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Capítulo 58

La carrera hacia Murcia

DÍA siguiente. Murcia

La mañana apenas había apuntado cuando Zobeyda, acompañada de sus dos fieles doncellas, se hizo acompañar por la guardia hasta el adarve de las murallas del alcázar, que eran las que cercaban también la medina por el sur. Allí arriba, el viento azotaba las miqnás que ahora cubrían sus cabellos y arrastraba hacia ellas la oscuridad de la tormenta.

El día anterior, ya entrada la tarde, habían llegado a Murcia procedentes de Valencia. Cuatro años había pasado la favorita fuera de Murcia. Cuatro años en los que se había visto libre de las malquerencias de la corte y de los cuchicheos de los visires. Cuatro años sin ver a la insoportable Tarub. Y sin embargo, Zobeyda, que amaba Valencia por encima de todo, se sabía también unida a Murcia aunque una sensación extraña la agobiara allí. La había empezado a notar cuando salió de la Joya del Turia y empezó a viajar hacia el sur, y pronto percibió que era algo más que la irritación por volver a la farsa cortesana. Enseguida se había dado cuenta de qué era en realidad lo que la abrumaba: era el sur. Aquel viaje a Murcia la acercaba al foco del sufrimiento. A la presencia de los almohades. Zobeyda abrió los brazos para requerir a sus doncellas, que se le abrazaron de inmediato. Las tres tenían puesta la vista en los nubarrones que cubrían el sur: se acercaban inexorablemente para barrer el Sharq y traían a sus mientes los temores más oscuros:

Y los ejércitos de las negras nubes cargadas de agua

desfilaban majestuosos, armados con los sables dorados del relámpago.

Adelagia pareció darse cuenta de los miedos que asaltaban a su señora, y acarició una de las trenzas negras que asomaban bajo la miqná de la favorita.

—No debemos dejarnos ganar por el desánimo. Todo saldrá bien —aseguró la italiana. Marjanna asintió sin convicción.

Zobeyda sonrió con media boca. A su mente venían las palabras de Maricasca —¿o eran las suyas?— dichas antes de despedirse en la munya Zaydía: «Todo se hundirá y se pudrirá, como una cosecha agostada por el calor o arrasada por un diluvio. Esa tierra de felicidad y prosperidad… Una utopía más».

Y desde el sur, para cubrir con tinieblas el Sharq al-Ándalus, llegaban la miseria y la podredumbre. Las nubes de tormenta, que acabarían con su quimera. Con la fantasía de ser reina de una tierra de ensueño.

Los malos augurios quedaron interrumpidos cuando Adelagia se soltó de la favorita y de Marjanna y corrió por el adarve, ignorando a los soldados de la guardia. Abú Amir llegaba con gesto grave, y aunque acogió en sus brazos a la doncella italiana y la apretó contra su pecho, la preocupación no desapareció de su cara.

—Sé bienvenida a Murcia, mi señora.

Zobeyda recibió el saludo con una débil inclinación de cabeza, pero sintió una punzada de agrio dolor al comprobar que su viejo maestro y amigo no la llamaba niña, como de costumbre.

—Hemos dejado Valencia sumida en el miedo, Abú Amir. Por favor, dime que no habré de ver Murcia atemorizada también por la amenaza de esos africanos.

El consejero se separó de Adelagia y terminó de acercarse. Su vista se desvió a los densos nubarrones que oscurecían el sur. Posó las manos en un merlón y aspiró el aire fresco de la mañana. Abajo, algunos campesinos cruzaban el Segura para dirigirse a los labrantíos y a las huertas. Caminaban con desgana, arrastrando más que cargando con sus aperos. Y enfrente, al otro lado del río, las sirvientas murcianas lavaban la ropa a toda prisa.

—Hace dos días, un grupo de fanáticos cargados con odres se encerró en una mezquita de la Arrixaca con quienes allí oraban. Trabaron las puertas con tablones y rociaron todo el templo con el líquido que traían a cuestas: grasa de cerdo. Luego prendieron fuego. Desde fuera se oían tanto los gritos de los que se quemaban como los de quienes jaleaban el Tawhid.

Zobeyda se tapó la boca con una mano, y sus dos doncellas quedaron igualmente impresionadas.

—Demonios —susurró la persa.

—Demonios dicen ellos que somos nosotros —replicó Abú Amir—. Cada vez se escuchan las voces discordantes con mayor impudor. Los sediciosos casi no se ocultan para despotricar del rey, acusarle de infiel y de amigo de los cristianos, ensalzar a los almohades o proponer la rebelión. Tu esposo, mi señora, ha tenido que dejar en Murcia a un buen grupo de guerreros que le servirían muy bien en la lucha contra el enemigo. Y lo ha hecho porque aquí, entre estos muros, hay otro enemigo. Uno muy difícil de combatir, porque no lleva estandartes almohades, ni se hace preceder de tambores y gritos de guerra. Y por todas partes se repite esto. En Cartagena surgió este verano una especie de secta que aplaudía la venida del Tawhid y se dedicaba a cortar las manos de los niños a los que atrapaban en descuidos de sus madres. Fueron arrestados por un piquete de ronda cuando se disponían a mutilar a un muchacho, y antes de morir, sometidos a tormento, confesaron que cometían semejantes felonías para evitar que esos pequeños pudieran empuñar las armas contra el Tawhid al hacerse hombres. En una aldea cerca de Orihuela, un imán se volvió loco y degolló a todos los miembros de una familia porque el padre era un soldado veterano de las guerras de tu esposo. El pobre estaba tullido, postrado en su jergón…

—No sigas, Abú Amir, te lo ruego. —Los ojos de Adelagia se humedecían por momentos. El consejero apretó los labios y bajó la mirada un instante.

—Perdonad la crudeza de mis palabras. Y no temáis. Los soldados del Sharq han reprimido todas esas muestras de crueldad y velan por nosotros.

—Abú Amir, me aconsejaste que disuadiera a mi esposo de purgar a su gente.

Las palabras de Zobeyda sonaban a reproche. El consejero asintió, y a su rostro asomó notoria la duda. ¿Había hecho bien, o quizá debería arrepentirse de sus exhortaciones a la piedad?

—Lo sé. Y lo haría de nuevo…, creo. Por el momento, el pueblo sigue leal en su mayor parte. Cada ejecución y cada arresto llevan aparejados la convicción de tus súbditos de que se obra con justicia. Pero si comienzan las detenciones por confidencias… Si empiezan las delaciones veladas… Sigo convencido de que eso podría volver a la gente en contra del rey.

Zobeyda estuvo a punto de gemir de desolación e impotencia. Ella también se apoyó en un merlón de la muralla, como si tuviese que cargar con un peso insufrible y estuviera a punto de desfallecer. Inconscientemente, tomó una de las puntas de la miqná y envolvió su rostro para cubrirse la boca. Marjanna, preocupada, acarició la mejilla de la favorita por debajo del velo.

—Todo se arreglará —prometió la persa.

Zobeyda alzó la vista convencida de que aquellas eran palabras vacías. Frente a ella, al sur, las nubes seguían acercándose como un ejército invasor dispuesto a arrasarlo todo.

Sierra de Tercia, camino de Murcia

Las primeras gotas empezaron a caer de madrugada.

El ejército había levantado el campo tras dormir media noche y Mardánish, sin contemplación alguna, obligó a todos a dejar atrás carruajes y a llevar consigo lo imprescindible. Junto a Lorca abandonaban toda una caravana de provisiones e impedimenta que ya no podrían usar, y una línea defensiva, ahora inútil, cuyo desmantelamiento quedaba a la diligencia de los pobres lorquíes.

La columna arrancó por entre los pinares, ascendió al poco por las breñas de la sierra de Tercia y se estiró por sendas de pastores. El propio rey Lobo, en cabeza, imponía un ritmo matador, y cada poco recorría la larga comitiva sin dejar de arengar a los soldados o de insultar a los rezagados. Prometía montañas de oro a quienes alcanzaran antes Murcia y amenazaba con tormento y presidio a los que se demoraran. Antes de aclarar la madrugada, ya había ofrecido paga doble a los mercenarios cristianos.

La soldadesca, o al menos la mayor parte de ella, aceptaba aquellas condiciones. Los hombres sabían que el ejército almohade caminaba al otro lado de las montañas, por el llano y con ventaja, y que se dirigía a la capital del Sharq. Muchos de ellos tenían allí a sus familias, así como a amigos y conocidos. Y quienes carecían de negocio o parientes en la ciudad, sabían que su caída precipitaría la del resto del reino. Hilal, que comandaba la retaguardia, animaba por su parte a los que se quedaban atrás, y no podía dejar de pensar que su madre, a aquellas horas, estaría ya en Murcia junto con sus hermanas Zayda y Safiyya. Miraba a su diestra, a los cerros de la sierra, e intentaba no imaginar qué pasaría si Murcia se rendía a la vista de los almohades, ahora que su guarnición era exigua y los traidores campaban poco menos que a sus anchas. Aquel mismo temor anidaba en el corazón del rey Lobo, que sabía que todo el reino se sostenía sobre Murcia. Debía llegar antes que los enemigos. O al menos hacerlo a tiempo de que los murcianos no se vieran solos ante el inmenso ejército que los africanos habían traído a al-Ándalus. Azagra, que acompañaba en vanguardia en todo momento a Mardánish, razonaba para calmar sus ansias:

—Los almohades se mueven con rapidez inusitada, lo reconozco. Pero eso nos indica precisamente que marchan ligeros. No pueden estar preparados para un asedio, y la ridícula ventaja que nos llevan no es suficiente para rendir Murcia por hambre. Recapacita, amigo mío, y no hagas que tus hombres lleguen allí derrengados, pues es seguro que tendremos que batirnos con esos puercos.

El rey Lobo negaba con la cabeza mientras la lluvia mojaba sus cabellos rubios y resbalaba por su cara y su barba. Las agujas de los pinos siseaban a su alrededor y pequeños regueros se formaban a la derecha, desaguando el diluvio que castigaba las cimas de la sierra de Tercia.

—No tengo dudas de la solidez de mis murallas, y tampoco de la riqueza de mis aljibes y almacenes: Murcia podría soportar un largo asedio, incluso aunque los almohades vinieran preparados para un cerco. Pero no me fío de las gentes a las que he dejado allí. Hay mucho partidario del Tawhid. Mucho melindroso. Mucho traidor. Si ven llegar al ejército africano… Si lo ven plantarse a este lado del río, ¿cuánto tardarán los cobardes en abrirles las puertas de Murcia? ¿Sabes entonces qué ocurriría, amigo Pedro? Mi capital, mis esposas, mi alcázar, mi tesoro…, mi favorita… Todo ello, en manos de mis enemigos. No podría soportarlo. No podría.

—Eso no pasará. Tienes más enemigos en tu mente que…

—A continuación —el rey siguió como si no oyera al navarro—, Valencia se volvería a rebelar, estoy seguro. Mi hermano Abúl-Hachach no sería capaz de evitarlo. Aunque tampoco creo que fuera a poner mucho ímpetu… Después caerían Játiva y Alcira. Orihuela, Denia, Alicante, Murbíter…

Como si así, nombrando sus posesiones, el rey fuera repentinamente consciente de lo que estaba a punto de perder, espoleó a su caballo y avivó la marcha, que ya era penosa. Detrás, los hombres y caballerías avanzaban cuesta arriba, se apoyaban unos en otros o tropezaban entre sí, hundiendo los pies en un lecho que se ablandaba conforme las torrenteras resbalaban desde las montañas. Un jinete flanqueó la columna y esquivó los pinos. Los cascos de su caballo, avanzando desde la zaga, levantaban salpicones de barro y guijarros. Era Hilal, inclinado sobre el cuello de su montura para no trabarse con las ramas. Recorrió la fila de soldados mientras recibía sus miradas de cansancio, sabedor de que era un largo trecho el que aún restaba. Aunque el joven no conocía el camino, los lorquíes de la columna le acababan de explicar que tras la Tercia llegaba Despuña, una sierra aún más fragosa y de sendas casi impracticables. Hilal llegó a la vanguardia y se puso en paralelo con su padre. El joven parecía haber madurado desde el día anterior, cuando se enfrentó con el destacamento almohade que cuidaba el gran tambor del engaño.

—Padre, los guerreros de la comarca me dicen que por delante, en lo alto de los cerros, tenemos la fortaleza de Aledo.

Mardánish lo observó con gesto ausente. En ese momento salieron a un claro del bosque y, desprotegidos del pinar, la lluvia los castigó con más saña. El rey tardó unos instantes en librarse de los malos agüeros que lo atormentaban y asintió.

—Así es.

—Me dicen también que desde allá se domina el valle por donde avanzan los almohades.

El rey Lobo miró arriba y dejó que la lluvia cayera a plomo sobre su rostro.

—También es cierto, aunque con este temporal, será difícil que se vea algo.

—Aun así —siguió Hilal—, permíteme tomar a algunos de esos lugareños para que me acompañen a caballo hasta Aledo. Intentaremos comprobar si nuestros enemigos nos llevan tanta delantera, o si han variado su ruta. Tal vez podamos calcular sus fuerzas.

Azagra sonrió a medias, orgulloso de la iniciativa de su escudero. Mardánish se encogió de hombros.

—Hazlo si te place, hijo.

Valle del Guadalentín, camino de Murcia

El ejército almohade avanzaba ligero, animado por el botín que Abú Hafs acababa de prometer a las cabilas, tribus y voluntarios. A estos últimos les reservaba, según sus palabras, el privilegio de purificar las mezquitas de los tibios y de asolar las iglesias de los infieles.

Los africanos, de forma contraria a su costumbre, habían pasado la noche sin prestar especial atención al orden de acampada, a lo largo de la propia columna y sin reparar en comodidades. Durmiendo lo justo para poder alargar la jornada de marcha. Las alquerías, huertos y aldeas que salpicaban el curso del Guadalentín se les ofrecían como fuente de comida, así que casi no precisaban forrajear. Los graneros, abarrotados tras la reciente cosecha, habían sido abandonados. Las casas y establos aparecían sin dueño, y casi se alcanzaba a ver a los propietarios huyendo frente a los almohades, sorprendidos por su llegada. Las nubes bajas y la lluvia ocultaban las llamas de alarma de las almenaras. Nadie había puesto sobre aviso a los villanos, y de hecho llegaron a prender a familias enteras en sus hogares. En aquellos casos, las órdenes de Abú Hafs eran tajantes: Tawhid y entrega de todos los bienes para el sagrado ejército de Dios, o muerte.

—Allí, donde la sierra se vuelve más alta —indicó Abú Hafs.

Utmán miró hacia donde señalaba su hermanastro. Las montañas se recortaban contra la opacidad del celaje y las cortinas de agua que caían al otro lado. El aire olía a humedad y a pino, aromas traídos por el mismo viento que arrastraba las nubes cargadas de lluvia hasta la sierra. Pronto, pensó el sayyid, esas mismas nubes conseguirían sortear la sierra y descargar sobre ellos.

—Sí, ya veo.

—Los andalusíes de estas alquerías dicen que las alturas están dominadas por una fortaleza. Aledo. Ahora mira al pie de la sierra, a esa villa. La llaman Totana.

—¿Quieres que la arrasemos?

—No —respondió Abú Hafs—. Tenemos prisa. No podemos entretenernos con minucias cuando es Murcia la que nos espera.

Utmán miró atrás con gesto escéptico. Se fijó en la columna, que avanzaba en el escrupuloso orden que imponía la tradición almohade. Jinetes y guerreros, atabaleros y carruajes con provisiones e impedimenta. Algunas acémilas con repuestos para las armas y con proyectiles, y un reducido cuerpo de secretarios y escribanos. Abú Hafs prefería aquella ligereza para poder aprovechar la sorpresa, lo que hasta ahora estaba dando resultado. Pero eso mismo convertía al ejército en una fuerza inútil para mantener un asedio en pleno corazón del reino enemigo del Sharq al-Ándalus.

—No podremos tomar Murcia. —El tono de Utmán sonó a desafío. Su hermanastro clavó sus enrojecidos ojos en él.

—Pero ese estúpido rey Lobo no lo sabe. Por eso ahora, desesperado, podría estar buscándonos por todo su reino. Y si ya se ha enterado de nuestro camino, tal como sospecho, pretenderá llegar antes que nosotros a Murcia para encerrarse en ella y evitar que caiga en nuestras manos. Los exploradores de retaguardia me dicen que nadie nos sigue. Si Dios, alabado sea, quisiera complacerme, el ejército de infieles caminaría ahora en paralelo al nuestro al otro lado de esas montañas. Tu misión será comprobarlo, y por eso te dirigirás junto a un destacamento de jinetes árabes a las cercanías de esa fortaleza de allá arriba. Evita Totana. Evita Aledo. Pero fíjate bien, y verás cómo la gente de la una huye monte arriba hacia la otra. Comprueba también, desde lo alto, que el Lobo sigue el camino que le ha marcado Dios. Si no ves pasar a su hueste, espera. No tardarás mucho en divisar sus estandartes. Después baja sin dilación y alcanza a la columna.

Utmán no respondió, pero se dispuso a cumplir la orden de inmediato. Le irritaba que su hermanastro, que al fin y al cabo no llevaba la sangre de Abd al-Mumín, abusara de su nuevo cargo y se permitiera tratarle como a un subordinado, pero debía reconocer que era mejor estratega que él. Antes de volver riendas y escoger a un destacamento de jinetes árabes, hizo una pregunta más a Abú Hafs.

—¿Y si Mardánish no ha seguido el camino del otro lado de las montañas?

Abú Hafs sonrió con displicencia, como si su medio hermano fuera un ingenuo. Realmente pensaba que lo era.

—No olvides a nuestro recién conocido amigo al-Asad. Él ha invertido tanto como nosotros en que esta empresa triunfe. Ha invertido un ojo de la cara.

Y Abú Hafs se echó a reír, poniendo la piel de gallina a los abanderados, atabaleros e incluso guardias negros que marchaban cerca de él.

Sierra de Tercia, camino de Murcia

Un ojo de la cara.

A al-Asad le chorreaba el agua de lluvia por la piel, se colaba por debajo de sus ropas y le empapaba todo el cuerpo. También notaba que su caballo se hundía a cada paso en el lecho lodoso de aquella ruta de cabreros y montañeses, de esos que subían a las cumbres a recoger nieve de los pozos. Un camino marcado por el uso reciente, con miles de pisadas de hombres y caballerías que habían convertido la senda en un barrizal. En algunos de esos pasos inseguros del animal, el jinete se estremecía y tenía que agarrarse al arzón para no caer. La sensación de mareo regresaba, y al poco parecía marchar. El León de Guadix estaba fatigado, y la fiebre le hacía ver que las montañas de su derecha se estiraban bajo la lluvia para desaparecer en el techo de nubarrones.

Tocó su mejilla diestra y notó que el líquido tibio se mezclaba con el frescor del agua de lluvia. Soltó una maldición y escupió a un lado. Se palpó el paño sucio que llevaba anudado en torno a la frente y que cubría la cuenca vacía de su ojo derecho.

—Africanos hijos de una perra sarnosa —murmuró. Luego, tomando conciencia de que se hallaba en uno de sus cada vez más escasos momentos de lucidez, picó espuelas y arrancó un relincho a su caballo antes de que este apretara el paso.

Las voces llegaron amortiguadas, aunque las figuras, diluidas por la cortina de agua, estaban bastante cercanas.

—¿Quién va?

El de Guadix giró un poco la cabeza para enfocar con su ahora único ojo. Tendría que acostumbrarse a ello, desde luego.

—¡Al-Asad! ¡Soy al-Asad!

Las sombras se volvieron nítidas cuando los jinetes de retaguardia se acercaron a él. Llevaban las flechas caladas en las húmedas cuerdas de sus arcos y se aproximaban despacio. Eran andalusíes, claro. Jienenses. Súbditos de Hamusk. Lo reconocieron enseguida y se pusieron a dar voces. Sonaban extrañas, reverberantes y mezcladas con el ruido del diluvio y el de las ramblas que anegaban la pendiente. Al-Asad se sintió seguro, ahora que por fin había sido localizado. La debilidad creció e invadió sus miembros, y se sintió resbalar desde la silla. De nada sirvió agarrarse a las riendas. Su cuerpo se hundió en el lodo y perdió el sentido.

Las voces volvieron. Se materializaron poco a poco desde el silencio. Una voz enojada hablaba de traición. Alguien frotaba sus miembros y le hacía entrar en calor. Era agradable. Otra persona manipulaba su vendaje. Notó frío en la cara cuando el paño, manchado de sangre seca y pus, fue retirado de su ojo derecho.

—Lo han dejado tuerto —oyó decir. Reconoció la voz de uno de los médicos de campaña.

—¿Qué dices ahora, yerno? ¿Te das cuenta de que tu mente está enfermando? No ves más que traidores y enemigos por todas partes…

Esa era la voz de Hamusk. Inconfundible. Al-Asad pugnó por escapar del letargo. Sintió paños calientes que limpiaban su frente y su ceja derecha, que daban golpecitos sobre el párpado laso y el pómulo rajado. Dolía, pero al mismo tiempo aliviaba.

—Déjame en paz. —Era ahora Mardánish quien contestaba al señor de Jaén—. ¿Despierta ya?

—Sí. Eso parece —respondió el médico.

El León de Guadix estaba confuso. Prefirió no abrir su único ojo y aguardar. Algo le decía que debía estar alerta. Recobrar su juicio antes de nada. Estaba tuerto, sí. Recordaba el dolor, intenso y caliente, cuando los almohades lo habían atado a un poste y uno de ellos, a órdenes de ese maldito Abú Hafs, le había rajado con un cuchillo enorme y recurvo. Una de esas dagas hargas. El corte le vació la cuenca y le rajó la piel y la carne, chirriando sobre el hueso del pómulo hasta casi alcanzar la comisura derecha. Recordaba sus propios gritos y las carcajadas del sayyid almohade. Y recordaba también, cosa extraña, el gesto de repugnancia de Utmán hacia aquella salvajada. Recordaba, sí. Recordaba cada vez más. Recordaba las palabras de Abú Hafs, que le aleccionaba mientras le ataban al poste, justo antes de dejarlo tuerto.

«Deberás presentarte ante ese demonio Lobo y decirle que te encontraste con el ejército almohade, y que tus compañeros fueron muertos. Tú te defendiste, pero un tajo de espada te saltó el ojo. Informa a Mardánish de que conseguiste huir a caballo a través de la sierra. Le dirás que nuestra sagrada hueste se dirige a Murcia por al-Fundún. Por último, le suplicarás por tu vida, ya que has fallado.»

Al-Asad, consciente de que el mismo perro rabioso que había ordenado torturarlo era quien le había instruido para no perder la vida, fingió por fin volver en sí. Y a las preguntas de Mardánish, repitió sus palabras con voz pastosa. El médico dejó de limpiar la herida mientras el guerrero tuerto contaba aquellas mentiras.

—Ya lo ves, yerno —reprochó Hamusk cuando al-Asad terminó de hablar—. Mi fiel León de Guadix no es ningún traidor. Ha conseguido sobrevivir pese a esa horrible herida, y ha cruzado las montañas para avisarnos.

—Tarde. Nos avisa tarde.

—¡Por mi sangre! ¿Tarde? ¡Mira esa cuenca vacía!

—Su cometido no era enfrentarse a los almohades, sino vigilar que no se dirigieran a al-Fundún. Tendría que haber sido más cauto. Él ha perdido un ojo. Nosotros nos arriesgamos a perderlo todo. Ha fallado. Tu león ha fallado.

«Le suplicarás por tu vida, ya que has fallado.»

—Perdóname, mi señor. —Al-Asad hizo ademán de incorporarse, pero no lo consiguió—. Te suplico por mi vida, ya que te he fallado. He cabalgado a pesar de que mi deseo era entregarme al sueño y a la muerte… He atravesado la sierra y he seguido el rastro del ejército para volver a ti. Quiero luchar por el Sharq. Perdóname, mi señor. No volveré a fallarte.

El gesto de Mardánish se agrió. Jamás habría esperado súplicas de al-Asad. De hecho, incluso le repugnaba esa actitud sumisa en quien siempre se había mostrado orgulloso y letal. Se separó del médico, de Hamusk y de su lugarteniente mientras aquel volvía a acercar el paño a la cuenca supurante.

—Ese ojo reventado te ha salvado la vida, al-Asad. El próximo error me lo cobraré con el ojo que te resta.

El León de Guadix apretó los dientes al tiempo que el médico reanudaba su cura. Así que después de todo, reconoció, le debía la vida a ese africano fanático de Abú Hafs.

—Gracias —masculló, aunque su agradecimiento iba dirigido al caudillo almohade.

—Abreviad con eso. Dadle algún bebedizo para que se recobre. —El rey Lobo miró a través del agua del diluvio. No podía ver más que el manto verde del pinar que escalaba las laderas escarpadas de la sierra, pero sabía que su hijo Hilal estaría ahora allá arriba, en Aledo.

Fortaleza de Aledo

Aledo era una sólida fortaleza que dominaba las alturas en las estribaciones de la sierra Despuña. Un centinela de piedra que vigilaba las encrucijadas, marcado por la presencia, tanto para defenderlo como para atacarlo, de reyes y héroes antiguos.

El castillo se asomaba a un recorte escarpado de la serranía y acechaba como una gran rapaz el camino que unía Murcia con Almería, a una jornada de Lorca y a dos de la capital del Sharq. No había nada que escapara a la vista de la atalaya. Hilal, encaramado en el antepecho, observaba el llano que se extendía a levante, hasta las alejadas montañas de Carrascol y el camino de Cartagena. En medio de ese valle, el Guadalentín describía curvas hacia septentrión. El joven lo veía todo difuminado, como si mirara a través de una de aquellas bonitas vidrieras que fabricaban en Murcia. Y aun con todo, la oscura columna que ahora cruzaba el río más allá de Totana era inconfundible.

El caíd de Aledo estaba en pie junto a Hilal, con los brazos cruzados sobre el pecho, vestido para la batalla y con la espada colgando de un costado. Era un hombre de avanzada edad, y a sus órdenes contaba con una guarnición de apenas una docena de soldados, aunque su disposición era la de un fiel guerrero que aguardaba órdenes bajo la lluvia. En otro tiempo, Aledo había sido base para algaras, pero ahora, tan cerca del corazón del Sharq, su función había decaído a la de mero guardián.

—¿Puedo decirles, mi señor, que los enemigos pasan de largo?

Hilal se volvió a medias y el caíd señaló con la barbilla al interior de la fortaleza. Desde el patio de armas, los habitantes de Totana y las alquerías próximas esperaban noticias tras resguardarse en Aledo. Habían llegado allí con sus seres queridos a rastras, tras abandonar sus pertenencias y sus hogares, atemorizados a la vista del ejército almohade. Hilal miró abajo y vio rostros crispados bajo el diluvio. Las madres, desesperadas, sostenían en brazos a sus hijos más pequeños mientras otros niños se agarraban a sus sayas. Los hombres también estaban pálidos, temerosos quizá de que fueran reclutados para la lucha. Ellos, que no eran más que pastores y campesinos favorecidos por la paz que el rey Lobo había conseguido guardar en los últimos veinte años. Hilal volvió a mirar al caíd y asintió. Cuando este anunció a voz en grito que no había nada que temer, que las haciendas de los lugareños no habían sido violentadas, los refugiados estallaron en vítores y loas a Dios. La noticia corrió y se extendió hasta las gentes que aguardaban dentro y fuera de los muros, y el griterío recorrió los montes. Hilal amagó una sonrisa apesadumbrada: qué distinto podría ser todo para los murcianos en apenas dos jornadas.

—Caíd, tú eres hombre veterano. Tengo una pregunta para ti.

El viejo guerrero se inclinó, agradecido por la confianza de aquel joven noble que, a pesar de su edad, parecía tan juicioso.

—¿En qué puedo ayudarte, mi señor?

—Mi padre, el rey, insiste en avanzar por el lado de poniente y azuza a su ejército por un camino de cabras embarrado. Quiere adelantarse a ese otro ejército. —Señaló a la columna almohade, que todavía desfilaba por al-Fundún siguiendo la corriente del Guadalentín—. Pretende llegar antes que ellos a Murcia. ¿Es posible?

El caíd torció el gesto antes de llevar la vista al cielo negro que descargaba un océano entero. El agua le chorreaba por la barba, cana y perfectamente recortada a lo largo de los bordes de la mandíbula y la barbilla. Miró de nuevo a Hilal y negó con la cabeza. El joven suspiró.

—Bien. Entonces ordena que se prendan las almenaras. En Murcia deben prepararse para cualquier cosa.

—Se hará como digas, señor. Pero debo advertirte: con esta lluvia, es posible que el fuego no se vea entre los puestos.

Hilal asintió lentamente. ¿Había algo más que pudiera salir mal?

—Gracias, caíd. Me voy. Si esos de ahí se revuelven —el hijo del rey dirigió la mirada a la columna almohade—, haz llegar el mensaje al ejército de mi padre.

El anciano repitió la reverencia y Hilal se dispuso a bajar de la muralla. Al hacerlo, su vista recorrió las crestas de la sierra de Tercia, perfiladas por pinos, encinas, acebuches e hinojos, y los cercanos cultivos aterrazados que dependían de Aledo y Totana. En torno al castillo se había talado todo árbol, pero a lo lejos, los claros blanquecinos se alternaban con las aglomeraciones verdes. En una de ellas, Hilal creyó vislumbrar un movimiento rápido, apenas unas manchas sombrías que cruzaban un calvero. El joven fijó la vista en el lugar y se restregó el agua que discurría desde su frente. Nada. Imaginaciones, tal vez. Demasiada lluvia. Demasiada fatiga. Chascó la lengua y se lanzó escaleras abajo.

Utmán se inclinó sobre el arzón sin perder de vista las almenas de Aledo. Tras él, los jinetes árabes guiaban a sus caballos por entre las ramas, con órdenes en voz baja que los animales obedecían tal que si fueran humanos. Al sayyid le pareció ver una figura recortada allá arriba. Un hombre, de pie en el adarve, que miraba en su dirección. Aguardó bajo la copa de un pino, a resguardo de la lluvia, que allá arriba era más torrencial que en el llano. Miró sierra abajo y observó la columna que cruzaba el Guadalentín un poco más al norte de Totana. Jamás antes había visto a una hueste almohade moverse a ese ritmo, rompiendo la costumbre de marchar hasta la oración del mediodía para plantar el campamento y esperar al día siguiente. Abú Hafs, tan conservador, tan intransigente con todo lo que no viniera de la rancia tradición, innovaba como un infiel. No solo era capaz de acampar en una jaima roja y sacrificar el gran tambor de marcha. Además rompía los preceptos sentados por sus mayores. Su vista se dirigió de nuevo a las almenas de Aledo. El extraño centinela ya no estaba allí.

Se giró a la llamada queda de un árabe. El guerrero se resguardaba de la lluvia con su imama, que le cubría toda la cara salvo los ojos; señalaba a poniente y abajo. Utmán tiró de las riendas, se acercó al otro jinete y atisbó la ladera. A los pies del cerro, una columna de hombres zigzagueaba por la senda entre pinos. En ella confluían las ramblas, y el camino era más bien un lecho enfangado sobre el que se agolpaban hombres y caballerías. Todos caminaban con gran esfuerzo; luchaban contra el barro que atenazaba sus pies y contra el agua que volvía pesadas sus ropas. Las mulas lanzaban rebuznos cuyos ecos rebotaban por las pendientes rocosas. La hilera humana se alargaba camino arriba, rumbo al noreste, y desaparecía tras un recodo para volver a aparecer más allá, en el claro de un pinar agarrado a la ladera. El sayyid asintió en silencio. Comparó las condiciones de marcha y la velocidad de aquel ejército agotado con las del suyo propio, que progresaba en plena llanura. Todo iba según lo planeado por Abú Hafs. Como siempre.

—Hemos cumplido la misión que nos encomendaron —anunció a los árabes—. Volvemos con los nuestros.

Hilal se puso a la altura de Azagra, que arreaba a su montura al paso por entre los riachuelos de barro. El joven miró atrás, a la columna a la que se había incorporado tras descender de Aledo.

—¿Y mi padre?

—Lo han reclamado hace un rato desde la zaga. Había noticias allí —contestó el navarro—. ¿Qué tal por las alturas?

—Mal. Los almohades avanzan a muy buena marcha por el llano. Nos llevan ventaja. No mucha, pero lo peor es que a partir de aquí nuestro camino empeora.

—Por santa María. ¿Nuestro camino empeora? Esto ya no puede ser peor.

Hilal acercó todo lo que pudo su caballo al del navarro y bajó la voz.

—El caíd de Aledo, hombre experto, me lo ha confirmado: no podremos llegar a Murcia antes que el enemigo. Este esfuerzo es inútil. Quizá mi padre debería destacar a algún correo. Alguien que cabalgue ligero.

—Que en Murcia sepan que vamos en su ayuda no es la cuestión. La cuestión es que esta carrera la ganen los almohades. Lo que tu padre teme es que se le traicione desde dentro y alguien abra las puertas al enemigo. Eso puede ocurrir con o sin mensajeros que se nos adelanten. Si al menos dejara de llover…

El caballo de Mardánish apareció entonces desde retaguardia. Sus cascos salpicaron de lodo a los jinetes que marchaban en cabeza de la columna. Al ver a Hilal, le interrogó con la mirada. El joven le puso al tanto de lo que ocurría por el lado de la llanura.

—Tal como esperaba… Así pues, debemos apretar la marcha.

Azagra y Hilal intercambiaron una mirada silenciosa.

—Padre… Soy muy joven y tengo que aprender mucho. Pero temo, en mi inocencia, que nuestros hombres lleguen demasiado cansados a Murcia. Por el contrario, los enemigos marchan sobre llano. ¿No es eso una desventaja?

—No pretendo enfrentarme a ellos, sino tomarles la delantera y entrar en mi capital para verlos llegar desde las murallas.

El navarro y su escudero se miraron de nuevo, lo que no le pasó inadvertido al rey. Azagra se dio cuenta y cambió rápidamente de tema.

—¿Qué ocurría en la zaga?

—Ah, en la zaga. Ha sido muy curioso. El León de Guadix, al-Asad, nos ha alcanzado.

Hilal se envaró sobre la silla.

—¿Al-Asad? ¿Está vivo?

—Vivo, aunque no entero. Los almohades sorprendieron a su destacamento de exploradores y los mataron a todos. Él consiguió escabullirse, pero le hirieron en la cara. Ha perdido un ojo.

—¿Y por qué no nos avisó? Eso nos habría puesto en guardia. Tal vez ahora iríamos por delante de esos africanos, y avanzaríamos por la llanura y no por este infierno de lodo…

—Tuvo que huir a través de las montañas y casi a rastras, por lo que parece. Ya es un milagro que haya conseguido alcanzarnos —murmuró Mardánish.

—Un milagro —repitió Pedro de Azagra—. Desde luego. Aunque deberías aclararme algo: ¿es un milagro que al-Asad conserve la vida? ¿O lo es que no le diera tiempo de llegar a Lorca para avisarnos del itinerario almohade?

Los tres jinetes quedaron en silencio, masticando lo que insinuaba Azagra. Hilal vio mucha lógica en aquella sospecha, pero su padre estaba demasiado obsesionado. El rey Lobo tiró de las riendas y se dispuso a recorrer de nuevo la columna. Lanzó una orden que no era nueva para los hombres que se arrastraban a lo largo de la sierra.

—¡Más deprisa! ¡Hay que apretar el paso! ¡Repartiré entre los más rápidos las pagas de los que se rezaguen!

Se alejó de la vanguardia gritando, mientras Pedro de Azagra y su escudero se miraban por enésima vez. Luego el navarro separó ambos pies y golpeó los ijares de su caballo para aligerar su paso.

—No me gusta nada esto, Hilal. Me siento como una alimaña empujada por los batidores hacia el puesto de un ballestero. No me gusta.