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Capítulo 63

La maestra de Marrakech

DOS meses después. Jaén

Marjanna aplicó la mano sobre su litam para evitar que el viento lo separara de su rostro. Pegó la espalda a la pared de una casa encalada cuando un carruaje tirado por una mula pasó al ritmo de los rebotes de los cántaros que transportaba. Iba camino del zoco y llegaba tarde. Cientos de hombres y mujeres recorrían las estrechas callejuelas de la medina o se detenían a charlar en los cruces. Muchos regresaban a sus hogares cargados con las compras del día. Chiquillas lozanas caminaban sin recato con vasijas apoyadas en la cadera y recibían los requiebros de los jóvenes. Numerosos y sanos. Qué diferente parecía aquello de Murcia, donde la tristeza invadía las callejas del mismo modo que la guerra las había vaciado.

Marjanna continuó su camino sin dejar de lanzar miradas a su espalda en cada cruce. Era el momento en el que el sol se disponía a alcanzar su cenit y caldeaba aquellos primeros días de invierno. De repente, varios guardias armados con lanzas aparecieron por una esquina y subieron a toda prisa calle arriba. Algunos curiosos se asomaron a los portales de las tabernas y viviendas. El último soldado, que arrastraba los pies y jadeaba por el esfuerzo de la carrera, se detuvo junto a Marjanna y apoyó una mano en la pared. Se sostuvo sobre la lanza como si fuera un anciano y arrugó la nariz mientras recuperaba el resuello. La esclava se fijó en la envergadura de su abdomen y en sus rollizos mofletes.

—¿Qué ha pasado, buen hombre?

El guardia reparó entonces en la presencia de Marjanna. Abrió la boca en busca de aire y tosió un par de veces. Luego habló con voz entrecortada.

—Otro de esos fanáticos… acaba de entrar a degüello en el zoco y ha matado a algunas personas… —El soldado abandonó el apoyo en la pared y se puso la mano sobre el pecho, como si dudara de que su corazón siguiera latiendo—. Se ha atrincherado en un puesto y nadie puede sacarlo… Eso nos han dicho. Déjame ahora, mujer. Tengo trabajo.

El guardia reanudó la marcha y comenzó una segunda serie de toses antes de desaparecer por el recodo siguiente. Las alegres conversaciones que animaban la calle hacía apenas un momento se transformaron en cuchicheos. Los portales empezaron a vaciarse y los murmullos se llenaron de referencias a los almohades, al Tawhid y a los locos que cada vez atemorizaban más a los jienenses. Marjanna continuó su descenso hacia las murallas de la medina y se cruzó con otros dos destacamentos de guardias armados antes de salir de la ciudad. Lo hizo en compañía de una multitud de gente que parecía huir de Jaén. Era lo normal tras otro de aquellos crímenes sangrientos que cada poco se cometían en nombre del nobilísimo príncipe almohade o de la doctrina africana. Los fanáticos crecían en número y brío, y se atrevían a atacar a plena luz del día y en medio de la calle. Casi todos eran abatidos por la guardia, unos pocos resultaban capturados; estos últimos reconocían sin necesidad de tormento que eran enviados de Dios, mensajeros del Tawhid que exigían la sumisión de los buenos musulmanes a la doctrina almohade. Ya no había ciudad en el Sharq al-Ándalus que se librara de semejantes exaltados. De nada servían las órdenes de Hamusk, que obligaban a atormentar salvajemente a todo fanático apresado con vida en las ciudades de sus señoríos. Las torturas eran públicas, y su objeto era disuadir a otros locos. Pero los perturbados del credo africano aceptaban el martirio con una sonrisa en la boca, convencidos de que ganaban el paraíso prometido por el Único y las bendiciones del príncipe nobilísimo Yusuf. La población asistía aterrada a las ejecuciones y luego se dividía en dos grupos: los que corrían a encerrarse en sus hogares y preparaban la emigración, y los que decidían aprovechar lo que les quedara de prosperidad. Estos solían atestar las tabernas, requerir a las meretrices y trasnochar en los patios.

Marjanna anduvo junto a las murallas por la parte exterior de la ciudad. Tras los últimos asedios, varios en pocos años, los arrabales de extramuros estaban arruinados. Nadie se atrevía a seguir viviendo en los aledaños de Jaén. Lo que sí continuaba en pie, demasiado sagrado para todos, tibios o rígidos, eran los cementerios. Lugares de reposo. De añoranza. De llanto. Pero también de reunión furtiva de los amantes. Marjanna entró en uno de ellos y recorrió con la vista las filas de árboles que marcaban los senderos entre sepulcros. Luego caminó hacia la tapia que cerraba el camposanto por el lado opuesto. A cada trecho, sobre todo junto a las tumbas más recientes, se reunían grupos de personas que acudían a visitar a sus muertos. Viudas, huérfanos, hermanos entristecidos, madres desconsoladas. Al llegar a los enterramientos más antiguos, olvidados casi todos o desaparecidos ya los allegados que pudieran llorarlos, la vegetación se hacía más tupida. Los arbustos, cipreses y olivos creaban auténticos laberintos. Marjanna vio de reojo la sombra clara de unas sayas que asomaban tras un murete, y oyó los inconfundibles y apagados jadeos del amor furtivo. Siguió su camino y por fin, medio oculto por el tronco de un ciprés, la esclava descubrió al hombre con quien se había citado. Avanzó deprisa, con pasos cortos, y se acogió al resguardo de la vegetación.

El hombre sonrió son suficiencia bajo su mostacho negro. Era un tipo alto y de anchas espaldas, con la piel tostada por el sol de innumerables campañas. Al cinto llevaba colgadas espada y daga. Un veterano de guerra.

—Bienvenida, mujer.

—Bienhallado, noble señor.

El guerrero volvió a sonreír y retiró el velo del rostro de Marjanna. Ella bajó la vista con fingida inocencia. Se habían conocido de noche, a la salida de una de las tabernas que solían frecuentar los veteranos de las guerras contra los almohades. Muchas de las mujeres que esperaban en semejantes sitios eran prostitutas de baja estofa, pero aquel veterano había tenido suerte: una extranjera distinta, luminosa, refinada. De increíble belleza y busto de diosa. Ah, el descanso del guerrero. El hombre la abordó enseguida y consiguió en pocos instantes una cita en el cementerio. Él lo achacó a su porte viril y a su aspecto de soldado curtido en la batalla.

—Todavía no me explico qué hacías en la puerta de la taberna.

Marjanna siguió con la vista baja, sumisa. Un dedo tímido acarició el pecho del guerrero sobre sus ropas, tocándolo apenas.

—Mi señor, soy una mujer desvalida. Tengo miedo por todo lo que ocurre, y nada me haría sentir más feliz que disfrutar de la protección de un hombre fuerte y valiente.

El guerrero hinchó el torso con orgullo y posó las manos en los pomos de la espada y la daga.

—Pues has dado con la persona adecuada. Nada tienes que temer. Descuida. Ninguno de esos fanáticos te hará daño mientras estés conmigo.

—Ah, eres tan gallardo… —Marjanna retiró el dedo y se lo llevó a los labios. Por fin subió la mirada y el gesto inocente se convirtió en una sonrisa ingenua que, no obstante, insinuaba picardía. Aferró los brazos del hombre y apretó con suavidad, comprobando la dureza de sus músculos—. Y a mí me agrada tanto oír sobre la guerra. Es algo que… me excita.

El soldado titubeó mientas sus pupilas se dilataban. Miró por encima de su hombro un instante y comprobó que aquel rincón del cementerio estaba libre de intrusos. Bueno, siempre podía haber cerca uno de esos pervertidos a los que les gustaba mirar. Pues que se dispusiera para el disfrute, se dijo el guerrero.

—¿Quieres que te cuente cosas de la guerra?

Marjanna paseó la lengua por el labio superior mientras seguía recorriendo la musculatura del hombre.

—Háblame, sí. Dime: ¿estuviste en la gran batalla junto a Murcia?

El guerrero dio también rienda suelta a sus manos y las llevó al abultado busto de Marjanna. Cerró los ojos extasiado al comprobar el tamaño y la turgencia de los senos. Eso sí era material de primera, y no las meretrices mantecosas de costumbre.

—Claro que estuve, amor mío. Serví en la caballería del noble Hamusk.

La mujer puso sus manos sobre las del guerrero, invitándole a apretar con más fuerza.

—Oh, qué dichosa soy. Un valiente caballero andalusí… Si sigues diciendo cosas como esa, me convertiré en tu esclava. Dime qué deseas de mí, mi señor. Pídeme cuanto quieras… Pero sigue. Sigue hablando.

Zobeyda abrió la puerta de repente, y los dos hombres que bebían vino detuvieron las copas a medio camino entre la mesa y sus labios. Al-Asad observó con su único ojo a la favorita del rey Lobo y apretó los dientes en un gesto de depredador. Recordó la misiva clandestina de la umm walad Tarub, y durante un instante se puso en el lugar del conde de Urgel. ¿Cómo sería gozar de una beldad como Zobeyda? Frente a él, Hamusk enarcó las cejas. De pie en el otro extremo de la estancia, un solitario escanciador sostenía una jarra de vino con ambas manos.

—Hija mía, ¿qué te pasa?

—Padre, tenemos que hablar.

Zobeyda lo había dicho mientras lanzaba una ojeada significativa hacia el León de Guadix. Este hizo como si no se enterara y bebió por fin, pero su ojo no se apartó de las curvas que el vestido de la mujer no lograba disimular.

—Ya sabes que al-Asad es mi hombre de mayor confianza. Como si fuera mi propio hijo —añadió el señor de Jaén, y soltó una carcajada sonora, aunque corta—. De hecho podrías llamarlo hermano. ¿Verdad, mi fiel amigo?

Al-Asad asintió. Parecía evidente que no era ese el parentesco que le habría gustado tener con Zobeyda. Ella reflexionó unos instantes, consciente de la lasciva mirada del guerrero de Guadix pero más interesada ahora en lo que quería discutir con Hamusk. Finalmente hizo un gesto de aquiescencia.

—Bien, supongo que no tenéis secretos, así que… tu fiel León sabrá que llegaste a un acuerdo con los almohades durante la batalla de Fahs al-Yallab.

La copa salpicó el vino hacia fuera cuando Hamusk la dejó de golpe en la mesa. El señor de Jaén volvió la vista hacia el escanciador, y este palideció. Cruzó la sala, pasó al lado de Zobeyda y la abandonó allí junto a los dos hombres. El caudillo andalusí esperó hasta que la puerta se hubo cerrado para responder a su hija.

—¿Quién te ha dicho semejante estupidez?

—Eso es lo de menos —respondió ella sin ocultar la rabia y la decepción—. Además, no te preocupaste mucho de evitarte incómodos testigos. Mil quinientos jinetes, en total. Todos los que lograron sobrevivir, sin un rasguño, a la batalla en la que los almohades exterminaron a nuestro ejército. Mal, padre. Muy mal. No es tu estilo dejar tantos cabos sueltos.

Hamusk empujó hacia atrás su silla, que resbaló y cayó al suelo con estrépito. Se había levantado con insólita rapidez para un hombre de su edad y su grosor. Apoyó los puños cerrados sobre la mesa manchada de vino.

—¿Quién te ha contado esas mentiras? —Esta vez Hamusk masticó las palabras y las dijo despacio, arrastrando las sílabas. Al-Asad alternaba la vista entre el señor de Jaén y la mujer.

—Basta de disimulos, padre. Te lo ruego. Esta ciudad está llena de tus soldados. Vivos. Nada que ver con esa carta lacrimosa que enviaste a mi esposo. ¿Dónde están los cientos de plañideras que deberían llenar las calles? ¿Dónde, las viudas? ¿Y los pobres huérfanos hambrientos? Jaén rebosa. Las tabernas se enriquecen. Tus murallas están llenas de lanzas, mientras que las de Murcia son guardadas por niños con bozo en lugar de barba. Esta de aquí no parece una ciudad derrotada, padre. Y estoy segura de que en Guadix pasa otro tanto. —Miró apenas un instante a al-Asad—. Y en Úbeda, y en Baeza, y en Segura… Y aun así, te juro que me he negado a ver la verdad. No he querido reconocerla, porque hacerlo sería admitir que tú eres un… —Zobeyda se mordió los labios y sus ojos se tornaron brillantes, húmedos—. Pero no puedo negar por más tiempo lo evidente. Hay testimonios, padre. Tus soldados no saben mantener la boca cerrada. Ni sus familias. No me explico cómo esperabas que esto pasara desapercibido. ¿Por qué, padre? ¿Por qué has hecho esto a los seres que más te aman?

Hamusk escupió un gruñido y dio la espalda a su hija. Anduvo hasta el ventanuco horadado en una de las paredes del palacio y miró afuera. Hasta la sala llegaban, apagados, los sonidos de la medina en movimiento. Los anuncios de los vendedores que divulgaban las bondades de sus mercancías, las voces de las madres que llamaban a sus hijos, las discusiones en el cuerpo de guardia de la alcazaba, las risas sofocadas de las sirvientas, las órdenes a los esclavos. Fue al-Asad quien habló:

—Tal vez te gustaría que todos estuviésemos muertos.

Zobeyda lo miró con rabia y observó la expresión descarada del León de Guadix. El guerrero estaba tranquilo. Mucho más que Hamusk. Todavía sostenía la copa en la mano, y ahora bebió de ella, lentamente.

—Estar muertos sería más honorable que vivir como traidores, ¿no crees?

Un nuevo gruñido de Hamusk, pero el señor de Jaén siguió mirando por el ventanuco, incapaz de desdecir a su hija.

—No es traición. Se llama necesidad —corrigió al-Asad.

—No he venido aquí a escuchar tus sandeces. Parece que olvidas quién te perdonó la vida en Guadix. Y también quién te sacó ese ojo. Puerco.

Al-Asad no pareció ofenderse. Le encantaba aquella mujer. Hermosa, experimentada, desafiante… Retiró la copa de su boca, volvió a apretar los dientes y recobró su mueca lujuriosa.

—Sandeces son las que escuchas cada día en la corte de tu rey Lobo. No digo que tu padre no hiciera buen negocio casándote con él, no digo eso…

—Al-Asad… —gruñó una vez más Hamusk, aunque siguió de espaldas.

—No, mi señor. Permíteme continuar.

—Yo no te lo permito. —La voz de Zobeyda tembló y sus ojos despidieron un brillo peligroso. Metió la mano entre sus vestiduras y extrajo una daga de hoja larga y estrecha. Al-Asad, por fin, reaccionó y soltó la mandíbula inferior, entre sorprendido y divertido. El León de Guadix se levantó y abrió los brazos.

—Vamos, mi señora. No es necesario. No pretendo ofenderte, tan solo hacerte ver que lo más conveniente…

—He dicho que no te permito hablarme, asqueroso.

—¡Basta! —tronó Hamusk. Se había girado y tenía la vista puesta en su hija. Ella le devolvió la mirada—. ¡Esto es absurdo! ¡Al-Asad! ¡Vete!

El León de Guadix fue a replicar, pero lo pensó mejor e inclinó brevemente la cabeza. Lo hizo sin perder de vista la daga de Zobeyda. Luego rodeó a la mujer, alerta, despacio. Abrió y cerró la puerta en silencio. Padre e hija sostenían sus miradas. La de ella colérica, pero también triste. Las lágrimas brotaban al fin y arruinaban el cuidado maquillaje de la favorita del rey Lobo. Hamusk entornó los párpados. La voz de ella se quebraba por momentos.

—¿Cómo fuiste capaz, padre?

—Guarda eso, hija mía —pidió el señor de Jaén mientras apuntaba con un dedo a la daga. Zobeyda reparó entonces en que aún mantenía empuñada el arma, como si estuviera amenazando a Hamusk. Abrió la mano y el arma rebotó contra el suelo. Se tapó los ojos mientras el temblor de su cuerpo se hacía más palpable. El llanto estalló y la mujer se dejó caer de rodillas.

—Tantos muertos —balbució—. Tantas pobres mujeres llorando. Yo he recorrido los cementerios… Y las he consolado… ¿Quién me consolará a mí ahora?

Hamusk seguía allí, caviloso. Observaba a su hija, desesperada en el centro de la sala. Sola. Decepcionada. Temblorosa por el llanto. Se acercó y recogió la daga del suelo. La guardó y, con lentitud, fue hasta la mesa. Comprobó que aún quedaba vino en su copa. Lo bebió y se pasó el dorso de la mano por la barba. ¿Qué debía hacer ahora? Miró atrás, a su adorada hija. La más bella de al-Ándalus. A pesar de su amor de padre, la había entregado a Mardánish para asegurar sus alianzas, para emparentarse con el andalusí más poderoso de la Península, para afianzar su propia posición. Para él había sido un gran alivio que Zobeyda se enamorara perdidamente del rey Lobo. Le alegraba que ella fuera feliz. Eso fortalecía el matrimonio, además. Y él, Mardánish, acabó por convertirla en favorita. En la reina indiscutible del Sharq. El amor, a quien nadie había invitado a aquella fiesta, se presentó; y lo hizo para bien en aquel momento. Pero ahora era una desventaja. Hamusk dejó la copa vacía sobre la madera y asintió para sí. Zobeyda jamás abandonaría a Mardánish. Había hecho suya la vida del rey Lobo, sus anhelos, sus ambiciones y sus desvelos. Darse cuenta de ello arrancó un estremecimiento al señor de Jaén. No le cabía la menor duda: los días de Mardánish estaban contados. Y si Zobeyda continuaba a su lado…

Caminó hacia ella y le acarició la cabeza. Ella, todavía arrodillada, lo miró. La cara desdibujada por el kohl. Los ojos anegados. La barbilla temblorosa. Hamusk no pudo evitar conmoverse. Ella era su hija amada. Le ofreció las manos y Zobeyda las aceptó; se levantó y rodeó el cuello de su padre con los brazos. El señor de Jaén sintió un nudo en la garganta. Él, capaz de degollar sin miramientos, de ordenar el tormento más cruel, o de mandar cargar los almajaneques con los cuerpos torturados de sus enemigos. Él, que jamás dudó entre lo que le convenía y lo que no. Ajeno a las pasiones de los demás. Incluso a las suyas propias. Él, que nunca vaciló en mentir sin reparar en el daño que hacía a otros. Ahora decidió mentir para no dañar a su hija.

—No lo volveré a hacer. Te lo juro. No se trata de tu esposo, sino de ti. Tienes mi palabra de que no negociaré más con los almohades.

—Entonces… ¿es cierto? ¿Lo hiciste? Quiero oírlo de tus labios…

Así que pese a los claros indicios, ella se había negado a creerlo. Durante toda aquella escena había estado disfrazando una esperanza. Eso lo hacía todavía más amargo.

—Sí, lo hice —reconoció sin dejar de abrazar a Zobeyda. Sentía el temblor de ella, apretándose como cuando era niña y se lastimaba jugando, y corría a sus brazos, donde se sentía segura—. Llegué a un acuerdo con los almohades. Era lo único que podía hacer para salvar a mis hombres. De no haber sido así, todos yaceríamos muertos allí. Para nada. Aquella batalla estaba perdida desde el principio. No pude hacer otra cosa, hija mía.

—Pero él… Mi esposo —Hamusk notó que las uñas de ella se aferraban fuerte a su ropa— estuvo a punto de morir.

—De hecho debería estar muerto. Jamás pensé que sobreviviría a aquella matanza, y por eso no tomé las debidas precauciones. Sí, no me mires así. Eras tú quien me importaba. Nosotros. No tu esposo. Hemos de prevalecer, hija mía. No puedo consentir que te ocurra nada malo. No me lo perdonaría. Jamás. Lo hice por ti. Perdóname. Debes perdonarme. Soy tu padre. Y Mardánish solo es… un extraño.

Zobeyda se separó de Hamusk. Se restregó ambos ojos con los puños, y eso terminó de emborronarlos.

—Yo estaré a su lado, pase lo que pase —sentenció.

El señor de Jaén asintió. Casi no tuvo que esforzarse para concederle todo lo que quería oír. Ella no era ahora la mujer letal que dominaba las tramas de la corte, capaz de degollar a fanáticos rebeldes en pleno rezo del viernes. Ni la intrigante que maquinaba alianzas matrimoniales con los reyes cristianos. En verdad, Hamusk solo veía a la pequeña niña herida que lloraba en sus brazos. El señor de Jaén no renunciaría a sus planes. No lo haría, pues eso sería estúpido. Pero tampoco podía perder a su hija. Jamás se resignaría a sacrificar lo único que, aun sin saberlo, le recordaba que él era también capaz de dar vida a algo bello.

—Vuelve con él. Ve tranquila. Te he dado mi palabra. No le cuentes nada de esto. No es necesario, ¿comprendes? Eso me apartaría de él, y con ello tú deberías escoger bando. Yo le seré leal… Te seré leal a ti.

Invierno de 1167. Murcia

Zobeyda tardó muy poco en regresar a Murcia. Acompañada de Marjanna y Adelagia y escoltada por un pequeño destacamento, se presentó en el alcázar un jueves y ordenó que la anunciaran al rey.

Mardánish tardó cuatro días en recibirla, y no se dignó visitarla en su cámara ni la invitó a reunirse con él en el lecho. Las sirvientas del harén le explicaron que ahora él, el rey, visitaba con preferencia a Tarub, la umm walad, y que pasaba casi todo el resto del día encerrado en sus aposentos. Que dedicaba apenas media mañana a despachar con los visires los asuntos de gobierno, y luego se dejaba caer en una ensoñación que le mantenía atrapado hasta la llegada de la noche. Entonces, siempre borracho y tambaleante, acudía a acostarse con Tarub, y ocasionalmente con sus otras esposas Lama y Layla o con el resto de las concubinas. Pero Zobeyda no podía creer que aquella espera impuesta se debiera al descuido o a la embriaguez. ¿Era que el rey Lobo intentaba despreciarla? ¿Hacerle ver cuál era el lugar real que ocupaba en la corte?

Por fin, aquel lunes, Zobeyda pasó al maylís de banquetes, el lugar donde meses antes se despidiera de su esposo. Un par de visires y algunos sirvientes asistían a la recepción. Todos se inclinaron ante la favorita, aunque Zobeyda advirtió que luego intercambiaban misteriosas miradas de complicidad. Mardánish la observó cuando entraba, pero no hizo ademán de levantarse para recibirla. Ni siquiera parecía alegrarse. Ella caminó hasta los pies de la tarima, se arrodilló y apoyó ambas manos juntas en el suelo para prosternarse. Al hacerlo, de reojo, vislumbró algo extraño a su izquierda. Era el tapiz de Diana. Estaba recogido a un lado y atado con un cordel rojo. El hueco desde el que tantas veces observara las orgías y escuchara a los cortesanos estaba abierto. Impidiendo que nadie ajeno pudiera asistir a esa conversación. Por un momento le pasó por la cabeza la posibilidad de que ella misma hubiera sido espiada desde detrás de aquel adorno pagano. Aquello la desconcertó. Habló con vacilación. Titubeante.

—Soy feliz de poder regresar, mi amado esposo. Soy feliz… Y bien… Yo… Aquí me tienes, tras cumplir la misión que me encomendaste.

Mardánish alargó la mano hacia ella, pero la retuvo a medio movimiento. Era como si se obligara a contenerse, y Zobeyda lo notó. No supo si tomárselo bien o mal, pero ella continuó a pesar de todo con su doloroso cometido. Se puso en pie sin esperar licencia.

—Dejad todos la sala —ordenó Mardánish. Obedecieron en silencio, atropellándose los últimos sirvientes. Zobeyda clavó los ojos en los de él, pero el rey Lobo fingió no inmutarse.

—¿Me has echado de menos? —preguntó ella.

Mardánish hizo un gesto de desgana.

—Por supuesto. Aunque me las he arreglado para endulzar tu ausencia.

Zobeyda encajó la pulla y se tragó el dolor, pero supo que él mentía. Lo supo por su mirada, incapaz de fingir la apatía que el resto de su cuerpo se empeñaba en mostrar. Sin embargo, ella no pudo decidir si era peor una cosa o la otra. Para calmar un ápice su tristeza, la favorita levantó la barbilla:

—Pues bien, debes saber que mi padre, el señor de Jaén, te es totalmente leal. Te lo ha sido siempre. A pesar de no hallar prueba de lo contrario, me he empeñado durante meses en continuar con la búsqueda. Nada. Hamusk sigue siendo la espada del Sharq al-Ándalus. Tu servidor. Como yo. —Y se inclinó nuevamente, ahora de forma más acusada.

Mardánish no pareció sorprendido. Tamborileó con los dedos de la mano derecha sobre el brazo de su sitial.

—Qué fantásticas noticias. Aunque eso no explica que no encontráramos los cadáveres de sus hombres en el llano. Cientos de ellos. Ni sus caballos.

Los ojos de ella brillaron. Vaciló, aunque se esforzó en que él no lo notara.

—¿Dudas de mí, como dudaste de él?

Mardánish mantuvo el desafío silencioso. Intentó penetrar la negrura de la mirada de Zobeyda, pero un ramalazo de dolor le hizo sacudirse. Se agarró el costado derecho. Ella se alarmó y puso un pie sobre el escabel, pero el rey Lobo la detuvo con un gesto. La favorita apretó los labios hasta casi hacerlos desaparecer. Volvió atrás.

—Tu informe me place —dijo él entre dientes—. Puedes retirarte.

—Sí, esposo mío. ¿Tengo tu permiso para viajar a Valencia? Quisiera visitar a mis hijas.

El rey denegó la petición con un ademán despectivo.

—Es posible que vaya a Castilla. Cuando regrese, yo mismo te acompañaré a Valencia.

Ella se dio la vuelta y anduvo unos pasos, pero se detuvo en el centro de la sala de banquetes. Giró a medias el cuerpo.

—Me pediste que volviera. Me lo repetiste. Y dijiste que yo era el amor de tu vida. ¿Ha cambiado algo?

Mardánish suavizó la mueca de dolor y se soltó el costado. El achaque remitía. Inspiró antes de contestar a Zobeyda con el mismo tono en que habría dictado un decreto a sus visires.

—Nada ha cambiado entre nosotros. Ni mi amor ni tu sinceridad. ¿Me equivoco?

Ella asintió una sola vez e hizo un último esfuerzo por contener las lágrimas en la frontera de sus párpados. Luego se marchó, dispuesta a inundar de llanto las sábanas de su lecho. El rey Lobo suspiró al quedarse solo y su espalda se relajó sobre el respaldo del solio. Un sirviente asomó la cabeza desde la puerta.

—Mi señor, ¿hago pasar ya al consejero Abú Amir?

—Sí.

Mardánish se frotó el foco de aquellos dolores. Los accesos eran cada vez más frecuentes, y el pecho también le atormentaba, lo mismo que el brazo izquierdo; sobre todo los días de lluvia. Cada una de sus cicatrices parecía gritar, y todas juntas se unían en ocasiones en un coro de alaridos que no le permitía dormir. A veces se despertaba en plena noche retorciéndose de sufrimiento. Otras veces, mientras despachaba con sus visires y secretarios, los ataques le obligaban a maldecir y acababa por expulsar a todo el mundo de su presencia. Se irritaba, y recorría los pasillos del alcázar viendo cómo los sirvientes y funcionarios se escondían a su paso. Hasta en el lecho, mientras cumplía con su deber de esposo y amo, sufría los dolores de las viejas heridas, y también de las recientes. Había gente en Murcia que aseguraba que el Lobo aullaba a la luna en el alcázar. Que aullaba por el sufrimiento de su cuerpo y el de su alma.

Abú Amir se presentó con el gesto preocupado. Saludó a su rey con una inclinación y se acercó al escabel. Su vista experta detectó enseguida que Mardánish acababa de sufrir uno de sus achaques. El rey Lobo conservaba el rictus crispado y el tono amarillento, la boca levemente torcida y el ojo izquierdo medio cerrado. Poco a poco volvería a la normalidad. Hasta el siguiente ataque.

—Zobeyda acaba de retirarse —informó Mardánish—. Está en Murcia desde hace cuatro días, pero la he obligado a esperar antes de recibirla en audiencia. Lo he hecho porque te aguardaba, Abú Amir, y quería oír tu informe justo a continuación del de ella. Bueno, por eso y porque no está de más que paladee la indiferencia. ¿No crees?

En lugar de responder a la pregunta, Abú Amir empezó a contar lo que había averiguado.

—Esta misma mañana ha llegado de Jaén el último de mis agentes, y por fin he podido comparar todos los testimonios. Me habría gustado hacer esto por mí mismo, pero tú tenías razón: sería imposible pasar desapercibido en Jaén estando allí tu suegro, Zobeyda y sus doncellas.

—Ya. Supongo que el hecho de tener que espiar a tu aprendiza habrá pesado menos en la balanza de tus prioridades. ¿Habrías podido? ¿Espiar a tu alumna? ¿A tu reina? ¿A tu amiga?

Abú Amir soltó el aire por la nariz. Se sentía como un traidor hacia Zobeyda, aunque sabía que, hiciera lo que hiciese, su condición sería siempre considerada por unos u otros como desleal. Intentó recomponerse. Lo tenía todo pensado para hacer el menor daño posible a la favorita.

—Tu esposa ha indagado sin descanso durante estos meses. Mis agentes me informan de que ha recorrido Jaén por sí misma. Ha visto cómo la ciudad sigue gozando de un aceptable bienestar y de cierta abundancia. Sus doncellas Adelagia y Marjanna también se han movido, curioseando en aquellos lugares y entre esas personas a los que tu favorita, por su condición, no tenía acceso. Puedes estar seguro de la entrega de Zobeyda…

—Abú Amir —interrumpió Mardánish—, esto está muy bien. He oído el informe de mi esposa. Ella me ha asegurado que Hamusk me ha sido siempre leal. Que sus tropas, como las del resto de mi ejército, fueron masacradas el día de Fahs al-Yallab. Que nuestras dudas, nuestras sospechas, eran infundadas. Que puedo confiar en mi lugarteniente, el señor de Jaén.

El consejero recibió cada frase como un mazazo que derruía el edificio que estaba construyendo. Ahora debería decir la verdad y contradecir a su querida Zobeyda. O bien mentir y traicionar a su rey. Cruce de lealtades. El mismo al que Mardánish había obligado a someterse a la favorita del Sharq. Y el propio rey Lobo, tiempo atrás, había sido claro: Abú Amir no podía mentirse a sí mismo. No podía cerrar los ojos y jugarse la libertad como quien apuesta ante un tablero y echa los dados.

—No es cierto.

Por un momento, todos los sonidos que rodeaban la sala de banquetes se diluyeron en un silencio espeso. Dejó de oírse el lejano chapoteo de la fuente en el jardín, y el rumor de parloteo en el harén. Nada de ecos de pasos y charla en los corredores del alcázar, ni bulla traída por el viento desde el corazón de Murcia. Era como si el mundo se hubiera detenido. Mardánish olvidó el dolor sordo que poco a poco se desvanecía tras el último achaque. Otro dolor, mucho más agudo y despiadado, acababa de atravesarle el corazón. Abú Amir bajó la mirada. Le zumbaban los oídos, y un nudo en la garganta le oprimía y dificultaba su respiración. Se llevó una mano a la cara y se tapó los ojos. Estaba hecho. Cuando el rey habló, el consejero oyó, por primera vez en su vida, a alguien realmente derrotado. Ni siquiera tras la pérdida de Almería, el desastre de Granada o la derrota de Fahs al-Yallab, había percibido en el rey Lobo la certeza de haberlo perdido todo.

—Habla. Sigue contando, Abú Amir.

El consejero se retiró la mano de la cara y entonces se dio cuenta del detalle del tapiz de Diana. Miró a su rey. ¿Hasta qué punto había subestimado su desconfianza hacia todo el mundo, inadvertida entre las de Zobeyda y Hamusk? ¿O era quizá que ahora, perdido su empuje guerrero, desarrollaba otras destrezas y le aquejaban otras debilidades? ¿Dónde acababa la cautela y comenzaba la obsesión?

—Mientras tú te batías entre los ríos Segura y Guadalentín con la infantería almohade, tu suegro envió al norte a al-Asad con la caballería tagrí. Tus guerreros de la Marca. Se enfrentaron allí, entre las montañas, a los árabes sometidos al Tawhid. Y fueron masacrados. Solo el León de Guadix logró salvarse.

—Qué raro —ironizó Mardánish con voz turbada.

—Entonces tu suegro se entrevistó con el jefe del resto de la caballería árabe. El visir omnipotente Abú Hafs, hijastro del difunto califa Abd al-Mumín. Nadie sabe de qué hablaron. Solo los vieron desde lejos, ambos montados en sus caballos. Charlaron durante un rato, mientras desde el sur llegaba el ruido de la batalla. Los hombres de tu suegro estaban aterrados. Los árabes los superaban. En mucho.

Mardánish apretaba los brazos de su trono con furia. Los dedos se hincaban en la madera noble y enrojecían. Los nudillos tornaron al blanco. Habló con voz enronquecida por la derrota:

—Solo debía entretenerlos. Aguantar hasta que yo derribara la muralla almohade…

—Hamusk regresó a sus filas y ordenó a los hombres alejarse hacia poniente. Se fueron tranquilos, sin ser hostigados. Sin entrar en combate. Vieron cómo los árabes se quedaban allí. Seguros. Alejados de la lucha. Esperando el momento propicio para atacar.

El rey Lobo hizo chirriar el ébano al clavar en él sus uñas. Así había sido. Los malditos árabes llegaron en el momento justo, cuando el ejército del Sharq estaba a punto de batir a los almohades. Pero fueron ellos los batidos.

—Traición —musitó en voz tan baja que Abú Amir casi no lo oyó—. Traición. Lo sabía. Lo sabía.

—Mi señor, Hamusk ha roto su costumbre de algarear en los territorios almohades. Seguramente suponía que Abú Hafs volvería al ataque para rematar su victoria en Fahs al-Yallab. Tú también lo habrías hecho. Hasta yo. Era lo lógico. Ahora mismo, un ejército la mitad de grande que el que te derrotó sería capaz de terminar su obra y acabar con nosotros. Eso además explica que el señor de Jaén haya sido tan poco cuidadoso con los detalles. Nada le importaba que tú descubrieras su traición. Era cuestión de tiempo. Claro que, sometido ya todo al-Ándalus a los almohades, él dejaría de ser un traidor para ser considerado un héroe.

»Sin embargo, tengo otras noticias: en las montañas africanas, cerca de Ceuta, los distintos clanes de la tribu gumara se han rebelado contra los almohades. Son muchos hombres, y por lo visto están bien organizados. Todos los prebostes del imperio han viajado allí a aplastar la insurrección. Abú Hafs, Utmán, el gran jeque Umar Intí… Los informes dicen que el propio Yusuf acudirá a acaudillar sus tropas. Por lo visto se lo han tomado como algo de máxima prioridad. El dominio de al-Ándalus queda suspendido. Hasta más ver. Adiós a las supuestas esperanzas de Hamusk. Ahora él está en una posición delicada.

—Bien. Al menos, no todo ha salido como el traidor de mi suegro deseaba. Buen trabajo, Abú Amir.

El médico suspiró. Se sintió culpable por notar el alivio. Alivio por soltar aquello que le oprimía el alma. Y con ello delataba a Hamusk y a Zobeyda, que ahora encubría a su padre. Zobeyda. Ella le dolía mucho más. Por eso también necesitaba disculparla. Intentar convertir su traición en algo comprensible. Perdonable.

—En cuanto a tu favorita… Hamusk la utiliza, mi rey. La usa para evitar tu… justa ira. La pobre no puede hacer otra cosa. Decirte la verdad la habría obligado a elegir. En lugar de eso, te miente con la esperanza de que todo se arregle.

—¿La estás disculpando, Abú Amir?

El consejero tragó saliva antes de seguir forzando su argumento.

—Tú la obligaste a ir a Jaén. La pusiste en disposición de traicionar el amor a su padre o el amor a ti. Ella intenta conservar ambos. Es más de lo que podías esperar después de lo que hiciste.

Mardánish separó las manos del trono, las elevó y golpeó con fuerza la madera. Se hizo daño, pero apenas lo notó un instante. Se levantó, y Abú Amir dio dos pasos hacia atrás.

—¡Yo espero lealtad! ¡La exijo! ¡Soy yo quien os dio este mundo de placer y felicidad! ¿Recuerdas? ¿Crees que es fácil para mí enviar a miles de hombres a la muerte? ¿Crees que mis heridas no duelen? ¡Todos debemos sacrificarnos! ¡Tú también! ¡Y Zobeyda! —Descendió de la tarima y quedó a la misma altura que Abú Amir. Este retrocedió otros dos pasos. El rey Lobo, con la tez enrojecida, bajó el volumen de su voz—. Qué pocos reproches me hacías cuando te embriagabas a placer en las tabernas o te acostabas con las mujeres más bellas. Qué hermosa era la vida. Qué felices, todos. ¿Piensas que eso no cuesta nada? ¿Qué puedes mantener limpias tus manos? Las reservas para acariciar los pechos de las muchachas o escribir tus versos, ¿eh?

—Solo intento vivir mi vida sin hacer daño a los demás. No creas que…

—Eso no puede ser, Abú Amir, despierta. —El consejero chocó con la mesa de banquetes, y Mardánish siguió avanzando hasta colocarse a unas pulgadas de él—. La vida nos obliga a veces a escoger. ¿Desconocías esa enseñanza? ¿O tu filosofía solo vale para cuando todo es vino, gozo y aroma a jazmín? ¿No ves que nuestros enemigos nos rodean? Ellos quieren derramar tu vino, prohibir tu gozo y aplastar tu jazmín. Yo te he oído advertírselo a los ulemas en las puertas de la aljama. Justificar así que nos opusiéramos a los almohades y fuésemos amigos de los cristianos. Pero por lo visto toda tu pasión andalusí sirve para que sean otros quienes vistan loriga y empuñen espada. Y que ellos se batan por la libertad. Por tu libertad. Y esos adalides a quienes desconoces no beben ya vino, ni gozan del amor, ni huelen a jazmín. Huelen a cadáver, Abú Amir, y destilan podredumbre de la que se alimentan los gusanos. Es el sacrificio que exige la libertad. El sacrificio que exigí a Zobeyda no es nada…, ¡nada!, comparado con las heridas que me atormentan. El que te exijo a ti tampoco es nada. ¡Nada!, comparado con el de miles de valientes que se pudren bajo tierra. ¡Mi buen amigo Álvar! ¡Mi arráez Óbayd! ¡Guillem Despujol!

—Basta, por favor, mi señor. Te lo ruego.

Mardánish respiraba entrecortadamente. Arrugó el gesto y volvió a agarrarse el costado derecho con la misma mano. Incluso se inclinó un poco hacia ese lado. Dio la vuelta y caminó con desgana hasta subir a la tarima y dejarse caer en el trono. Habló con tono de hastío, como si hubiera rebasado la cantidad de decepción que podía soportar.

—Pedro de Azagra me reclama en Toledo. Me pide que vaya allí y conozca al joven rey Alfonso. Asegura que las cosas se están arreglando en Castilla, y que pronto podrán ayudarnos. Sobre todo para detener a los aragoneses. En cada carta que manda, Hilal me cuenta de una cabalgada de esos buitres. Algarean sin tapujos por la Marca y no contamos con suficientes hombres para hacerles frente. El momento es bueno, si es que es verdad eso de la rebelión en África. Voy a ir a Toledo.

Abú Amir, incapaz de sacudirse la impresión de las palabras de su rey, asintió con timidez.

—Si lo deseas, iré contigo…

—No. Pese a todo… Pese a tus vacilaciones, sé que eres mi mejor baza. Sobre todo con Zobeyda. Ella no debe saber que yo conozco la verdad. ¿Está claro?

—Sí, mi señor.

—Te quedarás aquí y la vigilarás, pues ella tampoco vendrá conmigo a Toledo. Me llevaré a Tarub.

—Sí, mi señor —repitió Abú Amir—. Aunque eso enojará a tu favorita.

—Es posible que deje de ser mi favorita. Pero prefiero que ella esté aquí, a mi alcance y bajo tu mirada. Eso me permitirá controlar mejor a Hamusk. Su enojo la seguirá poniendo a prueba.

—Sí, mi señor. Comprendo.

—Claro que comprendes. Me informarás de cualquier cosa, Abú Amir. Si Zobeyda y su padre se escriben, quiero saber qué dicen sus cartas. Si ella se ve con alguien en privado, te enterarás de lo que tratan. Usa a su doncella italiana, cuyo lecho frecuentas, o hazlo como te plazca. Sobre todo no consientas que se manden tropas a Hamusk, como él quería. Sin amenaza almohade, ya no son necesarias; y yo puedo necesitarlas aquí. Tienes pleno poder, como siempre. Úsalo. Y úsalo bien.

Finales de 1167. Marrakech

Utmán caminaba por los pasillos del Dar al-Majzén. Vestía aderezo de guerra y hacía resonar la loriga por los largos corredores de austera decoración. Sus ojos ni siquiera se entretenían en observar los tapices con suras o invocaciones a Dios. Añoraba la belleza de los palacios andalusíes. Las filigranas de sus aposentos granadinos. Y los malagueños. Incluso aquellos más impíos. Echaba también de menos la alegría de los andalusíes, a la que poco a poco se había ido acostumbrando. El bullicio en los zocos, la animación en las calles, la belleza de las mujeres que no se resignaban a ocultarse tras velos y celosías. Una sensación de euforia le embargaba, e inundaba sus recuerdos de aquellas imágenes tan impropias de un sayyid almohade. Y sabía por qué era. Allí, a pocas estancias, se hallaba Hafsa. Su gran amor.

Al doblar una esquina se cruzó con un anciano de digna presencia. Manto sobre la cabeza y los hombros, larga barba blanca que colgaba sobre el pecho. El hombre lo reconoció de inmediato y se apresuró a poner rodilla en tierra. Cogió la mano de Utmán y posó los labios sobre ella.

—Mi señor, doy gracias a Dios, alabado sea. Qué honor tenerte entre nosotros.

—Ibn Tufayl —saludó el sayyid. Notó el beso del anciano y sintió algo parecido al desprecio. Aquel andalusí era quien le había presentado a Abú Yafar. Y también a Hafsa. Pero eran otros tiempos. Utmán era apenas un niño, y su mente estaba demasiado confundida. Ahora, cuando recordaba a Abú Yafar, saboreaba la gran punzada de la culpa de haber ejecutado a un hombre fiel a sus principios. De algún modo, lo mismo que Hafsa. Y ese Ibn Tufayl, a pesar de ser andalusí, los había escogido a ellos, los almohades. «Nosotros», acababa de decir el viejo. «Nosotros.» Qué extraño. Él, Utmán, se veía ajeno a ese «nosotros». Como si Ibn Tufayl y el sayyid hubieran cambiado sus fidelidades. Era curioso. El andalusí convertido en africano, y el africano convertido en…

—Te hacía en las montañas, aplastando a los gumaras. —Ibn Tufayl se incorporó con esfuerzo.

—Allí he estado estos últimos meses, pero Abú Hafs me ha enviado aquí para escoltar al príncipe nobilísimo hasta la batalla. Partiré de vuelta en breve.

Ibn Tufayl cerró un puño y lo alzó en gesto de triunfo.

—Bien. Ahora sabrán esos traidores que no se juega con la lealtad a Dios, el Único. Toda su furia caerá sobre ellos.

Utmán reanudó su camino. Se despidió con una sonrisa forzada del viejo Ibn Tufayl y lo dejó atrás, mientras el anciano hablaba todavía de la justicia divina que Yusuf llevaría hasta los rebeldes gumaras. Su voz, llena de alabanzas a Dios y de maldiciones a los infieles, se perdió pronto en los corredores del palacio califal. El sayyid llegó por fin a su meta. Varios guardias negros marcaban el aposento con su presencia intimidante. Uno de ellos, plantado ante la puerta, se retiró al ver venir a Utmán. Todos se inclinaron en presencia del hermano del príncipe nobilísimo.

Al abrir la puerta, el sayyid vio a los niños. Casi una decena de ellos. Estaban sentados en cojines, y tenían ante ellos tablillas de madera sobre las que escribían con cálamos de caña y tinta de lana quemada. En una sola fila, todos menos uno. El primogénito de Yusuf, Yaqub, gozaba de un lugar privilegiado, adelantado a los demás. Se trataba de un crío de siete años algo rechoncho y con la cabeza más grande de lo normal. Su pelo abundante y rizado y sus ojos oscuros enmarcaban la tez casi negra y la nariz aguileña. Un auténtico descendiente de Abd al-Mumín, desde luego. Yusuf lo había engendrado en una esclava del Garb, concubina de cabellos rubios, por supuesto. El regalo de uno de esos reyezuelos andalusíes sumisos. Si nada se torcía, ese niño iba a dominar algún día todos los territorios almohades, un imperio que quizá se extendiese por todo al-Ándalus y tuviera bajo su obediencia a los viejos reinos cristianos, reconvertidos al fin a la verdadera fe. ¿Quién sabía lo que deparaba el destino? Tal vez el niño, en el futuro, llegara a tomar como concubina a la reina de Castilla. O a la de Aragón.

Los críos volvieron los rostros hacia la puerta. Los más pequeños, de no más de tres o cuatro años, ignoraron enseguida al sayyid. Los demás observaron con curiosidad los familiares rasgos de Utmán. Delante de todos ellos, una cortina corrida escondía a la maestra que les enseñaba los fundamentos de las letras. No podían ver el rostro de la mujer. Ni ellos ni nadie, según la ley.

—Soy vuestro tío Utmán y necesito hablar con la maestra. La clase ha acabado.

Los niños hicieron lo que cualquier otro crío, fuera del credo que fuese. Se levantaron contentos y corrieron, pasando junto al sayyid y sorprendiendo a los Ábid al-Majzén que montaban guardia fuera. Los silenciosos pasillos del palacio califal se llenaron de risas y pasos rápidos que se apagaron poco a poco. Solo Yaqub permaneció sentado un instante más que sus hermanos; como si fuera él quien decidiera acabar la clase, y no aquel extraño vestido de guerrero. Por fin se levantó despacio y miró a los ojos a su tío. Utmán supo en ese instante que quizás el niño había heredado los rasgos oscuros de Yusuf, pero no se parecía en nada a él en temperamento. Yaqub anduvo lentamente, con la barbilla erguida, y abandonó la estancia sin mirar atrás. Esperó a que dos de los guardias del Majzén lo flanquearan y se perdió por el corredor.

Utmán esquivó las tablillas con garabatos y los cálamos tirados en el suelo. Paró junto al cojín que Yaqub acababa de desocupar y observó la cortina. Tras ella se adivinaba una silueta. Un estremecimiento sacudió todo el cuerpo del sayyid.

—¿Hafsa?

—Sí, mi señor Utmán. Alabanzas al Único por tu presencia.

Al oír esa voz, el sayyid sintió quebrarse todas sus certezas, por pocas que fueran. Incluso aunque el tono de Hafsa hubiera sido indiferente, frío como la nieve del Yábal Shulayr. Luchó por contener el impulso de descorrer la cortina. Ya no estaba en aquel palacio granadino, ni en las puertas de Málaga. Su antigua prohibición de que nadie pudiera ver el rostro de la poetisa se tornaba ahora irónicamente amarga. Qué lejos quedaba todo, y con qué presteza volvía para reírse de él. En su cara.

—¿Estás bien aquí?

La mujer tardó en contestar, como si buscara las palabras adecuadas. Pero Hafsa no requería tiempo para eso y Utmán lo sabía. Por lo tanto, achacó la demora a la sorpresa. Era eso o el desprecio.

—Tu hermano, al que Dios guarde siempre, me proporciona hogar y seguridad. ¿Podría estar mejor?

Utmán se apretujó las manos. Había algo que le desazonaba, aunque casi no se atrevía a pensar en ello.

—Yusuf… ¿Él te…? ¿Ha hecho de ti su…?

—Hace tiempo que no veo al príncipe nobilísimo, mi señor. Es el visir omnipotente Abú Hafs quien trata conmigo. Y siempre se porta bien. Además, dicen que el príncipe nobilísimo… ha cambiado.

Por un momento, el tono de Hafsa, neutro, desprovisto de pasión, se había tornado humano. Como si en realidad le extrañara que Yusuf no hubiera aprovechado la ocasión.

—Claro. Ahora es un hombre preocupado por la ciencia y por las artes. Por eso se ha rodeado de todos esos tipos… Esos filósofos. Y por eso vive aquí, pensando en los astros y en los libros. —Utmán se dio cuenta, solo durante un instante, de que hablaba con Hafsa como habría hablado con ella si hubiera sido lo que siempre había deseado: una esposa que lo escuchara atenta y enamorada, quizás en la oscuridad del aposento conyugal. Ignoró que la herida de su corazón se abría de par en par y siguió hablando; fingió disfrutar de esa ficción. Imaginó que, tras la cortina, ella sonreía, contenta de tenerlo consigo tras la campaña militar. Soñó que estaban en otro lugar. Tal vez en una munya a orillas del Genil o del Guadalquivir. Solos. Alejados de imperios y de guerras. Habló y habló. De la rebelión en las serranías. De la dureza de las campañas. De cómo Córdoba recuperaba su esplendor, y de Granada, que florecía y veía crecer sus arrabales. Cuando se puso a contarle que había mandado construir una puerta nueva en Málaga, calló de repente. Málaga. Al pie de cuyas murallas él mismo mandara crucificar a Abú Yafar. Un hijo de Yusuf pasó corriendo ante la puerta, y a su risa infantil siguieron los pasos firmes de uno de los guardias negros en su persecución.

—¿Por qué has venido? —preguntó por fin Hafsa, en voz baja y amortiguada por la cortina. Utmán terminó de regresar a la realidad. Ah. Por qué había ido. ¿Por qué? Quizá porque jamás había perdido la esperanza. Esa misma esperanza que lo desnudaba poco a poco de su costra almohade y lo revestía de una nueva piel. Una piel andalusí. Granadina. De noches llenas de vino, poesía y danza. Todo lo que añoraba era en realidad lo que jamás había logrado poseer. Lo que nunca poseería. ¿Esperanza? Qué iluso. La crucificó a las puertas de Málaga.

—No sé por qué he venido. Tal vez porque eres la única. Tú. No Dios.

Nuevo silencio. Ya no se oían risas apagadas. Quizá los Ábid al-Majzén habían logrado dar caza a los hijos de Yusuf, y el palacio regresaba a la habitual quietud.

—Eso es una blasfemia —observó Hafsa.

Utmán sonrió con desgana. No era una blasfemia. No para él, que había visto desmoronarse sus creencias bajo el peso de una pasión mucho más fuerte que la que despertaba un Dios al que no veía. Un Dios que le obligaba a masacrar ejércitos enemigos y a crucificar a súbditos infieles. Un Dios que retenía a su gran amor tras una cortina para ocultar su rostro, y que hacía pender sobre ella una espada. Un Dios que lo tenía atado, impelido a cumplir los mandatos de Abú Hafs so pena de ver muerta a aquella mujer. Tarde comprendía Utmán hasta qué punto su corazón se había vuelto andalusí; cuánto más sería capaz de blasfemar y arrastrarse por Hafsa. Ahora cobraban sentido para él aquellos versos despreciados en el pasado:

La ley de los amantes es única:

cuando tú amas, humíllate.

—Marcho de nuevo a las montañas, junto a mi encumbrado hermano Yusuf —explicó, aunque no sabía muy bien por qué seguía hablando a aquella sombra tras la cortina como si a ella realmente le interesara su vida—. Aplastaremos a los rebeldes gumaras. Supongo que sus cadáveres crucificados marcarán el camino hasta aquí. O quizá sean decapitados públicamente para escarmiento de otras tribus. Sus cabezas engalanarán entonces las puertas de Marrakech, y se unirán a los miles de cráneos descarnados que adornan desde hace decenios nuestras murallas. Y cuando todo eso acabe, volveré a al-Ándalus y terminaremos el trabajo que fuimos a hacer allí. Acabaremos con la resistencia…

—Como acabaste con Abú Yafar.

—No. No es lo mismo. Aunque no rehúyo mi culpa. Pero entonces yo estaba ciego. O casi, porque la única luz que veía eras tú. Demasiado brillo en la oscuridad. Tanto que me deslumbró y no supe lo que hacía. Ahora sí sé lo que hago, y a veces me repugna. Pero no puedo evitarlo.

—Mientes. Siempre puedes evitarlo.

Utmán miró al suelo, a los cojines desordenados y a los pergaminos garabateados por los hijos de Yusuf. No se lo diría. No le descubriría que ella era la baza de Abú Hafs. El gran visir que manejaba los hilos del imperio. El que hacía y deshacía mientras el príncipe nobilísimo polemizaba con sus filósofos, ulemas y científicos en interminables y tediosas reuniones en la seguridad del Dar al-Majzén. ¿Cómo podría ella seguir viviendo si lo supiera? Tal vez algún día, en el futuro, Yusuf y su apocamiento triunfaran, y Abú Hafs y sus sueños sangrientos quedaran en nada. Entonces Utmán volvería a Marrakech y reclamaría a Hafsa. Y juntos volverían a Granada. Y serían felices. El sayyid empezó a hablar, cautivado por su propia fantasía.

—Quizá con el tiempo…

—Con el tiempo —atajó ella con voz hastiada— te odiaré, mi señor. Más aún que ahora, pues el canto del muecín cada atardecer me recuerda que mandaste crucificar a mi amor cuando el sol se ponía sobre Málaga. Hace casi cinco años de eso. Entonces me alejé de al-Ándalus huyendo de ti, oh, gran sayyid almohade, elegido por el Único, hacedor de su voluntad. Porque aborrezco tu sola presencia. Oír tu voz me sume en el sufrimiento. Saber que estás aquí, al otro lado de esta cortina, me asquea. Ahora, si es cierto que algún día sentiste algo por mí, te ruego que no vuelvas a visitarme. Vive tu vida, pero que tu vida transcurra lejos de mí. Y que sea una vida larga. Larguísima, sí; eso ruego a Dios, alabado sea. Y que cada día que vivas seas consciente del dolor que has sembrado en el mundo. Y del desprecio que te guardo. Para siempre.

Utmán retrocedió, aplastando con sus pisadas los cojines de los niños. Los anillos de la loriga tintinearon mientras su corazón acusaba el golpe. Casi notó cómo se le quebraba y los pedazos salpicaban de sangre el suelo del palacio califal. Quiso odiarla. Con todo su ser. Pero se dio cuenta de que no podía. ¿O acaso no merecía él todo el veneno que ahora escapaba de la boca de Hafsa? Sí, claro que lo merecía. Merecía pagar con el dolor de su corazón y con la desesperación. Porque él siempre la amaría. Siempre, hasta su muerte. Y seguiría deseando su bien, y por ello, a pesar de todo, se sometería al mandato de Abú Hafs. Por ella. Y también cumpliría el ruego de su amada. Todo por complacerla, aunque le costase la locura.

—No volverás a verme. Jamás —aseguró con la voz rota.