró al cristiano. Tratos. El rictus de dolor se transformó en media mueca de burla. Hamusk ya había hecho sus propios tratos. Oyó un cuchicheo burlón tras él y reconoció la misma voz del castellano que acababa de sugerirle el parlamento. No se volvió, pero habló en alto para que todos los jinetes pudieran oírle.

—¿Acaso no te pago bien por tus servicios, cristiano?

Se hizo un breve silencio, solo roto por un nuevo rasguño en el cielo jienense. El bolaño rebotó en un merlón de la muralla y voló un trecho hasta caer dentro de la ciudad. Una pequeña nube de humo blanco se elevó desde el lugar del impacto, y algunas figuras negras, empequeñecidas por la distancia, corrieron por el adarve para comprobar los daños.

—Me pagas con generosidad, mi señor.

—¿Y por qué te pago?

Los cristianos se miraron entre sí. El aludido se encogió de hombros.

—Por luchar para ti, desde luego.

El rey Lobo se volvió por fin. Lo hizo mientras seguía encajado entre los arzones de la silla de montar. Sus ojos ardían de ira.

—Hagamos algo. Me dirigiré con bandera de parlamento a Jaén sin tardanza, y tú al mismo tiempo aprestarás tu hueste. Que te ayuden esos, si así lo desean. Intentaré llegar a un acuerdo, y si lo consigo, te recompensaré con el triple de tu paga, ¿de acuerdo?

El castellano abrió mucho los ojos y estuvo a punto de sonreír, pero el instinto le decía que aquello encerraba más riesgo que ganancia.

—¿Y si no consigues el acuerdo?

Mardánish señaló a Jaén.

—Entrarás al asalto y rendirás la ciudad. Hoy mismo.

Los andalusíes de Jaén observaban a Mardánish por entre los merlones. Había brechas en algunas partes de la muralla, pero eran pequeñas cicatrices en la piel de una bestia enorme. Las hostilidades se habían detenido. Los almajaneques del rey Lobo descansaban ahora, y los sirvientes aprovechaban para reparar las máquinas más deterioradas y apilar bolaños junto a ellas. Mardánish aguardaba con el rictus marcado por el dolor. Delante de él, en previsión de una trampa, varios jinetes andalusíes, los mismos jóvenes que habían servido con Hilal en la Marca, lo protegían con los escudos prestos. El propio heredero flanqueaba a su padre y lo miraba con curiosidad, no muy seguro de lo que pretendía. Detrás, sobre la loma, varios caballeros cristianos preparaban su armamento y repartían órdenes entre algunos peones.

Hamusk apareció en lo alto de la línea almenada. Su inconfundible barriga apenas cabía en el espacio entre merlón y merlón cuando se inclinó para ver quién era el que pretendía hablar con él. Su tez estaba acalorada y respiraba con fuerza.

—¡Ah, pero si es el mismísimo rey de los lobos! —se burló el señor de Jaén.

—¡Vengo a parlamentar! ¡Por consejo de mis auxiliares cristianos!

Mardánish lo dijo mientras señalaba atrás, a la loma recubierta de olivos. Hamusk se cubrió con la mano de un sol que no le molestaba y atisbó los estandartes que se movían entre los árboles.

—¡Cristianos! ¿Cuántas veces te dije que no debías fiar en ellos?

El rey Lobo se mordió el labio. Oír la voz de Hamusk le provocaba náuseas. De tener la oportunidad, lo mataría con sus propias manos; hundiría sus dedos en los ojos del señor de Jaén, o apretaría su grasiento cuello hasta que dejara de respirar…, pero tenía razón. Álvar el Calvo y Pedro de Azagra habían sido solo raras excepciones a una regla que se cumplía una y otra vez. Algo vino a la cabeza de Mardánish.

—¡También fie de andalusíes, y mira el resultado!

Hamusk soltó una de sus estruendosas carcajadas.

—¡Bien! —La risa se cortó de pronto. Hamusk apoyó una mano en la almena, y sus dedos gordezuelos y cubiertos de anillos asomaron por el borde pétreo—. ¡Ya que vienes a parlamentar, expón tus peticiones!

Peticiones. El rey Lobo sonrió con amargura. Él no había llegado hasta allí para pedir, sino para exigir. Miró a quien hasta hacía poco consideraba un pariente, encaramado allá arriba. El muy estúpido llevaba un turbante puesto. Al modo africano, claro. Como sus nuevos amos almohades. Peticiones. ¿Qué respondería Hamusk si Mardánish le pedía que se lanzara al vacío allí mismo? Suspiró y tiró de las riendas, haciendo que su caballo caracoleara. Hilal aguardaba la respuesta de su padre y lanzaba miradas de reojo a su abuelo. El rey Lobo observó de nuevo la loma. Aquel cristiano, dado a las banderías, le había irritado realmente con su consejo de pactar; pero ¿desde cuándo pactaban los lobos con las ovejas? Hizo que el destrero completara el giro y devolvió la vista al señor de Jaén. Peticiones. Si le pedía que entregara la ciudad, ¿lo aceptaría? No. Jamás. Aquello era una idiotez. El dolor dobló de nuevo a Mardánish, y eso acentuó su ira. Contra su mercenario castellano y contra Hamusk. Sintió la mano de Hilal posada sobre su hombro.

—Padre, ¿qué significa esto?

El rey vio el gesto de incomprensión en la cara de su hijo. Pobre Hilal, educado como un príncipe que veía desaparecer el reino. Y preguntaba qué significaba aquello. Pero ¿se refería a aquella absurda negociación a los pies de Jaén, o a toda la obstinada cólera de Mardánish? Aunque ¿qué más daba? Nada tenía sentido. Nada. Salvo una cosa. El rey Lobo luchó contra la garra invisible que le desgarraba las entrañas y se dirigió una vez más a Hamusk.

—¡Me retiraré de aquí! ¡No volveré a molestarte! ¡Allá tú con tus amistades africanas y con las migajas que ellos te arrojen! ¡Solo tengo una petición!

Hamusk se inclinó un poco más. Su papada se meció bajo la barbilla y aguardó.

—Padre… —susurró Hilal—. Padre, piensa lo que vas a…

—¡Quiero que me devuelvas a Zobeyda! ¡Qué regrese conmigo a Murcia!

Aquello sorprendió a todos. Hilal detuvo sus murmullos, y hasta los defensores de las almenas observaron extrañados a Mardánish. Hamusk apretó los labios hasta convertirlos en una marca apenas perceptible entre sus carrillos arrebolados.

—¿Solo eso? —preguntó el señor de Jaén—. ¿Estás aquí solo por una mujer?

Nada tenía sentido. Nada, salvo eso.

—¡Sí!

Hamusk se retiró un momento. Mardánish incluso pensó que su enemigo reflexionaba. Quizá Zobeyda saliera por una de las puertas de la ciudad, y tal vez todos pudieran irse de allí ese mismo día. Viajar a Murcia y hacer que todo volviera a ser como antes.

—¡Zobeyda no está aquí! —Hamusk se acababa de asomar de nuevo, y en su rostro se leía que realmente sentía tener que dar aquella respuesta—. ¡Está con ellos! ¡Con los almohades! ¡En Sevilla! —Negó con la cabeza, y por un breve instante pareció que compartía el dolor de Mardánish—. La has perdido, rey de los lobos. Ahora Zobeyda es una de ellos.

Verano de 1170. Cercanías de Badajoz

Utmán pidió que le desenlazaran el almófar y se lo quitó. Sudaba a mares. Más incluso que cuando estaba en Marrakech o durante aquella insufrible campaña contra los rebeldes gumaras. El sol cocía la tierra y nubes de vapor difuminaban los árboles. El sayyid pidió agua, y uno de sus masmudas le tendió un odre de piel de antílope. Utmán bebió, dejó que el líquido chorreara por su larga barba negra y volvió a beber. Cuando se restregaba los labios con el dorso de la mano, vio acercarse a la comitiva cristiana.

Los masmudas apretaron los puños en torno a sus lanzas. Las adargas de cuero temblaron en los costados. Tras ellos, sujetos por los sirvientes, un par de caballos piafaron con impaciencia.

Fernando de León detuvo a su destrero. El segundón del difunto emperador observó al tipo de piel casi negra al que tenía delante. Los rasgos del sayyid eran agradables y hacían de él un hombre apuesto, pero era inevitable sentir cierto temor en su presencia. El rey leonés azuzó al animal un par de pasos más, adelantándose a su escolta de caballeros; luego desmontó y caminó despacio para acercarse al séquito africano. Utmán hizo lo mismo, y ambos hombres quedaron frente a frente.

—As-salamu alaykum.

—Que la paz de Dios sea contigo —respondió Fernando.

Un hombre de avanzada edad, vestido con burnús y cubierto por un turbante, pasó por entre los caballos de los masmudas y anduvo hasta ponerse a un lado de Utmán. Se inclinó ante el rey de León.

—El ilustre sayyid te saluda, sultán de los leoneses, y te agradece que hayas venido a estas tierras para cumplir tus acuerdos con el príncipe de los creyentes. Yo seré vuestro trujamán.

Fernando de León asintió. Acababa de llegar con su hueste para ahuyentar a una expedición portuguesa que pretendía poner un nuevo cerco a la ciudad almohade de Badajoz. Y justo allí coincidía con Utmán, que estaba patrullando la zona para evitar los ataques de Gerardo Sempavor.

—Di al sayyid que es un placer para mí que podamos entendernos a pesar de todo.

El intérprete tradujo en voz baja. Mientras tanto, los caballeros leoneses observaban fijamente a los masmudas del otro lado, y se fijaban en las puntas de sus lanzas y la solidez de sus escudos. Era como si dos fieras salvajes estuvieran comiendo del mismo plato sin quitarse ojo. Atentos al menor atisbo de traición para comenzar la carnicería.

Utmán respondió con un gesto de interés al oír en su jerigonza bereber las palabras del rey leonés. El almohade no podía evitar asquearse ante aquel hombre, su enemigo en la fe. Alguien a quien el Único condenaba, y cuya destrucción como infiel se exigía a todo creyente. Y allí estaba, charlando amistosamente con él. Tras desearle la paz y fingir alegría porque se entendieran. Quiso escupir a un lado como muestra de desprecio, pero su misión estaba por encima de las pasiones. Habló con tono neutro y esperó a que sus palabras fueran traducidas.

—Nuestro aliado y amigo Fernando de Castro gobierna el señorío de Trujillo, frontero con Castilla. Se ha comprometido a permitirnos pasar por sus tierras sin molestar a nuestras tropas. El príncipe de los creyentes, que te considera un hermano, te ruega a ti lo mismo. A cambio hacemos voto de auxiliarte en caso de que los perros portugueses o los castellanos te ataquen.

Cuando el intérprete terminó su traducción, Utmán sonrió con la misma falsedad que su interlocutor. El rey leonés asintió. No era que aquello le agradara, pero consideraba que a los almohades no les interesaría traicionar al único amigo con el que podían contar por allí cerca. Sabía que sus objetivos eran detener a Sempavor y a Castilla para poder atacar con todo al rey Lobo. Mardánish. Recordaba a aquel andalusí. Sus tierras quedaban lejos de León, y de todos modos no era más que otro mahometano ambicioso, pero aún se acordaba de una conversación espiada tras la pérdida de Almería. Una en la que Mardánish se lamentaba porque Sancho no era el único heredero del imperio. No estaría mal dar su merecido a ese ridículo reyezuelo andalusí. Y para doblegar al rey Lobo, los almohades necesitaban dar dos o tres estocadas a su sobrino Alfonso… ¿Se podía pedir más?

—Fernando de Castro es el esposo de mi hermana. Y me ha valido como mayordomo, igual que hoy me vale Armengol de Urgel. Será un placer… No, será un honor para mí servir de ayuda a tu hermano, el califa. Daré órdenes a mis vasallos para que nadie os moleste cuando entréis en las tierras de León. Todos os ayudarán, si es necesario, para que podáis dirigir vuestra justa ira contra Castilla.

Utmán simuló recibir con alegría el compromiso. Su gesto se relajó y volvió las palmas de sus manos hacia arriba.

—Ah, el destino crea extraños aliados.

Extraños aliados. Fernando de León afirmó despacio con un movimiento de cabeza. Extraños, sí. Y muy, muy provisionales. Él cumpliría, desde luego. Permitiría que los almohades penetraran por las tierras de León para poder atacar a Castilla por donde menos se los esperaba. Y también ayudaría a los africanos a defender sus ciudades en el Garb. Le interesaba que aquellos infieles se hicieran con el mayor número de plazas. Plazas que, de ser castellanas o portuguesas, el rey de León no podría atacar sin ganarse la enemistad de los demás reinos cristianos, de sus propios vasallos e incluso del papa. Sin embargo, nadie le reprocharía que un día, quizá dentro de no mucho tiempo, dirigiera su esfuerzo a conquistar ciudades en poder del Tawhid. Para ello acababa de crear una nueva orden de freires. El germen de un grupo de soldados de Cristo que, por deseo expreso del rey, quedarían bajo la advocación del apóstol Santiago.

—Extraños aliados —repitió el rey Fernando.

Los dos hombres se despidieron con una inclinación y retrocedieron. Ambos se dieron la vuelta sabedores de que aquel pacto era únicamente la antesala de la traición. Esta vez sí, oculto a la vista de los cristianos, Utmán escupió con asco.

Unas semanas después. Marca Superior

Alfonso de Aragón se protegió del sol con una mano mientras observaba la delgada columna de polvo a poniente. El viejo Pedro de Arazuri, sentado a una mesa de campaña a un par de codos, consultaba los mapas garabateados en pergaminos en compañía de varios caballeros de fortuna, navarros como él, que servían al rey aragonés.

—Regresan los emisarios a los que envié a Albarracín —anunció el joven monarca. Arazuri se levantó con esfuerzo y miró en la misma dirección que el rey.

Habían plantado el campamento sobre una loma que dominaba la llanura circundante. Un lugar desde el que podrían seguir su viaje de conquista hacia el sur, a suficiente distancia como para no temer ataques sorpresa desde Albarracín, la única plaza de aquellas tierras que podía presentarles problemas. No era un gran contingente el aragonés. Apenas unas decenas de caballeros y peones, aparte de la mesnada real. El niño sonrió sin ocultar su vanidad juvenil. La conquista de la Marca andalusí había resultado un paseo. Ciudades vacías, campos de labor abandonados, fortalezas y torres desmanteladas. Apenas algunos resistentes que se rendían en cuanto la fuerza expedicionaria aragonesa formaba en línea de combate. Paradójicamente, el éxito de Alfonso de Aragón había sido tan rápido como el ritmo al que disminuía su ejército de conquista. Cada plaza debía ser guarnecida, y eso requería que parte de su hueste fuera quedando atrás. El rey, asesorado por sus fieles consejeros, sabía que estaba llegando al límite de su capacidad. Por eso había pasado todo el día en oración, pidiendo a Dios que Albarracín se entregara de grado. Los emisarios enviados para negociar la rendición llevaban promesas de respetar los derechos de los musulmanes rendidos. No podrían negarse. No era lógico que lo hicieran. Eso los dejaría aislados, rodeados de cristiandad por todas partes, alejados de las grandes ciudades del rey Lobo, como Valencia o Murcia. Alfonso de Aragón inspiró el aire fresco y cerró los ojos. Se arrodilló y oró por última vez, cuando los emisarios estaban ya a punto de llegar.

—Padre mío, Señor Jesucristo y Santa Madre de Dios, permitid que Albarracín sea mía hoy. Y yo os hago promesa de que la poblaré y reforzaré, y desde allí partirán las huestes de la cristiandad para recuperar Valencia. Cumplidme este ruego, y yo edificaré en vuestro honor y para mayor gloria de Dios un monasterio en este mismo lugar.

Pedro de Arazuri se persignó al mismo tiempo que el joven rey, y justo en ese instante los emisarios, dos jinetes de la hueste del navarro, refrenaron a sus monturas. Saltaron a tierra y se inclinaron ante Alfonso de Aragón.

—Hablad, amigos míos —pidió el rey.

Uno de los hombres, un caballero de fortuna llamado Blasco de Marcilla, alzó la cabeza para responder:

—Mi señor, las nuevas que traemos no son halagüeñas. Perdona a los mensajeros, que cumplieron de buena fe.

Alfonso de Aragón apretó los dientes. Miró a su alrededor y la frustración se apoderó de él. La hueste que comandaba no sería suficiente para expugnar la villa mejor fortificada de aquella parte de la Península.

—No te apures, mi señor —le consoló Arazuri—. Cerraremos un asedio y los de Albarracín se someterán por hambre. Se tardará, pero la ciudad acabará siendo cristiana. Si te place, déjame a mí al frente de las operaciones y…

—Disculpa que te interrumpamos, noble señor —habló de nuevo Blasco de Marcilla—. Albarracín ya es cristiana.

El rey Alfonso y Pedro de Arazuri enarcaron a un tiempo las cejas e intercambiaron una mirada de asombro. El otro emisario, un tal Munio Sancho, se adelantó al de Marcilla para seguir explicando el resultado de la misión, y miró al viejo navarro antes de hablar.

—El nuevo señor de Albarracín es tu yerno, noble señor. Pedro de Azagra hace ondear sus estandartes en las murallas de la ciudad y declara que la posee por el rey Lobo. Y que no acepta someterse a nadie más, salvo a Nuestra Santa Madre, la Virgen María.

Arazuri murmuró un juramento y pidió a Munio Sancho que repitiera su informe. Blasco de Marcilla confirmó lo dicho y juró que conocidos vasallos de Pedro de Azagra se habían dejado ver desde los muros de Albarracín para informarlos de la nueva situación.

—¿Seguro que se trata de Azagra? Mirad que no os hayan engañado esos infieles —advirtió el rey.

—Se trata de él, mi señor —repuso el de Marcilla—. Somos navarros y conocemos a muchos de sus caballeros y hombres de armas. Albarracín es de Azagra. No hay duda.

El joven monarca dio la vuelta y se alejó con los puños apretados. Pedro de Arazuri despidió con un gesto a los dos emisarios.

—Déjame ir a hablar con él, mi señor —pidió mientras caminaba con esfuerzo y trataba de alcanzar al rey—. Pedro de Azagra es mi yerno. Deberá escucharme.

—Pedro de Azagra. —Alfonso masticó aquel nombre—. Claro… Él ha valido a Mardánish durante años. Ha luchado junto a él. Y ahora es recompensado. E invoca a santa María como su señora.

—No te dejes engañar por las palabras, mi señor…

Una repentina risotada del joven Alfonso interrumpió a Pedro de Arazuri. El navarro observó extrañado al rey y guardó silencio. La risotada se convirtió en carcajada, y luego se fue apagando mientras la noticia se extendía por el campamento. Algunos se fijaron en la escena que protagonizaban el rey de Aragón y su hombre de confianza.

—Engañado por las palabras —repitió Alfonso—. Eso hicimos con Mardánish, ¿verdad? Engañarle una y otra vez. Darle palabras. Promesas y juramentos que jamás cumplimos. Aquí estamos, mi buen Pedro. Saqueando sus tierras. Soy aún muy joven, pero sé reconocer cuándo me ganan una partida. Y el rey Lope ha ganado esta, amigo. Ha preferido dar Albarracín a Azagra antes que dejarla caer en mis manos. ¿No es genial? Ese infiel se burla así de Sancho de Navarra —Alfonso apretó los puños de nuevo—, y se burla también de mí.

El viejo Arazuri asintió despacio. Una sonrisa de oculta admiración asomó a su rostro arrugado.

—¿Qué haremos ahora, mi señor?

—Qué haremos… —El niño dejó que su mirada recorriera el paisaje yermo durante unos instantes—. Qué haremos… La campaña se termina, y el tiempo también. Debería haber partido de vuelta al norte. En pocos días, el rey de Castilla se desposará con su prometida inglesa. Les ofrecí Aragón para sus esponsales, y yo tengo que estar presente… —Alfonso se restregó la nariz en un gesto infantil—. Pero quiero dejar acabado este asunto. Quiero cerrar la campaña plantando un baluarte contra esos malditos sarracenos. Un lugar que sustituya a Albarracín en mis planes…

Alfonso de Aragón miró un instante a su vasallo navarro, pero Pedro de Arazuri era incapaz de adivinar qué pasaba por la mente de aquel niño coronado; el rey volvió sus pasos hacia la mesa sobre la que se extendían los mapas de la región. Posó un dedo sobre la marca que representaba Albarracín y lo deslizó con suavidad alrededor. Llegó hasta el burdo dibujo de un cerro que se elevaba sobre la corriente del Guadalaviar.

El collado rojizo dominaba la orilla del río, a menos de una milla desde la unión del Alfambra y el Guadalaviar. A sus pies, el camino que llevaba de Córdoba a Zaragoza estaba flanqueado por la línea arbolada del cauce y por varios chamizos de pastores.

Los navarros Munio Sancho y Blasco de Marcilla abrían la marcha. Hacían avanzar a sus destreros despacio mientras subían por la empinada senda que conducía a lo alto del cerro. Junto a ellos caminaban sus peones. Empuñaban las armas con una mezcla de precaución y curiosidad, y miraban constantemente hacia arriba. Tras ellos, la mesnada real rodeaba al rey Alfonso.

—Es una mísera aldea de labriegos la que hay arriba, mi señor. No vale la pena ni preocuparnos en tomarla. A estas alturas, todos los pobladores habrán huido. ¿Por qué no seguimos río abajo?

—No. —El rey de Aragón vestía su atuendo guerrero, como había hecho durante toda aquella campaña, y enarbolaba bien altas las barras rojas y doradas de su estirpe—. No hay tiempo para seguir yendo hacia el sur, y lo que menos deseo es volver a casa sin dejar tras de mí una frontera segura. Este es un buen lugar. Nuestra Santa Madre, la Virgen, me ha negado Albarracín, pero no por ello dejaré de cumplir la misión que como rey cristiano tengo encomendada.

Pedro de Arazuri negó despacio y en silencio. Chiquillerías, pensó antes de concentrarse en guiar a su montura por la empinada senda. El camino que rodeaba el cerro se volvió más áspero antes del último repecho. Los ballesteros navarros aprestaron sus armas y los caballeros ciñeron los brazales de los escudos. El sol se ocultó en ese instante, despidiéndose del mundo con un solitario rayo que cruzó el cielo anaranjado a espaldas de la hueste. Llegó un grito desde la vanguardia, y los hombres se encogieron instintivamente.

—¿Resistencia? —Uno de los caballeros elevó la voz hacia los hombres que abrían la marcha. Como respuesta, los gritos se repitieron, más claros ahora.

—¡Apartad del camino!

Un par de sombras oscuras aparecieron tras el recodo, bajando a toda velocidad. Se oyeron algunas risas, y los hombres se apresuraron a apretarse contra la ladera del cerro. Eran dos vacas que corrían despavoridas, tomaban el centro de la senda a trompicones y mugían de miedo. Pasaron junto a los guerreros sin hacer ademán de embestirlos. Las ubres hinchadas de los animales se mecían a los lados.

—¡Esta maniobra la ignoraba! —se burló uno de los mesnaderos. Los demás corearon la broma con sus carcajadas. El rey también sonrió y dio orden de continuar la marcha.

—Los de la villa han debido de abandonar el ganado —conjeturó Pedro de Arazuri.

—Ya. Manda a algunos hombres a por esas vacas. Nos vendrá bien su leche.

El navarro obedeció al joven rey, y la comitiva llegó por fin a la cúspide plana de la muela. La vanguardia estaba detenida a poca distancia de la empalizada de madera que rodeaba la villa. Algunas estrellas titilaban ya a levante sobre un cielo grisáceo. Munio Sancho tiró de las riendas de su destrero y lo hizo girar. Se desenlazó el yelmo con un movimiento rápido y lo encajó en el arzón.

—La aldea parece vacía, mi señor —informó a Alfonso de Aragón—. Voy a mandar a mis peones que entren y la registren a fondo, pero tal vez sea mejor trasnochar fuera de la empalizada, no haya quedado algún infiel apretado y quiera darnos una sorpresa. Mañana, con luz, lo veremos todo mejor.

El rey asintió y espoleó con suavidad a su caballo. Pasó junto a Munio Sancho con los ojos entornados y llegó a la altura de Blasco de Marcilla.

—Así que este villorrio es Teruel.

—Así es, mi señor —respondió el mesnadero navarro—. Tirwal, lo llaman los moros. La puerta de la empalizada está abierta y hay enseres tirados. He visto varios puercos que campan libres, y las vacas que han corrido cerro abajo estaban pastando justo donde nos encontramos ahora. La aldea está vacía, apostaría mi parte del botín. Hasta los cristianos que pastoreaban a los cerdos han debido de huir. O andarán escondidos.

El rey asintió y observó a su alrededor. La oscuridad se cernía sobre el cerro, pero todavía se adivinaba el paisaje circundante. Alfonso de Aragón, quizá para calmar la amargura de no haber podido hacerse con Albarracín, se alegró de su elección. Fortificaría aquella aldeúcha y la convertiría en un baluarte magnífico. Sus ojos de adolescente fueron capaces de ver la muralla que construiría para rodear Teruel. Haría de ella una ciudad inexpugnable. Y la poblaría con lo más aguerrido que pudiera encontrar. De momento, con aquellos hombres que lo acompañaban. Sonrió a Blasco de Marcilla y este le devolvió el gesto. Algo más atrás, Pedro de Arazuri suspiró con desgana, y delante del rey se oyó un mugido lastimero.

—¿Qué es eso? —preguntó Munio Sancho—. ¿Más vacas?

El rey avanzó despacio, y los tres navarros lo hicieron tras él. Los demás guerreros llegaban ya a lo alto de la muela y se esparcían para acercarse a la empalizada por distintos puntos.

—Es un toro —anunció Blasco de Marcilla.

Alfonso de Aragón asintió. Allí estaba, sí. Un animal magnífico. Negro todo él, con la testa coronada por impresionantes y afilados pitones. Mordisqueaba tranquilo la hierba junto a la puerta abierta de la ciudad. Se volvió un instante hacia los guerreros y los miró, pero luego decidió que no valía la pena desatender su comida por ellos y siguió pastando. Algo se movió sobre el animal y llamó la atención de los hombres. Era un estandarte negro, que apenas podía verse recortado contra la oscuridad del anochecer. Una racha de viento lo agitaba ahora. Despacio al principio, algo más fuerte después. El toro alzó la cabeza, ancha y poderosa, y olisqueó el aire que llegaba desde la sierra. El estandarte negro se desplegó del todo y flameó con vano orgullo. La estrella plateada de ocho puntas, abandonada a su suerte por los villanos de Teruel, se mostró a los conquistadores por encima del toro negro.