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Capítulo 66

Al-Ándalus dividido

PRINCIPIOS de 1169. Murcia

Los guardianes se sobresaltaron cuando reconocieron a Zobeyda. Uno de ellos, el más joven, se quedó allí, plantado ante la puerta y con la lanza apoyada en tierra. El otro, no mucho mayor, le dio un codazo para hacerle salir de su asombro. Los dos se apartaron e hicieron una larga reverencia.

La favorita sonrió. Había hecho lo posible por adecentarse, pero no era gran cosa lo que quedaba después de aquel viaje interminable. Marjanna y Adelagia suspiraron aliviadas. Por fin estaban en casa. Por fin.

Habían pasado jornadas y jornadas viajando por las tierras aragonesas, temerosas de ser asaltadas por alguna partida de ladrones o descubiertas tras su delito. Matar a un heraldo con salvoconducto era un crimen en cualquier reino, y ellas habían sido presentadas como las esclavas de al-Asad. Cualquiera podría capturarlas y venderlas. O algo peor. Cuando finalmente alcanzaron la Marca, no tardaron mucho en hacer llegar la noticia a Hilal. El hijo de Zobeyda, que recorría el extremo norte del Sharq a lo largo de la endeble frontera con Aragón, se presentó con sus hombres para escoltarlas hasta Albarracín. Allí recibieron la noticia de que el rey Lobo, después de pasar una larga temporada en Toledo, estaba por fin de vuelta en Murcia. Aquello fue como un hachazo para Zobeyda. Mientras ella y sus dos doncellas disfrutaban de un baño y de ropas nuevas en Albarracín, Mardánish estaría recibiendo los informes de Abú Amir acerca de lo sucedido. Y ella había salido del Sharq por su cuenta y riesgo… ¿Qué pensaría el rey de semejante decisión?

Por eso habían hecho el resto del viaje sin descanso. Hilal solo pudo prescindir de media docena de guerreros para escoltar a su madre, pues todo hombre en edad de luchar era un tesoro en el norte, donde las incursiones de los aragoneses no cesaban. La tregua firmada con el embajador de Mardánish entraba en vigor en poco tiempo, pero mientras tanto, los cristianos seguían traspasando la frontera para rapiñar ganado y apresar mujeres y niños a los que luego venderían como esclavos en los mercados de Zaragoza, Tortosa o Barcelona.

Y ahora estaban por fin en Murcia. La comitiva, con la exigua escolta de jóvenes jinetes andalusíes, recorrió las calles de la ciudad. La melancolía asaltó a Zobeyda cuando recordó cómo eran los recibimientos de antaño. Con la multitud que se agolpaba por todas partes. La guardia real engalanada. Sus doncellas cautivando los corazones. Los vítores. Los pétalos de rosa. La música de chirimías… Ahora, las mujeres, como en Valencia, se movían pegadas a las paredes y cuidadosamente veladas. Los hombres caminaban en grupos, unos, para sentirse más protegidos, y otros, como medio de intimidación. Algunos de esos grupos se detuvieron al ver pasar al séquito de la favorita y observaron con descaro. Ahí está, parecían decir sus gestos de desprecio. La libertina. La adúltera. La asesina. Era como si lo supieran. Como si pudieran leer en ella todas las humillaciones a las que se había entregado…

—¿Qué te pasa, mi señora?

Zobeyda salió de su estupor ante la pregunta de Adelagia. Fijó sus ojos en los de la doncella italiana y acarició su mejilla.

—Ahora podrás irte con tus padres. Al otro lado del mar.

La pelirroja recostó la cara en la mano de la favorita.

—Siempre te tendré en mi corazón. Ya lo sabes.

El guardia andalusí que se había hecho cargo de las riendas detuvo el carro con suavidad.

—Hemos llegado —anunció Marjanna, que parecía haber caído en una extraña apatía.

Zobeyda bajó del carro y alisó sus ropas nerviosamente. Los guardianes del alcázar se envararon al reconocerla y uno de ellos corrió adentro mientras anunciaba a gritos que la favorita había llegado.

—La favorita. Lo ha dicho —susurró Adelagia.

Zobeyda sonrió. Todavía la consideraban así. O tal vez no, y los jóvenes guardianes simplemente se dejaban llevar por la fuerza de la costumbre. Daba igual. Casi no le importaba que la concubina Tarub hubiera podido ocupar su sitio. Ahora su esperanza se dejaba ahogar por otro miedo. El que le daba su propio esposo.

Caminaron por los pasillos del alcázar al tiempo que los sirvientes se asomaban para saludar a Zobeyda. Algunos de ellos, sin embargo, solo curioseaban desde los pórticos y cuchicheaban mientras la observaban de reojo o sonreían con media boca. El palacio también parecía más triste. Más oscuro. Una densa y agobiante atmósfera flotaba entre las arquerías de yeso y los tapices colgados en las paredes. Era como si la felicidad hubiera volado de la capital del Sharq. Abú Amir apareció justo ante la puerta del salón de consejos. El consejero estaba pálido, aunque sus ojos brillaron de alegría al comprobar por sí mismo que era verdad: Zobeyda estaba de vuelta. Se inclinó con devoción, aunque lo que quería era abrazar a la favorita. Luego se hizo a un lado y señaló los portones que un esclavo mantenía entreabiertos. Labradas sobre las lamas metálicas, lucían orgullosas, como burla del destino, las estrellas de ocho puntas de los Banú Mardánish. Abú Amir posó una mano sobre el brazo de Adelagia, que, como Marjanna, seguía de cerca a su señora.

—Tu madre está enferma. Vamos, acompáñame —dijo el consejero a la italiana. Esta se alarmó y le obedeció. Marjanna marchó con ellos.

Zobeyda dejó a todos atrás y entró cuando el criado le franqueó el paso. Al menos el salón estaba iluminado. Los rayos de luz entraban oblicuamente y dibujaban aquellas mismas estrellas de ocho puntas sobre el suelo y la mesa. Suspiró. Mardánish estaba allí, sentado en su trono, algo doblado hacia la derecha y con el rostro crispado. La favorita avanzó despacio, consciente de que se presentaba sucia, sin maquillar, y con las ropas arrugadas y cubiertas de polvo del camino. Mardánish reparó enseguida en ello y pareció mirarla de otro modo. ¿Era así? ¿Se fijaba él en las casi imperceptibles marcas que orlaban los ojos de Zobeyda? ¿Le desagradaba su cabello encrespado?

—Mi rey —musitó ella mientras caía de rodillas ante el trono. Pegó la frente al suelo y aguardó una palabra de él. Y a cada instante que pasaba en silencio, el temor se redoblaba.

—Llegué hace unas semanas de Toledo. —La voz de Mardánish sonó envejecida. Como si le costara hablar—. Y tú no estabas aquí.

Zobeyda irguió el cuerpo, aunque permaneció de rodillas. Miró a su esposo a los ojos y lo que descubrió fue fatiga. Tanta que casi cubría a la ira. Y la crispación de su rostro era… Era dolor. Temió por sí misma. Tal vez Tarub, por fin, se hubiera ido de la lengua. Tal vez el rey ya supiera que Zobeyda era una adúltera… Se obligó a serenarse.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella.

—No. No estoy bien. Pero eso ahora no importa. Importa lo que tú fuiste a hacer a Valencia. Y más allá, según creo.

La favorita apretó los labios. Había pensado en esa reunión durante todo el viaje. Había ideado cien maneras distintas de contárselo. Sin duda, Abú Amir ya habría puesto al rey al corriente de todo. Pobre Abú Amir. Él había tenido su momento. El de demostrar hasta dónde llegaba su lealtad. Al-Asad también lo había tenido. Fue lo último que tuvo, de hecho. Y ahora le tocaba a ella, y con ella, a Hamusk…

—No me quedó más remedio que marcharme. No podía dejar que ese perro escapara de nuestro control. Abú Amir no pudo impedirlo. Ya me conoces.

Mardánish ladeó aún más la cabeza. Calculaba. Hasta dónde podía confiar en su favorita. Aquello traspasaba de pena a Zobeyda. Él, que había compartido con ella lo más íntimo… Pero ¿acaso no hacía bien el rey? ¿Acaso no lo había engañado antes?

—¿Qué ha sido de al-Asad? —preguntó al fin.

—Ha muerto. Lo matamos en tierras de Aragón. Su cuerpo se pudre bajo una sabina.

Mardánish asintió despacio. Cada cierto tiempo, su boca se curvaba un ápice, como si el rey sufriera cortos espasmos de dolor.

—Lo matasteis… Tú y tus doncellas, supongo. Matasteis al León de Guadix. ¿Quién os ayudó?

Ella alzó la barbilla, y se mostró en el contradictorio trance de permanecer arrodillada mientras hacía gala de su orgullo.

—Nadie. Yo misma le di el golpe de gracia con su propio puñal.

—Ya veo. —Mardánish dibujó una sonrisa en la que se mezclaba la angustia y la ironía—. En toda mi vida solo he conocido a un hombre capaz de vencer a al-Asad. Un caballero de fuerza portentosa: Álvar el Calvo. E incluso a él le costó un gran trabajo. Pero tres mujeres desvalidas consiguieron matar al León de Guadix. Curioso.

Zobeyda vaciló. No esperaba esa duda por parte de él. Y no podía decirle la verdad. No podía explicarle cómo habían reducido a al-Asad al estado en el que un hombre resulta más indefenso…

—Lo hicimos mientras dormía.

Aquello fue peor. Aparte del titubeo de la favorita, Mardánish sabía que un guerrero como al-Asad jamás se dejaría sorprender en pleno sueño. Y menos en tierra hostil. La sonrisa cáustica se vio deshecha por una nueva mueca de dolor.

—De acuerdo. Lo matasteis durante la noche. Y decidiste que así fuera para… ¿Cómo lo has dicho? ¿Para que no escapara de nuestro control?

—Así fue. Lo engañé. Y las tres fuimos con él hasta el cónclave de Navarra y Aragón en un lugar llamado Vadoluengo. Allí, ambos reyes acordaron atacar nuestro reino y repartírselo. —Zobeyda tragó saliva y cerró los ojos antes de continuar. Habló con un nudo en la garganta, procurando que la voz no se le quebrara antes de salir—. Y al-Asad también se concertó con ellos… en nombre de mi padre. Acordó… matarte para facilitar la labor de los cristianos. Mientras tanto, los almohades también nos atacarían sin que Jaén ni Guadix se opusieran. El Sharq al-Ándalus desaparecería aplastado por los africanos al sur y los cristianos al norte.

El silencio invadió de nuevo el salón. La favorita no abrió los ojos. Ni siquiera cuando sus lágrimas se desbordaron. La barbilla le temblaba y bajó la cabeza. Un sonoro golpe la sobresaltó entonces. Mardánish acababa de descargar su puño contra el brazo del trono. Ella se levantó instintivamente y retrocedió. El rey mostraba una expresión fiera, como la de un verdadero lobo antes de lanzarse a rematar al cabritillo herido. Su rostro se encendía por momentos, y las aletas de la nariz se movían al ritmo al que su corazón latía.

—Tú… —La señaló—. Tú, que me desobedeciste. Tú fuiste con al-Asad… ¿y él te reveló todo eso? ¿Te hizo partícipe de su traición? ¿Para qué? ¿Qué ganaba con ello? ¿No esperaba que tú, mi esposa fiel, vinieras a toda prisa a contármelo?

Zobeyda empezó a temer de verdad. Mardánish avanzaba con la mano apoyada en su costado derecho, allí por donde se doblaba. El dolor parecía atormentarle incluso entonces. Estaba casi fuera de sí. ¿Hasta dónde podría llegar?

—Al-Asad pensó que podría tomarme como esposa después de…

—¡Después de matarme! ¡Y te lo dijo! ¡Eso solo es posible si tú también participaste en la conspiración!

—¡No! ¡Jamás! ¡Él estaba cegado! ¡Confiaba en mí! ¡Debes creerme! ¡Yo lo maté!

—¡No puedo creerte! ¡Me mientes! —Se arqueó y perdió el aliento. Sus dedos aferraron los ropajes en el lugar en el que sufría aquellos espasmos—. Al-Asad no era estúpido. Él solo te habría confiado su plan… Solo… si tú y él…

Zobeyda callaba. Lloraba y callaba. Quería acercarse a su esposo y sostenerlo mientras era vencido por el dolor, pero al mismo tiempo temía su cólera. Vio que él lo sospechaba. Sabía que ella se había ofrecido. Quizás incluso pensara que había llegado a yacer con el traidor. Y en realidad era cierto. Y jamás lo aceptaría, ni aunque pudiera convencerle de que solo así había podido salvar su vida y el reino entero. La desesperación llegaba. Desde esos rincones oscuros en los que la había presentido al acecho, dispuesta a enturbiarlo todo. A devorar la felicidad y la prosperidad. La desesperación también mordía a Zobeyda.

—Jamás —mintió la favorita—. Jamás me entregué a otro que no fueras tú. Pero al-Asad creyó que podría tenerme. Su vanidad y su ambición le pudieron, y lo llevaron a la muerte. Y yo lo he arriesgado todo por ti. Mientras tú estabas lejos, en la corte de un rey extranjero que, como los demás, te lo prometerá todo para luego no darte nada.

»He intentado salvar nuestro reino. He luchado contra todo y contra todos por ti, y ahora tú también te pones en mi contra.

—Quizá, mujer, deberías haberte limitado a cumplir tu deber. Eres mi esposa.

—¡Y soy tu reina! ¡Así me llamabas antes!

—Así te gustaba que te llamara, sí. La reina. Tú también eres vanidosa, Zobeyda. Y ambiciosa. Los pecados que perdieron a al-Asad ¿no son los que de igual forma te pierden a ti? Sé que todo lo que me dijiste al volver de Jaén fue falso. ¿Lo niegas?

—¡No! ¡No lo niego! ¡Temía que descargaras tu ira contra mi padre! ¡Mi padre! ¿No tenía derecho a intentarlo? Él me engañó a mí…

El dedo de Mardánish volvió a apuntar a la favorita.

—No puedo confiar en ti, mi reina. Me engañaste una vez. Y tal vez muchas otras antes de esa… ¿Cómo sé que ahora no me mientes también? ¿Cómo sé que esto no sigue siendo una farsa? ¿Cómo sé que Hamusk no está detrás de todo? —Se acercó un poco más con el brazo extendido hacia delante. Ella retrocedió otra vez, pero ahora su espalda golpeó con la mesa de consejos. Mardánish la alcanzó y rodeó su cuello con la mano. La mantuvo allí, sin apretar, con los ojos hundidos en los de su favorita. Ella rezumaba miedo, aunque no intentaba apartar la presa de Mardánish—. Dime, mi reina: ¿cuáles son los auténticos planes de tu padre? ¿Dónde está al-Asad?

—Te lo he dicho. Muerto.

—Sí. Muerto. Mientras dormía. Después de llegar a un acuerdo con los reyes de Navarra y Aragón. —Aquello parecía hacer mucha gracia a Mardánish. Incluso ella pensó que él arrancaría a reír, pero un nuevo ramalazo de dolor le hizo temblar. Zobeyda lo notó en el tacto de la mano sobre su garganta—. Aragón y Navarra se alían contra mí. Y Fernando de León pacta con los almohades. Tu padre me abandona, y al-Asad planea matarme. Castilla mira hacia otro lado, y ni siquiera mi primer consejero es capaz de cumplir mis órdenes… y tú ¿serás la única en mantenerte fiel?

—Siempre te he sido fiel —aseguró, aun sabiendo que para ello, por muy paradójico que pareciera, se había visto obligada a serle infiel—, y siempre lo seré.

Mardánish retiró la mano del cuello de su esposa, pero mantuvo la mirada fija en la de ella. Sus ojos decían la verdad, pero en su negrura también flotaba el engaño. ¿Podía el rey permitirse vivir así, con una fiera cuya astucia solamente era superada por su avidez? Dio un paso atrás, como si quisiera buscar una perspectiva más amplia. Luego bajó la vista. Atrajo hacia sí una de las sillas reservadas a los visires en el consejo y se dejó caer sobre ella. El dolor regresaba. Las treguas eran cada vez más cortas.

—A veces pienso que me estoy volviendo loco. —Su tono era distinto ahora. La mirada se perdió al otro lado de la mesa, en las filigranas de cerámica—. Y esta locura me empuja a separarme de todos. A olvidar a los que de verdad estuvieron siempre a mi lado. Y eso no es justo. No es cierto que todos me den la espalda.

Zobeyda se restregó los ojos y puso la mano sobre uno de los hombros de su esposo.

—Siempre me tendrás a tu lado. Yo nunca te daré la espalda.

Él la miró de nuevo, y el gesto pensativo se trocó en uno de desprecio; se liberó de la mano de Zobeyda con un brusco movimiento del hombro y a continuación, de repente, se levantó de la silla.

—No me refiero a ti. Hablo de mi buen amigo Pedro. Pedro de Azagra. Él es el único en quien puedo confiar.

Ella sintió que las piernas le fallaban y tuvo que apoyarse en el respaldo de otra de las sillas. Se notó cansada. Por todo. ¿Qué hacía allí, dejándose la piel en luchar por algo que llevaba años perdido? ¿En verdad se había deshonrado a sí misma por amor a ese hombre que la despreciaba? No pudo evitar que las palabras de al-Asad regresaran a su recuerdo. Zobeyda escogía la opción equivocada. ¿Era cierto? Se sorprendió pensando que casi no le importaba. A fin de cuentas, en algo tenía toda la razón el León de Guadix: el reino de Mardánish tenía los días contados. La favorita dejó caer la cabeza, y entonces se dio cuenta de que había dejado de llorar.

Un mes después. Jaén

Nadie lo esperaba, y por eso la llegada del rey Lobo sorprendió a todos. La guarnición regular de la ciudad había sido reducida al mínimo, pues los guerreros estaban en sus hogares. En Úbeda, Baeza, Andújar, Segura, Guadix, Baza… Hamusk no desconfiaba. Todo lo contrario: gozaba de días de suma calma que aprovechaba para reunirse con sus visires, juzgar los casos más retorcidos, administrar las ganancias que la paz reportaba a sus señoríos. Lo hacía con una sonrisa en la boca, y hasta sus allegados veían escamados cómo el señor de Jaén parecía incluso más bondadoso. Más alegre.

Por eso Hamusk dio un pequeño brinco sobre su silla cuando le anunciaron que un ejército se aproximaba a Jaén. Se levantó con esfuerzo, acusando el sobrepeso que se había acrecentado en aquellos días de sosiego.

—¿Los almohades?

—No. Estos llegan desde el norte, mi señor. Y llevan el estandarte de tu yerno.

Hamusk tardó mucho en abandonar la alcazaba, cruzar la ciudad, pasar junto a la aljama y presentarse en la muralla. Se hizo escoltar por un pequeño séquito de visires y varios guardias que le ayudaron a trepar hasta las almenas. Y a pesar de toda esa compañía, se supo solo. Supo cuánto había llegado a depender de la presencia de su fiel León de Guadix. Cuando, jadeante y sudoroso a pesar del frío, se plantó en el adarve, pudo ver a las tropas esparcidas ante él. Una hueste caótica, compuesta por peones cristianos y andalusíes, y algunos jinetes que recorrían el lugar en el que por lo visto pretendían plantar su campamento, junto al camino de Baeza. Allí, en lo alto de una suave loma, el estandarte negro con la estrella de ocho puntas ondeaba al viento. Hamusk agarró por la loriga a uno de los centinelas, que observaba con curiosidad las evoluciones de los caballeros a lo largo de los campos sembrados de olivos.

—¿Se ha acercado alguien?

—No, mi señor.

Los visires del caudillo andalusí, casi todos tan bien alimentados como él, llegaron al adarve. Uno de ellos, apoyado en un merlón, se encogió de hombros.

—Es nuestro rey. Pero no se ha hecho anunciar. Qué raro.

—No tanto —murmuró Hamusk—. Hacía tiempo que esperaba esto. Dad la alarma. Que todo el que esté en edad de combatir acuda a la alcazaba y que les entreguen armas. Distribuidlos por la muralla y reforzad las puertas. ¡Vamos!

Los visires se atropellaron al intentar obedecer al señor de Jaén. ¿Por qué convocaba una movilización contra el rey? ¿Qué pretendía Hamusk?

Las órdenes se cumplieron con rapidez. Todos sabían que su señor no admitía dilaciones y que sus enojos solían acabar mal para los que le rodeaban. En muy poco tiempo, gritos de alerta sonaban desde los minaretes y se trasladaban las instrucciones para armar a la población. Entonces, desde el antepecho, Hamusk observó cómo se acercaba al galope un jinete andalusí que enarbolaba el estandarte negro de Mardánish. Conforme se fue aproximando, Hamusk descubrió que el caballero era un mozo casi lampiño. Un muchacho que cogía las riendas sin seguridad. El señor de Jaén no pudo evitar una sonrisa: su yerno se presentaba en Jaén con un ejército de críos.

—¡Llamad a Hamusk! —gritó el jinete cuando se detuvo frente a Jaén—. ¡Llamad al señor de la ciudad!

—¡Yo soy el señor de Jaén! —La barriga del caudillo andalusí se aplastó contra la piedra de las almenas. Allá abajo, el muchacho tembló sobre su caballo—. ¿Quién me reclama?

El jinete apoyó el asta del estandarte en la silla, y la estrella plateada flameó a la vista de los jienenses.

—¡Tu rey te reclama! ¡Te ordena que te presentes ante él en su real! —El muchacho señaló a la colina donde ya se alzaban las primeras jaimas—. ¡Manda que acudas a rendirle sumisión, como es tu deber!

Hamusk gruñó algo por lo bajo. Sus centinelas, nerviosos, alternaban las miradas al señor de Jaén con las que recorrían las líneas del ejército visitante. Empezaron a cuchichear.

—¡No sé a qué viene esto! —Hamusk abrió los brazos teatralmente para que el heraldo pudiera verlo desde el pie de las murallas—. ¿Por qué mi yerno se presenta así en lugar de venir a darme un abrazo? ¿Por qué planta su hueste ante Jaén?

—¿Qué respuesta debo llevar a mi rey? —insistió el muchacho—. ¿Obedeces su mandato?

Hamusk bajó los brazos. Era inútil dialogar con aquel heraldo. Seguro que había recibido pocas y precisas instrucciones, y no se le veía empaque para mucho más que trasladar mensajes. Suspiró y vio de reojo cómo sus hombres aguardaban inquietos. Pensó con rapidez. Al-Asad. Esto tendría que ver con su viaje al norte. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de él, y ahora, sin más, Mardánish llegaba con su ejército hasta las mismísimas puertas de Jaén. Y él, Hamusk, no había recibido órdenes de movilización. No. Aquello no podía ser bueno.

—¡No saldré de la ciudad! —anunció al heraldo—. ¡Di a mi yerno que tiene las puertas de Jaén abiertas, pero no aceptaré a ese ejército en mi señorío!

Y se retiró de las almenas, sin comprobar siquiera si el jinete había escuchado con claridad su decisión. Ya estaba hecho. Y no habría vuelta atrás. Al-Asad… ¿Dónde estaría su fiel León?

El sol recorrió su camino en el firmamento. Mientras los pabellones del ejército visitante se extendían a la vista de las murallas, Hamusk se mantuvo junto a las almenas, cubierto por palio y atendido por sus sirvientes. Cuando se cansó de esperar, hizo subir un escaño al adarve para reposar sus larderas carnes. Bebió vino y se preguntó qué haría su yerno ahora. Y a su alrededor, los centinelas murmuraron inseguros. Desde los minaretes se seguían repartiendo instrucciones, y abajo, por las callejas de la villa, los hombres corrían y se avisaban unos a otros para luego confluir en las puertas de la alcazaba. Hamusk se rascó la barba. Tendría que mandar correos para pedir ayuda antes de que se completara el cerco. Sacudió la cabeza e hizo que su papada se bamboleara. ¿Acaso estaba siendo realmente cercado por su yerno?

—Mi señor, vuelven.

Hamusk se levantó con un gruñido de esfuerzo. La loma estaba ya repleta de tiendas con estandartes, algunos de ellos cristianos. El señor de Jaén blasfemó por lo bajo. Se había enterado de que Mardánish acababa de pasar una larga temporada en Castilla. Así que aquello no le había ido mal… Aunque, ahora que se fijaba, solo había conseguido contratar a mercenarios de baja estofa. Observó la comitiva a caballo que ahora se aproximaba al paso. Reconoció al joven heraldo a la cabeza, que llevaba de nuevo la bandera de Mardánish. Tras él llegaba, inconfundible, el rey Lobo, rodeado de varios caballeros cristianos. Y junto a su yerno… Hamusk sintió el vino subirle a la garganta.

—¡Zobeyda!

La favorita montaba a la amazona, con ambas piernas a un lado de la silla. Iba engalanada como en los mejores tiempos, cuando sus paseos por Murcia despertaban expectación. Los murmullos en el adarve de Jaén arreciaron.

—¡Ibrahim ibn Hamusk! —gritó de nuevo el heraldo, ahora con voz mucho más segura—. ¡Tu rey y señor te reclama!

—¡Aquí estoy!

Mardánish hizo avanzar a su caballo bajo la atenta mirada de los jinetes de su séquito. El rey detuvo a su destrero de lado, y la piel del lobo negro quedó a la vista de los centinelas de Jaén.

—¡Hamusk, no has obedecido mi orden! —reprochó Mardánish.

—¡No sé qué pretendes, yerno mío! ¿A qué viene este alarde?

—¡Marcho con mi ejército! —El rey Lobo se inclinó un momento hacia un lado, pero se recompuso enseguida—. ¡Y te reclamo a mi presencia! ¿Qué temes? ¿Tienes algo que ocultar o de lo que arrepentirte?

Hamusk gruñía y sus puños golpeaban la piedra de las almenas fuera de la vista del rey. Rumiaba cada respuesta antes de gritarla. Sus hombres seguían inquietos, sin explicarse a qué venía todo aquello.

—¿Por qué traes a mi hija?

Mardánish se volvió a medias en el caballo, como si no hubiera reparado antes en la presencia de Zobeyda. Ella asistía en silencio al diálogo. Sus ojos no se separaban de la tierra que se extendía entre su yegua y las murallas. Todavía se abstenía de mirar a su padre.

—¿Recuerdas cuando me diste a tu hija, Hamusk? ¿Recuerdas que sellamos un pacto de alianza y que juraste servirme? A cambio de ello te otorgué dones. Señoríos. Ciudades enteras. Has sido el hombre más poderoso del Sharq, solo superado por mí. Yo hice de tu hija mi favorita. Mi reina. La alcé en un pedestal que jamás conoció mujer alguna en al-Ándalus. En ella engendré a mi heredero, y convertí a Zobeyda en el símbolo de mi reino. ¿Consideras que no cumplí mi parte del trato?

Hamusk rezongó un nuevo murmullo. Blasfemó en lugar de responder.

—Mi señor —uno de sus visires llamó la atención del señor de Jaén desde el adarve, fuera de la vista de Mardánish—. He mandado aprestar correos para abandonar la ciudad. Llevan órdenes de movilización para Baeza y Úbeda. Y también mensajes para Guadix. ¿Tengo tu permiso para que partan?

Hamusk miró a su alrededor. En verdad, el ejército que su yerno traía hasta Jaén no parecía el apropiado para un cerco. Ocupaban la loma que había ante él y poco más. ¿Qué era todo aquello? ¿Quizá simple teatro?

—Espera a que resuelva esto —mandó a su visir—. ¡Yerno mío! ¡Ambos hemos cumplido como buenos parientes! ¡Me reprochas que me otorgaste dignidades! ¡Bien! ¿Acaso no las gané todas con el sudor de mi frente y la sangre de mis heridas? ¡Yo luché en todo momento mientras tú te desvivías en adular a tus amigos cristianos! ¡Yo sitiaba ciudades que tú no te atrevías a mirar! ¡Eres lo que eres gracias a mí! ¿No te parece, pues, que no se me puede reprochar nada?

—¡Bien dicho, suegro mío! —Mardánish tiró de las riendas e hizo moverse a su destrero hasta que lo situó junto a la yegua de Zobeyda. Luego lo obligó a girar de nuevo para encarar las murallas—. ¡Así pues, nada tienes que temer! ¡Ni yo tampoco! ¡Ea, sal de Jaén y preséntate ante mí aquí! ¡Besa mi mano como señor tuyo que soy! ¡Hablemos de nuestro pacto! ¡Hablemos de tu heroica lucha en el llano, junto a Murcia! ¡Hablaremos también de tu fiel al-Asad! ¡Y de los acuerdos con Navarra y Aragón! ¡Y con los almohades! —Mardánish señaló un punto ante él, en tierra, para indicarle a Hamusk dónde debía colocarse para rendirle pleitesía—. ¡Baja ahora para que no me queden dudas!

Hamusk arañaba las piedras en lo alto del adarve. Sus soldados, asustados, se habían alejado de él, y ahora estaba solo en las almenas. Al-Asad. Los acuerdos con Navarra y Aragón, y con los almohades… El señor de Jaén buscó la mirada de su hija, pero ella seguía con la cabeza baja. Había calculado mal. No debió dejarla ir tras su última visita, cuando ella lo descubrió todo. A saber qué había pasado desde entonces.

—¡No bajaré!

No se le ocurrió nada más que decir. Mardánish, abajo, sonrió. Por fin alguien le desafiaba cara a cara, y no por la espalda. Giró el cuerpo sobre la silla de montar y observó a Zobeyda. La sonrisa desapareció. Notó cómo el dolor del corazón se imponía a los demás trallazos de sufrimiento que encogían su cuerpo cruzado de cicatrices. Quiso decir algo a su favorita. Tal vez buscar su mirada. Pero no podía. En su mente, la nube de desconfianza devoraba cualquier otro sentimiento. La compasión, la pena… Incluso el amor. Enfrentó las murallas de Jaén y tomó aire; avanzó con su destrero para destacarse de nuevo de la comitiva.

—¡Entonces, Hamusk, nuestro pacto queda roto! ¡Abre las puertas de Jaén y recibe a tu hija Zobeyda, pues yo la repudio! ¡No quiero volver a verla! ¡No quiero saber más de ella! ¡Y en cuanto a ti, considérame tu enemigo!

Aquello sorprendió a todos. Incluso a los cristianos que escoltaban al rey Lobo. Zobeyda fue la única que no se alteró. Como si lo estuviera esperando. Ya no era la favorita. Ya no era la reina. Ya no era más que la hija de un traidor, expulsada de su hogar y repudiada por su esposo. Sin esperar orden alguna, espoleó con suavidad a la yegua y, con la mirada fija en el suelo, tiró de las riendas y avanzó hacia la puerta más cercana. Todos callaron, y hasta las voces desde los minaretes parecieron respetar el momento. Las miradas de los hombres la siguieron desde las almenas de Jaén y desde la comitiva de Mardánish. El rey Lobo sintió desgarrarse sus entrañas y sufrió una nueva convulsión. El heraldo lo vio y soltó el estandarte para evitar que Mardánish cayera del caballo, pero al hacerlo fue el pendón negro con la estrella plateada el que acabó en tierra. Uno de los cristianos se santiguó e hizo una señal contra el mal de ojo.

Zobeyda solo levantó la cabeza una vez, antes de perderse dentro de la ciudad. Junto a los portones que ahora se abrían con fuerte chirrido. Miró atrás, a Mardánish. Y lo vio doblado por el dolor. O tal vez fuera la desolación. La misma que ella sentía.