El enemigo interior
INVIERNO de 1165. Gibraltar
Las obras de la inmensa fortaleza del Yábal al-Fath avanzaban al inmisericorde ritmo del trabajo de siervos y esclavos. Nada importaba que el viento que siempre azotaba aquel lugar trajera una humedad que pudría los huesos de los obreros. Las órdenes de los capataces y los azotes a los rezagados restallaban y se imponían al rugido del vendaval, sus ecos eran arrastrados tierra adentro y se colaban en el pabellón de Utmán.
El sayyid aguardaba en solitario en su tienda. Mascullaba su propio temor mientras fuera montaban guardia sus fieles masmudas. Había sido citado allí a través de una carta remitida directamente desde Marrakech, firmada por Yusuf y avisándole de que un importante emisario llegaría para tratar asuntos ineludibles. Era el primer contacto que tenía con alguien de África desde la muerte del califa. De pronto, uno de los guerreros retiró la lona que cubría la entrada y asomó la cabeza. Una nube de tierra levantada por el viento se coló dentro y obligó a Utmán a entrecerrar los ojos.
—Mi señor, han empezado a descargar las naves recién llegadas. También ha desembarcado una comitiva que viene hacia aquí.
El sayyid se restregó los párpados para librarlos del polvo.
—¿Qué estandartes traen?
—Los de tu hermanastro Abú Hafs, mi señor.
Utmán no pudo evitar que el corazón se le encogiera. Tragó saliva y ordenó al guerrero que se retirara.
—Abú Hafs… —murmuró una vez a solas. Así que ese nada menos era el emisario que le enviaba Yusuf. Abú Hafs. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Se dispuso a enfrentarse a su hermanastro. A su mirada inyectada en sangre y a su fría manera de arrastrar las palabras, siempre en voz baja. De un modo que causaba mayor pavor que el grito más desaforado. Abú Hafs, que había logrado imponer su influencia sobre el difunto Abd al-Mumín hasta el punto de superar a los poderosos Umar Intí y Sulaymán. Abú Hafs, auténtico artífice de la entronización camuflada de Yusuf. Ese hombre terrible, que jamás antes había pisado al-Ándalus, venía en persona a visitarle.
Utmán salió del pabellón y se cubrió con la capucha del burnús. La punta quedó colgando hacia atrás y se agitó con el viento. Miró al mediodía, a la elevación sobre cuya cima seguía construyéndose la fortaleza planeada por Abd al-Mumín. Más cerca, cubiertos por las nubes de polvo en suspensión, se veían los mástiles de las naves, con las velas recogidas y los marinos afanados en cubierta. Desde allí venía, sí, una docena de jinetes, el primero de los cuales enarbolaba una gran bandera verde bordada con versículos coránicos.
El sayyid suspiró con alivio. Era una comitiva demasiado pequeña como para sentirse amenazado, aunque llegara presidida por aquel símbolo tan propio de Abú Hafs. Incluso este debía de saber que los masmudas de Utmán darían su vida por él, y allí había más de un centenar de aquellos guerreros fieles hasta la muerte.
Los caballos dibujaron una parábola y frenaron ante el círculo de guardias masmudas. Uno de los recién llegados, que en nada se diferenciaba de los demás, desmontó y, con autoridad, entregó las riendas a otro jinete. Luego anduvo sin mirar siquiera a los guerreros de Utmán. Este se fijó en la lujosa espada que pendía del tahalí repujado en cuero y en el velo que, a la manera almorávide, cubría medio rostro del almohade. Abú Hafs se retiró la prenda que le tapaba la boca y sonrió. Su barba negra y rizada crecía a partir del mentón y colgaba sobre su pecho. Observaba con gesto interrogante a Utmán, de modo que este se hizo a un lado y le cedió el paso al pabellón.
Una vez dentro, los dos hombres se abrazaron y besaron en las mejillas. A Abú Hafs le sorprendió que Utmán fuera capaz de sostener su mirada. Cada uno de ellos mantenía, a pesar de la aparente cordialidad, una actitud vigilante.
—Mi querido Utmán —empezó Abú Hafs—, que el Único, alabado sea, te guarde siempre. He cruzado la lengua de mar que separa nuestra sagrada tierra de esta península maldita sin apenas descansar, después de sofocar las rebeliones de las tribus en las montañas, donde nuestro hermano Yusuf ha liderado como un león a las huestes de Dios.
—Me halagas entonces, Abú Hafs —fingió Utmán—. Tus acciones, dignas de encomio, merecían el reposo del que todo guerrero del islam debe disfrutar, y sin embargo vienes aquí a honrarme con tu presencia. Espero que me acompañes a Málaga, donde podrás gozar de la tranquilidad…
—No hay tiempo para eso ahora —atajó Abú Hafs—. Nada de ceder a la tentación en las ciudades andalusíes. Antes bien regresarás conmigo a Marrakech, donde nuestro hermano espera tu sumisión completa y la promesa de tu ayuda. Estoy aquí como visir omnipotente, y usaré todos los ruegos a mi alcance para convencerte.
Utmán apretó los labios. Su hermano uterino había dicho aquello sin rodeos y con la gélida mirada clavada en él. Y para reforzar su determinación, apoyaba la mano izquierda en el pomo de su espada. El sayyid tragó saliva.
—Hablas de Yusuf como si fuera el califa.
—Nuestro hermano Yusuf es el califa. Si todavía no lo llamamos así abiertamente es porque esperamos a contar con la fidelidad de los más renuentes. —Abú Hafs apretó su puño en torno a la piedra verde que coronaba su espada—. Y no quisiera pensar que tú eres uno de esos.
Utmán se mordió la lengua. Había algo que no encajaba. Llevaba meses. No, años. Años sin reconocer la autoridad de Yusuf. Jamás había mandado misiva alguna a su hermano. Incluso había mascado la posibilidad de rebelarse contra el poder de Marrakech. Y ahora Abú Hafs venía a exigir sumisión… ¿con una docena de jinetes?
—Mi presencia es necesaria aquí, Abú Hafs. Yusuf no sabe de lo que son capaces…
—No oses hablar así de tu señor, el príncipe nobilísimo y amado por Dios. Él sabe lo que es mejor. Por supuesto que lo sabe. Él es el sucesor del Mahdi, y por tanto no yerra. Jamás.
Abú Hafs seguía hablando en voz baja e incluso sonreía, pero aquella mirada era más amenazante que cualquier palabra. Utmán inspiró con fuerza.
—¿Qué pasará si me niego?
El viento arreció en ese momento y azotó las lonas del pabellón hasta hacerlas crujir. Las acribilló con una lluvia de arena y las golpeó contra los palos que sostenían el entramado. Abú Hafs no borró la sonrisa de su cara, pero asintió con levedad, como si estuviera esperando aquella reacción.
—Hay varias cosas que debes conocer, mi querido hermano Utmán. La primera de ellas es que una parte del ejército de Yusuf ya ha desembarcado en al-Ándalus. Salieron de Qasr Masmuda hace días y están listos para dirigirse hacia cualquier objetivo. Cualquiera —recalcó al tiempo que le apuntaba con el índice derecho.
Así que era eso. Abú Hafs, después de todo, no había venido solo.
—Has dicho que hay varias cosas.
—Así es. La segunda, y supongo que la más importante para ti, es Hafsa.
El sobresalto de Utmán despertó una corta risotada en Abú Hafs.
—¿Hafsa? ¿Qué le pasa? ¿Qué has…?
—Nada, nada, Utmán. Nada… aún. Pero la tenemos bajo vigilancia. Vive en Marrakech, ¿sabes? Allí se dedica a estudiar y a dar clases a nuestros pequeños. Su sangre bereber ha sido garantía suficiente. Oh, bueno; su sangre y también el pequeño detalle de que así puedo permitirme espiar sus movimientos día y noche. Una sola orden mía o de Sulaymán, y Hafsa será arrestada. Y esa sangre bereber dejará de correr por sus venas.
Utmán dio la espalda a Abú Hafs. Se clavó las uñas en las palmas de las manos hasta herirlas y cerró los ojos con fuerza. Intentó evitarlo, pero una lágrima rebelde se atrevió a asomar por entre sus párpados. Tembló un instante de miedo, pero no por él, sino por la mujer a la que más había amado en su vida. Se volvió despacio y descubrió a su hermanastro con la sonrisa todavía dibujada en la cara. Tenía que reconocerlo: jamás podría enfrentarse a él. Jamás podría evitar ser dominado.
—Está bien —admitió—. Iré a Marrakech y me someteré a Yusuf.
Primavera de 1165. Valencia
La extensión plagada de huertas exhibía toda su feracidad ante Mardánish. A levante, la costa se extendía en una línea fina y el mar relucía con las velas de los pescadores que regresaban a sus hogares. El rey Lobo posó ambas manos sobre uno de los merlones de la muralla de Valencia y entornó los párpados. Últimamente notaba que le fallaba la vista, y le parecía que lo más distante se diluía en sombras que no podía interpretar. A lo lejos, varias columnas de polvo tenues se elevaban hacia el cielo. Correos. Fieles jinetes que viajaban hacia los reinos cristianos con salvoconductos y órdenes de localizar a Pedro de Azagra.
—No tardarán mucho en hallarlo —dijo Abú Amir, que se mantenía un paso por detrás del rey en el adarve—. Pronto sabrá que lo reclamas a tu lado.
Mardánish asintió con desgana. Luego suspiró y anduvo lentamente a lo largo de la línea almenada, aunque sin perder de vista el horizonte. A poniente, el sol se dejaba ver antes de ocultarse tras las montañas. Un estandarte negro, fijado por su mástil al antepecho, flameó a pocos codos e hizo tremolar la estrella de ocho puntas de los Banú Mardánish. El rey se aferró al asta en actitud pensativa.
—Recuerdo que el emperador Alfonso soñaba con ver nuestras banderas unidas y presentando batalla a los almohades. —Se volvió hacia Abú Amir—. Tal vez ahora, con la alianza entre León y Portugal, podrían cambiar las cosas. ¿No te gustaría conocer a ese tipo portugués? ¿Cómo se llamaba? ¿Gerardo?
—Gerardo —confirmó el consejero—. Le llaman Gerardo Sempavor. Gerardo sin miedo.
El rey Lobo apretó aún más su puño en torno al mástil de su estandarte.
—Ah, cómo me gustaría conocer a ese guerrero.
Abú Amir sonrió, aunque le causaba preocupación ver que su rey caía con cada vez mayor frecuencia en aquellos pozos de ensoñación. Ahora, después de tantos varapalos, todavía se dejaba llevar por ingenuas esperanzas.
—Ese Gerardo Sempavor, es un aventurero —explicó el poeta—. Se ha enfrentado a los almohades en el Garb, sí. Y les ha tomado varias plazas. Y es incluso posible que su rey le apoye. Pero no cuentes con Fernando de León para otra cosa que las artimañas políticas. Su alianza con Portugal sirve a sus intereses en la frontera común, pero nada más. Eso sí, la existencia de Sempavor es muy útil a nuestros planes.
—Como nuestra existencia lo es a los suyos.
—Cierto. Por eso no me parece mala tu idea de actuar ahora, cuando ese portugués hostiga a los almohades al otro lado de la Península. Dos frentes muy alejados dividirán a nuestros enemigos. Pero no deberías hacerte ilusiones: ni los leoneses ni los castellanos moverán un dedo salvo para seguir matándose entre ellos.
El rey Lobo bajó la cabeza y observó a su escolta armada, que esperaba al pie de la escalinata de acceso al adarve. Le irritaban las palabras de su consejero, aunque tuviera toda la razón del mundo. Y no podía conseguir que le abandonara la sensación de que todo estaba perdido. Si tiempo atrás, contando con las fuerzas unidas del Calvo, Azagra y Urgel, y con sus ejércitos del Sharq al completo, no había sido capaz de imponerse a los invasores, ¿cómo iba a lograrlo ahora?
—¿Qué pasa con nuestras levas? Mis visires me dicen que cuesta mucho hallar hombres hábiles y que incluso algunos corren a refugiarse en las montañas. No he podido creerlo. —Miró a Abú Amir—. ¿Es cierto acaso?
El consejero carraspeó.
—Digamos que la gente no está muy… convencida. Tiempo atrás era habitual ver a las huestes de tus mercenarios cristianos acampadas cerca de nuestras ciudades. No siempre se las recibía de buen grado, pero no dejaban de dar seguridad a tus súbditos. Te sabían líder de un ejército fuerte, y eso los animaba. Ahora, tras la marcha de Armengol y la muerte de Álvar…
El rey Lobo no dejó acabar a Abú Amir.
—Eso no puede ser excusa. Mis vasallos no son estúpidos y saben que todo esto se acabará si los almohades nos someten. ¿O qué esperan? ¿Piensan que esos africanos respetarán sus tabernas y sus lupanares? ¿No conocen acaso las degollinas que organizan en toda ciudad rebelde? ¿No temen por sus vidas? ¿Por sus familias? ¿No lucharán por ello?
El poeta resopló. No quería dar a su rey la noticia que traía, pero tampoco le quedaba otro remedio.
—Verás, mi señor… Hace un tiempo me encargaste que examinara a tu pueblo. Que escuchara con atención los sermones en las mezquitas y los rumores en los rincones. Y por Murcia, Lorca, Orihuela, Alcira… Incluso aquí, en Valencia, todos piensan que… que el Sharq…
—Sigue —apremió Mardánish ante la indecisión de Abú Amir.
—Que el Sharq tiene los días contados. Es más, ya se alzan voces que insinúan que quizá no sería tan estúpido aceptar como señor a…
—¡Calla! ¿Aceptar a otro señor? Eso es traición, Abú Amir. Quien propone eso me traiciona a mí. Y se traiciona a sí mismo. A su libertad… —Soltó el mástil y caminó con rapidez por el adarve. Luego giró sobre sus pasos. El poeta tragó saliva al ver la ira reflejada en los ojos de Mardánish, y una brisa húmeda se levantó de repente. Entonces, coincidiendo con la desaparición del último rayo de sol y con el canto de los muecines, el rey Lobo se acercó al consejero y detuvo su cara a escasa distancia de la de Abú Amir. Bajo la barba rubia, los músculos de la mandíbula temblaban de pura cólera—. Cuando te ordené observar a mi pueblo también te encomendé otra misión. Te mandé que tuvieras bien presentes los nombres de los sediciosos. De todos aquellos que podrían vendernos a los almohades.
—Mi… mi señor, piensa bien cada paso que des. No debes enemistarte con tu propio…
—¡No! ¡Ya es tarde para eso! —Abú Amir cerró los ojos al sentir los gritos de rabia del rey rompiéndose contra su cara—. ¡Quiero esos nombres! ¡Y los quiero ya! ¡Todos! ¡Los de Murcia los primeros! ¡Y los de aquí! ¡Y luego los demás! ¡Mañana tras la primera oración te presentarás ante mí con una lista! —Mardánish pasó junto al consejero y se dirigió a uno de los estrechos tramos de escalera que descendían de la muralla, pero aún se detuvo antes de iniciar la bajada y se volvió una vez más hacia Abú Amir—. Y espero, mi querido amigo, que nada te tiente a dejar de escribir ni uno solo de los nombres de los traidores. Que no deba yo enterarme de que alguno de esos cobardes escapa de mi ira por tu dejadez. O por tu infidelidad.
La amenaza flotó en el aire y la brisa que llegaba del mar la arrastró hacia poniente al tiempo que la oscuridad empezaba a velar con sus sombras la vieja ciudad de Valencia. Abú Amir notó que un escalofrío trepaba desde las piedras del adarve y dominaba toda su piel. Mientras veía bajar los escalones a su señor, se preguntó si aquel era el mismo guerrero al que había conocido en su juventud, cuando era un tagrí apasionado, amante de la guerra y las mujeres, enemigo de la política de pasillo y hammam, indiferente a los sermones de los ulemas y a los comentarios de las alcahuetas. Se preguntó si aquel hombre furibundo, que miraba ahora atrás y a ambos lados mientras era rodeado por su escolta, seguía siendo su amigo.
Las tinieblas habían cubierto con su manto la ciudad de Valencia, y hasta empezaban a oírse los primeros grillos que anunciaban la llegada del verano. El cuarto menguante iluminaba apenas la oscuridad que caía sobre la antigua ciudad y creaba sombras en los jardines de la Zaydía. Abú Amir observaba aquellas sombras en espera de descubrir un movimiento, y se sobresaltaba cada vez que la brisa conseguía colarse por encima de las tapias de la munya y agitaba los arbustos. Tenía miedo. Más del que recordaba haber tenido nunca desde su llegada a la corte del rey Lobo.
Un chasquido quebró el silencio al otro lado del jardín, y a continuación vio acercarse a la silueta alta y espigada. Reconoció enseguida a su antigua pupila Zobeyda, que venía descalza, como de costumbre, y pisaba la hierba a pasos cortitos mientras se sujetaba un velo transparente en torno a la cara. Sonrió al acercarse a Abú Amir, aunque sus ojos mostraban extrañeza.
—No sé para qué me has citado aquí —dijo a modo de saludo la favorita—. Sabes que no te está prohibido visitarme en mis aposentos, como siempre has hecho. Mi esposo tiene plena confianza en ti.
—Es posible que esa confianza haya desaparecido. Es posible que todo haya cambiado.
Zobeyda dejó caer su litam y la sonrisa voló. Ella había sido testigo de cómo las relaciones entre su esposo y su maestro se enfriaban, pero lo había atribuido a los golpes del destino y de los almohades. Ahora era algo más lo que reflejaban aquellas amargas palabras de Abú Amir.
—¿Qué ocurre?
—Tu esposo me obliga a delatar a todo aquel que predica en su contra en el Sharq al-Ándalus.
Zobeyda asintió. Conocía desde muchos años atrás a Abú Amir y sabía que el poeta no era amigo de las intrigas. Que le incomodaba incluso mezclar la vida de la ciudad con la vida de la corte. No en vano, el consejero era famoso por saber compaginar los placeres del palacio con los del zoco, las tabernas y los callejones oscuros.
—Abú Amir, debes comprender a mi esposo. Son momentos de incertidumbre, y el rey teme que la perdición llegue desde dentro. Ha ocurrido antes y puede volver a ocurrir. Y sería tristemente cómico que, después de resistir con semejante ímpetu ante las hordas africanas, después de tanto esfuerzo y tanto coraje, el Sharq cayera por la traición.
—No cuestiono su esfuerzo. Ni su valor. Se ha enfrentado a los almohades en solitario y sin esperar nada a cambio. Lo sé porque lo he ayudado a hacerlo. Pero tú sabes tan bien como yo, Zobeyda, que tu esposo ha cambiado. Ya no es ese muchacho que disfrutaba de la vida como si cada día fuera el último. Ahora se hace rodear de una escolta armada allá adonde va. Y desconfía. De todos. Falta muy poco para que considere a tu padre un traidor, y ahora me amenaza a mí para que delate a los tibios.
Zobeyda se mordió el labio y elevó los ojos negros hacia el cuarto menguante. Como aquella luna, el Sharq parecía apagarse poco a poco, al mismo ritmo con que la alegría desaparecía del corazón de Mardánish. Claro que sí. Ella lo sabía. Lo había notado. No era indiferente ni ajena a la forma en la que la amargura se iba apostando en el alma del rey.
—El desastre de Granada fue fatal para él —reconoció la favorita—. La muerte de Álvar sobre todo. Y la tozudez de mi padre no ha contribuido precisamente a arreglar las cosas.
—Tu padre… —Abú Amir se lamentó negando con la cabeza—. Hoy mismo he recibido noticias que no he querido dar a tu esposo, lo cual podría suponerme algún que otro disgusto, tal y como están las cosas.
—¿Noticias de mi padre?
—El rey le ordenó claramente abandonar el asedio de Córdoba y preparar levas en sus dominios para unirlas a las del nuevo ejército que quiere reclutar. Pues bien, tu padre hizo caso omiso y se dedicó a algarear en los dominios de los almohades. Hace unos días, un destacamento enemigo batió a sus hombres cerca de Luque y le causó muchas bajas. El mismo error de Marchena. Y por la misma desobediencia.
La mujer se agarró a la manga de la túnica de Abú Amir.
—¿Está bien mi padre?
—Ah, sí. Él siempre se las arregla para salir con bien, ¿te has fijado? Pero el caso es que ha vuelto a contravenir al rey. No recuerdo cuándo fue la última vez que cumplió sus órdenes. Y, como te he dicho, yo no me atrevo a informar a tu esposo.
Zobeyda suspiró aliviada. Su padre seguía vivo. Sin embargo, Abú Amir tenía razón y ella lo sabía.
—A veces pienso que la única razón por la que no se han enfrentado abiertamente soy yo —confesó la favorita—. Ambos me quieren y eso los frena.
—Es muy cierto. Y por eso, por la influencia que siempre has sabido usar, es por lo que te he citado aquí.
—Te escucho.
—Mardánish ha mandado emisarios a los cuatro vientos para encontrar a Azagra. Le ha entrado prisa, porque hay un caballero portugués que está atosigando a los almohades en el Garb y eso los obliga a retirarnos su atención. El rey piensa que es un buen momento para golpear al enemigo y recuperarse de los agravios sufridos hasta ahora. Pero hace falta dinero, y tu esposo ha ordenado la imposición de nuevos tributos que se darán a conocer en unos días. Eso molestará al pueblo. Mucho.
Zobeyda se encogió de hombros.
—No hay nada que yo pueda hacer. Los tributos son primordiales para sostener a los mercenarios, y los mercenarios son imprescindibles en nuestro ejército. Si los súbditos del Sharq disfrutan de la felicidad y de la prosperidad, es precisamente por ese ejército. ¿Acaso no lo saben?
—El pueblo es capaz de comprender eso, pero todo tiene un límite. Y mañana, cuando entregue a Mardánish la lista que me ha pedido, ese límite será traspasado. Porque empezarán a ver cómo se apresa a sus imanes, y a los alfaquíes y ulemas ilustres. Y quién sabe lo que tu esposo habrá pensado para ellos, pues los considera traidores. No quisiera verlos ejecutados como ejemplo. Eso volvería más desconfiado y rebelde al pueblo.
»Dentro de poco estarán aquí los mercenarios cristianos de Pedro de Azagra. Sí, lo sé: son vitales para el Sharq. Pero entonces, cuando lleguen, tus súbditos verán que los musulmanes han sido arrestados y tal vez ajusticiados, mientras que los hombres del norte gozarán, como siempre, de los privilegios que suele otorgarles Mardánish: fiestas en el palacio, soldadas y regalos. Cosas que no pasan desapercibidas para ese pueblo que ve menguar sus arcas mientras se llenan las de los extranjeros. Y tu esposo no puede prescindir del pueblo. Los mercenarios no bastan por sí solos.
—¿Me propones que convenza a Mardánish para que no se indisponga con el pueblo? ¿Perdonando a los traidores?
—Muchos de ellos no lo merecen, lo sé —admitió el poeta—. Incluso a algunos los habría descabezado yo mismo cuando los oí insinuar que el Sharq debería abrazar el Tawhid… Pero estas cosas nunca terminan bien. Junto a los perversos caerán los demás, y no todos son tan peligrosos como los primeros. El pueblo interpretará esto mal, Zobeyda. Se sentirán oprimidos por el rey, y entonces verán pocas diferencias entre él y los almohades.
»Soy leal a nuestro señor. Y además no puedo evitarlo: tengo miedo. No soy un guerrero, y menos aún un héroe. Me gusta la vida, tú lo sabes, y quiero seguir disfrutando de ella largo tiempo. Por eso mañana entregaré a Mardánish la lista que me ha pedido. En ella habrá muchos nombres. Nombres de personas que son respetables para los murcianos, los valencianos, los jativeses, los oriolanos… Mardánish está desconocido. No puedo saber hasta dónde es capaz de llegar, ni cómo actuará cuando el pueblo proteste. Tú debes hablarle. Apaciguar su ánimo. Convencerle de que debe seguir siendo como un padre para la gente del Sharq. Su escudo y su espada. No su flagelo. ¿Lo harás?
Zobeyda miró largo rato a su maestro. Hacía tanto tiempo que lo conocía… Y siempre había recibido de él consejos cabales. Nadie como Abú Amir para interpretar con lucidez lo que ocurría en el presente y suponer con lógica lo que deparaba el futuro.
—Lo intentaré —prometió.
—Hay otra cosa, Zobeyda. Es necesario que el pueblo esté con nosotros. Pero también lo es que Hamusk sea fiel a Mardánish.
—Es cierto.
—Tienes que volver a escribirle. Pero en esta ocasión no puede quedar opción a la duda: tu padre obedecerá a tu esposo y se unirá a él cuando sea necesario. Lo veo venir: es una gran batalla la que se avecina. Mucho mayor que la de Granada. Porque Mardánish está decidido. Incluso más de lo que la razón aconseja. Irá a por los almohades con todo. Lo sé. Lo he visto en sus ojos. Es una mezcla de desesperación y arrojo suicida.
—Me estás asustando, Abú Amir.
—Debes asustarte. —Por un instante, se trasladó muchos años atrás, a las cercanas mazmorras de Valencia, y recordó el rostro de Ibn Silbán, el viejo rebelde. De sus palabras en el límite de la locura, cuando del fanatismo de la fe almohade brincaba en un salto imposible a la fría razón de la crueldad sin límites. Hordas incontables. Hojas afiladas y puntas ensangrentadas—. Yo estoy asustado. Y mucho. De esto depende que el sueño continúe. O que acabe y lo siga una pesadilla.
Hacía mucho tiempo que las argucias de Zobeyda se habían debilitado ante la obstinación de Mardánish. Su belleza, la habilidad de sus manos y de sus labios, los secretos compartidos con sus doncellas y su don para hallar la oportunidad… Todo ello se demostraba inútil en los últimos tiempos para manejar la voluntad del rey Lobo. El último intento para influir en una decisión importante no le había reportado más que un terrible ataque de ira de Mardánish. Cuando este se enteró de la pertinaz desobediencia de Hamusk, rechazó a su favorita y la dejó sola en su cámara, despreciando los placeres que le prometía.
Ahora Zobeyda debía actuar con rapidez si quería cumplir los ruegos de Abú Amir. Como tiempo atrás, cuando las palabras susurradas al oído en medio de caricias y besos pesaban más que las largas reuniones en salas de consejos, las entrevistas con visires y secretarios y los sermones en la aljama. Maldijo el momento en el que había dejado marchar a Maricasca. Jamás lo había necesitado antes, pero en esta ocasión le habría venido bien algún sortilegio o un bebedizo para ablandar el alma del amado y excitar su pasión. Un embrujo que adormilara la razón, desatase la voluntad y la pusiera a los pies de la amante. Aun así se sirvió de las más viejas enseñanzas, las que recorrían las alcobas de las esposas y las concubinas. Las que habían hecho caer ante ella como un roble recién talado al conde de Urgel, o las que habían subyugado en un sentimiento de adoración caballeresca al noble Álvar Rodríguez. Marjanna y Adelagia decoraron a toda prisa las manos de la favorita, tiñeron sus dedos y alargaron las líneas oscuras por las muñecas adornadas con pulseras. Pintaron las uñas, aplicaron el kohl a los párpados y crearon lunares que marcaban como una senda el recorrido que los labios del amante deberían seguir desde la boca de la amada hasta sus senos. Zobeyda se roció con agua de azafrán mientras masticaba un tallo aromático, y las doncellas la vistieron con un burd corto y de amplio escote y cubrieron sus caderas y piernas con el mizar. Dejaron las trenzas largas y negras sueltas y engalanadas con cintas, y las propias doncellas se vistieron con sendos trajes de seda ligera y estriada, apropiados para la danza y para poder desembarazarse de ellos con la rapidez que demandaba el ardor desatado.
Y así avanzaron por los corredores silenciosos y oscuros de la Zaydía. Marjanna, pechos de diosa antigua cincelados por el mejor artista, llevaba consigo la crátera llena de vino y una gran copa en la que todos compartirían el sabor del néctar fresco. Adelagia, cabellera roja como el fuego, acariciaba su cítara para arrancarle el sutil sonido que enmarcaría sus versos de amor. Y tras ellas, Zobeyda, que ordenaba a los guardias abrir paso y les reclamaba silencio antes de entrar en la cámara de Mardánish. Los soldados, incapaces de retirar la mirada de las transparencias rayadas de seda que apenas recubrían los enormes senos de la persa, obedecían a toda prisa, tropezaban entre sí o se miraban con complicidad al tiempo que las tres bellezas desaparecían en el aposento del rey y cerraban las puertas tras de sus figuras de ensueño.
Mardánish estaba despierto, sentado en el lecho y con las cortinas del dosel abiertas. Examinaba documentos con cuentas de pertrechos, informes de tesorería y cálculos de gasto en soldadas. A los pies de la cama, una mesita baja sostenía un pequeño pebetero humeante y una bandejita con pasas. El rey arrugó el ceño ante el ímpetu de las mujeres, pero pronto adivinó qué se proponía la favorita.
—No es el momento, amada mía —protestó sin mucha convicción mientras Adelagia ocupaba el lateral de la alcoba y preparaba un escabel para empezar su serenata privada—. Esta noche toca trabajar.
—Esta noche nos toca a nosotros. Hace mucho que no compartimos unos momentos de dicha, como antaño. ¿Recuerdas cuando Zeynab y Sauda estaban a nuestro lado? Qué gozo el de la juventud. Qué felices éramos. Qué fácil era todo. Mucho más que ahora.
El rey Lobo hizo un gesto que quería ser de fastidio, pero el perfume que exhalaban las tres mujeres se había extendido ya por la cámara. Penetraba sutil y empezaba a hacer el trabajo que pronto continuarían la música, el vino, la danza y la poesía. Antes de que pudiera reaccionar, Marjanna ofreció a Mardánish la gran copa dorada llena de vino hasta el borde. Lo hizo inclinándose para mostrar al rey la inmensidad de su busto, e incluso aplicó sus propios labios al rojo líquido para beber antes que él. Luego sonrió conforme acercaba el cáliz a la boca de Mardánish. El rey no fue consciente de que los papeles llenos de números abandonaban sus manos y se esparcían por el suelo. La música empezó a invadir la estancia bajo la guía virtuosa de Adelagia, y de su boca surgieron los primeros versos.
—A menudo, de noche, hemos pasado de mano en mano el rojo vino, al tiempo que entre nosotros corría un gozo tan suave como la brisa que sopla entre las rosas.
El rey Lobo bebió casi involuntariamente, y su paladar se inundó de la dulzura de aquel fluido frío que se deslizaba por su garganta. Marjanna tomó de nuevo la copa y volvió a beber, dejando en todo momento sus pechos a escasa distancia de los ojos de Mardánish. Detrás, Zobeyda se apoyó contra la puerta cerrada, indiferente a los murmullos de los soldados de guardia, que seguramente aplicaban sus oídos a la madera. Caminó despacio. La cítara de Adelagia seguía sonando. Tomó la gran copa de manos de Marjanna y bebió ella misma, mientras su esposo y la esclava persa acortaban la distancia sobre el lecho.
—Mimándote, yo jugueteaba con la rama que crecía en el campo arenoso y besaba el rostro del sol cuando aparecía un día hermoso.
Mardánish cerró los ojos al sentir que la persa acariciaba su virilidad, solo cubierta por las sábanas. A la suavidad siguió el ímpetu cuando Marjanna cerró los dedos. Ella sonrió al notar el súbito impulso que poco a poco llenaba su mano.
—Tus manos se paseaban por mi cuerpo —continuó la italiana—, unas veces hacia mi cintura, otras hacia mis senos.
Él obedeció el cántico y alargó los brazos. Agarró a la mujer por la cintura con la mano izquierda y apresó uno de sus pechos con la derecha. Marjanna mantuvo la sonrisa mientras su cabeza caía hacia atrás y masajeaba despacio el miembro de Mardánish. Zobeyda bebió de nuevo y, con un movimiento imperceptible, hizo un gesto hacia donde se encontraba la italiana. Adelagia se levantó sin dejar de pellizcar las cuerdas.
—Quítate el washy de seda y oro, pues esconde una belleza que los más ricos vestidos no han poseído jamás.
El rey Lobo esperaba que la persa, siguiendo los versos de la doncella cristiana, se despojara de sus ropas, pero fue Zobeyda quien, tras ella, posó la copa sobre la mesita. Luego se deslizó las manos por la piel hasta el cuello y después las bajó, recorriendo su escote e introduciéndolas bajo su ropa; se acarició así delante de él y aflojó la presión que el burd ejercía sobre su cuerpo. La sangre batió las sienes de Mardánish como tambores de guerra, y su mano apretó el seno de Marjanna hasta que esta lanzó un débil quejido de protesta. La favorita y Adelagia intercambiaron una mirada rápida y aquella vaciló un instante, pero terminó de arrancarse la prenda que cubría su busto. Las notas de la italiana cobraron vigor y los dedos de Zobeyda se introdujeron por entre la piel de su vientre y el estrecho cinturón que ceñía el mizar. Entonces Marjanna volvió a quejarse, pero de verdad esta vez. No había placer en su voz cuando, revolviéndose, arrancó la garra de Mardánish de su pecho torturado. La persa lo frotó mientras se echaba atrás y se dejó caer al suelo. Zobeyda detuvo sus movimientos y la música de Adelagia se silenció.
—¿Qué ocurre? —protestó el rey. Sus ojos enfebrecidos volaban de las manos de su esposa, medio ocultas por la prenda larga y ligera, a sus senos, desnudos y brillantes por los afeites. Zobeyda, sorprendida por el comportamiento de Mardánish, solo acertó a callar. El ambiente voluptuoso que flotaba en la estancia se había desvanecido. Marjanna seguía doliéndose de su seno maltratado y Adelagia abría la boca con expresión bobalicona. Al fin la favorita reaccionó: sacó sus manos del mizar y dio un par de palmadas al tiempo que forzaba una sonrisa.
—Dejadme sola con el rey. —Marjanna obedeció de inmediato y salió de la alcoba sin mirar atrás. La italiana se demoró un instante, como si temiera abandonar a su señora. La mirada de Zobeyda fue suficiente para disuadirla de aquel gesto inconveniente, y Adelagia siguió el camino de su compañera persa.
Una vez a solas los esposos, la favorita mantuvo el gesto alterado. Percibió de nuevo los ojos anhelantes del rey Lobo clavados en sus senos, pero una oleada de temor la invadió. Jamás, en toda su vida, Mardánish había hecho daño a mujer alguna. Siempre era delicado con todas, fueran nobles o esclavas, y era rasgo apreciado por sus concubinas y esposas la dulzura con que las trataba.
—Quítate eso ya —ordenó el rey Lobo. Zobeyda obedeció sin pensar, preguntándose qué le ocurría a su marido. Ella ya había olvidado su misión, la que la llevara aquella noche al aposento de Mardánish. Se acercó solícita cuando él se lo mandó con un gesto brusco, se dejó hacer cuando el rey la aferró y, en volandas, la obligó a postrarse boca abajo; se notó ingrávida cuando las manos de él, inmisericordes, agarraban sus caderas y las elevaban, y aplastó la cabeza contra la almohada cuando el rey la poseyó de inmediato, como un animal, penetrándola sin más trámites, entre jadeos roncos y empujones irregulares. Intentó alzar la cara, pero una mano desprovista de ternura se apresuró a aplastarla de nuevo contra el lecho. El rostro más bello de al-Ándalus se hundió así entre las sábanas y el kohl manchó de negro su seda blanca; los dedos de Zobeyda se clavaron en el tálamo hasta que las uñas rasgaron la tela al ritmo bárbaro de las embestidas. Las lágrimas asomaron antes de que el Lobo aullara con furia, alterando la paz de la munya valenciana.
El rey se dejó caer hacia atrás y sus brazos pendieron desde la cama. Jadeaba como una verdadera bestia y el sudor perlaba su piel. Zobeyda se mantuvo inmóvil, con las rodillas y los codos hundidos en el lecho y las uñas clavadas en la seda. Esperó hasta que la respiración de Mardánish se fue acompasando y solo entonces rodó para sentarse al borde de la cama. Observó a su esposo con incomprensión pero sin rencor. Allí estaba él, con la vista fija en el techo y la expresión relajada. Ella ni siquiera había disfrutado. Se pasó la mano por la cintura y entonces descubrió las marcas rojizas. Las manos de Mardánish debían de haberse clavado en su piel mientras la retenía boca abajo. Ahí estaban impresas las garras del Lobo. Se restregó la nariz e intentó limpiarse las lágrimas, pero recordó que iba maquillada y supuso que los chorretones de kohl habrían arruinado su rostro. Aquel detalle absurdo la hizo llorar de nuevo. Se tapó la cara con ambas manos y se inclinó hacia delante al tiempo que se tragaba los hipidos. Notó movimiento en el lecho y respingó: su esposo se acababa de incorporar y la miraba extrañado. De repente parecía reparar en su comportamiento. Alargó una mano hacia Zobeyda y ella se echó atrás instintivamente. Aquel gesto descorazonó a Mardánish, o así lo interpretó la favorita.
—Yo… no sé por qué… —El rey intentaba construir una disculpa. Ella la leía en sus ojos, pero también veía la confusión en la que Mardánish parecía hundido. De pronto él observó su mano izquierda, todavía tendida hacia la favorita. La hizo girar y miró su palma como si no la reconociera. Los dedos aún curvados en forma de garra, las cicatrices bordadas por el hierro almohade—. Te he hecho daño… ¿No? He hecho daño a tu doncella persa…
Zobeyda intentó reponerse. Se irguió y adoptó una pose digna, consciente de que la piel marcada y las manchas de kohl no la ayudaban. Anduvo despacio y se vistió mientras trataba de disimular el temblor. Cuando se enlazó el burd, clavó los ojos, negros, húmedos y acusadores, en los de su esposo.
—¿Qué ha cambiado? ¿Por qué no puede ser todo como antes?
Mardánish resopló y hundió la cabeza entre las manos. Se frotó el pelo, rubio y aún abundante, como si quisiera arrancar de su mente los genios malignos que lo habían poseído.
—No lo sé —habló sin alzar la mirada—. Tengo la sensación de que todos conspiran contra mí… Abú Amir, tu padre, mi pueblo… Incluso…
La última palabra se extinguió en su boca como una llama apagada por un soplo de viento. Zobeyda acusó el pinchazo del reproche y supo que no era totalmente falso.
—Si he venido aquí esta noche y he traído conmigo a mis dos amadas amigas, ha sido en realidad por ti. No por engañarte y conspirar, mi señor, sino para endulzar tu amargura. ¿Acaso crees que no sé lo que sientes? Yo amo al Sharq, como tú. Y lo daría todo por conservarlo tal y como lo soñamos.
Mardánish se atrevió a mirarla. Zobeyda descubrió que él también tenía los ojos húmedos.
—¿Has venido solo a entregarme tu amor?
Ella se mordió el labio.
—Sí. Y para lograr esto. —Rodeó el lecho, se sentó junto al rey y entrelazó sus manos con las de él—. Para que puedas volver a ser tú mismo. El hombre al que siempre he amado. El rey que trajo la felicidad y la prosperidad a su reino. Para pedirte que seas de nuevo mi amante. Mi amigo. Y un padre amoroso para tus hijos. Y para tu pueblo.
—Esas palabras son casi las mismas que las de Abú Amir —contestó él sin ocultar cierto deje de decepción.
—Abú Amir me educó y se ganó mi respeto y mi amistad. En un tiempo también fuiste amigo suyo. ¿Ya no lo recuerdas?
—Abú Amir aún es mi amigo —protestó el rey.
—Él lo es, sin duda. Pero tú no. ¿No te das cuenta? Has cambiado. Ya no eres el mismo.
Mardánish apretó las manos de su favorita y la humedad de sus ojos pareció a punto de desbordarse. Zobeyda no supo interpretar si él se mostraba herido por la propia y descarnada acusación o por la verdad de lo que ella decía. Por fin, el rey soltó las manos de su esposa y se dejó caer en su regazo. Ella lo acogió como antaño, acarició su espalda sudorosa y besó el cabello rubio y revuelto. Mardánish se estremeció y Zobeyda supo que su esposo lloraba.
—Todo volverá a ser igual —susurró ella—. Renuncia a tu odio. Y a tu miedo. Tus súbditos te quieren y te respetan, y Abú Amir solo busca lo mejor para todos. Vuelve con nosotros. Vuelve con los que de verdad te amamos y seríamos capaces de darlo todo por ti.
—Tú… ¿lo darías todo por mí? —La voz del rey sonó apagada. Seguía envuelto en los brazos de ella. Zobeyda acarició el pelo del rey.
—Lo daría todo. Mi vida. Hasta mi honor.
Sintió el alivio en el largo suspiro que relajó el cuerpo de Mardánish. Los dedos de Zobeyda se enredaron en el cabello claro. En ese momento notaba que sí, que podría dar la vida por su rey. Sonrió con amargura, ahora que él no la miraba. Su honor ya lo había entregado tiempo atrás, junto con su cuerpo, al ceder al apetito del conde de Urgel. Todo por el Sharq. Todo por el rey Lobo. A cualquier precio.
—¿Qué debo hacer? —preguntó al fin Mardánish.