Pacto en Vadoluengo
UNOS días después. San Adrián de Vadoluengo, frontera entre Navarra y Aragón
—Será mañana. Negociarán el tratado dentro de la iglesia. Tú no podrás estar presente —informó al-Asad.
Zobeyda asintió, aunque se quedó con las ganas de gritar maldiciones a los cuatro vientos. Aquellos cristianos eran desesperantemente lentos y se entretenían en vistas previas, misas, donaciones oficiales y una larga retahíla de actos grandilocuentes y vacíos antes de concretar nada. El tiempo se alargaba, y su ausencia de Murcia resultaba cada vez más peligrosa. Estaba allí, en tierras cristianas, sin licencia de su esposo y rey, y aquello no solo la ponía a ella en un grave aprieto: colocaba en el filo de la espada a Abú Amir, que estaba al corriente de todo y —Zobeyda no lo dudaba— tenía orden de Mardánish de controlarla en su ausencia.
El carruaje, al que habían añadido varios fustes curvados sobre los que se sostenía la cubierta de tela, estaba varado junto al río. Marjanna, Adelagia y ella llevaban dos días allí, apretujadas entre sí y recubiertas por una capa de mantas y pieles para combatir el intenso frío del lugar, que arreciaba por la noche y que convertía la humedad del río en un tormento. Pero no tenían otra opción. Les resultaba muy difícil —sobre todo a Marjanna— ocultar su condición de infieles, y nadie les habría dado alojamiento cerca de allí. En cuanto a Adelagia, tendría muy difícil explicar qué pintaba ella en compañía de aquellos mahometanos. No era precisamente el ambiente adecuado: lo más próximo a la iglesia de Vadoluengo eran las casuchas de los sirvientes, controladas por el prior benedictino, y algo más lejos, el monasterio de Leire. Aquel era lugar de frailes. Hombres de piel pálida y tonsura que miraban con aprensión hacia el carruaje plantado junto al río. Solo la proximidad de los soldados navarros y aragoneses, que protegían la estancia de sus respectivos reyes, conseguía distraer a la chusma de la presencia de tres mujeres extranjeras y su guardián tuerto.
Al-Asad había solicitado audiencia al llegar, y acababa de ser recibido por el mayordomo del rey de Aragón, don Blasco Romeo. El guerrero andalusí, que por fin prescindía de su vieja loriga y sus armas, mostró las credenciales que portaba, firmadas por Hamusk como señor de Jaén y Segura, y pidió permiso para negociar con los reyes acerca del futuro del Sharq. Al principio, el León de Guadix pensó que rechazarían sus peticiones, pero una entrevista en privado con Pedro de Arazuri consiguió incluirlo en una conversación con Sancho de Navarra y Alfonso de Aragón que se celebraría tras el concilio, fuera de la iglesia, durante el banquete de celebración de la amistad entre ambos monarcas. El suegro de Azagra, desnaturado del rey pamplonés, había logrado escalar posiciones en la corte aragonesa, y ahora ostentaba los señoríos de Huesca y Daroca y formaba parte de la curia real.
—En el banquete que se celebrará tras la negociación se seguirán tratando otros asuntos. He logrado que nos inviten, aunque me he visto obligado a ofrecerles algo…
Zobeyda observó con severidad a al-Asad. Le causaba repugnancia el tono avergonzado del guerrero. Qué distinto era allí, rodeado de caballeros aragoneses y navarros forrados de metal, lejos de su hogar, mal mirado por todos.
—¿Qué has ofrecido?
—Diversión. Tú y tus doncellas tendréis que danzar para los reyes.
Marjanna miró al de Guadix con gesto de incredulidad.
—Ya no somos muchachas. Y además, tu reina no danza para nadie, salvo para su…
—Haremos lo que sea preciso —cortó Zobeyda—. Quiero estar en esa reunión. Marjanna y yo bailaremos al ritmo que nos marque Adelagia.
—Bien. —Al-Asad se frotó las manos para entrar en calor y se dirigió a su caballo—. Ahora intentaré cazar algo. Esos asquerosos frailes comedores de cerdo no se dignan siquiera darnos sus sobras.
Las tres mujeres quedaron a solas dentro del carro. La persa se lamentaba por lo bajo.
—Huelo mal —gimoteaba—. Necesito un baño. Y este frío que se mete en los huesos… Por favor, mi señora, esto es una locura. ¿Danzar para esos cristianos? Hace años que no bailo. Y Adelagia no ha traído su cítara. Oh, qué desgracia…
—Deja de lloriquear, Marjanna. —Zobeyda rebuscaba entre los hatos de ropa—. Nos daremos un buen baño en el río. Sí, no me mires así. Ya sé que el agua está helada. Pero debemos presentarnos hermosas. Seductoras. ¿Te preocupas por la música y el baile? Nada de eso importará a los reyes y a sus nobles. Y menos cuando estén medio borrachos. No se fijarán en nuestros pasos, ni los preocupará gran cosa que nuestros cuerpos no sean los de dos jovencitas. En cuanto a la cítara, seguro que estos reyes han traído cantores y músicos para entretenerse. El problema es otro… —La favorita sacó una de las túnicas, la levantó y calculó por dónde cortar y cuánto coser—. El problema es Sancho de Navarra. Ese tipo me conoce. Me vio cuando vino a visitarnos a Murcia, hace años. Y seguro que con él han venido sus barones, que lo acompañaron entonces. Vosotras dos también estabais allí.
—Ay, entonces sí que no podemos darles ese espectáculo —apuntó con cierto alivio Adelagia—. Ese rey nos reconocería y…
—No si no nos ve las caras. Iremos veladas. Y les ofreceremos otras cosas que mirar. Cortaremos esto por aquí… y por aquí. Ya sabéis qué quiero decir: convertiremos estas túnicas en mushmalas de bailarina. Vuelven locos a los hombres, sean cristianos o mahometanos. ¿Qué podríamos coser en los faldones? —Removió los trapos y maldijo por no ser más previsora. De haberlo sabido, el cofre habría estado lleno de pequeños caballos de madera. Los habrían cosido a los bordes de las túnicas, como hacían las bailarinas poco recatadas. Y cuando sus cuerpos girasen, los caballitos habrían trotado alrededor de ellas—. Es igual, nos arreglaremos con esto. —Fue pasando ropajes a Marjanna y Adelagia. Zobeyda suspiró. Quedaba trabajo por delante, sobre todo para tres mujeres acostumbradas al lujo y al placer. Ninguna de ellas habría pensado, apenas unas semanas antes, verse así, azotadas por el frío y el hambre, sometidas al desprecio, ejerciendo de bordadoras para luego hacer de danzarinas. Aunque nada era demasiado por el Sharq.
Día siguiente
Ignoraban si aquel gigantesco pabellón pertenecía al rey de Aragón o al de Navarra. Era imposible saberlo si nadie les desvelaba el secreto. Pero a fin de cuentas, ¿qué más daba? Los estandartes barrados se alternaban con las águilas negras, y el mástil central estaba rematado por una cruz de madera. Soldados de ambos monarcas montaban guardia alrededor, y controlaban el paso de los sirvientes que acarreaban viandas y barriles de vino. Al-Asad, vestido con una túnica blanca con ribetes de seda y envuelto en un manto rojo, llegó cuando el sol se ocultaba y dentro se oían las primeras risas. Tras él, las tres mujeres fueron observadas con recelo por el guardia que vigilaba la entrada a la tienda.
—¿Llevas armas? —preguntó a al-Asad.
—Mi cuchillo. Para cortar la carne.
El guerrero cristiano negó con la cabeza.
—Entrégamelo. Te lo devolveré a la salida.
El León de Guadix miró al guardia como si fuera a degollarle allí mismo. Era posible que incluso se lo estuviera pensando. El cristiano desvió la vista, pero insistió, esta vez en tono algo más amable.
—Te lo ruego. Nadie puede entrar con armas.
Al-Asad terminó de fulminar al guardián con la mirada, rebuscó bajo el manto y entregó su afilado puñal. Luego se hizo a un lado para que Zobeyda, Adelagia y Marjanna se introdujeran en la enorme tienda. Las tres iban envueltas en sus mantos y con las cabezas cubiertas, pero el cristiano no quiso tentar a la suerte y prefirió dejarlas pasar sin más.
Por dentro, el pabellón parecía mucho mayor. Los sirvientes sudaban a pesar del frío y corrían de un lado a otro con bandejas de carne trinchada. Los escanciadores tampoco daban abasto, pues los invitados eran muchos, hambrientos y ruidosos. La mesa real era una larga sucesión de tablas puestas sobre caballetes, aunque el gentío impedía ver aún dónde se sentaban los dos monarcas. Un tipo con túnica colorida se acercó a al-Asad y miró de arriba abajo a las tres mujeres.
—Los infieles, por lo que veo. Bien. —Giró medio cuerpo y se llevó el dedo a los labios mientras buscaba el lugar que el protocolo reservaba a al-Asad—. Allí, junto a aquel fraile de los mofletes colorados. Tus esclavas pueden ir tras el biombo. —El chambelán señaló un par de paneles de madera y tela basta apartados de la mesa real—. Recuerda: vuestro turno llegará después de los titiriteros. Anuncia a las bailarinas y retírate. Los reyes te llamarán a su presencia luego… si les place.
Al-Asad asintió y miró a Zobeyda. El velo de la favorita no impidió que el guerrero se percatase de su enfado.
—¿Tus esclavas? —susurró ella.
Al-Asad, divertido, se encogió de hombros mientras recolocaba el parche sobre la cuenca vacía de su ojo derecho. Casi estaba ridículo con aquella vestimenta tan impropia de él.
—Es una pequeña farsa —se excusó, aunque pensó en silencio que sí, que cuando aquella retorcida aventura concluyera, las tres serían poco menos que sus esclavas. Eso le arrancó una sonrisa rapaz que causó un escalofrío a Zobeyda.
—Vamos —pidió a las otras, y ella y Marjanna caminaron con pasos cortos para acomodarse en almohadones sobre el suelo, a salvo de las miradas gracias a los paneles. Adelagia se quedó atrás y rebuscó con la vista. Cuando localizó lo que le interesaba, se movió por entre el gentío de baja cuna que aguardaba para servir y deleitar al concilio de nobles. Cambió unas palabras con un bardo que aguardaba de pie. El muchacho la miró con extrañeza al principio, pero después ella retiró el velo de su cara y le regaló una sonrisa que terminó por convencerle. La italiana regresó con sus compañeras a la carrera.
—Me han prometido un laúd. Haré lo que pueda, el resto será cosa vuestra.
Zobeyda asintió y sacó de entre las ropas dos panderetas de piel rodeadas de sonajas de las que colgaban largas cintas de colores. La misma favorita, ayudada por sus doncellas, las había fabricado con aros y pendientes y con retazos de cuero pardo. Se oyeron palmadas, y el chambelán anunció a voces que los reyes daban su permiso para iniciar el banquete. Por un instante la algarabía disminuyó y creció el tintineo de copas. Clérigos, nobles y ricohombres se daban al ágape con fruición. Poco a poco, el murmullo creció de nuevo, y el pabellón se llenó de los olores del cabrito y el lechón asados. Marjanna acercó la cara a la unión entre los paneles para espiar el banquete.
—Engullen como cerdos.
—¿Ves a los reyes? —preguntó Zobeyda.
—Pues… sí. Ahí están. Juntos, en el centro de la mesa. Sí, ese es Sancho de Navarra. Me acuerdo de él. No ha cambiado mucho. Está más viejo, y es de los que más tragan. Oh. ¿Ese es Alfonso de Aragón? Pero si no es más que un niño…
—Déjame ver. —Adelagia empujó a su compañera y aproximó un ojo a la rendija—. Es joven, pero guapo. Me gusta.
—¿Te gusta? —rezongó Zobeyda mientras retocaba su vestidura bajo el manto. Luego se miró los dedos, enrojecidos de coser como una plebeya—. Ese niño es el que quiere acabar con nuestro reino.
—¿Él? No lo creo. Deben de ser esos otros. Los que le rodean. No dejan de hablarle al oído.
Zobeyda apartó con suavidad a Adelagia y se aplicó a la rendija. Allí estaba. Alfonso de Aragón. Guapo muchacho, ciertamente. No más de doce años, aunque parecía alto para su edad. Con un aire melancólico en la mirada. Y sí, levantándose continuamente para acercarse al joven rey y murmurarle, varios nobles de lujosas vestiduras. La favorita vio cómo uno de ellos, de avanzada edad, decía algo desde su sitio, a tres o cuatro varas de Alfonso. El rey de Navarra se volvió hacia el noble y le lanzó una mirada de enojo. Zobeyda sonrió.
—Ese es Pedro de Arazuri, el suegro de Azagra… Vino a Murcia con Sancho de Navarra, cuando todos ellos nos juraban amistad y se mostraban dispuestos a defendernos. Y ahora parece que no se pueden ni ver. —La favorita del Sharq rio por lo bajo—. Gentuza. Nadie es de fiar. Nadie. Aquí tampoco.
Conforme el festín transcurría, las voces se elevaban y se tornaban roncas. Las blasfemias sonaban cada vez con mayor frecuencia, y los suaves tintineos de copas y bandejas se convirtieron en golpes que parecían tañidos de campanas. Por el resquicio que había entre los paneles, Zobeyda observó que los ágapes cristianos no se diferenciaban mucho de los andalusíes. Para cuando los titiriteros salieron, anunciados con grandes gritos y promesas de diversión sin límites, los comensales estaban tan ebrios que no les prestaron atención. El grupo de muchachos vestidos con ropas multicolores pasó al centro del pabellón esquivando las copas vertidas en el suelo, alfombrado con alternancia de los colores de ambos monarcas.
—¿Seguro que esto servirá para algo? —preguntó entonces Marjanna. Adelagia miró a su señora, insegura de la respuesta.
—No lo sé. Pero es lo único que podemos hacer.
—Yo no me fío. No me fío de al-Asad —siguió quejándose la persa.
Zobeyda calló. Ella no se fiaba de nadie, y eran pocos quienes se fiaban de ella. Y lo peor era que comprendía el recelo de Marjanna y Adelagia. Allí estaban, a cientos de millas de su hogar, en una tierra hostil, rodeadas de guerreros borrachos que pretendían erigirse en sus conquistadores. Y pasando por esclavas, nada menos. El miedo empezó a atenazar el corazón de Zobeyda.
Los volatineros se retiraron cuando uno de ellos fue alcanzado en la cara por un muslo de capón aceitoso. El golpe le hizo desplomarse encima de su compañero, que lo sostenía en el aire con las manos mientras ejecutaban un número de malabares. La caída despertó las risas estruendosas de navarros y aragoneses, y el chambelán se apresuró a despedir a palmadas a los malabaristas. Se llevaron al muchacho accidentado en volandas y tres músicos ocuparon su lugar. Se trataba del joven que tañía el laúd, un flautista y un orondo rapsoda: los dos primeros comenzaron una melodía repetitiva mientras el tercero desgranaba sus primeros versos. Zobeyda vio cómo al joven rey de Aragón se le iluminaban los ojos, y varios de sus nobles pidieron silencio alrededor para que el niño pudiera escuchar a los juglares.
—Se acerca nuestro turno. Atentas.
Marjanna deshizo el lazo que mantenía su manto puesto y desenvolvió el velo que cubría su cabello negro y rizado. Sacudió la cabeza y aseguró el litam. Zobeyda ayudó a su doncella a darse los últimos toques. El corazón le martilleaba tanto que casi no oía la música de los juglares. Cuando consideró que la persa estaba lista para cautivar a los cristianos, la favorita se dejó retocar por sus doncellas.
—Estáis preciosas las dos. Demasiado, me temo —se lamentó Adelagia.
Marjanna cerró los ojos y trató de abstraerse del miedo. Zobeyda, por su parte, dio los últimos consejos.
—Cuidado con descubrirnos el rostro. Nada de eso. No te acerques a los navarros, Marjanna. Pueden reconocernos. Si ves que alguno sospecha, ya sabes lo que tienes que hacer. —Se volvió hacia la italiana—. Adelagia, haz lo que puedas. Intentaremos acompañarte con las panderetas.
Vítores y palmas saludaron el final de la actuación de los juglares. Los músicos hicieron una larga reverencia ante los reyes de Aragón y Navarra y se retiraron sin darles la espalda. El muchacho del laúd corrió hacia el biombo mientras los gritos y risas volvían a inundar el pabellón. Se asomó con timidez, y Adelagia lo recibió con el velo alzado y una sonrisa cautivadora en los labios.
—Gracias, noble joven. ¿Cómo podré agradecértelo? —La italiana agarró el laúd que le alargaba el juglar. Al otro lado de los paneles, la voz del chambelán pidiendo atención fue sustituida por la de al-Asad. Los comensales, curiosos ante la irrupción de aquel tipo tuerto con trazas andalusíes, acallaron sus voces. Zobeyda y Marjanna se pusieron en pie.
—¡Nobles reyes cristianos, y vosotros, mis señores! ¡Aceptad mi presente: esta danza que os ofrezco como muestra de buena voluntad!
El León de Guadix fue respondido con gruñidos y algún que otro insulto. Parecía evidente cuál era la actitud con la que aquellas improvisadas emisarias de al-Ándalus iban a ser recibidas.
—Adelante —susurró Zobeyda.
La música brotó tras el biombo a la vez que las dos mujeres aparecían, una por cada lado. El impacto logró que los hombres, hasta los más borrachos, callaran durante el tiempo necesario. Ambas caminaron con pasos largos y gráciles, al ritmo del lento pulsar de las cuerdas del laúd. Se fueron separando, a buena distancia aún de la mesa repleta de cristianos. Zobeyda y Marjanna vestían sus mushmalas rojas y ligeras, largas hasta los tobillos, con muchos y pequeños huesecitos cosidos a los faldones. Los brazos desnudos, adornados con pulseras y brazaletes y decorados con alheña, se balanceaban despacio, como movidos por el oleaje del mar, al lánguido compás de la música de Adelagia. Llevaban el rostro cubierto por un litam, rojo también, opaco, que ocultaba nariz y boca y colgaba ante las gargantas rodeadas de collares. Descubiertas las cabelleras, sueltas, negras y ondulantes. Los ojos de ambas, oscurecidos por una gruesa capa de kohl, las envolvían de profundidad y misterio. El mutismo continuó dentro de la tienda, aunque un par de borrachos sisearon obscenidades en algún lugar a la derecha del rey de Navarra.
Zobeyda y Marjanna sostenían las panderetas con la diestra, y hacían que las largas cintas de colores volaran tras ellas. Terminaron el paseo de presentación y recorrieron la mesa con sus miradas hechizantes. El joven Alfonso de Aragón se enderezó en su sitial, atento a las dos danzarinas, mientras que Sancho de Navarra, risueño y con los ojos brillantes por el vino, se recostaba para encontrar una posición cómoda. Dio un codazo cómplice al rey niño.
—Fíjate en esas túnicas. No llevan nada debajo.
Alfonso de Aragón entornó la mirada. Las mushmalas estaban cortadas a ambos lados, desde los brazos hasta abajo, y se mantenían cerradas por un lazo de brocado ceñido a la cintura. Las piernas y los costados aparecían desnudos por entre los cortes, insinuando sombras que atraían las miradas. El joven rey se inclinó sobre la mesa para ver más, lo que provocó una risa apagada al monarca navarro.
—Esto es vergonzoso —protestó uno de los clérigos sentados en un extremo, cerca de donde ahora se balanceaba, lenta y seductora, la persa Marjanna. Algunos nobles cristianos chistaron y obligaron a callar al preste.
Las notas débiles y solitarias del laúd se redoblaron, alargaron su vibración y dejaron largos silencios entre una y otra. La voz de Adelagia, dulce como la miel, brotó tras los paneles para cantar en romance.
—Amigos, en mi alma vive una moza esbelta; cuando me inclino, el embrujo emana de mis costados.
—¡Inclínate ante mí, moza esbelta! —rugió una voz zafia—. ¡Tengo aquí algo para ti!
Varias risas corearon la grosería. Alfonso de Aragón se volvió con gesto iracundo hacia el lugar de donde había salido la inconveniencia. Adelagia no se arredró y terminó el verso:
—Mis senos son redondos como uvas, derechos como lanzas, y no se erigen sino para impedir su vendimia.
Alguien aulló y hubo más risas. Alfonso de Aragón se levantó esta vez de su sitial. El muchacho era alto a pesar de su edad. Incluso tanto como muchos de sus guerreros. Y todos, aragoneses y navarros, comprendieron que el joven monarca no iba a tolerar más interrupciones ni impertinencias. Las siguientes notas del laúd sonaron contra el silencio del pabellón y cobraron velocidad para construir una melodía que se revolvía sobre sí misma, como un bucle de la melena de Marjanna. Cada vez más ligera, cada vez más sonora. Las dos danzarinas se movieron hacia delante, contoneando las caderas en armonía con los toques de Adelagia. Sus miradas negras se aproximaron a los hombres y se cebaron con ellos hasta hipnotizarlos. Las copas se detenían ante los labios y la sangre batía las sienes. Las panderetas golpearon las grupas, unido su sonido metálico a la melodía del laúd. Y con cada toque, la mirada de las bailarinas escogía una nueva víctima. Nadie podía huir de la sugestión. Ni siquiera los frailes benedictinos, ni los presbíteros que acompañaban a los reyes. Los hombres dejaban caer sus mandíbulas, sentían burbujear la sangre y encabritarse su deseo. Las cintas de las panderetas volaban, acariciaban las caras de los guerreros, y las melenas negras se balanceaban ligeras, como impulsadas por la brisa. Bien parecía que la música surgía de aquellas cintas, y de las cabelleras, de los golpes de cadera, de las miradas oscuras, de los lazos que ceñían las mushmalas…
Las danzarinas se cruzaron, y los invitados quedaron confusos. ¿A quién seguir? Los ojos de los comensales volaban del brillo de la melena rizada de Marjanna a la estrecha cintura de Zobeyda, de la blanca piel de esta al generoso busto de aquella… La música se aceleró un poco más. Se avivaron los toques de pandero. Los vientres se sobresaltaban con cada compás, y la ondulación parecía viajar hasta los hombros para bajar de nuevo. Las mujeres se plegaban hacia atrás, se cimbreaban como ramas de sauce agitadas por el vendaval. Igual que arrebatados por una sacudida amorosa, los pechos se remarcaban bajo las mushmalas, y los muslos revelaban su desnudez para luego volver a ocultarla. Varios nobles gruñían de excitación, y la mirada de Alfonso de Aragón se arrebataba con algo desconocido para él. Algunos comenzaron a dar palmas al ritmo de las panderetas, y con ello obligaron a Adelagia a imprimir mayor ritmo a su melodía. Zobeyda y Marjanna intercambiaron una mirada rápida y se acercaron a los reyes. Las venas de Sancho de Navarra se marcaron bajo la piel de su cuello. Marjanna y Zobeyda se cruzaron de nuevo, y al hacerlo, esta susurró:
—Ahora.
La favorita del Sharq se dirigió a Alfonso de Aragón y subyugó al niño con su mirada. La persa hizo lo propio con el rey de Navarra. Era el momento más delicado; cuando, a pocas pulgadas de los monarcas, las dos mujeres podían ser reconocidas. Los hombres jaleaban ya cada movimiento, y hasta algún fraile había empezado a palmear el ritmo de las panderetas. Tímidamente al principio, con gritos de júbilo después. Cada relámpago procedente de las caderas de Zobeyda levantaba un vítor entre los aragoneses, y los senos de Marjanna despertaban chillidos en el lado navarro. Ojos que sonreían un momento, desaparecían tras la cortina negra del cabello y regresaban después, crueles, enamorando a los guerreros para luego someterlos al abandono. Deprisa. Sin dar tiempo a la mente. La música se volvía frenética, el baile, más rápido, las caderas volaban. Entonces, con un movimiento fulminante, ambas desataron los lazos de brocado y las mushmalas quedaron libres. Las miradas de todos bajaron desde los ojos de las danzarinas a sus cuerpos, ahora visibles por las aberturas. Las dos se arrancaron a la vez con molinetes, y las mushmalas volaron tras ellas; se abrieron, se elevaron, dejaron al descubierto la piel. Los gritos de los hombres arreciaron. Ellas giraban y se movían en sentido opuesto. Se separaban y obligaban a los hombres a escoger. Revoloteaban como libélulas, cerca de la mesa, y dejaban al pasar un aroma de almizcle y agua de rosas, creando nubes de seducción que despertaban los sentidos abotargados por el vino. Vueltas vertiginosas. Cuerpos desnudos girando bajo las mushmalas, que flotaban alrededor de las cabelleras negras. Avidez taladrada por el toque de los panderos. Ojos encendidos. Carcajadas de pura excitación. Golpes sobre la mesa. Clérigos escandalizados que prometían el infierno, abandonando la tienda algunos, otros extasiados y babosos ante los cuerpos diabólicos de aquellas dos mujeres. Piernas largas, muslos firmes, caderas amplias, vientres suaves, pechos erguidos, demencia sin fin. Y en medio de todo, en la acusada curva que ceñía la cintura de Zobeyda, una estrella grabada a cuchillo. De ocho puntas. Un símbolo de amor, reservado para el único disfrute de un hombre, era ahora propiedad de una legión. Muchos fueron los que en ese momento desearon alargar la mano y tocar la estrella de los Banú Mardánish. El joven Alfonso de Aragón no pudo evitarlo tampoco. Sus ojos, enfebrecidos por un deseo que le venía grande, se quedaron prendados de aquella marca andalusí que pasaba fugaz ante él.
La música cesó de repente, las dos danzarinas se dejaron caer al suelo de rodillas y se doblaron sobre sí mismas. Con ello, las mushmalas descendieron mansas y cubrieron todo lo que antes estaba a la vista. Se hizo de nuevo el silencio, aromatizado de almizcle, sudor y deseo.
Entonces, los cristianos prorrumpieron en aplausos. Hubo empujones, las copas cayeron al suelo y el vino se derramó. El joven rey de Aragón subió sobre la mesa para hacerse oír y prohibió que se tocara a las bailarinas. El de Navarra reía extasiado, fuera de sí. Los sirvientes, apartados, no se atrevían a acercarse. La jaima estaba sumida en el paroxismo. Zobeyda levantó apenas la cabeza, pero se obligó a mantenerse allí, encogida, cubierta por su propio cabello y por la mushmala, que se extendía como una alfombra roja a su alrededor. Jadeaba, aterrorizada por lo que pudiera pasar ahora. ¿Y si los cristianos se abalanzaban sobre ellas? ¿Y si Sancho de Navarra o alguno de sus nobles la reconocían? Cerró los ojos, acongojada por el griterío, por las órdenes de aquella voz infantil y regia, por las condenas de los clérigos… Entonces alguien la agarró de un brazo y tiró hacia arriba. Intentó resistirse, pero quienquiera que fuese, tenía mucha fuerza.
—Vuelve tras el biombo. —Reconoció la voz apremiante de al-Asad—. Ya, o no respondo.
La favorita corrió mientras apretaba la mushmala en torno sí. Marjanna también fue despertada de su letargo de miedo por el León de Guadix y huyó del mismo modo. Tras los paneles, Adelagia aguardaba pálida. La mano que sujetaba el plectro temblaba, y tenía la cara pegada a la rendija.
—Los reyes felicitan a al-Asad —habló con voz trémula mientras Zobeyda y Marjanna se cubrían con sus mantos a pesar de que ambas sudaban por el esfuerzo—. Y los demás también… Todos quieren hablar con él. Vaya. Realmente habéis causado una honda impresión. Ah… ¿Qué hace ahora?
—¿Qué pasa?
—Al-Asad se sienta… ¡junto a los reyes! —Adelagia retiró el ojo de la rendija del biombo y miró sorprendida a su señora—. Lo han invitado a acompañarlos. Lo ha conseguido. Ese malnacido lo ha conseguido.
La italiana volvió a observar por la abertura entre los paneles. Zobeyda quiso sonreír, pero no podía. Ahora, con la calma tensa, llegaban el alivio y los temblores. Miró a Marjanna, que estaba derrengada al otro lado de Adelagia. Lo habían hecho muy bien, a pesar de no ser dos jovencitas. Demasiado bien. Tanto, que la vergüenza se abatió sobre Zobeyda como una bandada de cuervos sobre la carroña. Ella, toda una reina…, ofreciendo el tesoro de su cuerpo a gente zafia, ahogada en licor y rebosante de lujuria. Ella, que jamás había bailado en su vida salvo para su esposo. Se frotó la piel de la frente con el litam y lo retiró húmedo. ¿Qué más le quedaba por hacer? Había matado, había vendido su cuerpo, había mentido, se había humillado… por Mardánish. Y por extraño que pareciera, lo que más la avergonzaba no era haber regalado su desnudez aquella noche, sino la exhibición obscena de la estrella de los Banú Mardánish. Era como si hubiese dejado desamparado a todo el Sharq ante los nobles cristianos…
—Al-Asad parlotea con los dos reyes. —La voz de Adelagia la sacó de su triste ensoñación—. Jamás había visto hablar tanto a ese asqueroso. Creo que estará contento. Ya tiene lo que quería.
Aquello devolvió a la favorita a una brutal realidad. Si al-Asad conseguía lo que había ido a buscar a aquel frío rincón entre los reinos de Aragón y Navarra, ella tendría que pagar lo prometido. Tendría que entregarse a él. Arrastrando consigo a las dos doncellas. Era lo único que le quedaba por vivir: humillarse ante aquel hombre al que despreciaba. Cuando alzó la mirada, Marjanna y Adelagia tenían sus ojos puestos en ella. Ambas comprendían qué era lo que se arrastraba por la mente de Zobeyda. La favorita se venció hacia delante y, entre los gritos, las risas y los ruidos de metal y madera, ella y sus doncellas se abrazaron, temerosas de su destino.
Día siguiente. Tierra Nueva de Aragón
Viajaban hacia el sur, y dejaban atrás las alturas que desde el principio de los tiempos habían anunciado los macizos nevados del Yábal al-Burtat. Regresaban a al-Ándalus cruzando territorios que pertenecían a aquel joven imberbe que llevaba corona y que, acuciado por sus nobles, pretendía tomar como suyas las tierras que los habían visto nacer.
Habían salido de amanecida, antes de que los séquitos de los dos reyes se dispusieran a desmontar el gran pabellón real y las demás tiendas para regresar a sus respectivas cortes. Marjanna guiaba el carruaje, ya con mejor tiento. El caballo de al-Asad marchaba detrás, atadas las riendas a los bastidores de madera desnudos de tela. Adelagia y Zobeyda se dejaban llevar en la parte trasera, sobre los ropajes arrugados que les habían servido como disfraces y que la favorita había prometido quemar en cuanto llegaran a la Marca. Las tres mostraban en su cara, ahora descubierta, la angustia de la noche anterior y los rastros del maquillaje. El recuerdo todavía las estremecía: ocultas tras el biombo, temerosas de que alguien las acosara, habían visto pasar gran parte de la noche. Por fortuna, el juglar que prestara su laúd a Adelagia se las había arreglado para sacarlas de allí, seguramente con idea de yacer con la italiana a cambio de su favor. Aunque el pobre no lo consiguió, y además regresaría hacia su hogar, dondequiera que estuviese, con el corazón prendado de la doncella. Ahora, mientras recorrían las tierras meridionales del reino aragonés, un grupo de hombres se cruzaron con el carro y lanzaron a las mujeres miradas en las que se mezclaban la curiosidad y la sorpresa. Eran simples campesinos y llevaban sus aperos al hombro, pero en aquellos tiempos cualquier oveja podía convertirse en león.
—Despierta ya. —Zobeyda zarandeó a al-Asad, que dormitaba junto a ella, ajeno a los socavones del camino. El andalusí abrió su ojo vivo durante un instante, pero lo cerró al sentirlo herido por el sol. Se incorporó a medias, gruñó y se apretó las sienes con ambas manos.
—Uf… Qué dolor de cabeza.
—No me importa si te duele —recriminó la favorita—. Despierta y monta tu caballo. Que la gente vea que llevamos compañía, aunque sea resacosa, o alguna partida de salteadores nos atacará. Esta es tierra de ladrones. ¡Vamos!
El León de Guadix volvió a abrir su ojo y miró con aspereza a Zobeyda. Ella reconoció de inmediato la expresión. La del amo para con su siervo.
—Comida —exigió.
Adelagia le tendió una manzana y cruzó una mirada preocupada con su señora. Al-Asad hincó el diente a la fruta y masticó despacio, como si hasta las mandíbulas tuviera cansadas. Mientras lo hacía observó a su alrededor, a los campos de labranza, los árboles desnudos de hojas y las lejanas columnas de humo gris que brotaban de las aldeas.
—¿Y bien? —preguntó ansiosa la favorita.
Al-Asad volvió a mirarla. Sonrió, y al hacerlo mostró sus dientes manchados y, de paso, varios pequeños pedazos de manzana atrapados entre ellos. La favorita reprimió una mueca de asco.
—Fue perfecto —respondió él—. Mucho más de lo que esperaba. Tengo que felicitaros. Estoy muy, muy contento, y seréis compensadas. Las tres.
Lo último lo dijo mientras estiraba la mano hacia Zobeyda y acariciaba su mejilla. La favorita estuvo a punto de retirar la cara, pero se contuvo.
—Estoy impaciente —sonrió ella con esfuerzo—. Tanto por recibir tu compensación como por saber de qué hablaste con los reyes cristianos.
Al-Asad mordió lo que quedaba de manzana y arrojó el corazón al borde de la senda. Luego, mientras masticaba, echó la cabeza hacia atrás. Al hablar despidió trocitos de fruta que salpicaron a Adelagia.
—Hablamos de muchas cosas. En primer lugar, me agasajaron los dos. El pequeño rey aragonés es un iluso. Bueno, como corresponde a su edad. Se quedó prendado de una de vosotras, creo que de ti. —Señaló a Zobeyda—. No sé si cuando crezca cambiará, pero ahora hace y dice lo que le aconsejan sus nobles. Entre ellos, el suegro de ese bobo de Azagra. En cuanto al rey de Navarra, es zorro viejo. Me cayó bien. —Apuntó de nuevo con su dedo a la favorita—. Me recuerda a tu padre, que pronto será el mío.
Marjanna se volvió y observó a Zobeyda. Adelagia, por su parte, bajó la cabeza con los labios apretados. La favorita suavizó el gesto antes de hablar.
—Hicimos un trato. Mi elección ha de ser la buena, debo estar segura. No abandonaré a mi esposo por una opción peor, por eso he de saberlo todo. Todo.
Al-Asad tragó y clavó su solitario ojo en los de ella. Mantuvo la mirada un rato, ante la incomodidad de las tres mujeres.
—Tu destino está sellado. Te tengo en mis manos… Y aun así no sé si he hecho bien al fiarme de ti. ¿Cómo sé que no me engañas?
Zobeyda suspiró y acarició uno de los retales rojos sobre los que estaban sentados.
—Lo que hice anoche aún me avergüenza. Y me seguirá avergonzando toda la vida. Yo, la reina del Sharq al-Ándalus… ¿No es bastante prueba para ti?
El León de Guadix meditó su respuesta otro largo instante. Sonrió como una hiena. Aquel pedazo de la mushmala le había recordado lo que había visto en el pabellón real la noche anterior. Recreó en su mente la piel blanca de Zobeyda girando bajo la tela roja. Un remolino de belleza. Un torbellino de tentación. Evocó los muslos largos y torneados, guardando entre ellos aquel oscuro secreto que él deseaba poseer. Sus nalgas, que había visto deslizarse justo ante su cara. Su cintura marcada por la estrella del rey Lobo. Y su vientre ligeramente curvo, adornado por aquel ombligo pequeño y pintado de alheña. Sus senos, redondos y rematados por…
—¿Por qué te lo piensas tanto? ¿No me respondes?
Al-Asad acercó el rostro al de la favorita. Sus recuerdos se abrían paso por entre las brumas de la resaca y rescataban su virilidad. Zobeyda no impidió que él pegara sus labios a la boca de ella, y dejó que el León de Guadix violentara con su lengua, torpe y bárbara, la intimidad que ella ya no podía reservar para Mardánish. Vio el ojo de al-Asad abierto mientras el andalusí se regodeaba en mordisquearle los labios, y saboreó a su pesar la mezcla de licor rancio y manzana verde. Zobeyda solo cerró los párpados, asqueada, cuando el León de Guadix lamió su cuello y sorbió su piel. Al-Asad se retiró con la misma sonrisa de carroñero pintada en la cara.
—Tendrás que ser más complaciente si quieres que te crea, mujer. Porque hasta que no confíe en ti, no te contaré nada más.
Zobeyda asintió y posó su mano en el pecho de él. La deslizó despacio hacia abajo, y la sonrisa de al-Asad se ensanchó.
—Seré complaciente. Las tres lo seremos, como te prometí. Pero quiero saber. Necesito saber si estoy con alguien que merece sustituir a mi esposo en el reino y en el lecho. —Y retiró la mano antes justo de traspasar su cinturón.
—Ah, mujeres —rezongó él, divertido—. Siempre jugando con nosotros… Está bien, te lo contaré. Y luego te tomaré. Sí, como lo oyes. No soy estúpido. No esperaré a llegar al Sharq para reclamar lo que me pertenece.
Marjanna se volvió otra vez, y ahora recibió la mirada de Zobeyda. Después, la favorita llevó la vista hacia Adelagia. Las tres mujeres se entendieron sin necesidad de decir nada, y al-Asad se regocijó al observar la sonrisa pícara que se dedicaban entre ellas.
—Cuéntanos —dijo la favorita—. Y luego gozarás como jamás has gozado.
Se habían detenido junto a una sabina enorme de tronco ancho y retorcido que presidía en solitario una suave loma junto al camino. El carruaje estaba apartado, el caballo y la mula pacían tranquilos a poca distancia. La hoguera preparada por al-Asad ardía alegre, la leña crepitaba y calentaba sus cuerpos. Estaba próximo el mediodía, el cielo aragonés mostraba un azul limpio de nubes, aunque las hojas de la sabina los cubrían del sol.
—Los dos reyes alcanzaron el acuerdo que ya casi estaba pactado por sus nobles. Y es curioso lo muy hipócritas que son. Hace apenas un mes, el joven Alfonso de Aragón firmó treguas con nuestro embajador a cambio de las parias de tu esposo, como te dije.
Zobeyda, que se sentaba con la espalda apoyada contra el tronco de la sabina, asintió. Al-Asad ocupaba el otro lado de la hoguera; Adelagia y Marjanna estaban tendidas sobre las mushmalas y mantos, a ambos lados del León de Guadix.
—Se vieron para eso —afirmó la favorita—. Para aprobar sus propias treguas. Entre Aragón y Navarra, digo. Eso no tiene que ver nada con el acuerdo entre Alfonso y nuestro embajador.
—Mi querida Zobeyda, tan astuta como tu padre a veces, tan ilusa como Mardánish otras. Alfonso de Aragón y Sancho de Navarra se han visto en Vadoluengo para repartirse el Sharq al-Ándalus.
Las tres mujeres se sobresaltaron. Marjanna se tapó la boca con ambas manos, Zobeyda sintió subir la ira por la garganta.
—No… —murmuró Adelagia.
—Sí, preciosa. Entre copa y copa de vino, mientras los cristianos palmeaban mi espalda y ofrecían fortunas por vosotras, me contaron todos los detalles: los dos reyes dejan atrás sus diferencias y se convierten en aliados. Juntos atacarán a nuestro queridísimo rey Lobo. Alfonso de Aragón, incluso, ha prometido entregar Albarracín a uno de sus nobles, y reserva para sí las demás tierras de la Marca; el resto del reino de Mardánish se repartirá a partes iguales entre los dos reyes. Está firmado y jurado ante Dios.
La favorita hizo rechinar sus dientes. Al-Asad sonreía.
—¿Cómo puede alegrarte eso? —preguntó Adelagia, esta vez sin ocultar su aprensión.
—Porque yo no soy ese inútil de Mardánish, empeñado en estrellarse contra muros que ningún ingenio puede atravesar. Por mí mismo he aprendido que nada es seguro: ni las promesas de los hombres ni el amor de las mujeres. Solo el metal es fiel. Cuando atraviesa la carne y se humedece de sangre. —Mostró a Zobeyda su afilado puñal, aferrado con la mano derecha, a través de las llamas—. Tú, amor mío, también lo sabes.
—Entonces te enfrentarás a los dos reyes —afirmó Adelagia.
—Por supuesto que no. He puesto mi espada a su servicio.
Zobeyda siguió callada. Lo esperaba. Lo llevaba esperando desde el principio de aquel viaje. Pero aún le faltaban detalles por conocer.
—Sigue.
—Anoche, mientras bebíamos, ultimamos las cláusulas… ocultas de este otro tratado. Mientras Navarra y Aragón avanzan desde el norte, los almohades apretarán el cerco desde el sur. Mardánish no podrá hacer frente a los ataques simultáneos. Y ni Jaén ni Guadix presentarán resistencia. Lo que venga después será un paseo para unos y otros. Y entonces llegará el momento de que agradezcan a los amigos la ayuda que les vamos a prestar.
—Estás hablando como si los almohades hubieran intervenido en ese acuerdo —indicó Adelagia, cada vez más asqueada.
—Lo han hecho en cierto modo. —Al-Asad hizo saltar el puñal en su mano—. Llevamos mucho tiempo negociando con ellos. Bueno, tú, mi amor, también sabías eso.
Zobeyda intentó disimular el temblor de sus labios al sonreír.
—No, eso no. Mi padre me prometió…
—Recuerda, amor mío —atajó el guerrero—, recuerda: ni las promesas de los hombres, ni el amor de las mujeres.
—Así que esa será vuestra ayuda: os apartaréis y dejaréis que todos nuestros enemigos nos aplasten —habló de nuevo la italiana.
—No exactamente. Nosotros, y me refiero a nosotros —y señaló con la punta de su cuchillo a las tres mujeres—, tenemos otra misión. En el corazón del Sharq. En Murcia.
Ahora Zobeyda sí cerró los ojos. El nudo de la garganta apenas la dejaba respirar. Su voz salió ronca, como si le doliera decir aquellas palabras.
—Mataremos al rey Lobo.
Al-Asad asintió exageradamente con la cabeza y arrojó el puñal con fuerza contra el suelo, junto a la hoguera. La hoja se hundió casi hasta la empuñadura.
—Sí, mataremos al rey Lobo. Y entonces todo estará hecho. El pequeño Alfonso de Aragón verá crecer sus tierras, y el taimado Sancho de Navarra conseguirá por fin librarse de esa ratonera en la que está atrapado. Y tu padre, amor mío —dirigió una mirada cómplice a Zobeyda—, gobernará lo que quede del Sharq para Yusuf. Si jugamos bien nuestras bazas, conservaremos buena parte del reino y el califa nos premiará con posesiones con las que hasta ahora no podíamos soñar. Tal vez incluso Granada pueda por fin ser nuestra. Y luego encabezaremos las fuerzas del imperio para aplastar a los cristianos. Nada parará al califa. Con nuestros estandartes al frente del ejército almohade, todos esos engreídos del norte caerán. Imagina cuando entremos en Toledo. Y todo eso bajo el gobierno de tu padre… Creo que también puedo llamarlo padre mío. Y un día, amor mío, tú serás mi reina para confirmar la unión entre todos. Ambos reinaremos sobre el Sharq al-Ándalus. Y nuestros hijos después de nosotros. La sangre de nuestra sangre, siempre bajo la sombra protectora del califa. Andalusíes y almohades; los dos lados del Estrecho al fin unidos. Gracias a esa unión, los cristianos serán aplastados.
—La sangre… Los dos lados… unidos —repitió Zobeyda. Las imágenes pasaron rápidas por su memoria. Aquella cueva en medio de la noche. Los vapores de los brebajes de Maricasca y su voz de vieja bruja flotando entre reflejos confusos. La sangre de tu sangre. Eso será lo que una este lado con el otro. ¿Era así como se iba a cumplir la profecía?
Tantas noches de pasión y de ilusiones. La piel del lobo negro. El amor. Valencia. El engaño. La guerra. Su esposo. Murcia. La muerte. Armengol de Urgel. El miedo. Álvar el Calvo. La decepción. Pedro de Azagra. La traición. Al-Asad. La sangre. Eso será lo que una este lado con el otro.
El León de Guadix rio y extravió la mirada en las llamas. Su único ojo refulgió al reflejar el fuego, como si en él pudiera ver ese futuro con el que soñaba. Zobeyda también observó las brasas, que ondulaban del negro al rojo en el seno de la fogata. Tal vez ella no pudiera evitar que todo ardiera. Que el reino se perdiese. Siempre, desde que oyó la profecía de Maricasca, había sabido que aquello llegaría. Aunque a veces se negara a aceptarlo, subyugada por su propia ilusión. Felicidad. Prosperidad.
—Es la hora. Te lo has ganado.
El ojo de al-Asad brilló de nuevo, aunque no eran las llamas lo que reflejaban ahora. Fue Zobeyda la primera en rodear la hoguera y sentarse frente al guerrero. No le hizo falta esta vez pugnar contra su propia voluntad. Actuaba movida por la ira y la desesperación. Besó al León de Guadix con el mismo ímpetu con el que besaría a su propio esposo, arrebatándole el aliento. Él la abrazó con fuerza y clavó los dedos en la espalda de la favorita. Buscó a través de sus ropas el relieve de la marca en su piel. La estrella de ocho puntas que le había servido de llave para llegar hasta ella. El calor los envolvía, los protegía del frío de la llanura. Marjanna se aproximó por la izquierda y empezó a desvestir a al-Asad. Este abrió su ojo y sonrió mientras seguía jugando con la lengua de su nuevo y entregado amor. Sus anhelos se hacían realidad allí, en aquellas frías tierras extranjeras. Las manos de Adelagia por la derecha lo sumieron en el placer completo. Se supo rodeado de una fragancia embriagadora, como si las tres mujeres se hubieran convertido en humo que ahora se deslizaba a su alrededor. Dedos que lo acariciaban, que recorrían su piel bajo las ropas. Labios que depositaban dulces besos por doquier. Los sintió en su pecho desnudo, y también cuando su miembro, enhiesto por aquel sueño hecho realidad, quedó al descubierto. Gimió de placer y se retorció al sentir cada pulgada de su ser confundida por besos de tres bocas distintas. Era la pelirroja Adelagia quien ahora cabalgaba sobre él, y la persa Marjanna atraía la cabeza del guerrero para hundirla entre sus pechos de deidad antigua. ¿No era acaso la propia Zobeyda quien mordisqueaba su cuello?
—No es bueno confiar en las promesas de los hombres —susurró una de sus amantes.
Al-Asad no podía saber de quién era la voz. El éxtasis lo turbaba, o tal vez, en verdad, las tres mujeres se hubieran convertido en una sola. No era capaz de notar el frío. Pero sí su sangre, que cabalgaba a espuela picada por las arterias. Todo era suave, caliente y húmedo. Se sintió estallar. ¿Dentro de quién? No importaba. Las caricias continuaban, lo arrebataban del mundo. Flotaba en una nube de almizcle. Ojos negros, labios de rubí, senos de nieve y rosas. Quiso tocar a sus amantes. Acariciarlas. Encontrar con las yemas de sus dedos los secretos que reservaban para la intimidad del harén. Pero ellas no lo permitieron. Lo mantuvieron inmóvil, tumbado en el suelo y con los miembros aprisionados. Podía resistirse, pero era más delirante así. Eso lo sumía aún más en la profundidad de aquella excitación salvaje. Una mano se posó con lentitud sobre su ojo sano y le cerró el párpado. Gruñó de placer, aceptando el juego. Notaba uñas que lo arañaban despacio y le hacían sisear. Sentía la saliva resbalar por entre sus muslos, y los mordiscos suaves en su pecho, en sus hombros, en su cuello. Volvieron a cabalgar sobre él. El coro de gemidos apagados lo rodeó y le faltó el aliento. Se vació de nuevo, y sin tiempo para recobrar el resuello, se vio sumido en un tercer asalto. Aquello era incluso más de lo que podía soñar. Cuánto gozo iban a darle esas tres mujeres, a cuál más fogosa. Abrió su único ojo y vio a Zobeyda sobre él. Más arriba, enmarcando aquel rostro que volvía locos a los hombres, las hojas de la sabina se mezclaban con el azul del cielo. La favorita sonreía.
—Tampoco es bueno confiar en el amor de las mujeres.
Al-Asad comprendió demasiado tarde. Cuando quiso quitársela de encima, su propio puñal se le hundía en el pecho. Desencajó la boca, pero el aire se negó a entrar. Giró la cabeza a la diestra y vio el cabello rojo de Adelagia. La italiana también sonreía, con sus ropas a medio quitar y un seno descubierto. Era ella quien apretaba fuerte el mango del puñal y retorcía con encono la hoja afiladísima. Un estertor salió de la garganta del guerrero, y Marjanna arrebató el arma a su compañera. Desclavó deprisa, e hizo que el León de Guadix curvara su torso y se arqueara de dolor. El manantial de sangre salpicó la cara de Zobeyda.
La persa se hizo ver por el tuerto y, despacio, mientras la luz arrancaba destellos a la hoja manchada de rojo, la acercó al ojo sano de al-Asad. Él intentó moverse, pero seguía inmovilizado. Derrengado por la desigual batalla amorosa que acababa de librar. Extenuado. Vacío. Sintió que la hoja se hundía justo cuando dejó de verla, y ahora sí que el andalusí encontró fuerzas para gritar. Y gritó. Gritó tanto que su voz cruzó la llanura y se perdió entre los campos. Manoteó a los lados, buscando dónde asirse. Sus dedos se hundieron en la tierra, y Marjanna entregó el puñal a su señora.
—Por mi reino, al-Asad. Y por mi único amor.
Lo degolló con firmeza, disfrutando del momento. Como si con ello degollara a todos los perjuros que traicionaban a sus amigos y a sus compatriotas, y que vendían la libertad de sus hijos, de sus padres, de su tierra.