Cruce de lealtades
INVIERNO de 1166
El maylís de banquetes del alcázar murciano estaba en silencio. Ya no se oían laúdes ni panderetas, ni los cantos pícaros de las esclavas. Nada de risas ni entrechocar de copas, ni gemidos alargados, ni gritos de alegría.
Zobeyda se miraba los pies descalzos y decorados con henna. Estaba en pie, con la espalda pegada a una de las paredes del salón. A su lado, con la cabeza alta y la vista perdida en las estrellas de ocho puntas que decoraban el techo, se hallaba Hilal, el heredero. El tercer ocupante del maylís era el propio rey, apartado de su favorita y del príncipe. Aislado en su trono, elevado sobre una tarima e iluminado por un solitario rayo de sol invernal. Examinaba un documento sobre cuyas líneas hundía la cabeza. Su rostro estaba enflaquecido, y las marcas de la frustración se habían instalado en él y le restaban la apostura de los años pasados. Bajo las comisuras de los labios, la barba rubia mostraba hebras blancas que también invadían las sienes de Mardánish. La piel del lobo negro pendía lánguida y arrugada del respaldo del sitial.
Pedro de Azagra carraspeó al entrar en la estancia. El rey lo observó durante un largo instante y le invitó a acercarse con un ademán. El navarro recorrió la estancia y miró de reojo a Zobeyda al pasar. Hilal seguía con la vista fija en el celaje artificial del salón.
—Pedro, amigo mío. —La voz de Mardánish sonó débil. Nada que ver con el tono seguro de los tiempos afortunados—. Te esperábamos hace un rato.
Azagra inclinó la cabeza.
—Perdóname. Quería ultimar ciertos detalles antes de mi marcha y me han entretenido tus visires.
El rey Lobo asintió, satisfecho por la disculpa. Luego miró con severidad a Zobeyda, pero ella no se dio cuenta. Fue Hilal quien avisó con un codazo a su madre. La favorita se volvió hacia el hijo y después hacia el esposo. Comprendió enseguida y se movió para colocarse junto a Pedro de Azagra.
—Esperaba esta carta hace tiempo. —Mardánish levantó el documento que había estado leyendo para mostrarlo al cristiano y a Zobeyda—. Tanto tiempo, que ya pensaba que jamás llegaría. Es una misiva de mi suegro, Hamusk.
Zobeyda cerró los ojos y sus labios se transformaron en una fina línea carmesí. Los músculos de la mandíbula de Hilal, que todavía estaba a un lado del salón, se tensaron bajo su piel. Fue Azagra quien, ante el incómodo silencio y la actitud de espera del rey, se decidió a hablar:
—Celebro que el señor de Jaén se haya decidido a escribir. Supongo que esa carta nos desvelará algunos enigmas.
Mardánish miró a su amigo cristiano sin ocultar la expresión de burla. Luego, sin más, carraspeó y leyó en voz alta.
—«En el nombre de Dios, el clemente. Sus bendiciones caigan sobre ti, mi querido yerno, mi fiel amigo y señor.
»Me dirijo a ti desde la aflicción y el dolor por todo lo perdido. Tanto es mi sufrimiento, que no ha sido hasta ahora cuando mis manos han dejado de temblar y han sido capaces de sujetar el cálamo. Cuán caprichoso es el destino.»
—Mi abuelo no debe de tener escribanos a su servicio —interrumpió Hilal. Mardánish sonrió sin separar la vista de la carta. Fue una sonrisa fiera que remarcó los ángulos de su cara maltratada. Continuó leyendo:
—«Hora es de relatarte qué males nos sucedieron, unos tras otros, en la aciaga jornada que ninguno de nosotros será capaz de olvidar. Te ruego que comprendas, no obstante, que nada de lo que ocurrió fue culpa mía, pues puse todo mi ímpetu y mi industria, y arriesgué incluso mi vida, para llevar a buen fin tus dictados, a los que me mantuve siempre leal.
»Sabe ya pues, oh, yerno mío, que dirigí tus escuadrones con fe y confianza en Dios, y que alejé a los malditos árabes de la batalla que se libraba entre los dos ríos. No sabes cuántos buenos amigos cayeron ante mí y bajo los dardos de esos salvajes, y cuántas veces yo mismo tuve que hurtar mi cuerpo a los venablos que nos lanzaban los enemigos.»
—Me lo imagino —se metió otra vez Hilal, que no apartaba la vista del techo—. Mi abuelo saltaba de un lado a otro, esquivaba las jabalinas o las apartaba a barrigazos.
Esta vez, la fiera sonrisa de Mardánish se transformó en una carcajada que exageró hasta atronar la sala. Azagra sintió un escalofrío al verse incapaz de calcular cuánto odio anidaba en el corazón de su amigo. Zobeyda lanzó una mirada de reprensión a su hijo, pero Hilal siguió con su apariencia ajena, paseando la vista por los adornos que los cubrían y tamizaban la luz del sol.
—«La jornada se acercaba a su fin, y los pocos supervivientes que aún nos batíamos bajo tus estandartes tocábamos la gloria con los dedos, cuando los jinetes árabes consiguieron separar a tus jinetes de la Marca. Estos, ávidos de sangre enemiga, no fueron capaces por más tiempo de contener su ansia y persiguieron al enemigo hacia los montes de Ricote. Mi buen al-Asad, que comandaba los escuadrones tagríes, no pudo retenerlos por más que se desgañitó, que bien parecía que se le iba a saltar el ojo sano. No volvimos a ver a tus guerreros de la Marca, aunque no será preciso investigar cuál fue su destino, pues los árabes los superaban por muchas lanzas.»
Hilal, por fin, mostraba curiosidad por el relato de su abuelo. Entornó los ojos y anduvo a pasos cortos. El rey Lobo se dio cuenta y detuvo un instante la lectura.
—Eso parece encajar con lo que después encontramos —dijo el joven.
Zobeyda, que deseaba con todo su ser anclarse a la esperanza de que su padre no hubiera faltado a la lealtad debida a Mardánish, se estrujó ambas manos.
—Te refieres a los cadáveres hallados en la sierra de Ricote, ¿no?
Hilal asintió.
—Los cadáveres de mis tagríes, sí —confirmó Mardánish—. Desfigurados a lanzazos. Mutilados. Acribillados. Allí hallaron su fin, por lo visto a manos de esos árabes que lograron separarlos del resto de la caballería y arrastrarlos hasta los montes…
—Hamusk comandaba el resto de tu caballería andalusí —apuntó Azagra—. ¿Qué ocurrió después?
—«En cuanto a mí —retomó la lectura el rey Lobo—, privado de gran parte de mis fuerzas, resistí hasta la extenuación en el afán de mantener alejada a la caballería árabe de tus bravos. Tal como me ordenaste, yerno. Pero los enemigos eran tan numerosos como las arenas del desierto, y mis hombres estaban derrengados. Rendidos por las jornadas de marchas forzadas a las que tú, en tu inteligencia sin par, nos sometiste en los días anteriores. Cómo se batieron, oh, mi señor. Con qué coraje recibían en su carne el hierro de esos fanáticos ululantes. Con qué gran dignidad daban su vida por ti. Cientos de fieles guerreros murieron allí, ante mis ojos. Lágrimas de dolor y de tristeza, yerno mío, manchan ahora esta carta cuando recuerdo la hazaña de esos héroes.
»Fue mi fiel al-Asad quien, contra mi voluntad, me arrastró fuera del sangriento combate cuando todo estaba perdido. Quise resistirme y dar allí mi vida, tal como hacían mis hombres, que eran los tuyos. Maldije a los almohades, mostré mi pecho a los venablos del enemigo y exigí la muerte. Sí, mi amado pariente. Quería morir. Tan desesperado estaba al ver que todos nuestros esfuerzos se veían superados por las hordas africanas.
»Cabalgamos por entre los riscos y aprovechamos las tinieblas que se disponían a cernirse sobre tus tierras. Para cubrir mi retirada, el último resto de tu indómita caballería, apenas unas decenas de hombres malheridos y desfallecidos, se aprestaron al sacrificio y erigieron una muralla humana ante los inmundos árabes. Salvada la vida, no soporté mucho tiempo la vergonzosa fuga y tuve que postrarme y orar a Dios para rogarle que mi esfuerzo hubiera sido suficiente. Que tú hubieras conseguido batir a los almohades entre los dos ríos y Murcia estuviera, al fin, a salvo. Que la sangre vertida en tu honor hubiera servido para alcanzar la victoria. Qué gran pena me embargó, yerno mío, cuando mucho después supe que no. Que mis esfuerzos no se vieron recompensados, pues no conseguiste quebrar a tiempo la barrera almohade.»
La carta crujió cuando Mardánish tensó los dedos sobre ella. Su cara se transformó con un rictus de cólera. Poco a poco, como si fuera el cuello de su suegro lo que apretaba en lugar de un papel. Zobeyda se estremeció e, instintivamente, dio un paso lateral para acercarse a Pedro de Azagra. Hilal escupió una maldición en voz baja.
—Así es —rezongó el rey— que los miles de muertos que se pudrieron en Fahs al-Yallab mientras los puercos almohades sitiaban mi capital fueron los culpables, por su indolencia, de que los esfuerzos de mi suegro no se vieran recompensados.
Azagra resopló.
—Mi señor —se atrevió por fin a hablar Zobeyda—, la masacre alcanzó a tus fuerzas y a las que dirigía mi padre. Más te diré, y disculpa mi atrevimiento: tal como el buen Pedro de Azagra y nuestro hijo Hilal me refirieron, tus tropas y las de los almohades estaban más igualadas en el llano que las de mi padre con los árabes al norte… —La favorita inclinó ligeramente el tronco y cruzó los brazos sobre su pecho—. Castiga mi impertinencia, esposo mío, pero qué lógico sería compartir la tristeza, y no buscar culpables…
—¿Acaso no ves que es él, tu padre, quien insinúa que la derrota fue culpa mía? Y todo ello a pesar de «sus esfuerzos»… —Mardánish remarcó, entre la furia y la ironía, las últimas palabras.
—Lo sé, lo veo —reconoció la favorita—. Ya conoces a mi padre. La vanidad es su principal defecto. Pero la suerte estaba echada, y ni él por su lado ni tú por el tuyo habríais podido evitar el desastre. ¿No es eso lo que está diciendo en su carta después de todo? —Zobeyda se volvió a Hilal para reclamar ayuda. El muchacho, en un gesto significativo, caminó despacio hacia el trono de su padre y apoyó una mano en el respaldo. Ella volvió a mirar al suelo.
—Madre, como ha dicho el rey, los cadáveres de los bravos guerreros andalusíes y cristianos que lucharon bajo su mando se pudrieron durante días. Hasta aquí mismo estuvo el viento trayendo el hedor de la carne corrupta, y tardamos mucho, mucho tiempo en enterrarlos cuando los almohades abandonaron nuestras tierras.
—Razón de más para apiadarnos del corazón desgarrado de los que hemos quedado con vida —adujo Zobeyda, aún con la voz y la vista bajas—. Tantas viudas y huérfanos, tantos… Aquí, pero también en las tierras de tu abuelo…
—¿Es que no lo entiendes? —Hilal se separó del trono y se aproximó de frente a su madre, agarró sus manos con delicadeza, apartándolas del pecho, y buscó sus ojos hasta que consiguió que ella levantara la vista del suelo—. En los montes de Ricote, cientos de tagríes muertos esperaron con sus carnes pudriéndose al sol hasta que pudimos darles sepultura. En el llano de Fahs al-Yallab, los buitres se atiborraron con la carne de nuestros amigos y aliados… ¿Dónde están los caídos de tu padre? ¿Por qué no hemos hallado cadáveres al norte del llano, donde con tanto denuedo se batió mi abuelo?
Zobeyda torció el gesto, incapaz de comprender, en su tristeza, lo que le indicaba su hijo. Poco a poco, los negros ojos se abrieron a la verdad de aquellas insinuaciones. Negó despacio, moviendo la cabeza a los lados.
—No… No puede ser. Eso sería… Sería…
—Traición, madre. —Hilal soltó las manos de Zobeyda y volvió atrás, al pie del trono de Mardánish—. Sería traición.
—Fue traición —remató el rey Lobo.
—Pero hay cosas que no encajan —intervino al fin Pedro de Azagra, que sufría por el dolor que adivinaba en el corazón de Zobeyda—. Conozco a Hamusk desde hace tiempo y sé que no es corto de entendederas. Todo lo admitiría yo menos que el señor de Jaén es un necio. Si de veras hubiera pretendido traicionarnos, no habría cometido el burdo error de dejar el campo de batalla limpio de sus muertos, como afirma Hilal.
Todos guardaron unos instantes de silencio. La mirada de Zobeyda estaba fija en su esposo. Gesto suplicante, el torso aún humillado. El rey se pasó la mano por las canas que adornaban su barba.
—Yo tengo cada vez menos dudas —siseó Mardánish—. Pero tú, esposa mía, estás segura de tu padre. Bien, nos devanamos los sesos por un asunto de fácil solución. No hay más que comprobarlo. Aquellos que murieron en combate no pueden estar vivos. Del mismo modo que miles de familias lloran a sus difuntos al norte de Lorca y llenan de dolor todo el Sharq al-Ándalus, así debe de sufrir ahora mismo Jaén. Y Úbeda, Baeza, Guadix, Segura… La caballería andalusí que comandaba mi suegro era la suya. Sus hombres. Sus fieles. A los que él mismo salvó del exterminio en Granada. Los que le seguirían en el camino de la gloria, y también en el de la traición. Así pues, o bien son traidores, o bien están muertos.
—¿Qué dispones? —preguntó Hilal.
—Dispongo conceder el beneficio de la duda a Hamusk —contestó el rey Lobo mientras observaba con ojos entornados a su favorita—. Dispongo posponer mi sentencia hasta que tú, mi amada esposa, compruebes por ti misma qué clase de persona es tu padre.
Zobeyda arrugó la nariz.
—¿Por mí misma?
El rey Lobo volvió a posar los ojos en el escrito de Hamusk.
—«Tiempo es ya, yerno mío, de que procuremos nuestra salvación. Los jeques y sayyides almohades han regresado a África, donde sin duda celebrarán con albricias su victoria. Allí, según informan mis agentes, preparan la expedición definitiva, la que los llevará a aplastar la última resistencia de al-Ándalus para poder dirigirse hacia esos ingratos aliados nuestros, los cristianos. Sus banderas y su gran tambor avanzarán de nuevo desde el sur, y lo primero que arrasarán será mis tierras. Estoy en la vanguardia de tus fuerzas, mi señor. Soy tu escudo y tu espada. Y te juro por la fe que te debo que te seré fiel, y que antes moriré bañándome en sangre almohade que entregar mis posesiones.
»Pero mi ánimo no ha sido nunca aguardar el envite enemigo, sino atacar yo antes, pues es bien sabido que quien golpea primero golpea dos veces. Mientras nuestros enemigos se rehacen y reúnen su nuevo ejército en África, el cristiano portugués Sempavor se ha dirigido contra las haciendas almohades en el Garb y les ha conquistado Cáceres. Dame la oportunidad de emularle y envíame a cuanto guerrero quede dispuesto para la lucha. Acecharé como halcón y descubriré dónde picar para hacerles más daño. Que sean ellos quienes sufran nuestras acometidas. Si no lo hacemos así, ten por seguro que el mismo Yusuf será quien se plante a las puertas de Murcia y Valencia, y esta vez vendrá preparado. Dispuesto no a arrasar tus huertas, sino a derribar tus murallas, incendiar tus casas y aniquilar a tus súbditos. Envíame todo lo que tengas, yerno mío. Manda a los mercenarios cristianos que aún permanezcan contigo. Recluta si es preciso nuevas levas, tal como yo hago ya en mis tierras. De tu decisión y presteza depende nuestro futuro.»
Mardánish separó la vista de las letras. Arrugó la carta con saña y apretó los dientes al mismo tiempo que sus manos trituraban el papel xativí. Arrojó la bola a un lado y miró a Zobeyda con fijeza. Se dirigió a Azagra, aunque sus ojos no se apartaban de la favorita.
—¿Qué crédito concedes a mi suegro, amigo Pedro?
El navarro carraspeó incómodo.
—Me reservo la opinión hasta que, como tú mismo has dispuesto, se compruebe si la matanza de andalusíes al norte de la batalla tuvo lugar. Es más propio del cazador seguir el rastro de la presa que fiar a la suerte su captura.
—Pero necesitaré a alguien de confianza para seguir ese rastro —repuso el rey—. Un buen cazador. Uno cuya fidelidad esté fuera de toda duda.
—Con gusto me ocuparía de ello, amigo mío. —Azagra se adelantó un paso—. Y si tú me lo pides, sin reparos lo cumpliré. Pero era mi intención, como bien sabes, viajar a Castilla y entrevistarme allí con el joven rey Alfonso, así como con los barones del reino. Debo convencerlos de que esta es la puerta que hay que guardar. Debo hacerles ver, de una vez por todas, que el verdadero enemigo se dispone a rematarnos aquí, en el Sharq al-Ándalus.
Mardánish no apartaba la vista de Zobeyda, y ella la sostenía con una mezcla de incertidumbre y desafío.
—Sufriré tu ausencia, amigo Pedro —reconoció el rey—. Más aún cuando me recordará la del conde de Urgel, quien también dijo marchar a por ayuda y jamás volvió.
La mención del cristiano Armengol se clavó como un virote de ballesta en el ánimo de Zobeyda, pero su estupor duró apenas un instante. Mardánish inclinó la cabeza a un lado y, por un largo momento, la favorita creyó que él lo sabía. Conocía el engaño. El adulterio. ¿La traición? La voz recia de Pedro de Azagra se impuso a las dudas de uno y otra.
—Por nuestra amistad y por la lealtad que te he jurado, tanto ante el vino como ante la sangre. Por la fe que te debo y por la que debo a la dama Zobeyda. Si marcho a Castilla, es para procurar la salvación de tu reino. Nada puedo hacer aquí, pero es mucho lo que soy capaz de conseguir allí. Llevaré en persona tu petición a Alfonso para que guarnezca Almería y también para que te envíe mercenarios cristianos. Le instaré a que negocie con León, con Navarra y con Aragón. El viejo emperador lo sabía, y tú también: solo la unión de todos podrá acabar con la amenaza almohade. ¿Qué he de hacer para contar con tu total confianza?
Mardánish estiró la mano izquierda, abierta, hacia Azagra.
—Nada, amigo Pedro. Mi confianza es total para contigo. Así como la tenía para con el buen Álvar. Marcha en buena hora a Castilla y regresa si puedes.
El navarro se interpuso entre las miradas de Mardánish y Zobeyda, apoyó una rodilla en el suelo y cogió la mano de la favorita. Ella salió de su aturdimiento y dirigió una sonrisa vacilante al cristiano.
—Suerte, amigo Pedro. Te llevas nuestros corazones y nuestra esperanza.
Azagra besó la mano de Zobeyda y se demoró, estirando el contacto de sus labios y la piel trazada de henna de la favorita. Se alzó con un suspiro, se dio la vuelta y encaró al rey Lobo.
—Vuelve, Pedro de Azagra. Vuelve.
Mardánish apoyó ambas manos en los reposabrazos del trono para levantarse, descendió de la tarima con dificultad y se abrazó al cristiano al tiempo que palmeaba su espalda.
—Volveré. Lo juro.
El navarro apretó la mano de Hilal antes de abandonar la sala con paso firme. Su marcha los sumió a todos en algo parecido al desamparo. Ninguno pudo evitar el temor de que jamás volvieran a ver a Pedro de Azagra. Fue el heredero quien rompió el nuevo momento de desesperanza.
—Tal vez ordenas, padre, que sea yo quien descubra las verdaderas intenciones de mi abuelo.
El rey, que no regresaba al trono, posó una mano sobre el hombro de su hijo.
—Has demostrado tu valía en el combate, pero todavía te falta mucho por aprender de la vileza humana. Para ti tengo una misión más noble, Hilal: viajarás al norte, y llevarás contigo parte de las guarniciones de Alcira, Játiva, Valencia y Murbíter. Dirígete a la Marca y asegura Albarracín. Luego vigila la frontera. Atento a los movimientos de Aragón. Ahora que mis tagríes se pudren en sus tumbas, no me extrañaría que nuestros vecinos aprovecharan, tal como siempre han hecho, para rapiñar los despojos del Sharq al-Ándalus.
Hilal hizo una rápida inclinación de cabeza. Se volvió, besó a su madre en la frente y marchó tras los pasos de Azagra. El sentimiento de abandono creció en Zobeyda, que ahora estaba sola ante su esposo. Las miradas de ambos se cruzaron, y a ella le pareció percibir la inmensa fatiga del rey Lobo. Un agotamiento que transcendía al corporal. ¿Cansancio de la vida?
—¿A quién enviarás pues, esposo mío, para acreditar la franqueza de mi padre?
—A alguien a quien el señor de Jaén no pueda mandar a los montes de Ricote para ser masacrado por los enemigos. A alguien a quien Hamusk no sea capaz de engañar. A alguien a quien tampoco le importe descubrir por sí mismo la verdad, a pesar de todo. A alguien capaz de arriesgarlo todo por el Sharq al-Ándalus. He mandado a mi baluarte cristiano a poniente y a mi querido heredero al norte. Ahora envío al amor de mi vida al sur.
Zobeyda cerró los ojos e inspiró despacio. Su esposo sabía que el sur le inspiraba terror, y aun así la acercaba a las garras de Iblís.
—Era mi intención viajar a Valencia. Zayda y Safiyya están allí…
—Zayda y Safiyya están a salvo en Valencia. No temas por ellas.
La favorita asintió, aunque la misma fatiga que parecía haber atrapado al rey Lobo se apoderaba ahora de ella.
—Viajaré al sur, amado mío. Lo haré por ti, y demostraré que mi padre te es leal.
—Hazlo, y enviaré a Hamusk todo lo que me queda.
Se adelantó y la agarró con suavidad por los hombros. Zobeyda irguió la barbilla, dispuesta a entregar los labios a su esposo, pero él se limitó a besar su frente, tal como acababa de hacer Hilal.
—Vuelve, Zobeyda. Vuelve.
Ella aguantó la lágrima que pugnaba por escapar. No contestó. Solo se volvió y anduvo con ligereza, dejando volar tras de sí las telas estriadas de su ropaje. Por tercera vez, el rey Lobo acusó el golpe de la soledad extrema, acompañada por el despiadado zarpazo de la duda. Aquello, se dijo, era tanto apresurar su seguridad como tal vez acelerar su perdición. Trepó a la tarima y se dejó caer en el trono. Sus huesos crujieron al hacerlo, y los músculos, cruzados de tajos y estocadas, gritaron en su interior. Se removió hasta hallar una pose medianamente cómoda y sus ojos se posaron con descuido en un rayo de sol que dibujaba una estrella de ocho puntas sobre el mármol del suelo.
—Puedes salir, Abú Amir.
El tapiz de Diana se movió al instante, creando un hueco oscuro entre los motivos coloridos y la pared del salón. El consejero se restregó los ojos, acostumbrados a la negrura del pasadizo que tantas veces había usado Zobeyda para espiar las confidencias de la corte. Caminó inseguro y se colocó ante Mardánish.
—¿De quién debía ocultarme?
—¿Lo has oído todo?
—Sí…, pero no entiendo. Azagra, Hilal…, Zobeyda. No tengo secretos para ellos. Ni creo que ellos los tengan para…
—No tengo dudas acerca de Pedro de Azagra. Sé que hará todo lo posible por ayudarnos desde Castilla. De todas formas, poco es lo que puede hacer aquí. En cuanto a Hilal, me demostró su lealtad en el lugar donde no caben las mentiras: el campo del honor.
Abú Amir, cuya vista ya se había habituado a la tenue claridad invernal del maylís, asintió despacio.
—Zobeyda, entonces.
—Es la hija de Hamusk.
—Es tu esposa. Más que eso. Es tu amor. Capaz de todo por ti. Yo vi a esa mujer entrar a degüello en la aljama de Valencia. Renunciaría a su vida. Renunciaría a… —Abú Amir se obligó a cerrar la boca. No podía explicarle que Zobeyda era incluso capaz de abandonarse a la lujuria de un conde cristiano para sostener el Sharq al-Ándalus.
—Extraño momento. En un extraño mundo —reconoció Mardánish, ajeno a la repentina vacilación de su consejero—. Cruce de lealtades. ¿A quién será más fiel Zobeyda? ¿A mí, con quien comparte el lecho? ¿A su padre, que le dio su sangre y toda su sibilina inteligencia? ¿Al Sharq al-Ándalus? ¿Qué hay de ti, Abú Amir?
—¿Yo?
—Tú la conoces desde antes de entrar a mi servicio. Fuiste su preceptor y su confidente. Tú has tenido siempre acceso a su corazón. Lo sé. Y siempre lo he aceptado.
—Mi señor, debes dejar de dudar. No te hace bien. Lo noto. Mi lealtad a Zobeyda está fuera de toda duda. Y la de ella para contigo también. Comprendo tu incertidumbre acerca de Hamusk, pero usar a su hija, a tu mujer…
Mardánish golpeó con la mano derecha abierta en la madera del trono. Abú Amir silenció sus palabras, aunque detectó que el arranque del rey Lobo se debía más a sus propios conflictos, los que causaban la tormenta en su interior y asomaban por los ojos de pupilas dilatadas y venas marcadas. Los que le causaban esas ojeras inmensas y hacían palidecer su piel.
—Yo sé que Zobeyda jamás me lo ha contado todo. Lo sé, Abú Amir. Y sin embargo hay cosas que la intimidad del lecho proporciona, aparte de placer y amor. Zobeyda siempre ha estado… obsesionada con su destino. Con el destino de su sangre. Recuerda la absurda dependencia que tuvo con esa vieja bruja, Maricasca. Y las maniobras humillantes con las cortes cristianas para emparejar a nuestra Zayda. Tú mismo has expresado siempre tu descontento con todo eso. Sí, yo también recuerdo el degüello en la aljama de Valencia. Algo que ella decidió mientras yo me hallaba lejos. Sabes que, de haber estado a su lado, no se lo habría permitido. Zobeyda no es de las que se resignan a obedecer. Ella decide. Lo sabes, Abú Amir. Lo sabes. Incluso mejor que yo.
El consejero se frotó el cabello y luego se restregó los ojos.
—¿Qué debo hacer?
—Tú no harás nada. Ella te conoce, y Hamusk también. Pero cuentas con agentes que trabajarán bien para ti. Acepta cuanto pidan y dóblalo. Que sigan a mi favorita. Que la vigilen. Mientras ella se asegura de la fidelidad de Hamusk, tus hombres se asegurarán de la fidelidad de Zobeyda.
Abú Amir dejó caer los hombros.
—Sea. Aunque queda el pequeño detalle de… mi fidelidad. Hamusk puede mentir. Zobeyda puede mentir. Y yo. ¿No es eso?
El rey Lobo sonrió por fin. Durante un corto instante, los males que lo atormentaban dieron paso a un rescoldo de la antigua confianza. Fue un brillo apenas. Un recuerdo de tiempos mejores.
—Hamusk prevalecerá a los almohades —dijo, y su tono en verdad parecía haberse serenado—. Zobeyda… Zobeyda también prevalecerá. Pero tú, Abú Amir, no. Tú no vivirás en un Sharq sometido. No renunciarás a tu libertad. Puedes mentirme a mí, sí. Puedes mentir a todos, incluida Zobeyda. Pero ¿te mentirás a ti mismo?
Otoño de 1166. Marca Superior
La pequeña aldea de al-Hawáratt se hallaba peligrosamente cerca de la frontera. Tanto, que casi todos sus pobladores habían emigrado hacia el sur. Ahora, apenas un par de docenas de familias se apretujaban en unas cuantas casas cuyas únicas empalizadas eran las vallas de madera que servían para retener al ganado.
Hilal llevaba todo el verano viajando por lo más alejado de la Marca, recorriendo las villas más próximas a los dominios del joven rey de Aragón. En lo apretado del calor estival, le habían llegado noticias de algaradas cristianas. Cortas. Tímidas. Aisladas. Pero allí estaban. A veces, Hilal, acompañado por un destacamento de jinetes valencianos, llegaba a una aldea y los pastores se quejaban del robo de ganado por parte de los aragoneses. Incluso se habían registrado un par de muertes y media docena de muchachas cautivas. Con la entrada del otoño, los ataques disminuyeron, y justo cuando Hilal se disponía a regresar a Albarracín, en una mañana nublada y fresca, divisó en la lejanía una columna de humo gruesa y blanquecina. Levantó la albergada que habían montado en la cima de un suave cerro y ordenó a su destacamento avanzar hacia el lugar.
Al-Hawáratt reunía a los labriegos y pastores que disfrutaban de una tierra fértil y arbolada a orillas del río, plagada de campos de olivos y frutales; pero ahora casi todos huían, acarreaban hatos y tiraban de las manos de unos pocos críos mocosos y lloriqueantes. Hilal se cruzó con ellos al llegar desde el sur, y un pastor le señaló, sin dejar de correr, la columna de humo que se alzaba en la distancia.
—¡En la casa rumí, mi señor! ¡Los cristianos!
Hilal picó espuelas y sus hombres le siguieron. Se apartaron de la senda y jalaron de las riendas a la izquierda para vadear el río al que los andalusíes llamaban Matraniyya y los aragoneses conocían por Matarraña. El agua cubrió a los animales hasta los corvejones, y las columnas de espuma salpicaron los juncales y mojaron a los jinetes. Hilal dio un grito ordenando a sus hombres que se dispersaran, y todos empuñaron los arcos al tiempo que guiaban a sus caballos por la ribera.
La casa rumí era una antigua construcción, aunque todavía seguía en pie. Quizá los aldeanos tuvieran razón al llamarla así y se tratara de un resto de los antiguos romanos. Sus piedras centenarias, algunas de ellas caídas, rodeaban el lugar, ahora transformado en refugio de pastores. Dos carruajes ardían al otro lado, y el humo, blanco y espeso, se deslizaba hacia las ruinas empujado por el viento, se colaba por la puerta, acariciaba las columnas latinas y las rodeaba para ascender después al cielo lleno de nubarrones; un rebaño de ovejas, apenas cincuenta cabezas, se alejaba hacia el norte. Varios jinetes intentaban conducir al ganado para que no se desperdigara, asustados como estaban los animales por el reciente incendio. Entonces los algareadores vieron a la caballería andalusí y se avisaron unos a otros a gritos. Hilal reconoció en la distancia la lengua romance, pero algo llamó su atención y dejó de escuchar a los cristianos. En el suelo, con una inmensa mancha de sangre sobre el pecho, un pastor yacía muerto, extendidos brazos y piernas y la cabeza ladeada. En su boca abierta y también sangrante se dibujaba el rictus del terror. Hilal observó la honda aferrada aún en su mano derecha: el hombre había intentado defenderse a pedradas, pero de poco le había servido.
Las primeras flechas volaban ya desde los arcos andalusíes, pero los cristianos dejaron al ganado para galopar a toda velocidad. Hilal se dio cuenta de que no podrían seguirlos, pues ellos cargaban con los fardos repletos de mantas que los abrigaban en las acampadas nocturnas, y con las provisiones y utensilios que transportaban. Levantó la mano con el arco en horizontal, y los valencianos detuvieron su andanada. Eran todos muchachos jóvenes. Algunos incluso más que Hilal. Eso era lo único que había podido rapiñar a su tío Abúl-Hachach de la mermada guarnición de Valencia.
Los jinetes cristianos continuaron con su cabalgada, pero no daban por perdido el ganado: uno de ellos se detuvo e hizo caracolear a su montura. A continuación pararon los demás.
—Puede que vuelvan y tengamos diversión —escupió uno de los andalusíes. Un par de ellos acompañaron la bravata con sendos comentarios valentones.
Hilal negó sin hablar. Los cristianos apenas llegaban a la media docena, mientras que él mandaba un destacamento de veinte hombres. Uno de los enemigos descolgó un olifante de su montura y sopló. El cuerno emitió un quejido agudo y largo que recorrió los campos y la frondosa ribera.
—No están solos —adivinó el heredero del Sharq—. Atentos.
Las fanfarronadas cesaron. Los jóvenes andalusíes forzaron la vista hacia el horizonte, salpicado de verde y de suaves ondulaciones pardas. No tuvieron que esperar mucho. Varios trazos oscuros se destacaron en una de las arboledas y se fueron acercando. Más jinetes. Un par de pendones en lo alto de lanzas. Los valencianos tragaron saliva.
—¿Cuántos son? —preguntó uno.
—Diez… Quince…
—Yo diría que nos igualan.
—¿Qué hacemos, mi señor?
Hilal seguía en silencio. Observaba. Los dos de los estandartes se adelantaron. Rebasaban ya a los ladrones de ganado. Detuvieron a sus caballos todavía a buena distancia. Más atrás, los demás jinetes aguardaban.
—No creo que nos ataquen —dijo por fin el hijo del rey Lobo—. Esos dos… Diría que son caballeros. El resto deben de ser sirvientes. No esperaban encontrarnos aquí y no vienen preparados. No es lo mismo matar a un pastor que enfrentarse a un guerrero bien armado.
Se oyó más de un suspiro de alivio. Hilal pensó que si los cristianos supieran que ante ellos había no mucho más que un grupo de jóvenes bisoños, tal vez se arriesgarían al choque.
—¿Atacamos? —braveó uno de los valencianos.
Hilal gruñó entre dientes. Demasiado lejos. Incluso demasiado arriesgado. Si llegaban a entrar en combate y mataban a dos caballeros cristianos, ¿cómo respondería el rey de Aragón? Miró atrás, a sus hombres. Muchachos de tez pálida por el miedo y por el frío de la mañana otoñal. Dispuestos para la lucha, sí, pero ¿valía la pena arriesgar los últimos rescoldos del Sharq al-Ándalus en una escaramuza por ganado? Entonces, la mancha roja en medio del prado llamó de nuevo la atención de Hilal. El pastor muerto. ¿Debía resignarse?
—Basta de medias tintas —decidió—. Quedaos aquí. Me acercaré a parlamentar.
—Pero, mi señor…
—Si me sucede algo, atacad. Matadlos a todos si podéis. Y luego volved para avisar a nuestra gente en Albarracín.
Hilal espoleó a su caballo para avanzar al paso. Guardó el arco y comprobó que el escudo estaba bien sujeto a su espalda. Se aseguró de que su trenza rubia fuera visible cayendo desde su yelmo normando con cortinilla de malla. Luego extendió ambos brazos a los lados conforme se acercaba a los cristianos. Tras él, los jóvenes valencianos guardaban silencio. Sentían el corazón bombear con fuerza y se disponían para cualquier cosa.
Los caballeros del norte hablaron entre sí. Uno de ellos gritó algo a sus compañeros, que esperaban detrás después de su frustrado robo de reses. Al acortar la distancia, Hilal confirmó sus sospechas. Simples algareros, rapiñadores de frontera. Ladrones de ganado, secuestradores de doncellas, tratantes de esclavos. Gentuza. Armados con ballestas y rudas espadas de un solo filo. Diferentes eran los dos caballeros más adelantados. Con lorigas, escudos coloridos y lanzas con pendón enarbolado. Hilal detuvo a su caballo y esperó con los brazos aún tendidos a ambos flancos, pero presto a desenfundar la espada si era necesario. Uno de los caballeros avanzó un poco y paró. Tanteando. Un poco más. Hilal sonrió. Desconfiados cristianos.
—¡Puedes acercarte! —gritó el muchacho en romance—. ¡Te garantizo tregua mientras hablamos!
El cristiano vaciló. Pareció sorprendido más por el descaro de Hilal que por su soltura con la lengua cristiana que usaban navarros y aragoneses. Venció su aprensión y adelantó varios pasos la montura. Era un hombre entrado en edad. Su barba entrecana colgaba sobre el almófar ceñido al cuello, y las arrugas de la cara creaban sombras profundas que endurecían su gesto. Hilal se fijó en el escudo rojo cruzado por una barra dorada que se quebraba en ángulo. Los mismos colores que se adivinaban en el pendón enrollado en la punta de su lanza. Luego miró de nuevo al rostro del cristiano. Le pareció ver algo familiar. Habría jurado que conocía a aquel caballero.
—¿Quién eres? —preguntó este con autoridad.
—¿Quién eres tú, que violas la frontera, entras en tierras ajenas y matas a pobres pastores?
El cristiano ladeó la cabeza y apretó los talones contra los costados del caballo. Ahora ambos guerreros quedaron muy cerca, frente a frente. El más viejo se fijó en el rostro juvenil del musulmán, en sus ojos claros y en la barba rubia, en la trenza que asomaba sobre su hombro.
—Estas tierras pertenecen por derecho ancestral al rey de Aragón, y con su licencia estoy en ellas —repuso el cristiano. Después sonrió. Le faltaban varias piezas dentales—. Me llamo Pedro. Pedro de Arazuri. Y tú debes mostrarme respeto, moro.
Hilal se envaró en la montura y el caballo piafó un par de veces. Los demás guerreros andalusíes y cristianos observaban el diálogo en la distancia, sin oír qué se hablaba allí.
—Pedro de Arazuri —repitió el heredero del Sharq—. Claro… Sí, había oído que te desnaturaste de tu verdadero señor, el rey Sancho de Navarra. Curiosa forma la vuestra, nazarenos, de entender la lealtad.
El cristiano borró la sonrisa desdentada y torció la boca en un gesto de incredulidad.
—¿Qué dices, infame? ¿Cómo te atreves? ¿Quién te ha hablado de mí?
—Tu yerno —respondió Hilal—. Pedro Ruiz de Azagra. El mismo que abrió las puertas de la casa de mi padre para que tu verdadero rey, Sancho, entrara en ella como en la suya propia. Y tú entraste con él. Y otros como tú. Y nos prometisteis ayuda. Una ayuda que jamás llegó. No es de extrañar, pues supongo que en su día también prometerías lealtad al rey de Navarra. Y aquí estás, algareando como un vulgar ladronzuelo a sueldo de Alfonso de Aragón.
Pedro de Arazuri golpeó la contera de la lanza contra el suelo, logrando que el pendón se desplegase. Como respuesta a la señal, los demás cristianos aprestaron sus armas. Enfrente, los andalusíes hicieron lo propio. Entonces el navarro entornó los ojos.
—Ah… Ahora te reconozco… No eras más que un crío, pero… Sí, los cabellos rubios. Y esa mirada insolente. Eres el príncipe moro. El hijo del rey Lope.
—Me llamo Hilal ibn Mardánish, navarro. Nosotros también tenemos nombres.
—Hilal ibn Mardánish… —Pedro de Arazuri resopló. Dirigió la vista atrás, a los hombres que lo acompañaban. Durante unos instantes comparó y calculó las posibilidades. Después volvió sus ojos de nuevo a Hilal, y este, adivinando por dónde iban los desvelos del cristiano, intentó disuadirle de la escaramuza que todos temían.
—Somos más y mejores, navarro. No tenéis oportunidad alguna.
Arazuri soltó un amago de carcajada. Era lo único que podía oponer.
—Hoy sí. Tal vez. Pero mañana no será así. Lo sabes, ¿verdad? Y tu padre también.
Hilal trocó el gesto desafiante ahora que sabía que los cristianos no ofrecerían combate. Se mordió el labio inferior y miró a tierra. Ese mohín le devolvía el aspecto juvenil que las anillas de hierro le arrebataban.
—¿De verdad no te aflige nada haber incumplido tu promesa? ¿No os aflige a ninguno?
El navarro también relajó la expresión.
—Hay cosas que no entiendes. Tal vez en el futuro… No es tan fácil, muchacho…, Hilal. Batallar a vuestro lado suponía descuidar otros frentes. Y es mucho lo que se puede perder.
—Sí, eso lo sé. Desde que me acuerdo, mi padre ha estado perdiendo. Ofreciendo en sacrificio lo mejor de su reino. Ha sido vuestro escudo, y aún lo es. Y vosotros, cristianos… Vosotros solo habéis mirado sin hacer nada. Seguros en vuestras torres y en vuestras ciudades. Esperando, como ahora, a que mi padre fuera suficientemente débil. Pues bien, ya podéis lanzaros como buitres sobre la carroña en que se va a convertir el Sharq al-Ándalus.
Pedro de Arazuri aguantó el reproche hasta su límite. Después gruñó algo en voz baja y tiró de las riendas a la derecha. Mientras lo hacía, rumiaba las palabras que no se atrevía a decir ante un infiel. Al fin, dando ya la espalda a Hilal, habló en alto.
—En Zaragoza se sabe que el rey Lope no cuenta ya con mi yerno, Pedro de Azagra. Del mismo modo que no cuenta con Armengol de Urgel. Del mismo modo que dejó de contar con ese tal Álvar Rodríguez. Se sabe también del gran descalabro que sufristeis en Murcia hace un año. Se sabe que nada podéis hacer para oponeros a esos sectarios africanos. Di a tu padre que Alfonso, rey de Aragón, rompe las treguas que guardaba con él. Estáis sobre aviso. Nada de algaras. Nada de robo de ganado. Lope reina sobre una tierra que no le pertenece.
Arreó a su montura y se alejó hacia el otro caballero. Cambió un par de rápidas frases con él, y ambos se retiraron. Todos los cristianos terminaron marchando de vuelta al norte, tal vez hacia Mequinenza o a cualquier campamento erigido en las orillas del Ebro. Hilal sintió una náusea y escupió al suelo. Cristianos. Traidores. Cobardes. Carroñeros. En un ramalazo que cegó su razón, imaginó a los ejércitos almohades barriendo las ciudades aragonesas. Y las de Castilla, las de Navarra, las de León…