Las dudas de Utmán
VERANO de 1163
En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso.
Por vestirme de luto me amenazan.
Por mi amado, al que a hierro mataron.
Dios sea clemente con las lágrimas abundantes;
con el llanto por aquellos a quienes dieron muerte sus enemigos.
Las nubes del crepúsculo rieguen su tumba, allá donde se halle,
con la misma generosidad que tenían sus manos.
Estos han sido mis últimos versos, y se los dedico al único que fue capaz de hacerme sentir amada en toda mi vida. Jamás hubo otro, y sé que no lo habrá. Mi corazón, así lo juré, ya nunca pertenecerá a hombre alguno. Y para evitar que mi cuerpo sea forzado por aquel que tiene poder para ello, dejo Granada. Me alejo del lugar donde caza el león para ocultarme en su propia guarida. En Dios pongo mi esperanza. Que Él me proteja.
Así pues marcho a África, donde consagraré mi vida a los demás. Tal vez me permitan enseñar a los más jóvenes a mimar las palabras. De tal modo que esta será la última misiva que nos una, generosa Zobeyda, amiga mía a pesar de que jamás besé tus párpados ni acogí tus manos entre las mías.
Me fue imposible escribirte tras la llegada de tus dos esclavas, Sauda y Zeynab. Con ambas debí viajar a Gibraltar, donde tuvieron lugar hechos luctuosos. Nuestros planes quedaron en nada, como en nada queda el ámbar cuando arde en el pebetero. Humo que flota en la estancia, y acaricia el techo y las telas del dosel. Sauda, ojos como perlas engastadas en almizcle, de parvo seno y bellas caderas… Y Zeynab, cabellera que por su espalda se vertía como rubia cascada. La promesa de su compañía quedó en un resplandor efímero, cual rocío que se desvanece cuando la aurora da paso al día caluroso. Ambas cayeron en manos de Abd al-Mumín, al que Dios confunda. Las pérfidas insidias de los hijos del califa las arrancaron de mi lado y jamás volví a saber de ellas. Ignoro qué será de ambas ahora que aquel que se hacía llamar príncipe de los creyentes —Dios sea loado— ha muerto.
Yo regresé a Granada y mi reclusión se endureció, pues bien has de saber que los ejércitos de tu esposo y señor asediaron durante meses la vieja alcazaba de la villa, donde a la firma de la presente aún me hallo. Desde los muros fui testigo de cómo los odiosos almohades llegaban para derramar ríos de sangre desde la colina Sabica hasta las aguas del Darro.
Tras el desastre sufrido por tu esposo, el rey Lobo, llegó la más áspera y cruel purga que tu mente pueda imaginar. Al día siguiente del triunfo de los fanáticos, Granada entera era un lamento de viudas y huérfanos, y los gritos de sufrimiento por las torturas y las ejecuciones se adueñaron de la ciudad. Todos los judíos convertidos, así como los viejos leales al poder almorávide y los andalusíes descontentos, fueron crucificados vivos en el camino de Málaga, y yo misma partí con la comitiva de sus familias rumbo a su destierro y esclavitud. Pero antes los almohades, a los que Dios hunda en el abismo, obligaron a aquellos desgraciados a ser testigos de la agonía de sus esposos y padres. Todavía hoy esas cruces siguen erguidas junto a las murallas, y los cadáveres, puro hueso descarnado y apenas tendones y pellejos, continúan secándose al sol. Lo mismo que nuestro río Darro, en cuyo cauce fermenta la putridez de la muerte y lo seguirá haciendo durante años. La guerra, Zobeyda, es la peor enfermedad que puede un pueblo padecer. Ojalá nunca la veas a las puertas de tu hogar, ruego a Dios por ello.
Mas no había alcanzado su fin mi sufrimiento: Abú Yafar, aquel que poseía mi corazón, fue prendido y acusado de traición, atormentado en las mazmorras de al-Qasbá al-Hamra y condenado a viajar encadenado a Málaga. Allí fue llevado ante el sayyid Utmán.
En cuanto a mí, fui obligada a acompañar a Abú Yafar hasta Málaga, expulsada de Granada por el odioso Yusuf, que a más de infame y cobarde, trató de forzar mi voluntad y mi cuerpo sin conseguirlo. Junto a una caravana de desheredados y viendo a mi amor arrastrar sus cadenas cada día, llegué hasta Utmán, y él mismo ordenó crucificar a Abú Yafar ante mí un atardecer. En aquella odiosa hora dictó mi libertad para ir a donde gustara. Último arranque de piedad de un corazón desahuciado por Dios, sin duda.
Desde mi regreso de Málaga he vestido las ropas del luto, del mismo modo que haré de aquí en adelante. Ya has leído mis versos: por ello he sido amenazada; tildada de cómplice de los conspiradores, de traidora, de impía. Y para mi desgracia, hace poco que el sayyid Utmán ha regresado a Granada. Sé que está aquí, muy cerca de mí. No he vuelto a ver su cara despierta, pero sí dormida. En mis sueños condena y crucifica a mi amor una y otra vez. Es algo que no puedo soportar.
Anda en boca de todos que el taimado Yusuf fue designado por el califa para la sucesión, aunque me temo que la noticia no ha sido recibida de grado por Utmán. Eso podría desatar un nuevo conflicto que, como el anterior, tendría a Granada en su vórtice. Por lo demás, sé que el perverso Yusuf deseará seguir la labor de su padre y reducir a la sumisión todas las tierras libres de al-Ándalus. Mucho me temo, amiga mía, que las dificultades os seguirán acosando.
Comprenderás, pues, que me retire de este inquietante escenario. Me marcho de Granada, y no sé dónde estableceré mi morada. Solo sé que el único lugar a salvo de las ansias de sangre almohades es el propio corazón de su imperio. Ruego a Dios para que mis enemigos dejen de hostigarme, y para que me conceda una vida tranquila y una muerte pronta, pues sé que cada noche me seguirán visitando como fantasmas los gritos de mi amado, aquellos cuyo eco dejé atrás cuando abandoné Málaga sin siquiera volver la cabeza para verlo clavado en la cruz.
Habitarás mis oraciones y añoraré, aun sin haberlos conocido, el calor de tus abrazos y el sabor de tus besos. Dios te conceda una vida larga y placentera.
Tu amiga Hafsa bint al-Hach
Zobeyda se enjugó las lágrimas con un pañuelo de seda que pronto quedó empapado. Enrolló cuidadosamente la delicada lámina de pergamino en la que la granadina Hafsa le había escrito su última carta, y la introdujo en su recipiente de cuero, traído al Sharq por un mercader almeriense. Uno de los pocos que se sacaba unos dineros extras haciendo de correo, y todavía se atrevía a recorrer las rutas entre los territorios del al-Ándalus libre y aquellos en los que el Tawhid había impuesto su imperio de terror. Adelagia, de pie junto a la favorita, guardaba un tenso silencio. Marjanna sollozaba también, sentada al otro lado de la estancia sobre un escabel. Zobeyda había leído la misiva en voz alta, y la mención de Sauda y Zeynab había desatado las lágrimas de la esclava persa.
—Tal vez estén bien —aventuró la italiana.
Zobeyda golpeó el cilindro de cuero en la palma de su mano y negó con la cabeza.
—Puede que jamás lo sepamos —susurró. Sauda y Zeynab, en poder del califa desde hacía tiempo… Por supuesto. Por eso el hechizo de Maricasca la había llevado, en aquel sueño vívido y extraño, a sentirse abrazada a su esclava. Y no había duda: justo tras aquella entrevista onírica en la que se había rozado la piel blanca con la piel negra en el lecho, el califa había caído enfermo. Y luego muerto. Tal como la misma Zobeyda rogara a Sauda. ¿O no? ¿Sería todo una simple coincidencia? ¿Acaso no se estaría dejando llevar por la imaginación?
Observó el recipiente cilíndrico de nuevo, como si a través de él pudiera ver los trazos suaves y cuidados de la escritura. Lo que Hafsa relataba era el sacrificio de su amor y la pérdida de la libertad. Y además la granadina vaticinaba que aquella sombra negra de muerte y esclavitud seguiría extendiéndose hacia el norte. Hasta cubrir todo el Sharq al-Ándalus. Eran vanas pues las noticias felices llegadas tras la muerte de Abd al-Mumín. El enemigo no cejaba. Simplemente se veía obligado a tomarse un descanso.
Pobre Hafsa, privada de su amor y de su ciudad. Tal vez en pocos años Murcia fuera anegada también por ríos de sangre, y Valencia viera sus caminos ornados por cruces de las que colgarían los insumisos. Un temor creciente se adueñaba de Zobeyda. De repente, la amenaza del norte, la del reforzado casal de Aragón, se tornaba una nimiedad. Ah, ¿de qué había servido todo? ¿Para qué, su adulterio con el ladino conde de Urgel? ¿Para qué, la muerte del noble Álvar Rodríguez? Y por lo demás, ¿dónde quedaba la vieja profecía de Maricasca, aquella que prometía la unión de los reinos por la sangre de su sangre?
Maricasca. Sin duda se había ganado el derecho a salir de su prisión dorada. Zobeyda se levantó y entregó el cilindro de cuero a Adelagia.
—Procura que sea puesto a buen recaudo. Nadie debe saber nada de esto.
La italiana asintió y tomó entre sus mano la funda que contenía el rollo de pergamino. La favorita abandonó su cámara de la Zaydía y anduvo por los corredores, a través del calor pegajoso que ya empezaba a arreciar. Salió al jardín y se cubrió los ojos con la mano. El sol descargaba inexorable sus rayos, como si fuera ajeno a las tinieblas que se cernían desde el mediodía. Zobeyda pensó en lo inútil de que los campos siguieran labrándose, de que los huertos fueran regados y de que las flores recibieran los cuidados de los jardineros. Qué efímero sería en verdad aquel reino de ensueño que junto a su esposo había pretendido crear. Empujó la puerta ante la que otras veces se había presentado temerosa. Irrumpió en el aposento de Maricasca, y la bruja la miró sin sorprenderse, tal que si esperara su visita desde mucho tiempo atrás. La vieja sonrió como de costumbre, mostrando sus feas encías.
—¿Qué desea ahora la morita caprichosa?
—Poca cosa, anciana —respondió Zobeyda, que ni siquiera se había molestado en limpiar su cara tiznada del kohl humedecido por las lágrimas—. En realidad vengo a anunciarte que eres libre. Ordenaré que seas escoltada hasta tu covacha en tierras de Segura. Sabe que me has servido bien…
—Te he servido bien…, ¿pero? —La bruja no renunciaba a su sempiterno tonillo mordaz.
—Pero sigo sin ver de qué modo se cumplirá aquel vaticinio. Lo he intentado. He tratado de unir las sangres de ambos lados, pero nada ocurre. El Sharq al-Ándalus sigue solo. Un poco más, y estará abandonado a su suerte. Todo se hundirá y se pudrirá, como una cosecha agostada por el calor o arrasada por un diluvio. Esa tierra de felicidad y prosperidad… Una utopía más.
Maricasca se encogió de hombros y comenzó, muy lentamente y con crujidos de sus articulaciones, a recoger peroles, bolsitas, ramitas, frascos y hatillos.
—Yo no soy más que la forma en que las almas se comunican entre sí, saltando del futuro al pasado o al contrario, salvando mares, abatiéndose desde las montañas. ¿Quieres un bebedizo para soltar la lascivia de tu amante? ¿Necesitas recomponer un virgo? ¿Tienes un enemigo al que echar mal de ojo? Para todo eso puedes contar con mi sapiencia. Para lo demás soy tan ignorante como tú. Demasiada condena es contar con el don de abrir puertas dentro de peroles.
—¿Condena?
—Condena —repitió Maricasca—. Porque hasta mi propio destino conozco sin siquiera haberlo pedido y a pesar de que intenté evitar ese conocimiento: yo sé que todo lo que dices, morita, es cierto. Todo se morirá y se pudrirá, y mi ciencia y mis dones serán mi perdición cuando ellos lleguen. Ha tiempo que lo sé, y no pretendo huir de ello.
Aquellas palabras terminaron de vencer a Zobeyda. Si la misma bruja Maricasca se resignaba a su destino, era que no había forma de evitarlo. Dejó atrás a la vieja, que preparaba el bagaje para su regreso a Segura. Inspiró con fuerza, pero en lugar del aroma del azahar, una fetidez penetrante, como la de un animal en descomposición, se abrió paso hacia sus pulmones. Nuevas lágrimas asomaron al borde de sus párpados. Aquel hermoso palacio y el reino todo… tenían sus días contados. Y sin embargo, la profecía de Maricasca seguía allí, flotando en el aire desde aquella noche de San Juan en la cueva de la anciana. Si acertaba en lo demás, también en eso lo haría.
¿Por qué no dejarse iluminar por ese rescoldo de esperanza?
Granada
Utmán paseaba por el adarve de la alcazaba Qadima. Lo hacía a zancadas largas y lentas, y arrastraba levemente la pierna herida en Almería. Llevaba las manos enlazadas a la espalda, detrás de aquel largo burnús listado que le cocía de calor. Había dejado crecer su barba, negra y frondosa, hasta colgar por encima del pecho, y dos grandes bolsas se hinchaban bajo sus ojos.
Afirmó las manos en las almenas, reforzadas a órdenes suyas en los años anteriores, para asomarse al borde de la muralla. Su previsión había sido buena aunque innecesaria, pues ni un solo bolaño de piedra había impactado contra los recios muros durante el asedio sufrido el año anterior. Eso le recordó qué proyectiles habían usado los andalusíes de Hamusk: cautivos leales al Tawhid.
El fondo del Darro no mostraba ya despojos humanos, y las orillas habían sido cuidadosamente limpiadas por la población de la medina. Las órdenes habían sido tajantes y los granadinos, atemorizados por la última purga almohade, no habían vacilado en ponerse a la tarea. Pese a todo, el agua del río seguía apestando a muerto y nadie se atrevía a beberla.
Los pasos de un centinela masmuda que hacía la ronda por el adarve con la lanza apoyada en el hombro sacaron al sayyid de su ensimismamiento. Por su mente pasaron de nuevo aquellas tentaciones que lo asediaban desde días atrás. Las mismas que se esforzaba en contener y ahuyentar. Ciertas palabras que, de ser dichas en voz alta, podrían acarrearle la desgracia.
Sedición. Rebeldía. Insumisión.
Utmán devolvió con un gruñido el saludo que el masmuda le dedicó al cruzarse con él, y su vista se dirigió ahora a poniente, al camino que serpenteaba más allá del recinto amurallado de Granada y se perdía rumbo a Málaga. A la fila interminable de cruces todavía clavadas en los filos de la senda, ocupadas por cuerpos descompuestos cuyos miembros, tan solo sujetos con jirones de piel apergaminada, se caían de cuando en cuando y tenían que ser apartados del camino por los viajantes y pastores. El camino de Málaga, por el que él mismo había regresado a Granada después de la infame farsa del año anterior, cuando su odiado hermano Yusuf se alzó con un triunfo teatralmente regalado por el almirante supremo Sulaymán. Ambos se habían permitido burlarse de él. Sulaymán, además, era el culpable de la derrota de Utmán en aquella desastrosa batalla a la que todos, no sabía por qué, llamaban del Prado del Sueño. Pero no tenía forma de demostrarlo. Él mismo había ordenado destruir la misiva del almirante siguiendo sus instrucciones y, a continuación, había caído en la trampa del maldito Hamusk. Una matanza que parecía diseñada al detalle. Y el hecho de ser el único superviviente de la batalla lo escamaba aún más… Y peor que lo de Sulaymán era lo de Yusuf.
La muerte del califa en primavera los había sumido a todos en el dolor… ¿O no? Utmán en persona cruzó el Estrecho para asistir a los funerales, aunque partió de regreso enseguida, temeroso de que la ausencia de los sayyides y jeques más importantes atrajera de nuevo las ansias de conquista de andalusíes o cristianos. Luego llegó la orden desde Marrakech: en la jutbá de los viernes, el nombre de Yusuf sustituiría al del difunto califa Abd al-Mumín en todas las mezquitas. Aquello mismo era lo que en su día sospechó Utmán en la excelsa reunión del Yábal al-Fath, cuando el pusilánime de su hermano tomó el lugar preferente junto al califa.
Así pues, no cabía duda alguna: Yusuf había sido designado heredero de todo el imperio almohade en perjuicio del hermano mayor, Muhammad. Hasta Utmán, además, había llegado recientemente la noticia de que el primogénito había empezado a actuar como nuevo califa en cuanto Abd al-Mumín fue sepultado, pero Abú Hafs había ordenado su detención y encarcelamiento. Era la prueba definitiva, y se veía bien claro quiénes eran los artífices de semejante plan.
Utmán apretó los puños. Sabía que Muhammad no merecía la dignidad de ser el segundo califa del imperio almohade, pues adolecía de innumerables vicios, pero ¿Yusuf? Yusuf era todavía peor. No solo se dejaba dominar por el hermanastro de ambos, Abú Hafs, y por los poderosos Umar Intí y Sulaymán. Además era un cobarde probado, tal como se había visto cada vez que se había enfrentado al enemigo. En cambio él, Utmán, era corajudo y eficaz. Amado y respetado por sus hombres, que siempre lo veían luchar en vanguardia. Sus heridas en combate, especialmente aquella horrible cicatriz en la pierna, recuerdo de Almería, lo demostraban.
En fin, no había más que encajar las piezas. Todo formaba parte del mismo pérfido plan. Desde la engañosa carta de Sulaymán hasta la confesión de culpabilidad de Abú Yafar. Como si los prebostes almohades, junto al propio Yusuf, se hubieran empeñado en quitar de en medio a Utmán, en demostrar a todo el mundo su incapacidad. Que sus enemigos no le temían y sus allegados no le respetaban. ¿Quién había quedado como el derrotado por el Mochico, el engañado por sus consejeros, el burlado por su amante? ¡Él! ¡Quien menos lo merecía! Y eso no era noble. El Mahdi no lo habría tolerado jamás. De hecho, la doctrina de al-Ghazalí, el maestro espiritual de Ibn Tumart, lo dejaba bien claro: solo la ley o la herencia legitimaban al soberano. En caso contrario, el súbdito tenía no solo el derecho, sino ¡el deber! de desobedecer y derrocar al tirano.
Bien. Abú Hafs y los jeques podían, si así lo deseaban, encontrar la razón para apartar a Muhammad de la sucesión. Pero según esas mismas normas, ¿debía Utmán, un hombre puro y de incuestionable fidelidad al Tawhid, dejarse dominar por la perfidia de aquel grupo de cuervos? ¿No sería más justo oponerse a sus planes de usar a Yusuf como un títere, sin duda para ser colmados de honor y riqueza? Ah, en qué estaba quedando el legado del califa Abd al-Mumín…
El sayyid se detuvo de nuevo y se asomó al vacío. Miraba hacia el interior del recinto fortificado de la alcazaba Qadima. ¡Qué aspecto tan doliente y abandonado! Casi todos los funcionarios habían viajado a Sevilla para ser controlados de cerca, y su propio consejero Ibn Tufayl formaba ahora parte del séquito de consejeros de Yusuf. Su vista se desvió hacia uno de los edificios nobles del recinto, a la munya que hasta una semana antes ocupaba su amada Hafsa.
—En qué mala hora… —empezó a susurrar, aunque calló a mitad de frase. Se arrepentía de haberle dado la libertad allá en Málaga, ante el aún vivo Abú Yafar y junto a la cruz en la que este iba a ser ejecutado. Pero ¿qué podía hacer? Conocer su engaño había sido como recibir mil puñaladas. Mucho peor que saber que el poeta y consejero Abú Yafar era el máximo dirigente de la conspiración para entregar Granada a los andalusíes del rey Lobo. No, no había nada que el sayyid pudiera hacer, más que crucificar al uno y repudiar a la otra. Era lo mínimo que se esperaba de él. Aunque en su fuero interno, la muerte de Abú Yafar era su venganza personal por robarle el corazón de Hafsa… si es que el corazón de Hafsa había sido realmente suyo en algún momento.
Unos días después. Agmat
Abú Hafs no sonreía con los labios. Como siempre, los mantenía apretados hasta convertirlos en una finísima línea que cruzaba su rostro casi negro. Pero en sus ojos enrojecidos se adivinaba una expresión de burla.
Se hallaba a la sombra de un enorme palio sujeto por varios esclavos, y junto a él también sonreía el almirante supremo Sulaymán; y este lo hacía abiertamente. A su alrededor, un anillo de Ábid al-Majzén se ocupaba de mantener alejados a los curiosos, y más allá del círculo de seguridad, rodeado de más guardias negros que apartaban sin miramientos a la multitud, se lucía un eufórico Yusuf.
Era domingo, día de mercado en Agmat, y la corte almohade, a excepción del anciano Umar Intí, se encontraba allí por orden expresa del nuevo príncipe nobilísimo. Ese era el título oficial de Yusuf. Nadie podía referirse a él todavía como califa ni como príncipe de los creyentes. La decisión la habían tomado los tres jerarcas almohades por unanimidad y para alejar los recelos del pueblo, que aún no entendía por qué se había privado de la sucesión al primogénito de Abd al-Mumín, Muhammad. El supuesto heredero, que durante varios días estuvo convencido de que era el líder del poderoso imperio de su padre, fue derrocado y encarcelado antes de que pudiera darse cuenta. Ahora tocaba esperar. Yusuf debía ser jurado por todos los jeques almohades, y eso requería convencerlos. No sería tarea fácil.
Agmat. Toda la ciudad era un zoco. Solo el sacrificio de animales para alimentar a mercaderes y clientes constituía causa de prosperidad para la villa. Hasta allí llegaban los comerciantes desde el país de los negros, al frente de caravanas repletas de esclavos. De estos, los niños más jóvenes y sanos serían escogidos por los funcionarios del gobierno para entrar a formar parte de la guardia negra del Majzén. Serían educados en la más estricta obediencia, en la ciega confianza en el califa y en la obligación de dar la vida por él. Los mayores expertos, casi todos guardias negros como ellos, los entrenarían desde infantes en las artes del combate, y su vida transcurriría sin otra obligación que la de entregarla por su líder, solo sujetos a la disciplina del adiestramiento con las armas o sin ellas. Gozando de las más bellas esclavas negras, compradas exclusivamente para el disfrute de ese cuerpo de élite. Nada de trabajos, nada de familia. Los secretarios ya corrían entre los puestos de venta de esclavos con los escribanos y tesoreros tras ellos. Los niños negros, recién capturados en las profundas selvas del sur, lloraban y moqueaban tras las vallas, separados de sus padres y sin entender qué hacían allí, en aquel lejano y polvoriento país, examinados como ganado por individuos de largos burnús que se intercambiaban monedas cuadradas y se los llevaban sujetos con argollas.
Pero Yusuf no se ocupaba ahora de escoger a los futuros guardianes de los califas almohades. En lugar de eso, acompañado por su nuevo consejero andalusí Ibn Tufayl, paseaba entre otros puestos de esclavos más alejados, en los que mercaderes llegados de levante y del norte vendían muchachas blancas. Cristianas capturadas en al-Ándalus por las tropas almohades o raptadas en Sicilia o en Italia por los piratas para ser vendidas en las costas de Ifriqiyya. En Agmat confluían las rutas antes de partir para la cercana Marrakech, y por eso las caravanas de Siyilmasa, Fez o Tremecén eran esperadas allí por los compradores avispados. Sin embargo, ese día la preferencia era, por supuesto, del príncipe nobilísimo. Los vendedores se inclinaban ante él, mostraban a las más bellas cautivas y le hablaban de la suavidad de sus pieles, de la claridad de sus ojos o de la estrechez de sus cinturas. Yusuf parecía no hacerles mucho caso. En lugar de ello se pasaba la lengua por los labios y buscaba por sí mismo, fijándose en todas aquellas de cabello rubio. El mismo Ibn Tufayl le avisaba al vislumbrar entre el ganado humano a alguna mujer del norte. Cuando eso ocurría, Yusuf ordenaba al mercader que trajera a la esclava y comprobaba si era de su gusto: la obligaba a levantarse y palpaba sin miramientos su cuerpo para comprobar la robustez de sus piernas, la firmeza de sus nalgas o la dureza de sus pechos. Ante cualquier desaire, la esclava era reprendida, aunque los tratantes se guardaban mucho de golpearla para no estropear la mercancía.
—Tiene debilidad por las rubias, como su padre —comentó Sulaymán.
—Por eso nos ha hecho venir aquí. —Abú Hafs apenas separó los labios al hablar—. Lo mismo que hacía Abd al-Mumín. Y es posible que se vea aquejado por sus mismas… apetencias.
Sulaymán observó de reojo y con gesto extrañado al sayyid más poderoso de todo el imperio almohade, que ahora además ostentaba el aparatoso título de visir omnipotente. Abú Hafs había sido el último confidente del califa, ya en su lecho de muerte. Él aseguraba ser depositario de las postreras voluntades de Abd al-Mumín, y una de esas voluntades, inmediata al deseo de que Yusuf fuera el sucesor, era que Abú Hafs ostentara la segunda magistratura del imperio. ¿Alguien se había atrevido a dudar de las últimas palabras del califa? Nadie, por supuesto. Abú Hafs estiró todavía más la línea rosada de su boca en algo que debía ser interpretado como una de sus inusuales sonrisas.
—Las… apetencias del difunto califa —repitió Sulaymán sin atreverse a parecer curioso. Hasta a él llegaba a intimidar la presencia del hijastro de Abd al-Mumín, y temía despertar su recelo. Abú Hafs elevó las cejas de forma casi imperceptible y continuó:
—Abd al-Mumín, que a la derecha de Dios sea guardado, gozaba siempre igual de sus concubinas, fueran rubias, como era su gusto, o de cualquier otra apariencia. ¿Lo sabías?
—Jamás me interesé por ello.
—E hiciste bien, noble Sulaymán. —La febril mirada del sayyid se clavó por un momento en la del almirante supremo—. Es propio de los grandes hombres tener grandes virtudes, pero también grandes vicios. Y aunque nuestro ya ausente califa rozaba la santidad, era humano, como el mismo Mahdi. Y Satanás acecha y encuentra siempre ese pequeño resquicio por el que mancillar las almas nobles, como la de Abd al-Mumín… ¿Sabías que nuestro buen califa murió por ayuntarse con una esclava negra?
Sulaymán no ocultó su gesto de sorpresa. Luego miró a su alrededor para asegurarse de que nadie más oía su conversación.
—No creo que sea preciso que yo sepa…
—Es preciso, puesto que debemos aprender de nuestros errores. Fíjate en él. —Abú Hafs señaló a Yusuf, rodeado por guardias del Majzén mientras caminaba entre los cercados de esclavos—. Su padre era mucho más astuto, y aun así cayó por su lujuria. ¿Cuánto más estará él expuesto a esa flaqueza? Debemos proteger su vida, pues mientras gobierne, nuestra posición será inmejorable.
El almirante supremo se secó el sudor con la manga del burnús y carraspeó incómodo.
—No te entiendo, querido Abú Hafs. Abd al-Mumín cayó al río Nafis desde su caballo, y eso le provocó la enfermedad. Dios, en su sabiduría, quiso atraerlo a su lado. Y escogió ese camino.
El visir omnipotente volvió a observar al almirante con uno de aquellos gestos que helaban la sangre. La burla estaba pintada en las gruesas venas que cruzaban el blanco de sus ojos.
—Abd al-Mumín fue envenenado por una de sus esclavas de la forma más infamante que puedas imaginar, apreciado Sulaymán. Que Dios me perdone por lo que te voy a decir, pero nuestro buen califa holgó con una de sus concubinas y a continuación recorrió el campamento medio desnudo y con su miembro convertido en una pústula. Ese fue el origen de su enfermedad; lo que le hizo perder la conciencia y caerse del caballo. ¿No te parece ridículo?
—Con su… Con el… ¿Convertido en una pústula?
—La negra murió aún antes que él, supurando de sus asquerosas entrañas un brebaje de hechicera. En sus aposentos se hallaron hierbas, amuletos y hasta serpientes. Los médicos del califa dijeron que la esclava se había untado un poderoso veneno en ese engendro monstruoso que las mujeres esconden entre sus piernas y que Dios, en su enigmática sabiduría, ha puesto al alcance de los hombres para probar su impiedad.
Sulaymán no salía de su asombro.
—Pero… Eso no puede ser…
—Claro que no. No puede ser. Pero fue. Y nadie debe saberlo. El califa Abd al-Mumín fue un digno sucesor del Mahdi. Un hombre puro y un fiel seguidor del Tawhid. Y para mantener ese sucio secreto oculto, di orden de ejecutar a todos los médicos, sirvientes y soldados que acompañaban al califa en aquel infausto viaje. Tras interrogarlos, por supuesto, y asegurarme de que nadie más sabía nada incómodo.
—Es comprensible, pero —el almirante supremo no pudo evitar un estremecimiento de miedo— si esto ha de quedar en secreto, ¿por qué me lo cuentas a mí?
Abú Hafs, que hablaba en voz muy baja, acercó su boca al oído de Sulaymán.
—Mi total confianza es solo para con el gran jeque Umar Intí y para contigo. Sobre todo para contigo. El gran jeque es ya muy anciano y no debemos importunarlo con estas nimiedades. Nosotros dos somos los únicos que sabemos que semejante infamia fue la que terminó con la vida de mi padrastro Abd al-Mumín. Y el secreto debe acompañarnos a la tumba. Pero temo por Yusuf. Del difunto califa ha heredado su viciosa atracción hacia las mujeres. Su enfermiza obsesión por las infieles rubias es la prueba. Fíjate bien en él. Mira cómo la lujuria guía sus actos. En lugar de viajar por el imperio para afirmar su majestad ante los súbditos, cosa que ahora necesita más que nada, se dedica a comprar esclavas de pelo amarillo a fin de poseerlas en el lecho. Lo que fue la perdición de su padre puede convertirse también en la suya, y debemos evitarlo. Por eso te lo he contado, porque tú eres, de nosotros tres, el más cercano a él.
—Bien, es cierto… —asintió Sulaymán—. Nuestra campaña en al-Ándalus nos acercó, y Yusuf confía en mí. Pero no sé cómo podría yo evitar que él meta en su lecho a toda rubia que le plazca.
—No te pido que lo evites, pero te sugiero que te tomes esta misión muy en serio. Usa de todo tu poder y procura que las concubinas del nuevo príncipe de los creyentes estén vigiladas. Sobre todo desconfía de las que le sean regaladas. Tengo algo más que contarte. Algo muy importante que te permitirá comprender la razón:
»Cuando mis hombres torturaron a los acompañantes del califa en su infausto viaje, una de las esclavas, una rubia precisamente, confesó algo que me resultó muy curioso. La mujer era una eslava a la que el califa había recibido como regalo de parte de Utmán. La esclava pertenecía antes a esa puta granadina, la tal Hafsa.
—Sí, lo recuerdo. Utmán regaló a esa mujer al califa en la reunión del Yábal al-Fath. Y Hafsa le regaló a su otra esclava, una negra muy hermosa… —Sulaymán calló un momento y se dio cuenta de la coincidencia—. Esa negra ¿no sería la que…?
—Exacto. La esclava negra que antes perteneció a la granadina Hafsa fue la que se sirvió de la lujuria de nuestro califa y preparó la celada para matarlo. Ambas, la negra y la eslava, habían llegado a Granada muy poco tiempo antes de ser donadas en el Yábal al-Fath. Pero Hafsa no es en realidad el origen de semejante perfidia. ¿Sabes quién era su anterior dueña? ¿Sabes de dónde procedían esas dos putas del infierno?
Sulaymán entornó los ojos e intentó cavilar, pero le faltaban datos. Por un momento había pensado que la propia Hafsa era la artífice del plan, la que había urdido aquella asquerosa traición al califa; pero ahora entraba en juego alguien más.
—¿De dónde venían? ¿Quién era su dueña?
—Zobeyda, hija de Hamusk, el lugarteniente del rey Lobo.
El almirante supremo dejó caer su mandíbula. Era la primera vez que oía el nombre de aquella mujer, pero tenía muy presente el del señor de Jaén, con quien ya había mantenido oscuros y lejanos tratos.
—¿Estás seguro?
—La esclava rubia lo juró mientras le arrancábamos las uñas, y siguió jurándolo cuando, enterrada hasta la cintura, estaba a punto de arder viva, e incluso mientras su piel se ennegrecía devorada por las llamas. La tal Zobeyda las había entregado a Hafsa con la misión de infiltrarse en la corte de Utmán y matarlo, pero el destino les deparó un lugar aún más alto: la propia cama de Abd al-Mumín.
Sulaymán pensaba a toda velocidad. Ahora encadenaba hechos y se daba cuenta de cuánto había subestimado a sus enemigos. ¿Habría algún otro punto oscuro?
—¿Sabemos con seguridad que Utmán no tuvo nada que ver?
Abú Hafs no varió su gesto de maníaco, pero negó con la cabeza.
—Utmán es mucho más piadoso que Yusuf, y siempre fue un ferviente seguidor de su padre. Jamás habría sido capaz de planear algo así. Él fue engañado, como nosotros. Aunque sí es bien cierto que por su culpa, por su absurda fascinación por esa Hafsa, las dos zorras esclavas de los andalusíes pudieron llevar a cabo su felonía. Eso nos favorece, sin embargo.
—Ahora sí que no te entiendo, Abú Hafs.
—Utmán no aceptará de grado que su hermano Yusuf sea el nuevo califa. Pero algún día tendremos que empezar a llamarlo así. Cuando llegue ese momento, este error imperdonable de Utmán nos servirá para convencerle. Es más: en caso de que se muestre demasiado intransigente, podemos incluso acusarle de haber tomado parte en la conspiración.
—O amenazarle con ir a por Hafsa.
—Cierto, bien pensado. Y mucho más eficaz… —aceptó Abú Hafs, y palmeó la espalda del almirante supremo—. Afortunadamente, no he dado orden de acabar con esa zorra granadina… Viva nos servirá mejor que muerta.
Sulaymán inspiró con fuerza los olores mezclados de especias, de carne asada, de bosta de ganado y del sudor de miles de cuerpos que regateaban a voces, que compraban o vendían o eran comprados o vendidos en el zoco de Agmat.
—¿Cuándo haremos de él un verdadero califa? —El almirante supremo señaló con un movimiento de cabeza a Yusuf.
—Paciencia, buen amigo. Paciencia. Cuando se canse de magrear a esas rubias infieles, lo convenceré para que inicie un largo viaje por sus territorios africanos. Nuestra presencia hará que, de grado o por la fuerza, todos los súbditos de Abd al-Mumín vean en Yusuf a su sucesor. Mientras tanto, el buen hacer de Utmán mantendrá nuestros dominios a salvo en la Península de al-Ándalus. Y cuando la autoridad del nuevo príncipe nobilísimo no sea cuestionada a este lado del Estrecho, pasaremos a la otra orilla y requeriremos de Utmán la total sumisión a su hermano como indiscutible califa almohade. Y después, nuestra ira se volverá de nuevo contra los infieles, sobre todo contra ese maldito demonio Lobo. Yo mismo me encargaré de ello.