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Capítulo 60

Fahs al-Yallab

Los pensamientos deben ser más denodados,

los corazones, más valientes,

los esfuerzos, más grandes,

mientras nuestra fuerza disminuye.

Retaguardia almohade

Abú Hafs ordena a los abanderados que desplieguen los estandartes. Obedecen, y justo tras los Ábid al-Majzén, los colores rojos, verdes, blancos y negros ondean al aire. Los sagrados caracteres cúficos, los ajedrezados, las medias lunas y las estrellas ornan el cielo y cierran al enemigo la vista de la ansiada Murcia. El visir omnipotente se regocija en una de las banderas, mandada bordar por él mismo con hilo de seda dorado sobre un verde puro.

Todo el que vuelva la espalda en el día del combate, a menos que sea para volver a la carga o para reponerse, será herido por la ira de Dios. Su morada será el infierno, ¡qué horrible mansión!

Desde su montura, Abú Hafs llama con un gesto al jefe de los esclavos negros del Majzén, un guerrero que descuella en tamaño incluso entre los suyos. El hombre se acerca y, a pesar de ir a pie, su cabeza queda casi a la altura del pecho del visir omnipotente.

—Atravesad a todos los nuestros que intenten huir. Quien carezca de valor para luchar que oponga su carne desnuda al hierro del infiel. No deben pasar de aquí.

El imponente soldado hace un solo movimiento afirmativo y regresa a su puesto para pasar la consigna a los demás guardias de élite. Al momento, sus lanzas dejan de apuntar al cielo para hacerlo contra las espaldas de los arqueros rumat. Cumplirán la orden aunque ellos solos tengan que exterminar a todo el ejército almohade. Abú Hafs sonríe satisfecho y arrea el caballo hasta donde está su hermanastro. Este le recibe con un anuncio preocupado.

—El Lobo avanza despacio. Toma posesión del campo, como si esperase nuestra acometida.

—Eso no ocurrirá, ya lo sabes. No cometeremos el mismo error que nuestro hermano cometió en Sevilla. Debes permanecer aquí, Utmán, y dirigir la resistencia de la línea. Me darás tiempo para volver con la caballería. Ahora envía a un mensajero a los caudillos de los ghuzat y mándalos a un tiro de flecha de nuestra línea masmuda. Que Dios te acompañe, hermano.

—Espera… Dime al menos qué vas a hacer. Necesito saberlo… —Utmán, a pesar del callado desprecio que siente por su influyente hermanastro, comprende que su deber ahora es contribuir a la victoria. Se traga su orgullo y baja la mirada—. Por favor.

Abú Hafs resopla como si las necesidades de Utmán fueran insignificantes. Señala por encima de las cabezas de los miembros de las cabilas.

—Observa las alas del ejército enemigo. Mira allí, a nuestra derecha. Esos son los colores del Mochico, el suegro del Lobo. Comanda la caballería andalusí. Es lo que esperaba, y ahora se cumple. Me llevo a todos los árabes a ese lugar.

Utmán le mira sin entender.

—Pero espera… La caballería cristiana en pleno cargará sobre nosotros. Me dejas sin los árabes, Abú Hafs…

—Deja de gimotear, hermano mío. Dios lo ha previsto todo. Lo único que debes hacer es resistir aquí. Los cristianos se verán frenados por nuestros voluntarios y tú podrás acribillarlos a placer. Aun así persistirán. Querrán romper la barrera masmuda. No cedas, Utmán. Ni un codo de terreno. ¿Serás capaz de hacer eso?

Abú Hafs no espera respuesta. De inmediato se dirige a los jeques de las tribus árabes, desenfunda su espada y, tras apuntar con ella al frente, espolea a su caballo hacia la brecha que hay entre el extremo derecho del ejército almohade y la desolada aldea de al-Qántara Asqaba. Los árabes ululan. Sus caballos, bellamente enjaezados, de pequeña y fibrosa planta, relinchan y se alzan de manos antes de arrancar como exhalaciones en pos del visir omnipotente. No levantan polvo. La tierra todavía retiene la humedad de las últimas lluvias y salta en pequeños terrones al paso de la enorme columna de cinco mil jinetes. Utmán los ve salir como una serpiente del desierto que abandona su agujero excavado en el suelo. Se abren hacia el norte. Como si en lugar de ir a por Hamusk, quisieran abandonar el campo de batalla. Suspira y observa el estandarte verde y bordado en oro que hasta hace un momento admiraba su hermanastro. Lee el versículo del libro sagrado, cierra los ojos y desgrana una plegaria. Cuando los abre, es capaz de distinguir los rostros en las filas delanteras del ejército cristiano.

Flanco izquierdo mardanisí

Hamusk levanta la mano derecha con la lanza en horizontal. Está viendo cómo una gran columna de caballería ligera sale tras las filas del ejército almohade y gira hacia el norte. Maldice al califa, llama perra sarnosa a su madre y chacales a sus hermanos. Y todo eso lo dice en voz alta para que lo oigan sus hombres más próximos. Luego se apoya en los estribos y se recoloca entre los dos fustes de su arzón. El delantero se le clava en la barriga y le causa una sensación de angustia. Gira a medias la cabeza y se le acerca el ayudante de campo que ha escogido hace apenas un instante. Es un tagrí de los que estaban destinados en la Marca Superior.

—Manda, mi señor —se ofrece solícito el guerrero de frontera.

—Allí. Sus jinetes. Son árabes.

—¿Quieres que los persiga, mi señor?

—No. Eso les gustaría. Pero los conozco: me he enfrentado a ellos y sé cómo luchan. No, nada de ir hacia ellos. Que vengan ellos a nosotros.

El tagrí de la Marca no comprende lo que oye. Piensa que el señor de Jaén reflexiona en voz alta, de modo que vuelve a repetirlo:

—Manda, mi señor.

Hamusk se vuelve otra vez y lo mira de arriba abajo. Tagríes. Acostumbrados a la vida de guarnición en la frontera. Eso acaba por licuarles el seso. El caudillo andalusí se sorprende al recordar que él mismo fue uno de esos tagríes. Sonríe. Está a punto de soltar una de sus carcajadas, pero el sobrepeso se lo impide. En lugar de reír, tose sonoramente. Cuando acaba, su semblante está serio.

—Te mando que cruces el campo por delante de nuestras líneas. El ala derecha no va a tener trabajo allí, por el lado del Guadalentín, pero aquí los necesitamos. Dirígete a al-Asad y trasládale mis instrucciones: que se presente aquí, ante mí, con toda su hueste.

El tagrí no cuestiona las órdenes. Ni siquiera intenta interpretarlas. Simplemente obedece, y su caballo vuela por delante de la vanguardia. Los jinetes cristianos arquean las cejas cuando lo ven cruzar de norte a sur, pero enseguida se les olvida el detalle. Tienen preocupaciones mayores delante.

Vanguardia mardanisí

El rey Lobo ve pasar al jinete andalusí a toda espuela. Lo sigue con la mirada, y observa la suave curva que describe para conducirse hasta el cuerpo de caballería del ala derecha. Allí está al-Asad, piensa.

Luego mira al otro lado. A su izquierda, la línea de jinetes cristianos hace avanzar sus monturas al paso con las lanzas apuntando al cielo. Van despacio; reservan las fuerzas de sus destreros para el último tramo, en el que habrán de cargar con todo su ímpetu. La hilera de caballeros mide algo más de una milla, así que el otro lado del campo queda lejos. De todas formas ve algo allí. Algo raro. Se adelanta un poco para ganar perspectiva. Desde aquí, la formación cristiana es hasta hermosa. Las lorigas y los yelmos relucen, y las gualdrapas muestran orgullosas los colores de sus dueños. Y todas esas lanzas erguidas, como si fueran un bosque de madera rematada de hierro… Al otro extremo ha de estar Guillem Despujol, y más allá… Mardánish fuerza la vista. Ahora lo ve. Ve el movimiento fluido al norte. Es la caballería enemiga. Los árabes de las tribus sometidas a los almohades. Han salido, y son muchos. Demasiados, aunque parece como si se alejaran. Tal vez pretendan rodearlos y atacar por la retaguardia. Vuelve a apretar los dientes, y no es la primera vez que lo hace desde el mediodía. Un flanqueo enemigo le impediría barrer la línea trazada por los almohades entre los dos ríos. Pero ha tomado una decisión, y lo hecho, hecho está. Quizá Hamusk pueda al menos retener a esa maldita caballería árabe. Sí. Si es capaz de eso, será suficiente. No necesita derrotarlos, no. Solo mantenerlos ocupados y lejos de la lucha. Del combate real, el que se va a librar allí mismo. El rey Lobo mira de nuevo al frente y retiene a su animal para volver a la línea. Ya están cerca. En el límite. Dentro de poco llegarán al alcance de las flechas enemigas.

Una sombra a la derecha. Un movimiento brusco. Mardánish dirige allí su atención y ve venir a los mil jinetes a los que comanda al-Asad. Él viene en cabeza, al parecer recuperado de su letargo. El cuerpo de caballería del León de Guadix abandona el ala derecha y cruza por delante de los cristianos. Estos miran a los andalusíes conforme pasan. Ahora han perdido de vista la línea almohade, aunque siguen oyendo los atabales con ese tamborileo que pone los pelos de punta. Mardánish observa con mirada triste a los hombres que cabalgan hacia el norte para enfrentarse a una fuerza que los triplica en número. Les desea suerte en silencio, aunque no deja de envidiarlos en cierto modo. Ninguno de ellos es rey. Ninguno se está jugando el futuro de su patria a una sola tirada. Los últimos caballeros andalusíes pasan, y los pegotes de lodo que ha alzado la columna caen. Los timbales se oyen ahora nítidos, y su toque se cuela por los oídos y tortura las mentes. Ya falta poco.

Retaguardia mardanisí

Hilal se aúpa sobre las puntas de los pies y se pasa la lengua por los resecos labios. Está con Pedro de Azagra, en el montículo que hace poco ocupaba su padre. Ambos observan la marcha de la caballería mientras la infantería cristiana y andalusí espera la orden de avanzar. El navarro es quien, con ojo de cazador, calcula la distancia y el tiempo. Sabe que la caballería de Mardánish necesitará al menos dos cargas para ablandar al enemigo, y no quiere llegar antes de tiempo y entorpecer a los jinetes.

—Al-Asad se ha ido del ala derecha, ¿no? —pregunta el navarro.

—Así es. Cruza por delante de nuestra caballería cristiana. Se dirige al norte.

—Va a reunirse con Hamusk. Allí hace más falta. Además, la línea de infantería almohade sigue en el sitio, encajonada entre los dos ríos, así que de nada nos sirve nuestra caballería en el flanco derecho.

Hilal escucha con atención a su mentor. Necesita comprender todos esos detalles, porque un día será él quien mueva escuadrones enteros en la batalla. Pasa tras Azagra y se empina de nuevo sobre los pies para otear a septentrión.

—La caballería enemiga se aleja. ¿Por qué?

—Pretenden rodearnos —supone el cristiano—. Así podrán atacar nuestra retaguardia.

El joven andalusí devuelve las plantas de los pies al suelo de la loma y mira muy serio a su mentor.

—La retaguardia somos nosotros —observa.

—Confía en tu abuelo. Él mantendrá alejados a esos árabes.

Pero Hilal sigue observando a Azagra con gesto intranquilo. El navarro se da cuenta y adopta un aire despreocupado, como si lo restante fuera mero trámite. Aun así percibe que la duda sigue presente en el muchacho. Frunce el ceño y fuerza la vista hacia el norte. El ala derecha se ha unido al ala izquierda para formar un solo cuerpo de caballería de dos mil jinetes. Ahora todos cabalgan juntos hacia el norte, en pos de los árabes. Enseguida estarán demasiado lejos. Se perderán de vista. De pronto, los lentos redobles de los timbales almohades se aceleran. El navarro cierra los ojos, se persigna tres veces seguidas y murmura algo en voz baja. Se toca el pecho. Tal vez alguna medalla traída desde sus tierras del norte. Un amuleto de su madre o un regalo de su esposa. Hilal siente que lo que ha ocurrido hasta este momento, sea lo que sea, deja de tener importancia. Todo los ha traído aquí y ahora. Azagra abre los ojos.

—Adelante, Hilal.

El movimiento de ambos al bajar del montículo es acompañado por un gesto firme del navarro. Las chirimías andalusíes y los gritos transmiten la orden de marcha. Con paso cadencioso, con cada hombre atento a los lados para mantener la formación, la infantería empieza a moverse.

Retaguardia almohade

Utmán es el único que monta a caballo ahora en las líneas almohades y, ansioso, hace a su montura pasearse una y otra vez por detrás de los Ábid al-Majzén. Algunos rumat, también nerviosos por la cercanía de los cristianos, miran atrás con gesto en el que se mezcla el miedo y la impaciencia. A pesar de la protección que representa la infantería almohade, los arqueros están deseosos de soltar sus andanadas. Pero cuando sus caras se vuelven, la atención corre de inmediato a las recias lanzas de los guardias negros, que apuntan a sus espaldas. El detalle corre de voz en voz, y pronto el miedo a los enemigos es sustituido por el temor a esos esclavos gigantes que, lo saben, obedecerán ciegamente la orden que se les dé.

Un poco por delante de los arqueros rumat, los jeques de las cabilas también alternan las miradas a la reluciente línea enemiga con las que dirigen al sayyid. Este goza de buena perspectiva y además tiene experiencia. A pesar de su intranquilidad, está atento a cada paso, y espera el momento en el que los enemigos choquen con los ghuzat y queden al alcance de las flechas. Y ese momento está a punto de llegar. Da una voz en su lengua bereber, y los propios rumat la repiten al tiempo que tensan y elevan los arcos para apuntar arriba y conseguir una trayectoria parabólica. El crujir de miles de astas de madera al combarse forma un chirrido que produce escalofríos. Utmán alza la mano armada y se asegura de que es bien visto. Centra su mirada en el avance enemigo y casi sonríe con una mezcla de admiración y envidia. Quienquiera que sea el que dirige a los cristianos sabe lo que hace. En este preciso instante, el paso de los caballos se cambia por el trote, y apenas a unos codos, por el galope. Es una ola interminable que se aviva antes de romper contra las rocas, pero en lugar de agua y espuma, trae muerte y mutilación. Los ghuzat rugen y se abalanzan contra los caballos que los embisten. Solo unos pocos de los fanáticos voluntarios sienten volar su fe y dan la vuelta para huir hacia las filas masmudas. Se produce el choque. Utmán baja la mano y acompaña el gesto con un grito.

Las cuerdas tañen con un sonido breve y agudo. Es como si miles de plectros rasguearan miles de laúdes. La melodía que forman sube al cielo del Sharq al-Ándalus transformada en pequeñas ráfagas oscuras que se siguen unas a otras. Se suceden más gritos, y antes de que la rociada de flechas haya alcanzado su cenit, una segunda abandona los arcos africanos con nueva y siniestra melodía. Utmán se vuelve un instante, con su lanza aún levantada sobre la cabeza. Los atabaleros lo ven y golpean con mayor brío sus timbales. Los guerreros sudan y las gargantas se secan. Las flechas siguen subiendo, mientras otras inician ya su senda de caída. Nadie, de entre los miles de guerreros, puede obviar que se está derramando la primera sangre.

Vanguardia mardanisí

El rey Lobo acaba de atravesar a uno de esos locos ghuzat. El tipo lo ha recibido con alaridos y empuñando un patético cuchillo de hoja curva. A su alrededor, los caballeros cristianos también aplastan a los voluntarios del Tawhid. Lo hacen espantados. Incrédulos. No comprenden que esos tipos desarrapados ofrezcan así su vida por nada. Hay muy pocas bajas en el ejército del Sharq. Apenas algún que otro caballo que es derribado al recibir un lanzazo en el vientre. Quinientos ghuzat son aplastados en el tiempo que dura un suspiro, pero el trance es suficiente para que la carga se vea obligada a perder velocidad. Ese era el objetivo, sin duda. Ahora el rey ve que una nube oscura se levanta desde detrás de la infantería almohade. Junto a los suyos, miles de ojos quedan por un instante extasiados, admirados de la lluvia negra que, contra natura, asciende hacia el cielo. Las cabezas se echan atrás y por un momento la línea vacila.

Mardánish se sorprende lanzando gritos de atención, que son llevados como un eco por todos los haces. Los cristianos suben los escudos y se encogen tras ellos, pero hacen gala de buen adiestramiento y de templanza norteña, pues mantienen la formación. A la vez intentan reanudar el galope, y cada jinete se preocupa de llevar su animal pegado a los que lo flanquean, buscando rozar los estribos de los compañeros y haciendo cierta esa fanfarronada de que ni un guante podría caer entre caballero y caballero. Casi se oye cómo, todos a un tiempo, los cristianos aguantan la respiración. El rey Lobo también tensa los músculos para esperar el impacto. Los redobles de los tambores almohades se aceleran todavía más, y oye voces secas delante, en la enrevesada lengua de los africanos. Y entonces llega el silbido.

Nadie pregunta qué es. Nadie intenta averiguar su origen. Viene del cielo y vibra. Vibra, sí, como el toque de una chirimía.

Las flechas se estrellan contra el suelo al fin. Y contra los yelmos mal protegidos. Acribillan los escudos y encuentran brazos aferrados a las riendas. Atraviesan las pieles de los caballos sin mallar, o revientan anillas y se abren camino entre las lorigas. Clavan piernas a las sillas, rebotan en el hierro y se rompen. Repiquetean, como la lluvia de verano sobre un suelo reseco. Luego llegan los gritos y los relinchos. Unos pocos guerreros tienen mala suerte y las puntas de los proyectiles muerden su carne. Algunos, vencidos por el pánico, se inclinan demasiado en un vano intento por empequeñecer su silueta, pero lo único que consiguen es que las flechas encuentren su espalda. Mardánish se ladea un ápice a la derecha y mira por debajo de su protección. Sabe que hay gente que muere a su lado. Que hay caballos que caen, y que otros guerreros están resultando heridos. Debe salir de esa lluvia mortal, y solo puede conseguirlo con valor y habilidad. Grita otra vez. Acude a la consigna que hace solo unos instantes —qué largos parecen ahora— improvisó ante la tropa abatida.

—¡¡Dolor y muerte!!

Afirma la lanza contra el costado, clava las espuelas en los ijares de su caballo y se adelanta unos codos. Y a pesar de la sangre y los aullidos de dolor, los cristianos responden. Consiguen pasar del trote al galope y recuperar parte de la velocidad que los ghuzat, ahora muertos y aplastados bajo el paso de miles de pezuñas, les han hurtado; y el bosque de lanzas enemigas se abate ante ellos para darles un recibimiento de hierro. Algunos caballeros insultan a sus animales, y otros les prometen un harén de yeguas al regreso. Necesitan forzarlos al máximo. Todavía llueven flechas. Y aún muerden carne. Las líneas traseras esquivan a los caballos caídos e intentan no aplastar a los guerreros que los montaban, y entonces el silbido siniestro deja de sonar. Cargan. Como solo la caballería cristiana sabe hacerlo.

Retaguardia almohade

Utmán se yergue y su mirada se filtra por entre las delgadas líneas oscuras que conforman la cortina de flechas. Ahora los rumat tiran en desorden, como cada cual puede. Los proyectiles abandonan las cuerdas y las manos bajan raudas para desclavar nueva munición del suelo. Y cuando esta se agota, rebuscan en las aljabas que los arqueros llevan prendidas a su diestra. Tiran frenéticos, sin preocuparse mucho de calcular parábolas o ángulos. Diríase que quieren acabar con sus flechas para poder dar por cumplida su misión.

Delante, la cortina que subió ha bajado, y Utmán ha visto caer a algunos cristianos. Se van al suelo siempre en compañía de sus monturas, anclados a estas por sus arzones. Con cada baja, la línea parece quebrarse, pero luego se recompone como por arte de magia. Los caballeros cierran filas enseguida, y el caído resulta tragado por la marea forrada de hierro. El sayyid intenta tragar saliva, pero no puede. La última vez que sintió algo parecido fue en las cercanías de Granada, cuando resultó derrotado por la infamia y por tipos como esos que ahora se le vienen encima. Caballería cristiana. Se le antoja imparable. Los ghuzat han desaparecido a su paso, simplemente. A pesar de todo su griterío y su fanatismo.

Ahora la tierra retumba. Lo nota porque el temblor acaba de subir por las patas de su caballo y hace vibrar la silla. Se transmite a través de su piel y sus huesos y le zarandea las tripas. Ve bajarse de nuevo las lanzas cristianas, y los escudos de los enemigos descienden y muestran sus colores, barras, cruces y bestias a la vista de los almohades. Los rumat se vuelven locos. Algunos quieren lanzar con tiro tenso e intentan apuntar por entre las líneas de su propia infantería. Más de uno llega a disparar, pero falla y alcanza en la espalda a un compañero. Otros sienten el pánico apoderarse de ellos y retroceden. Entonces respingan al sentir el hierro de las lanzas en las espaldas. Un guardia negro atraviesa a un arquero que se ha dado la vuelta para huir. Otro de los rumat, cercano, se queja y pide clemencia al sayyid. Los hombres se están convirtiendo en animales. El suplicante recibe también un lanzazo de otro de los Ábid al-Majzén. Utmán se esfuerza en ignorar las escenas de retaguardia y mira de nuevo al frente. Lo que ve le desencaja las mandíbulas. Los músculos de su cara se tensan bajo la piel y la mano que agarra la lanza aprieta fuerte. Los terrones tiemblan ahora sobre el suelo mojado y empiezan a saltar. Los timbales casi no se oyen. Ni los quejidos de los rumat. Los jeques son incapaces de transmitir la orden de resistir. El infierno llega hasta los almohades con gritos en romance que Utmán cree entender. O tal vez es solo su imaginación. El sayyid ya no sabe si lo que oye es lo mismo que lo que ve.

Dolor y muerte.

Al norte del campo de batalla. Líneas árabes

Abú Hafs mira al sur cuando oye el inmenso estampido que se desplaza como un trueno por las lomas de tierra blanquecina y por las huertas y juncales que bordean los meandros del río. Hace tiempo que la batalla ha quedado fuera de su vista, pero ha sabido interpretar todo sonido. Desde el redoble cada vez más insistente de los atabales propios hasta los silbidos agudos que la brisa traía desde el sur. Y hasta allí, parece mentira, ha llegado el retumbar de los cascos de los destreros cristianos. Abú Hafs jamás ha visto una carga masiva de caballería pesada, pero ahora casi puede creer todo lo que le han contado. No envidia a los hombres a los que supone muriendo en la línea de contención almohade. Entre otras cosas, porque él tiene sus propias preocupaciones.

Se ha detenido, y ha ordenado a su caballería árabe desplegarse a lo largo de la orilla del río. Eso hace que los hombres estén adelantados unos, retrasados otros. Las tribus árabes, indisciplinadas como siempre, buscan apartarse para tener terreno por el que moverse. Ellos no luchan como esos cristianos; no se lanzan brutalmente hacia delante. Necesitan espacio para maniobrar, envolver, fingir ataques, simular huidas, regresar, desaparecer…

Ahora Abú Hafs ve que la caballería andalusí también se detiene ante él. La figura del Mochico es inconfundible. Tal como le han contado, es demasiado grueso para un guerrero. Tanto como para engañar al enemigo. El visir omnipotente sabe que el aspecto del señor de Jaén no le ha impedido derrotar varias veces a fuerzas almohades. Y sobre todo conoce que la mejor arma de ese guerrero rechoncho y aparentemente inofensivo es la astucia. Abú Hafs mira atrás y su vista recorre las líneas de la caballería árabe. Los jinetes llevan ropajes distintos y sus colores difieren según las tribus, pero todos se parecen en realidad. Azagayas, mazas y pequeños escudos redondos. Caballos menudos y ágiles. Luego se fija en las fuerzas andalusíes de Hamusk. Se diferencian poco, casi nada, de esa misma caballería pesada cristiana que ahora debe de estar organizando una buena escabechina entre los almohades. Los árabes los superan en mucho por número, pero eso no quiere decir que el trabajo que queda sea fácil. Si el Mochico es listo —y lo es—, la contienda entre caballerías podría extenderse durante lo que resta de tarde y llegar a la noche. Los árabes no pueden enfrentarse cara a cara con los andalusíes. Deben rodearlos y consumirlos poco a poco. No hay otra salida posible que la victoria, pero esta puede demorarse mucho.

Así pues, se decide a cumplir lo que ya empezó a concebir hace un rato. Solo le falta tantear a su enemigo. Comprobar si Hamusk es tal como él espera. Tal como le contó el difunto almirante supremo Sulaymán.

Llama con un gesto al jeque de los Banú Riyah, y este se acerca en una corta cabalgada. Su caballo, un precioso animal de color blanco, patea la tierra húmeda e inclina la cabeza mientras sacude la crin. Parece bailar con su jinete, moviéndose a cada pequeño golpe de rodilla, sometido a un dominio que hace que hombre y animal sean uno. El árabe se luce ante el sayyid, y ante los suyos y el resto de las tribus, con ese remanente de orgullo que aún les queda a los árabes tras ser asimilados por el implacable imperio almohade. Es bien sabido: para los árabes, todo bereber es un bruto ignorante y violento. Pero Abú Hafs es inmune a todo eso. Sus ojos enrojecidos no se dejan impresionar, y los clava como una amenaza en los del jeque. Le señala el norte, donde una sierra comienza sus elevaciones y forma un ángulo con el sinuoso río Segura.

—Finge aproximarte al enemigo, pero quiebra sin atacar y dirígete a esos montes. Si no reaccionan, vuelve. Si alguien sale a tu encuentro, procura que te sigan y aléjalos de aquí.

El jeque asiente y tira de las riendas. Vuelve con la misma elegancia hasta sus filas y las recorre al tiempo que transmite las instrucciones a los hombres. Se alegran. No les gusta estar allí, mirando, cuando ven que pueden aplastar al enemigo y saquear todo ese hierro que parecen llevar encima. Ululan, como es su costumbre, y blanden sus jabalinas cuando salen a galope vivo hacia las líneas andalusíes. Sin orden. En masa. Como si fueran una manada de caballos salvajes.

Al norte del campo de batalla. Líneas andalusíes

Hamusk no ha dejado de observar a ese jinete cuya larga capa verde cuelga por encima de la grupa de su caballo. Es el único almohade de toda la fuerza de caballería. Lo sabe por su piel, mucho más oscura que la del resto. Y por sus ropas. Lo sabe porque su caballo es grande y fuerte, muy parecido al suyo y nada a los ágiles animales en los que cabalgan los árabes. Lo ve mirar detenidamente. Aunque los separa una buena distancia, casi puede sentir cómo calcula las posibilidades. Hamusk ya las ha calculado y sabe que lo único que debe hacer es aguantar sin caer en la trampa de los árabes. Nada de cargas precipitadas, como en Marchena. Nada de dejarse atraer por esos cebos ululantes que rehúyen la lucha. No sueña con vencer: sabe que es imposible. Pero también sabe que esta maniobra da una clara ventaja a su yerno al sur. Y aun así, Hamusk está muy lejos de pretender un sacrificio. No en su persona, al menos. Aunque si es necesario, mandará a la muerte hasta al último de sus andalusíes, incluido al-Asad. Queda por saber si el almohade al que tiene delante le va a causar problemas. Espera que no se trate de Abú Hafs. Casi reza por que no sea él.

—Ese es Abú Hafs.

Hamusk se vuelve y ve al León de Guadix junto a él, algo por detrás. Ha abandonado su cuerpo de mil jinetes para acercarse al señor de Jaén. Y lo ha hecho en silencio, como siempre. Su rostro está relajado. Debe de ser por efecto de las drogas que le han proporcionado los médicos para calmar el dolor. Y esos médicos son buenos. De la escuela de Abú Amir, por lo menos. De otro modo, al-Asad no podría haber reconocido a Abú Hafs desde esa distancia.

—¿Estás seguro?

—Sí. No lo olvidaré jamás. Fue lo último que mi ojo derecho vio antes de que un sucio africano hundiera su cuchillo en él. Estoy seguro.

Hamusk chasquea la lengua y remete la barriga para evitar el fuste delantero. Piensa un rato y, sin quererlo, su mirada se dirige al sur. Hasta allí llega el fragor del combate. En esos instantes debe de estar liándose muy buena allá lejos. Su yerno, el rey Lobo, estará ya trabado con los almohades. Él no puede ayudarle. Lo único que ha de hacer es mantener a la caballería árabe lejos de la lucha. Observa de nuevo a Abú Hafs. Entorna los ojos. El visir omnipotente está hablando ahora con un árabe que monta en un precioso animal blanco. Abú Hafs señala de forma ostentosa el norte. Tanto el señor de Jaén como al-Asad, atentos, siguen con la mirada el gesto del caudillo almohade. Allá están las primeras elevaciones de la sierra de Ricote.

—No es muy discreto —apunta Hamusk. Al-Asad emite un sonido gutural que tal vez sea una risa burlona. El señor de Jaén se vuelve.

—Será porque quiere que veas lo que pretende —dice el León de Guadix.

El caudillo andalusí se fija en el paño que tapa el ojo del guerrero. Ese ojo se ha quedado atrás como parte de un acuerdo. Un oscuro acuerdo que los ha llevado hasta allí. Hamusk, que envió a al-Asad hasta los almohades, lo sabe. Y Abú Hafs, que mandó al León de Guadix de regreso, también. Las miradas de los dos líderes, el andalusí y el bereber, vuelven a cruzarse en la distancia, y el señor de Jaén podría jurar que el almohade sonríe.

Entonces el árabe del caballo blanco sale a galope tendido hacia los andalusíes. Hay una conmoción entre los jinetes de Hamusk cuando arrancan mil quinientos caballeros árabes. Son solo un tercio del contingente enemigo, y casi los igualan. Hamusk tarda en reaccionar. En realidad sigue mirando a Abú Hafs, y sigue sintiendo la vista de este clavada en él. ¿Qué trama el visir omnipotente?

Al-Asad, por su parte, vuelve atrás y lanza varios gritos a sus hombres, los guerreros de la Marca Superior. Les ordena permanecer atentos. Pero nada más. Los hombres se empiezan a mover indecisos. No saben por qué no se aprestan a combatir. Los árabes ya están cerca. Blanden sus jabalinas y aúllan. Hay miradas de preocupación y se murmura.

De pronto, cuando los árabes llegan casi a distancia de azagaya, su jeque tira de las riendas y el caballo blanco gira con presteza hacia el norte. Toda la tribu de los Banú Riyah lo imita, describiendo una curva. Los andalusíes los siguen con la mirada tensa y los escudos embrazados. Hamusk permanece ajeno a todo. Simplemente observa a Abú Hafs. En silencio. Como si ambos mantuvieran una callada conversación a distancia. El principal visir de los almohades continúa destacado, separado de los demás árabes.

Finalmente, el señor de Jaén reacciona. Se vuelve e intercambia una mirada cómplice con al-Asad. Luego observa a los guerreros de la Marca Superior. Ve la excitación en ellos. Casi todos son de familias tagríes y han crecido en un ambiente de constante expectación, siempre preparados para combatir. Están nerviosos y sus monturas piafan, caracolean, agitan las cabezas y lanzan bocados al aire. Estos guerreros son hombres del norte. No muy distintos de los cristianos que ahora deben de estar muriendo al sur. Guerreros fieros que darían la vida por Mardánish. No son como Hamusk. Ni como al-Asad.

—Toma a tus hombres de la Marca —ordena el señor de Jaén—, y persigue a esos árabes hacia el norte.

El León de Guadix pone su único ojo en Hamusk. Parece dudar un instante.

—¿Nos dividimos? ¿Estás seguro? Si Abú Hafs te ataca cuando nos hayamos ido, te aplastará como a una sabandija.

El caudillo andalusí lo sabe. También duda. El visir omnipotente sigue plantado allí, y los árabes se alejan. Tal vez no vuelva a tener otra oportunidad. Debe decidir. Ya.

—Haz lo que te he dicho.

Al-Asad arrea a su destrero y grita a sus hombres. Los tagríes de la Marca reciben la orden con alborozo, entre otras cosas porque los números se igualan para ellos. Cabalgan prestos; salen de ese lugar que consideran poco menos que un matadero. Abandonan a sus compañeros y los dejan atrás, sin plantearse por qué Hamusk se sacrifica así. Los tagríes no cuestionan las órdenes. No las interpretan. Las cumplen y se alejan.

El señor de Jaén espera a que los últimos jinetes bajo el mando de al-Asad se hayan separado y adelanta su montura, destacándola aún más. El movimiento es imitado por Abú Hafs. Cada caballo se acerca unos pasos y espera. El de enfrente lo imita. La distancia se acorta. Son ambos hombres los que sonríen ahora.

Vanguardia mardanisí

El rey jala de las riendas hacia atrás y su caballo sale a duras penas del caos de cuerpos rotos, madera astillada y hierro ensangrentado. Al tiempo, tira de su lanza para desclavarla del escudo de un almohade, pero su dueño está al otro lado, también ensartado en la punta. El rey Lobo la retuerce. La ladea y la agita. Empuja y tira; busca el modo de recuperarla. Al final desiste. La suelta, y su contera golpea contra un infante caído. El almohade al que el rey ha matado se derrumba, y tras él aparece otro que asoma su pica por encima del nuevo escudo.

El temblor de la carga ha cesado, y el redoble de los atabales domina ahora el campo, coreado por los gritos de furia y dolor. El choque ha sido brutal, como se esperaba. La primera fila almohade simplemente ha dejado de existir. Los hombres han volado por encima de sus compañeros para caer sobre los acongojados rumat o los impasibles Ábid al-Majzén. Estos han apartado los despojos a un lado con desprecio y siguen apuntando sus lanzas contra los arqueros. Otros guerreros de primera línea han sido aplastados por el impacto de los caballos forrados de malla, o ensartados como pichones en un espetón. Muchos han quedado cosidos a sus escudos; otros han reventado como granadas que caen desde el árbol. La mayor parte ha muerto sin apenas enterarse, encogidos detrás de sus escudos, que hasta hace poco consideraban buenas defensas. Ahora los supervivientes saben qué es una carga de caballería cristiana. Lo están degustando mientras los enormes caballos de combate, forrados de hierro y cargados de guerreros de gran talla envueltos a su vez en metal, los pisotean, quiebran sus huesos, aplastan sus cabezas dentro de los cascos. Todo cruje alrededor. La sangre sube como un surtidor o chorrea lentamente de heridas abiertas, y forma charcos rojizos sobre una tierra que ya ha absorbido demasiada humedad. Eso está volviendo el suelo resbaladizo, y la orina y el sudor no contribuyen a arreglar el asunto. Pronto se extiende por toda la línea un olor nauseabundo.

—¡Atrás! —ordena Mardánish—. ¡Replegaos!

El extremo derecho obedece como puede, pero son bastantes los que han quedado atrapados. Se han clavado ellos solos en las lanzas almohades que los aguardaban, o han sido sus monturas las que se han empalado. Han quedado trabados, y alguien los ha alanceado desde las filas posteriores. Otros se han venido abajo, cogidos entre los arzones y estorbados por los estribos. Una vez en el suelo, no hay defensa posible. Son los propios compañeros quienes, a pesar de que intentan evitarlo, aplastan a los infortunados. O bien los almohades heridos, coléricos y deseosos de largarse de este mundo en compañía, se arrastran, desenfundan sus cuchillos y los meten por entre almófar y loriga para degollar a quien les haya caído en suerte.

—¡Atrás, he dicho! —repite el rey. Su orden se extiende. Cada haz obedece a su líder, y en el otro extremo, Guillem Despujol hace lo propio. Algunos cristianos se entretienen picando desde arriba. Los más hábiles consiguen encabritar a su destrero y aprovechan la bajada para que el animal patee la inamovible línea; al tiempo, la lanza baja y perfora yelmos u hombros, o clava pies al suelo.

Mardánish se aleja de las filas enemigas mientras las azagayas vuelan para buscar las espaldas cristianas, y poco a poco lo imitan los que han superado la primera carga. Han de replegarse. Apenas lo suficiente para tomar impulso y lanzar un segundo envite. Al cabalgar en retirada, el rey ve que su infantería se aproxima en buena formación. Los infantes delante, y los arqueros y ballesteros detrás. Acierta a distinguir que Azagra dirige el avance. El navarro ordena algo, y los arqueros lanzan una salva en parábola para cubrir el repliegue de la caballería cristiana. El rey busca a su hijo entre las filas de la infantería, pero no puede verlo. Al igual que Azagra, Hilal ha preferido marchar a pie, como sus hombres.

La retirada concluye y los caballos giran. Están fuera del alcance de las jabalinas almohades, pero el tipo que dirige al enemigo no anda torpe, porque aprovecha el momento para mandar tirar a sus arqueros. Los rumat lanzan con menos ímpetu y más despacio, pero algunas flechas consiguen impactar contra los agotados caballeros cristianos. Mardánish eleva el escudo y siente un par de golpes. Los gritos de dolor son ahora más débiles. El cansancio sobrevuela el campo de batalla. El rey tiene sed. Mucha. Y le cuesta mantener alzada su protección negra con el brazo herido en Écija. Toma la espada que cuelga de su silla y la empuña, aunque también siente que pesa más de la cuenta. Mal momento para que la fatiga llegue. Pero han sido varios días de marcha forzada por un camino de montaña y bajo la lluvia, sin apenas dormir y atenazado por la angustia. Retira el escudo a un lado, sin importarle las flechas perdidas que ahora se cruzan en el aire con las que arrojan los andalusíes. Ve la carnicería que tiene ante sí. Hay caballos que se desgañitan a relinchos en tierra, con las entrañas enredadas en sus patas. Y hombres aplastados por ellos, intentando liberarse de la bestia que tritura sus huesos. Observa que algunos almohades salen de la formación para rematar a algún cristiano. Cuando lo hacen, los africanos se encarnizan; clavan desde bien arriba, y luego retuercen las lanzas para hacer saltar las sortijas de hierro que forman las lorigas. Las manejan a modo de torno hasta que las hunden en los cuerpos de los enemigos. O ensartan machaconamente, moviendo sus picas arriba y abajo, como si quisieran destrozar la carne de cada caído. Y lo consiguen. La línea almohade es todo un río de sangre. Un río de sangre. Aquella imagen le trae a Mardánish recuerdos. De Granada, y de los temores de Zobeyda.

Zobeyda.

El rey ya no ve a los muertos y a los heridos que se arrastran, ni oye los silbidos de las flechas, los gritos de los moribundos ni los atabales almohades. Se fija en la silueta de Murcia, que puede distinguir entre los estandartes africanos, e imagina a su favorita esperándole en lo alto de las murallas. La suerte que ahora corren los caídos ¿será la misma que padezcan los murcianos?

—¡Adelante! —vocifera, reanimado por sus propios temores—. ¡A la carga! ¡¡Dolor y muerte!!

Los caballeros cristianos desenfundan espadas y aferran mazas. Casi todos han perdido sus lanzas, y los sirvientes que llevan las armas de repuesto forman en la infantería. Pero los mercenarios del norte no están tan motivados como Mardánish. No tienen a una bella reina que los aguarda en el adarve de un alcázar, ni la pérdida de Murcia supondrá gran cosa. Como mucho, la merma de la siguiente soldada. La arenga del rey de hace unos instantes, el riesgo de que el fanatismo almohade termine por ahogar a todos, andalusíes y cristianos, se va diluyendo en el penetrante olor de la sangre. Por el contrario, la visión de los compañeros muertos o mutilados delante de ellos retiene a los cristianos. A pesar de todo, la segunda carga se inicia. Más despacio. Sin temblores de tierra. Mardánish lo ve, y la agobiante sensación de soledad parece regresar. De nuevo su imaginación le tienta a verse abandonado. Incluso traicionado. Es curioso, pero en ese momento, mientras eleva la espada para golpear cuando llega al galope hasta las líneas enemigas, se pregunta qué hace él allí. Y dónde está el rey de Castilla. Y el de Aragón. ¿Dónde están los reyes cristianos?

Retaguardia almohade

Desde lo alto de su caballo, Utmán pide a gritos un odre de agua, y un sirviente se adelanta y cumple la orden del sayyid. Este bebe, y el líquido resbala por las comisuras de sus labios, moja la barba y se cuela bajo la loriga hasta empapar la ropa y mezclarse con el sudor. Luego arroja el recipiente vacío a tierra, y sus ojos se resisten a volver al combate.

Cada vez le angustia más toda esa sangre. Es la misma sensación que tuvo en Granada hace años, cuando mató por su propia mano al judío Rubén, crucificado en la colina Sabica. O cuando ordenó ajusticiar a decenas de hebreos a las puertas de Málaga. O cuando ejecutó a Abú Yafar ante la mismísima Hafsa. Siente náuseas, y una violenta arcada despacha parte del agua que acaba de tragar. Se restriega la boca. Quiere gritar. Lanzar órdenes a los jeques. Pero es inútil. No pueden oírle. Hace tiempo que dejaron de volverse para observarlo y obedecer sus gestos. Ahora todos pelean por su vida ahí delante. Los versículos del Corán o las bellas palabras de las banderas almohades importan bien poco. Incluso la amenaza de los esclavos negros a retaguardia es algo banal. La segunda carga de la caballería cristiana ha barrido de nuevo a la infantería almohade, y la última línea es la que se apresta a relevar a los que han caído ante ellos. Ve cómo el espacio entre esas filas traseras y los rumat se aclara. Cada vez quedan menos fieles, y los infieles siguen presionando. Es como un gran monstruo sanguinolento que traga hilera tras hilera de hombres. Incluso puede ver que los que avanzan para unirse a la matanza deben subir sobre el escalón de cadáveres desmembrados y destrozados. Se está formando una muralla de carne y hueso.

Galopa a la derecha y pasa tras los guardias negros, impertérritos mientras sus lanzas apuntan a las espaldas de los desesperados rumat. Alcanza el claro y siente la tentación de salir por el hueco para ver qué hace el resto del ejército enemigo. Por fortuna, las filas cristianas son más cortas y no han pensado en flanquear ni en tratar de forzar su entrada por allí. Utmán mira al norte, a la espera de ver el retorno de la caballería árabe. Nada. Abú Hafs no regresa. A pesar de que lo prometió. El sayyid se vuelve y observa el rostro de un atabalero cercano. Como sus compañeros, está montado en una mula y golpea rítmicamente los timbales ceñidos a los lados de la silla. Es un muchacho muy joven. Tanto como era él mismo cuando llegó a al-Ándalus. El chico mira a su sayyid, y este reconoce la angustia que reflejan sus ojos. Su faz está desencajada, y el color casi negro de su piel torna hasta el blanco. Toca mecánicamente, redoblando al ritmo frenético que impone el combate, y su labio inferior tiembla con mayor viveza aún. Utmán se fija mejor en la mirada del atabalero, oscura y rezumante de lágrimas por la matanza que está presenciando. Los gritos siguen. El hierro choca contra el hierro, taja la madera y se hiende en la carne. Se oyen súplicas de piedad. Hay guerreros que llaman a sus madres en varias lenguas. Y ese olor nauseabundo… Utmán vuelve a vomitar, inclinado a un lado y sin preocuparse de que sus hombres le vean. El joven atabalero detiene el tamborileo y su ánimo termina de derrotarse. Sabe que va a morir. Que cuando los cristianos consigan forzar los restos de la barrera almohade, él será quien reciba dos palmos de hierro en las tripas. Y será doloroso. Gritará y se retorcerá como esos tipos de ahí delante. Observa a su sayyid, presa de una nueva arcada que le estremece el vientre, y el propio Utmán se da cuenta entonces de que va a ser derrotado.

Retaguardia mardanisí

Azagra y Hilal cubren corriendo la última parte del camino. Lo hacen forzados por la prisa, porque ven la carnicería que se desarrolla ante sus ojos.

Casi todos los jinetes cristianos han desmontado, con sus caballos heridos o simplemente porque los animales no son capaces de permanecer en pie en medio de toda esa locura. Otros muchos caballeros han caído y se encorvan de dolor mientras agarran sus muñones o intentan desclavarse sables y lanzas. La primera línea de infantería almohade se ha convertido en un escalón humano. Una masa sangrienta de hombres apretados unos contra otros, mezclados con caballos destripados y escudos de todos los tamaños y hechuras. De vez en cuando, una mano solitaria y ensangrentada asoma por debajo de la montonera y queda inerte. Se lucha sobre ese escalón, batiéndose en grupos los soldados por hacerse con el dominio de la altura improvisada por la propia carnicería. Media docena de cristianos sube y consigue trabar los escudos arriba. Sueltan tajos y mazazos a los almohades, pero al punto los africanos empujan desde las filas posteriores y, con el sacrificio de los luchadores de vanguardia, consiguen desalojar a los caballeros. Así, el escalón crece y, de vez en cuando, una parte se desparrama y los cadáveres ruedan y resbalan con un sonido espeluznante. Los guerreros pierden pie y caen, y son de inmediato rematados. Otros se escurren en la sangre y se agarran a otros soldados, amigos o enemigos. No suelen correr mejor suerte.

Azagra y Hilal han ordenado a arqueros y ballesteros acompañar a la infantería hasta el lugar mismo de la pelea. Toda mano será necesaria, y a esa distancia sirven de poco las andanadas parabólicas. De ese modo, varios cristianos se acercan a la refriega y disparan sus ballestas de cerca. Es imposible fallar, y muchos almohades son lanzados sobre sus filas traseras con los rostros atravesados por virotes. Pedro de Azagra se vuelve un momento para asegurarse de que el joven heredero del Sharq le sigue. Tuerce su carrera a la derecha, hacia el río. Sabe que el rey Lobo debe de luchar por allí y le preocupa su suerte. Cuando llega al escalón, el concierto de gritos de dolor le provoca un escalofrío. Aun así se rehace y anima a los refuerzos.

—¡Al ataque! ¡¡Dolor y muerte!!

Los cristianos reciben a su infantería como aire fresco en día de canícula. Los peones armados con sables, hachas, mazas y largas astas rematadas con cuchillas se introducen por entre las filas de fatigados caballeros. Repiten la arenga del día y embisten a los también extenuados almohades hasta que logran desalojarlos del escalón humano en toda la línea. El alborozo se extiende por el campo en forma de gran clamor, y los atabales enemigos se apagan por un momento.

—¿Dónde está mi padre?

Azagra no responde. Mira a lo alto de la montonera de despojos y busca el escudo negro, pero no ve al rey. Entonces, a causa del peso de los miles de nuevos guerreros que se unen a la lucha, el escalón cede. Lo hace a tramos. Los muertos resbalan sobre otros muertos y se esparcen. Así, el navarro puede ver que los almohades, por fin, parecen retroceder. Se da cuenta de que los cristianos han superado la amarga barrera, y que ya avanzan por el otro lado y acosan a los africanos. Mardánish debe de estar allí, en lo más recio del combate.

Retaguardia almohade

El sol ha bajado. Mucho, pues hace rato que tocó el horizonte. ¿Tanto tiempo ha pasado?

Así ha debido de ser. Utmán no piensa mucho en ello. Su mente sigue puesta en la caballería árabe, a la que ahora necesita más que nunca. Se pregunta una y otra vez qué ha sido de Abú Hafs.

El sayyid se ha dado cuenta de que atardecía al ceder el escalón de despojos humanos. Entonces las filas de los enemigos han descendido, y Utmán se ha visto deslumbrado por el sol poniente.

Todavía, aunque con gran esfuerzo, resisten las últimas filas de guerreros almohades. Son los jinetes descabalgados, con sus rodelas de piel de antílope que apenas pueden cubrir su flanco. Ve cómo los cristianos lo aprovechan y clavan sus armas en las piernas de los fieles, haciendo que se derrumben. Luego avanzan hacia la siguiente fila sin molestarse en rematar a los caídos. Esa tarea la dejan para los que vienen detrás. Tipos que golpean con ballestas o degüellan con dagas. Arqueros que han desenfundado espadas cortas con las que apuñalan una y otra vez, con inquina obsesiva. Los almohades se defienden bien a distancia de lanza. Logran clavar una o dos veces, pero pronto son superados cuando se llega al cuerpo a cuerpo. Utmán ya puede ver a los cristianos que luchan en vanguardia. No son muchos, porque han sufrido severas bajas. Tantas como las de los propios almohades. Pero lo peor es que por detrás siguen llegando más infieles. Y aún más allá, los caballeros que han sobrevivido a las dos brutales cargas toman aire para descansar y volver de inmediato a la lucha. El sayyid se da cuenta de que en muy poco tiempo los enemigos llegarán hasta sus Ábid al-Majzén. Recorre la línea a caballo y lanza su nueva orden:

—¡Rumat! ¡Al combate!

Los arqueros velados se estremecen de terror, pero la guardia negra carece de piedad. Las puntas de sus lanzas empujan y punzan espaldas, glúteos y piernas, y los rumat dejan a un lado los arcos, que hace ya largo rato que no usan. Desenfundan sus puñales, aunque la mayor parte se apresura a rebuscar por el suelo, cerca de la refriega. Recogen adargas y sables de los caídos. Los Ábid al-Majzén siguen empujando. Por fin, los arqueros se unen al combate y son engullidos por el horror. Utmán consigue imponer su orden a todo el ejército, y los almohades reciben el refuerzo con alivio. Entonces el sayyid se da cuenta del gran número de enemigos derrengados que, en las filas traseras, toman aire con las bocas abiertas de par en par. A su izquierda puede ver decenas de hombres que, sin desembarazarse de sus petos y lorigas, se introducen entre los juncos y meten la cabeza en el río para beber. El sayyid pone más atención y enseguida lee en los rostros de cristianos y andalusíes: están al borde del desmayo. No es al ejército de Dios, el Único, al que temen. Es el agotamiento el que puede contenerlos. Así pues, lo único que debe hacer es forzar ese agotamiento. Inmovilizarlos un poco más sobre la carnicería. Justo lo que dijo Abú Hafs: resistir. Utmán se dirige al jefe de los esclavos negros con firmeza. El hombre sigue impávido, ajeno a la matanza que muy probablemente le alcanzará en breve. No le importa la muerte. La muerte forma parte de su trabajo.

—Pasa la orden a todos los Ábid al-Majzén. A mi voz, penetrad por entre las filas y masacrad al infiel. Cumplid con vuestra misión.

El gigante asiente y se da la vuelta. Su espalda, ancha y cruzada por las correas, se aleja, y el sayyid lo ve dirigirse con gran calma a otros esclavos. Cada uno de ellos recibe la noticia sin alterarse, y a continuación comprueba sus correajes o musita unas palabras en voz baja. Quizás alguna invocación ancestral consagrada a dioses paganos de los que apenas quedan rescoldos en su mente.

Vanguardia mardanisí

Mardánish oye gritar al propio dolor. Hace tiempo que ha dejado de sentir su brazo izquierdo, salvo las cicatrices de las heridas de Écija. Las condenadas parecen abrirse de nuevo y queman. Su hombro derecho también está entumecido, y a cada tajo que da, se diría que el brazo se desgaja de su cuerpo. El sudor chorrea desde su frente y le empapa pómulos y mejillas. El sabor salado en la boca le recuerda que se muere de sed. Sabe que lo han herido. Tres veces, al menos. Una de ellas es muy evidente, pues la sangre no le permite ver con el ojo izquierdo y nota un escozor apagado en la cabeza. Cree que ha sido un sablazo, y está seguro de que el yelmo le ha salvado la vida. Es igual. No le duele. No aún. Las otras dos heridas las ha visto venir. Un lanzazo en pleno pecho le ha desmallado la loriga y le ha roto varias anillas, aunque no parece haber penetrado mucho. La otra herida no es de las que sangran. Se trata de un mazazo en el escudo que ha hecho crujir su muñeca, y a ese le atribuye parte del adormecimiento del brazo. Los almohades que lo han dañado están muertos. O deben de estarlo, porque pasó sobre ellos y los dejó atrás, a merced de arqueros y ballesteros.

Pese a todo, sigue luchando en primera línea. El refuerzo de la infantería ha sido crucial, y gracias a ello han logrado vencer la insólita resistencia almohade. Quebrar esas primeras líneas parece haber puesto el triunfo al alcance de su mano, y los que antes parecían guerreros venidos abajo, ahora se animan unos a otros. Se arrastran porque no pueden con su alma, pero combaten. Y matan almohades. Ahora es más fácil, pues las líneas traseras de los africanos carecen de esos escudos grandes y solo llevan adargas. Sus lanzas son más ligeras también. Pero los malditos están frescos. Cada nueva línea de guerreros los recibe descansada, mientras que ellos acusan, y mucho, el cansancio de los últimos días. Él mismo nota que desfallece. Quiere ensartar a un tipo que acaba de plantarse ante él y mira con cara de pavor. El muy imbécil lleva un simple peto acolchado y empuña un sable. A su derecha pende una aljaba vacía. Un arquero. El rey Lobo se esfuerza por levantar el brazo para quitarlo de en medio, pero sus miembros no responden. Está a punto de perder la espada. De pronto, una ballesta se apoya desde atrás en su hombro y oye el crujir de la cuerda. El virote sale zumbando, acaricia el almófar de Mardánish y su punta entra en la garganta del arquero enemigo. La atraviesa entera, destroza el cuello y sale por la nuca para continuar un débil vuelo que lo lleva, totalmente ensangrentado, al suelo. El africano se desploma y otro ocupa su puesto, pero el rey se da cuenta de que no puede seguir luchando.

Se hace atrás, y es de inmediato relevado. Incluso da la espalda al enemigo. Deja caer los brazos. Un par de sus propios súbditos lo apartan a codazos sin reconocerlo. Mardánish retrocede a la montaña de cadáveres desmoronada y la rebasa, y a continuación cae de rodillas. Suelta la espada y se desenlaza el barboquejo. Mira a su izquierda. Hay hombres metidos en el río, saciándose. A él también le mata la sed, pero es incapaz de cubrir los escasos codos que hay hasta el agua.

—¡Padre!

La voz viene de la línea de combate. El rey no puede girarse, pero reconoce de inmediato a Hilal. Se alegra de que siga vivo, aunque no puede sonreír.

—¡Amigo mío! ¿Estás bien?

Es Pedro de Azagra. Se pone delante de Mardánish y palpa su loriga, toda empapada en sangre.

—La mayor parte es del enemigo —aclara el rey Lobo con voz ronca.

Hilal se descuelga un odre que lleva colgado del tahalí y lo vuelca sobre los labios de su padre. Mardánish echa la cabeza hacia atrás y abre la boca para dejar que el agua la inunde. Nota que el frescor se abre paso por su pecho reseco, poco a poco siente volver la vida a sus miembros. Azagra pone rodilla en tierra para acercar la cara a la del rey.

—Avanzamos en toda la línea, pero ellos resisten muy bien —informa.

Mardánish termina de beber y Hilal pasa un paño sucio por la cara del rey. La limpia de la sangre que chorrea desde la frente.

—¿Seguro? ¿Y el flanco izquierdo?

—No hemos llegado hasta allí, pero no se ha quebrado, así que Guillem debe de estar cumpliendo.

Mardánish asiente. Todavía necesita unos instantes para recuperarse.

—¿La caballería de mi suegro?

—Ni rastro. Estará batiéndose contra los árabes al norte.

—Eso está bien… —El rey carraspea y suelta un escupitajo sanguinolento, luego tose durante un rato mientras Azagra y Hilal se miran preocupados y alternan la vista con la del frente, cada vez más desplazado hacia los almohades—. Si Hamusk consigue entretener lo suficiente a esos árabes, podremos poner en fuga a estos hijos de perra.

El navarro se yergue preocupado. Ve a una multitud de guerreros andalusíes y cristianos sentados en el suelo, apoyadas unas espaldas en otras, mientras sus compañeros se baten en vanguardia contra una cada vez más fina línea enemiga.

—No podremos aguantar mucho más. Los hombres apenas pueden levantar las armas. Y los almohades no ceden. Mueren por cientos, pero no ceden.

Mardánish lo sabe. Él mismo se ha cansado de matar, y siempre ha visto a cada víctima relevada por un nuevo africano. Acuden a la muerte como reses a la hecatombe. Se diría que ofrecen directamente su pecho en la esperanza de que sea la fatiga la que derrote a los guerreros del Sharq.

—Falta tan poco… Tenemos la victoria al alcance de la mano… —Un nuevo acceso de tos. Ahora la sangre fluye desde la boca del rey. Para ocultarlo, Hilal abrocha el ventalle de su padre y enlaza de nuevo el barboquejo.

—Por la santa Virgen María… —susurra Azagra.

Hilal, alarmado, lleva la vista en la dirección en la que mira el navarro. De inmediato ve cómo la línea propia está frenada e incluso retrocede.

—¿Qué ocurre? —pregunta el muchacho, angustiado.

—Son esos titanes negros. Se han unido al combate.

Mardánish recoge la espada y emite un quejido de dolor al ponerse en pie. Le crujen los huesos, y su brazo izquierdo se niega a plegarse. Así, apenas podrá sostener el escudo. Se gira y ve que una muralla negra y brillante se alza ahora ante sus hombres. La altura de los Ábid al-Majzén permite distinguir su oscura piel sin problemas, y además se están abriendo hueco a lanzazos. Andalusíes y cristianos vuelan desmadejados o son espetados con lanzas tan gruesas como mástiles. Los esclavos negros son pocos, pero enseguida se enseñorean del combate.

—Id al flanco izquierdo —ordena el rey a Pedro de Azagra y a Hilal—. Que los que están descansando se levanten. Obligad a luchar a los heridos. ¡A todos! Decidle a Despujol que este es nuestro último reto. Acabad con esos negros y venceremos.

No espera a ver si se cumple la orden. Él mismo se dirige al río, llama a gritos desgarrados a los hombres que beben y los reclama para la lucha. Con la parte plana de la espada azota a los que ve sentados o tumbados, y los obliga a entrar de nuevo en la lid. Todos lo observan con ojos vidriosos. Su voz se rompe y tose. Mira alrededor. Ve que sus hombres no pueden ir más allá. Sabe que algunos aceptarán la muerte ahí mismo, mientras boquean en busca de aire. Siempre ha sido así, en realidad, ¿no? El Sharq al-Ándalus no es más que un orgulloso guerrero que, pese a todo, no puede vencer.

Traga su propia sangre y se lanza al combate. Cristianos y andalusíes lo ven entrar en lo más denso y enfilar directo hacia un enorme negro; esquiva su lanzazo y, llevado el rey por su propio impulso, hunde la espada hasta la empuñadura, cortando las dos correas de cuero que se cruzan en el pecho del africano.

Retaguardia almohade

Utmán acaba de hacer un gesto inequívoco con su lanza hacia el frente. Y como si fueran uno solo, todos los Ábid al-Majzén han avanzado para sembrar el desconcierto. Sus propios compañeros de credo, casi tan temerosos de ellos como de los adversarios, se han hecho a un lado para dejarlos pasar.

Y han entrado matando. Han logrado frenar el ímpetu enemigo. Han elevado una delgada pero sólida muralla de piel bruna y resplandeciente, que ahora estira sus sombras hacia Murcia cuando el sol está a punto de desaparecer por completo tras las montañas de occidente.

Utmán siente que la esperanza vuelve. Los guardias negros son pocos, pero no se los puede detener. Admirado, observa cómo los Ábid al-Majzén desbaratan las caóticas filas cristianas y andalusíes. Se plantan con ambas piernas flexionadas y sus enormes lanzas agarradas con las dos manos. Pinchan con un impulso repentino y desgarran pechos. Hacen estallar las lorigas, despidiendo anillos en todas direcciones. Hunden los rostros de sus oponentes y desgajan miembros. Atraviesan los escudos y destrozan los brazos. Luego retiran el arma hacia atrás, y con ello arrancan entrañas, abren grietas por las que escapa rauda la sangre o se traen clavado a un desgraciado que cae roto a sus pies. Los Ábid al-Majzén son imparables. Máquinas de matar. Y lo mejor es que ninguno de ellos cae.

Tras las líneas enemigas se recomponen los ballesteros, y la gente asoma desde los juncales. Algunos que parecían muertos se levantan y se acercan a duras penas y con el corazón encogido. Varios guardias negros pierden al fin sus lanzas, que ya no pueden agarrar porque las manos les resbalan en la sangre. Desenfundan sus grandes sables y empiezan a cortar. Los miembros humanos vuelan, las cabezas se separan de los troncos. Los refuerzos enemigos llegan cada vez más cerca, pero con gran coste de vidas. Se agolpan, obstinados, y arremeten contra los enormes esclavos del Majzén. La guardia negra detiene su avance, simplemente porque cada uno de ellos lucha contra media docena de enemigos. Uno de los Ábid al-Majzén cae por fin y un rugido surge de las líneas enemigas. Utmán mira atrás, a los atabaleros. Es ahora o nunca. El tamborileo se torna frenético. Algunos muchachos caen de sus asnos, incapaces de seguir tocando. Otros arrojan sus mazos lejos y, presos de un arrebato místico, corren hacia la lucha desarmados. Varios miran hacia Murcia, con claras intenciones de huir. Utmán sabe que el momento definitivo ha llegado. Ha ofrecido a Dios, el Único, todos y cada uno de los sacrificios del día, y ahora le toca a él. Desmonta con parsimonia. Deja caer la lanza. Desenfunda su sable y lo mira con devoción. Esa hoja ha catado carne infiel varias veces y ahora volverá a probarla. Cierra los ojos un instante, se encomienda a Dios y no puede evitar que la imagen de Hafsa se presente en su memoria. Un aguijonazo de dolor acompaña a la granadina y Utmán siente un extraño regocijo al saberse amparado por su recuerdo. Abre los ojos y ve al jefe de los Ábid al-Majzén delante de él, abatiendo enemigos. De pronto, una hoja ensangrentada asoma por la espalda del enorme guerrero negro y las dos correas cruzadas caen a los lados.

Retaguardia mardanisí

La oscuridad se cierne lentamente desde levante. Un viento fresco ha sustituido a la brisa, y aunque aleja un tanto el olor a muerte, también consigue helar el sudor y emponzoñar la esperanza.

Azagra y Hilal han cogido sendos caballos de los que desde hace un rato campan a sus anchas por la llanura. Son los que los cristianos han tenido que abandonar para luchar a pie, o bien aquellos cuyos jinetes han muerto alcanzados por flechas. Los destreros parecen sentirse felices de contar de nuevo con hombres que los guíen, y llevan fielmente al navarro y al andalusí hasta el extremo izquierdo de la línea. Los dos llegan pegando grandes voces, animando a los que descansan para que hagan un último esfuerzo. No consiguen gran cosa, pero al menos da la sensación de que la lucha se ha equilibrado.

—¡Allí! —Hilal alarga su lanza hacia lo más alejado del flanco—. ¡Guillem Despujol!

Azagra lo ve y pica espuelas. El caballero barcelonés conserva su escudo y empuña una maza. Se bate muy bien con uno de esos gigantescos Ábid al-Majzén. Ambos se han enzarzado y nadie parece tener intención de molestarlos. Por un momento, el navarro teme por la suerte de Despujol, porque el esclavo le puntea hasta conseguir que retroceda. Pero en una de las acometidas del africano, la maza del barcelonés parte por la mitad el asta de la gruesa lanza almohade. La sorpresa se dibuja en la cara del negro y, a continuación, su cráneo se hunde por un tremendo golpe del caballero. Hilal no puede evitar un aullido de triunfo; Despujol lo oye y se vuelve. Su rostro, medio cubierto por el nasal del casco y el almófar, está ennegrecido de barro y sangre seca, pero se le ve sonreír.

De pronto Pedro de Azagra refrena su montura. El pobre animal resbala con la sangre y las vísceras, y el guerrero está a punto de caer al suelo. Su vista está fija en el norte, y tanto Despujol como Hilal reconocen el terror en el gesto del navarro. Sus cabezas giran lentamente. El sol, desaparecido, ha pegado fuerte durante todo el día y por fin ha conseguido secar la humedad. Lo primero que ven, pues, es la nube de polvo que se levanta a septentrión.

Vanguardia almohade

Utmán ve caer al guardia negro atravesado. Una hoja recta acaba de asomar por su espalda. Se derrumba como uno de esos árboles gigantescos que pueblan las espesas junglas de las que proceden muchos de los Ábid al-Majzén. Ha caído con gran dignidad, sin soltar un gemido y con la lanza empuñada.

El sayyid está ahora frente al paladín que ha matado al titán negro. La sorpresa le abofetea duro, y un dolor súbito y agudo le aguijonea la pierna derecha. Es una vieja herida que alguien le hizo en Almería. Alguien que llevaba en su estandarte la misma estrella plateada que ahora puede ver en ese escudo negro. Una estrella de ocho puntas. Como los ocho años que han pasado desde aquel combate al pie de una empalizada.

—¡Lobo!

Su oponente, agotado, le presta atención. La sangre chorrea desde debajo del yelmo y mancha su ojo izquierdo, y el escudo en el que ha reconocido la enseña de los Banú Mardánish cuelga inerte a un lado. Los dos hombres sostienen las miradas. Nadie se interpone entre ellos.

Utmán reacciona y ataca, y Mardánish detiene el tajo con su espada en lugar de interponer el escudo. El sayyid prueba suerte de nuevo, enfervorecido por el triunfo que Dios acaba de servirle en bandeja. Aquello que no pudo cumplir en el asedio de Almería… Presentarse ante su hermano con los despojos del peor adversario de los almohades. Utmán se emplea a fondo y ataca desde todos los ángulos. Incluso parece que su cojera le ofrece una tregua para poder hostigar a su jurado enemigo. Hace retroceder al rey Lobo sin darse cuenta de que supera sus filas y las deja atrás. Pero el caos es enorme. Nadie se preocupa más que de su propia estrella. Mardánish solo puede defenderse con dificultad. Está muy cansado, mientras que Utmán acaba de entrar en combate. Cruza su espada una y otra vez, pero los golpes del almohade arrecian. La desesperanza se impone. Llega el abandono. El rey ve claro que va a caer ante un adversario más joven y fresco. Era de esperar: ha consumido lo último de su resuello en derribar a aquel negro enorme que destrozaba sus filas. No da por malo ese final, con la espada en la mano y un reguero de cadáveres tras de sí. Detiene un golpe más y trastabilla; se da cuenta de que ha pasado sobre la muralla de cadáveres, ya derribada. Intenta ganar distancia para tomar aire y aprovecha para desembarazarse del escudo, que ahora es simplemente un peso muerto. Eso le alivia. Mira al almohade y aguarda un nuevo ataque. Se dispone a morir.

Retaguardia mardanisí

Guillem Despujol deja de prestar atención a la línea de combate. Durante un instante suelta la maza para que cuelgue del cordón que la une a su muñeca derecha y, lentamente, se persigna. Luego afirma ambos pies en tierra, eleva su escudo y fija su mirada en el norte.

Azagra y Hilal asisten horrorizados y dan la alarma. La caballería árabe llega desde el flanco izquierdo. Miles de jinetes, frescos y limpios, blanden sus jabalinas mientras se acercan. Ululan, y eso sirve también de aviso a los restos del ejército del Sharq. Los almohades supervivientes paran un momento, rebuscan en su interior y sacan fuerzas para aclamar a sus compañeros árabes.

—¡Vámonos! —apremia Azagra—. ¡Vámonos!

Pero Hilal se niega. No quiere dejar solo al caballero barcelonés. Instintivamente coge la lanza con la izquierda, sostenido el escudo con las correas, y lleva la mano derecha atrás para buscar su arco, pero entonces se da cuenta de que no monta su propio caballo, sino un destrero cristiano. Azagra ve lo que el joven andalusí se dispone a hacer. No puede consentirlo: además de su escudero, ese muchacho es el hijo de su amigo. El hijo del rey. Espolea a su caballo y arranca hacia él, y justo en ese instante uno de los árabes más adelantados arroja su jabalina contra Hilal. El navarro, con el corazón en un puño, estira el brazo izquierdo, se cruza en el camino del proyectil y levanta el escudo. La jabalina rebota contra la madera forrada de cuero.

—¡Vámonos! ¡Por tu vida!

Cientos de hombres, muchos de ellos heridos, corren espantados a su alrededor. Se dirigen al sur, hacia el río Guadalentín, o intentan dispersarse. Los más osados tratan de ganar las cercanas orillas del Segura o la empalizada que rodea la aldea de al-Qántara Asqaba. Los almohades aprovechan para lanzar un último ataque. Unos pocos arqueros, varios infantes y la mayoría de los Ábid al-Majzén cargan a pie contra los enemigos en fuga. Hilal, por su parte, ve horrorizado cómo los jinetes árabes pasan de largo, aparentando ignorar a Despujol. Pero luego se giran y arrojan sus azagayas. El valiente barcelonés cae acribillado, y luego es pisoteado por otros caballos. Azagra sigue gritando mientras hace aspavientos, y el muchacho reacciona al fin y tira de sus riendas.

La caballería árabe alcanza el flanco izquierdo mardanisí. No hay cuartel y empiezan a disparar de lejos, pero pronto los enemigos se dan cuenta de que los cristianos y andalusíes no se defienden, así que desenfundan los sables y agarran las mazas. Comienza la verdadera carnicería. Hilal cabalga ya junto a Azagra a toda espuela. En sus retinas ha quedado grabada la muerte de Guillem Despujol, y no puede dejar de pensar que quizá su padre acabará igual. Conforme pasan rumbo al sur, los supervivientes de la línea mardanisí se dan cuenta de que son atacados de flanco y las voces recorren el ejército, que se da a la fuga sin orden ni concierto. Los más vivos corren a los caballos que deambulan cerca sin jinete, pero otros se ven aislados en medio de la llanura, entre la caballería árabe que se les echa encima y los almohades que quieren rematar el triunfo. Varios cristianos se arrodillan, se santiguan y se encomiendan a Dios o a sus santos patronos. Muchos andalusíes se postran para implorar piedad. Suplican el amán y gritan su sumisión al Tawhid. Todos son exterminados.

Azagra ha tomado la delantera y llega al extremo sur de la desgarrada línea. Apenas lleva diez o doce cuerpos de ventaja a Hilal, pero ve antes que él lo que sucede: Mardánish está encorvado, aunque se mantiene en pie. Ha perdido su escudo y lleva empuñada la espada, pero la punta de esta se apoya en el suelo. Sangra mucho por la cabeza. Ante él, un almohade de ricas vestiduras se dispone a despacharlo de un sablazo. Se está tomando su tiempo, como si quisiera saborear el momento. Como si hubiera reconocido a su oponente. Como si supiera que va a matar a un rey. El navarro grita para llamar la atención del africano.

—¡Aquí! ¡Puerco infiel! ¡Aquí!

Utmán se vuelve sorprendido. Cuando quiere darse cuenta, tiene encima al cristiano y solo puede rodar a un lado para evitar ser arrollado por el destrero. Se recupera enseguida y da la cara. Azagra se detiene y gira. Ve que Hilal se apercibe de lo que sucede. Bien. El navarro embiste de nuevo al almohade, pero el tipo cojea tras el cadáver de un caballo destripado y lo elude una vez más. El africano parece fresco, como si no se hubiera batido en toda la jornada. Azagra espolea al destrero, pero se da cuenta de que el animal también es víctima del cansancio. Decide limitarse a mantener a raya al almohade.

Hilal, mientras tanto, se acerca a su padre y le tiende la mano. Mardánish mira como si no lo conociera. El rey está empapado en sangre, lleva la loriga desmallada y el brazo izquierdo le pende lánguido. El joven mira atrás. La caballería árabe se entretiene al norte, pero pronto acabarán la matanza allí y seguirán barriendo las líneas hasta llegar al Guadalentín.

—¡Padre! ¡Mi señor! ¡Sube ya! ¡Hemos perdido! ¡Debemos huir!

Mardánish no se mueve. Sigue ahí, con la mirada perdida.

—¡Hazlo por nosotros, tu familia! ¡Hazlo por mi madre! ¡Por Zobeyda!

El rey Lobo se sacude y retorna al mundo. Mira alrededor, a través de la cortina de sangre, sudor y derrota. Toma conciencia de los gritos. A poca distancia, la infantería almohade remata a los heridos y pone sus ojos en el lugar en el que está Mardánish. Zobeyda. Tiene tantas ganas de verla. De dejarse caer en su regazo y llorar. Ella lo arreglará todo. Ella siempre calma su espíritu.

—¡Padre, monta ya!

Por fin obedece, toma la mano de su hijo y se sirve del estribo que Hilal deja libre; nota la fuerza del muchacho, que tira de su padre con el afán de la desesperación, y se sienta a horcajadas sobre la grupa del destrero. La espada cae de su mano y Hilal llama a gritos a Azagra.

El navarro lanza una mirada desafiante que el sayyid almohade le devuelve sin dudar. Luego clava las espuelas hasta hacer relinchar al caballo y emprende la huida junto a Hilal.