Salvar Albarracín
PRIMAVERA de 1169. Marrakech
El califa Yusuf estaba eufórico.
Acababa de tener una agradable charla filosófica con su fiel Ibn Tufayl, y aquello siempre le sumía en un sugestivo estado de bienestar. Mucho mejor que la angustiosa sensación de empuñar las armas al frente de su ejército, algo que le repugnaba. No. Eran mucho más satisfactorias las tranquilas charlas en el palacio del Majzén. Con Ibn Tufayl o con cualquier otro de los doctos consejeros de los que se había hecho rodear. Y no había sensación comparable a hojear los libros traídos desde todos los rincones del al-Ándalus sometido. Tratados de medicina, teología, astronomía, matemáticas… Apartados, los talaba observaban sorprendidos cómo el califa se dejaba llevar por banalidades que en realidad deberían estar relegadas por la única filosofía posible: el Tawhid. Y por el único libro posible: el Corán.
Pero no todo era placer en la vida. Aparte de los debates con los doctos, la lectura de los manuales y los retozos con las bellezas rubias que llenaban el harén califal, Yusuf debía atender los asuntos de su imperio. Bostezó con desgana cuando Abú Hafs y Utmán se presentaron ante él y se postraron en símbolo de reconocimiento y sumisión a su poder omnímodo. Ibn Tufayl se retiró a un lado y aguardó de pie, con las manos metidas en las mangas de su burnús.
—Príncipe de los creyentes —saludaron ambos a un tiempo. Yusuf estiró su boca en una sonrisa de satisfacción. Había pasado más de cinco años haciéndose llamar príncipe nobilísimo, en renuncia a su título de califa y de príncipe de los creyentes, pero ahora, con toda la élite almohade convencida, no tenía sentido ser hipócrita con los títulos.
—Levantaos, hermanos míos. Y habladme de esa aburrida rebelión en las montañas.
Abú Hafs se adelantó un paso para asumir, como siempre, el protagonismo. Mostró sus amarillentos dientes al sonreír.
—Los rebeldes han sido totalmente devueltos a tu fidelidad. Sus cabecillas se pudren en mazmorras a la espera de ser decapitados, aunque muchos de ellos son ya pasto de los buitres.
Yusuf asintió sin ocultar su alivio. Él mismo se había visto obligado a vestir las armas para ir a las tierras de los gumaras, a ponerse al frente de las tropas de Dios. Ah, qué duro era ser califa.
—Bien, seréis recompensados según la costumbre. Y me daréis una lista de todos aquellos que se destacaron en su sacrificio por el Único. Recibirán mi agradecimiento. Abú Hafs, por favor, acuérdate también de señalarme a los que se quedaron atrás en el combate. O mejor, ocúpate tú de eso. Ya sabes qué hacer.
Abú Hafs exageró una nueva reverencia.
—Por supuesto, príncipe de los creyentes.
—Utmán, ¿por qué estás tan callado?
El sayyid se adelantó hasta ponerse a la altura de su hermanastro Abú Hafs.
—No me has dado licencia para hablar, mi señor.
—Ah, pues no solo te doy licencia. Te mando que hables, hermano mío. —Yusuf, sentado sobre sus cojines, observó de reojo a Ibn Tufayl—. Sé que antes de partir hacia las montañas estuviste aquí, en palacio, visitando a una vieja amiga. Cuéntame.
Utmán frunció el ceño. También miró a Ibn Tufayl, y recibió de este una sonrisa de circunstancias. Abú Hafs, inmóvil, enarcó las cejas.
—Así es… Quería ver qué tal se encontraba Hafsa… Solo…
—Hafsa consintió en su día en dedicarse por entero a la instrucción de mi prole. Y con ello renunció a la vida fuera de su oficio. Eso la eleva por encima de la suciedad en que nadaba antes. Ya no es la perra lasciva que fue, Utmán. No pretenderías poseerla, ¿verdad?
—No, mi señor. Además —el sayyid bajó la mirada—, ella no quiere ni verme.
—Por supuesto que no. Y si quisiera, yo lo prohibiría. Jamás consentiría que mi heredero Yaqub fuera educado por una zorra. Y tú tampoco, ¿verdad, Utmán? Tú tienes esposas. Y algunas te han dado hijos. ¿No te basta con eso?
—Sí. Me basta.
Yusuf volvió a observar de reojo a Ibn Tufayl. Luego se fijó en el rostro imperturbable de Abú Hafs, que seguía la conversación en silencio. Le pareció detectar una mueca de burla. Ah, qué interesantes sorpresas daba el destino. Hafsa, la única mujer que se había atrevido a rechazarlo por más que hubiera pasado su vida retozando en el lecho, estaba desterrada ahora de la lujuria. Y por propia voluntad. Sin duda aquello era obra de Dios.
—De todas formas, Utmán —continuó el califa—, vas a volver a tu querida tierra de al-Ándalus enseguida. Y allí podrás atiborrarte con esas putas insaciables que tanto te gustan.
Los ojos del sayyid se iluminaron a pesar de los insultos. Volver a al-Ándalus. Por fin. En ese momento, Abú Hafs consideró que había callado de más.
—¿Qué ordenas, príncipe de los creyentes?
—Ordeno mirar al otro lado del Estrecho. Una vez apaciguados mis territorios aquí, es mi deseo movilizar de inmediato nuevas tropas que se unirán a vuestros ejércitos, así que no licenciéis a nadie. Vosotros, los dos, volveréis a comandar las fuerzas que cruzarán a la Península. Ese perro cristiano, el portugués Sempavor, no deja de acosar nuestras plazas en el Garb. Ahora que contamos con la ayuda de Fernando de León, acabaremos con esa amenaza.
—Espero que esta vez no dejemos las cosas a medias —rezongó Abú Hafs. Si hubiera sido Utmán, tal vez Yusuf se habría sentido ofendido, pero ser el califa no le libraba de estremecerse cada vez que su hermanastro clavaba en él su mirada enrojecida. El príncipe de los creyentes sonrió con una pizca de nerviosismo.
—¿A medias?
—Ese Gerardo Sempavor no me preocupa tanto como nuestro otro problema. El demonio Lobo sigue al frente de su ridículo reino. La última vez que lo tuvimos a nuestra merced, debimos retirarnos para luchar aquí, a este lado del Estrecho. Deberíamos aplastarlo ahora, antes de que los infieles del norte vengan a alimentarse de su carroña.
Yusuf miró a Ibn Tufayl durante un instante y compartió con él un relámpago de complicidad. Luego habló a sus hermanos con toda la seguridad que pudo reunir:
—Mardánish caerá a su tiempo. He decidido escribirle antes. Darle la oportunidad de reconocer mi soberanía. Tengo la esperanza de que se avenga y me preste fidelidad.
Abú Hafs estiró la bocaza en una mueca socarrona. A su lado, Utmán también observaba al califa con gesto suspicaz.
—Mardánish jamás se rendirá. Luchará hasta el fin —aseguró Abú Hafs.
—Estoy de acuerdo —apuntaló Utmán—. Por todo al-Ándalus se conoce su lema: guerra perpetua a los almohades.
—El rey Lobo no es el que era —intervino Ibn Tufayl—. No tiene apenas ejército. Y los cristianos ya no le apoyan.
—Este palacio tampoco es lo que era. —Abú Hafs se dirigió al califa, ignorando a propósito al filósofo—. Ahora, cuando tres miembros de la ilustre familia del Tawhid hablan, los andalusíes entrometidos pretenden hacer valer su opinión.
Ibn Tufayl palideció y su figura pareció encogerse. La sonrisa nerviosa volvió a asaltar al califa.
—Mi consejero es andalusí, sí —reconoció Yusuf—. Pero a pesar de ese lastre, toda su lealtad es para conmigo. Como ves, incluso estos ladinos pueden acabar rindiéndose a nuestra superioridad. Mardánish también lo hará. Ya he empezado la carta que le pienso mandar. Le prometeré dignidades y le ofreceré cargos en mi propio consejo para él y su familia. Tiene que darse cuenta de que si acepta el Tawhid y me toma como su señor, será mucho más poderoso que los politeístas que le rodean.
—No aceptará —repitió Utmán.
—No. No lo hará. —Abú Hafs sí miró ahora a Ibn Tufayl—. Pero reconozco que se puede sacar partido de estos perros andalusíes. Ya lo hemos hecho antes. Son traidores, y aprovechan la menor ocasión para asestarse entre ellos tremendas puñaladas por la espalda. Escribe al demonio Lobo si te place, hermano mío, pero préstame oídos y escribe una segunda carta. A Hamusk, el suegro de Mardánish. Créeme. Sé lo que me digo. Con él sí se puede negociar.
Murcia
Los hombres de Mardánish se habían quedado en aquella loma frente a Jaén. Desde allí algarearon por todas las tierras de Hamusk. Arrasaron cultivos, incendiaron aldeas, reclutaron a la fuerza a sirvientes y esclavos, cortaron las líneas de abastecimiento, saquearon caravanas y capturaron a los correos que pretendían pedir ayuda a Úbeda y Baeza. En las demás ciudades de Hamusk, sus visires se vieron en la tesitura de elegir: o seguían siendo fieles a su sitiado señor, o renegaban de él y renovaban sus lazos de vasallaje con Mardánish. Dadas las circunstancias, todos optaron por lo segundo. El rey Lobo sabía que aquel compromiso valía poco más que nada, pero al menos se aseguraba de que Hamusk se viera solo. No soñaba con derrotarle, aunque tal vez sí pudiera forzar su salida de Jaén. Mejor fuera de su reino que encastillado allí, contaminando todo lo que le rodeaba.
Mardánish, por su parte y tras encargar a sus nuevos mercenarios que hostigaran a Hamusk sin descanso, regresó a Murcia. Lo hizo con el corazón traspasado de dolor, pues dejaba atrás al ser al que más había amado y amaría en su vida. Pero la ira —y los restos de aquel orgullo que se plegaba con cada vez más ante su enfermedad— era más fuerte que cualquier otro sentimiento.
Al llegar a su capital, encargó a Abú Amir que organizara un gran banquete. Como los de antaño. Pretendía olvidar, y para ello, de ser preciso, se dejaría ahogar por el licor. El consejero, taciturno, ni siquiera se molestó en advertirle de que no debía seguir con sus excesos, que era el licor lo que le mataba poco a poco, lo que le pudría las entrañas y agriaba su alma. Abú Amir no hizo nada de eso, porque sabía que habría sido inútil; así pues, obedeció. Concitó a las danzarinas a las que pudo hallar, contrató a algunas rameras y encontró un coro de músicos para amenizar la fiesta. Sin embargo, la mayor parte de los visires alegó tener mucho trabajo. Otros confirmaron su asistencia solo por no desairar al rey Lobo y porque temían su reacción.
El propio Abú Amir pidió licencia para no acompañar a su rey: la madre de Adelagia había fallecido mientras Mardánish repudiaba a Zobeyda ante las murallas de Jaén. Unas fiebres habían terminado por llevársela. Fustigados por aquel último latigazo de tristeza, la pelirroja doncella y su padre partirían hacia Italia desde Denia sin tardanza; así pues, Abú Amir se excusó diciendo que quería ir a despedirla. En cuanto a Marjanna, y a pesar de que solo Zobeyda tenía derecho a manumitirla, el rey Lobo proclamó su libertad y le dio a elegir dónde establecerse, incluidos los aposentos palatinos. La persa, tan deshecha de dolor como Adelagia, solicitó permiso para instalarse en Valencia y trabajar como doncella de la princesa Zayda en su munya. Mardánish le concedió este deseo, y Marjanna le hizo saber que marcharía a Denia al día siguiente para despedir a Adelagia y, a continuación, seguiría viaje hasta Valencia.
La gran fiesta empezó con danzas y las meretrices repartieron sus caricias entre los comensales. Pero todos ellos observaban al rey de reojo y se abstenían de abusar del vino. Dos o tres incluso desaparecieron con excusas de indisposición. Mardánish bebía solo, postrado en su trono mientras se obligaba a ignorar el dolor que le desgarraba las entrañas. Bajo su túnica se marcaban las anillas de la loriga, que ahora llevaba puesta casi todo el día por temor a las puñaladas traicioneras de los partidarios del Tawhid. ¿Quién sabía dónde podían ocultarse los felones? Por lo demás, los golpes de las panderetas le irritaban y la música que salía de los rabeles se le antojaba insulsa. Le faltaba su principal hálito. No dejaba de pensar en ella. Tras los muros de Jaén. Con su padre, el traidor. Traidores todos. Todos menos su buen Azagra.
Como si invocar el recuerdo del navarro fuera suficiente, las puertas del maylís se abrieron y Pedro Ruiz de Azagra, con vestiduras de guerra, hizo su entrada. El dolor abandonó a Mardánish como una bandada de palomas alzaría el vuelo ante el paso de un niño ruidoso. El rey se levantó de su sitial y extendió la copa hacia el navarro. Sonrió después de semanas de rictus de dolorosa cólera.
—Mi buen Pedro. Mi único amigo. Siempre a mi lado cuando te necesito.
Abrazó al cristiano, lo que provocó alguna que otra mueca de insatisfacción entre los invitados a aquella aburrida fiesta. Cuando el rey se separó de Azagra, dejó sus manos sobre los brazos del navarro y lo miró con sincero aprecio. Luego dio un par de fuertes palmadas.
—¡Fuera! ¡Se terminó esta farsa! ¡Dejadme solo con mi amigo!
Los visires, danzarinas, escanciadores y músicos se apresuraron a escapar de la sala. Las rameras, ociosas, permanecieron hasta que los demás se hubieron ido, con la esperanza de que al menos Mardánish quisiera organizar un festejo privado para su amigo; pero una mirada del rey las convenció enseguida de que era mejor largarse de allí. Pedro de Azagra desanudó su talabarte, del que pendían espada y daga, y lo dejó sobre la mesa. Luego tomó la copa que tenía más a mano y acabó con su contenido. Mardánish no podía dejar de sonreír.
—He traído soldados —anunció el navarro—. No son de gran calidad, pero es lo más que he podido hacer. Castellanos y navarros. Y desgraciadamente su precio no ha bajado. Al contrario. Esos perros aprovechan la escasez.
—Está bien, amigo mío. Está bien.
—Alfonso de Castilla se ha lanzado al sitio de Zorita —siguió con sus disculpas Azagra—. Por eso no hay muchas tropas disponibles. De todas formas, ese asedio es una buena noticia. Podemos estar seguros de que cuando caiga la ciudad, las fuerzas de los Castro en Castilla estarán vencidas y la guerra civil habrá terminado. Además, no queda mucho para que el joven rey alcance la mayoría de edad.
—Perfecto —asintió Mardánish, que pese a todo parecía más concentrado en agradar al cristiano que en la información que este le traía.
—Ya lo creo. Conozco al joven rey, y ahora actúa bajo la guía del regente Lara porque así lo quiso el difunto Sancho. Pero cuando Alfonso asuma la corona de verdad… Te aseguro que ese muchacho cree que Dios le ha investido de una misión. La de derrotar a los almohades y ensanchar Castilla.
—Es estupendo. Estupendo.
Azagra se sentó a la mesa y apuró otra de las copas mediadas de licor. Además pidió permiso al rey con un gesto y tomó un muslo de pollo que empezó a devorar con fruición. Mardánish parecía extasiado únicamente con ver cómo comía su amigo.
—¿Qué tal las cosas por aquí? —preguntó el navarro con la boca llena.
—Oh… Bien. Conseguí reunir lo poco que quedaba de mi ejército. Dejé las guarniciones casi vacías, y los envié a todos a asediar Jaén.
El muslo de pollo cayó de las manos de Azagra y rebotó en la mesa. El navarro miró a Mardánish con expresión de sorpresa.
—¿Estás asediando… Jaén? ¿Y Hamusk?
La expresión alegre del rey se agrió.
—Hamusk… Ese traidor. Llegó a acuerdos con los almohades. Y con los cristianos del norte.
—¿Cómo?
El rey Lobo le explicó todo lo sucedido. El paso de al-Asad en su ausencia, la marcha de Zobeyda, su regreso, el pacto que, según ella, aliaba a Navarra y Aragón contra el Sharq, las maquinaciones de Hamusk, la supuesta muerte del León de Guadix… y, por último, el repudio a su esposa en las mismas puertas de Jaén y la declaración de guerra a su suegro. El cristiano escuchaba con la boca abierta, incapaz de dar crédito a lo que oía. Cuando Mardánish acabó de hablar, Azagra tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras asentía en silencio.
—Lo cierto es que, hace muy poco, ese Gerardo Sempavor sitió Badajoz y consiguió encerrar a la guarnición almohade en la alcazaba… —El navarro entornó los ojos—. El rey de Portugal acudió a ayudarle para derrotar a esos africanos, pero entonces apareció Fernando de León. Los leoneses lucharon contra Sempavor y su rey. Los vencieron y los hicieron prisioneros… Incluso se dice que el rey de Portugal fue malherido en el combate. Al final, León ha devuelto Badajoz a los almohades.
Ahora fue Mardánish quien dejó caer la mandíbula. Así que era cierto. Fernando de León… Aquel crío que un día, hacía mucho tiempo, prometiera ayudar al Sharq en su lucha contra los almohades andaba en tratos con el propio califa y se atrevía incluso a atacar a otros cristianos. El rey Lobo soltó una carcajada corta y amarga. Y él, iluso, ¿todavía soñaba con que le ayudaran? ¿A un musulmán? Aquello le abrió los ojos. Y entonces, con un repentino latigazo de lucidez, todo lo que le había contado Zobeyda apareció como lógico. Lo único lógico entre todas las posibilidades que infestaban aquel laberinto de ambiciones, envidias y oportunismo. Apretó los puños y sus dientes rechinaron. Y la había repudiado. A ella, que no había hecho otra cosa que cuidar de él. Cristianos y musulmanes. Todos iguales al final. Todos capaces de dar lo peor de sí mismos.
—Ella tenía razón —murmuró.
Azagra no respondió. Había dejado el muslo a medio terminar, con el apetito repentinamente derrotado sobre aquella mesa. Intentó comprender qué tormenta se había desatado en el corazón y en la mente del rey Lobo. Aferrado a un sueño imposible, obstinado en hacerlo realidad. Condenado al fracaso.
Marjanna estaba sentada sobre un escabel en la cámara de Zobeyda. En los mismos aposentos que durante años había compartido con su señora, la reina del Sharq, y también con sus tres amigas, Adelagia, Sauda y Zeynab.
Había dejado de llorar hacía tiempo. Antes de que la música se esparciera por el alcázar y llegara a su fin, y sus ecos se perdiesen entre las columnas, las higueras y los arrayanes. Una fiesta más. Otro de aquellos banquetes desenfrenados que acabaría en borrachera y lujuria. Chascó la lengua, indiferente a los cantos de las primeras aves, que atravesaban los muros del alcázar y se deslizaban por los corredores hasta llegar al harén. ¿Acaso no había participado ella misma de aquella lujuria? ¿De aquel desenfreno feliz?
No tenía sentido arrepentirse ahora. Todo había seguido un camino demasiado tortuoso, marcado por traiciones que se seguían una a otra. La ambición, el orgullo y el fanatismo eran malos compañeros de viaje. Y ahora, al fin y al cabo, ella era libre. No es que cambiara gran cosa con respecto a lo vivido hasta ese momento, pues de nada tenía queja. Había sido esclava, sí, pero también había gozado del lujo y de la belleza del reino más espléndido de la tierra. Había sido amada, y sin duda aún lo era. Por eso se sentía en deuda.
La claridad se colaba por la celosía. Suspiró y se levantó del escabel. Frente a ella se dibujaban en la oscuridad los enseres de Zobeyda. Las arquetas de marfil, y los frascos de ungüentos y esencias. Los betilos y las velas aromáticas. Las pequeñas figuritas de dioses extraños a los que jamás adoró ni comprendió. Todo eso se cubría ahora de polvo, al igual que el lecho de la favorita.
Se despidió con un beso silencioso lanzado al aire. Aquella misma mañana viajaría a Denia para despedirse de Adelagia, y desde allí seguiría al norte, hacia Valencia: al palacio de la Zaydía, para vivir al servicio de las princesas del Sharq.
Pero antes debía hacer algo.
Salió del aposento principal y caminó por el pasillo en penumbras. Giró a la derecha antes de llegar al patio y rodeó los lechos de Sauda y Zeynab. Había cestas amontonadas, fardos de ropa y arcones abiertos. Todo lo que habían dejado atrás al marcharse para no regresar nunca. Sabía dónde y qué buscar, así que no tardó mucho en remover y elegir lo que necesitaba. Recordaba bien las historias y las recetas de su negra compañera. No debía de ser muy difícil hacerlo.
Cruzó el patio ajardinado. Un par de verderones, sorprendidos en un último y perezoso sueño, saltaron desde las ramas y volaron para alejarse del alcázar. Marjanna llevaba en una mano una de las pequeñas cañitas que Sauda usaba para labrar la piel, un diminuto cilindro hueco y acabado en punta. En la otra mano, el frasquito no contenía el tinte vegetal de color añil que rellenaba heridas y pintaba el cuerpo. Bien distinta era la naturaleza del bálsamo que ahora discurriría por el hueco del junquillo.
La cámara de las concubinas, en un rincón del patio, era la más oscura. Sus celosías daban al norte, y muy cerca se alzaba la muralla que separaba el alcázar de la medina murciana. Marjanna dejó que sus ojos se acostumbraran a la negrura y localizó a Tarub. Dormía separada de las demás, segregada por su amargura. La persa manipuló con dedos hábiles el frasquito mientras se arrodillaba cerca de la cama. La umm walad roncaba débilmente, con la mejilla izquierda apoyada sobre un almohadón y la boca entreabierta. La cañita entró con suavidad, rozando apenas los labios de Tarub. Fuera, la madrugada cedía a la claridad del alba; en muy poco tiempo, el muecín cantaría su llamada a la oración.
El líquido, transparente y con un ligero olor ácido, escapó del frasquito y discurrió por el interior del junquillo. Gota a gota, se depositó en la boca de Tarub. Esta se removió y plegó los labios, pero Marjanna fue rápida y retiró la caña. Los ronquidos se cortaron y Tarub se relamió en sueños. Arrugó la nariz un instante y luego resopló. Su respiración continuó regular, y el muecín lanzó al aire su convocatoria.
Marjanna se irguió, echó un último vistazo y abandonó la cámara de las concubinas.
Río Guadalope, frontera entre Aragón y el Sharq al-Ándalus
El joven rey Alfonso de Aragón soportaba con gran dignidad el peso de la loriga. Cuando resoplaba por el calor y el esfuerzo, lo hacía con discreción para que sus nobles no lo notaran. Había detenido a su destrero ante la chopera que marcaba el curso del río, y algunos de los peones de su mesnada se metían entre los árboles para espiar la orilla de enfrente. Pedro de Arazuri aproximó su caballo al del rey adolescente y señaló al otro lado con su diestra, temblorosa por la edad. El anciano mostraba al niño el mundo que debía conquistar.
—El río del Lobo, mi señor.
El joven Alfonso asintió. Aquel era el nombre que los sarracenos habían dado a la corriente de agua que separaba las tierras de la casa de Aragón de las que todavía seguían en poder de Mardánish. Tal vez los infieles hubieran bautizado con ese nombre al río en honor a su señor, o tal vez no fuera más que una coincidencia. Alfonso curvó los labios. Sabía que la chusma daba mucha importancia a todas aquellas casualidades. Guadalope. El río del Lobo. El río de Lope.
Se volvió hacia sus hombres, esforzándose para que el estorbo de sus vestiduras de guerra no lo hiciera parecer ridículo. Tras él, los barones aragoneses mostraban orgullosos los colores de sus pendones y escudos y, a ambos lados, los frailes guerreros ardían en deseos de cumplir con la misión para la que se consideraban nacidos. Mezclados con ellos, peones armados, ballesteros y sirvientes aguardaban las órdenes de un niño.
—¡Dios ha puesto ante nosotros este río para que nos avergoncemos! —gritó Alfonso de Aragón—. ¡Ha permitido que el nombre de un infiel cierre nuestras justas aspiraciones! ¡Pero también lo ha hecho para espolear nuestro ánimo, mis señores!
El viento arreció, y se levantó un siseo entre las hojas de los chopos. Los caballeros adelantaron sus monturas hasta asomar entre los juncos y los troncos de los árboles. Ante ellos la corriente discurría tranquila, ensanchada en un vado que les permitiría salvar aquella frontera trazada por Dios en las tierras de la Península. Algunos asintieron en silencio y tomaron como suyas las palabras del monarca al que habían jurado lealtad. O quizá simplemente aceptaban por buena la analogía del rey: el Guadalope era una muralla, y al mismo tiempo, una puerta abierta. Al fin y al cabo, cruzar ese río les garantizaría honores, tenencias y botín al otro lado. Todos ellos, e incluso la morralla de a pie que los acompañaba, habían viajado desde Fraga hasta aquella frontera por eso. Por su ambición. El mayordomo real, Blasco Romeo, fue el primero en avanzar sobre el agua, haciendo que los cascos de su destrero se hundieran en el lodo del lecho. Alfonso de Aragón extendió la mano hacia uno de sus escuderos.
—¡Mi lanza!
El joven monarca aferró con decisión el asta y la hizo vibrar. Las barras color sangre, heredadas de sus antepasados aragoneses, se extendieron a la brisa que acariciaba la superficie del Guadalope. El río del Lobo. Hasta ese día. Pedro de Arazuri sonrió ante lo gallardo del rey adolescente. Al otro lado del Guadalope no hallarían más que aldeas abandonadas, y apenas los restos de las guarniciones de un par de fortalezas que rendirían sus armas en cuanto divisaran a la hueste invasora. Pronto, toda la tierra que se extendía hacia el sur por la cuenca del río sería aragonesa. Y después tomarían los montes y las llanuras regadas por el Alfambra. Y enseguida tendrían Albarracín a su alcance.
—Dios te asistirá en esta sagrada tarea, mi señor —animó el viejo navarro—. La historia te reserva un sitio de honor.
El joven rey asintió, levantó el brazo derecho y mostró a sus hombres el pendón con las armas de su casa. La señal real bajo la que resultara herido su pariente, el Batallador. Vencido, entre otros, por el padre de aquel rey Lobo que ahora interponía ese río entre unos y otros.
—¡Por san Jorge!
Como uno solo, caballeros, hospitalarios, mesnaderos y calatravos alzaron la voz para corear al monarca.
—¡Aragón! ¡Aragón! ¡Aragón!
Un mes después. Jaén
A pesar de estar enriscada en la loma que dominaba la ciudad, desde la alcazaba de Jaén no se apreciaba con claridad el campamento enemigo. Y Zobeyda no podía abandonar sus aposentos. No ahora, cuando en toda la ciudad se actuaba igual que podría hacerse en Granada, Sevilla, Marrakech o Fez. La hija de Hamusk solo salía a la luz del día para ir a orar a la aljama los viernes. Durante el recorrido, decenas de fanáticos vigilaban con celo que no se rompiera ni una sola de las normas que imponía la ortodoxia. El Tawhid regía de hecho en Jaén, y faltaba poco para que también lo hiciera por derecho.
Zobeyda fijaba sus ojos en las lejanas hileras de olivos, recortadas contra las azules ondulaciones del horizonte. Algunas columnas de humo se curvaban con pereza hacia poniente, marcando las hogueras en las que el ejército sitiador preparaba la comida. Pero la mirada de Zobeyda no se detenía en el campamento enemigo, ni en el humo de sus fogatas, ni en los olivos ni en el cielo. Volaba más allá, al norte. A todo lo que la habían obligado a dejar atrás. Se recreaba en aquella inmensidad día y noche, como si fuera el único vínculo que quedaba de todo lo perdido:
Sin cesar recorro con mis ojos los cielos
por si viese la estrella que tú estás contemplando.
Cuando los vientos soplan, hago que me den en el rostro,
por si la brisa me trajese tus nuevas.
Se volvió cuando una de las sirvientas anunció la visita de Hamusk. Zobeyda se ajustó el velo y remetió un par de mechones rebeldes que pretendían escapar a su encierro. Oyó los pasos de su padre, lentos y pesados, y lo imaginó bamboleante al tiempo que se acercaba al aposento. Hamusk abrió la puerta sin llamar y se asomó con una mezcla de prevención y esperanza. Torció la boca en un gesto de decepción al ver a Zobeyda sentada en su banquillo, con las manos sobre las rodillas y las labores sobre el lecho. De nuevo leía en los ojos de su hija la añoranza y la derrota.
—He recibido carta del califa Yusuf —anunció Hamusk—. Me ofrece la oportunidad de aceptarlo como señor. A cambio, me perdona todo lo ocurrido hasta ahora. Me sugiere que intente convencer a tu esposo…
—Ya no es mi esposo —cortó ella. Hamusk apretó los labios antes de continuar.
—… y que, en caso de que Mardánish se niegue, rompa con él.
Zobeyda alargó una mueca sardónica bajo el litam.
—Todavía no se han enterado de lo sucedido.
—Eso parece —convino el señor de Jaén—. Pero se enterarán pronto. Acabo de dar la orden de que varios emisarios salgan a todo galope hacia el sur. Ese ridículo cerco que nos ha impuesto tu esposo…
—Ya no es mi esposo —repitió ella.
—… no podrá detener más a mis hombres. Pronto recibiremos ayuda de los almohades, y todo se arreglará.
Zobeyda volvió a burlarse de las palabras de su padre. Esta vez el gesto de desprecio se remarcó bajo el velo con claridad.
—¿Todo se arreglará? Todo lo que tú estropeaste, quieres decir.
Hamusk suspiró y se acercó al estrecho ventanal. Oteó con desdén las columnas de humo que ascendían desde el campamento enemigo.
—No tengo más hijos que tú, Zobeyda. En ti puse todo mi amor. Y toda mi esperanza. Es duro para un padre saber que no tendrá un primogénito al que legar sus bienes. Aunque tú eras mucho más dura que cualquier hombre. Mucho más altiva. Más fuerte…
—Pero… —le animó a continuar.
—Pero no eres un hombre. Al-Asad sí. El hijo que debí tener.
Zobeyda negó con la cabeza. A pesar de todo el amor que su padre siempre le había demostrado, sospechaba de aquel reproche silencioso que ahora tomaba voz. Nada más presentarse ante él, cuatro meses atrás, había contado a Hamusk lo sucedido con al-Asad. Todo. Incluido lo que pasó bajo aquella sabina en tierras de Aragón. Y vio el dolor refulgir en las pupilas del señor de Jaén. No hubo reprensión alguna. ¿Quién sabía qué truenos se entrechocaban dentro de la cabeza de Hamusk? Zobeyda quiso sacar a su padre del error, aunque solo fuera por la rabia que todavía le despertaba el recuerdo del guerrero tuerto:
—Al-Asad lo ambicionaba todo para sí, no para ti. Tú y yo éramos sus herramientas. O eso planeaba él.
—Herramientas —repitió Hamusk, y asintió sin quitar la vista de las columnas de humo—. Pues claro. Yo también lo usé a él; y a ti. Y tú usaste a tu esposo. Y él te usó a ti. Está en la naturaleza de las personas. Pero no quiero culparte más por eso. Al-Asad murió y ahora quedamos tú y yo. Tu… Mardánish se ha convertido en nuestro enemigo, y el califa nos ofrece su amistad. Dejaremos que Yusuf nos use, y lo usaremos nosotros a él.
Zobeyda se encogió de hombros.
—Haz lo que te plazca. No soy más que una mujer.
Hamusk asintió y se retiró del ventanal. Miró a su hija. Tal vez algún día recobraría su amor. Tal vez.
Murcia
Tarub había muerto hacía un mes.
Había ocurrido una mañana. La umm walad despertó con normalidad, rezó su oración del alba y dijo encontrarse mal. Volvió a acostarse y ya no se levantó. Las demás concubinas y varios sirvientes del alcázar lo atribuyeron a sus malos humores, causados por la amargura que dominaba su corazón. O tal vez fuera normal, después de todo. Tarub debía de rondar los cuarenta años, una edad en la que no resultaba extraño verse aquejado por alguno de los muchos males para los que no había remedio. Y eso que la umm walad había llevado una buena vida. Nada de fríos mañaneros, ni de tareas agotadoras, ni de pan de cebada con castañas asadas o semillas de dátil. Había parido una sola vez y no se le conocían dolencias. Gánim llegó a Murcia para despedirse del cadáver de su madre y recibir el consuelo de su padre. Después regresó a Denia, donde gobernaba la exigua flota mardanisí.
Abú Amir leía con los ojos entornados. Con dificultad, pues la edad le restaba vista. Lo notaba desde hacía un tiempo. Nada alarmante, sobre todo para un médico. De cualquier forma, no podía quejarse de cómo le había tratado la vida. Bajó la carta un instante y se fijó de forma fugaz en Mardánish. Él sí había sido castigado por sus excesos, pensó con un punto de burla. Luego regresó a la misiva.
—¿Qué te parece?
El poeta gruñó. Enfrente de él, sentado al otro lado de la mesa de consejos, Pedro de Azagra unía las manos sobre el ceñidor y hacía girar los pulgares.
—¿Este es el mismo Yusuf que crucificaba judíos a las puertas de Sevilla?
Mardánish señaló el sello roto.
—El príncipe de los creyentes. Califa de los almohades. El mismo al que una vez derroté e hice huir. El mismo, sí. El mismo que envió su ejército hasta las puertas de Murcia.
Abú Amir asintió con las cejas arqueadas.
—Diríase que es la carta de un hombre muy ilustrado. O eso, o tiene estupendos escribanos.
Azagra se removió en su silla.
—¿Y bien? —apremió el navarro.
—En resumen, el califa nos invita… —El consejero corrigió sobre la marcha—. Invita a nuestro rey a someterse. Dice que está aprestando un gran ejército para cruzar de nuevo el Estrecho. Un ejército que dirigirá contra todos los infieles sin distinción —Abú Amir se puso la mano izquierda sobre el pecho—, y eso incluye a los musulmanes que todavía no hayamos reconocido el Tawhid. —Retiró la mano de su corazón y se tocó con suavidad la barba, siempre bien recortada—. Pero es extraño. Incluso cuando nos amenaza, lo hace con mucha… prudencia. Es como si realmente prefiriera que nos sometiésemos de grado. Es más, repite durante toda la carta la gran cantidad de bienes que esperan a nuestro espíritu, nos promete dádivas y puestos de primer orden en el imperio. —Alargó la carta hacia Mardánish para devolvérsela—. Dice que el gran jeque Umar Intí aguarda en Córdoba. Allí se dispone para aplastar a los infieles, pero también tiene orden de venir a recibir nuestra amistad si nos atenemos a los deseos del califa.
Mardánish miró a Azagra, y este señaló la misiva que el rey Lobo sostenía ahora entre las manos.
—Es una buena oportunidad, sin duda. Sé lo que significaría que aceptaras, pero lo cierto es que ningún rey cristiano te ofrecerá jamás mejores condiciones. Y créeme, nada me rompería más el corazón que ver tu estandarte unido a la bandera de esos africanos. Pero… nadie podría reprochártelo.
Mardánish asentía despacio.
—Dime, amigo: cuando Alfonso de Castilla dirija sus tropas contra los almohades y tú lo acompañes… Cuando veas ante ti mi estrella y me adivines escoltando al califa… ¿Me acometerás?
Los músculos de la cara de Azagra se tensaron. Cerró los ojos antes de contestar.
—Sí. Lo haré. Y tal vez te mate. O tal vez me mates tú. Pero, pase lo que pase, cuando luche contra ti sabré que eres mucho mejor que los guerreros que combaten a mi lado. ¿Hay mejor destino para un caballero?
El navarro abrió los ojos y Mardánish y él cruzaron una larga mirada. El rey Lobo sonrió.
—Has contestado tal como esperaba. —Se volvió al consejero—. ¿Y tú, Abú Amir? ¿Opinas que he de aceptar? ¿Y qué piensas que dirían mis visires? ¿Y mi hermano? ¿Y mi pueblo?
—Sabes lo que pienso. Yo no soy un guerrero, como nuestro amigo Azagra. No pretendo glorificar a Dios mientras me bato contra el mejor paladín del mundo y muero atravesado por su espada. —Abú Amir hizo un gesto de disculpa hacia el navarro—. Tampoco soy rey. No tengo un reino que ensanchar, ni una dinastía que perpetuar. Todas las riquezas que poseo desaparecerán cuando yo no esté. Te dije que mi destino está unido a un Sharq libre. No aceptaré a Yusuf como dueño. En cuanto a tus visires, harán lo que sea por mantener sus puestos y sus privilegios. ¿Tu hermano? Mientras tenga Valencia, se someterá a quien sea, africano o andalusí. Y tu pueblo… te será leal siempre que eso no lo lleve a la muerte o la esclavitud.
Mardánish asintió y sus ojos se posaron sobre el rollo con el sello quebrado. Hacía años, muy cerca de allí, Zobeyda le había animado a resistir cuando recibió una carta muy parecida a esa, escrita por Abd al-Mumín. Pero ahora Zobeyda no estaba. Y no necesitaba preguntarse qué habría opinado ella. Ella, que sí se comportó como una loba; ella, que mató para defender a la manada. Mardánish ignoró el dolor que adivinaba dispuesto a atravesar su costado y llevó la mano derecha atrás. Acarició la negra piel del lobo. Era lícito dudar. Tal vez ese mismo animal al que cazó en la Marca dudó. Pero lo importante no fueron las dudas, sino que al final se enfrentó al hombre. Al cazador. Y que se dejó la vida luchando. Clavando sus colmillos en la piel de Mardánish. Como había dicho Azagra, ¿hay mejor destino para un caballero?
El griterío del pasillo sacó al rey de sus cavilaciones. Los tres hombres se levantaron y dirigieron las miradas a la entrada del salón. Las puertas se abrieron empujadas por dos jóvenes guardias de gesto preocupado, y bajo el dintel apareció un guerrero con la loriga manchada de polvo. Un muchacho rubio cuya trenza colgaba por encima del hombro derecho. Bajo la cota de malla se adivinaba el cuerpo fibroso y encallecido del tagrí. Mardánish olvidó el sordo dolor, instalado sin tregua en sus entrañas.
—¡Hilal! ¡Hijo mío!
El muchacho avanzó hasta que pudo dejar su yelmo normando sobre la mesa. Debería haber corrido para abrazar a su padre, pero en lugar de ello se plantó allí, con las piernas ligeramente separadas, como cualquier soldado presto a dar novedades a su superior.
—No hay tiempo que perder. El rey de Aragón ha cruzado la frontera e invade nuestras tierras. Ha tomado varias plazas y sigue su avance. El objetivo es Albarracín.
Mardánish se dobló a un lado y tuvo que apoyar una mano sobre el brazo del trono. Azagra se dirigió a su antiguo escudero.
—¿Cuándo? ¿Con qué fuerzas?
—Lleva semanas conquistando, fortificando, arrasando. Solo hemos podido escoltar a los aldeanos que huían en busca de refugio y frenar las avanzadillas cristianas. Pero es imposible enfrentarse a ellos en campo abierto. Son demasiados, y han barrido a los pocos lugareños que se atrevieron a plantar cara. Perdóname, padre. Tus hombres entregarían la vida con honor, pero el rey de Aragón se hace acompañar de sus mesnadas y de esos frailes guerreros. Dicen que les ha prometido tierras a todos, sobre todo a los nobles de su reino, que también traen sus propias huestes. —Desvió la mirada hacia Azagra y la sazonó con un punto acusador—. Incluso tu suegro, Pedro de Arazuri, sigue al aragonés en su felonía.
Mardánish se dejó caer en el asiento, y Azagra observó con temor el gesto del rey Lobo. Este sostenía todavía en su mano izquierda la carta del califa almohade.
—Ella tenía razón. Esto lo vuelve a probar —murmuró.
—¿Quién, padre?
Mardánish miró a su hijo. Tendría que decirle que había repudiado a Zobeyda. Que la madre de aquel muchacho estaba fuera del reino. Aislada en una ciudad a la que él mismo mantenía bajo asedio. El ramalazo de dolor pareció castigar al rey Lobo por todos sus errores, y él lo aceptó resignado.
—Volveré a Castilla —propuso Azagra—. Me llegaré hasta el sitio de Zorita y rogaré al joven rey que medie entre el aragonés y tú…
—No —le cortó Mardánish—. Eso es lo de siempre. Es retrasar lo que no puede detenerse. No.
—He visto a los mercenarios acampados en las afueras de Murcia. —Hilal seguía plantado en pose marcial—. Deja que me los lleve a Albarracín. Los aragoneses no pasarán de allí.
Mardánish se fijó en su hijo. Gallardo. Decidido. Iracundo, incluso. Pretendía resistir en Albarracín al mando de un ejército de mercenarios cristianos. Sonrió. Sería cuestión de tiempo que sus hombres le traicionaran y se pasaran al enemigo. Con toda seguridad, Alfonso de Aragón los premiaría con mayor largueza, y su ganancia sería mucho mejor que la soldada que pudieran recibir de Hilal. No. No podía enviar a su hijo a aquella encerrona. No podía entregarlo al enemigo, tal como había hecho con Zobeyda. Zobeyda.
—Tu abuelo Hamusk está ahora en guerra con nosotros —dijo el rey. Hilal chascó la lengua, pero no pareció sorprendido.
—Entonces es cierto… Había oído rumores al pasar por Valencia, pero no me detuve a…
—Tu madre está con él en Jaén.
Esta vez el muchacho calló, y hasta su pose bizarra se conmovió un ápice.
—¿Cómo es eso?
—La repudié —confesó Mardánish—. Sé que no lo entenderás. Yo tampoco lo entiendo, en realidad… Hijo mío, ahora es momento de actuar…
—La repudiaste. —La mirada de Hilal se afiló como un sable indio. Luego, sus pupilas, reducidas a diminutos puntos negros, se dirigieron a Pedro de Azagra. El navarro observaba en silencio a su alumno, calibrando si la lealtad al padre y el amor a la madre se medían en su alma en igualdad de condiciones.
—Lo más importante que debes saber, hijo mío —continuó Mardánish—, es que tu abuelo nos ha traicionado. Está en tratos con los almohades, y ahora mismo él es la puerta por la que los africanos entrarán en el Sharq al-Ándalus. Debemos mantener esa puerta cerrada, y para eso necesitamos a los mercenarios cristianos.
Hilal asintió sin ganas. De pronto parecía que todo su ardor guerrero se hubiera esfumado. El rey Lobo consultó con la mirada a Azagra, pero este seguía a un lado, en pie mientras examinaba al muchacho. La vista del navarro regresó entonces al rey, y en ella Mardánish adivinó la misma desesperanza que él sentía. Azagra. Una vez más mostraba su corazón abierto, sincero. El único en quien se podía confiar. Y sentado a la mesa de consejos, Abú Amir. Silencioso. Derrotado igualmente; como un símbolo del reino feliz que se hundía en el lodo. Mardánish acusó el dolor que pellizcaba su costado de nuevo. Era como si aquel sufrimiento, del que no podía librarse, hubiera decidido acompañar su fin, crecer conforme su sueño de felicidad y prosperidad se desmoronaba. Reparó en que volvía a acariciar la piel del lobo negro que colgaba de su trono. El noble animal muerto entre los roquedales de la Marca. Su pellejo, mancillado por el orgullo humano, era ahora un recuerdo que servía para recordar al rey el honor del sacrificio. ¿Sería capaz él de llegar a eso? Mardánish cerró los ojos y casi pudo aspirar el aire cortante de la sierra. Y oyó el aullido del lobo en aquella noche antigua, entreverado con el ulular del viento. Tal vez habría sido mejor morir allí, junto al animal, desangrados ambos por las cuchilladas y mordiscos de uno y otro. Pero Azagra lo salvó, también entonces.
—Hilal, he tomado una decisión. Regresa a Albarracín. —Se volvió a Pedro de Azagra y posó ambas manos en los brazos del trono, enderezando el castigado cuerpo para revestir de solemnidad sus palabras—. Tú, amigo mío, acompañarás a mi hijo. Una vez allí, Hilal tomará a la guarnición de la ciudad y de los destacamentos cercanos, y los traerá de vuelta a Murcia. Pedro Ruiz de Azagra, a ti te encomiendo Albarracín como señor; y te pido, ya que eres mi compañero leal, que la tengas como tuya y la defiendas de todo aquel que la pretenda, sea cristiano o mahometano. Júrame, amigo. Júrame que no te postrarás como vasallo del rey de Aragón, ni del de Navarra ni del de Castilla. Y si un día yo faltara, quédese Albarracín en tu posesión, libre para ti y tus descendientes hasta que uno de ellos quebrare ese juramento.
El navarro no daba crédito a lo que oía. Vio que Abú Amir, enfrente de él, asentía con una sonrisa. Luego miró a Hilal y vio en este un gesto apenas disimulado de decepción.
—Albarracín —murmuró Azagra. Albarracín, casi inaccesibles las rocas sobre las que se alzaba. La atalaya de un águila que dominaba el territorio de los cuervos.
—Jura, Pedro —reclamó Mardánish de nuevo—. Albarracín no caerá en las manos de mis enemigos. No será simple carroña, los restos putrefactos del Sharq, alimento de quienes me acometen a traición.
El navarro dio dos pasos y puso una rodilla en el suelo. Se santiguó mientras clavaba la mirada en los pies del trono del rey Lobo.
—Por nuestro Padre que está en los cielos y por Cristo, su hijo; y por la santa Virgen María, yo te juro que tendré Albarracín por ti, y el día en el que tú faltares la tendré por tu recuerdo, y que jamás rendiré vasallaje a soberano alguno a no ser la propia Madre de Dios.
—Levántate.
Azagra obedeció. En sus ojos reposaba ahora un brillo insólito y su voz temblaba por la emoción:
—Haré llamar a los leales de mis señoríos en Navarra. Aunque el rey Sancho me haya desposeído de algunos de ellos, sé que la gente acudirá a mi reclamo. Les ofreceré un nuevo horizonte y no se negarán. Alfonso de Aragón no se atreverá a atacar Albarracín. No mientras mi suegro esté con él. —Subió un pie sobre la tarima y posó la mano derecha sobre la de Mardánish—. Luego volveré y juntos defenderemos el Sharq. Resistiremos hasta que el rey de Castilla pueda venir a ayudarnos…
—No harás tal cosa, Pedro —le interrumpió el rey Lobo—. Te quedarás en tu nuevo señorío.
—Pero…
—Mientras yo viva lo tienes por mí, Pedro. Jura eso también. El Sharq sobrevivirá en Albarracín. Contigo. Júralo.
Azagra resopló. En el fondo sabía que, por mucho que se esforzara Mardánish en el sur, la caída era inevitable. Entonces el rey retiró su mano con suavidad y el navarro vio que la llevaba a la piel de lobo que decoraba su trono. El cristiano comprendió entonces. El lobo defendía la manada aun a costa de su propia vida. Dejaría en el norte a un lobezno correoso, clavado como un aguijón entre los reinos cristianos, a salvo de la amenaza africana que se cernía sobre el Sharq como una nube negra e inmensa.
—Lo juro.
Verano de 1169. Córdoba
Abú Hafs oyó gruñir su estómago mientras caminaba por el corredor del palacio cordobés. Tras él, Utmán aspiraba con avidez los olores que penetraban por los ventanales. Estaban otra vez en al-Ándalus, y sus sentidos se abrían como flores a la luz del sol. Que Dios lo perdonara, pero no había peor ramadán que el que se vivía en aquella tierra de sabores, colores y olores sin igual.
—Casi puedo escuchar a tu alma inclinándose hacia el pecado, hermano mío —dijo socarronamente Abú Hafs. Ni siquiera se había vuelto para hablar con Utmán—. Cuidado. No hemos vuelto para dejarnos vencer por esta tierra de perdición, como hicieron los almorávides. Esta vez acabaremos nuestro trabajo.
—Que Dios lo cumpla, Abú Hafs.
El visir omnipotente asintió. En aquellos mismos instantes, las tropas que habían traído desde África se instalaban en Córdoba, dispuestas para partir en expedición hacia el Garb o el Sharq, según decidieran los líderes almohades.
—Dios lo cumplirá, pues está de nuestro lado. Él, en su sabiduría, nos ha otorgado el ramadán para que lo adoremos convenientemente y sepamos apreciar todo cuanto nos da. ¿Acaso no es mayor tu hambre cuando tienes a tu disposición los manjares de al-Ándalus?
—Así es —convino Utmán, aunque mantenía en la cara una mueca de odiosa burla a la espalda de su hermanastro.
—También Dios, en el camino que lleva hasta su grandeza, nos pone a prueba. El demonio Lobo ha regalado al rey de Castilla algunos castillos cerca de la frontera común, y desde allí los cristianos algarean por las tierras sometidas al Tawhid. Los perros infieles.
—¿Eso es obra de Dios, mi buen hermano?
Abú Hafs se detuvo y giró medio cuerpo. Utmán también frenó la marcha. Los dos hermanastros se miraban ahora desafiantes. A ambos lados del corredor, algunos Ábid al-Majzén montaban guardia, rozando el techo labrado con las puntas de sus lanzas.
—Todo es obra de Dios, bendito y ensalzado sea por siempre. Él pone a prueba nuestra fe. Y a veces sus decisiones son difíciles de comprender para nosotros, sucios pecadores. Ahora mismo vas a ver la demostración.
Abú Hafs reanudó su marcha, y llegó al final del recorrido. Dos guardias negros abrieron para él las puertas que remataban el corredor. El visir omnipotente entró con decisión y avanzó hasta el centro de una estancia cuadrada y austeramente decorada, sin ventanas y con una puerta en cada lado. Un triste pebetero quemaba madera aromática en un rincón, y un enorme tapiz blanco presidía la sala en la pared opuesta a la entrada con un versículo del Corán bordado en él: Los que vuelven a mí, se corrigen y hacen conocer la verdad a los demás, a esos volveré yo también, pues gusto de regresar hacia el pecador arrepentido, y soy misericordioso. Abú Hafs señaló el tapiz y sonrió hacia su hermanastro con aquella mirada sanguinolenta más rutilante que nunca.
—He ordenado que lo borden en honor a este momento.
Utmán seguía sin entender. En la sala, frente al versículo coránico, una alfombra marcaba un cuadrado rodeado de cojines. Abú Hafs invitó a su hermanastro a tomar asiento bajo el tapiz, y él mismo se sentó a su lado. Luego palmeó un par de veces y una de las puertas laterales se abrió. Dos esclavos de la guardia negra pasaron a la sala y, tras ellos, entró un hombre vestido con burnús. Se trataba de un tipo de unos sesenta años con la barba canosa y crecida. Estaba muy grueso. Demasiado para un creyente, pensó Utmán. Sobre todo en ramadán. El sayyid entornó los párpados conforme el anciano era conducido por los Ábid al-Majzén hasta el centro del salón. Entonces lo reconoció. Le había costado porque solo lo había visto antes vestido con loriga y yelmo, y empuñando escudo y lanza.
—Mochico… —El sayyid susurró el apodo más humillante de Hamusk. Este no se ofendió por ello. En su lugar, se postró pesadamente de rodillas e inclinó el cuerpo. Su frente habría tocado el suelo de no ser por la prominente barriga. Utmán vio que su hermanastro sonreía satisfecho.
—Hermano mío, te presento al noble Ibrahim ibn Hamusk, que por fin ha visto la luz de la verdad.
Utmán se levantó despacio y anduvo hasta el otro lado de la alfombra. El señor de Jaén seguía postrado fuera del cuadrado, evitando pisar los cojines. Lo rodeó y lo miró como un cazador miraría a un oso recién abatido. El sayyid habló a Abú Hafs.
—Este hombre ha matado con sus propias manos a auténticos creyentes. Y ha mandado ejecutar a muchísimos más. Te recuerdo que en Granada estrellaba los cuerpos vivos de nuestros hombres contra los muros de la Qadima. ¿Dónde está el gran jeque Umar Intí? Él te dirá que debemos castigar a este perro…
—El gran jeque Umar Intí es muy anciano. Durante el ramadán pasa todo el día postrado. No debemos importunarle con esa clase de decisiones. Yo… Nosotros nos ocuparemos de Hamusk y le sacaremos provecho. Y para eso lo necesitamos vivo —repuso Abú Hafs, cuya sonrisa feroz no se borraba de la cara.
—Hermano mío, está bien aprovechar las debilidades de nuestros enemigos. Usarlos, como usamos a ese tuerto de Guadix para esquivar al demonio Lobo. O comprar su lealtad, como hiciste con este perro a las puertas de Murcia. Pero traerlo aquí, a nuestra presencia, y dejar que se postre ante nosotros… Deberíamos decapitarlo y llevar su cabeza a Marrakech para que los huérfanos y viudas de los hombres a los que él torturó puedan escupirle a la cara.
Hamusk había empezado a temblar. Entendía bien la jerga bereber que usaban los dos hermanastros y comprendía que su vida pendía en ese momento de un hilo muy fino. Abú Hafs habló de nuevo:
—¿Acaso te crees mejor que nuestro hermano, el príncipe de los creyentes? Él ha decretado su perdón.
—Yusuf está embobado por esos filósofos que lo rodean y por las rubias con las que fornica —respondió con aspereza Utmán. Abú Hafs negó despacio, como si estuviera acostumbrado a las travesuras de aquel niño ingenuo e imprudente que era su hermanastro.
—Bien, entonces te pondré el ejemplo de Dios, el Único, alabado sea. Él perdona a los que vuelven a Él por su arrepentimiento y hacen el bien, pues es indulgente y misericordioso. ¿Te atreves a cuestionar a Dios?
Utmán se sentía burlado. El Mochico era tan enemigo de los almohades como el propio Mardánish, con la diferencia de que el señor de Jaén se había comportado con muchísima mayor crueldad. Entonces recordó la conversación en Marrakech con el califa. Aquella en la que Abú Hafs le recomendaba escribir a Hamusk.
—No es de fiar. Traiciona a los suyos. A nosotros también nos traicionará.
La sonrisa se borró de la boca de Abú Hafs y este se levantó para encarar de cerca a Utmán.
—¿Te atreves a cuestionar a Dios? —repitió, y esta vez lo hizo en voz baja y escupiendo todo su poder amenazador. Utmán mantuvo la mirada un momento, y en los ojos surcados de venas de su hermanastro vio la furia del mayor fanático del imperio. Lástima que aquel fanatismo estuviera acompañado de tanta astucia. El sayyid terminó por asentir mansamente.
—Tu decisión es la decisión de Dios.
Abú Hafs dio un segundo par de palmadas, y otra de las puertas del salón se abrió. Dos nuevos esclavos de la guardia negra pasaron ahora a la sala, y tras ellos entró una mujer. Utmán la observó extrañado, y luego su vista se dirigió a su hermanastro. La recién llegada venía cubierta por una túnica ancha y larga hasta los pies, con el cabello escondido bajo un amplio mizar y la cara revestida por un niqab. Se había detenido nada más entrar, al reparar en la figura rechoncha de Hamusk, postrado en actitud de máxima humillación ante los dos sayyides.
—Y ahora te presento, hermano mío —Abú Hafs paladeó las palabras, como si aquello le otorgara un placer prohibido—, a la hija de nuestro nuevo aliado, Zobeyda bint Hamusk, llamada la Loba, llamada también la reina del Sharq al-Ándalus, esposa favorita de Mardánish y madre de su heredero.
Utmán abrió la boca. Los Ábid al-Majzén se retiraron y Zobeyda quedó allí, erguida, con la cabeza alta y recubierta de tela, como una estatua desafiante. Y aquel desafío era más evidente al ver junto a ella el fardo ovalado de Hamusk, todavía rendido.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Utmán.
—Ha sido repudiada por el demonio Lobo. Expulsada de su reino de libertinaje y podredumbre.
Utmán la estudió con detenimiento. No podía ver sus ojos, pero sabía que ella sí lo observaba a través de la tela entretejida del niqab. Aquella mujer altiva y oculta a las miradas de los hombres le recordó de inmediato a Hafsa. Otra andalusí de recio orgullo. Otra serpiente de mordedura suave y dulce veneno que se colaba en el nido del Tawhid. El sayyid suspiró y tomó asiento en los almohadones. Desde allí siguió con la vista fija en la figura inmóvil de Zobeyda. Obstinada. Renuente a mostrar respeto.
—Nos quejamos de que el califa acepte a estos andalusíes junto a él, y ahora somos nosotros quienes…
—Eres tú el primero que debería callar, hermano —atajó Abú Hafs—. Tú, que fornicaste con una de estas zorras y te dejaste ofuscar por ella. Los habitantes de esta península son despreciables, sí, pero debes aprender a dominarlos y evitar que te dominen. En el alma de estos andalusíes vive el afán de apuñalarse unos a otros, hermanos contra hermanos. Estos dos, sin ir más lejos —Abú Hafs apuntó con la barbilla a la extraña pareja del viejo humillado y la mujer altiva—, son perros muladíes. Descendientes de infieles que mudaron de fe. Lo hacen una y otra vez. Se prometen fidelidad para a continuación acuchillarse por la espalda. Como tu Hafsa, ¿recuerdas?
Un sutil estremecimiento sacudió a Zobeyda al oír el nombre de la poetisa, pero ninguno de los sayyides se dio cuenta. Entonces, poco a poco, Hamusk levantó la frente del suelo, dejando sobre él una mancha de sudor. Se incorporó con precaución, atento a cualquier orden de alguno de los dos guías almohades para volver a postrarse. Cuando hubo adquirido una apariencia de mínima dignidad, aún de rodillas, sonrió y habló en voz baja, sin mirar fijamente a los ojos de los dos africanos.
—Dejadme deciros que tenéis razón, ilustres señores. —Aguardó un instante, y como vio que no le mandaban callar, continuó—: Los andalusíes somos tornadizos. Nos falta la firmeza de fe y el coraje de los bereberes. Pero ved también que el mayor traidor hacia su propia gente ha sido Mardánish. —Zobeyda volvió la cara hacia Hamusk, y esta vez el súbito movimiento dentro del niqab sí fue advertido por los hermanastros—. Aprieta a sus súbditos con impuestos ilegales, los reduce a la pobreza para mantener a sus mercenarios cristianos. Y a esos comedores de cerdo los trata como a sus hijos. Celebra con ellos fiestas en las que se dan al pecado y escupen sobre Dios, beben vino hasta caer ebrios y copulan con toda clase de furcias. Mardánish ha edificado iglesias y tabernas para los politeístas, y les da los mejores puestos en su corte… ¿No creéis que hasta nosotros, perros andalusíes, tenemos derecho a estar hartos de semejante oprobio?
—Tú has bebido con él y has fornicado con sus furcias —le reprochó Zobeyda.
—¡Silencio, mujer! —reclamó Abú Hafs. Ella se sobresaltó y se fijó en el visir omnipotente a través de las diminutas rendijas que creaba la red de hilo de su velo. Incluso así, con la prenda interpuesta, pudo darse cuenta de que la mirada de aquel hombre contenía un odio irracional—. ¡Se te respeta por quien eres, pero ahora no estás en tu reino de pecado y maldad!
Zobeyda acalló sus labios y dirigió los ojos a Utmán. Él pareció darse cuenta y retiró la mirada.
—Mardánish está solo, ilustres señores —continuó Hamusk—. Poco a poco, sus amigos cristianos lo han abandonado, y él mismo se ha ocupado de despacharnos a los demás. He aquí mi hija, a la que repudió en las mismísimas puertas de Jaén. Es un asqueroso. Ejecuta a sus visires si no cumplen lo que ordena, o simplemente si le parece que no son fieles. Está loco y ve enemigos en todas partes. Empareda a sus leales a la vista de sus hijos. Cree que todos quieren arrebatarle el poder, y se venga en sus familiares. Ha llegado a ahogar a mujeres y niños en la Albufera solo por tomar revancha de aquellos a quienes creyó traidores.
—Eso es mentira —intervino otra vez Zobeyda.
Abú Hafs se levantó como un relámpago.
—¡¡Mujer!! ¡¡Te he ordenado silencio!!
La reacción a los gritos fue inmediata: las puertas laterales se abrieron y los guardias negros asomaron las cabezas, prestos para intervenir. Utmán les hizo un gesto para tranquilizarlos. Hamusk seguía sonriente, ajeno a las reconvenciones de Abú Hafs hacia Zobeyda. Se puso una mano sobre el pecho.
—Yo os guiaré, ilustres señores. Os mostraré los lugares por los que penetrar en el reino de Mardánish. Os diré a quién conviene decapitar y a quién se puede comprar. Os llevaré a las puertas de Murcia y os las abriré. Os serviré el Sharq al-Ándalus en bandeja.