Imagen
Capítulo 54

El escudero de Pedro de Azagra

VERANO de 1164. Valencia

Pedro de Azagra, con la ropa polvorienta por el viaje, entró en el alargado salón, mucho más pequeño y sencillo que el del alcázar de Murcia, pero también más cálido y acogedor. Una sonrisa de sincera alegría asomó al rostro del navarro cuando vio a Mardánish levantarse de su sitial y recorrer toda la longitud de la sala sin disimular su prisa y apartando a los presentes. Los dos hombres se fundieron en un abrazo y las palmadas resonaron en toda la sala.

—Doy gracias a Dios por volver a reunirme contigo, mi buen amigo —dijo Azagra.

—Yo te doy las gracias a ti por no olvidarme en este momento, como otros han hecho.

El rey Lobo sostuvo la mirada de su amigo mientras mantenía las manos apretadas en los hombros anchos y recios del cristiano. Vio la pena reflejada en la cara de este al recibir el comentario de Mardánish, pero la sonrisa afloró de nuevo y los dos dejaron volar, como en un acuerdo tácito, todas aquellas sombras que los cubrían. El rey Lobo se hizo a un lado y señaló con la mano el asiento libre a la derecha del trono. Azagra avanzó y estrechó la mano de Abú Amir mientras Mardánish, con algunas palmadas, hacía abandonar el salón a un par de sirvientes y a un funcionario que llevaba bajo el brazo algunos rollos de papel arrugados. Azagra reparó entonces en el muchacho que se erguía digno en un lateral de la sala. Hilal ibn Mardánish, el hijo del rey Lobo, mantenía una pose orgullosa a pesar de que ni siquiera el bozo había asomado aún a su rostro. El navarro le saludó con una inclinación de cabeza a la que Hilal respondió de igual modo. El propio rey sirvió vino en una copa de plata que Pedro de Azagra apuró con rapidez. Se pasó el dorso de la mano por los labios y volvió a sonreír, contagiando con su alegría al rey y a su principal consejero.

—Desde que viajo por las tierras del Sharq no he visto más que júbilo —aseguró Azagra—. La gente me saludaba y me invitaba a beber para aliviar el calor de la estación, y todos hablaban maravillas de su rey Lobo.

Mardánish apoyó el codo en uno de los reposabrazos del trono y dejó descansar la barbilla sobre la mano. Se fijó en el buen aspecto del navarro.

—Pasar una temporada en tus dominios te ha hecho bien, Pedro. Supongo que habrás tenido oportunidad de ver a tu familia.

—Mi esposa intentó convencerme para venir conmigo. Dice que no creerá nada de lo que le cuento acerca del Sharq si no lo ve con sus propios ojos. Naturalmente —rio el navarro—, negué tal posibilidad. Ella no sabe nada de tus banquetes.

Abú Amir acompañó la alegría del cristiano, pero de reojo vio que su rey adoptaba la pose extenuada de los últimos tiempos y su mirada se desviaba. Pedro de Azagra siguió hablando hacia el consejero y le contó cómo había añorado las fiestas con danzarinas, música tras los cortinajes, malabaristas y manjares. De vez en cuando gesticulaba hacia Hilal para hacerle partícipe de la conversación. De pronto se dio cuenta del aire ausente de Mardánish.

—¿Qué te ocurre? Pensaba que mi regreso te satisfacía.

—Ah. —El rey Lobo carraspeó y se removió en el trono—. Debes disculpar mi falta de hospitalidad… Claro que sí, ya te he dicho que soy feliz de tenerte aquí. Tu alegría, amigo mío, me ha hecho recordar la del buen Álvar. Él reía también a carcajadas y se solazaba con mis fiestas.

El gesto del navarro se ensombreció.

—Por supuesto —habló ahora en voz más baja—. Eres tú quien debe perdonarme. La pérdida de nuestro amigo Álvar y la de tu cuñado Óbayd todavía pesan en mi alma, al igual que en la tuya. Y aun así me permito actuar como si nada de eso hubiera ocurrido.

—Nuestro rey se deja llevar demasiado por la añoranza —intentó salvar el momento Abú Amir—. Sería bueno agradar un poco a la corte con alguna historia de tus tierras. Dinos, Pedro, ¿fuiste de caza con el rey Sancho, como era tu deseo?

El navarro se sirvió de la jarra de vino y bebió despacio. Su gesto no había retornado a la alegría demostrada al llegar.

—Estuve con mi rey, sí. Pero no fuimos de caza. Nuestro encuentro no fue muy… cordial.

Mardánish salió de su ensimismamiento y puso atención en las palabras de Pedro de Azagra.

—¿Ha ocurrido algo?

—Bueno… Recordé a mi rey el compromiso que había adquirido contigo antes de lo de Granada. Le dije que ahora era un buen momento para persuadir a sus barones, convencerlos para que acudieran aquí, al Sharq, y así podríamos preparar una gran ofensiva contra las plazas almohades. Hay que aprovechar la muerte del califa.

—¿Y qué opina el rey Sancho de eso? —preguntó Abú Amir—. ¿No estuvo de acuerdo contigo?

—Mi rey Sancho tiene ahora otros objetivos. Le ha parecido más cabal aprovechar la debilidad de Castilla que la de los almohades, y ha llevado sus ejércitos hasta La Rioja y la Bureba. Bien cerca de Burgos llegaron a estar sus tropas. Ha tomado Logroño, Briviesca, Santo Domingo… Él sabía de la gran amistad que mi familia ha tenido siempre con Castilla, y en Pamplona tuvimos algunas palabras…

—¿Te has enfrentado a tu rey? —preguntó alarmado el consejero.

—Mi rey yerra. Piensa que el momento es inmejorable. Que los dos niños que gobiernan Castilla y Aragón cederán ahora ante su empuje, y que Navarra volverá a ser el gran reino de antaño… Toma de nuevo el camino de la división y del enfrentamiento, sin darse cuenta de que el auténtico enemigo, aquel del que todos debemos cuidarnos, está mucho más al sur. Sí. Me he enfrentado a mi rey. Y me ha desposeído de mi señorío de Estella.

Mardánish apoyó ambas manos en los lados del trono.

—Contaba con la amistad de Sancho de Navarra para poder rehacerme…

—Ya no —siguió Pedro de Azagra—. Él cree que fuiste un imprudente y no demostraste gran sagacidad al dejarte derrotar en Granada.

—¡Maldita sea! —El puñetazo sobre el trono hizo crujir la madera noble. Mardánish se alzó y caminó a un lado de la sala hasta que se detuvo ante un tapiz decorado con hilo de oro—. ¡Todos insisten en culparme de eso! ¡Y no fue culpa mía, sino de ese agitador de Hamusk! —Se volvió hacia Azagra y su gesto cambió. Al navarro le pareció incluso que de la ira, repentinamente desatada, el rey Lobo pasaba al ruego desesperado—. ¿Cómo es que el rey Sancho no ve hacia dónde ha de dirigir sus armas? ¿Por qué esos estúpidos se empeñan en luchar entre sí e ignorar a los africanos? ¡Deben darse cuenta de lo que se nos viene encima! ¡Deben ayudarme a resistir!

Un silencio tenso se extendió por la sala de recepciones de la Zaydía. Pedro de Azagra, incómodo, miró al techo. Allá arriba, las estrellas de ocho puntas rellenas de vidrio de colores tamizaban la luz y la hacían llegar hasta las maderas nobles, el oro y la plata, y les arrancaban esos reflejos de ensueño que rodeaban todo aquel utópico reino atrapado entre ambiciones e incomprensión. El navarro intentó confortar al rey:

—Si te sirve de consuelo, muchos navarros cabales están dispuestos a valerme para batir a los almohades bajo tu mando. Esperan en sus tierras a que los llame, y algunos cuentan con buenas huestes. No estoy solo en esto, amigos míos. Mis bravos de Oñate, Segura, Ocón… Me seguirán hasta donde sea. También puedo viajar a Castilla, donde cuento con muchos y nobles compañeros de armas. Sin embargo, me temo que los problemas por la rivalidad entre los Lara y los Castro los tengan muy ocupados.

—Vendrán si se sienten tentados por el oro —aseguró el rey Lobo—. Y los tentaré. Todo lo que sea preciso. Pero, aun contando con esos mercenarios cristianos, ¿será suficiente? —Mardánish hablaba ahora con voz más calmada. Seguía de pie a un lado de la sala, apoyada la mano sobre una columna y con los hombros vencidos. En aquel momento parecía derrotado por los acontecimientos—. El desastre de Granada destrozó mis fuerzas andalusíes. Armengol de Urgel se fue con sus tropas, y muchos mercenarios castellanos regresaron a sus tierras y no he vuelto a saber de ellos.

—¿Y Hamusk?

Mardánish hizo un gesto de desprecio.

—Él y su perro de presa, al-Asad, salieron bien parados de Granada, pero desde entonces no han hecho más que desobedecerme. No he vuelto a saber de ellos, salvo que se retiraron de al-Qasbá al-Hamra y abandonaron a su suerte a los hombres de Álvar y Óbayd… Ni siquiera sé si me siguen siendo fieles.

Azagra chascó la lengua y reflexionó unos instantes mientras observaba la copa vacía que tenía ante él. El joven Hilal, que hasta ese momento había permanecido en silencio, abrió la boca por primera vez.

—¿Y qué ocurre con las fuerzas acantonadas en la Marca Superior? Llevan años allí sin hacer más que vivir de los tributos, salir de caza y disfrutar de la tranquilidad.

Los tres hombres se volvieron hacia el muchacho de catorce años. Hilal, con su pelo rubio largo y recogido en una trenza al modo andalusí, esperó la respuesta con mirada inquisitiva. Azagra reconoció la sinuosa sagacidad de Zobeyda en aquellos ojos claros.

—Si abandonan nuestras tierras del norte, Aragón caerá sobre Albarracín como el grajo sobre la carroña —explicó Abú Amir.

—Eso sería fatal para el Sharq —completó Azagra—. Durante mi estancia en Navarra he oído hablar de los nobles que rodean al jovencísimo rey de Aragón. No solo son codiciosos como urracas. Es que además incitan al pequeño Alfonso. El rey de Aragón —señaló a Hilal— es un crío de siete años, y le han metido en la cabeza que sus grandes enemigos, los sarracenos, habitan al sur de sus posesiones. Según se dice, el próximo invierno se celebrará la primera curia regia de ese niño, que ahora gobierna sobre las tierras de Aragón y Barcelona. Todos piensan que se exigirá el cumplimiento de los viejos tratados con Castilla, y Valencia es una de las primeras plazas que Aragón querrá abatir.

Hilal rodeó el trono de su padre ante la vista de los tres guerreros, se acercó así a la silla en la que reposaba Azagra, llegó hasta muy cerca de él y le miró a los ojos. A tan poca distancia, los rasgos heredados de Zobeyda se hacían más evidentes.

—Tengo entendido, mi señor don Pedro de Azagra, que siempre has sentido debilidad por Albarracín. Incluso se dice que mi padre llegó a prometerte su tenencia en caso de que le ayudaras en la toma de Granada.

El navarro intercambió un vistazo rápido con Mardánish. No era solo el óvalo de la cara o la forma de inclinar la cabeza lo que aquel muchacho había heredado de su madre. El rey Lobo intervino antes de que el joven pudiera decir alguna inconveniencia.

—Mi querido amigo Pedro, considero que en nada puedo ayudar ya con mi instrucción a Hilal. Pero pienso que no sería mala cosa ponerle al servicio de un buen caballero para que continuara su adiestramiento. Había pensado en ti.

Azagra enarcó las cejas sorprendido. Hilal, que sin duda estaba al corriente de las intenciones de su padre, aguardaba sin quitar ojo del navarro.

—Es un gran honor… Pero no veo en qué puedo yo mejorar lo que le hayas inculcado a tu hijo…

—Mi hijo —atajó el rey Lobo— siempre ha vivido en palacios. Ha pasado demasiado tiempo en la corte, cerca de su madre y de todos los visires, funcionarios y eunucos que cotillean tras los tapices. Lo habrás comprobado al escuchar su… aguda observación sobre Albarracín. No le falta seso, desde luego. Pero será algo más que inteligencia lo que necesite en el futuro. A su edad yo ya había probado mi hierro contra el enemigo, y también tenía alguna que otra cicatriz. Se avecinan tiempos difíciles, y quisiera que Hilal estuviera… preparado para lo que haya de venir. Sea del sur o del norte.

Azagra asintió, comprendiendo lo que Mardánish le pedía entre aquellas palabras medidas. Debería proteger al joven Hilal, en quien sin duda Mardánish había pensado como heredero del Sharq.

—Y en cuanto a Albarracín… —insistió el hijo del rey Lobo.

—Albarracín no debe tocarse —afirmó Abú Amir—. No aún, al menos. Pedro tiene razón. Si desguarnecemos la Marca Superior, Aragón caerá sobre ella y la perderemos.

—Y no se hable más de eso —sentenció Mardánish. Hilal aceptó la orden con una breve reverencia y se volvió de nuevo a Azagra.

—Estoy entonces a tu servicio, mi señor don Pedro.

Azagra dibujó una sonrisa forzada en el rostro. La mirada clara del joven Hilal le había helado la sangre en las venas.

Otoño de 1164

Pedro de Azagra pasó una corta temporada en Valencia y se solazó con la prosperidad que el Sharq ofrecía siempre a sus huéspedes. También aprovechó para pasar largos ratos con su nuevo escudero, el joven Hilal. Intentó ganarse su confianza y le instruyó en la caballería puramente cristiana. Aun así, el hijo del rey Lobo y Zobeyda no llegó a abrir su corazón al noble navarro, a quien siempre miraba con respeto, pero también con aquel brillo irritante en sus ojos. Un brillo que desazonaba y que hacía desconfiar. A finales del verano, Pedro de Azagra anunció que marchaba de vuelta a Navarra para firmar contratos de soldada con sus guerreros leales, y que tras ello viajaría a Castilla con intención de renovar el compromiso de algún antiguo mercenario de las campañas anteriores. Hilal, como escudero suyo, lo acompañaría.

Una semana después de la partida de Azagra y del heredero, Zobeyda solicitó la presencia de Mardánish en su aposento. El resto del harén, incluida la concubina Tarub, seguía en Murcia, y Zobeyda imponía ahora su primacía también en el lecho del rey. Este galopó hasta el hermoso palacete después de una aburrida reunión con su hermano, el gobernador Abúl-Hachach, y tras una relajante sesión en un hammam de la ciudad, cerrado al público a propósito y en cuyo interior había requerido la presencia de Marjanna y Adelagia. Las hábiles manos de la persa, la música de la italiana y los aceites repartidos por toda su piel contribuyeron a crear en el rey la disposición perfecta para satisfacer a su amada Zobeyda.

Mardánish se presentó en la cámara privada de su favorita espoleado por la imaginación, prometiéndose una larga noche de placer como las que solo Zobeyda sabía proporcionarle, ansioso por desnudarla y acariciar su cuerpo. La halló preparada, vestida con una de sus vaporosas túnicas malagueñas y sentada en el borde del lecho, rodeada de cojines bordados con hilo de oro. Un aroma suave, casi lejano, se extendía desde el pebetero situado en un rincón, y las velas que ardían por toda la estancia contribuían a crear el ambiente oportuno para la misión que llevaba al rey Lobo a la estancia de su favorita. Esta se levantó y anduvo despacio, con la elegancia de una pantera, hasta situarse frente a su esposo. Zobeyda contaba ya treinta y cuatro años, y la belleza arrebatadora de su juventud se había afirmado, incluso reforzado, con la serenidad de la madurez que se anunciaba en los casi imperceptibles pliegues junto a sus ojos. Sus formas, algo más redondas que antaño, guardaban todavía su legendaria sensualidad, e incluso la hacían más apetecible a los ojos de su señor. Solo con el paso de los años, pues, la belleza salvaje de la favorita se había domado hacia la hermosura suave y exquisita de la auténtica reina. Era como si las palabras del viejo poeta cobraran todo su sentido en Zobeyda:

Al contemplarla, no podrás detener tus ojos en un límite,

pues su belleza es siempre creciente e inagotable.

Mardánish notó su virilidad llamar a gritos y se dispuso a abrazar a Zobeyda, pero ella mostró entonces un pliego que guardaba a la espalda.

—Quería mostrarte esto a solas. Y únicamente podemos estar a solas así. Espero que no te desagrade.

El rey Lobo torció la boca.

—¿Qué es?

—Una misiva de mi padre.

Mardánish resopló y todo el hechizo del instante se desvaneció. Se frotó las sienes con ambas manos y recorrió la estancia. Tomó asiento en el poyo bajo y alicatado que la recorría, recostó la espalda contra la pared y olvidó todo el descanso que los masajes de Marjanna le habían proporcionado.

—¿Te escribe a ti o a mí?

—A ambos… Es un mensaje para ti, pero te lo hace llegar a través de mí.

—Bien. —Mardánish apoyó la cabeza contra un tapiz bordado con formas de pájaros de largas patas que entrelazaban sus cuellos entre juncos—. Sabe que lo único que me une a él es mi matrimonio con su hija. Y ahora yo también lo sé.

Zobeyda se acercó y se puso otra vez frente a él. Así, su silueta se recortó contra la luz de las velas y mostró, a través de la transparencia de la túnica, las líneas que delimitaban su cuerpo. Puso el pliego de papel entre ambos.

—No debes hablar así de mi padre. En esta carta me cuenta lo apenado que está por lo ocurrido en Granada, y dice que no tuvo más remedio que marchar para no ser masacrado por los almohades, como ya había ocurrido con tu fiel Óbayd y con el buen Álvar el Calvo. Siente mucho sus muertes, y confiesa que lloró por ellos durante innumerables noches…

—¡Ja!

Zobeyda se interrumpió en su relato. Miró a su esposo con severidad, pero él tenía los ojos cerrados y seguía masajeándose las sienes. Decidió continuar.

—Para demostrarte lo mucho que siente lo ocurrido, y también para convencerte de que su fidelidad hacia ti es completa, te pide ayuda para atacar Córdoba de inmediato. Asegura que la pondrá bajo tu absoluto dominio antes del próximo verano, y de hecho dice que ya ha partido para allá con sus fuerzas y las de al-Asad…

Mardánish se palmeó las rodillas con violencia y se levantó, lo que sobresaltó a Zobeyda. De un manotazo le quitó el pliego, aún enrollado, y lo arrojó a un lado. Sus ojos chispeaban al reflejar las llamitas de las velas repartidas por la cámara.

—¡Otra vez! ¡Ahora Córdoba! ¿Es que tu padre no entiende? ¿Hasta tal punto la codicia le nubla la razón?

»¡Pues bien! Ya que piensa que tu mediación será capaz de ablandar mi ánimo, a través de ti recibirá mi respuesta. Escucha bien, amada mía, porque a más tardar mañana responderás a tu padre con otra carta que escribirás de tu puño y letra. Dile que su señor y rey le ordena regresar a Jaén, y que al-Asad retorne también a Guadix. Que le mando que suspenda toda acción militar contra los almohades y que aguarde nuevas órdenes, pues estoy reclutando fuerzas para atacar bajo mi único mando a nuestros enemigos. Estaremos juntos en esto o no lo estaremos nunca más. Dile que deberá hacer preparativos, y tanto él como al-Asad recaudarán nuevos impuestos en sus tierras, tal como yo voy a hacer aquí, para poder reclamar hueste mercenaria de los reinos cristianos. Dile sobre todo que los ejércitos del Sharq al-Ándalus están bajo mi único mando, y que él no debe inmiscuirse en ello más de lo que yo disponga.

—El pueblo está descontento —rebatió Zobeyda, que ahora afilaba su gesto—. Aquí, en Valencia, y también en Murcia. Subiste la tasa para los comerciantes en la Bab al-Qántara, y eso hace que la gente deba comprar más caro el mismo género. Tus súbditos se empobrecen día a día. Si endureces más los impuestos, empezarán a protestar. Llegará el momento en el que esa copa rebose, esposo mío…

—Explícale eso también a tu padre, mi amor. Dile que por su culpa sufrimos una derrota humillante en Granada, y lo mejor de mi ejército pereció bajo el hierro o despeñado en un barranco. Dile que por eso nos veremos obligados a apretar a nuestro pueblo y reclamar un dinero que podríamos haber sacado del botín almohade, y que deberíamos haber empleado en embellecer una Granada bajo mi autoridad. Recuérdaselo también, sí.

Mardánish dio por concluida la conversación. Ignoró todo lo demás y, sin despedirse, pisó el rollo de papel tirado en el suelo y abandonó la cámara de Zobeyda. Ella quedó atrás dolorida, mordiéndose el labio inferior y diciéndose que lo que su esposo afirmaba no era cierto; que su padre no había obrado con tan gran infidelidad. Recordó también sus sueños pasados y cómo advirtió a Mardánish antes de partir para Granada. Recordó cómo él no había prestado atención a sus ruegos. Hombres. Tanto su padre como su esposo. Y ella entre ambos. Se dirigió al extremo de la sala y retiró el cortinaje que cubría la alhanía. A su vista aparecieron los betilos de invocación al pagano Salim, guardián de la prosperidad. Cogió el atril y los aparejos de escritura, acercó una de las velas y extendió una hoja de papel xativí. Y se dispuso a escribir, una por una, todas las palabras que el rey Lobo acababa de gritar en su aposento.

Unos días después. Sitio de Córdoba

El grito atronó la tienda plantada en lo más protegido de la línea de asedio. Los soldados de guardia se tensaron, apretaron las manos en torno a las lanzas y se miraron. El ruido de vidrio al quebrarse y metal que entrechocaba precedió a la salida de Hamusk de su pabellón. La cara crispada mostraba un color cárdeno. Al-Asad caminaba tras él con mirada neutra. El señor de Jaén rebasó al mensajero que acababa de llegar desde Valencia, un muchacho muy joven y asustado, y rugió como un oso. En las manos llevaba un papel que arrugó con toda la rabia que pudo reunir, y luego lo arrojó contra la cara del correo. El chico cerró los ojos y rezó en silencio porque aquel colérico noble no la tomara con él. Hamusk propinó una patada a un estandarte clavado en la tierra y quebró el poste de madera. Después caminó varios pasos y gritó al vacío:

—¡Traidor! ¡Traidor y cobarde!

El León de Guadix paró, sorprendido por la reacción del caudillo andalusí, y recogió del suelo el papel arrugado. Era una carta de suave papel de Játiva que al-Asad desplegó y leyó con curiosidad. Los trazos elegantes se sucedían en las letras escritas por Zobeyda, relataban la furia del rey Lobo y transmitían las órdenes que este daba a sus súbditos del sur. Al-Asad leyó despacio, masticando cada palabra. Cuando finalizó, comprendió el enfado de Hamusk: Mardánish no solo se negaba a acudir en su ayuda, sino que además les mandaba retirarse de Córdoba y permanecer quietos, encerrados y en espera de una campaña que nadie sabía cuándo iba a llegar.

Hamusk caminaba en círculos. A su alrededor, los guerreros bajo sus órdenes se retiraban despacio para no verse afectados por la furia desatada del señor de Jaén y Segura.

—¡Se niega a venir aquí! —repetía una y otra vez—. ¡Se niega! ¡Y conseguirá que esos malditos africanos nos arrebaten todo lo que tenemos!

—Tal vez deberíamos hacerle caso —aventuró al-Asad—. Si consigue todas esas fuerzas cristianas, podríamos planear un nuevo ataque a Granada…

—¡No! —Hamusk alanceó con la mirada al León de Guadix—. No seas iluso tú también. Mi yerno deja pasar los años confiando en la ayuda de los cristianos. Siempre lo ha hecho. —Se acercó hasta al-Asad y bajó la voz, aunque su rostro seguía crispado y la mirada, rebosante de ira—. Yo se lo advertí, ¿sabes? El mismo día en el que tomamos tu ciudad, Guadix. Y él no me hizo caso. Y sigue sin hacérmelo. No es capaz de ver que los reyes del norte nos ignoran. Para ellos no somos más que infieles, y poco les importa si perdemos lo que tenemos. ¿O crees que el rey de Castilla vendrá finalmente a ayudarnos a echar a esos almohades al mar? ¿Lo hará Fernando de León? ¿O ese mocoso que lleva la corona aragonesa? ¡No! ¡Estamos solos! ¡Siempre lo hemos estado!

Al-Asad asintió despacio. Observó una vez más la misiva enviada por Zobeyda, y arrugada por Hamusk. Él también apretujó la carta en su mano y la tiró a un lado.

—Tienes razón, como siempre. Pero sin la ayuda de Mardánish no podemos hacer nada aquí.

Hamusk resopló. Entonces se sintió cansado. Más que nunca. Allí estaban las murallas de Córdoba, reforzadas en los últimos meses por los almohades. No. Jamás podrían tomar la ciudad sin el apoyo del rey Lobo. Y aun con él, lo tenían realmente difícil. Como siempre había sido. Hamusk se preguntó si no habría estado él también engañándose una y otra vez. Estrellándose contra los invasores africanos en un esfuerzo baldío por conservar sus posesiones. Se pellizcó la papada cubierta de pelo cano. Ladeó la cabeza y miró enigmáticamente a al-Asad. Este entornó sus ojos negros y enmarcados por las cejas hirsutas y morenas antes de preguntar:

—¿Qué piensas?

—Pienso… Pienso que hemos desperdiciado tiempo y esfuerzo. El rey Lobo —murmuró con desprecio—. Ciego. Engañado por la falsa lealtad de sus amigos cristianos. Quizás… Quizás equivocamos nuestras alianzas.

Al-Asad seguía sin comprender.

—Pero si no confías en los cristianos, y tampoco en tu yerno… ¿Qué otros aliados…? —El León de Guadix calló de repente. Ahora comprendía. Entendía lo que insinuaba Ibrahim ibn Hamusk. Pero ninguno de los dos se arriesgó a decirlo en voz alta.

—Quiero estar solo. —El señor de Jaén escupió al pasar junto a al-Asad—. Que me traigan vino.

El León de Guadix amagó una inclinación de cabeza y lo siguió con la mirada hasta que desapareció dentro de su pabellón. Después anduvo despacio, con la mirada puesta más allá de las murallas de Córdoba. Se preguntó hasta dónde llevaría a todos aquel pulso frenético entre Mardánish y Hamusk. Entonces, con el rabillo del ojo, vio que el joven mensajero se acercaba a él por su derecha. Al-Asad giró la cabeza y observó al correo. Seguía blanco por el miedo al arranque de ira del señor de Jaén.

—Tú eres a quien llaman León, ¿no, mi señor?

—Así es.

El muchacho metió la mano en su zurrón y sacó un pliego. Al-Asad arrugó el ceño.

—Esta otra carta es solo para ti. La persona que me la entregó me hizo jurarle que Hamusk no la leería. Mi cuello está en juego.

El guerrero sonrió y tomó la segunda misiva.

—¿Qué persona es esa?

—También me hizo prometer que no diría…

El movimiento de al-Asad fue rápido como el relámpago. Antes de que el mensajero pudiera verlo, la daga del León de Guadix presionaba su garganta. Los guardianes se miraron entre sí y dieron la espalda al incidente. El muchacho intentó tragar saliva, pero el filo de hierro le tenía trabada la nuez.

—¿Quién? —repitió al-Asad.

—La umm walad… —La voz salió ronca de la temblorosa boca del correo—. Se enteró de que me alojaba en el alcázar de Murcia de camino hacia aquí. Como soy correo real, tenía derecho…

—¿La umm walad? —El León de Guadix entrecerró los ojos.

—La umm walad Tarub… La madre del noble Gánim. Concubina del rey.

Aquello no tenía mucho sentido, pero era evidente que el mensajero no mentía. La mirada de terror del muchacho anunciaba que perder la vida por un secreto no formaba parte de sus planes inmediatos. Al-Asad se llevó el índice a los labios para ordenarle silencio. Luego retiró la daga de su piel trémula e hizo un gesto con la cabeza que el correo entendió al punto. En un parpadeo estaba tan lejos que no se oían sus pasos al correr.

El León de Guadix se dispuso a leer la segunda carta. ¿Por qué una concubina de Mardánish le escribía? ¿Y por qué Hamusk no podía saber nada? Rompió el sello de cera de abejas. Liso, como correspondía a una esclava que además pretendía ser anónima. Leyó con avidez, espoleado por la curiosidad. Pasó por encima de las cargantes fórmulas de salutación y reconoció el estilo esmerado y florido de las mujeres de harén. Aquella concubina explicaba a al-Asad que había oído hablar de él y que lo admiraba, y le juraba que conocía un secreto que podía servir al León de Guadix para el futuro. Nadie como él, un hombre que solo obedecía a la voluntad viril y a la sana ambición, para ser depositario de aquel misterio. Para saber que Zobeyda bint Hamusk, la favorita del Sharq al-Ándalus, era en realidad una perra infiel y adúltera que copulaba con cristianos. Al-Asad elevó las cejas. La concubina juraba que había visto a aquella meretriz lujuriosa acostada con Armengol de Urgel. Y se quejaba de que semejante corrupta pudiera ser la sayyidat al-qubrá. La reina madre. No había derecho a que su hijo Hilal, que a saber de qué cerdo politeísta descendía, pudiera un día heredar el Sharq al-Ándalus. Y si para que la creyera necesitaba pruebas, ella tenía la definitiva. Una que, en el momento adecuado, serviría para acusar a la favorita y arrebatarle todo lo que poseía sin derecho…

Al-Asad siguió leyendo y sonrió. Ahora quedaba claro por qué la remitente había insistido tanto en que Hamusk no supiera nada de aquello. Tarub no era más que otra víctima de la envidia, pensó. Tal vez confiaba en que el León de Guadix usara ese secreto para derribar a Zobeyda y cerrar el paso a Hilal hasta el trono. Tal vez deseaba que fuera otro, su hijo Gánim, quien heredara el Sharq al-Ándalus. Pero al-Asad usaría esa información según su propia conveniencia, por supuesto.