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Capítulo 59

Dolor y muerte

DOS días después. Llano de al-Yallab, entre los ríos Segura y Guadalentín

La lluvia cesó el viernes. Para los almohades fue como si Dios, en su día sagrado, hubiera decidido aclarar el cielo con intención de asistir a una gran batalla; la que decidiría la guerra santa.

El ejército africano llevaba desde por la mañana en aquel llano, el que se abría junto a la aldea de al-Qántara Asqaba; justo donde el río Segura giraba para dirigirse a Murcia. Las casas, por supuesto, estaban vacías. Ni un solo habitante quedaba, pues todos habían corrido río abajo hacia la capital, presos del pánico y cargados con lo más valioso de sus enseres. Ahora, guarecidos tras las murallas de Murcia, esperaban el desenlace.

Los almohades, mientras tanto, se abstenían de montar su campamento. Estaban detenidos y en formación de guerra en el llano al que los lugareños llamaban al-Yallab, donde solía montarse un mercado de ganado de gran fama en toda aquella parte del Sharq. Encarados a la sierra Despuña, extendían sus líneas de norte a sur; dejaban su costado derecho algo alejado de al-Qántara Asqaba, pero el flanco izquierdo estaba anclado a las orillas del Guadalentín. El río, que había sido compañero de viaje de las hordas africanas, giraba también en aquel lugar hacia levante para ir a desaguar en el Segura más abajo de Murcia. De esta forma, el camino a la capital quedaba a la espalda del ejército almohade, como si Abú Hafs se estuviera preparando para quitarse una molestia de encima y a continuación girar y dirigirse a su presa, la capital del Sharq al-Ándalus.

El visir omnipotente pasaba revista a sus hombres en la primera línea, y los observaba desde su montura con los ojos más enrojecidos que de costumbre. Tras él, su hermanastro Utmán lanzaba continuas miradas a las últimas elevaciones de la sierra a poniente, por donde se esperaba que apareciera el ejército de Mardánish. Los nervios le obligaban a aferrar con fuerza las riendas para ocultar su temblor. Pero, a pesar de ese miedo que ya conocía, su deseo por encima de todo era luchar. Batirse contra el rey Lobo. Soñaba con derribarlo de su caballo, como hiciera con Hamusk en aquella escaramuza junto a Marchena. Sin embargo, temía que su hermanastro le reservara una posición segura en la zaga, como correspondía al jefe del ejército, aunque este puesto estuviera en realidad ocupado por el propio Abú Hafs. En su examen de las tropas, los dos hermanastros, seguidos de cerca por los jeques de las cabilas y tribus, llegaron al extremo septentrional de la formación.

—Hay demasiado espacio entre nuestro flanco derecho y esa aldea —opinó Utmán—. Eso nos expone a ser rodeados. Si es una trampa, no la entiendo.

Abú Hafs dejó caer una de sus sonrisas de suficiencia.

—No es una trampa. El hueco permitirá salir a nuestra caballería árabe para usarla como mejor nos convenga.

—¿Y por qué no sacarla antes y formar después una línea bien protegida?

Abú Hafs señaló a levante.

—En la retaguardia tenemos Murcia. Aparte del pequeño puente de barcas de esta aldea, que he mandado destruir, el único camino cercano para entrar en la ciudad está tras nosotros. Es posible que Mardánish, ante el inmenso número de los fieles que buscan exterminarle, se detenga y no presente batalla. Pues bien, si eso ocurre, dejaré que vea cómo envío a las tribus árabes rumbo a Murcia. Eso le convencerá y no tendrá más remedio que atacar. Y nuestros hombres —movió el brazo en abanico para abarcar toda la línea que, a lo largo de casi dos millas, estaba plagada de guerreros dispuestos a dar la vida por el islam— se tragarán a ese falso lobo como lo que en verdad es: un cordero destinado al sacrificio.

Utmán ladeó la cabeza.

—¿Y si no ataca pero busca río arriba un vado para pasar?

—Me he asegurado con los exploradores. No le quedaría más remedio que hacer una larga marcha hasta encontrar un lugar hábil. Si opta por buscar ese vado, tendremos tiempo de establecer el sitio de Murcia y preparar la llegada de Mardánish, así que estaríamos igual. No, hermano mío. No desconfíes. Ese infiel presentará batalla. —Abú Hafs miró al cielo protegiéndose del sol con la mano, hizo un rápido cálculo y luego su vista se dirigió a las estribaciones de la sierra—. Y lo hará hoy mismo. En muy poco tiempo.

El paisaje dejó de estar poblado de pinares y ante los ojos de Mardánish se abrió el claro. Llevaban un buen rato de camino cuesta abajo por las últimas revueltas de la senda. Allí, los cerros perdían altura y el arbolado desaparecía. Las estribaciones finales de la sierra se estiraban a septentrión, y pronto, por su derecha, aparecería el llano cruzado por los ríos y acequias. Y un poco más allá, Murcia.

La impaciencia que había atrapado al rey Lobo durante aquel viaje infernal se volvió insufrible. Su caballo protestaba por el esfuerzo y se negaba a apretar la marcha. En la columna, un concierto de quejidos y murmullos acompañaba los pasos de los soldados de infantería, que de vez en cuando se detenían para frotar sus pies, sacudirse el barro seco que formaba costras en sus suelas o quitarse el calzado para sacar piedrecitas que los torturaban al avanzar. Los médicos recorrían la columna con mirada atenta y se acercaban a quienes se quejaban de las ampollas y de los súbitos dolores en las piernas. Los músculos se agarrotaban e impedían continuar a algunos, y otros simplemente se desvanecían tras vomitar el pan duro y el queso con los que se habían alimentado durante aquellas tres interminables jornadas.

A retaguardia, Hamusk llevaba a su montura al paso, retrasándose cada vez más de la expedición. Junto a él, al-Asad había conseguido por fin sostenerse sobre su caballo. Uno de los médicos le acababa de administrar, por orden del señor de Jaén, un bebedizo a base de ruda, acíbar y agáloco cocidos, y llevaba el ojo tapado con un paño impregnado en la misma mezcla. El León de Guadix estaba consciente y montaba sin ayuda, aunque iba encorvado y sudaba a goterones.

—Debes escucharme, al-Asad —le dijo Hamusk cuando estuvo seguro de que nadie los oía—. Tú, que has visto el campamento almohade, podrás decirme si nos superan en mucho. Mi nieto Hilal no ha dado ningún detalle de lo que atisbó desde Aledo.

El guerrero tuerto volvió la cabeza. Su ojo sano estaba amarillento, y la costra del corte hecho con la daga harga asomaba bajo el paño.

—Casi nos doblan en número.

—Lo suponía. —Hamusk hablaba entre dientes—. Sigue atento. Hoy debes valerme como nunca antes. A pesar de tu ojo. A pesar de todo.

—Manda —murmuró al-Asad.

—Mi yerno me dio el mando de la caballería andalusí. Y él siempre nos coloca en los flancos. Yo comandaré una de las alas, pero necesito a alguien de confianza en el otro costado de nuestro ejército. Alguien que me entienda. Que sepa interpretar mis órdenes. ¿Podrás hacerlo?

El León de Guadix asintió sin ganas. En su mente, todavía nublada por los restos de fiebre y debilidad, quería abrirse paso la idea de que su actual estado se debía a las conspiraciones de Hamusk. Pero era justo reconocer que el señor de Jaén siempre lograba salir con bien.

—Podré hacerlo.

Un par de jinetes árabes, enviados en descubierta por Abú Hafs, regresaban a todo galope. Los caballos pisoteaban la tierra de color rojizo salpicada de tomillo y levantaban finas cortinas de agua cuando atravesaban algún charco. Los dos se detuvieron frente a los sayyides, que seguían montados tras terminar la revista.

—Ya vienen.

Abú Hafs asintió, y los dos árabes, sin más, hicieron trotar sus monturas hacia el río para meterse entre la aldea de al-Qántara Asqaba y el flanco derecho del ejército.

—Ven a ver esto, Utmán. —El visir omnipotente tiró de las riendas hacia el llano por el que debía aparecer el ejército de Mardánish. Los jeques, sorprendidos, no supieron qué hacer, pero observaron con alivio que Abú Hafs se detenía a doscientos codos. Su hermanastro, que iba tras él, también refrenó a su montura.

—¿Quieres ver al enemigo de cerca? —preguntó Utmán. Pero Abú Hafs se dio la vuelta y miró a las líneas almohades. Aquel le imitó.

—Al enemigo lo veremos enseguida. Muy de cerca. A quien antes quiero ver es a los valientes que ahora se disponen a entregar su vida por Dios, el Único. Observa a las fieles tropas del islam.

Utmán obedeció. Realmente la imagen era sobrecogedora. La formación entre el Guadalentín y el Segura estaba cubierta por la larga línea de infantería almohade, con los guerreros ordenados y a intervalos regulares. Abú Hafs había hecho descabalgar a toda la caballería masmuda, y ahora los jinetes de la raza privilegiada por Dios, aferrados a sus adargas de piel de antílope, ocupaban las filas posteriores de la infantería. Así, seis filas de guerreros densamente apretadas, que creaban un muro de escudos de los que sobresalían las lanzas, serían las encargadas de encajar la potente carga de la caballería pesada cristiana. Los jeques formaban al frente de sus respectivas cabilas, repartidos por tramos los hargas, tinmallalíes, hintatas, yadmiwas y yanfisas. Por detrás, un millar de arqueros procurarían estorbar la cabalgada enemiga. La retaguardia era el lugar en el que se mantenían a resguardo los animales de carga y los caballos de los jinetes masmudas, los bagajes, los carruajes llenos de harina de trigo y cebada, los odres de agua y aceite, los fardos de comida, los molinos de campaña, el forraje para las bestias, las tiendas, las provisiones de flechas, arcos y jabalinas de recambio, escudos, espadas…, y junto a todo ello aguardarían los encargados de las acémilas y camellos, los chambelanes, médicos y escribanos. Por delante, con los timbales colgados de las sillas de sus asnos, los atabaleros se preparaban para atronar el cielo con sus tamborileos. Estaban protegidos por los casi mil Ábid al-Majzén que, también a pie, se aprestaban con sus gruesas lanzas y los sables dispuestos al cinto. Por delante de todo el ejército, medio millar de voluntarios ghuzat que se habían unido a la expedición atraídos por la llamada a la yihad; ellos serían los encargados de escaramucear y provocar la carga de Mardánish. O de servir sin más de tropa de choque para probar los primeros la sangre enemiga. Con preferencia en el martirio. Privilegio de su entrega al Único. Abú Hafs los observó sin ocultar su simpatía. Estaban en vanguardia, por delante de las disciplinadas líneas almohades. Los ghuzat, salidos de entre los más fanáticos de los bereberes del Atlas y del sur de al-Ándalus, carecían de lorigas o petos de cuero. Algunos vestían, como única coraza, una camisa sucia con versículos del Corán escritos sobre la tela; y muchos de ellos no se protegían más que con un morrión de cuero. Sus armas eran de mala calidad, y había quienes únicamente empuñaban cuchillos largos y mellados. Hachas de leñador, aperos de labranza y espadas cortas de un solo filo eran los instrumentos con los que pretendían ensalzar la gloria de Dios. Utmán también los observó. No le gustaban. Actuaban por libre, y sus caóticas intervenciones no siempre favorecían las maniobras del ejército.

—Es una muralla humana impenetrable. Ese asqueroso Lobo encontrará aquí su perdición.

—Yo he visto las cargas cristianas. —Utmán recordó Almería y, sobre todo, el Prado del Sueño—. Y tal vez no se detengan tan fácilmente ante los escudos y la carne almohades.

Abú Hafs señaló a su ejército con el índice derecho.

—Para ayudarnos en el momento más delicado, contaremos con nuestros súbditos árabes.

Utmán asintió. Las tribus de los Banú Riyah, los Banú Yusham y los Banú Zugba esperaban junto a sus ágiles caballos en la anárquica masa que los caracterizaba. Indisciplinados, desobedientes y caprichosos, los mejor pagados de toda la hueste, considerados en la baraka incluso por encima de los propios masmudas; aquellos árabes, a los que Utmán había aprendido a dirigir tras la venida de su padre al Yábal al-Fath, eran no obstante valientes y eficaces. Su forma de luchar exasperaba a los cristianos, y muchos andalusíes también se veían superados por ella. Los árabes cabalgaban de frente al enemigo y luego se retiraban, y lo repetían una y otra vez por los flancos. Provocaban y sometían a presión constante. Al final, aquella táctica de idas y venidas, al-karr wa al farr, el ataque y la retirada, terminaba por sembrar de muertos las líneas enemigas y por dejar exhaustos e indefensos a los supervivientes, lo que los abocaba al remate final.

De pronto, las filas parecieron sufrir una conmoción. Los almohades se envararon, y los ojos de los voluntarios brillaron enfervorecidos. Miles de dedos apuntaron a poniente y un murmullo siseante se extendió por las filas. Abú Hafs y Utmán se volvieron y vieron aparecer al ejército del rey Lobo.

A la izquierda, los cerros habían sido sustituidos por prominencias volcánicas, y en lugar de pinos ya se veían los sembrados y el matorral. A la derecha, las lomas aterrazadas descendieron súbitamente. La serranía se acababa. Se hundía en la tierra, y un paraje llano, cruzado en el norte por el río Segura, se abrió a los ojos de la cabeza de la columna para dar su oscura bienvenida al ejército andalusí.

Mardánish vio enseguida la línea que se interponía entre él y su adorada Murcia. Un temblor hizo presa de su estómago y la bilis trepó como una araña por dentro de su pecho. Lanzó una maldición cristiana que subió al cielo, y la columna se sumió en el silencio.

—Por la Virgen María y por su hijo, Nuestro Señor —susurró Pedro de Azagra. A su lado, Hilal se mantuvo en silencio.

—Así que esos son —dijo a su vez Guillem Despujol. El barcelonés, despierta su curiosidad, abandonó la senda, que ahora discurría ancha y recta por las últimas estribaciones de la sierra, y sorteó un par de pequeñas elevaciones cónicas de aquel terreno de color parduzco que se volvía rojizo hacia el Segura y se tornaba blanquecino en la orilla. Toda la superficie entre ambos ejércitos era una planicie salpicada de monte bajo y de charcos que reflejaban la luz del sol. Despujol vio las densas filas almohades a lo lejos y reparó en que el terreno descendía suavemente desde la posición que ahora ocupaba él; una sonrisa de triunfo asomó a su rostro.

Tras Despujol, la columna surgía de entre las lomas. Los hombres, uno a uno, iban sorprendiéndose a la vista de la formación enemiga, e instintivamente se erguían o se esforzaban por no cojear para no dar impresión de debilidad. Estaban cerca. Muy cerca de la formación almohade. Apenas un par de millas los separaban de ellos. Aquello despertó la urgencia en el rey Lobo, que se puso a gritar desaforado.

—¡Rápido! ¡No os paréis, haraganes! ¡Ya tendréis tiempo de ver las caras a esos puercos! ¡¡Vamos!!

Despujol se acercó a Mardánish. Respiraba deprisa por la emoción, y su cara, aunque risueña, estaba desencajada.

—¡El terreno nos favorece! ¡Tenemos pendiente casi hasta medio campo! ¡Los destrozaremos!

—No seas iluso, amigo mío —le corrigió Azagra—. Los africanos siempre esperan sobre el sitio. No vienen a tu encuentro.

Aquello ensombreció el gesto del barcelonés. La experiencia en combate de Guillem Despujol se limitaba a escaramuzas con otros guerreros cristianos en Provenza, cuando acudió junto a Ramón Berenguer para auxiliar al rey de Inglaterra en sus pleitos contra Tolosa. Él estaba hecho, pues, a la aproximación y al puro choque de adversarios que se embestían entre sí.

Las órdenes se sucedieron. Los adalides de las tropas mercenarias tomaron posición en lo alto de las pequeñas lomas pardas e hicieron gestos amplios con los brazos, llamaron a este o a aquel, juraron por Dios y la Virgen y mandaron gentes aquí y allá. La poca impedimenta que llevaba la hueste —apenas zurrones medio vacíos o fardos con mantas y esteras— quedó amontonada en la salida del laberinto de cerros que dejaban atrás. Era perentorio tomar posición, a pesar de que, por lo visto, los africanos no iban a estorbar la llegada de los hombres de Mardánish. El rey trepó a una pequeña altura y se llevó la mano derecha a la frente para darse sombra. Desde allí podía observar con detenimiento la disposición de la infantería africana, fila tras fila de guerreros de piel oscura que ahora solo eran pequeñas manchas y que, en la distancia, formaban una masa compacta y ordenada. Por delante, los fanáticos ghuzat daban saltos y hacían gestos obscenos mientras mostraban a modo de desafío sus armas. El llano se perdía más allá, entre los dos ríos, pero al rey Lobo le pareció apreciar que un gran número de jinetes subía a sus caballos por detrás de la infantería. Suspiró y se obligó a no prestar atención a la silueta que se recortaba al otro lado de la barrera almohade. Allí estaba Murcia. Allí estaba Zobeyda.

El rey entornó los ojos. Por delante de los exaltados ghuzat, dos jinetes tocados con turbantes dejaban colgar las capas por la grupa de sus monturas. Ambos se plantaban allí, mirando hacia el altozano que Mardánish había escogido como observatorio.

—Él está allí. Seguro. Se admira de nuestro ejército de mártires.

Utmán se aupó sobre los estribos. Su hermanastro señalaba a la masa en movimiento que brotaba de la senda de montaña y llenaba poco a poco el espacio al otro lado del llano. Algunos jinetes andalusíes se aproximaban en descubierta, llegaban a prudente distancia y, tras un examen más de cerca pero fuera del alcance de las flechas, volvían grupas para informar al rey Lobo.

—Podríamos atacar ahora, Abú Hafs. Mientras salen de los cerros y toman posiciones. No pueden defenderse.

—No. Ni hablar. No quiero que la mitad de esa hueste de perros huya a través de las montañas. Los masacraremos aquí, a la puerta de su capital. Según las leyes antiguas y las costumbres de nuestros antepasados. Los soldados de Dios lucharán como prescribe el Profeta, Dios le bendiga y le dé la paz. —Miró directamente a su hermanastro antes de recitar—: Combatid en la senda de Dios contra los que os hagan la guerra, pero no cometáis injusticia atacándolos primero, pues Dios no ama a los injustos.

Utmán sostuvo la mirada de su medio hermano a pesar de que una fuerza superior le tentaba a retirar la vista. En verdad era horrible verse reflejado en las pupilas orladas de rojo de Abú Hafs. Y en ese trance, con la hora de la guerra tan cercana, el visir omnipotente provocaba aún mayor terror. Utmán se preguntó si era en verdad el poder de Dios, el Único, el que residía en la mirada turbada del preboste más fanático e influyente del imperio bereber.

—Quisiera… Quisiera luchar. Permíteme liderar a los árabes.

Abú Hafs echó la cabeza atrás, como si esperase la inspiración divina. Después asintió al cielo. Tal vez Dios le hablara realmente. Tal vez solo él escuchaba sus planes.

—No, Utmán. Yo guiaré a la caballería árabe. Tú, mi querido hermano, te quedarás aquí, resguardado por los esclavos del Majzén, y procurarás que nuestros escuadrones aguanten las embestidas cristianas. No debes retroceder. Y tampoco dejarte engañar para avanzar. Eso es lo que Dios, ensalzado y bendito sea, te pide en este momento.

Utmán asintió de mala gana. El discurso de su hermanastro parecía cada vez más hermético, y confundía la voluntad de Dios con la suya propia. Empezó a temer que el delirio de Abú Hafs pudiera llevarlos a la derrota aquella tarde. Miró a las líneas enemigas. Los hombres de Mardánish empezaban a formar lo que parecía una tímida fila de caballería. Vio que se trataba de jinetes cristianos, con sus lanzas adornadas por estandartes coloridos que lucían cruces, barras, leones, águilas y todo el resto de la parafernalia politeísta de los reinos del norte. Utmán escupió a un lado y picó espuelas para dirigirse a la retaguardia, a la última línea defensiva formada por los Ábid al-Majzén.

Abú Hafs volvió a fijarse en la posición del sol y descabalgó. Ignoró los frenéticos movimientos de sus enemigos y desenrolló del fardo de su montura una estera basta, la que había seguido sus pasos por todo el Magreb, por Ifriqiyya, por el Sus, y ahora también por al-Ándalus. Abú Hafs la desplegó en el suelo, cuidando de orientarla a levante. Luego se agachó y recogió entre las manos un montoncito de aquella tierra rojiza de al-Yallab.

—¡En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso!

Se frotó la cara y las manos con la arena y embarró su tez casi negra. Al mismo tiempo, como impulsado por un mecanismo oculto, uno de los muecines de campaña llamó a la oración desde la retaguardia. Los guerreros tardaron en reaccionar, pues sabían que estaban eximidos del precepto en un momento tan delicado como aquel, a punto de acometer una batalla; pero Abú Hafs lanzó una mirada dura que recorrió toda la línea. De inmediato, miles de guerreros ghuzat, almohades, árabes y negros se dieron la vuelta, al igual que los jeques, médicos, secretarios, escribanos, herreros… Todo el ejército africano ignoró al rey Lobo y a sus tropas, ofreciéndoles la espalda para orar a Dios antes de morir.

El rey Lobo puso los brazos en jarras y miró abajo, a la desordenada línea que estaba formando su infantería a sus pies. Arqueros y ballesteros se estiraban a lo largo del llano y procuraban quedar detrás de alguno de los montículos forrados de retama. Entre ellos, cristianos y andalusíes tropezaban unos con otros mientras se ayudaban a ajustar lorigas y enlazar barboquejos. Algunos, a medio desfallecer, preferían deglutir con esfuerzo algún cuscurro de pan duro, y otros llamaban a gritos a los aguadores para refrescarse antes de entrar en combate. Muchos eran los que rechazaban el agua y reclamaban vino para templar su valor. En vanguardia, los grupos a caballo recorrían el campo para formar una fila. Los navarros y castellanos contratados por Azagra estaban ya alineados, y los barceloneses de Despujol hacían lo propio. Mardánish observó que el goteo de hombres desde el camino de montaña cesaba. Pudo ver a algunos sentados bajo algún pino solitario, con los pies descalzos y la mirada perdida.

Mardánish resopló. Al otro lado del llano, todo el ejército almohade permanecía en el sitio. Le pareció detectar un breve movimiento al unísono.

—Increíble. Juraría que están rezando.

Hilal se acercó por detrás de las líneas, rodeando la masa de hombres fatigados y confusos. El muchacho llevaba ya su loriga puesta y el yelmo ceñido, y el escudo, suelto aún, le colgaba del tiracol.

—Padre, ¿qué dispones?

Mardánish sonrió al muchacho, deseoso de olvidarse por un momento del difícil trance que pasaban. La estrella plateada de ocho puntas que campeaba en aquel escudo pintado de negro le hizo recordar cómo él mismo, a la edad de su hijo, era también impulsivo y estaba sediento de batalla.

—Lucharás junto a tu mentor, el buen Azagra.

—Bien —aceptó Hilal—. ¿Integramos la delantera? ¿Un flanco, quizás?

El rey Lobo se volvió un momento para estudiar de nuevo la disposición del ejército almohade. Encajonados entre los ríos Guadalentín y Segura, los africanos habían adoptado su acostumbrada formación por cabilas. Eso le recordó la escaramuza en las puertas de Sevilla, siete u ocho años atrás, en la que, junto a Álvar Rodríguez, casi consiguió dar alcance a Yusuf. En aquella ocasión, los almohades también formaron entre dos corrientes de agua convergentes, pero cometieron el error de avanzar y abrir huecos por los flancos, por los que él pudo colar a su caballería. Se preguntó si esta vez los africanos fallarían de igual forma. Nadie podía tener tanta suerte.

—Los flancos son de Hamusk, que mandará la caballería andalusí.

—Como tú digas, padre. Pero mi abuelo solo podrá liderar un flanco. ¿Qué hay del otro?

En ese momento llegó uno de los jinetes ligeros que regresaba de espiar el campo enemigo.

—¡Rezan, mi señor! ¡Orientados hacia La Meca! —fue su información, y volvió grupas para cubrir una nueva cabalgada hasta las líneas almohades.

Mardánish se mordió el labio inferior y su vista regresó a la masa enemiga. Así que era cierto: aquellos fanáticos venidos de lo más hondo del desierto y lo más fragoso del Atlas oraban. Daban la espalda a un enemigo que, lo dado por lo recibido, jamás había mostrado piedad por ellos. Recordó la primera vez que vio luchar a los almohades, lanzados a una carga suicida en el asedio de Jaén, aún en vida del buen emperador Alfonso. ¿Arriesgaría la vida de Hilal situándolo en un flanco? ¿Lo enfrentaría cara a cara con aquellos exaltados que se afanaban en entregar la vida por la promesa de un paraíso lleno de vírgenes, leche y miel? ¿Qué pensaría Zobeyda de eso?

—Azagra guiará la zaga, y tú debes acompañarle. Eres su escudero.

Hilal soltó un bufido de disgusto. Su padre lo miró con un deje de lástima.

—No creas que formar en retaguardia te librará de entrar en combate. Fíjate en esos africanos. Al menos veinte mil hombres se enfrentan a nosotros hoy aquí. Nosotros no llegamos ni a quince mil.

Hilal mudó el gesto. El ejército de Mardánish, tras dejar la mínima guarnición en Lorca, todavía debería prescindir de un buen número de hombres que, debido a la salvaje travesía por las montañas, estaban incapacitados para la lucha. La mente despierta del joven calculó con rapidez que apenas contaban con trece mil soldados fatigados y desprovistos de moral.

El señor de Jaén llegó en ese momento, acompañado por un pálido al-Asad. El rey Lobo los miró a ambos con los labios apretados. Habían salido los últimos del camino, y ahora los dos hombres observaban con gesto neutro al rey desde el pie del montículo.

—¡He oído que los africanos se han postrado hacia La Meca! ¿Rezan? —preguntó con incredulidad Hamusk.

—Rezan —confirmó Mardánish.

—¿Y su caballería?

—Tras las líneas. No revelan todavía su posición.

Hamusk asintió y, sin más trámite, hizo trepar a su caballo a la pequeña loma en la que se hallaba el rey. Desde allí observó los últimos momentos de la oración del mediodía.

—Ocuparemos los flancos, supongo.

—Supones bien —contestó el rey.

—Al-Asad comandará la costanera derecha. Yo estaré a la izquierda.

Mardánish se fijó en el León de Guadix, que ni siquiera había empezado a equiparse. El paño blanco que tapaba su ojo derecho adquiría por momentos un tono entre amarillo y gris, y él mismo estaba inclinado sobre el fuste delantero de la silla, con ambas manos agarradas al pomo. Más parecía a punto de echarse a dormir que presto para liderar un cuerpo de caballería.

—No lo veo en condiciones —objetó el rey—. Quizá Despujol podría hacerse cargo del flanco derecho.

—Ni hablar —repuso Hamusk—. Mientras tu cuñado Óbayd vivió, jamás le despojaste del mando de nuestros andalusíes. No seré yo quien ceda los mejores jinetes de la Península a un cristiano. Al-Asad sigue siendo un león. Y dentro de poco lo verás rugir.

Mardánish resopló. Lo último que quería ahora era una nueva bronca con su suegro.

—Sea. Tú ocuparás el flanco izquierdo y al-Asad, el derecho.

—Sabia decisión, pues era la mía. ¿Cómo organizas al resto?

El rey vaciló. La lógica dictaba que él se quedara allí, en aquel montículo privilegiado, para conservar a la vista todo el campo y ordenar su ejército según la necesidad. En ese momento recordó lo que siempre le reprochaban sus visires, sus amigos, sus esposas…

«Un rey no debe arriesgar su vida. Si caes, todos caeremos contigo.»

Pero él siempre solía contestar lo mismo:

«Una vez he de morir; y muerto yo, no habrá nadie que pueda sostenerse.»

Ahora tenía una razón más para liderar a su ejército en primera línea. De entre todos los caballeros que le servían, Mardánish solo confiaba en Pedro de Azagra. Atrás quedaban ya los tiempos en los que luchaban a su lado el conde de Urgel o Álvar el Calvo. El navarro, siempre prudente y práctico en la guerra, sería la mejor garantía para decidir en lo más arduo del combate. Y también sería un buen baluarte para Hilal. Pedro de Azagra se acercaba precisamente en ese momento con el escudo ya embrazado y la lanza bien aferrada con la diestra. Mardánish se dirigió a su suegro:

—Me pondré al frente de la caballería cristiana en vanguardia. Tomaré el mando a la derecha de la línea, y Guillem Despujol hará lo mismo por la izquierda. —Lo dijo bien alto, para que lo oyeran todos sus adalides. Miró a Azagra—. Pedro, tú comandarás la infantería en la zaga junto a Hilal. No creo que los africanos se muevan. Han ocupado un buen sitio y Murcia queda a su espalda, así que tendremos que forzar el paso.

Los jefes del ejército recibieron la decisión con gesto de duda. El rey Lobo se lo esperaba.

—Nos superan en infantería —trató de dar un cimiento lógico a su plan—, y simplemente estamos igualados en número de jinetes. Sin embargo, tenemos la ventaja de nuestra caballería cristiana, tan sólida que cada uno de estos hidalgos señores podría destrozar en su marcha a tres árabes. Para tomar provecho de ello, cargaremos hasta desbaratar sus filas. Debemos quebrantar esa muralla de hombres. Tanto si conseguimos hacerlos retroceder como si ceden a su fanatismo y avanzan, podremos aplastarlos. ¿No estáis de acuerdo?

Hamusk enarcó las cejas. Al-Asad pareció caer un poco más sobre el cuello de su montura. Azagra y Hilal intercambiaron una mirada preocupada, y Guillem Despujol fue el único en asentir.

—Por supuesto —dijo con entusiasmo el barcelonés—. Los barreremos. Antes de caer la noche, muchos de ellos estarán ahogados en esos dos ríos. Y mañana mismo quiero gozar en otra de tus fiestas.

Cuando terminaron de rezar, los que conservaban la esperanza guardaron su almozala, y los más piadosos la dejaron en el lugar como símbolo de que no esperaban volver a usarla. Tal era la presteza con la que aceptaban su muerte. Y con el espíritu limpio, todos se dispusieron a cumplir su voto. Un tenso silencio se extendió por las filas africanas, e incluso los ansiosos ghuzat se vieron embargados por una sensación de santidad que los hizo permanecer callados. Los masmudas, por su parte, hinchieron sus pechos de orgullo. Se sentían privilegiados, miembros de la raza escogida por Dios. Los parientes y amigos se despidieron unos de otros, y se desearon todos un pronto y placentero viaje al paraíso. Luego los miembros de las cabilas, a las órdenes de sus jeques, apoyaron las bases de sus escudos en el suelo para formar una barrera de madera y cuero. Las puntas de las lanzas asomaron por entre hombre y hombre, y la línea se tachonó de hierro que relumbraba al sol del mediodía. La segunda y la tercera fila se estrecharon para contribuir a la construcción de aquel erizo impenetrable. En las hileras posteriores, los almohades clavaron en tierra sus azagayas para tenerlas a mano. Serían lanzadas a toda velocidad por encima de sus compañeros de primera línea. Y detrás se aprestaron los rumat, exploradores arqueros de las tribus haskura y lamtuna. Comedores de mijo y bebedores de leche agria, oriundos de una tierra de lluvia imposible, con los rostros cubiertos por velos; escogían sus mejores flechas para lanzarlas en primer lugar. Abú Hafs caminó a lo largo de la línea y pudo reconocer a los más afamados de los guerreros que formaban en aquel ejército. Célebres alfaquíes, talaba, predicadores, imanes, almocríes, ulemas y cadíes, que abandonaban la seguridad y la riqueza de sus hogares para buscar el sacrificio ante el infiel. Se detuvo en el lugar que consideró como equidistante de ambos extremos y elevó la voz para hacerse oír:

—¡Hermanos! ¡Creyentes en el Único, alabado sea!

El silencio fue apenas roto por un breve murmullo que se extendió a lo largo de la línea, desde el centro hacia los lados y de delante atrás. Eran los propios guerreros, que se disponían a repetir en voz baja la arenga del visir omnipotente para que llegara a los oídos de todos ellos, incluso de los más alejados.

—¡Oíd lo que os dice este servidor de Dios, ensalzado sea por siempre! ¡Oíd lo que os dice Abú Hafs Umar ibn Abd al-Mumín, porque las palabras que salen de mi boca no son mías, sino de vuestro señor, el príncipe nobilísimo Yusuf!

»¡Y él, en su sabiduría y humildad, os pide perdón! ¡Perdonadlo, y perdonadme también a mí! ¡Perdonaos unos a otros, ahora que os habéis puesto a bien con Dios y le acabáis de mostrar la pureza de vuestras intenciones! ¡Pues hoy —giró a medias el cuerpo sin perder cara a sus hombres, y señaló al ejército enemigo, que todavía se afanaba por formar al otro lado del llano— nos enfrentamos a las fuerzas de la oscuridad!

Abú Hafs calló un momento mientras el mensaje viajaba de boca en boca hasta las orillas del Segura y del Guadalentín. Observó las caras de los guerreros más cercanos, los voluntarios. Vio la entrega total en sus ojos. Aquellos hombres se consideraban ya muertos y premiados por Dios.

—¡Hermanos míos! ¡Ante vosotros, los enemigos del Único escupen sobre su nombre! ¡Debemos cumplir nuestro deber, pues así lo manda Él! ¡Oh, creyentes, si asistís a Dios en su guerra contra los malvados, Él también os asistirá y dará firmeza a vuestros pasos! ¡Si morís luchando en la senda de Dios, os alcanzarán su indulgencia y su misericordia!

Una nueva pausa, ahora más larga. Ante el silencio de Abú Hafs, uno de los jeques hintatas alzó las manos para hacerse notar entre las filas de combatientes y gritó.

—¡Del ilustre visir omnipotente pedimos también nosotros el perdón! ¡Perdónanos, en nombre del príncipe nobilísimo Yusuf, y ora a Dios para que sea misericordioso con nosotros!

La algarabía de gritos se elevó a continuación. Todas las cabilas se unían al ruego de perdón. Las voces crearon un coro agudo que pareció formado por miles de plañideras. El rumor creció y se extendió hasta llenar el aire con sus ecos. Cuando fuera oído por los enemigos, su vibración se les antojaría plaga inmensa de langosta que llega para asolar los campos y destruir la vida.

—¡Yo os perdono, mis hermanos! ¡El príncipe nobilísimo os perdona! ¡Dios, alabado sea, os perdona también! —El dedo índice de la mano derecha de Abú Hafs apuntó arriba—. ¡Porque vuestro Dios es el Único! ¡No hay otro, y es clemente y misericordioso! —El dedo bajó y de nuevo señaló a su espalda—. ¡Pero sobre los que mueren infieles…! ¡Ah, sobre ellos la maldición de Dios, de los ángeles y de todos los hombres!

—¡¡Malditos!! —repitió el jeque que acababa de contestar—. ¡¡Malditos!!

El insulto tronó como tormenta de verano y se expandió como ondas en el agua atravesada por una piedra. El ejército almohade al completo lanzó su maldición una y otra vez, y provocó el gesto de satisfacción de Abú Hafs, que llevó las manos a ambos lados para abarcarlos a todos en un abrazo simbólico. Dio dos pasos atrás, subió a su caballo y lo azuzó para recorrer de nuevo la fila hacia el norte. El aura de callada santidad que embargaba a los almohades se acababa de romper, y ahora cedían al ansia de morir y matar por Dios. Los ghuzat brincaban, sacudían sus armas y se desgañitaban. Los escudos vibraban y las lanzas temblaban. Algunos soldados entraron en trance y cayeron entre sus compañeros, presos de fuertes convulsiones. Otros se adelantaron y se juramentaron a voces, ofreciendo a Dios sus vidas y las de sus más allegados a cambio de derrotar al demonio Lobo. En la retaguardia, los atabaleros comenzaron a redoblar sus timbales al unísono y crearon un repiqueteo monótono y continuo.

El rumor llegó hasta las filas de Mardánish como si una inmensa nube de insectos se acercara para agostar la cosecha. Los soldados cristianos y andalusíes miraron a su alrededor y se preguntaron de dónde venía aquella vibración en el aire. El rey Lobo, de pie todavía en lo alto del montículo, notó un molesto picor en los oídos y sintió erizarse el vello de todo su cuerpo. Se subió el almófar solo para protegerse de ese estremecimiento que parecía surgir de todas partes. Pidió el yelmo con un gesto y, cuando uno de los sirvientes se lo pasó, se lo caló y lo aseguró con un par de golpes. A pesar de todo ello, cuando enlazaba el barboquejo bajo la barbilla, reconoció el grito que se repetía una y otra vez, formando esa fastidiosa conmoción de la atmósfera.

«Malditos.»

Los almohades los maldecían. Ahora llegaba casi con claridad hasta sus oídos. Y hasta los del resto de la hueste. Varios se santiguaron, y otros hicieron señas contra el mal de ojo o besaron sus amuletos. La maldición de todo un ejército era el primer ataque que sufrían las tropas del Sharq al-Ándalus.

—¡¡Vosotros sois los malditos!! —gritó Mardánish desde la elevación, a sabiendas de que los enemigos no podrían oírle—. ¡¡Maldito vuestro cobarde califa!! ¡¡Maldita vuestra tierra!! ¡¡Y vuestra estirpe!!

Bajó a la carrera desde el montículo, se dejó enlazar el tiracol y trepó a su caballo. Salió de entre las tropas con las miradas de miles de ojos clavadas en él. El rey temblaba de ira, y sus dientes rechinaban al tiempo que seguía escuchando la maldición almohade. Salió a la vanguardia, hizo caracolear a su montura y quedó encarado hacia los guerreros de su ejército. Vio reflejado el temor en sus caras. Leyó la desesperanza y la tentación de fuga. Esperó hasta que todos fueron conscientes de que se disponía a dirigirse a ellos. Por detrás, las voces africanas seguían cruzando el aire.

Malditos, decían. Malditos.

—¡Nos maldicen! —se impuso Mardánish mientras intentaba controlar el nerviosismo de su caballo—. ¡Ellos, que han cruzado el mar para profanar nuestra tierra, nos maldicen! ¡Ellos, que bajo el látigo del califa han logrado reunir a tantos esclavos como granos de arena tiene el reseco desierto en el que habitan! ¡Nos maldicen porque, a pesar de su califa, sus látigos y su número, nos temen! ¡Nos tienen miedo!

Mardánish tiró de las riendas a un lado y al otro, y examinó atentamente la reacción de sus hombres. Se dio cuenta de que sus palabras no conseguían todavía excitar el ánimo de los guerreros. Para colmo, las maldiciones a viva voz se diluyeron en otro sonido más grave y potente: el de los timbales almohades. Ahora la vibración abandonaba el aire, se filtraba por la tierra y trepaba por los pies y las piernas de cada guerrero para aferrarse a sus estómagos y hacerlos temblar. Aquellos miserables cabreros bereberes, pensó Mardánish, sabían bien cómo azuzar el miedo en el adversario. Cada detalle de aquella parafernalia previa estaba diseñado para aterrorizar. Él mismo tuvo que tragar saliva antes de seguir:

—¡Oídme bien! ¡Buscad en vuestros corazones! ¡Sabéis que digo la verdad! ¡Y ellos saben que sus armas nada pueden contra las nuestras! ¡Qué no nos superan en valor ni en destreza! ¡Es por eso que nos maldicen y tamborilean! ¿Esperan quizá que Dios les preste oídos y abra la tierra bajo nuestros pies? ¡¡Cuidaos, amigos, pues estáis a punto de ser tragados por el infierno!! —Algunas risas tímidas en la primera fila—. ¡No, hermanos! —continuó—. ¡La tierra no se abrirá! ¡Dios no nos fulminará con rayos, ni hará caer fuego del cielo, ni mandará un diluvio para exterminarnos! ¡Las maldiciones de los africanos están vacías! ¡No valen nada! ¡Al final, no les quedará más remedio que venir a nosotros con sus armas! ¡Luchar cara a cara! ¡Y Dios no se pondrá a su lado para protegerlos de nuestra ira!

»¡Porque yo no invocaré a Dios! ¡No lanzaré maldiciones! ¡No las necesito! ¡¡Yo cuento con los mejores guerreros de al-Ándalus y con los más valientes caballeros de la cristiandad!!

Ahora Mardánish consiguió arrancar algunos vítores. Calló unos instantes mientras el martilleo de los atabaleros seguía mandando tañidos desde las filas almohades. En las del Sharq, los guerreros se fueron pasando las palabras del rey. Sus líneas, mucho más estrechas que las del enemigo, acabaron antes de difundir la prédica.

—¡No! ¡No me serviré de maldiciones! ¡No os prometeré tampoco un paraíso lleno de doncellas para vuestro solaz! ¡Ni la vida eterna al lado del Mesías! ¡Yo solo os conmino a que miréis más allá de nuestros enemigos! ¡Mirad a la ciudad que se yergue indefensa al otro lado de esa piara de africanos! ¡Esa es la verdadera puerta del Sharq! —La vista del rey se clavó en los mercenarios cristianos de la primera fila—. ¡Pero no os engañéis! ¡Somos nosotros quienes nos hemos enfrentado a los almohades durante todos estos años! ¡Somos la espada del Sharq, sí, pero también somos el escudo de Castilla, y de Navarra, y de Aragón…! ¿De veras pensáis que si hoy cae Murcia, mañana no la seguirán Toledo, Pamplona o Zaragoza? ¿Creéis que esos africanos se detendrán aquí? ¡No! ¡No lo harán! ¡Tras esa puerta de ahí no está solo Murcia! ¡Está Barcelona! ¡Está Burgos! ¡Están vuestros hogares! ¡Al otro lado os esperan los seres a los que amáis! ¡Vuestras esposas e hijos! ¡Vuestras madres! ¡Vuestros padres! ¡Las tumbas de vuestros antepasados y la semilla de vuestros descendientes! ¡Y si hoy no derrotamos a nuestros enemigos, mañana vuestras mujeres serán sus concubinas y vuestros hijos, sus esclavos! ¡Encadenarán a vuestras madres y degollarán a vuestros padres! ¡Profanarán las tumbas y borrarán toda esperanza!

Dejó que los guerreros tomaran conciencia de sus palabras, y él aspiró con fuerza el aire vespertino antes de seguir:

—¡Podría prometéroslo todo en este momento! ¡Podría deciros que prefiero morir antes que ver a mi amor en brazos de un fanático almohade! ¡O jurar que daré la vida para proteger a mis hijos y a mi gente! ¡Todo eso haría! ¡Pero prefiero ahora, por la fe que os debo a todos vosotros, mis hermanos, matar a mis enemigos y bañarme en su sangre! ¡Enviar sus despojos de vuelta al desierto para que sean otras viudas y otros huérfanos los que lloren! ¡Convencer a toda África de que aquí no encontrarán más que dolor y muerte!

Azagra, en la retaguardia, creyó llegado el momento de socorrer a Mardánish en su arenga, y ahuecó las manos en torno a la boca:

—¡¡Dolor y muerte!! ¡¡Lucharemos por los nuestros!! ¡¡Dolor y muerte!!

Los vítores sonaron más fuertes y algunos guerreros levantaron las lanzas para corear la consigna.

—¡¡Dolor y muerte!! ¡¡Dolor y muerte!!

—¡¡Dolor y muerte!! —gritó el propio rey Lobo al tiempo que subía la punta de su lanza al cielo. El pendón se desplegó y la estrella de los Banú Mardánish flameó a la brisa. El clamor creció, y cristianos y andalusíes lo consiguieron: apagaron con sus gritos los tambores almohades. Los caballos relincharon y la tierra tembló bajo sus pezuñas. El rey se volvió con los ojos inflamados, enardecido por sus propias palabras, y dio la orden de avanzar.