La sombra de la traición
ESA noche. Murallas de Murcia
Zobeyda se arrebujó en el manto y arrugó la nariz.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Marjanna.
Adelagia miró a su señora antes de responder.
—Es el olor de la muerte.
Zobeyda cerró los ojos y suspiró. A su lado, la esclava persa soltó un gemido, abrumada por la respuesta de la italiana. Por fortuna, el viento volvió a rolar y, de nuevo, regresó al adarve el aroma de los campos, que todavía retenían la humedad de las lluvias.
La noche estaba bien avanzada, y ellas llevaban toda la jornada allí, sobre la muralla que daba a poniente. Oteaban río arriba por encima de las almenas, hacia al-Qántara Asqaba. Desde ese mismo lugar habían sido testigos de cómo las manchas negras que empezaron a llegar desde el sur de buena mañana se aposentaban entre los dos ríos, el Guadalentín y el Segura. Muy poco después, los primeros habitantes de la aldea de al-Qántara Asqaba alcanzaban el puente de tablas y anunciaban la presencia de un inmenso ejército almohade. Zobeyda vio muy extraño que los africanos se hubieran presentado allí así, de repente y sin previo aviso. ¿Qué había sido de las almenaras? ¿Nadie veía venir a semejante ejército por el valle de al-Fundún? ¿Por qué no se les había mandado mensaje alguno?
Abú Amir se encargó de disipar aquellas incógnitas. La lluvia era la que había impedido, de seguro, encender los fuegos para dar la alarma desde las cadenas montañosas del sur. Y en cuanto a los correos, los exploradores almohades se habían encargado sin duda de silenciar a todo aquel que pudiera delatar su aproximación.
Después, las noticias llegaron casi a susurros. Durante todo el día, la plebe visitó las murallas, empeñada en subir para intentar ver algo, pero la guardia lo impedía alegando que eran momentos delicados. Nada de acercarse a puertas, postigos y torres. Nada de subir a los adarves. Vigilancia de los alrededores y control exhaustivo de todo aquel que pretendiera entrar o salir de Murcia. Los molinos flotantes se detuvieron. Los hortelanos se quedaron en sus casas. Las alquerías se vaciaron o se cerraron a cal y canto. Las puertas de Murcia se encoraron con pieles de buey frescas empapadas en vinagre para evitar que las llamas almohades las consumieran. Ningún comerciante se aventuró fuera de las murallas. Había órdenes que Abú Amir repartió e hizo cumplir a rajatabla. Temía que algún traidor fanático viera llegado el momento y quisiera regalar Murcia a los africanos.
Mientras tanto, algunos viajeros confundidos llegaron a la ciudad desde poniente y anunciaron entre temblores que una gran batalla tenía lugar entre el Segura y el Guadalentín. Miles de hombres se enfrentaban allí. A media tarde, los primeros desertores aparecieron a rastras por las orillas enlodadas del río. Venían siguiendo la corriente tras huir de la matanza. Eran andalusíes y cristianos, muchos de ellos heridos. A estos se los acogió en la ciudad para ser curados, pero a los que llegaban indemnes se los apresó a la espera del desenlace de la batalla.
Bien entrada la noche, llegaron las peores noticias: las mismas aguas del Segura, a su paso ante Murcia, arrastraban cadáveres, así como vestiduras teñidas de sangre y miembros humanos cercenados. A pesar de las precauciones, el espanto se extendió por la ciudad, y Abú Amir prohibió bajo pena de encierro que se difundieran las malas nuevas. Al tiempo, todos los que conseguían alcanzar Murcia eran aislados para que el desastre no hiciera cundir el pánico.
Zobeyda se había quedado sin lágrimas a media tarde. Y sus doncellas, mucho antes. Abú Amir subía cada poco al adarve para comprobar el estado de la favorita, seguro de que si ella se desmoronaba, toda Murcia se vendría abajo a continuación. La gente, por lo demás, acudía a requerir rumores a las tabernas y a las puertas del alcázar, pero después volvían a sus hogares para mascar la desgracia en familia. La desolación y la muerte tenían lugar allí mismo. Tan cerca que su olor apestaba las calles.
—¿Qué nos ocurrirá, mi señora? —preguntó impaciente Marjanna.
Zobeyda se restregó los ojos, hinchados a fuerza de sollozar. A lo lejos, hacia la sierra Despuña, se veían puntos luminosos que llenaban toda la llanura y que la favorita tomaba por hogueras de campamento. Pero era imposible saber a quién pertenecían.
—Los muros de Murcia son resistentes. Aquí estamos a salvo —contestó sin gran convicción.
De pronto se oyó algarabía. Había sonidos metálicos y órdenes perentorias pero susurradas. Las tres mujeres se asomaron al interior de la ciudad desde el adarve, y pronto vieron los hachones encendidos que portaban varios miembros de la guardia.
—¿Mi señora Zobeyda? —preguntó alguien allá abajo.
—¡Aquí estoy!
—¡Mi señora, baja al punto! ¡Tu esposo ha regresado y te aguarda en el alcázar!
Zobeyda se precipitó por los pasillos del palacio e hizo un alto ante cada puerta. Esperaba ver algo que le indicara dónde estaba el rey. Se cruzó con un par de grupos de guardias que se movían con presteza, pero no pudo arrancarles información alguna. Adelagia y Marjanna iban en pos de su señora con las sayas recogidas, jadeantes por el esfuerzo y admiradas de que la favorita tuviera todavía fuerzas para seguir corriendo. Bajo el manto de Zobeyda, los alherzes traqueteaban atados con lazos a su cuello. Billetes de pergamino virgen de piel de gacela sobre los que había escrito nombres prohibidos de dioses prohibidos se arrugaban en saquitos de cuero junto a polvo de hueso de zorro y manos talladas en azabache.
Al fin dio con Abú Amir, que venía con un hato de aspecto envejecido. Zobeyda reconoció enseguida el fardo y su gesto de impaciencia se trocó por otro de alarma.
—¿Eso no es tu instrumental?
Abú Amir contestó con un gruñido y continuó ligero. Zobeyda se cubrió la boca con ambas manos y siguió al consejero. Hacía mucho, mucho tiempo que Abú Amir no ejercía como cirujano. ¿Qué era tan grave como para hacerle desempolvar sus herramientas?
Ante la sorpresa de la favorita, el consejero tomó el camino del harén y torció a la derecha para dirigirse a los aposentos privados de Zobeyda.
—Pero ¿está ahí?
Abú Amir, castigado por sus excesos, apenas si podía respirar. Carraspeó antes de contestar.
—El primer sitio al que ha pedido ir es tu lecho. Pensaba que te hallaría allí.
Zobeyda no se tomó aquello como una buena nueva, así que adelantó al consejero y atravesó el patio a la carrera. Al llegar al pasillo principal de sus aposentos se cruzó con guardias del alcázar y con algunos guerreros cristianos y andalusíes. Estos tenían los ojos enrojecidos y las caras manchadas de polvo, y sus ropas estaban hechas jirones. Las tiras de malla colgaban, esparciendo un traqueteo metálico al moverse, y todos ellos despedían un olor ácido y penetrante. Un par de andalusíes se inclinaron al paso de la favorita, y los demás se hicieron a un lado. Zobeyda encontró a Pedro de Azagra en la puerta de su cámara y no pudo evitar arrojarse a sus brazos. Las lágrimas que parecían haber abandonado a la favorita surgieron de nuevo. El navarro la acogió con cariño.
—Calma, mi señora. Calma. Tu esposo está herido, pero seguro que se recuperará.
Zobeyda levantó la cabeza y miró a Azagra con los ojos anegados. Sonrió con amargura para agradecer su consuelo. De entre todos los mercenarios y aliados de Mardánish, tan solo el navarro y el difunto Álvar Rodríguez le habían merecido tanto respeto como confianza, y eso era lo que necesitaba ahora. Abú Amir llegó por fin y se metió en la cámara sin más trámite. Zobeyda hizo ademán de seguirle, pero Azagra intentó evitarlo.
—Déjame, Pedro, por caridad.
—Debes permitir que los médicos trabajen. Ahora ellos son los que pueden…
—Pedro, él ha venido a mis aposentos por algo. Mi presencia es necesaria para él. Déjame ir.
El navarro calló y apretó los labios. Zobeyda advirtió que él también tenía la cara tiznada de polvo rojizo y marcada por los surcos del sudor. Su loriga, todavía ceñida, despedía ese espeluznante hedor que el viento traía de vez en cuando desde la llanura de al-Yallab, y costras de sangre seca manchaban sus manos y sus pies.
—Tienes razón —adujo Azagra—. Él te necesita. Como siempre. Ve.
Zobeyda se despegó del cristiano y esquivó a los demás guerreros y visires que atestaban el corredor. Entró y descubrió a varios médicos de la ciudad en torno a su tálamo. Tras ellos, un par de sirvientes mantenían en alto velas grandes y aromáticas para alumbrar la estancia al tiempo que intentaban alejar aquella insana pestilencia que los guerreros traían consigo. La voz de Abú Amir se impuso, aconsejando a uno y preguntando a otro. Los médicos hablaban entre sí.
—¿Mi amor? —se atrevió a llamar la favorita. Los hombres de ciencia callaron al unísono y miraron en su dirección.
—Zobeyda…
Era su voz. La voz del rey. Sonaba ronca y temblorosa. Ella no lo dudó más, apartó a los galenos y se abalanzó sobre la cama, pero se detuvo al ver a Mardánish echado y las sábanas de seda empapadas en sangre. De nuevo tuvo que esforzarse por no gritar. El rey llevaba puesta todavía la camisa y los zaragüelles, pero le habían recortado tiras de ropa para despegarlas de la piel. Su cabeza mostraba una fea brecha sobre una ceja que alguien había limpiado. Un médico sostenía la mano izquierda de Mardánish al tiempo que otro la palpaba. El rey tenía el torso arañado y los rasgones de ropa mostraban varias punzadas, algunas de ellas aún abiertas pero no sangrantes. Una de las heridas, en el pecho, parecía especialmente peligrosa y recibía en ese instante la atención de uno de los médicos. Mardánish abrió los ojos y reconoció enseguida a su favorita. Iba a decir algo, pero un violento acceso de tos le hizo envararse. El rey giró la cabeza sobre la almohada y un hilillo de sangre brotó de entre sus labios.
—Preparad oro para esa herida. —Abú Amir señaló el lanzazo en el torso de Mardánish—. Se ha vuelto a abrir.
El rey no parecía escuchar los comentarios de unos y otros. Sus ojos nublados recorrían las siluetas que lo rodeaban pero no se detenían en nadie.
—Estoy aquí, contigo. —Zobeyda intentaba imponerse a sus ganas de llorar—. Estás bien. Estos buenos amigos cuidan de ti.
El rey sonrió al vacío y luego fue cayendo en una especie de sopor.
—Le acabamos de administrar un bebedizo del sueño —aclaró Abú Amir. Agarró suavemente los hombros de la favorita y la obligó a dirigirse a la salida—. Ahora ya sabe que estás aquí. Ya siente que ha vuelto a casa. Debes dejarnos. Necesitamos calma para curar sus heridas.
—¿Qué le pasa? —gimoteó ella.
—Ha sido un día muy largo. Han sido varios días… Su cuerpo está cansado. Y ha recibido mucho castigo.
Ella se dejó llevar. Entonces reparó en que Hilal estaba al fondo del aposento, con la misma expresión fatigada que los demás guerreros. Zobeyda se libró de las manos de Abú Amir y corrió a abrazar a su hijo. El consejero hizo un gesto hacia el muchacho y este fue quien se encargó de salir de la cámara con su madre. Zobeyda usó a Hilal como apoyo, y Pedro de Azagra los siguió hacia el jardín.
—¿Qué ha ocurrido? —insistió ella—. ¿Puede alguien decírmelo?
—Hemos sido derrotados —confesó al fin Hilal. Zobeyda detectó algo nuevo en su voz. Y lo descubrió en sus ojos cuando los miró, iluminados por las antorchas que colgaban de los rincones. Sus cuitas de madre sustituyeron a las de esposa al darse cuenta de que Hilal ya no era el mismo. Aquel día el joven había sido testigo de algo que le marcaría para el resto de su vida.
—¿Ha muerto mucha gente?
—Mucha —asintió el navarro a la espalda de la mujer—. Casi todos los nuestros.
Un nuevo sobresalto, y esta vez Zobeyda se agarró a la loriga de Pedro de Azagra.
—¿Y mi padre? ¿Está bien?
El cristiano intercambió una mirada rápida con Hilal. Algo que no pasó desapercibido para ella.
—No sabemos nada de él —se apresuró a decir el joven andalusí—. Comandaba nuestra caballería y tuvo que apartarse del campo de batalla.
Zobeyda miró a su hijo y a su amigo alternativamente.
—No soy estúpida. Sé que me ocultáis algo.
—No ocultamos nada, madre. En verdad ignoramos qué ha sido de mi abuelo. Solo sabemos que cabalgó hacia el norte en pos de la caballería enemiga, y no lo hemos vuelto a ver. Es listo, y seguramente habrá salido con bien. Confía en su astucia. Siempre le ha salvado.
Las últimas palabras sonaron sardónicas, pero Azagra, al quite, se encargó de acaparar la atención de Zobeyda.
—Hemos logrado escapar de la matanza cuando la noche caía. Por suerte, algunos de nuestros hombres nos han seguido y hemos conseguido alcanzar los cerros. Esos cerdos árabes nos han perseguido matando a placer… Solo se han detenido al cerrarse la oscuridad.
—Entonces los almohades siguen ahí mismo.
—Así es —respondió Hilal—. Hemos fingido que acampábamos en los cerros, y allí seguirán todavía nuestras hogueras encendidas. Cuando llegue el día, los enemigos descubrirán que ya no estamos. Pero esta es nuestra tierra. La conocemos como la palma de nuestra mano, y no nos ha costado mucho escabullirnos en la oscuridad, rodear el campo de batalla en silencio y vadear el Segura río arriba para venir a acogernos a Murcia. El esfuerzo casi mata a mi padre, y en los momentos de flaqueza solo hemos sido capaces de hacerle avanzar recurriendo a tu nombre, madre.
Zobeyda volvió a abrazar a Hilal para deshacerse en lágrimas. Azagra creyó llegado el momento de ausentarse y comenzó una discreta retirada, pero antes de haber dado dos pasos se volvió para despedirse de su joven escudero.
—Asumo la defensa de Murcia, si te parece bien.
Hilal miró agradecido al navarro. El cristiano ya no le hablaba como al joven inexperto que aprendía a su servicio, sino como al heredero del rey y responsable de lo que hubiera de ocurrir, a pesar de la nutrida presencia de visires y altos funcionarios. El muchacho hizo una breve inclinación, seguro de que no existía mejor baluarte para Murcia que Pedro Ruiz de Azagra.
Dos días después. Alcázar de Murcia
Azagra entró en los aposentos de Zobeyda, ahora convertidos provisionalmente en los del rey Lobo. Una guardia permanente de dos médicos se mantenía despierta junto a la cama, en turnos que, de cualquier forma, eran supervisados por Abú Amir en persona. Aparte de los físicos y sus asistentes, varios soldados escoltaban los accesos y cercaban el alcázar, convirtiéndolo en un lugar en el que nadie, salvo los más allegados, podía entrar. Por su parte, Zobeyda, en calidad de favorita, tenía derecho a tomar el aposento de cualquier otra esposa, pero prefirió acompañar al convaleciente Mardánish en un diván que hizo colocar a los pies del lecho.
Aquel día era lunes y se celebraba la fiesta de los sacrificios. O al menos debía haberse celebrado. Sin embargo, la tradición se rompía, y las familias no abandonaban sus hogares con sus mejores galas ni se preparaban banquetes. En lugar de ello, Murcia entera era un lamento. El luto sobrevolaba cada casa y se ceñía sobre los corazones de madres que acababan de perder a sus hijos, de esposas recién enviudadas o de críos que estrenaban orfandad.
El navarro llegó a la cámara de la favorita con la loriga ceñida y la espada al cinto, el almófar echado atrás y el yelmo bajo el brazo. Halló a Mardánish despierto, si es que podía llamarse así al estado de medio letargo en que le sumían los brebajes para calmar el dolor. En esa situación, el rey no parecía capaz de tomar decisión alguna, pero aun así Azagra se sentía obligado a rendirle cuentas de lo que sucedía en la capital de su reino.
—Me alegra ver que sigues recuperándote, amigo mío.
Zobeyda agradeció por su esposo el desvelo del noble navarro. Mardánish se limitó a esbozar media sonrisa. Sobre su tez pálida destacaba el moratón que se extendía desde la brecha de la frente. Los ojos del rey estaban amarillentos, y cada poco tiempo debían humedecerle los labios agrietados. Intentó hablar, pero solo fue capaz de emitir un sonido ronco que se convirtió en un débil acceso de tos. Uno de los médicos se apresuró a inclinarse sobre el paciente para vigilar si las toses iban acompañadas de hemorragia. Se retiró complacido al comprobar que no era así.
—¿Qué hacen ahora esos malditos africanos? —preguntó Zobeyda.
—Hace un rato que terminaron de montar su campamento al norte. Por lo visto siguieron nuestro rastro y encontraron un lugar por el que vadear el río.
Mardánish debió de comprender lo que decía el cristiano, porque se removió en el lecho, aunque esta vez no intentó hablar.
—¿Han acampado? —se angustió Zobeyda—. ¿Se quedan entonces?
—Bueno, no exactamente… No parece que vayan a sitiar la ciudad, pero…
Tanto el rey como la favorita quedaron expectantes, y sobre todo temerosos por lo que el navarro no terminaba de anunciar. Ella fue la encargada de animar a Azagra:
—Nada puede empeorar ya. Son miles los muertos que abonan la tierra a poca distancia, Pedro. Podemos olerlo cada día. Y aunque el olor no existiera, esas nubes de buitres que planean sobre al-Yallab se encargan de recordárnoslo.
—Sí. Claro. Bien. Los almohades están devastando la huerta. Destrozan alquerías y aplastan las norias y los molinos. Por fortuna, todo el mundo estaba avisado y consiguieron acogerse a las murallas a tiempo, pero nuestros enemigos se desquitan. Inutilizan las acequias y derriban los árboles. Las columnas de humo negro deben de estar viéndose en todo el Sharq. Una de ellas, la mayor, asciende desde el Qasr ibn Saad.
Esta vez el acceso de tos atacó violentamente a Mardánish. Aquel castillo era una de sus obras más ambiciosas, y sin duda la que más orgullo le causaba. Los dos médicos de guardia se inclinaron sobre el rey y uno de ellos le aplicó un paño húmedo, pero el paciente fue capaz de apartar la mano del galeno con violencia y logró, a duras penas, enderezarse. El otro médico, sin saber muy bien qué hacer, ayudó a Mardánish a incorporarse y colocó los cojines tras la espalda del rey.
—¿Han… han mandado a alguien a… negociar?
La pregunta surgió de la garganta del rey como si lo hiciera desde un profundo agujero anegado de miseria. Zobeyda lanzó una mirada intencionada a Azagra para que no dijera nada que pudiera seguir torturando a su esposo.
—No. Nadie se acerca. Y si alguien lo hace, me abstendré de llegar a acuerdo alguno sin consultártelo antes.
Mardánish pareció sentirse aliviado por la pronta respuesta de su amigo cristiano. Reposó la cabeza sobre los cojines doblados y tomó aire antes de volver a hablar.
—No debes entregarles nada. No llegamos a acuerdos con ellos.
Azagra asintió, pero se pasó la lengua por los labios y miró a Zobeyda, visiblemente incómodo. Mardánish captó la indecisión del cristiano y entornó los ojos en espera de las palabras del noble navarro.
—Hay algo más… Tu gente. Tu pueblo… quiere que seamos nosotros los que pidamos una entrevista para negociar. No. No se trata de ceder a exigencia alguna. Es para salir a enterrar a los muertos. Muchos de los que se pudren en al-Yallab son hijos, padres o hermanos de murcianos…
El rey Lobo se apresuró a negar con la cabeza.
—No llegamos a acuerdos con los almohades.
Zobeyda alargó la mano y tomó la de su esposo.
—Creo que Pedro habla de una tregua para recoger a los muertos… No sería negociar. Y el pueblo lo agradecería…
—¡No llegamos a acuerdos con los almohades!
La favorita retiró la mano y los dos médicos respingaron. Azagra se limitó a asentir.
—Se hará como tú digas. De todos modos, no creo que tarden mucho en irse. Ni siquiera están construyendo ingenios de asedio. Y además, ellos también están muy diezmados. Ahora, con tu venia…
El navarro retrocedía a medida que hablaba, y al llegar a la puerta se dio la vuelta y abandonó la estancia. El rey Lobo cruzó la mirada con la de su esposa y descubrió que ella parecía observar a un desconocido. Mardánish cerró los ojos y apretó los labios para contener un nuevo ataque de tos. La favorita se levantó del diván y caminó sin hacer ruido en pos de Pedro de Azagra. Lo alcanzó en los jardines del harén, y el cristiano se volvió. Habló con pena pero usó un tono conciliador:
—Es normal. Los odia. No ha recibido más que crueldad de su parte. Desde que vio morir a Álvar en Granada, su rencor hacia ellos se ha acrecentado. No temas: lo que he dicho es cierto. No creo que tarden mucho en levantar su campamento y abandonar nuestras tierras.
Azagra iba a continuar su marcha, pero Zobeyda agarró al navarro por el faldón de la loriga.
—No he querido preguntarte ahí dentro… ¿Se sabe algo de mi padre?
—No, mi señora. No se sabe nada. Ni de él, ni de los dos mil jinetes que se llevó consigo al norte en pos de la caballería árabe.
Zobeyda suspiró, y el cristiano creyó detectar alivio en ese suspiro. La favorita, no obstante, quiso asegurarse de que Azagra no le mentía.
—Pedro, tú eres el mejor amigo de mi esposo. En nadie como en ti confía, y es capaz de dejar en tus manos no solo Murcia, sino también a su propio hijo y lo mejor de su reino. Y yo también confío en ti, porque te tengo por honorable como nadie. Y sé que jamás me ocultarías la verdad. ¿Es así?
—Jamás, mi señora. No lo haría aunque tu esposo y yo fuéramos enemigos enconados. Por Dios. Por la santa Virgen. Por la fe que te debo. Lo juro.
—Dime entonces, Pedro, mi paladín, mi amigo… Dime que mi padre no está al lado de los almohades, devastando la huerta y amenazando el reino de mi esposo.
Pedro de Azagra miró fijamente a Zobeyda. Lo hizo durante un largo rato antes de contestar, y tardó tanto por dos razones: la primera, para calcular hasta qué punto pensaba la favorita que su propio padre era en verdad un traidor; la segunda, para asegurarse de que ella tomaría por cierta cada una de sus palabras.
—Mi señora Zobeyda, como amigo de tu esposo y como amigo tuyo. Como tu paladín, si así gustas: tu padre no está junto a los almohades.
Ella dejó marchar aliviada al cristiano y, cuando se vio sola en los jardines del harén, rompió a llorar.