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Capítulo 56

Vientos de tormenta

VERANO de 1165. Estrecho de Gibraltar

Los delfines se hundían y asomaban sus aletas junto a las estelas de las naves. De pronto uno de ellos nadaba entre dos aguas y jugaba con la senda pintada por una galera; su dorso de color pizarra desaparecía y más allá, hacia poniente, volvía a emerger entre las olas para saltar y burlarse de la espuma.

El sayyid Utmán observaba embelesado aquellas maravillas de Dios. Paseaba por la cubierta de su barco y acariciaba la borda mojada. Atrás quedaba África, a la que tardaría mucho tiempo en volver. Estaba convencido de ello, pues las órdenes de su hermano Yusuf no habían dejado lugar a dudas. Sorteó los fardos y a los hombres de mar, a sus guerreros masmudas y a los funcionarios del Majzén que viajaban con el ejército. Sus ojos recorrían las naves que, a decenas, cruzaban la lengua de agua que separaba al-Ándalus de África. Los estandartes con versículos del Corán se henchían con el viento y señalaban el camino del norte.

Se detuvo junto al gran fardo cilíndrico cubierto por telas. El bulto ocupaba toda la manga de la galera y se apoyaba en ambas bordas, lo que obligaba a la tripulación y a los soldados a pasar por el hueco de debajo. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Utmán. El gran tambor almohade. Algo que, según costumbre que se pretendía inveterada, el ejército transportaba únicamente cuando el califa se hallaba al mando. Solo que ahora no había califa. O si lo había, nadie lo llamaba así. Tal vez por eso aquella costumbre se rompía, y el príncipe nobilísimo enviaba el gran tambor almohade a al-Ándalus como un símbolo de su propia voluntad. Eso sí, Yusuf no cruzaría el Estrecho para poner orden entre los andalusíes rebeldes y los cristianos. El sayyid Utmán sonrió al tiempo que acariciaba la tela que envolvía el gigantesco tambor. Su toque podía oírse a millas de distancia si tenía el viento a favor y un terreno llano por el que arrojar su bramido. Y entre las montañas, las paredes de roca repetían su golpeteo como un eco, estremecía las hojas de los árboles y ahuyentaba bandadas enteras de aves. En campaña, el tambor era acarreado sobre un carruaje a un lugar elevado, y un toque triple indicaba al ejército de Dios que debía comenzar la marcha. Después, aquel monstruo de madera sobredorada era llevado a una nueva altura y volvían a golpearlo. Así, el enemigo era consciente de que se cernía sobre él la mano armada del Único. No pocas habían sido las batallas vencidas solamente al toque de ese atabal gigante, cuando ejércitos enteros se daban a la fuga transidos de miedo y con los nervios rotos a fuerza de la percusión.

Utmán se agarró a uno de los cabos que aseguraban el gran tambor almohade a la cubierta y miró de nuevo a su alrededor, a las galeras que llenaban el Bahr az-Zaqqaq. Veinte mil hombres cruzaban el brazo de mar que separaba los dos continentes. Lo mejor de las huestes reunidas por fin para dar el escarmiento definitivo al enemigo: los cazadores que se disponían a cazar al Lobo. En un inacabable ir y venir de embarcaciones, la armada reunida en Qasr Masmuda recogía en la costa africana a los jinetes de las tribus árabes hilalíes, los Banú Riyah, los Banú Yusham y los Banú Zugba, así como a la élite de la infantería y la caballería almohades. Cada cabila navegaba por separado, entonando sus propios cánticos al son del oleaje desatado del Estrecho. Más silenciosos se dejaban llevar los restos de las tribus almorávides añadidas al ejército para completar los cuerpos de arqueros: los rumat, usados también como exploradores. Los más vociferantes, hacinados en las bodegas como si fueran forraje para las bestias, eran los voluntarios ghuzat, que marchaban alegres hacia el martirio. Las únicas tropas andalusíes a las que se permitiría unirse al ejército serían precisamente otros ghuzat, auténticos fanáticos que sabían que su destino en aquella campaña era la muerte. Por último, viajando en las mejores galeras de la flota, cruzaban el inquietante Abú Hafs y los principales jeques, los nobles almohades, sus escribanos, médicos y secretarios, protegidos por un millar de esclavos negros prestados por el propio Yusuf para la ocasión. Utmán, en calidad de sayyid hijo de Abd al-Mumín, portador de la sangre del difunto califa, era quien debía figurar como líder de aquella expedición; pero todos sabían que el auténtico caudillo del ejército era el visir omnipotente Abú Hafs.

Utmán inspiró con fuerza el aire salobre de la lengua de mar, testigo de siglos y siglos de invasiones de pueblos de todo credo y raza. Las primeras naves se disponían a fondear en las costas de la Península, y la recia mole inacabada en lo alto del Yábal al-Fath se recortaba contra el cielo. Miró atrás, por encima de las decenas de estelas espumosas y de las nubes de delfines que seguían jugueteando con ellas. África. Y en ella, Hafsa. Solo unos días antes, en Marrakech, Abú Hafs había vuelto a poner sobre la mesa la vida de Hafsa, justo cuando Utmán se disponía a rendir el definitivo vasallaje incondicional a su hermano Yusuf, príncipe nobilísimo. Al final, por caminos rectos o tortuosos, todas las criaturas de Dios hacían su voluntad. Y la voluntad de Dios era ahora arrasar aquel infame reino del Sharq al-Ándalus.

Dos semanas después. Valencia

Abú Amir entró en el salón de consejos del alcázar en medio de una disertación del gobernador de Valencia, Abúl-Hachach, que tenía a todos los presentes, Mardánish incluido, dando cabezadas y disimulando bostezos. Al menos una docena de sirvientes jóvenes caminaban a lo largo de la estancia y balanceaban grandes plumas para luchar contra el calor húmedo, y cuatro pebeteros se encargaban de extender un bálsamo que, infructuosamente, intentaba espantar la nube de mosquitos que torturaba a visires, secretarios y escribanos. El rey Lobo recibió a su consejero personal con un gesto indolente, y Abúl-Hachach se interrumpió forzando la última sílaba, como para poner de manifiesto lo inoportuno de la llegada de Abú Amir.

—Debías estar aquí desde hace ya un rato —se quejó sin ganas el rey.

El consejero no contestó. En lugar de ello avanzó y dejó caer sobre la mesa de consejos un par de rollos con los sellos rotos. Todos los presentes clavaron la mirada en los documentos. Todos menos Mardánish, que seguía observando a Abú Amir.

—Las cartas que esperábamos —habló al fin el poeta—. Desde el norte y desde el sur.

El rey se levantó del trono y su gesto apático fue trocado por otro de sumo interés. Un muchacho se apresuró a seguirlo en su rápido caminar, abanicándolo mientras esquivaba los cojines y escabeles.

—¿Del norte? ¿De Azagra?

—De Pedro de Azagra, sí. Te anuncia que estará aquí para finales de verano, y manda una relación de las tropas que ha conseguido unir a nuestra causa. —Abú Amir tomó uno de los rollos y lo extendió para mostrar a todos la caligrafía romance de la misiva—. Con él viene un caballero barcelonés, un tal Guillem Despujol. Dice que cuenta con buena hueste. Pero también se excusa porque los concejos castellanos se resisten mucho a prescindir de sus milicias. La guerra entre los Lara y los Castro los tiene muy ocupados. Lo siento, mi señor.

Mardánish llegó hasta el pie de la mesa y apartó sin miramientos a uno de los secretarios. Alisó la carta de Azagra y leyó con avidez las líneas garabateadas con tinta negra. Un solo vistazo a los números le hizo gruñir entre dientes.

—Esto no es suficiente… No está mal, pero no es suficiente.

—Cierto, no lo es —remachó Abú Amir—. Sobre todo si tenemos en cuenta las otras noticias, las del sur.

La mirada del rey a su consejero hizo estremecerse a más de un visir del Sharq.

—¿Hamusk?

Todos aguantaron la respiración. Desde semanas atrás se rumoreaba que el suegro del rey se obstinaba en hacer oídos sordos a las órdenes de Mardánish. Algunos habían llegado a decir que el señor de Jaén estaba a punto de retirar su sumisión al Sharq para crear un reino propio e independiente en sus dominios del Alto Guadalquivir. Nadie desconocía que las implicaciones de eso serían dramáticas.

—Tu suegro, el señor de Jaén, ha anunciado que se reunirá contigo en Lorca cuando empiece el otoño. Está escrito aquí. Se compromete a acudir con al-Asad y con todas las fuerzas de sus tierras, aunque…

El suspiro de alivio inicial se vio truncado ante la nueva incertidumbre.

—Aunque… —repitió Mardánish, siseando y sin rebajar ni un ápice el tono amenazante de su mirada.

—Aunque te ruega, como reconocimiento a su presteza en acudir a tu llamada, que le des el mando de las fuerzas andalusíes del Sharq. Quiere ser tu arráez, como antes lo fue Óbayd.

El rey sonrió a medias. Las fuerzas andalusíes del Sharq habían sido arrasadas en Granada. Degolladas mientras dormían en lo alto de la colina Sabica, o ejecutadas a la vista de todos a órdenes del almirante supremo Sulaymán. Apenas algunos valencianos y jativeses se habían librado de la mantaza. Los que, para su fortuna, se hallaban con Mardánish en al-Bayyasín.

—Si eso es lo que ruega, se lo concedo. —Y la media sonrisa se completó en la boca del rey. Algunos visires le imitaron, y Abúl-Hachach, adulador, se permitió soltar una risita.

—El problema —continuó Abú Amir— es que Hamusk se da cuenta de lo exiguo de las huestes andalusíes, por lo que fija una condición más.

De nuevo, el silencio tenso, y la alegría del rey convertida otra vez en mueca.

—Ese perro quiere el mando de todo el ejército —intervino Abúl-Hachach. Todos se volvieron hacia él con rapidez. Mardánish fue el que lo hizo lentamente, con la piel de la mandíbula tensa por el gesto de rabia. Fulminó a su hermano con la mirada. Aunque por momentos perdía su confianza en Hamusk y su sentimiento hacia él se corrompía con cada acto de insumisión, estaban hablando del padre de Zobeyda. Fue Abú Amir quien medió al introducir un nuevo elemento de preocupación.

—Hamusk, aun antes de conocer las cifras que Azagra escribiría en esta misiva, suponía ya que tus nuevas huestes, mi señor, serían a la fuerza insuficientes. Lo supone porque sus agentes le han informado de que un ejército de veinte mil almohades ha cruzado el Estrecho y se dispone a partir desde Gibraltar, su base, a la que ahora llaman Yábal al-Fath. Veinte mil, mi señor. Por eso la segunda condición de Hamusk es que mandes llamar a las tropas acantonadas en la Marca Superior.

El consejero consiguió su fin. El desatinado insulto de Abúl-Hachach se hundió de inmediato en el olvido.

—Veinte mil —repitió uno de los visires, visiblemente acongojado.

—Bajo mando de Abú Hafs y de Utmán, sí —incidió Abú Amir.

—¿Abú Hafs?

Un murmullo semejante al zumbido de mil moscas se extendió por la sala. Hasta ellos había llegado la reputación del más sanguinario dirigente del imperio almohade.

—Manda llamar a las tropas del norte, hermano mío —pidió Abúl Hachach.

—Si mando llamar a esas tropas, el rey de Aragón hallará vía libre para sí y sus ambiciosos nobles.

Todos asintieron a la respuesta del rey. Incluso el voluble Abúl-Hachach. Mantener acantonada esa fuerza en la Marca Superior era una estrategia seguida durante años.

—Lo sé —admitió Abú Amir—. Yo mismo te recomendé acuartelar allí a esos hombres, ¿recuerdas? Era preciso para disuadir al difunto Ramón Berenguer. Pero eran otros tiempos. Contábamos con el emperador Alfonso, y eran muchos los cristianos que venían a valerte, mi señor. Y tu ejército… Tu ejército era más numeroso.

Mardánish bajó la cabeza y sus ojos se perdieron en los dibujos del suelo, trazados con esmero por los mejores artistas para decorar el alcázar. A su mente vino la imagen de un ovillo de lana cuyo cabo da una y mil vueltas y forma nudos que cada vez se aprietan más. Y más, y más. Hasta que es imposible deshacerlos, y te ves obligado a cortar para aprovechar el hilo. Así se perdía la pista de cada trazo verde y azul que saltaba de azulejo a azulejo. La Marca Superior. Hacía años que no la visitaba. Desde lo del lobo negro… Su atención voló al trono que ocupaba en la sala, decorado con aquella misma piel. La del animal que le había dado el sobrenombre. Recordó a la enorme bestia acorralada y herida, dispuesta a vender cara su piel para defender a la manada. Curioso. Ahora él, Mardánish, el rey Lobo, tendría que desamparar parte de su reino para conservar el resto. Cortar el hilo para aprovecharlo… Sacrificar a algunos lobeznos para salvar la vida de otros. Habló sin separar la vista de su apreciada piel de lobo.

—Tú conoces las cifras, Abú Amir. Tú sabes si es preciso desguarnecer Albarracín.

El consejero conocía las cifras, sí. Conocía el episodio del lobo también. Y sabía qué pasaba ahora por la mente de su rey. ¿Acaso se reducía todo, al final, a un problema de sumas y restas? ¿En eso estribaba la salvación del Sharq? Abú Amir se restregó la frente perlada de sudor y, al igual que Mardánish, puso a funcionar la memoria. Las mazmorras de Valencia, allí mismo, a tan solo unas varas bajo sus pies. Últimamente pensaba mucho en aquel día, más de diez años atrás. Ibn Silbán, enloquecido y condenado a la podredumbre y la miseria. Y su momento de lucidez, que anunciaba la llegada del final. Recordó sus palabras, que todavía flotaban entre las aguas de la locura y la exaltación mística: «Tú lo verás con tus propios ojos. Todos cederán al nuevo viento: o bien se inclinarán ante él, o bien serán arrastrados. Cuando contemples los tallos caer cercenados al paso del segador, pregúntate qué destino escoges».

Abú Amir imaginó a las hordas almohades que llegaban al Sharq, arrasaban Murcia, avanzaban hacia el norte y dejaban a su paso un rastro de crucifixión y esclavitud. Imaginó Valencia ardiendo, y las aguas del Turia atiborradas de cadáveres. Se preguntó en silencio qué destino podía escoger. Y encontró la respuesta al punto, porque él no quería que los vaticinios de Ibn Silbán se cumplieran. Aunque para ello debiera inclinar la cerviz ante un invasor cristiano. Había que oponerse a los almohades. Ante todo y sobre todo.

—Reclama a tus fuerzas del norte, mi señor. Reclámalas si quieres salvar al Sharq.

Unas semanas después. Sevilla

Utmán despertó sobresaltado y se incorporó en el jergón. Descubrió que sudaba copiosamente y que en sus labios se diluía a toda velocidad un sabor conocido. Añorado. Uno dulce y a la vez amargo. Como de néctar mezclado con lágrimas.

—Hafsa —susurró.

Tomó conciencia del murmullo, y lo sintió crecer hasta que se convirtió en griterío. Abandonó el lecho para espantar los últimos jirones de sopor y hundió las manos en la jofaina. Se arrojó el agua caliente al rostro y salpicó las esteras puestas sobre el suelo arenoso. Luego salió de su pabellón, tendido a la orilla del Guadalquivir. A la izquierda, las tímidas luces de Sevilla iluminaban la noche desde el interior de las murallas. Entre el centro del campamento militar y la ciudad quedaba el hueco vacío de las tribus árabes, que habían partido a poniente para apaciguar la frontera con Portugal. Regresarían después de poner a ese Gerardo Sempavor en su sitio, y entonces daría comienzo la verdadera campaña. Utmán caminó en dirección contraria; dejó el río a un lado para dirigirse a la jaima de su hermanastro Abú Hafs. De allí venían los gritos y las imprecaciones. Hasta le pareció oír una maldición. Aligeró el paso y, aunque cojeando, llegó a la carrera. Varios Ábid al-Majzén montaban guardia en la puerta del pabellón, que, en un alarde de soberbia, Abú Hafs había mandado erigir con tela roja. Como si fuera el difunto califa. Los esclavos negros apartaron sus corpachones al paso del sayyid, y Utmán se encontró con un hombre postrado de rodillas, con la cara pegada al suelo y las manos sobre la cabeza. Incluso así se apreciaba con claridad el temblor que lo dominaba. Ante él, Abú Hafs se rascaba la cabellera, y en las comisuras de sus labios se formaban dos marcas blanquecinas. Las venitas que enrojecían su mirada eran ahora vetas gruesas que le hacían parecer un demonio. A ambos lados, pegados a las paredes de tela del pabellón, algunos jeques almohades y un visir sevillano asistían a la escena en silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó Utmán.

Abú Hafs le dirigió una mirada sanguinolenta y llena de desprecio. El sayyid leyó enseguida su significado: algo muy grave había ocurrido. Algo que transcendía su comprensión. Por muy hijo de Abd al-Mumín que fuera.

—Sulaymán —escupió al fin Abú Hafs—. El almirante supremo Sulaymán. Ha muerto. —Y se adelantó dos pasos de repente. Utmán temió que fuera a patear la cabeza del hombre arrodillado, pero en lugar de eso se detuvo y siguió revolviéndose los cabellos con ira, como si buscara arrancárselos.

—¿Sulaymán? ¿Cómo? Y este hombre ¿qué ha hecho?

Abú Hafs se dio la vuelta sin contestar y cubrió en tres zancadas la distancia que lo separaba de su lecho. Se sentó allí. O más bien se derrumbó. Apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza en las manos. Utmán no podía saber si su hermanastro lloraba, pero no lo creía capaz de tal cosa. Ante la falta de respuesta de este, su mirada inquisitiva se dirigió a los demás hombres presentes. Fue el sevillano quien rompió el silencio mientras señalaba al hombre prosternado.

—Es un mensajero de Almería. Uno de los marinos de Sulaymán. El almirante supremo tenía orden de recorrer las costas del Sharq hostigando a esos levantiscos del demonio Lobo, pero ha sido traicionado. Lo degollaron en su nave y arrojaron el cuerpo al mar.

Utmán escuchó sin dejar de lanzar ojeadas a su hermanastro. Abú Hafs seguía postrado en su particular turbación.

—¿Quién ha sido el traidor? ¿Se le ha castigado?

—Ni mucho menos —respondió el sevillano—. Ha sido el caíd de Purchena. Sus andalusíes, me avergüenzo de ello, se rebelaron contra el almirante supremo y apresaron a todos los fieles. Este hombre —volvió a apuntar hacia el mensajero— es el único superviviente. Esos perros le cortaron las orejas y lo mandaron aquí a traer el mensaje.

Utmán frunció el ceño. Luego se acercó al mensajero y tiró de sus ropas hacia arriba. Al hacerlo notó el fuerte temblor que lo invadía. El hombre se alzó y lo miró con el rostro congestionado. Era africano y de tez morena. Tal vez uno de los hargas. O quizá de los hintatas. Era imposible saberlo solo por sus rasgos, pues la mutilación de las orejas, visible ahora en toda su crueldad, le había inflamado el rostro. El sayyid ahogó una mueca de asco ante las heridas supurantes que marcaban la cabeza del mensajero. Una de ellas, tal vez por los temblores, se había abierto y arrojaba un hilillo de sangre que se perdía cuello abajo.

—¿Cómo se llama? ¿Quién mató a Sulaymán? Dime el nombre de ese caíd traidor.

—No puede oírte, ilustre sayyid —habló de nuevo el sevillano—. No hemos sido capaces de hablar con él. Los de Purchena se aseguraron de desgarrar a conciencia. Está sordo. Se ha limitado a hablar. A gritos y entre gemidos de dolor. Creo que está delirando, así que debemos ser prudentes…

—Dime tú, pues, ¿cómo se llama ese perro andalusí? —Utmán dirigió ahora su pregunta al sevillano.

—Ibn Miqdam. Y ahí no acaba la cosa, ilustre sayyid… Ese cerdo se presentó por sorpresa en la mismísima Almería y la ha tomado. Antes de mutilar al mensajero, le ordenó decirnos que la ciudad vuelve a la soberanía de Mardánish. Es el demonio Lobo quien manda ahora en Almería.

Utmán apretó los puños. Un dolor repentino y lacerante le atravesó el muslo, allí donde un guerrero andalusí le había hundido su espada a las puertas de Almería. Un guerrero en cuyo escudo negro había podido ver, resplandeciente al sol del Mediterráneo, una estrella plateada de ocho puntas.

Valencia

Mardánish, medio ebrio, bailaba colgado de los cuellos de dos danzarinas de piel oscura. Las muchachas vestían solamente ajorcas y collares dorados, reían escandalosamente y esquivaban los pellizcos de los guerreros cristianos, sudorosos y también borrachos. La música había dejado de resultar armónica cuando la esclava que tañía la cítara la había soltado para ser poseída en el suelo por el caballero barcelonés Guillem Despujol.

Hacía meses, o tal vez años, que el rey Lobo no daba una de sus afamadas fiestas. El banquete, organizado por Abú Amir para dar la bienvenida a Pedro de Azagra, degeneró pronto en una orgía en la que el propio Mardánish se desahogaba de meses de amargura. Despujol tenía conocimiento de aquellas bacanales por las habladurías, y no fue decepcionado: se mostró pronto bien dispuesto y no tardó en dejarse llevar por el desenfreno. Ahora, andalusíes y cristianos gozaban de las bailarinas, músicas y escanciadoras en el mismo lugar en el que, poco tiempo antes, el rey Lobo había tomado la decisión de desamparar la Marca Superior. Allí mismo estaban ahora los guerreros de la Marca. Rudos, como la tierra norteña de la que venían. Los jefes tagríes eran quienes, precisamente, más se dejaban llevar por el ambiente de lujuria desordenada, y dos de ellos poseían a la vez a una flautista cordobesa sobre la mesa de consejos. Mardánish pasó danzando junto al sitial que ocupaba Pedro de Azagra, extrañamente sereno y solitario mientras a su alrededor se desataba el libertinaje. El rey Lobo se soltó de las muchachas de piel oscura y tomó asiento junto al navarro. Se sirvió vino en una copa de plata y llenó la de Azagra, aunque este rechazó la bebida con un gesto.

—Goza de los placeres del Sharq, amigo mío —invitó Mardánish con voz pastosa—. Como antaño, ¿recuerdas? Igual que si Álvar estuviera aquí.

El navarro sonrió melancólico, como siempre que recordaba al gigantesco paladín cristiano.

—No puedo —se excusó—. No hasta que nos libremos de la amenaza de…

—Ah, no me agríes la diversión, hombre —se quejó el rey Lobo, y vació de un trago la dosis de vino. Luego se limpió los labios con el dorso de la mano y posó la copa de plata en la mesa, pero lo hizo torpemente; el recipiente se venció y rodó hasta donde los dos tagríes se turnaban en las embestidas a la joven cordobesa. Mardánish creyó ver que la chica se desgañitaba de placer, pero Azagra se daba cuenta de que la flautista fingía entre quejidos de asco. Apartó su atención de la escena.

—Debes disculparme. —Hizo ademán de levantarse—. Me voy a dormir.

—¿A dormir ya? —El rey apoyó una mano sobre el hombro del navarro y lo mantuvo en el sitio—. Ni hablar. Mira lo que tenemos aquí. Bailaremos, beberemos y gozaremos de estas muchachas hasta el amanecer. Como antaño. Como cuando estaba Álvar. Todo vuelve a ser igual. ¡Felicidad! ¡Prosperidad!

Pedro de Azagra apartó suavemente la mano de Mardánish y consiguió ponerse en pie. Frente a él, uno de los tagríes se desinfló con un mugido al alcanzar el clímax, y su cuerpo quedó tendido sobre el de la cordobesa. El otro tagrí intentó apartarle para tomar su parte, pero su compañero parecía haberse dormido. Varios de los invitados rieron ante el suceso.

—Amigo mío, me alegra que disfrutes de la vida. Pero recuerda que los almohades siguen a las puertas del Sharq.

Mardánish miró con gesto embobado, y cuando su mente fue capaz de descifrar las palabras de Azagra, sonrió, se levantó a su vez y volvió a aferrar el hombro del navarro.

—No hay miedo. Fíjate en lo que ha pasado. Almería. ¡Almería! Almería es nuestra. Es como una señal.

—¿Una señal? ¿De Dios? ¿Ahora te has vuelto piadoso?

—¡Sí! ¡Tal vez! —Soltó una carcajada y observó con ojos turbios todo el vicio que invadía la sala—. Pero sea lo que sea, Almería se nos ofrece como una señal. Y así se la haré llegar al rey de Castilla. Una señal que comprenderá. ¡La comprenderá, Pedro!

Azagra hizo un gesto de extrañeza.

—¿Una señal para Alfonso de Castilla? No te comprendo. Alfonso sigue siendo un crío, y aun con todo tiene otras señales a las que atender.

—Esta no podrá ignorarla. —Las palabras de Mardánish se atropellaban—. En mi generosidad, devuelvo Almería al rey de Castilla, que es su legítimo propietario. Es un regalo. Una señal. Mi fiel vasallo… ¿Cómo se llama?

—Ibn Miqdam, el caíd de Purchena.

—¡Ese! ¡Hombre valeroso que podría estar compartiendo a estas beldades con nosotros! ¡Ibn Miqdam! Ah, sí solo pudiera haber visto el momento en el que acabó con ese puerco africano de Sulaymán… Ah, si Álvar lo pudiera haber visto…

Pedro de Azagra negó con la cabeza. De nuevo Álvar. Una y otra vez. Como una obsesión. Como una señal, esa sí. Verdadera señal de otro tiempo que ahora Mardánish se empeñaba en recuperar tejiendo una malla de falsas esperanzas.

—Ibn Miqdam necesitará que refuerces pronto la guarnición de Almería, o los almohades la reconquistarán.

—¡No, amigo Pedro! ¡No será necesario! He mandado correos a Castilla, ¿sabes? Van a entrevistarse con el joven Alfonso. —Mardánish se volvió un momento para buscar su copa, pero vio que ahora estaba junto al cuerpo desnudo y sudoroso de la flautista cordobesa. La muchacha ya tenía encima al tagrí consciente y había dejado de disimular. Cerraba los ojos y clavaba las uñas en la madera de la mesa mientras recibía con espasmos los empujones del guerrero de la Marca. El otro tagrí, dormido, yacía a su lado desnudo y en una posición ridícula. Mardánish rio con ganas y alargó la mano para recoger la copa, pero se detuvo a medio movimiento y volvió a prestar atención a Pedro de Azagra—. Cuando el rey de Castilla sepa de mi regalo, mandará enseguida una hueste para proteger Almería. Otra vez, amigo mío. Juntos, como antaño. Nuestros estandartes, unidos, enfrentados a esos africanos… ¡Guerra perpetua a los almohades!

El navarro asintió para no desairar al rey Lobo.

—Bien. De acuerdo. Todo volverá a ser como antes. Algún día, sí. Pero ahora no descuides tus deberes. Abú Hafs y Utmán avanzan. Recuerda las últimas noticias. Pronto saldrán de Sevilla y remontarán el río. Manda más mensajeros, pero mándalos a tu suegro. Debemos prepararnos. Hemos de cortar el paso a nuestros enemigos. —Ahora fue Azagra quien puso ambas manos sobre los hombros de Mardánish y lo miró fijamente, anhelante por atraer su cordura—. Solo eso. Haz eso por mí.

El rey Lobo se abrazó con fuerza al cristiano y palmeó su espalda.

—Claro que sí, amigo mío —dijo con su acento etílico—. Haré cualquier cosa por ti. Mañana mandaré mensajeros a Jaén. Mañana. Pero ahora bebamos. ¡Bebamos! —Y se separó del navarro para buscar un odre con el que rellenar su copa vacía.

Pedro de Azagra lo siguió con la vista hasta que las danzarinas negras volvieron a enlazarse al rey y este recorrió sus cuerpos con manos ávidas. El cristiano suspiró y se alegró de que Hilal no hubiera sido invitado a la fiesta. Se retiró con discreción, rumiando enviar él mismo a esos mensajeros que debían alertar a Hamusk.