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Capítulo 57

Lorca y el gran tambor almohade

OTOÑO de 1165. Lorca

El río Guadalentín ya barría con sus avenidas todo el valle desde que, antes de la llegada de los musulmanes, fuera llamado Sangonera. Eso no había impedido que los antiguos rumíes construyeran su calzada a la vera de la corriente para comunicar su Mare Nostrum con el sur de la Península. Así, el camino que venía desde Murcia se partía en dos al llegar a Lorca: un ramal, el principal, giraba hacia occidente y se dirigía al interior, hacia Bálish, Baza, Guadix y Granada. El otro ramal continuaba hacia el sur, camino de Almería. Era precisamente junto a esa bifurcación por donde el río Guadalentín corría raudo hacia levante tras los deshielos, y encontraba paso franco en un angosto capricho de la naturaleza. La puerta del Sharq. Y ese desfiladero estaba protegido por la ciudad de Lorca.

Mardánish, recibido entre adulación y nervios en el alcázar, examinaba desde las murallas el paso. Reflexionaba mientras, a su alrededor, una nube de visires pretendía imponer a gritos su opinión para defenderse del avance almohade. El rey Lobo se pellizcaba la barba rubia y cuidadamente recortada y cada poco asentía sin decir palabra, porque lo hacía para sí mismo. Pedro de Azagra, a su lado, también observaba en silencio, igual que en silencio asistían a la ruidosa reunión Hamusk, al-Asad y el joven Hilal. Desde la alcazaba, enriscada en el cerro, se dominaban millas y millas de valle castigado por el sol. Las ramblas confluían a decenas en el cauce del Guadalentín, sembradas de higueras y almendros protegidos por pequeños muros de argamasa. La tierra, agrietada por el castigo del verano, había recibido dos días atrás un buen chaparrón, y después, la lluvia cayó fina e intermitente. Eso había refrescado el aire. El navarro señaló a poniente, ignorando al igual que Mardánish las palabras vacías de los burócratas del Sharq, que sonaban afectadas junto a ellos. Su voz grave se impuso a las de visires y secretarios:

—No cabe duda. Este es el mejor lugar. Aquí, donde acaba una serranía y empieza la otra. Con Lorca a nuestra espalda y todas esas ramblas cruzando el terreno.

Mardánish asintió al tiempo que los visires callaban por fin. Esas mismas ramblas serían un obstáculo para su caballería cristiana, pero la intención era detener a los almohades, no enfrentarse a ellos en campo abierto. No hasta que estuviera seguro de su triunfo.

—¿Y si rehúsan el combate? —aventuró el rey Lobo—. Ellos no son tontos y saben que esto no los beneficia. A nuestra vista podrían girar al norte y viajar entre las sierras.

Azagra levantó una ceja y miró a su derecha, a las fragosidades de la sierra de Tercia y a los elevados picos de la sierra Despuña. Un terreno tan distinto a todo lo que los rodeaba que hasta había pozos de nieve en las alturas.

—No lo creo. Los almohades son como un gran animal torpe y pesado. Siempre buscan el llano arenoso. Sabes que viajan muy despacio, y que cuando el sol está alto dejan de caminar para montar su campamento. —El navarro apuntó con un dedo a las lejanas cumbres de la sierra Despuña, que se perdían en la distancia hasta volverse azules—. Ese es nuestro terreno, y podríamos organizar partidas de incursores para hostigarlos. Las fuerzas tagríes llegadas de la Marca Superior, por ejemplo, se defienden bien en terreno escabroso. Sería como apostarnos en la senda del jabalí para cazarlo. Conocemos dónde están los pasos, las fuentes, los pinares más frondosos… Además, a medio camino tenemos tu fortaleza de Aledo, que sería una estupenda base. Y de todas formas, podrías guiar a tu ejército por el lado derecho de la sierra, en el valle abierto, y aprovechar la calzada romana para llegar a Murcia mucho antes que ellos. Nos refugiaríamos en tu capital y, con nuestro ejército mucho más descansado y al completo, podríamos resistir. Jamás serán capaces de rendir Murcia si no nos vencen antes en batalla.

Mardánish asintió despacio. Hilal, que seguía en silencio junto a Azagra en calidad de escudero suyo, dio un paso para hacerse notar. Con un gesto, su padre le animó a intervenir en la conversación.

—¿No hay otra forma de que los almohades alcancen la costa? Tal vez no lleguen desde occidente. Si dan un rodeo y vienen directamente desde el mediodía, el camino hacia Murcia es al-Fundún. Si no me equivoco, el valle abierto que hemos dejado atrás cuando veníamos. —Mardánish y Azagra asintieron y ambos, a la vez, se dieron la vuelta. La estupenda posición de Lorca en las estribaciones de la sierra del Caño les permitía dominar también al-Fundún, la extensa y fértil llanura que llevaba al corazón del Sharq y por la que el Guadalentín corría hacia el norte, ya calmada su furia, para unirse al río Segura.

—Pero es que ellos no vienen desde Almería, sino desde Granada —opinó Hamusk, que hasta ese momento había guardado silencio—. Los correos dicen que están lanzando algaras por Baza y Caravaca… ¡Hasta a los montes de Segura se han atrevido a llegar! Su ruta está clara: aparecerán por el oeste. Tú mismo lo has dicho: tomar el camino hacia el mar, sin pasar por aquí, los obligaría a dar un gran rodeo por el sur para evitar esta sierra.

—Sí —el joven Hilal sonrió a su abuelo, pero luego miró a su mentor navarro y al rey para buscar apoyo a sus palabras—, aunque también nos obligaría a nosotros a interponernos en su camino en campo abierto. Y ¿nosotros no tratamos de evitar eso precisamente?

—Así es —estuvo de acuerdo Azagra—. Y no podemos aceptar el choque. Nuestras fuerzas no llegan a los quince mil hombres y los almohades, según los informes, ya cuentan con unos veinte mil.

—Yo, por mi parte —Hamusk habló sin mirar al joven andalusí, y su voz adquirió el habitual tono de desprecio—, no tengo problema alguno en enfrentarme a esos africanos donde sea. Tanto me da la estrechez de un desfiladero como una llanura. Y no me importa que nos superen en cinco, en diez o en veinte mil hombres. Pero si os va a servir para calmar vuestro miedo, destinaré a sendos destacamentos de caballería a fin de cubrir las dos posibilidades. Uno avanzará por la calzada romana hacia el oeste, y el otro vigilará la entrada al valle por el sur, camino de Almería. Es una lástima que el mocoso Alfonso de Castilla no haya aceptado «tu regalo», yerno, porque ahora la guarnición cristiana de Almería podría echarnos una mano. Por desgracia, entregas las ciudades bajo tu cetro a cualquiera.

El rey Lobo, visiblemente molesto por lo que decía su suegro, resopló y se le hincharon las aletas de la nariz. Azagra, incómodo también por la forma en que Hamusk hablaba del joven rey de Castilla, se apresuró a completar la estrategia para evitar un nuevo enfrentamiento.

—Si se diera la posibilidad que apunta Hilal, propongo no combatir. Podemos reforzar Lorca para evitar que caiga. Luego la dejaremos atrás y, con clara ventaja, no tendremos problema en alcanzar Murcia antes que ellos. Eso, además, colocará en una embarazosa posición a los almohades, con una hueste nada despreciable esperándolos en nuestra capital y otra en su retaguardia, encastillada aquí. Sin embargo, debo insistir: no es lógico que vengan desde el sur. Debemos concentrarnos en defender el paso del oeste.

Mardánish y su hijo ensancharon la sonrisa, complacidos por la solución que proponía el navarro. El rey puso una mano sobre el hombro izquierdo de Hilal, orgulloso de que su heredero hubiera intervenido con tino en aquel improvisado consejo de guerra.

—Sea. —Miró a su suegro—. Envía esos dos destacamentos y procura que me tengan informado con tiempo suficiente. Que no regresen hasta que el enemigo esté localizado.

Campamento mardanisí a los pies de Lorca

La noche trajo pesadillas y desvelos para la mayoría, y sueños de esperanza para unos pocos. Con cada momento que transcurría, sentían que se acercaba el definitivo. Y todo guerrero andalusí y cristiano escuchó durante su vigilia las consignas de los centinelas, y las toses de unos y los suspiros de otros. La lluvia regresó, aunque por fortuna cayó suave, sin molestar en demasía a los hombres acampados. A la mañana siguiente, el señor de Jaén destacó a dos pequeños destacamentos para cumplir la misión ofrecida por él mismo. Los dos grupos, ligeramente armados y con caballos de refresco, se dispusieron a salir del campamento andalusí, montado a los pies de Lorca, con las primeras luces del alba. Tres hombres partirían hacia el sur y cabalgarían entre la sierra del Caño y el mar. A su frente, Hamusk había colocado al mismísimo al-Asad, con quien hizo un aparte antes de su marcha. Mardánish observó que los dos hombres, inseparables desde hacía años, conversaban en voz baja en un extremo del campamento, junto a un murete de argamasa de los que servían para contener las fieras acometidas del Guadalentín. Sintió cierto alivio al saber que pronto los dos guerreros tomarían caminos diferentes, pues consideraba al León de Guadix como un peligroso complemento de su suegro. Otros tres hombres marchaban al galope hacia el oeste, siguiendo a contracorriente el curso del río. Sus siluetas se desvanecían ahora sobre las ramblas que flanqueaban el cauce.

—Marcharás a toda prisa —le decía muy serio Hamusk a al-Asad. Miraba constantemente a los lados y atrás, y bajó la voz cuando un soldado pasó cerca con un odre para llenarlo de agua en el río—. No te detendrás si no es necesario. Debes llegar a la vista del ejército almohade enseguida. ¿Has entendido?

Al-Asad asentía al tiempo que mordisqueaba un pedazo de carne fría a guisa de desayuno. Estaba ya equipado aunque, para aumentar su ligereza, prescindía de la inconfundible loriga desgarrada y de toda arma salvo espada y daga. Los dos guerreros que le debían acompañar esperaban, ya montados, a unos codos de distancia. A los pomos de sus sillas llevaban atadas las riendas de los caballos de refresco.

—La última vez que te vi con esa cara fue antes de derrotar a Utmán en Granada —reconoció el León de Guadix con gesto burlón—. Entonces fue por un trato. Un trato con nuestros enemigos.

—No seas necio, mi querido al-Asad. Aquel trato con el ya difunto Sulaymán, a juzgar por el resultado, lo hice con un amigo. No con un enemigo.

—Entiendo…

—Lo dudo —murmuró Hamusk, y calló un instante mientras un grupo de campesinos lorquíes pasaban camino de sus huertos en al-Fundún. Cuando los labriegos se hubieron alejado, el señor de Jaén continuó—. El entendimiento de este negocio no pasa precisamente por saber reconocer a nuestros amigos y a nuestros enemigos, sino porque ellos, unos y otros, nos reconozcan a nosotros. Los almohades vienen con todo, según dicen… Bien, no me cabe duda de que su ejército nos supera, y siempre que eso ha ocurrido, las cosas no nos han ido demasiado bien. Sin embargo, entre ese cristiano Azagra y mi odioso yerno han planeado una defensa del camino que, lo reconozco, es muy buena. Tanto como para hacerme pensar que quizás, solo quizás, el Sharq al-Ándalus todavía tiene una oportunidad.

Al-Asad entornó los ojos, oscuros como su conciencia. Aún ignoraba hacia qué lado se inclinaba la balanza de Hamusk. Solo sabía que para él, la del señor de Jaén sería la opción buena.

—Entonces debo cumplir mi misión al pie de la letra. Me aseguraré de que los almohades no avanzan por la costa y…

—Sigues sin entender —le cortó Hamusk—. Hace tiempo que yo escogí mi bando. Hace tiempo que no tengo dudas. Mi nieto Hilal ha heredado mi inteligencia a través de Zobeyda. También ha heredado el temor que su padre disfraza de precaución, y por eso, sin quererlo, me ha dado una idea. Una idea que nos permitirá afianzar el resultado de esta aventura y que nos hará reconocibles a los ojos de nuestros amigos.

—Y nuestros amigos son… —La frase quedó flotando en el aire de la mañana con un deje de interrogación. Hamusk resopló.

—Los almohades son animales de costumbres, en eso tiene razón el navarro. Sin duda pretenden avanzar por la vía rumí, siguiendo el río. Llegarán desde el oeste para darse de cara con la muralla humana que mi yerno quiere construir en ese desfiladero. Eso no debe ocurrir, y por lo mismo debes darte prisa. Cabalgar sin descanso para llegar hasta el ejército de Abú Hafs. Pedirás entrevistarte con él en persona. ¿Me sigues?

—Te sigo. Pero ya has visto que Azagra tiene un plan para evitar el combate si los almohades vienen por el sur en lugar de por el…

—Shhh. Ese plan no servirá de nada si nosotros, aquí, no nos enteramos de que nuestros enemigos vienen por el sur. Es decir, mi buen León: si tú no cumples con tu deber.

Al-Asad asintió, aliviado al empezar a entender cuál era su bando finalmente. Hamusk bajó aún más su voz y acercó la boca al oído del León de Guadix, y así siguió susurrando su plan.

Día siguiente. Campamento almohade cerca de Bálish

Los ecos de los rezos se perdían y los buenos musulmanes recogían las esteras sobre las que acababan de cumplir su oración. Los muecines desmontaban sus minaretes de campaña con ayuda de los sirvientes y, a lo largo de todo el campamento, los guerreros se disponían a comenzar la marcha.

Era toda una ciudad de paño y madera, construida según el rígido modelo que tanto Abú Hafs como Utmán habían conocido en la corte itinerante del difunto Abd al-Mumín. En el centro del campamento, una inmensa tienda escarlata marcaba el corazón del ejército en campaña. Se suponía que el mando estaba dividido entre los dos hermanastros, pero en el fondo todos sabían que era el visir omnipotente Abú Hafs quien dirigía a la hueste, y que Utmán aceptaba a regañadientes las órdenes de su medio hermano. Alrededor del enorme pabellón principesco, los dos mantenían en sendas tiendas dos reducidos harenes, así como un cuerpo de esclavos y sirvientes personales, a sus principales visires y jeques y una compañía de la guardia de esclavos negros que Abú Hafs había pedido traer a al-Ándalus. Al igual que a Yusuf, a su influyente hermanastro le gustaba saberse rodeado de aquellos temibles guerreros del Majzén, y los suponía tan dispuestos a entregar su vida por él como si lo hicieran para complacer al propio príncipe nobilísimo.

Otro de los privilegios que Abú Hafs había solicitado era el uso del gran tambor almohade. Y Yusuf también había cedido en eso. Quizá, de haberse empeñado, el sayyid podría haber conseguido incluso contar con el sagrado Corán de Ibn Tumart y con la camella blanca que lo portaba.

Abú Hafs, escoltado por varios de aquellos Ábid al-Majzén, salió del anillo noble del campamento y anduvo con las manos metidas en las anchas mangas de su burnús. En cumplimiento de sus órdenes, los líderes de las cabilas gritaban a sus hombres para meterles prisa. Todos desmontaban ya sus tiendas y cargaban carros y acémilas con fardos y provisiones. El visir omnipotente observó que un amplio destacamento de caballería masmuda se preparaba para salir en avanzadilla. Irían por el camino más corto y recto, de oeste a este; por la calzada rumí que había de llevarlos hacia el río Guadalentín, cuyo curso seguirían hasta Lorca. Abú Hafs sonrió: el jefe del destacamento masmuda estaba siendo personalmente aleccionado por su hermanastro Utmán. Se acercó despacio mientras la soldadesca se apartaba ante la presencia de los enormes guerreros negros.

—Mi querido Utmán —saludó Abú Hafs—. Creo que si por ti fuera, partirías al frente de estos guerreros. Tu ardor juvenil no te abandona, ¿eh?

El sayyid no sonrió. No podía hacerlo, por mucho que hubiera acabado sometiéndose y su rebeldía se hubiese aplacado. El desprecio se mezclaba con el miedo en su mirada.

—He combatido muchas veces a esos infieles aquí, en esta tierra de al-Ándalus, y sé que siempre usan añagazas. Carecen de valor y de honor. No quisiera que mis fieles masmudas cayeran en una trampa.

—Ah, el veterano Utmán, que ha saboreado tanto la victoria como la derrota. Con su cuerpo cruzado de cicatrices y su espada manchada con la sangre de cien campeones cristianos —ironizó Abú Hafs—. Pero no olvides que la muerte forma parte del deber de estos soldados del islam. Tras ella, toda una corte de vírgenes de modesta mirada, no tocadas jamás por hombre o genio alguno, los espera para hacerlos gozar durante la eternidad entre los ríos de leche y miel de al-Yanná. ¿Acaso no será un privilegio para estos valientes caer los primeros? No temas, mi buen Utmán. Mira a tu alrededor y comprueba la inmensidad del ejército de Dios, alabado sea. En cada uno de estos hombres hay un mártir dispuesto a entregar su vida por nuestra fe.

Utmán obedeció a Abú Hafs y recorrió con la mirada el impresionante campamento. Los pabellones a medio desmontar, que cambiaban de color según las cabilas que los habitaran, el tumulto de toda la hueste trabajando, el ir y venir de soldados con toldos enrollados, listones, cuerdas y clavos, el trajín de los escuderos y sirvientes que llevaban de las riendas a los caballos… Un ejército de veinte mil hombres que se movían como hormigas alrededor del hormiguero.

—Veo a los fieles soldados del islam —admitió Utmán.

—Mira, pues, su determinación. Mira su número, que supera al de los granos de arena del desierto. Mira con qué alegría se entregan al trabajo. Y con qué fe se dedicarán muy pronto a la matanza. —Señaló con la barbilla a los jinetes masmudas, a punto de partir hacia Lorca—. ¿Qué puede importar si estos pocos valientes caen? ¡Dios lo permita, y los premie a ellos con antelación, pues los demás los envidiaremos! ¿No es así, soldados?

Los masmudas se miraron unos a otros y algunos asintieron. Otros, ansiosos por alejarse de la inquietante presencia de Abú Hafs, tiraron de las riendas para hacer girar a sus caballos y comenzar la marcha. Entonces sucedió algo que llamó la atención de todos. Varias personas gritaban, llamándose entre ellas. Las voces más alejadas fueron coreadas por otras cercanas a lo largo de la espaciosa extensión que ocupaba el campamento almohade, hasta que todos pudieron oír lo que decían. Era un mensaje para Abú Hafs.

—¡Ilustre visir omnipotente! —habló un hafiz mientras señalaba hacia levante—. ¡Ha llegado un hombre! ¡Un mensajero! ¡Dice venir desde Lorca!

El gentío fue arremolinándose, y los Ábid al-Majzén se emplearon con las conteras de sus lanzas en mantener el círculo de seguridad de Abú Hafs. Utmán hizo un gesto hacia el jefe del destacamento de exploradores masmudas para que aguardaran antes de partir, y él mismo se acercó al tumulto. Cientos de guerreros y sirvientes abrían un pasillo y se apiñaban a ambos lados. Los guardias negros terciaron sus lanzas y esperaron órdenes. Enseguida apareció, andando por el improvisado corredor humano, un visir que sostenía en sus manos una espada sobria y de aspecto envejecido. La sujetó por la hoja y se la tendió a Abú Hafs al tiempo que inclinaba la cabeza. El sayyid observó el arma, recubierta de marcas y hasta diríase que de sangre seca. Abú Hafs se abstuvo de tomar la espada y miró con gesto interrogante al visir, pero en ese instante llegaban varios soldados que arrastraban a un hombre. Un andalusí de cabello largo y encrespado, barba cerrada y mirada fiera, acentuada por un profundo y viejo corte que deformaba su nariz. A pesar de llegar como prisionero, sus ojos relucían de orgullo desafiante. No llevaba loriga ni yelmo, y su tahalí estaba vacío. Uno de los almohades que lo tenían sujeto llevaba en la mano izquierda una daga. También estaba manchada de sangre, pero esta era reciente.

—¿Quién eres? —preguntó Abú Hafs. Utmán se situó a la derecha de su hermanastro, un par de pasos por detrás, y se fijó en el andalusí. De inmediato creyó reconocer su rostro. Había visto antes a ese hombre, aunque no recordaba dónde ni cuándo.

—Soy al-Asad. Me llaman el León de Guadix, y traigo un mensaje para vosotros.

Abú Hafs giró la cabeza y observó a Utmán, pero este seguía absorto en el rostro del andalusí, intentando recordar de qué conocía a aquel tipo. De pronto sus ojos se iluminaron. Cojeó hasta rebasar a su influyente hermanastro, paró frente al prisionero y lo observó de cerca. Ahora se acordaba.

—Tú… Tú estabas en Marchena. Tú evitaste que acabara con el Mochico… Y en la vega, cerca de Granada. Tú me tendiste una trampa. —Instintivamente, la mano de Utmán se fue al cogote, allí donde había recibido el golpe que le dejara inconsciente tras la batalla del Prado del Sueño, en las ruinas de Elvira. Luego, con un movimiento rápido, desenvainó su espada y se dispuso a ensartar a al-Asad. Abú Hafs cogió el brazo de su hermanastro y lo retuvo con premura. A la vista de la escena, las lanzas de los Ábid al-Majzén bajaron pero, indecisos sus dueños, las puntas se dirigieron al cuello del León de Guadix. Este tragó saliva al ver tanto hierro a su alrededor, pero no se arredró.

—Lo que tengo que deciros es de sumo interés. Decidid después de oírlo si debo morir.

Abú Hafs arrugó el entrecejo. Tenía que hacer un auténtico esfuerzo para retener el impulso criminal de Utmán.

—Basta. ¡Basta, te digo! —ordenó. Su hermanastro, que tenía los ojos fijos en los del cautivo y los dientes apretados, pareció salir de un estupor asesino y miró a Abú Hafs.

—Es uno de ellos —intentó explicar con voz ronca—. Uno de nuestros enemigos. El lugarteniente del Mochico, si no me equivoco. Déjame atravesarlo.

El hijastro de Abd al-Mumín empezó a encontrar divertida aquella situación. Observó a al-Asad y se fijó en su porte. Era sin duda el de un guerrero veterano. Y de ser cierto lo que decía Utmán, sin duda sobre aquel pesaban la muerte y el tormento de muchos almohades. ¿Qué podía haber llevado a alguien así a meterse en la boca del lobo? El León de Guadix pareció adivinar lo que pensaba Abú Hafs, pero este ya estaba aventurando posibilidades y uniendo hilos.

—Esa sangre —señaló la daga de al-Asad— es reciente.

—He venido en compañía de dos hombres más, aunque, para su desgracia, ellos no debían saber lo que vamos a tratar ahora. Tú y yo. —Señaló con la barbilla hacia el destacamento de masmudas a caballo—. Están a punto de partir, ¿verdad? Tu idea es marchar sobre Lorca en línea recta. Cambiarás tu intención en cuanto hables conmigo.

Abú Hafs soltó una carcajada corta. Aquella risa solía hundir en el pánico a cualquiera, y sin embargo el andalusí cautivo aguantaba bien; incluso se permitía sostener la mirada del visir omnipotente. Ese detalle gustó e incomodó a partes iguales a este.

—Pareces muy seguro de ti. Pero podemos hablar así, a la misma altura, o puedo elevarte un poco. A lo alto de una cruz.

Al-Asad volvió a sorprender a Abú Hafs con una sonrisa. El amarillo de sus dientes resaltó contra la oscuridad de su piel y la negrura de su bigote y su barba. El León de Guadix habló con seguridad desesperada:

—Seré yo quien te eleve a lo alto, te lo aseguro. Más alto de lo que nunca has estado.

Dos días después. Estribaciones de la sierra de Tercia

Era la quinta o sexta vez que Mardánish se detenía en aquel cabezo. Tiró de las riendas y encaró el caballo hacia Lorca, que relucía al otro lado del paso. Y, como en las ocasiones anteriores, observó con detenimiento la estrechez del pasillo por el que el Guadalentín se vertía en al-Fundún. Y a pesar de su angostura, le pareció ancho como el mismo mar. Se fijó en los pequeños puntos que se movían despacio allá abajo, a lo largo de una línea que unía ambas estribaciones montañosas.

Suspiró. Tenía la sensación de que algo fallaría. Llevaba sintiendo aquello meses. Quizás años. No se fiaba. ¿Qué sería esta vez lo que no saldría según sus planes? Repasó todos los preparativos y recorrió con la vista el paisaje. A sus pies, bajando desde la altura en la que se encontraba, había una mezcla de pinar y terrazas cultivadas. El paraje era impracticable para el ejército, y esa era la parte buena: ellos no podrían usar las alturas para defenderse, pero los almohades tampoco para atacar. Sobre todo quería creer que la caballería árabe de sus enemigos no sería capaz de subir por allí para rodearle. No. Era imposible sin conocer las sendas. Y tampoco podrían usar la elevación de enfrente, porque estaba ocupada por la mismísima alcazaba de Lorca. Así pues, todo se dirimiría allá abajo, junto al río.

Por eso había ordenado construir fosos para evitar las cargas almohades. Y por eso había estudiado hasta el mínimo detalle cómo deberían posicionarse sus arqueros y los ballesteros cristianos. Y qué lugares ocuparían los mercenarios del norte y sus caballeros andalusíes para luchar a pie. Allí resistirían, encajonados entre las dos masas montañosas. Allí anularían la superioridad numérica del enemigo y le impondrían la lucha en el propio terreno. Terreno andalusí. Allí no valdría de nada la agilidad de aquellos malditos jinetes árabes y todo se decidiría cuerpo a cuerpo, lanza contra escudo y espada contra espada. Y si las cosas se torcían, podrían recurrir a Lorca, de donde jamás serían expugnados. Pero las cosas no tenían por qué torcerse. De hecho, todo estaba yendo a pedir de boca. Para empezar, la lluvia de los días anteriores no había sido tan fuerte como para causar molestias, pero su insistencia llegó a ablandar la tierra, lo que hizo más fácil cavar los hoyos y las trincheras. A su alrededor, los pinos que tachonaban el cerro despedían un agradable olor húmedo que Mardánish aspiró con avidez.

—¿Sabes que los lugareños le han puesto nombre a este monte?

Mardánish se volvió al oír la voz de su hijo Hilal. El muchacho montaba a su caballo, un destrero tordo regalado por Pedro de Azagra, sacado de sus cuadras navarras. El animal era formidable y de gran talla, y situaba al jinete por encima de su padre.

—No. No lo sabía —respondió este.

—El Cabezo del Lobo. Así lo llaman. Siempre te ven aquí. Subes por la mañana. Subes después de comer. Y antes del anochecer…

Mardánish sonrió.

—Desde la alcazaba de Lorca tendría tan buena perspectiva como esta. O mejor incluso. Pero estoy harto de escuchar a todos esos charlatanes que no buscan más que destacar. Debes aprender esto, Hilal, pues un día te será necesario.

El joven detuvo su caballo junto al de su padre y atisbó la extensión que, en tonos rojizos, ocres y verdes, se perdía hacia poniente con el Guadalentín serpenteando entre ramblas.

—Sí. Tienes razón, padre. Además, esas hienas hablan de una forma en tu presencia y de otra cuando no estás.

Mardánish giró bruscamente el cuello y observó a su hijo. La vega del Guadalentín desapareció de su vista, lo mismo que los pinares de la sierra de Tercia, los tomillos, las carrascas, las higueras dispuestas en sucesivas terrazas desde lo alto hasta las orillas del río. Su mirada se ensombreció conforme la sensación de fragilidad crecía. Su voz había cambiado cuando volvió a hablar a Hilal.

—¿Cómo hablan cuando yo no estoy? —arrastró las palabras—. ¿Qué has oído? ¿Acaso conspiran? ¿Qué traman?

El joven Hilal se echó atrás sin pensarlo, y su espalda reposó contra el arzón posterior. De inmediato se arrepintió de haber insinuado aquello. Miró a su alrededor con apuro infantil, tratando de encontrar un agujero donde esconderse. Entonces reparó en varios puntos oscuros que se acercaban a lo largo de la calzada romana desde occidente. Nervioso, señaló hacia allá.

—Alguien se aproxima —dijo. A continuación espoleó a su destrero y se metió por entre los pinos, en busca del camino estrecho y serpenteante que lo debía devolver al valle. Mardánish se quedó un rato allí, con la mente dividida entre los jinetes que llegaban desde poniente y las palabras precipitadas de Hilal. Un estremecimiento le angustió y notó que le faltaba el aire. Sus visires, sus jeques, sus adalides… hablaban a sus espaldas. Seguramente no confiaban en el triunfo. O tal vez lo veían todo como un simple aplazamiento. Quizás hasta su gente más allegada pensaba que la sumisión al Tawhid era inevitable. Y si era así, el propio Mardánish no constituía otra cosa que un estorbo.

Escupió a un lado e instigó a su montura a seguir a Hilal, que descendía entre los pinos más abajo. Pasó por entre las agujas verdes sin reparar en ellas, ni siquiera cuando arañaban su rostro o lo mojaban con las gotas de lluvia acumuladas en sus puntas. La visión del rey se reducía a un simple círculo de desconfianza rodeado de una penumbra indefinida. ¿A quién podía creer? ¿Ya solo le quedaba Azagra? ¿Tal vez únicamente Hilal? ¿Debería conformarse con el abrazo amoroso de Zobeyda cuando regresara al hogar?

Las oscuras figuras que llegaban desde poniente eran los exploradores de Hamusk enviados hacia Bálish. Los jinetes venían derrengados, acuciados por el hambre y por los barrizales que a trechos obstaculizaban el camino. Sus ropas, manchadas de sudor y de fango seco, crujieron al saltar a tierra. Se dirigieron como espectros hacia Hamusk, que organizaba las obras de fortificación en primera línea. En aquel momento mandaba clavar troncos y atar maromas embreadas para detener el paso de los caballos almohades. El señor de Jaén, con la camisa empapada y la tez enrojecida por el sol que se filtraba desde el lecho de nubes, se pasó la mano por la frente y vio de reojo cómo llegaba el rey Lobo hasta el lugar.

—Dad de beber a estos hombres. Y de comer —ordenó. Los guerreros andalusíes y cristianos detuvieron los trabajos, salieron de los fosos y se fueron acercando despacio. Mardánish también desmontó y se abrió paso sin muchas contemplaciones. Los tres exploradores bebieron hasta saciarse, manteniendo elevadas las cráteras de agua para que el líquido mojara aún más sus barbas y ropajes. Uno de ellos, al reparar en la presencia del rey, se dirigió a él.

—Hemos divisado hace poco a un grupo de caballería. —Luego se giró a Hamusk—. Masmuda.

El señor de Jaén asintió y habló a su yerno.

—Nos conocemos. Nos hemos enfrentado en alguna ocasión. Mis hombres saben distinguirlos. Los almohades siempre avanzan igual: mandan por delante un grupo de exploradores a caballo, y los masmudas son los mejores en eso.

—Hay más —continuó el jinete recién llegado—. También hemos oído su tambor. Cada poco resuena, y los montes devuelven su eco por todas partes.

Algunos soldados cristianos se miraron extrañados. Hamusk sonrió con displicencia.

—Así que han traído su tambor… Que yo sepa, jamás antes lo habían hecho cruzar el Estrecho para combatir.

La recia figura de Pedro de Azagra surgió desde el gentío para oír las noticias. Se coló por entre algunos guerreros y tomó posición junto a su escudero Hilal. El caballero Guillem Despujol también hizo su aparición.

—¿Qué es eso del tambor? —preguntó. Fue otra vez Hamusk quien contestó.

—Un enorme monstruo de madera dorada de más de quince codos de circunferencia. Sirve para ordenar la marcha y para marcar su ritmo, pero sobre todo lo usan para infundir pavor a sus enemigos. El sonido de ese tambor puede oírse a media jornada de distancia. Más, si el viento acompaña. Anuncia la llegada de la muerte. De hecho, se dice que los almohades han aplastado revueltas y ganado guerras con el solo sonido de ese timbal gigante. Pero es privilegio del califa portarlo consigo en la batalla. Si lo han traído hasta aquí, es porque lo consideran una misión de importancia.

Como si respondieran a un único impulso, los murmullos se acallaron y todos los presentes, musulmanes y cristianos, aguzaron el oído para intentar escuchar el temible tambor almohade, pero solo se oyó el correr del agua en el Guadalentín y el canto de algún pájaro que cruzaba el valle. Hamusk sonrió de nuevo.

—Puede que tardemos aún en oír su toque. Pero podéis estar seguros de que lo escucharemos. Y entonces es cuando debéis empezar a rezar. —Y remató su sentencia con una de sus carcajadas. La papada, chorreante de sudor, vibró como si la azotara un huracán. Mardánish apretó la mandíbula y miró de reojo a Azagra. Luego elevó la voz:

—¡Basta de charla! ¡Volved todos al trabajo y olvidad esa patraña del tambor!

Los guerreros obedecieron vacilantes. Fueron pasando la noticia a los que llegaban tarde a la reunión y, entre murmullos, se trasladaron los malos augurios y las palabras burlonas de Hamusk. A partir de ese momento, alguien treparía cada poco por el borde del foso y se pondría la mano junto a la oreja, y alguno habría que jurara haber oído un redoble sordo y lejano. Hilal se apresuró a alejarse del lugar para evitar que su padre recordara la última parte de su conversación en el Cabezo del Lobo, y Azagra se aproximó al rey. Guillem Despujol, visiblemente afectado, se retiró con lentitud.

—Barrabasadas de tu suegro aparte, la noticia es buena —dijo el navarro a Mardánish.

—Lo sé. Vienen por donde esperábamos que vinieran. Pero es cierto que deben de considerarla una misión importante. Los informes hablaban de veinte mil hombres y de dos de los hermanos del califa. Y la presencia de ese tambor…

—Los tambores no pelean, amigo mío. Y esos veinte mil hombres ignoran que se dirigen a su ruina. Este apostadero acabará con ellos, como se acaba con la piara de jabalíes en una batida. No pasarán. No, al menos, sin perder a la mayor parte de su ejército. Y entonces su viaje habrá sido inútil. Por muy grande que sea ese tambor.

Día siguiente. Defensas mardanisíes a los pies de Lorca

Las obras habían concluido. Los propios guerreros, obsesionados con la fiabilidad de los fosos y parapetos, se adelantaban a comprobarlos. Por eso de vez en cuando se oían algunos martillazos aislados o alguien se dejaba caer en una zanja para hacerla algo más profunda. Sirvientes y escuderos reparaban anillas sueltas, o limpiaban las cotas de malla con aquella mezcla viscosa de ceniza, bosta y posos de aceite. Los arqueros andalusíes y los ballesteros cristianos se afanaban en retocar sus posiciones; reforzaban los muretes de tierra y madera o achicaban el agua que, tras rezumar del suelo o chorrear desde los bordes, anegaba cada trinchera. Colocaban los virotes y flechas a su alcance, perfectamente ordenados, y comprobaban la sequedad de las cuerdas antes de volver a guardar sus arcos en las fundas o a envolverlos en trapos. Era necesario que estuvieran bien secos, y la humedad de aquellos extraños días de lluvia indecisa no ayudaba.

El silencio era, por lo demás, sepulcral. Nadie hablaba, y los que pretendían comunicarse lo hacían por señas. Si alguien, al entrar o salir de un parapeto, pisaba una rama o removía las piedras, varios soldados chistaban y maldecían para exigir quietud. El viento estaba en calma, y las nubes flotaban bajas y grises en un techo que tamizaba la luz del sol e imprimía una sensación de bochorno.

Fue a media mañana cuando alguien dijo haber oído un golpe apagado en la lejanía. Algo que sonaba como un tambor. Las burlas, inmediatas, no consiguieron acallar al tipo, un mercenario castellano a las órdenes de Azagra. Decía ser de Ávila y se preciaba de haber combatido contra el propio Yusuf cerca de Sevilla, en las algaradas que las milicias abulenses llevaban al mediodía para rapiñar ganado y quemar las granjas. Aseguraba que faltaba aún por nacer quien le asustara, y que los hombres de Ávila no se arredraban ante nada. Y sin embargo, su tez estaba pálida como la nieve cuando pidió silencio. Acababa de oír el segundo toque.

Ahora, cuando la noche se acercaba, todos estaban convencidos de que el abulense tenía razón. Llevaban todo el día escuchando la lejana y rítmica percusión. Cada vez más cerca. Cada vez más inquietante. Como si no proviniera de manos humanas, sino que fuera el cielo el que, encolerizado contra aquellos miles de guerreros, quisiera hacerles sentir el tronar de su furia. Y las oraciones arreciaron en cada trinchera y parapeto, pues a nadie le parecía buen presagio, y los más agoreros atemorizaban a los demás y les repetían las palabras con las que el infiel faraón se humillara ante Moisés:

Rogad al Señor para que cesen los truenos de Dios y el granizo; y yo os dejaré ir, y de ningún modo quedaréis aquí.

Mardánish, en las líneas de defensa de los infantes cristianos, elevaba la mirada tras cada golpe del tambor. Observaba las murallas de Lorca, donde estaban situados como vigías los hombres con mejor vista. El rey Lobo se desgañitaba a cada bramido del tambor, aunque no era necesario. Los centinelas contestaban una y otra vez de igual manera.

No se veía nada.

—Es imposible. —Azagra aguardaba, como todos, enfundado en su loriga y cocido por aquel calor irritante de principios de otoño, agravado por la humedad del Guadalentín y de las recientes lluvias—. Si se oye a media jornada de distancia, deberíamos tenerlos encima.

Aquel argumento impacientó a Mardánish. Había sido Hamusk el que desvelara lo de la media jornada, y en aquellos momentos todo el ejército a sus órdenes hacía los mismos cálculos que el navarro. Eso crispaba los nervios. Más aún que la vista del enemigo. Esperaban. Llevaban todo el día esperando. A un enemigo invisible, al que solo se oía en la lejanía. Que no terminaba de llegar. Algunos soldados, desquiciados, salieron de sus parapetos para preguntar a otros compañeros, pero eran recibidos de malos modos. En poco tiempo se habían desatado varias reyertas, y los adalides de las tropas tuvieron que intervenir para poner paz, castigando en un par de ocasiones a sendos soldados desesperados que habían sacado a relucir los hierros.

—Maldito sea mi suegro —se quejó el rey Lobo—. En mal momento se burló de nosotros con esa estupidez del tambor.

—No es ninguna estupidez —respondió Azagra—. Algo había oído yo también.

—Sí, pero a estos —hizo un movimiento con el brazo para abarcar toda la línea defensiva construida en el paso— no les hacía falta saberlo.

Pedro de Azagra calló y se enjugó el sudor del rostro con un pañuelo que sacó de la manga. Rezó en silencio para que llegara la noche y acabara con el bochorno. Incluso pensó que vendría bien un nuevo chaparroncillo para refrescar el ambiente.

—Hamusk también dice que los almohades solo marchan durante la mañana. Tal vez se han parado y por eso no terminan de llegar.

—No. Ese tambor se oye cada vez más cerca.

Unos pasos a la derecha llamaron su atención. El caballero Guillem Despujol llegaba con lentitud, hundiendo sus pies en el barro. Su cara mostraba la misma crispación que las de los demás guerreros. Venía desde la posición que ocupaban sus hombres, en el extremo norte de la línea defensiva. Allí, como en el resto de la formación, los guerreros se agolpaban en filas apretadas, muy densas, con las que se pretendía erigir un muro de escudos para contener las acometidas almohades. Antes de llegar a ellos, los enemigos tendrían que salvar todo el nudo de trampas hecho de hoyos, zanjas y parapetos llenos de arqueros y ballesteros, que además se cruzaban en un caos imposible con la red de ramblas que desembocaban en el río y con las cuerdas engrasadas que, tendidas de lado a lado y oblicuamente, detendrían a los pocos jinetes que tuvieran la suerte de acercarse a la línea de infantería. Como último obstáculo, dicha línea estaba protegida por una pequeña empalizada. Aquel era un trabajo casi perfecto. Las posiciones del ejército de Mardánish, preparadas a conciencia, estaban ideadas para resistir los proyectiles almohades y ofrecer un sitio ventajoso desde el que tener siempre a tiro al enemigo. Hasta Mardánish, cuyo pesimismo le hacía dudar en todo momento, reconocía que los africanos tendrían que sacrificar a una buena parte de sus hombres antes de llegar al cuerpo a cuerpo.

—¿Qué ocurrirá si esperan a que sea de noche y vienen al asalto en la oscuridad? —preguntó Despujol.

—Eso no puede pasar —respondió con seguridad Azagra—. Están en una tierra que no conocen, y sus exploradores tienen que estar al tanto de lo que hemos construido aquí. No. Ya es peligroso acercarse a esta trampa de día. No se arriesgarán a atacar sin luz.

—Si lo hacen, la oscuridad será tan desventajosa para ellos como para nosotros —añadió el rey—. Pero aun con todo, te juro que prefiero que vengan cuando la noche haya caído antes que esperar hasta mañana.

El caballero barcelonés soltó una risa nerviosa, pero un nuevo golpe del tambor se la heló como si le hubieran atravesado. El impacto retumbó, y su eco trepó por la sierra. Sonaba tan cercano que parecía estar allí mismo. Mardánish miró a las murallas de la alcazaba de Lorca y tuvo la impresión de que algunos centinelas, empequeñecidos por la distancia, señalaban a algún punto en el horizonte que no podía divisarse desde la línea defensiva. ¿Veían por fin al enemigo?

Al-Fundún, inmediaciones de Lorca

El ganado no sabe de guerras. Eso le decía su padre siempre al joven Zakkaríyyah.

Por tal razón, como todos los días, el chaval había salido a pastorear a la docena de ovejas que guardaban en un cercado a los pies de la medina, junto a su casa del arrabal. Y por eso también, su padre y su hermano mayor, Isa, estaban ahora al otro lado del río, donde los pastos, abrevando a las vacas. En al-Fundún, el fértil valle a retaguardia de las posiciones andalusíes.

Zakkaríyyah había iniciado ya el regreso al hogar. Las tinieblas se echaban encima, y todas aquellas nubes que se empeñaban en ocultar el sol hacían que la oscuridad llegara antes de lo esperado. De hecho, aunque a poniente se veía un tenue resplandor rojizo, ya se podía decir que era de noche. Precisamente para adelantarse al crepúsculo, y porque siempre se demoraba con algún cordero díscolo que se resistía a volver al cercado, el chaval solía ir de vuelta antes que su padre y su hermano. Ahora caminaba lanzando piedras a una acequia, y de vez en cuando pegaba un grito para que los dos perros mantuvieran en la senda a las obstinadas ovejas. Zakkaríyyah oyó algo, un sonido lejano. Un golpe sordo y repetido por el eco de las montañas que parecía colarse por el desfiladero entre las dos sierras. El niño miró a la alcazaba, que coronaba el cerro frente a él. Las murallas estaban plagadas de estandartes de todos los colores, pero el que más se veía aquellos días era el negro con la estrella plateada. El del rey. Todos los chavales de Lorca andaban inquietos desde que el ejército había llegado. Para ellos, su presencia era tan excitante como exasperante para los mayores. Su madre había obligado a Nayma, su hermana de quince años, a quedarse encerrada en casa para que los soldados no la vieran, y ella misma, a pesar de ser casi vieja, se resistía a salir a la calle si no era totalmente velada. Y cuando se aventuraba fuera del hogar, caminaba deprisa y pegada a las paredes.

A Zakkaríyyah, por el contrario, le atraía aquel ambiente de guerra. Los soldados repletos de hierro, con las cotas de malla y las lanzas. Los llamativos escudos pintados y los grandes caballos de batalla. Sobre todo le gustaban los estandartes y los pendones de las lanzas. Hasta había pensado en pedir a su madre que le hiciera uno. Tal vez de color negro, como el del rey. Y en lugar de una estrella, bordaría una oveja.

Los dos perros ladraron cuando uno de los corderos, el más joven, se separó del pequeño rebaño y tomó el camino del río. Y no sería por sed, que aquello estaba plagado de acequias. Sería por maldad. El niño dio un par de zancadas e intentó atrapar al animalillo a su paso, pero la luz era ya muy escasa y el joven pastor calculó mal la distancia. El corderito escapó por poco y siguió su fuga con un balido de triunfo.

—¡Vuelve! ¡Vuelve aquí! —mandó Zakkaríyyah. Pero el borrego no obedeció. En lugar de eso, corrió con pasos cortos y rápidos para alejarse hacia el Guadalentín, que ahora discurría más calmado después de describir su curva hacia el norte. Los dos perros pasaron junto al chaval y ladraron en pos del animal fugitivo, pero Zakkaríyyah los reprendió a ambos. Les gritó que volvieran atrás, junto al resto de las ovejas. Hasta los insultó, haciéndoles ver que ya era de noche y que no debían dejar solas a las reses. Los dos canes, listos y obedientes, agacharon las orejas y caminaron humillados para cumplir con su misión. El niño tiró las piedras que le quedaban en las manos y empezó a correr tras el corderillo. Atravesó los campos arenosos, algunos de ellos recién sembrados o en espera de la crecida fertilizante del río, y se dirigió a una de las norias que sacaban el agua del Guadalentín para conducirla a los huertos cercanos. El corderito, por su parte, aceleró el paso y se dedicó a atravesar una viña bordeada de hierbajos. La pieza, abandonada, pertenecía a uno de los caídos en Granada tres años atrás, y sus hijos eran aún demasiado pequeños para cultivarla. Un nuevo zambombazo estremeció el aire, y Zakkaríyyah se detuvo. Miró al cielo, que conservaba todavía unos trazos de luminosidad rojiza. Olisqueó el aire y creyó identificar un aroma dulzón. Hacía un momento no soplaba ni pizca de viento, aunque ahora se veían ondular los estandartes en lo alto de la alcazaba. Giró la cabeza y buscó con la vista a su cordero. Nada.

La noche se había echado encima. Maldijo por lo bajo y salió de la pieza sin cultivar. Al hacerlo, el Guadalentín quedó a su vista. El río estaba flanqueado a tramos por muros de argamasa que pretendían proteger los huertos de la desmedida fuerza del agua en las crecidas. En algunos casos, los campesinos usaban las losas del antiguo camino rumí para afianzar sus vallados. Por eso Zakkaríyyah no vio lo que tenía delante hasta que estuvo muy cerca. El niño se asustó y su cuerpo se encogió instintivamente. Se dejó caer de rodillas y, temblando de miedo, se acercó a gatas a uno de esos muretes de mortero. Al otro lado se oía un murmullo continuo y sordo. Arrastrar de miles de pies y de cascos de caballos. Rodar de carruajes y toses apagadas. Relinchos aislados, órdenes y murmullos. Respiraciones agitadas.

Zakkaríyyah asomó despacio la cabeza por un hueco en la barrera fluvial. Los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas, el corazón se le encogió en el pecho y un nudo se trabó en su garganta. Olvidó a su corderito, a sus perros y a todo el pequeño rebaño de ovejas. Ante él, un inmenso ejército caminaba en silencio, a paso vivo, alargándose en una columna que, extendida desde el sur, se confundía con las tinieblas y no acababa nunca. Los guerreros, a pie o a caballo, miraban en todo momento por encima del río, de los diques de mortero y del propio Zakkaríyyah. Sus vistas estaban puestas en la alcazaba de Lorca, enseñoreada del cerro más allá, a poniente. Miraban con respeto. No. Con miedo. El pastorcillo era muy joven, pero no tenía un pelo de tonto. Enseguida se dio cuenta de quiénes eran aquellos guerreros que marchaban deprisa y con aprensión. Reconoció el color oscuro de sus pieles, eran aquellos de los que tanto hablaba la gente. Se dio cuenta de que muchos llevaban turbantes, y de que avanzaban camino del norte. Iban hacia el corazón del reino. Hacia el alma del Sharq.

Marchaban sobre Murcia.

Zakkaríyyah se encogió sobre sí mismo y pegó la cara al murete de argamasa. Media docena de jinetes salía al galope desde la columna y adelantaba al resto del ejército. Por un momento el niño pensó que lo habían visto, pero no era así. A él mismo le costaba distinguir a los soldados, pues las figuras se difuminaban y se confundían con el entorno. Era otra cosa lo que había llamado la atención de los guerreros. Zakkaríyyah gateó de nuevo a cubierto de la columna militar, oculto por el maltrecho dique. Rodeó la noria y se asomó a la esquina. Los jinetes habían parado más allá y dos de ellos desmontaban. El muchacho forzó la vista, y un nuevo sobresalto le detuvo la respiración: los soldados acababan de localizar a su padre y a su hermano.

Zakkaríyyah pegó la espalda a la pared. El corazón le batía el pecho. Cerró los ojos con fuerza, hasta casi hacerse daño. En la lejanía, aquel golpe sordo retumbó de nuevo, y su eco voló por encima de la sierra. Su respiración se volvió jadeante. Temió que los soldados pudieran oír sus latidos, que de tan fuertes se asemejaban a aquel extraño ruido que estremecía el aire del anochecer cada poco tiempo. Era como un tambor. Un tambor lejano.

Oyó algo. Un grito que se cortó nada más nacer. Zakkaríyyah abrió los ojos. La alcazaba de Lorca era apenas una mancha recortada contra el gris anaranjado del fondo. El niño se asomó a la esquina de la noria y vio caer a su hermano Isa. Uno de aquellos guerreros acababa de ensartarlo con una lanza. Fue el mismo miedo el que impidió que el joven pastor se desgañitara lanzando alaridos. Sus rodillas temblaron, sintió que sus piernas ya no estaban, y cayó al suelo. Otro soldado atravesó a su padre. Sin trámites, como quien corta una mala hierba que le impide el paso. Las vacas, ahora sin amos, parecieron darse cuenta de que nadie las pastorearía más y se alejaron de los dos cadáveres. Zakkaríyyah creyó que las tripas se le deshacían y un repentino espasmo sacudió su pecho. Vomitó sobre la mala hierba mientras lloraba, y a su izquierda oyó, apagado, el balido de un corderito.

Defensas mardanisíes a los pies de Lorca

Aunque los temores de Guillem Despujol eran poco menos que vanos, el rey Lobo ordenó que todo el ejército trasnochara en la línea defensiva.

A ninguno de los soldados le pareció mal. Nadie protestó. Llevaban casi todo el día escuchando aquella percusión incesante y rítmica, exasperante, cada vez más cercana. Realmente temían que el ejército almohade pudiera presentarse allí en cualquier momento a pesar de que no veían nada. Los soldados se dispusieron a encender fuegos en la retaguardia de las posiciones para prepararse una cena de campaña, aunque la mayoría se conformó con queso, pan y vino. Mardánish se negó a abandonar su puesto en su afán por dar ejemplo, y junto a él quedaron todos los líderes de la hueste. Solo Hamusk, tras reírse de los temores de aquellos a los que llamó «cobardes mujerzuelas», se dirigió a paso vivo hacia su caballo para ir hasta Lorca y dormir en las estancias de la alcazaba. Nada ni nadie, decía, le harían trasnochar al raso como un vulgar soldado.

Cuando el señor de Jaén se alejaba hacia la falda del cerro, se cruzó con un centinela de los de la guarnición de Lorca que, también a caballo, acababa de salir de la medina. Mardánish, Azagra, Hilal y Despujol se pusieron delante del guerrero para que pudiera verlos, pues la oscuridad cubría prácticamente el lugar. El lorquí detuvo su montura y, sin bajar, inclinó con brevedad la cabeza. Estiró la mano hacia poniente y su dedo índice señaló el curso del Guadalentín.

—Un poco antes de ocultarse el sol nos ha parecido ver un pequeño destacamento de caballería. Tras él venía algo… —El guerrero torció la boca. Buscaba la palabra que pudiera explicar lo que fuera que había visto. No fue capaz de terminar la frase.

—Descríbelo —pidió Azagra.

El guerrero, azorado, hizo un gesto con ambos brazos, como si rodeara con ellos un barril o un ánfora.

—Era como una mancha… Una mancha grande y redonda. Estaba oscuro, y se confundía con los árboles y…

—Has dicho que visteis un destacamento de caballería —atajó Mardánish—. ¿Cuántos hombres?

—No más de una docena. Quince a lo sumo —contestó con celeridad el centinela. El rey Lobo se acercó al caballo y lo tomó del freno. Sus ojos se clavaron en los del soldado para reclamar la máxima exactitud.

—¿Estás seguro, muchacho? ¿Estás seguro de que no viste a nadie más acercándose?

El guerrero tragó saliva y su nuez subió ostensiblemente antes de responder.

—Seguro, mi señor. El valle está vacío. Ha estado todo el día así, a excepción de esos jinetes y esa… esa mancha. Llevo aquí años sirviendo, mi señor, y conozco esta tierra.

Mardánish asintió y soltó el freno del caballo. Ordenó al centinela que regresara a su puesto y se volvió hacia los líderes de su ejército. Los observó uno a uno, y finalmente detuvo sus ojos en los de su hijo Hilal.

—Hay que ir hasta allí. Y hay que ir a caballo.

—Imposible —adujo Despujol—. Hemos cerrado todo el paso y la noche se nos echa encima. El que quiera atravesar la línea a caballo caerá en alguno de los fosos o tropezará con las maromas.

El rey Lobo apretó los puños. Luego miró alrededor y se dirigió otra vez a Hilal.

—Escoge a cincuenta jinetes. Sube al cerro de nuestra derecha, al que los lugareños llaman el Cabezo del Lobo. Luego baja por el otro lado. Os costará, pero tú has estado allí y conoces los senderos. Llevaos antorchas, aunque debéis procurar no encenderlas hasta haber pasado al otro lado. Sigue el cauce río arriba. Debes alcanzar esa… mancha redonda.

Hilal no se demoró. La poquísima luminosidad que todavía restaba desaparecía por momentos, y cada vez se volvería más difícil maniobrar a caballo por entre los pinos del Cabezo del Lobo. Como si fuera un arráez experimentado, el muchacho se puso a repartir órdenes para formar un cuerpo de caballería. Mardánish no pudo evitar una punzada de orgullo.

La noche era ya cerrada, y aquel maldito celaje negaba el paso a la luz de la luna o de las estrellas. Sin embargo, el vientre de las mismas nubes todavía reflejaba el brillo del sol a pesar de que llevaba un buen rato oculto. La sensación era extraña, como si Dios hubiera pintado los nimbos de blanco para señalar el camino de Hilal, pero también como si el aire se hubiera vuelto denso. Casi podía cortarse, y se diría que los caballos se esforzaban en luchar contra esa masa incorpórea que lo rodeaba todo y lo volvía pesado y asfixiante.

El muchacho cabalgaba ligero a la cabeza de su cuerpo de jinetes, con el escudo colgado del tiracol y una espada al costado. También llevaba arco y flechas metidos en una aljaba sujeta a la silla. Era su primera misión al mando de los guerreros del Sharq al-Ándalus, y no quería decepcionar a su padre. Precisamente por eso había franqueado a toda velocidad el Cabezo del Lobo, a riesgo de resbalar por las peñas sueltas y caer a algún barranco. Se había arañado con las ramas bajas de los pinos e ignorado los juramentos de los guerreros que lo seguían. Y en su afán por cumplir bien aquel cometido, se negaba a encender las antorchas. No eran necesarias. No aún. Delante de él, a poca distancia ya, algunas sombras se movían, distinguiéndose del fondo a duras penas. Era difícil verlas. Muy difícil. Pero no lo era tanto oír el monótono zambombazo del tambor almohade.

Hilal se guiaba por ese sonido. No le importaba que dos de sus hombres hubieran caído al trastabillar los caballos en una rambla, ni que otro se hubiera desviado tanto que ahora se esforzaba por sacar a su montura del lodoso lecho del Guadalentín. Hilal avanzaba decidido. Rumbo al tambor. Y el tambor no le decepcionaba. Un nuevo martilleo rompió ese aire tupido y llegó diáfano hasta él. Notó retumbar el suelo, incluso a través de los cascos de su montura. Todo su cuerpo se estremeció y el sonido reverberó un rato dentro de su cabeza. Hilal sacó su arco sin detener la marcha, caló una flecha y apuntó al lugar del que venía el martilleo. Delante, las sombras oscilaron. Algunas se difuminaban hasta esfumarse y otras emergían de la negrura del fondo. El repiqueteo de los cascos se salpicó de voces en lengua bereber. Hilal soltó su proyectil y notó un hondo vacío en el estómago. No sabía cómo, pero estaba seguro de que acababa de matar a su primer enemigo. Hubo gritos: unos, de guerra, otros, de dolor. Más cuerdas tañeron en los arcos, y las flechas rasgaron la oscuridad. A su izquierda, un caballo relinchó y un ruido sordo precedió a un lamento. Hilal disparó una vez más. Dos, tres… Pronto perdió la cuenta. Lo hacía como le había enseñado su padre, sin aflojar apenas la cabalgada. Se guiaba por los gritos en aquella lengua bárbara, o lanzaba cuando, de reojo, vislumbraba una sombra que pasaba ante él. Entonces dejó de estar seguro de si el hombre al que miraba era amigo o enemigo, así que frenó y, sin pérdida de tiempo, arrojó el arco al suelo y embrazó el escudo. Alguien intentaba hacer fuego detrás, y se oían más chasquidos de pedernal a varios codos de distancia. Un grupo de sombras huía río arriba. Otras figuras seguían allí, enzarzadas en combate cuerpo a cuerpo. El joven pasó la pierna derecha sobre la silla, se dejó caer por un lado del caballo y hundió los pies en el barro; desenfundó su espada y se acercó al par de sombras más cercano. Distinguió un turbante en la cabeza de uno de ellos y tajó sin contemplaciones. Poco a poco el número se impuso, y los andalusíes fueron llamándose entre ellos para distinguirse en la penumbra. Al fin se iluminó una antorcha.

—¡Varios corren hacia allí! —informó uno cuando la escaramuza terminó. Hilal jadeaba, más por la ansiedad que por el esfuerzo. Sudaba, y la brisa fresca le arrancó un estremecimiento.

—Que se vayan. Encended más antorchas.

Los guerreros andalusíes obedecieron. En tierra, algunos de sus compañeros se dolían de las heridas causadas por los almohades, aunque eran más los enemigos caídos. Hilal ordenó hacer algún prisionero, pero los almohades que todavía vivían se resistieron como perros salvajes y tuvieron que ser rematados. Tras asegurarse de que los heridos propios eran atendidos en el lugar, el heredero del Sharq aferró uno de los hachones y se hizo escoltar por varios de sus hombres; caminó hacia el gran bulto redondeado que se recortaba contra el telón oscuro del horizonte. El fuego reveló los clavos que reforzaban las ruedas de madera maciza y los ejes del carro. Las llamas se reflejaron, crearon ondas brillantes en la madera sobredorada del enorme tambor sujeto con maromas. Hilal alzó su antorcha y vio un sitial elevado sobre la superficie del armatoste. Aquel debía de ser el lugar que ocupaba el atabalero, supuso el joven.

—Pero… ¿dónde están los demás? —preguntó uno de los jinetes andalusíes. Se alejó del carruaje con el hachón en alto y la otra mano armada con su espada. Hilal entornó los ojos y mandó liberar a los dos asnos que tiraban del carro. En unos instantes, el fuego de las antorchas lamía ávido la superficie de madera oscura y las maromas. Una enorme hoguera iluminó el paraje para mostrar el resultado de la escaramuza. Hilal observó a su alrededor y luego su vista se posó en la pira. La membrana de cuero, que no había dejado de retumbar en todo el día, sembrando el temor en el ejército andalusí, crujió antes de ser pasto de las llamas. Las cuerdas chisporrotearon. Uno de los guerreros descubrió, tirado a un lado, el monstruoso mazo que debía manejarse con ambas manos. Su cabeza de cuero relleno reventó en cuanto entró en contacto con el fuego.

—Todo ha sido un engaño —murmuró Hilal.

Sus hombres, absortos también en la contemplación de la gran hoguera, asintieron en silencio. El joven suspiró y se dirigió a su montura.

Defensas mardanisíes a los pies de Lorca

Todo el ejército murmuraba a la vista de la pira que ardía ante ellos. Desde su posición, una nube negruzca se elevaba perezosa al brotar de la hoguera. La estampa era fantasmagórica, y muchos se santiguaron o hicieron señales contra el mal de ojo.

—El tambor ha dejado de retumbar —observó Azagra. Mardánish murmuró algo acerca de los mil padres del almohade que fabricó aquel engendro del demonio.

De pronto los cuchicheos cesaron. El resplandor de la pira escupió varios puntos luminosos que se fueron recortando contra la negrura del paisaje. El rey Lobo, incapaz de aguantar la impaciencia, tomó un hachón y lo encendió en una de las hogueras en las que los hombres preparaban la cena. Anduvo entre los parapetos, y Azagra y Despujol salieron en pos de él, salvaron a brincos las trincheras y cuidaron de no tropezar con las maromas. Los guerreros se aproximaban a la primera línea defensiva con sus propias antorchas en alto. Si los toques rítmicos del tambor almohade los habían llegado a exasperar, aquella incertidumbre los sacaba de quicio. Los puntos luminosos se acercaron y el trote de los caballos llegó hasta ellos. Mardánish se detuvo, flanqueado por los adalides cristianos. El jinete que encabezaba el destacamento tiró de las riendas y el caballo frenó, piafando con disgusto por el olor dulzón de los hachones y el calor que desprendían. Hilal saltó a tierra y se dirigió sin ceremonias a su padre.

—Un puñado de soldados africanos. Nada más. Protegían el maldito tambor del que habló mi abuelo, montado sobre un carruaje. Los hemos masacrado sin esfuerzo, y unos pocos han logrado huir. —El muchacho desgranaba su informe atento al gesto de Mardánish. Calló un momento antes de dejar caer su conclusión—. Nos han engañado, padre. Ningún ejército llega por la vía rumí.

Mardánish asintió pensativo. Junto a él, pero un poco rezagados, Despujol y Azagra cruzaron una mirada preocupada. Los demás jinetes andalusíes terminaban de llegar y frenaban con cuidado de no tener un mal paso en las ramblas.

—No lo entiendo —se lamentó Guillem Despujol—. ¿Para qué este engaño? ¿Qué consiguen con él?

—De momento, lo que han conseguido es tenernos atemorizados todo el día de hoy —respondió enseguida Hilal. El barcelonés se encogió de hombros.

—Pensaba que los almohades tenían mayor aprecio por ese gran tambor. ¿No se supone que consiguen ganar batallas solo con su sonido?

—Todos lo pensábamos —murmuró Mardánish—. Y es cierto: no lo habrían sacrificado así de no ser por una buena causa.

—Es solo un tambor —intervino Azagra—. Es reemplazable.

—Nos han tenido aquí, haciéndonos creer que se nos echaban encima… —El rey Lobo se dio la vuelta y dirigió su mirada a las alturas, a la alcazaba lorquí. Allá arriba, los fuegos de los centinelas tachonaban la muralla y dibujaban su silueta contra aquel extraño resplandor del cielo—. Y mientras tanto… Mientras tanto, ¿dónde están esos perros africanos? ¿Adónde han ido?

La respuesta a aquella pregunta llegó en forma de un nuevo tumulto en la línea defensiva. Más antorchas indicaban que un pequeño grupo se acercaba desde la medina de Lorca. En la oscuridad, todos pudieron ver que a esos fuegos se unían ahora los de los propios defensores. Mardánish y sus lugartenientes, incluido el joven Hilal, se dejaron atraer por el bullicio y penetraron tras las líneas mientras esquivaban nuevamente postes, cuerdas, fosos y parapetos. El griterío crecía por momentos; alguien se empeñaba en hacerse oír y eran muchos los que chistaban para pedir silencio. Todo el ejército era un caos provocado por la enigmática treta almohade.

—¡Silencio! —exigía una voz firme—. ¡Silencio, he dicho! ¡Llevadme hasta el rey!

—¡Buscad al rey!

—¿Dónde está el rey?

—¡Aquí estoy! —contestó Mardánish. A su respuesta, los soldados se apartaron y varios hachones iluminaron la loriga del rey Lobo, de la que no se había desprendido—. ¿Qué ocurre ahora?

Un ancho claro en forma de circunferencia se dibujó entre el bullicio cuando los guerreros hicieron sitio a los recién llegados. Se trataba de dos centinelas de la guarnición de Lorca, y entre ambos llevaban agarrado a un crío de apenas diez años. El niño, de tez morena y ojos relucientes a la luz de las antorchas, tenía las mejillas marcadas por los regueros de las lágrimas, y llevaba la ropa, basta y ajada, sucia de barro y vómito. En su gesto se mezclaba el miedo con la pena.

—Este muchacho, mi señor… —empezó a explicar uno de los guardias, pero Mardánish se aproximó y miró con curiosidad al niño. Este le devolvió la mirada, y el rey pudo apreciar el temblor que dominaba su mentón. Se acuclilló, haciendo resonar el hierro de su cota de malla, y se esforzó en parecer tierno. Cogió con dos dedos la barbilla del niño y sonrió.

—¿Cómo te llamas, amigo?

El crío respingó y vaciló un momento, como si la voz del rey le hubiera despertado de una pesadilla. Miró a los lados y pareció descubrir al gentío que, ahora en silencio, le rodeaba. Decenas de ojos y oídos estaban pendientes de él. Luego su vista volvió a la de Mardánish. Este repitió la pregunta:

—¿Cuál es tu nombre, muchacho?

—Zakkaríyyah, señor. —El crío se sorbió ruidosamente los mocos y se restregó la cara con la manga de su túnica—. Soy pastor.

—Bien. El pastor Zakkaríyyah. —El rey ensanchó su sonrisa. Uno de los guardias hizo ademán de hablar, a buen seguro para comunicar a Mardánish algo importante, pero el rey intuía que el niño era muy capaz de explicar lo que estaba ocurriendo allí, fuera lo que fuese—. Y bien, amigo mío: ¿qué te ha pasado?

—Mi padre… Mi padre y mi hermano. —Zakkaríyyah gimoteó—. Estaban con las vacas, junto al río. —Dos gruesos lagrimones resbalaron a la vez desde los párpados del niño y trazaron nuevas ronchas claras en la suciedad de su cara—. Los soldados fueron a por ellos y… y… —Bajó la cabeza y rompió a llorar. Las siguientes palabras se le atragantaron y nadie pudo entenderlas. Mardánish, sin alzarse, animó a los guardias a hablar.

—Ha llegado corriendo y casi ahogado de tanto llorar —explicó uno de ellos—. Dice que un enorme ejército ha cruzado al-Fundún hacia Murcia por el otro lado del río. Al parecer ellos son quienes han matado a su padre y su hermano. La familia del crío es de pastores. Gente honrada y muy conocida por aquí.

Mardánish estuvo a punto de gritar una maldición. Sus manos se apoyaron en los hombros de Zakkaríyyah.

—¿Es eso cierto, amigo? ¿Un ejército? ¿Camino de Murcia?

El niño pareció tomar conciencia de que todos aquellos hombres enfundados en anillas de hierro y armados hasta los dientes aguardaban su respuesta. El silencio era completo, y los rostros de los soldados desaparecían entre las sombras para renacer a continuación a la luz que despedían los hachones.

—Un ejército muy grande. El más grande que he visto. Muchos caballos. Muchos soldados. De piel oscura, y otros negros. Con turbantes, y lanzas. Muchísimas lanzas. —Su brazo se alzó hacia la derecha y apuntó al norte, a las peñas de la sierra—. Caminaban sin hablar y casi no hacían ruido. Siguiendo el río.

El rey Lobo se incorporó con la furia desatada en sus pupilas. Las palabras de Zakkaríyyah fueron repetidas de uno a otro soldado. Las maldiciones sonaron quedas y crecieron como una ola desde el claro en la línea defensiva del ejército andalusí.

—Han debido de pasar cuando la noche caía —intentó justificarse uno de los guardias de Lorca—. Sin luz, y sin hacer ruido…

—Con la lluvia de estos días, es normal que ni siquiera levanten polvo —explicó el otro—. Y además, todos estábamos pendientes del valle. Esperábamos verlos por el otro lado…

—¡Silencio! —ordenó el rey. Hasta los murmullos y los bisbiseos callaron, y Zakkaríyyah dio medio paso atrás. Mardánish apretaba los puños y los músculos de su mandíbula se tensaban. Respiraba deprisa y sonoramente.

—Ahí está la explicación a lo del tambor —apuntó Azagra tras el rey Lobo.

—Pero… no puede ser —adujo Hilal—. Mi abuelo mandó exploradores por al-Fundún hacia el sur. Habrían detectado la presencia del ejército almohade.

—Salvo que el ejército almohade los viera antes a ellos y los eliminara —rebatió Despujol. Tanto Azagra como Mardánish se volvieron hacia el barcelonés y lo miraron muy serios.

—Eso es imposible. Al-Asad iba en cabeza de esos exploradores —dijo el navarro.

Guillem Despujol se encogió de hombros. Él apenas conocía al León de Guadix, y no sabía nada de su eficacia en las artes de la guerra.

—Todo eso da igual ya —espetó el rey Lobo—. Debemos creer que este niño dice la verdad: un enorme ejército ha pasado a nuestra espalda sin que ni siquiera nos hayamos dado cuenta. —Miró con gesto de reproche a los dos guardias de la guarnición de Lorca, y estos bajaron la vista—. Eso significa que nuestros enemigos marchan ahora hacia Murcia por el llano. Hemos perdido la iniciativa.

Todos callaron. Azagra se mordió el labio hasta casi hacerlo sangrar. Su plan, que preveía adelantarse a los almohades aprovechando al-Fundún, acababa de darse la vuelta. Ahora eran ellos los que estaban separados de Murcia por una barrera de montañas y por un ejército que los superaba en número. De repente, un grito agudo llamó la atención de todos. Una mujer se abría paso a codazos, seguida de una preciosa muchacha. Ambas lloraban: la mayor llegó hasta el claro abierto por el ejército y, a la vista de Zakkaríyyah, se dejó caer de rodillas. Los guardias soltaron al niño y este se abrazó a la mujer. La joven, que venía agarrándola de la saya, parecía no entender qué ocurría allí. Gimoteaba mientras miraba a su alrededor. Casi parecía avergonzarse de la escena. Nadie tuvo que explicar que la madre de Zakkaríyyah y su hermana acababan de enterarse de la noticia. Todos pudieron ver en ellas a sus propias madres y hermanas, llorando por ellos mismos. Mardánish palideció, y con él muchos de sus hombres. Varios se dejaron vencer por la emoción y se apartaron. Se ampararon en la oscuridad para que los demás no vieran sus ojos arrasados por la pena. La madre, con la tez crispada por el dolor, se dirigió a todos sin dejar de abrazar a Zakkaríyyah:

—¿Cómo habéis dejado que los mataran? ¿Cómo habéis sido capaces? ¿Cómo…?

De nuevo se derrumbó, y ahora fue el niño el que consoló a la mujer mientras la joven Nayma, sumida en el estupor, se mordía las uñas. Una ola de culpa se extendió por la hueste, y a todos los apremió el deseo de actuar.

—Hay que decidir algo. —Hilal, a pesar de su juventud, parecía el único que conservaba la calma.

—A Murcia —escupió con rabia Mardánish—. A Murcia, antes de que esos puercos africanos ensucien con sus pezuñas la capital de mi reino.

—Pero… las montañas… —La voz de Despujol sonó dubitativa, como si no se atreviera a llevar la contraria al rey en aquella situación.

—No me importan las montañas. No me importa si tenemos que cruzar diez cordilleras. Hay que ir a Murcia. ¡Ya!

El ejército entero se sacudió al grito de Mardánish. Todos miraron a su alrededor, a los parapetos iluminados por antorchas. A la maraña de obstáculos que habían construido. Hilal fue de nuevo el más presto en reaccionar.

—Subiré a avisar a mi abuelo. Supongo que partiremos de buena mañana…

—¡Avisa a Hamusk, sí! ¡Y dile que su fiel león, al-Asad, ha sido devorado por los cuervos! —siguió soltando su ira Mardánish—. ¡Y todos vosotros! ¡Comed algo y dormid, pues en dos guardias partimos!

Algunos guerreros fueron incapaces de moverse. Unos pocos, incluidos algunos mercenarios cristianos, ofrecían palabras de consuelo a la madre de Zakkaríyyah y la arrastraban con delicadeza fuera de la línea defensiva. Otros, entre juramentos silenciosos, caminaron rumbo a sus puestos para dar cuenta de la cena y aprovechar el poco tiempo que el rey marcaba para descansar. Su orden significaba que comenzarían el viaje mucho antes del amanecer.

—¿Por la sierra? —preguntó vacilante Guillem Despujol.

—¡Por la sierra! ¡Avanzaremos sin descanso! —El rey dio la vuelta para acercarse al parapeto en el que se había cobijado esa tarde, pero se volvió tras dar dos pasos—. Transmitid las órdenes. Las montañas no nos detendrán. Yo mismo arrancaré a latigazos la piel de quien se quede atrás o retenga mi marcha. —Continuó su camino, aunque una vez más paró y giró la cabeza hacia Despujol y Azagra—. Y si mis amenazas no bastan para espolear el ánimo de vuestros hombres, decidles que corremos el riesgo de luchar en campo abierto con esos africanos. Y ellos no se conformarán con despellejarnos a latigazos. La madre y la hermana de Zakkaríyyah… son nuestra madre y nuestra hermana. Nuestras mujeres e hijas. No podemos abandonarlas. Murcia es nuestra salvación, y nosotros somos la salvación de Murcia. ¡La salvación del Sharq!