Imagen
Capítulo 64

La fortuna favorece a los audaces

PRIMAVERA de 1168. Inmediaciones de Ronda

Al-Asad subió la mano para protegerse del sol, aún bajo en el horizonte, y miró hacia el norte. Se hallaba en lo alto de un cerro escarpado, a pocas millas de Ronda, en pleno corazón del territorio almohade en al-Ándalus. El panorama, tachonado de alturas que azuleaban en la distancia, no le mostró nada. Todavía.

Desde el camino, más abajo, llegaron los balidos de las ovejas. El León de Guadix escupió al suelo y su vista se dirigió al valle. Allí estaban. Un centenar de aventureros cristianos. Morralla llegada de Castilla. Gente empobrecida por la guerra civil; bellacos que quizás habían robado hasta los caballos en los que montaban. Habían llegado a Jaén apenas un mes antes, reclamando paga por ser incluidos en el ejército de Hamusk. Y Hamusk los había recibido con los brazos abiertos, como un padre recibiría a su hijo pródigo. Aunque los planes que había concebido para sus nuevos amigos cristianos no tenían mucho de paternal.

Al-Asad volvió a otear el norte, dispuesto a cumplir con esos planes. De momento, todo iba según lo fraguado por Hamusk: el centenar de jinetes, comandados por el León de Guadix y guiados por media docena de exploradores andalusíes, habían salido de Jaén con la intención de penetrar hasta lo más profundo del territorio almohade y algarear a placer. Y todo se cumplía por el momento. Cabalgada larga, directa, sin contratiempos, hasta el llano de Ronda. Saqueo brutal de aldeas y arrabales e incluso hostigamiento de la propia ciudad. Ahora regresaban con varios cientos de cabezas de ganado y las alforjas llenas de la poca riqueza que conservaban los andalusíes sometidos al Tawhid.

Claro que con lo que no contaban los cristianos era con los movimientos ocultos de Hamusk, que mientras mandaba a sus nuevos mercenarios a algarear al sur, enviaba un aviso al nuevo gobernador de Córdoba, uno de los hermanos más jóvenes de Yusuf, llamado Abú Ishaq Ibrahim. El señor de Jaén avisaba al sayyid de lo que pretendía, y le ofrecía la posibilidad de presentar a su hermano una llamativa victoria: interceptar y derrotar a un destacamento cristiano a sueldo del rey Lobo.

Al-Asad sonrió cuando vio la lejana columna de humo levantarse desde las montañas del norte, un poco hacia poniente. Allí estaban los almohades. Llegaban justo a tiempo, antes de que los algareadores consiguieran dejar atrás las fragosidades y llegar a la llanura. Desde su posición elevada, miró con su único ojo a la ratonera en la que había hecho acampar a los cristianos. El valle tenía dos entradas: la del sur, por la que habían llegado, estrecha y encajonada. Y la del norte, que se abría entre las colinas y ofrecía un terreno apenas arbolado. El León de Guadix había rematado la faena aconsejando a los cristianos que cercaran el ganado robado en el extremo sur del embudo, que terminaba de cerrar el camino angosto. Y en un último toque de genialidad, al-Asad repartió los turnos de vigilancia de esa madrugada entre sus andalusíes.

La columna de polvo se hizo más grande al tiempo que los hombres leales al León de Guadix se reunían con él en lo alto del cerro. Solo faltaba uno, que ahora trepaba desde el campamento cristiano. Cuando llegó arriba, jadeante por el esfuerzo, divisó de inmediato el rastro que se acercaba al lugar desde el norte.

—Mi señor, he informado a los cristianos de que pueden desayunar tranquilos. Les he aconsejado, tal como me dijiste, que mataran algunos cabritos para andar sobrados de fuerza.

El León de Guadix asintió satisfecho.

—Acomodaos, amigos míos. Vamos a ver el espectáculo.

Los andalusíes ataron sus caballos a los arbustos y tomaron asiento en los roquedales que dominaban el valle. Sacaron pedazos de carne seca y los mordisquearon tras ofrecer parte a al-Asad. Este compartió la comida de campaña y se aposentó junto a sus hombres. Abajo, los balidos de cabras y ovejas rebotaban en las rocas y viajaban por entre los riscos. El sol subió y empezó a iluminar los pinares del otro lado del valle, y las hogueras se encendieron abajo, y el olor a la carne asada se elevó hasta el cerro. Y los almohades llegaron.

Los gritos de alarma de los cristianos ascendieron por el roquedal casi al mismo tiempo que se veía aparecer a los primeros jinetes masmudas. Los castellanos corrieron entre las tiendas y algunos consiguieron oponer sus armas. Los más se apretaron contra el embudo que formaba el valle, e intentaron superar al ganado. Pero las ovejas se pusieron nerviosas y echaron a correr de un lado a otro de la cerca.

Uno de los andalusíes de al-Asad se removió nervioso arriba. El León de Guadix lo advirtió, y anotó mentalmente que debía vigilar a aquel tipo. No le convenía la gente que no tuviera claras sus prioridades. Y menos en la delicada situación que estaban viviendo en al-Ándalus. Aun así, intentó tranquilizarle.

—No te preocupes. No corremos peligro.

—¿Y si nos ven?

Al-Asad quitó importancia a ese riesgo con un gesto de desdén, y observó la carga cerrada de los masmudas. Los caballos barrieron a los cristianos más próximos, y los jinetes lanzaron una salva de jabalinas. Los primeros cadáveres alfombraron el valle mientras el destacamento almohade, que no terminaba todavía de entrar en la ratonera, evolucionaba con disciplina, avanzando por tandas para arrojar sus azagayas, volver grupas y dejar espacio para la siguiente acometida. Aquello era una masacre a placer. Sin opción alguna para los castellanos, que no podían organizar la defensa. En muy poco tiempo, varios cristianos atrapados entre las ovejas del cercado pidieron cuartel.

El León de Guadix se levantó e hizo tintinear su inseparable loriga desgarrada. Frotó el parche negro que cubría el hueco donde un día estuviera su ojo derecho y hurgó con la lengua entre los dientes hasta que escupió un pequeño trozo de carne seca. Ahora los almohades debían un favor a Hamusk. El trabajo en el sur estaba hecho, pero aún quedaban muchos cabos que atar. El norte esperaba a al-Asad. Los gritos de los adalides almohades que detenían la carga llegaron en forma de eco. Abajo terminaba la matanza. Por ahora.

—Nos vamos.

Verano de 1168. Murcia

Zobeyda y sus doncellas seguían cerrando de cuando en cuando los baños del Rumí para su propio solaz. Sin embargo, las salas habían perdido su antiguo toque de discreción elegante y habían cobrado un aire de tristeza que se aferraba a las paredes tanto como la humedad. Adelagia pulsaba la cítara con desgana, sin unir los sonidos para crear una melodía. Las cuerdas vibraban perezosas, desafinadas, y el sonido se perdía entre las nubes de vapor. La italiana dejó el instrumento sobre el banco alicatado, se tendió y observó a su compañera Marjanna. La persa amasaba con delicadeza los hombros de Zobeyda mientras canturreaba en voz baja.

—¿Qué te pasa, Adelagia?

La cristiana vio que su señora había abierto los ojos y la observaba. Se incorporó y cogió de nuevo la cítara.

—Hoy no estoy inspirada.

—Pues no toques. Pero cuéntame tus desvelos —pidió Zobeyda—. Hace días que te noto triste.

Marjanna dejó de canturrear y también miró a la italiana.

—Mis padres son muy ancianos —dijo al fin esta—. Y se les ha metido en la cabeza que quieren regresar a su tierra a morir. Además, mi padre ha perdido negocio en los últimos tiempos. Quieren que vuelva a Italia con ellos.

Zobeyda interrumpió el masaje de Marjanna y tomó asiento junto a su doncella pelirroja. Suavemente, la obligó a apoyar la cabeza en su hombro.

—¿Tú quieres irte?

Adelagia no contestó, pero Marjanna lo hizo por ella.

—No quiere. Por nosotras, pero sobre todo por Abú Amir.

—Pero no puedo dejar que mis padres marchen solos. No tienen a nadie más que a mí, y además mi madre enferma muy a menudo últimamente.

Zobeyda comprendió y acarició el cabello de la italiana. Así era como todo se venía abajo. Con sus seres queridos desesperándose. El Sharq al-Ándalus dejaba de ser un lugar donde todos cabían y eran capaces de cumplir sus deseos. Esa era la forma en la que el sueño se mostraba como utopía. Las voces de la guardia fuera llamaron la atención de las mujeres. Marjanna, que seguía en pie con las manos impregnadas de aceite, se acercó a la entrada de la sala. Cubrió su cuerpo desnudo con un paño grande que colgaba de una alcándara y desapareció. Zobeyda siguió consolando a Adelagia. Primero había perdido a Sauda y a Zeynab, y ahora perdería a su más cercana confidente. Leyó la inscripción de la pared, difuminada entre el vapor de la sala. Al-yumn wal Iqbal. Solo que ya no había felicidad. Ni prosperidad.

—Al-Asad acaba de presentarse en el alcázar —anunció la esclava persa en cuanto regresó.

Zobeyda miró extrañada a Marjanna. Esta se encogió de hombros.

Las mujeres concluyeron con su aseo y se hicieron escoltar de vuelta al palacio murciano. Como en los últimos tiempos, el paseo desde el hammam del Rumí hasta el alcázar estuvo menos concurrido que de costumbre. Los soldados ya no tenían que abrir paso a la comitiva, mucho más menguada que en los años de bonanza. En cuanto a las limosnas, ahora eran auténticos mendigos los que se arrodillaban al paso de la litera de Zobeyda, y su número era mayor de lo habitual. Cada vez más.

Cuando llegaron al alcázar, los mozos de cuadras atendían a los caballos manchados de polvo. La favorita, con paso decidido, fue preguntando a los sirvientes por el recién llegado, y todos le señalaron el camino del salón de banquetes. Abú Amir se hallaba en la puerta, montando guardia junto a un par de jovencísimos soldados que recibieron a Zobeyda con expresión asustada.

—Al-Asad insiste en hablar contigo. A solas —informó el consejero—. Pero si tú lo deseas, ordenaré a la guardia que lo eche de aquí.

Ella se detuvo un instante y observó los rostros de los soldados. Era casi gracioso. Aquellos chiquillos intentando expulsar por la fuerza al León de Guadix. No. Zobeyda no les encargaría aquel trabajo. Empujó con ambas manos las puertas de madera labrada y penetró en el maylís, dejando atrás a sus doncellas, a Abú Amir y a los azorados guardias.

Al-Asad estaba sentado en un lateral de la mesa alargada y bebía de su propio odre, puesto que nadie le había servido nada como bienvenida. El guerrero llevaba su viejo almófar echado hacia atrás, y el pelo encrespado y negro se desparramaba rebelde sobre sus hombros. Se volvió y clavó su único ojo en Zobeyda. La favorita se estremeció, como siempre que estaba ante el León de Guadix. Si antes de su mutilación daba miedo solo contemplarlo, ahora, con ese parche negro hundido en la cuenca vacía, atemorizaba como si se estuviera ante un genio maligno del desierto. Al-Asad se levantó con lentitud, dejando claro que el protocolo era para él una obligación que aceptaba con desgana.

—¿Qué quieres? ¿Con qué permiso te presentas aquí? ¿Y a qué viene esa insolencia? Abú Amir es primer consejero y, en ausencia del rey, visir con plenos poderes…

Al-Asad alzó la mano izquierda para detener los reproches de ella.

—Solo estoy de paso. Voy hacia Valencia. Pero quería hablar contigo y no puedo hacerlo en presencia de esos afeminados.

La puerta había quedado abierta tras la entrada de Zobeyda, y Abú Amir oyó perfectamente la respuesta del guerrero. Su resoplido de indignación también se escuchó desde dentro. La favorita giró medio cuerpo y reflexionó un instante. ¿Era conveniente que el poeta escuchara lo que al-Asad tenía que decir? Hamusk había dado su palabra de permanecer fiel a Mardánish, y ella quería creerlo. Suspiró confusa. Su esposo, que seguía desconfiando de ella, sabría de esa conversación privada cuando regresara de Castilla. Y eso no la beneficiaría. Aun así hizo un gesto hacia el poeta y miró de reojo el tapiz de Diana; Abú Amir comprendió de inmediato y cerró las puertas para dejarla sola con al-Asad. Zobeyda anduvo despacio y pasó por detrás del guerrero. Él la siguió con la mirada. Una mirada mutilada, pero también desvergonzada, que se detenía en cada recodo creado por la túnica. La favorita no había tenido tiempo de maquillarse tras el baño en el hammam, y ahora se mostraba natural, sin afeites, con la melena negra libre para resbalar por la espalda hasta la cintura. Aquello parecía agradar más al guerrero, que se pasó la lengua por los labios con clara impudicia. Ella se dirigió al sitial de su esposo y lo ocupó con la barbilla alta, lo que arrancó una sonrisa de burla a al-Asad.

—Toda una reina…

—Insolente.

—Sí, lo soy. Insolente. Pero creo que a ti te gusta, ¿eh?

Zobeyda cerró los ojos durante unos momentos. Calculó mentalmente y se dijo que Abú Amir debía de estar llegando al hueco oculto. Enseguida se hallaría tras el tapiz de Diana y sería testigo de todo lo que se dijera. No obstante, decidió dar tiempo al consejero.

—He observado cómo me miras —dijo sin ocultar su desprecio por el guerrero tuerto—. Me parece que debería hablar sobre ello con mi padre. Y también con mi esposo. Tal vez a ellos no les guste tanto tu insolencia.

Al-Asad bebió otro trago de su odre, y el agua resbaló por su barba negra y manchada de polvo.

—Pues a propósito de eso, dime una cosa, Zobeyda. —El guerrero se pasó el dorso de la mano por la boca—: ¿Dónde está tu esposo, mi reverenciado rey Lobo?

—En tierra de cristianos. Tratando de nuestro futuro con el rey de Castilla.

Al-Asad sacó su puñal, la única de sus armas que mantenía limpia, afilada y brillante. La que usaba para degollar a los enemigos caídos. Esbozó una sonrisa y, con estudiado descuido, se aplicó a limpiar sus uñas con la punta del arma.

—¿Y cómo es, mi señora, que tu esposo no te ha llevado con él a Castilla?

Zobeyda entendió qué camino pretendía seguir el guerrero, pero no pudo evitar una punzada de frustración por no tener una respuesta que escupir a su cara.

—El rey hace y deshace en su reino. Tú eres vasallo suyo. Y también… —se interrumpió.

—Y también ¿qué? —Giró la muñeca con indolencia y apuntó el puñal hacia ella—. ¿Vasallo tuyo? Ah, sí. Claro. Mi reina. La soberana del Sharq. Eso es lo que te gusta sentirte. Pero no eres una reina cristiana, mi señora. Eres una de las esposas de Mardánish. Una más. Y ni siquiera te ha escogido para presentarte ante la nobleza castellana. Los rumores vuelan, Zobeyda, y más cuando sirven al escarnio. ¿Debo llamar también mi reina a Tarub, la concubina de Mardánish que lo ha acompañado a la corte de Alfonso de Castilla?

—¿Has venido para humillarme, entonces?

Al-Asad regresó la punta del puñal a la tarea de entresacar la suciedad de sus uñas.

—Todo lo contrario. Quisiera que dejases de ser humillada. —Y dirigió su ojo a los de Zobeyda—. Pero me temo que eso no parará mientras sigas aquí, con ese perdedor que se disfraza de lobo.

—Hay un límite para todo, al-Asad. También para tu desvergüenza. Si sigues insultándonos, haré que te prendan.

—Oh. Bien. Llama a esos críos que ahora montan guardia en tu palacio. Que vengan a prenderme. Convoca a todo tu ejército. —El guerrero retiró el puñal de las uñas y lo miró con cara de extrañeza, como si acabara de reparar en algo nuevo—. Ah, no. Que ya no tienes ejército. Tu esposo lo sacrificó a pocas millas de aquí. Y ahora, sin soldados, sin el favor de tu rey, los aragoneses aprietan desde el norte. Y los almohades, desde el sur. Dentro de poco te darás cuenta de que escogiste mal, Zobeyda. Cuando él, el gran Lobo, no pueda protegerte.

Ella mantenía el gesto de dignidad con bastante aplomo, pero temblaba de rabia. Rabia por no poder castigar a aquel insolente allí mismo. Fijó su vista en el puñal de al-Asad y se imaginó a sí misma hundiéndoselo en el pecho. Despacio, disfrutando de ello. Viendo el único ojo del guerrero desencajarse. Ese ojo la observaba ahora, descarado y despidiendo lujuria. Zobeyda levantó la mirada al techo, a las finas capas de alabastro en forma de estrellas de ocho puntas. Se resistía a examinar la certeza que escondían las palabras de al-Asad. Pero lo cierto era que allí estaba ella. Sola, habiendo perdido de facto la condición de favorita. Despreciada por su rey. Por su esposo, que siempre la colmó de dones. Aquel por quien fue capaz de todo, lo más audaz y lo más repugnante. Pero ¿no era eso lo que al-Asad pretendía que ella creyera? Y, verdadero o falso, ¿desde cuándo ella, Zobeyda, se limitaba a aceptar la manipulación ajena? Manipular. Dirigir la voluntad. Engañar la vanidad de los hombres. Su gesto reflexivo e iracundo se suavizó y curvó los labios en una sonrisa leve. El ojo de al-Asad seguía allí, fijo. Desnudándola. Quizás algo más.

—Tu rudeza, León de Guadix, no te permite usar las palabras con finura. —El tono cambiaba de forma casi imperceptible—. Es uno de tus defectos, aunque reconozco que lo compensan algunas virtudes. Virtudes que, me temo, no servirán a mi provecho cuando el cerco de aragoneses y almohades se cierre sobre el Sharq.

El guerrero movió la cabeza hacia atrás. Una sola pulgada. Pero ella lo notó. Al-Asad quedó en silencio un instante, con el puñal en la mano. Por ese cortísimo lapso, su pose de adalid se vio sustituida por la del fantoche a quien se sorprende con la guardia cambiada.

—¿Cómo que no te servirán? No me conoces… Yo —hinchó el pecho— jamás te dejaría aquí para escoger a otra. Ni habría abandonado tu vida a merced de los enemigos. Conmigo estarías segura siempre.

—¿Contigo? —Ella pareció pensárselo. Incluso hizo un gesto de aceptación que luego desdijo con sus palabras—. Pero… ¿de verdad piensas que cambiaría a un rey por un vasallo?

Él se levantó y, con un movimiento hábil, hizo girar el puñal en la mano y lo clavó sobre la mesa. El arma quedó allí, vibrando antes de detenerse, como un estandarte enarbolado en el campo enemigo. Había sido un alarde no de cólera, sino de bizarra decisión.

—Mardánish era vasallo antes de ser rey. La fortuna es tornadiza, pero acaba siempre favoreciendo a los más audaces. No me subestimes, Zobeyda. Sería un error.

Ella asintió y se humedeció los labios con la lengua.

—El león que duerme a la sombra del árbol se levanta para tomar el mando de la manada…

—Despedazando al lobo, si se tercia —completó él.

Zobeyda apoyó un codo en el brazo del trono y dejó reposar la cabeza, ladeada, sobre su mano. Miró de arriba abajo al guerrero.

—Has dicho que estás de paso hacia Valencia.

—Allí aguardaré el momento oportuno para seguir camino al norte. Tu padre me encomienda la misión de entrevistarme con los aragoneses y establecer un pacto de amistad.

Ella estuvo a punto de dejar que la sorpresa arruinara su estudiada pose.

—¿Mi padre? ¿Y qué hay de la promesa que hizo? Me juró ser fiel a Mardánish.

—Esto no rompe el compromiso. Tal vez tu esposo guste de empecinarse contra enemigos más poderosos que él. Hamusk no rehúye el combate, pero sabe reconocer en qué momento es más útil la paz que la guerra. No se puede decir lo mismo de Mardánish, que sigue soñando con esa ayuda castellana que jamás hemos tenido y que jamás llegará. ¿Sabías que el califa Yusuf está en tratos con los leoneses? No, no lo sabías, claro. Tampoco sabrás que Fernando Rodríguez de Castro, soliviantado por cómo ha ido la guerra civil en Castilla, ha viajado hasta Marrakech para ofrecerse a los almohades. ¿Te extraña? ¿Ves cómo el mundo se mueve a nuestro alrededor, ajeno a utopías y a sueños de reyes y reinas? En cierto modo, tu padre no hace sino cumplir con esa fidelidad hacia tu esposo: maniobra para asegurar el reino. A pesar de Mardánish.

Ella encajó lo que le descubría al-Asad como si la despertaran de un largo sueño con un baño de agua fría. A pesar de todo, ¿cristianos y almohades, en tratos? ¿Mientras ambos planeaban la destrucción del Sharq o el expolio de sus despojos? Asintió. Simuló ver la lógica de todo, y miró de reojo al tapiz de Diana. ¿Había hecho bien en permitir que Abú Amir fuera testigo de aquello? De algo que no dejaba de ser traición, tanto para quien lo planeaba como para quien lo encubriera. Por un momento la asaltó el temor. El consejero no sería capaz de ocultarle esa conversación a Mardánish cuando este regresara de Castilla. Así se precipitarían las cosas, y ella no se hallaba en la mejor posición para esquivar la ira del rey Lobo. ¿Qué hacer? ¿Apartarse de su padre y denunciar la traición? ¿Intentar frenar la obcecada e inútil política de su esposo? ¿Amor? ¿Necesidad? Los nervios dificultaban su reflexión. Qué sencillo habría sido ignorarlo todo. Dejarse llevar por la tempestad, llegara del norte o del sur…

—¿Por qué mi padre me hace saber vuestras intenciones? —preguntó ella en un impulso—. Más fácil habría sido que las desconociera. Esto me obliga a escoger.

Al-Asad se encogió de hombros, desclavó el puñal de la mesa y lo devolvió a su vaina.

—Escoger. Es algo que todos tenemos que hacer tarde o temprano. Pero no se lo reproches a tu padre. Él quería mantenerte al margen. Esto es cosa mía.

Otro respingo de sorpresa que Zobeyda casi no pudo disimular. ¿Hasta dónde llegaba realmente la audacia de aquel tipo?

—Tú… —Aquello lo hacía más fácil. Tal vez pudiera conseguir que solo al-Asad fuera culpado de la felonía—. Eres más estúpido de lo que pensaba. Vienes a mí, la esposa del hombre al que pretendes vender, la hija del hombre a quien desobedeces…, y me haces saber tus planes. Te denunciaré enseguida a Mardánish y a mi padre. Antes de que abandones Murcia, las palomas mensajeras volarán hacia Castilla y Jaén. Pronto, todo el Sharq sabrá que eres un traidor…

—Yo también tengo mensajes que podría llevar al rey Lobo. —Al-Asad apretó los dientes con fiereza—. Pero no necesito palomas. Lo que sé está aquí. —Se dio un toque con el índice en la sien—. Hablaré a tu esposo de adulterio. ¿Dices que soy un traidor? ¿Y cómo deberíamos llamarte a ti si te acostaras con un conde cristiano en la misma cara de Mardánish? Lo sabremos pronto. En lugar de viajar a Valencia, cabalgaré a marchas forzadas hasta Toledo. Y allí le contaré a tu rey que fornicaste una y otra vez con Armengol de Urgel. Aquí mismo, en vuestro palacio.

Zobeyda estaba tan blanca que podría haberse confundido en las nieves del Yábal Shulayr. Supo que todas sus opciones volaban. ¿Todas?

—Tarub —escupió, casi sin voz—. Esa perra rabiosa te lo contó… Pero nadie la creería a ella. Y nadie te creerá a ti. Ambos tenéis razones para mentir. —Se levantó del trono y apuntó con un dedo tembloroso al León de Guadix—. Soy Zobeyda, la reina. Mi palabra está por encima de la tuya.

Al-Asad no varió su expresión.

—Sea pues. Salgo para Castilla. Viajaré sin descanso, y cuando esté ante tu esposo, le diré que lo engañaste. Sabrá que tu cuerpo se desnudó para otro. Que el conde de Urgel tuvo entrada franca a tus secretos más sagrados; aquellos que Mardánish creía solo suyos. Contaré al rey Lobo que esa estrella de ocho puntas que llevas grabada en la espalda no existe para su único disfrute.

Fue como una puñalada en el pecho. Zobeyda se dejó caer de nuevo sobre el sitial. Ahora sí estaba totalmente desarmada. Maldijo el momento en el que se dejó lacerar la piel. Aquel secreto símbolo de amor se convertía en la prueba que la destruía. El León de Guadix supo, al ver la faz desencajada de la favorita, que había triunfado. Cuando Zobeyda volvió a hablar, apenas se oyó su voz.

—¿Qué debo hacer?

—Debes escoger. Como yo. —El ojo del León de Guadix volvió a mirarla como si pudiera traspasar su ropa—. También tengo mis opciones, y he escogido un camino. ¿Ves? Escoger es necesario, y no obligatoriamente malo. Tú sabrás escoger lo que más te conviene, espero. Estaré en Valencia, aguardando el momento oportuno. No quedarás al margen… —dio la vuelta y caminó junto a la mesa de banquetes, sobre la que él mismo, en otro tiempo, había bebido y fornicado a la salud del rey Lobo. Antes de abandonar la sala se volvió, y su ojo relumbró a la luz tamizada por los tragaluces en forma de estrella—, si sabes escoger, claro.

Abú Amir abandonó su escondrijo en cuanto las puertas del salón se cerraron con un golpe que lanzó ecos por todo el alcázar. El consejero estaba pálido y se pasaba la mano por la boca. Tomó asiento y apoyó los codos en la mesa para hundir la cabeza entre los brazos. Zobeyda tragó saliva desde el trono. Sus ojos se humedecían poco a poco.

—Estoy atrapada.

Abú Amir movía la cabeza, como si pudiera negarse a reconocer las implicaciones de todo aquello. Pero no podía. Al final levantó la cara y carraspeó.

—Todavía no. No hasta que Mardánish lo sepa. ¿Qué quería decir con lo de esa estrella?

—La estrella de los Banú Mardánish… Sauda me la grabó en la piel hace tiempo. Solo Mardánish sabe que estoy marcada.

El consejero entrecerró los ojos. Ahora entendía.

—Mardánish y Armengol de Urgel, supongo.

Zobeyda asintió despacio.

—Y Tarub, que vio mi cuerpo desnudo junto al del conde. La muy zorra ha guardado el secreto hasta que ha podido usarlo. Y ha hecho bien. Te juro que, de saber esto, habría mandado matarla… —Se detuvo un instante, a punto ya de ser desbordada por el llanto—. Pero no es tan fácil matar al León de Guadix. Al-Asad me tiene en sus manos. Hará conmigo lo que quiera. —La favorita se restregó el pómulo para limpiar su primera lágrima.

Abú Amir se masajeó las sienes. Tenía que pensar algo. Asentar las prioridades. Asegurar cada cabo. La felicidad de Mardánish y Zobeyda peligraba, pero también peligraban otras cosas mucho más importantes. En esos momentos, el mundo entero conspiraba contra el Sharq.

—No tendría sentido que ese cerdo hubiera mentido… —El consejero dio voz a sus elucubraciones—. Los almohades negocian con León. Sí, podría ser. Aunque eso rompe todo lo que imaginaba sobre ellos. —Su mente volvió por un instante al pasado, a las mazmorras de Valencia y a su entrevista con el rebelde Ibn Silbán. Fanatismo. Conveniencias—. No creo que tardemos en confirmarlo. En cuanto a al-Asad, se está dejando llevar por la ambición. —Miró a Zobeyda, que lloraba a mares pero en silencio—. Antes o después les pasa a todos. Pretende sustituir a tu esposo… Y no solo en el lecho.

—Mi padre no lo permitirá. —La favorita volvió a restregarse la cara—. Si alguien tuviera que sustituir a Mardánish como señor del Sharq, sería el propio Hamusk. Pero yo sé que él no lo quiere, Abú Amir. Es fiel al rey. Debes creerme. Me crees, ¿verdad?

El consejero miró a Zobeyda. No podía confesarle que había espiado sus movimientos en Jaén. Que sabía que Hamusk sí era un traidor, después de todo. Que el propio Mardánish prefería mantenerlo todo en secreto para seguir controlando la farsa. Pero ella… ¿en verdad había recobrado la confianza en su padre? ¿O era una mentirosa más? El gesto de Abú Amir se crispó. Red de mentiras y traiciones. Él mismo la estaba traicionando a ella. Pero Mardánish se lo había dicho con una sinceridad lacerante: o eso o traicionarse a sí mismo. Traición, traición, traición. Salpicándolos a todos. Y su corazón se rompía al ver el sufrimiento de Zobeyda. ¿No habría una forma de dejarla a ella fuera de la felonía?

—Hamusk no puede llegar a acuerdos con nuestros enemigos y pretender que tu esposo no lo sepa. Además, llevo muy adelantados los tratos con un embajador en la corte de Alfonso de Aragón, Giraldo de Jorba. Mardánish me dio plenos poderes para asumir la negociación y conseguir treguas, y la cosa va aceptablemente bien, aunque nos costará dinero. No tardaremos mucho en llegar a un concierto. Por el momento, el joven rey aragonés ha tenido que viajar al norte, a sus tierras del otro lado de las montañas. Tiene asuntos que lo ocupan allí. Pero regresará. Y me temo que ese será el momento que elija al-Asad para buscar su propia negociación. ¿Un pacto que favorezca al Sharq? ¿O que favorezca a Hamusk, sin más? ¿Y si al-Asad se decide finalmente por su único provecho? Que te pretenda con tanto descaro lo evidencia. Él ha mostrado su baza: ambición. Cuidado con el León de Guadix, Zobeyda. Cuidado.

»Hay otra cosa que me preocupa: al-Asad no ha escogido Valencia al azar. Allí está tu cuñado, Abúl-Hachach. Medroso, manipulable. Incluso pusilánime. Tú lo conoces.

—Lo conozco. —La voz de Zobeyda se empezaba a quebrar.

—Debemos actuar, niña. Es el reino lo que está en juego. ¿Te vas a rendir?

Zobeyda casi sonrió. Abú Amir la acababa de llamar niña. ¿Cuánto hacía de la última vez? Se mordió el labio inferior. Qué oscuro se había vuelto todo si ese simple detalle se convertía en un consuelo.

—¿Si me voy a rendir, dices? —La pregunta era lógica, y la única respuesta posible también; pero ¿había una segunda intención? ¿Confiaba Abú Amir en ella? ¿Seguía siendo en verdad su niña? Hizo un último esfuerzo para dominar el llanto. Inspiró antes de hablar con toda la seguridad que pudo reunir—. Al-Asad ha hecho su jugada. Ambición, como tú has dicho. Tanta como para apostarlo todo. Ahora esperará en Valencia. Se ha asegurado de que iré junto a él. Pero si a pesar de todo lo delato, tiene a donde huir. Nada impedirá que cumpla sus planes.

—Tal vez sea mejor que Mardánish no esté aquí —rezongó él.

Zobeyda abandonó el trono. Le preocupaba que Abú Amir, siempre ingenioso, no encontrara una solución. Tomó asiento frente a él, en la mesa de banquetes.

—Mardánish no está, pero nosotros sí. Algo podremos hacer.

El consejero negó con la cabeza. Ambos se miraron. Ella, temiendo que Abú Amir la considerara traidora. Él, calculando hasta dónde callaba Zobeyda.

—Yo no pasaré por entregar el reino a nadie. A nadie —remarcó él—. Hace tiempo que decidí que la única vida concebible es esta. La que tengo ahora. Fuera de ella no hay nada. Ni sometido a Aragón, ni esclavizado por el Tawhid.

—Te comprendo. Y sin embargo, los dos sabemos que el sueño se acaba.

—Lloraré, niña. Lloraré cuando sepa que estás en brazos de al-Asad. No solo por lo mucho que te amo desde siempre. Tú eres el Sharq al-Ándalus, y no podré aguantar que el sueño se acabe. Y con él acabaré yo. No despertaré a una vida de sumisión. Prefiero morir libre.

Zobeyda supo que Abú Amir también mostraba su baza. Con una decisión insólita. Intentó imaginar esa otra vida a la que el consejero se negaba a despertar. Bajo el poder del califa. Con la tristeza recorriendo las calles. Sin su esposo. Algo contra lo que merecía la pena luchar… si no fuera porque toda lucha era inútil. Ella no era como Abú Amir. Zobeyda tampoco quería despertar, pero lo haría. Y seguiría viviendo. Todo cuanto podía hacer era retrasar lo inevitable. Estirar el sueño.

—Abú Amir, tú tienes una buena amiga en Valencia. Te he oído hablar de ella alguna vez. Esa danzarina…

—Kawhala. Ya no danza. El dueño del local donde lo hacía, El Charrán, murió. Pero antes la tomó por esposa y ahora ella regenta la taberna.

—Hummm. La supongo bella todavía.

—No lo dudes.

—Y leal a ti.

—Haría todo lo que le pidiera. A pesar de su matrimonio, nosotros…, bueno, ya sabes.

Zobeyda hizo un gesto de triste complacencia.

—Así que haría cualquier cosa. ¿Incluso seducir a al-Asad, servirle de distracción e informarnos de sus movimientos?

Abú Amir sonrió.

—Eso no le gustará…, pero puedo escribirle ahora mismo. Aunque ¿qué pasará cuando ese traidor viaje al norte y se entreviste con los aragoneses?

—Todos los hombres tienen su debilidad. Solo hay que encontrarla. Encontré la debilidad de Armengol de Urgel, y hoy he encontrado la de al-Asad. Cuando él se disponga a dar su paso a Aragón, me hallará en el camino.

Un mes después. Toledo

Alfonso de Castilla había quedado huérfano de madre a los nueve meses de edad. Dos años más tarde, su padre también había dejado este mundo. Semejante desgracia habría sido suficiente para marcar la vida del pequeño, de no ser porque con ello Alfonso quedaba como soberano del reino más poderoso de la Península. Pero el destino, no contento con las desgracias del niño, remató su condición de huérfano y rey y lo convirtió en la causa de una feroz guerra civil. Alfonso fue colocado, como un pelele, entre dos poderosas familias que ambicionaban el poder y que, tirando cada una hacia su partido, zarandearon al pequeño rey. Los Lara y los Castro no repararon en dobleces, falsos acuerdos y traiciones. Volvieron la espalda a la amenaza africana, arrojaron a los castellanos a una lucha fratricida y se sirvieron de la ambición de Fernando de León. Pero sin duda lo más cruel que hicieron fue trazar una trinchera en la cordura de Alfonso de Castilla. Un surco fino y muy peligroso, a cuyos lados se situaron un demonio y un ángel dispuestos a pugnar entre sí para ganar la partida: uno, el demonio, tiró de Alfonso con intención de arrastrarlo hacia el desamparo perpetuo; otro, el ángel, resistió a aquel y, a golpe de martillo, trató de forjar un espíritu bravo.

Ahora, al final de esa lucha sin cuartel, el ángel se alzaba con el triunfo.

Alfonso todavía no había cumplido los trece años, pero sus vivos ojos despedían un brillo de inteligencia y madurez únicas. Sentado con elegancia sobre su sitial de honor, presidiendo la mesa de banquetes en uno de los salones del alcázar de Toledo, el joven rey consumía poco a poco los últimos meses que le quedaban antes de alcanzar la mayoría de edad. Según el testamento de su padre, Alfonso dejaría de estar bajo tutela al llegar a los catorce: en ese momento, se alzaría con la potestad total sobre su reino y sus súbditos.

Mardánish, recostado en su asiento a la izquierda del joven rey, observaba indiferente los malabares de dos titiriteros que se turnaban en sus piruetas y lanzaban al aire bastones que recogían y volvían a lanzar, cada vez más deprisa. Los volatineros ocupaban el centro de una sala de elevado techo y ventanales altos y angostos por los que apenas pasaba la luz; para luchar contra la penumbra se usaban multitud de hachones que despedían un fuerte olor a brea. Mardánish, junto al rey y a los comensales de mayor rango, se sentaba a la mesa que encabezaba el banquete. A ambos lados de la estancia, otras dos mesas alargadas eran ocupadas por nobles de bajo rango, clérigos y algún que otro afortunado comerciante de Toledo. Las paredes estaban totalmente cubiertas de tapices, como si se pretendiera esconder lo que había bajo ellas. Y en el suelo, las alfombras de pieles de animal se montaban unas sobre otras, y a veces creaban arrugas con las que tropezaban los sirvientes y escanciadores. Ante su plato intacto, el rey Lobo miraba con ojos biliosos. Aburrido. Impaciente. Soportando el malestar sordo que le pinchaba en el costado y que se turnaba con los ramalazos de dolor en el brazo izquierdo y en el pecho. Llevaba meses en Toledo asistiendo a banquetes como aquel, con inacabables muestras de adulación por parte de los barones del reino. Todos, incluidos los altos clérigos, mostraban curiosidad por aquel rey musulmán al que llamaban Lope, y el mismo arzobispo Cerebruno, máximo exponente de la cruz en la Trasierra, le dedicaba cada poco sonrisas amistosas. Pero hasta los nobles de más alto linaje le saludaban con un respeto no exento de cierta desvergüenza infantil, como la de quien ve por primera vez a alguien del que solo ha oído hablar a los bardos. Y todos observaban sorprendidos el cabello rubio de Mardánish, sus ropas y sus modales cristianos. Se maravillaban de que bebiera vino en gran cantidad, y de que hubiera incluso pedido carne de cerdo en un par de ocasiones. Con todo, pese a los muchos esfuerzos del rey Lope por atraerse a los castellanos, estos seguían con sus cuchicheos mientras lo miraban de reojo. Y Mardánish lo notaba.

—¿Te parecen aburridos los titiriteros, mi señor don Lope?

Nuño Pérez de Lara, regente de Castilla y ayo real, se inclinaba sobre la mesa desde la derecha del joven rey Alfonso.

—No, amigo mío: no son aburridos —respondió Mardánish—. Es que no quiero perder detalle.

—¿Y la comida? ¿No es de tu gusto?

El rey Lobo mostró una sonrisa forzada. Apoyó una mano sobre su estómago y enarcó las cejas.

—Ya sabes que últimamente no tengo apetito. Nos vamos haciendo viejos, don Nuño.

—Tampoco has bebido vino, por lo que veo.

Alfonso lanzó un sonoro resoplido y giró una pulgada la cabeza hacia la derecha, aunque sin mirar directamente al de Lara.

—Nuño, deja de importunar a nuestro huésped. Que el buen rey Lope coma y beba si gusta, y si no, que no lo haga. En cuanto a los titiriteros, a qué engañarnos: son aburridísimos.

El noble castellano reaccionó poniéndose en pie y dio un par de sonoras palmadas. Los malabaristas se frenaron en seco y los bastoncillos que lanzaban al aire rebotaron sobre las losas de piedra recubiertas de piel de oso.

—¡Fuera! ¡Dejadnos!

Los cómicos hicieron exageradas inclinaciones mientras recogían a toda prisa sus bastones, y luego retrocedieron hacia las inmensas puertas de la sala sin dar la espalda al rey. Varios de los comensales, que animaban con palmas a los titiriteros hasta un instante antes, les arrojaron pedazos de verdura y pan. Se oyeron risas y algún que otro insulto jocoso. Alfonso bufó de nuevo.

—Seguro que en Murcia lo pasáis mejor —dijo el regente, hombre entrado en edad. Tanta, que entre sus servicios se contaba el haber sido alférez del emperador Alfonso—. Alguna vez me han contado cosas de vuestros banquetes.

—Y a mí —apuntó el joven monarca.

Mardánish observó al rey. Alfonso esperaba la respuesta con el mismo gesto del zagal que acaba de cometer una travesura graciosa. El rey Lobo sonrió y giró el rostro hacia su izquierda, al lugar que ocupaba Pedro de Azagra. El navarro se encogió de hombros.

—Yo no he dicho nada.

—Pues verás, mi señor Alfonso —Mardánish dio la cara de nuevo al rey de Castilla—, allí tenemos otras… costumbres. Contamos con malabaristas, como vosotros, pero preferimos a los juglares que representan farsas. Y no hay banquete que se precie que no se vea deleitado por un buen coro de cantoras. La música y la danza son fundamentales…

—Por cierto, mi rey —interrumpió Nuño Pérez de Lara—, que nosotros hoy también disfrutaremos de la música. ¿Te place?

El muchacho hizo un gesto con la mano derecha para asentir, pero siguió mirando a Mardánish. Lo hacía con los ojos entornados; tal vez imaginaba aquellas fiestas andalusíes con danzarinas. Mientras, el regente dio otro par de palmadas y una orden en alto. Un juglar se presentó con una teatral reverencia. Recibió los aplausos de los comensales y algunos solicitaron a gritos sus canciones favoritas, pero el tipo, que llevaba en la mano un laúd, avanzó hacia el sitial del joven rey y, llegado a su frente, se inclinó al tiempo que abría los brazos.

—Es de Aquitania, mi señor —murmuró el de Lara.

Aquello pareció despertar la atención de Alfonso. El rey dejó de imaginar banquetes andalusíes y se retrepó en la silla. El juglar retrocedió y se dispuso a empezar su recital. La ruidosa concurrencia calló por fin, de modo que solo se oía el crepitar de los hachones. Luego comenzó la música. Azagra se inclinó hacia Mardánish.

—Hoy ha llegado un comerciante de esencias de Andújar. Estaba en el zoco y la gente hacía corro a su alrededor. Traía noticias.

Mardánish también se inclinó a un lado. El rey y el resto de los invitados escuchaban las notas que el juglar arrancaba a su laúd mientras desgranaba su propia presentación en verso.

—¿Y bien?

—Hace unos meses, tu suegro dio sueldo a varios mercenarios cristianos que se presentaron en Jaén buscando contrato.

El rey Lobo arrugó la nariz.

—No sabía nada. A Hamusk nunca le ha gustado tener cristianos en sus tropas. Siempre me los ha dejado a mí.

—A estos los mandó a Guadix y salieron enseguida a algarear hacia el sur. Se dice que fueron hasta Ronda —continuó Azagra.

—Hasta Ronda… —repitió Mardánish con admiración—. Yo nunca he llegado tan lejos.

—Para tu fortuna. Los cristianos fueron derrotados por un destacamento almohade. Mataron a la mitad de ellos en las montañas, y al resto los llevaron cautivos a Granada. Todos fueron decapitados como castigo.

El rey Lobo se pellizcó la barbilla y torció la boca en una mueca. La molestia del costado le atormentaba de nuevo. Ignoró el dolor, leve y pasajero, mientras el juglar se dejaba llevar por su canto en un dulce acento occitano.

Rey, por los cristianos me entristezco,

pues los mazmutes nos superan.

No ciñe cintura conde ni duque

que mejor que tú hiera de lanza.

Mardánish miró instintivamente al joven Alfonso. Al muchacho le brillaban los ojos, atento a los versos del aquitano. Al otro lado, el regente Lara se dio cuenta de la reacción del rey Lobo y curvó apenas los labios.

—Como respuesta por la ejecución de los cristianos en Granada —siguió Pedro de Azagra—, o tal vez por casualidad, los de Ávila salieron en expedición hasta Sevilla, y volvieron con miles de cabezas de ganado y algunos cautivos. Si esto sigue así, a los almohades no les quedará más remedio que presentar batalla.

Tu coraje se enardece,

que habemos buena esperanza;

sobre paganos, gente villana,

cabalga sin temor;

toma primero la lanza

y marcha con derechura

hasta África, bien les harás llorar.

—Algún día —Mardánish se dirigió al joven rey—, compondrán esos poemas para ti, mi señor. Algún día… ¿no te gustaría dirigir tus tropas contra nuestros enemigos?

Alfonso, con la misma expresión soñadora que mantenía al escuchar al juglar, asintió despacio a las palabras del rey Lobo.

—Hay otros asuntos que requieren la atención de Castilla, don Lope —intervino el regente Lara, siempre atento—. Lo de cabalgar a África quedará, de momento, para los versos.

Mardánish ignoró al noble y siguió aguijando al joven rey:

—Tu abuelo, Dios lo guarde, soñaba con ello. Siempre recordaré lo que me dijo hace años, en Lorca. «Imagina las lanzas empuñadas de occidente a oriente: portugueses, leoneses, castellanos y andalusíes unidos bajo un mismo estandarte y dispuestos a derrotar a esos almohades.» Era su gran sueño. Reunirnos a todos. Eso sí sería una gran hazaña. Merecedora de miles de versos. ¿No es cierto?

—Es cierto —convino el joven—. Es de todos conocido cuáles fueron las últimas palabras de mi abuelo. Solo unidos. Eso dijo. —Miró durante un instante fugaz a Nuño de Lara—. Y concedió un significado… especial al lugar en el que se oyeron estas palabras. La Fresneda.

—En la Sierra Morena —añadió Mardánish con un punto de entusiasmo—. Frontera entre nuestras tierras. Un lugar que no nos separa, sino que nos reúne. Quizás allí, solo unidos, venceremos a los almohades. Tal como reclaman las trovas.

El juglar dio término a su canción y los comensales aplaudieron con entusiasmo. Entonces el músico empezó a recorrer las mesas improvisando estrofas cortas para cada invitado, alabando sus vestiduras o su aspecto gallardo. A veces entremetía algún pícaro comentario que arrancaba las risas de los que escuchaban de cerca.

—Templanza, mi rey —aconsejó el de Lara—. Los trovadores no gobiernan reinos. Es más fácil matar escuadrones de enemigos pulsando cítaras que ciñendo espada. Y más cómodo.

—Es más cómodo aún no hacerlo en absoluto —replicó Mardánish desde el otro lado del joven rey.

—No es nuestro caso, desde luego —rebatió de inmediato el castellano, que mantenía la compostura a la perfección—. Nuestra pugna con los Castro todavía no ha acabado. Debemos asegurar el reino para que nuestro joven rey tenga algo que gobernar, ¿no es cierto? No debes impacientarte, mi buen don Lope. Sabemos que Fernando Rodríguez de Castro rinde pleitesía al califa de los mazmutes. Pagará por esa felonía a su tiempo.

—Tiempo es lo que no tenemos.

—Pues nosotros lo precisamos —replicó de nuevo el regente—. Para recuperar lo que los reyes de León y Navarra nos han arrebatado arteramente…

—Me gustaría empuñar mi lanza hacia África —interrumpió entonces el joven rey de Castilla, y miró a Mardánish como si se disculpara—. Pero todavía no puedo. —Deslizó hacia la derecha una rápida mirada de reojo que el señor de Lara no pudo ver, pero que el rey Lobo comprendió enseguida—. Aun así, animaré a las valientes milicias de mis ciudades a hostigar a esos infieles. Y rezaré por ti, buen rey Lope. Algún día me presentaré en tu reino y juntos iremos a aplastar a ese califa de los mazmutes.

Mardánish sonrió. Aquel muchacho decía la verdad. Veía en sus ojos que sí, que deseaba dejar atrás la corte castellana, con sus conspiraciones, sus aduladores, sus farsas… Azagra habló a la izquierda del rey Lobo.

—Al menos, mi señor don Alfonso, sí podrás guarnecer Almería. Nuestro amigo Lope te la ha ofrecido como regalo…

—Eso no puede ser —se apresuró a intervenir de nuevo el regente—. Agradecemos el detalle del buen rey Lope. Lo valoramos en su justa medida. Qué feliz habría hecho, sin duda, al emperador Alfonso. O a su hijo, el difunto Sancho. Pero Almería está lejos y aislada. Enviar allí tropas ¿para qué? Todo hombre es preciso aquí, en Castilla. Los Castro aprovecharán cualquier debilidad. Cualquier oportunidad. Y aún quedan plazas en poder de esa maldita familia. Zorita, por ejemplo. Ese es el objetivo. Arreglar lo nuestro antes de solventar los problemas ajenos. Eres muy generoso, noble rey Lope, pero debemos rechazar Almería.

—¿Problemas ajenos? —Mardánish insistió sin apartar los ojos del joven monarca—. Los almohades son problema de todos.

Alfonso se encogió de hombros y bajó la vista hasta su plato vacío. Mardánish sintió de nuevo que el peso del destino le aplastaba los hombros, y como si todas sus desgracias se aliaran, un nuevo trallazo de dolor le cruzó el costado y crispó su gesto. Se dejó caer sobre el respaldo de la silla y vio la mirada de impotencia de Azagra, a su lado. El navarro parecía desesperarse. Como si quisiera luchar aun cuando el rey Lobo se rendía. Se inclinó sobre la mesa y entornó los ojos hacia Alfonso de Castilla.

—Haz al menos la merced, mi señor, de mandar correos a tu hermano en Cristo, el rey de Aragón. Pídele por nosotros que restablezca las treguas con don Lope. Que no ataque las tierras del Sharq al-Ándalus para que tus amigos puedan defenderse de los almohades. ¿No harás eso, mi rey?

El monarca levantó la mirada.

—Alfonso de Aragón es aún más joven que yo. Estoy seguro de que sus allegados le aconsejan de igual forma y con tanta buena fe como los míos me aconsejan a mí. —Calló un momento, y dejó que todas las implicaciones de aquello se aposentaran en las mentes de Mardánish y Azagra. Al otro lado, el regente asentía despacio, exagerando su aprobación a las palabras del rey—. Pero sí, escribiré a mi hermano en Cristo, Alfonso de Aragón. Le rogaré que te conceda treguas, buen Lope. Accede tú también a sus peticiones, y así tendrás paz para poder dirigir tus huestes contra ese califa africano.

El rey Lobo suspiró y se removió en la silla, buscando la forma de sentarse sin que le atormentara aquella maldita molestia de las entrañas. Se dirigió a Azagra, cuya expresión mostraba la misma decepción.

—No hay mucho más que se pueda hacer. Y llevo demasiado tiempo aquí. Tal vez debería volver a mi reino.

El navarro levantó la mano discretamente. A pocos asientos, el juglar la tomaba con uno de los escuderos del regente y arrancaba risas a los comensales.

—A finales de verano varios nobles castellanos viajarán a Pamplona para negociar la paz con el rey Sancho. —Azagra señaló al joven monarca, que ahora se unía a las risas por los versos jocosos del juglar—. Queda poco para que asuma el gobierno real, y entonces todo cambiará. Los señores navarros quedarán ociosos, y muchos de los castellanos también. Aguarda solo hasta el otoño. Déjate ver por aquí. Ofrécete a acompañar al rey, confirma documentos. Que esta gente se acostumbre a ti…

—Mi buen Pedro de Azagra dice bien, noble Lope —intervino Alfonso, que aunque parecía pendiente del juglar, no perdía palabra del navarro—. Quédate en Toledo, hazme esa merced. Además, tienes que hablarme de tus esposas y concubinas.

Mardánish se vio obligado a sonreír.

—¿De mis esposas y concubinas? Bueno, ya conoces a Tarub.

—Sí. Y es bella. Pero se dice que en tu corte de Murcia guardas a las damas más hermosas de la Península.

—Ah, estos infieles —metió baza el regente Lara, animado por el cercano descaro del juglar—. Por muy impía costumbre que sea, cuánto gustaría a muchos disfrutar de todo un harén de esposas y concubinas. Se dice que a todas se debe complacer, y a todas amar por igual.

El joven Alfonso observó intrigado a Nuño Pérez de Lara, y luego buscó confirmación en el rey Lobo. Este tornó el gesto de forzada simpatía a la nostalgia. Sus ojos se perdieron en los adornos del techo del salón, aún revestidos de la antigua gracia taifal.

—Impía costumbre, sí. A fe mía —susurró—. Aunque, a pesar de todos los acuerdos matrimoniales, yo tengo una sola esposa. La única a la que amo sin reservas. La única capaz de destrozarme el corazón…

El rey niño entornó los ojos y se apoyó en los brazos del sitial para acercar el oído al gesto ensimismado de Mardánish.

—¿Cómo se llama tu dama, buen Lope?

—Zobeyda.

Finales de 1168. Valencia

Zobeyda caminaba velada por las calles de Valencia. Y como ella, muchas otras mujeres ocultaban también rostro y cabello. Se habían convertido en habituales los ataques de bandas de fanáticos partidarios de los almohades, que recorrían la ciudad y apedreaban a quienes consideraban que incumplían con el Tawhid. El hermano del rey, Abúl-Hachach, no parecía poner mucho empeño en reprimir estos ataques, aunque también era cierto que Valencia, al igual que Murcia, había quedado muy mermada de hueste, por lo que los soldados tenían que limitarse a guardar el alcázar y poco más.

Zobeyda andaba sola para no llamar la atención. Prescindía de ropajes lujosos, y vestía túnica larga y cruda con manto oscuro y botas de fieltro. Había salido de Murcia en compañía de Marjanna, Adelagia y un par de sirvientas. Abandonar la capital del Sharq al-Ándalus sin escolta era fácil en aquel tiempo en que los guardias reales eran críos de bozo rebelde. Incluso había resultado sencillo convencer a Abú Amir de que regresaría antes de que Mardánish volviera de Murcia. Mucho más sencillo que persuadir a Adelagia para que la acompañara. Zobeyda había tenido que jurar a la italiana que sería su último servicio. Así, la favorita y sus dos doncellas se movieron con discreción por el Sharq, y atravesaron aldeas empobrecidas por la guerra y atemorizadas por los fanáticos. Los campos eran labrados por mujeres, y los niños pastoreaban los rebaños. Las sirvientas fueron devueltas a casa en Alcira, y Zobeyda y sus doncellas continuaron viaje como mujeres de la plebe, en un carro tirado por una mula. Así llegaron al arrabal de la Ruzafa, donde Marjanna y Adelagia se quedarían esperando a su señora mientras esta se adentraba en la Joya del Turia.

Valencia olía a tristeza. Aquel día las nubes ocultaban el sol, y los habituales aromas a cuero, especias y pan se dejaban vencer por el hedor de las aguas fecales que discurrían por el centro de cada calleja. Zobeyda esquivaba los charcos pardos, mirando de reojo a la gente con la que se cruzaba y atenta a los grupos de jóvenes. La sobresaltó ver a más de un hombre con turbante, costumbre que, por bereber, casi todos los andalusíes libres detestaban. Y por si fuera poco, le consumía la pena por no poder alargarse hasta la munya Zaydía para visitar a sus hijas. No era aconsejable. Nadie debía saber que la favorita del Sharq se hallaba allí, en Valencia. Por fin, a la vuelta de una esquina, el cartel de madera con el charrán pintado en tonos blancos y negros anunció a Zobeyda que llegaba a su destino. Ella jamás había estado en la taberna, pero Abú Amir se la había descrito perfectamente. Abrió la puerta y asomó la cabeza con precaución. Dentro, dos cristianos, seguramente comerciantes genoveses, charlaban en voz baja en una mesa apartada. El resto de la cantina estaba vacío, salvo por una mujer que, de espaldas a la entrada, batía el contenido de un perol con una cuchara de madera. El frescor repentino que acompañó a la entrada de Zobeyda al local hizo girarse a la mujer. A Kawhala, cubierta por una miqná, no le hizo falta nada más que interpretar la mirada de su visitante; con un gesto le indicó las escaleras que subían a los aposentos del piso superior. Los genoveses apenas se extrañaron por la presencia de la dama en la taberna. Tras un rápido y poco curioso examen a la recién llegada, prosiguieron con su charla. Mientras tanto, las dos mujeres se perdieron escalones arriba.

Las habitaciones de la posada estaban vacías. Valencia, al igual que las demás ciudades del Sharq, ya no era destino apetecible para los mercaderes extranjeros, ni para buscadores de fortuna. Hasta las meretrices, carentes de clientela masculina a causa de la guerra, se veían abocadas a pedir limosna en las puertas de las mezquitas. En cuanto se supieron a salvo de las miradas, reina y plebeya se develaron.

—Mi señora. —Kawhala alargó su reverencia. Zobeyda la observó. Ambas tendrían la misma edad, y aunque el tiempo había tratado peor a la tabernera, esta conservaba la belleza esbelta de las danzarinas. La favorita esperaba algo así, dado el gusto de Abú Amir. La ubetense también observó a la reina, de la que solamente había oído hablar. Los ojos de Kawhala estaban enrojecidos, con sendas bolsas bajo los párpados, y su cara se crispaba como si todo aquello fuera una insufrible obligación para ella. La favorita decidió abreviar el trámite.

—Mi buena amiga, hemos recibido tus noticias. Así pues, al-Asad marcha hacia el norte.

La ubetense asintió.

—Saldrá pronto. En un día o dos a lo sumo. Su intención era irse antes, pero conseguí retenerlo aquí, aunque… —el gesto de Kawhala se tornó aún más agrio— me costó lo mío.

—Te has ganado una compensación. —Zobeyda metió la mano entre los pliegues de su túnica y sacó un saquete tintineante, pero la tabernera frenó la acción de la favorita alzando una mano. Luego aflojó sus sayas, dio media vuelta y dejó caer la ropa para mostrar su espalda desnuda. Zobeyda se llevó una mano a la boca. La piel de Kawhala, desde los hombros hasta la cintura, estaba marcada de cintarazos. Algunos eran rojizos y tumefactos, otros, de un color azulado, y un par de ellos habían conseguido abrir la piel y trazaban heridas alargadas.

—A ese puerco le gusta… Bueno, no sé cómo contarte… —Las lágrimas asomaron a los ojos de Kawhala mientras cubría de nuevo su espalda. Zobeyda halló entonces la explicación a sus ojeras y a su gesto amargo.

—No debes contarme nada, amiga mía. —Zobeyda dejó la bolsita sobre la cama—. Has hecho un gran servicio al rey.

—Encontrarás a al-Asad en el alcázar, junto al gobernador Abúl-Hachach. —Kawhala tomó el saquete de monedas y lo sopesó—. ¿Vas a ver a Abú Amir?

—Dentro de un tiempo. Tal vez.

—Entonces dile que he cumplido su ruego. Pero que jamás vuelva a buscarme. Nunca le perdonaré lo que he tenido que pasar.

Zobeyda asintió. Quedó pensativa, fija en la mueca amarga y en los ojos enrojecidos por el sufrimiento de aquellas semanas. Sintió una náusea de repulsión al imaginar a al-Asad azotando a la tabernera para su placer. Depravado. Volvió a rebuscar entre sus ropajes y extrajo una segunda bolsita, del mismo tamaño que la anterior. Kawhala la miró con curiosidad.

—Sin embargo, yo sí tengo algo más que pedirte.

Un instante de silencio. La tabernera notó que el escozor de sus latigazos se avivaba en la espalda. Pero el peso de aquellos saquitos de dinero parecía aliviar el dolor. Sobre todo en aquellos duros tiempos. Kawhala vaciló. Alternó sus miradas de la bolsa a los ojos de Zobeyda. Suspiró y se sentó sobre el lecho.

—¿Y bien?

—Irás a ver una vez más, la última, a al-Asad. Al alcázar. Habla solamente con él. Dile que estoy aquí y que ya he escogido mi opción. Con eso será suficiente. Que se reúna conmigo mañana en el camino del norte, en la torre pequeña que hay pasado el arrabal de al-Yadida.

Día siguiente. Inmediaciones de Valencia

Solo los ojos de Marjanna asomaban al sol nublado. Apenas una rendija en el velo pardo que rodeaba sus facciones para ocultarlas al mundo. Conducía el carromato con torpeza, haciendo que la mula avanzara demasiado deprisa ahora y se retardara después. Detrás, entre los fardos con almojábanas, galletas y queso, Zobeyda y Adelagia rebotaban cada vez que las ruedas tropezaban con un guijarro o se hundían en un socavón. Ambas llevaban también los rostros ocultos.

Que tres mujeres hermosas viajaran solas por aquellos caminos, atestados de partidas de ladrones, habría supuesto poco menos que un suicidio. Pero Zobeyda y sus doncellas no estaban desamparadas. Junto al carro, conduciendo al paso a su caballo, el León de Guadix mostraba un gesto de satisfacción. Atrás quedaba Valencia, cuyas murallas se perdían en el horizonte. La senda discurría entre viñedos y huertas irrigadas por acequias, con los naranjos salpicando la llanura que se perdía hacia poniente en montañas azuladas. A levante, el mar picado dibujaba líneas de espuma antes de rendirse sobre la arena de la playa. Vencida su inicial aprensión, y cuando consiguió quitar de su mente los cintarazos que marcaban la espalda de Kawhala, Zobeyda decidió hablar.

—¿Cómo sabes que es el momento adecuado?

Al-Asad miró de reojo a la favorita, tan velada como sus doncellas. Lástima tener que ocultar aquellos tres bellos rostros. Pero ya habría tiempo de descubrirlos de nuevo. Para él. El de Guadix sonrió antes de contestar.

—El joven rey de Aragón volvió de sus territorios del otro lado de las montañas, y sus nobles le urgen ahora a arreglar todos sus asuntos aquí. Hace un mes, el embajador de tu querido Abú Amir consiguió por fin cerrar un acuerdo con los aragoneses. ¿Lo sabías?

Ella negó con la cabeza.

—He estado más pendiente de ti.

Al-Asad ensanchó su sonrisa por el agasajo de Zobeyda. Toda una reina a sus pies, pensó. ¿Y qué más daba que fuera por un sucio chantaje? Ah, cómo iba a disfrutar de ella. Cómo le iba a enseñar a considerarlo su señor, y no como hasta ahora.

—Pues bien, tu esposo tendrá que pagar veinticinco mil maravedíes para comprar la paz. Cinco mil de ellos ya deben de estar en las arcas aragonesas, si tu Abú Amir ha sido diligente. Alfonso de Aragón se ha comprometido a no atacar el Sharq en dos años.

Zobeyda apretó los dientes bajo el velo. Por suerte, al-Asad no podía ver el gesto de rabia de la favorita. Otra vez pagando parias a Aragón. Otra vez dejándose someter por el chantaje de aquellos cristianos carroñeros. Ahora, cuando más débil estaba el reino. ¿Era ese un buen negocio?

—Veinticinco mil… —repitió Marjanna mientras intentaba dar con el punto justo de las riendas.

—Por lo visto, la influencia del rey de Castilla ha sido decisiva para llegar al acuerdo. Tu rey, Zobeyda, debe de estar trabajando bien en Toledo. Supongo que lo habrá celebrado largamente. Con su concubina Tarub… Ah, perdona. Quizá no te agrade oír su nombre. —El guerrero rio por lo bajo.

—No me importa. Que haga lo que quiera.

Al-Asad miró de nuevo a su derecha, al carro, que avanzaba trabajosamente por entre las huertas. Al fondo, el mar se encrespaba aún más y las nubes oscurecían el horizonte.

—Has escogido bien, mi señora —dijo él—. Siempre por el bando ganador, como yo suelo hacer. Bien. Muy bien. Te prometo que no te arrepentirás. Tu esposo, pobre iluso, está acabado. Hasta el rey de León trata con los almohades. ¿Sabes por qué el conde Armengol de Urgel no volvió jamás al lado de Mardánish?

Zobeyda atravesó al León de Guadix con la mirada, pero sus ojos negros y rodeados de kohl eran una mancha oscura entre los paños que la ocultaban al mundo.

—¿Por qué?

—Fernando de León lo nombró su mayordomo real y lo convirtió en señor de una de sus villas. Alcántara. Y lo hizo solo para evitar que volviera a servir a tu esposo. Hábil jugada. Aunque yo creo que Armengol hizo un mal negocio. Por ganar gloria y honor, te perdió a ti. Yo jamás lo haría, como sabes. No te cambiaría por nada. Pero en fin, así estamos ahora. Con el Calvo muerto y el conde de Urgel fuera del Sharq, lo único que falta es atraer a Aragón, ¿no crees?

Atraer a Aragón. Atraerlo… ¿hacia dónde? ¿Hasta qué punto iba a llegar al-Asad? Zobeyda sintió un mareo repentino. El ruido del oleaje a su derecha trajo a su imaginación un remolino en medio del mar. Y a ella siendo arrastrada por el agua, dando vueltas y vueltas, vencida por una corriente imparable. Le esperaba la profundidad negra del océano. La nada. El olvido. Tenía que seguir con al-Asad. Llegar hasta donde él fuera. Porque allí estaría escrito el destino del Sharq al-Ándalus. Cogió la punta de su velo, tiró de él y lo desenrolló despacio. Captó con ello la atención del León de Guadix, que tiró de las riendas para acercar su caballo al carro. La favorita dejó su rostro al descubierto y dedicó al guerrero su sonrisa más seductora.

—Yo también te prometo que no te arrepentirás. Te prometo más: goces sin fin. Me tendrás a mí, y a ellas. —Señaló a Marjanna y a Adelagia con una mirada resuelta. A su lado, la italiana dio un respingo—. Tendrás todo cuanto desees. Pero deberás aguardar. Yo no soy una mujer fácil, al-Asad. No me entrego sin más, por mucho que conozcas mis secretos. Deberás mostrarme que mi elección ha sido acertada. Allí, en el norte. Si cumples tú, yo también lo haré.

Las aletas de la nariz del guerrero se dilataron para permitir que el aire salado y frío llenara sus pulmones. Su único ojo se abrió y las manos apretaron con fuerza las riendas. El león degustaba la presa antes de cazarla. Se regodeaba en el placer que sentiría al hacer suya a la mujer más inaccesible de su mundo. Zobeyda bint Hamusk, nada menos. Favorita del Sharq. Para él. Humillada ante su valor y su astucia. Y junto a ella, sus célebres doncellas. Las fauces de al-Asad se humedecieron y le embargó el impulso de apresurar la marcha. Quería llegar al norte ya. Cumplir, como ella demandaba. Y entonces la mujer más bella de al-Ándalus sería suya. De su mente se borraban momentos pasados. Lo que él consideraba el goce del guerrero quedaría atrás. Las adolescentes violadas en los saqueos. Las meretrices azotadas en los arrabales de Guadix o Jaén. O aquella tabernera de Valencia, dócil como una oveja. Zobeyda era un nuevo mundo que ahora se abría ante él. Y solo tenía que esperar.