Una fiesta en la alameda
FINAL de la primavera de 1163. Valencia
En un intento por vencer el abatimiento del alma del rey Lobo, que se arrastraba desde hacía casi un año, Zobeyda organizó una estupenda fiesta a orillas del Turia para celebrar el Mihrayán. Invitó a toda la nobleza andalusí de Valencia, y también a los cristianos y judíos, sobre todo prestamistas y mercaderes pisanos y genoveses, así como a los embajadores del rey Sancho de Navarra, que se hallaban en la ciudad para interesarse por los volúmenes que se guardaban en las bibliotecas.
A falta de Abú Amir, que aún se hallaba en Murcia recorriendo tabernas, mezquitas y baños, y recogiendo confidencias y comentarios capturados al vuelo en los rincones, Zobeyda había tomado la responsabilidad de organizar la fiesta de la entrada del verano. Incluso había invitado a Maricasca al recordar que una de sus visitas a la cueva en tierras de Segura había coincidido precisamente con aquella celebración, y con las hogueras que los cristianos encendían por la noche para quemar en ellas los malos recuerdos. Maricasca se negó a acudir, por supuesto, y Zobeyda sintió no poco alivio, pues habría sido difícil de soportar su desagradable presencia entre tanta elegancia y belleza como la que la favorita pretendía mostrar en aquel Mihrayán.
El lugar escogido fue la alameda que bordeaba el Turia por su orilla izquierda, justo entre el río y el arrabal de al-Yadida. Guerreros andalusíes con ropas de lujo se mostraban firmes e impertérritos, con las puntas doradas de sus lanzas señalando al cielo y un tiraz brocado en plata en cada una de sus lorigas. Todos bordados con la misma leyenda, aquella que la favorita se empeñaba en recordar a todos aunque bien parecía que nada de eso existía ya; o si existía aún, sería por poco tiempo: al-yumn wal Iqbal.
La felicidad y la prosperidad.
Zobeyda había dispuesto a los soldados, los más fuertes y apuestos de lo que quedaba del ejército de Valencia, alrededor de la alameda, en un espacio amplio y dividido en tres partes: una, la que permitía el paseo bajo los árboles, que además invitaba a los amantes a esconderse entre la vegetación que la primavera había vuelto frondosa para abandonarse a los placeres del vino y de la carne; otra, en la explanada inmediata, sobre la que se habían dispuesto tablados para las actuaciones de volatineros, ilusionistas, juglares cristianos, danzarinas musulmanas y cómicos de toda procedencia, y en la que Zobeyda pretendía mostrar duelos con armas romas entre soldados católicos y mahometanos; y un tercer espacio destinado al banquete, con una larguísima mesa sobre caballetes de madera fijados al suelo, y con una legión de escanciadores y sirvientes que la recorrían llevando capones, salchichas, albóndigas, buñuelos y galletas, y llenando las copas de cristal, plata y oro de vino aromático, jarabe de dátiles y refrescos de limón.
Durante toda la mañana habían disfrutado del juego del yawgán y, sobre todo, de alardes en los que valerosos jinetes libraban carreras y demostraban su habilidad con los arcos y las lanzas. Incluso el joven príncipe Hilal había hecho las delicias de todos mientras, armado a la manera andalusí, guiaba a su corcel en un recorrido de obstáculos rematado por varias dianas montadas sobre toneles de paja que el muchacho, con mano casi firme, había asaeteado desde la silla de montar. Luego llegaron las luchas a mano desnuda y los duelos simulados, con un público más atento a las apuestas de los mercenarios que al resultado de los combates, pues más de una vez tuvo que intervenir la guardia para evitar reyertas entre guerreros pasados de licor. Después el jolgorio se generalizó con las representaciones, todas cómicas, y con las atracciones servidas por titiriteros llegados desde Alcira, Játiva y Murbíter, e incluso procedentes del norte y de las tierras castellanas cercanas al Sharq al-Ándalus. A las canciones y danzas populares se unieron antes del banquete muchos valencianos, y formaron corros en los que la gente se cogía de las manos, como harían después, al caer la noche, alrededor de las hogueras. Espantaban así el miedo a aquella sombra negra que se aproximaba desde el mediodía, la que hacía que en cada corazón se guardara —a pesar de las risas, la música y los vapores del nabid— una angustia que se atragantaba y obligaba a todos, cuando pensaban que nadie miraba, a dirigir su vista al sur, por donde un día quizá no muy lejano aparecerían las hordas africanas.
Mardánish, por su parte, reposaba sobre un trono de caoba adornado con pedrería. Zobeyda lo había hecho colocar en un lugar de honor para luego ser transportado a la cabecera de la gran mesa de banquetes. El rey, con la piel del gran lobo negro colgada del sitial, parecía ausente a pesar de los desvelos de su favorita, y ni siquiera las hazañas de su hijo fueron capaces de arrancarle una expresión de júbilo. De todos, era él quien más volvía la cabeza hacia el sur.
Y así, cuando los estómagos andaban ya llenos y los comensales se dejaban caer a las sombras de los álamos y los naranjos, un caballero atravesó el puente de tablas que unía la ciudad con la explanada de los festejos. Tanto Zobeyda, que repartía órdenes a sirvientes, como Mardánish, indolente en su sitial, se asombraron al ver que el jinete era Abú Amir. Los guardias engalanados se hicieron a un lado y el consejero tiró de las riendas para refrenar al caballo, levantando una nube de polvo que cayó sobre las vajillas vacías, las copas mediadas y los restos de pitanza. La gente, sorprendida, se acercó con prisa. Importantes debían de ser las noticias que llevaba Abú Amir cuando irrumpía así en el lugar.
—No he consentido en viajar en palanquín —empezó a hablar el poeta con la rodilla puesta en tierra ante su señor—. Dos han sido los caballos que he reventado desde Murcia, que Dios me perdone si está en su ánimo. Traigo nuevas que debes conocer. Nuevas de África. Nuevas del califa.
El rey Lobo se separó de su sitial, tomó al consejero de los hombros y le obligó a alzarse. Abú Amir llevaba la cara sucia de polvo del camino, y el sudor humedecía su piel y sus ropas. Ambos hombres se miraron a los ojos.
—Habla, por favor —pidió Mardánish con el semblante desencajado.
—Durante meses, el califa Abd al-Mumín ha preparado en Rabat el mayor ejército que ha visto nuestro tiempo. —Abú Amir lo dijo serio, con el gesto neutro, alzando la voz para ser escuchado por todos los que ya iban formando corro alrededor del rey—. ¡En el nombre de Dios e invocando a la yihad, las cabilas del Magreb, del Sus y de Ifriqiyya fueron convocadas! Más de dos centenares de naves se construyeron en los puertos almohades, y se dice que las montañas de trigo y cebada para las caballerías eran tan grandes como los mismísimos montes Atlas. Columnas de humo negro que podían verse desde Sevilla se alzaban de los fuegos en los que los herreros masmudas forjaban espadas, puntas de lanzas y flechas, yelmos y lorigas. ¡Diez miríadas de jinetes dicen que reunió el príncipe de los creyentes, y a más de cien mil peones armó para la invasión de al-Ándalus!
Abú Amir se fijó en las caras pálidas de todos, en sus labios apretados. Observó a su alrededor mientras hacía una pausa y calibraba el efecto que causaban sus palabras. Más invitados a la fiesta, hasta hacía unos momentos tumbados a la sombra de los árboles o en las orillas del Turia, llegaron atraídos por la voz siempre bien modulada y atractiva del consejero. Volvió a mirar al rey Lobo y esta vez extendió los brazos a ambos lados para reafirmar la magnitud del ejército almohade.
—Quienes vieron estas maravillas cuentan que el califa, convencido de que sus fuerzas se aprestaban ya para la batalla, viajó al sepulcro del Mahdi, Ibn Tumart, para conmemorar su muerte y buscar la inspiración que necesitaba en la titánica misión que Dios le encomendaba.
»Y siendo la estación del frío, mientras vadeaba un río que baja desde las montañas africanas, el califa cayó de su montura y se hundió en la corriente, y tuvo que ser rescatado de la profundidad gélida.
Un punto de esperanza brilló en los ojos de Mardánish. Entornó ligeramente los párpados y se fijó en la expresión de su favorita, pero Abú Amir seguía hablando, y hacía resonar su voz en medio de un silencio sobrecogedor solo roto por el susurro del Turia.
—El viejo Abd al-Mumín fue llevado de vuelta a Marrakech, donde siguió dictando sus órdenes a los jeques y sayyides. A tal fin, todos ellos fueron convocados a África. Y abandonaron Sevilla, Córdoba y Granada, y las tropas y pertrechos se congregaron en Rabat. Hacían temblar el suelo bajo sus pies y rompían el aire con el sonido atronador de sus tambores de guerra. Al-Ándalus ha aguantado la respiración. Ha esperado a ver cómo desde el otro lado del Estrecho, guiadas por el califa, las hordas almohades se abalanzaban sobre la Península. Adiós a la libertad. Adiós a la prosperidad. Adiós a la felicidad…
Zobeyda, incapaz de aguantar más, se cubrió la cabeza con ambas manos. Mardánish esperó firme el remate del discurso de Abú Amir. Este hizo una pausa más y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo; luego echó atrás la cabeza y tomó aire. Su grito salió limpio y llegó a todos.
—¡¡El califa ha muerto!! ¡¡Su ejército se ha disuelto!! —Y, al igual que Mardánish le había aferrado por los hombros unos instantes antes, así hizo ahora Abú Amir con su rey—. ¡¡El peligro ha pasado!!
El rey Lobo sintió que un tremendo peso desaparecía de su espalda. Se agarró a las manos de su consejero al notar un temblor en las piernas y buscó el apoyo de Abú Amir. Este ya sonreía, pasado el momento de temor que había conseguido propagar por la explanada. Todos gritaban, se abrazaban y se felicitaban. Zobeyda se dejó caer en una de las sillas y arrancó a llorar.
Los soldados cerraban un círculo a discreta distancia, y Abú Amir y su rey departían abajo, ocultos de la vista de todos por el terraplén de la orilla y la densa vegetación que el agua del río alimentaba. Mardánish había conseguido por fin relajarse y acompasar su respiración. De repente sentía hambre y sed, y un deseo loco de gustar todos los placeres de la vida. Pero debía imponerse la cordura.
—Todo no puede ser tan hermoso —le decía a su consejero—. La muerte de un hombre no significa tanto. No es posible.
—En realidad sí. —Abú Amir hablaba sin quitar ojo de la saltarina corriente del Turia—. Todo el poder almohade converge y emana de la figura del califa. Y debes tener en cuenta que Abd al-Mumín ha sido el primero; el único sucesor que el Mahdi ha tenido hasta ahora. Se abre un nuevo camino, pero su misma incertidumbre nos beneficia.
—No sería lógico… —El rey Lobo negaba con la cabeza. Se resistía a abandonarse a la despreocupación—. Reunir semejante ejército, construir esos puertos, y toda la flota… Armas, provisiones, animales… Para nada. No. No sería lógico.
—Y sin embargo las tropas se han desmovilizado. Las confidencias que he recibido, algunas de ellas ciertamente caras, así lo confirman. Hace cosa de un mes, el califa murió al fin en Rabat. Sus hijos estaban con él, pues como te he contado, llevaba enfermo desde el invierno. En cuanto murió, su primogénito Muhammad empezó a actuar como heredero, pero se ha encontrado con la oposición de sus hermanos. Sobre todo de Abú Hafs, hijastro del difunto califa.
—Ah… —Mardánish sí sonrió más aliviado ahora. Rencillas familiares. Rivalidades por la sucesión. Conocía el asunto, pues él mismo había accedido al trono del Sharq en medio de grandes turbulencias creadas por quienes se creían con derechos de sangre a reinar—. Eso me agrada. Así pues, lucharán entre ellos por quedarse con el imperio almohade.
—No exactamente. Se dice que, de hecho, el califa ha mantenido como un secreto la elección de su heredero, pero hay un detalle muy importante que mis agentes han sabido ver: el último viernes antes de su muerte, en todos los sermones se ignoró el nombre de Muhammad, y junto al del califa… se invocó el de Yusuf, su segundo hijo.
—¡Pero eso es extraordinario! —se alegró Mardánish—. ¡Yo he luchado contra Yusuf y le he vencido! ¡Es un incapaz! ¡Bajo su mando, el imperio almohade se resquebrajará y caerá!
Abú Amir detuvo la euforia que se desataba en su rey. Alzaba ambas manos abiertas para pedir prudencia.
—Tanto Abú Hafs como los dos jeques más importantes, Sulaymán y Umar Intí, apoyan la sucesión de Yusuf. Ellos son quienes en verdad le han aupado hasta esa posición en detrimento de su hermano mayor. Mis informantes están seguros, aunque Yusuf no ha sido nombrado oficialmente califa. Debes darte cuenta de que los más poderosos caudillos almohades están detrás de esta maniobra. Puede que sea Yusuf quien llegue a lucir algún día el título de príncipe de los creyentes, pero serán ellos, sus jeques y su hermanastro Abú Hafs, quienes gobiernen en realidad. Y eso no nos beneficia.
El gesto de Mardánish se agrió. El almirante supremo Sulaymán… Ese puerco era quien había diseñado la estrategia para retomar Granada. Él era el culpable de las muertes de Álvar el Calvo y de Óbayd, así como de una buena parte de su ejército.
—Sulaymán… —repitió en un susurro.
—Y se dice que Sulaymán, así como el gran jeque Umar Intí, no son más que novicios al lado de Abú Hafs. Su mente ambiciosa, ávida de sangre y poder, es la que ha guiado al califa estos últimos años. Abú Hafs jamás podría heredar el título de califa, pues no es hijo directo de Abd al-Mumín, pero su influencia ha sido decisiva. Además, él estaba al mando de ese monstruoso ejército cuando sobrevino la muerte del califa. Ha aprovechado el momento como un verdadero maestro. Deberás cuidarte de Abú Hafs.
—¿Y Utmán? ¿Qué pasa con él?
Abú Amir se encogió de hombros.
—Regresó a la Península cuando su padre murió. Lo último que sé es que se hallaba camino de Granada. Por lo visto, él no ha participado en el asunto de la sucesión.
Mardánish se dio la vuelta. A unas cuantas varas, fuera del círculo de seguridad cubierto por los guardias andalusíes, el follaje temblaba y se oían susurros alargados. Y por toda la ribera, la vegetación daba paso a colores apenas vislumbrados. Sayas desvestidas con precipitación, pieles sudorosas, risas entrecortadas… El vino, el calor del sol y la alegría de las noticias recientes hacían su trabajo. Abú Amir también se daba cuenta, y casi podía sentir cómo la felicidad regresaba a su corazón. Incluso con todos los obstáculos que aún entorpecían el camino, el destino les ofrecía un respiro. Estaba deseando unirse a la alegría de los valencianos. Apurar el trago que le regalaba el tiempo:
¡Ah, amigos míos, ardo por tener la copa en mis manos
y respirar el perfume de las violetas y el mirto!
Vayamos a entregarnos a los placeres,
prestemos oído a los cantos
y ocultemos este día huyendo de las miradas indiscretas.
Pero Mardánish, por muy tentado que se sintiese, no podía dejarse llevar por esa misma despreocupación. Había detalles a los que atender.
—¿Qué ocurre con mi pueblo? ¿Has escuchado su voz?
—Así lo he hecho —asintió Abú Amir—. En estos momentos, la nueva de la muerte de Abd al-Mumín ya corre de boca en boca desde el sur. Al igual que ocurre aquí —el consejero señaló con un movimiento de cabeza a las parejas que se amaban, ocultas tras las masas de lujuriosa vegetación—, por todo el Sharq regresa la esperanza. Pero antes de eso las voces empezaban a clamar contra ti. En Guadix se te culpa de lo ocurrido en Granada. Se dice que fuiste un imprudente por dividir tu ejército.
—Guadix está dominada por al-Asad —pareció excusarse el rey Lobo—, y ambos sabemos que él está bajo el influjo de mi suegro… Por cierto, ¿qué sabes de Hamusk?
Abú Amir carraspeó. Mardánish se dio cuenta enseguida de que el tema iba a resultar incómodo.
—Regresó a Jaén cuando los almohades se retiraron, pero he estado en Segura y por allí se dice lo mismo que en Guadix. Se considera a Hamusk un héroe de al-Ándalus, y se achaca la derrota a tu… Perdóname, por favor…
—Sigue —ordenó Mardánish.
—A tu incapacidad.
El rey Lobo suspiró, dio un par de pasos hacia el río y siguió preguntando sin mirar a su consejero.
—¿Y Murcia? ¿Cartagena? ¿Orihuela?
—Por todas partes se extendió la desesperanza. No te negaré que sobre todo los ulemas y los imanes hablan en tu contra, y que sus invectivas empiezan a calar. Su lengua se ha soltado por estar tú lejos de allí y haberte trasladado a Valencia. Tampoco puedo ocultártelo: algunos han llegado a insinuar a sus fieles que el Tawhid es una opción mucho más práctica que la resistencia contra los almohades, y lo más importante: se considera impío que te valgas de tus alianzas con los reyes cristianos, que les pagues parias o que contrates a sus mercenarios.
—Era de esperar —reconoció Mardánish—. Deberás darme los nombres de todos aquellos que conspiran contra mí.
Abú Amir calló un instante. A lo lejos, una muchacha soltó un gemido ronco que hizo reír a los guardias andalusíes.
—Debo advertirte —se atrevió a hablar al fin el consejero—: Tomar represalias contra los hombres de Dios podría ser negativo para ti.
—No voy a tomar represalias… aún. Pero debo saber con quién puedo contar. Y con quién no. —Giró la cabeza a medias e interrogó a Abú Amir con la mirada antes de hacerlo de palabra—. ¿Puedo contar contigo entonces, mi buen amigo? ¿O no?
Al consejero aquello le sonó más como una amenaza que como una pregunta hecha de buena fe y a un amigo sincero. Carraspeó de nuevo.
—Por supuesto, mi señor. Puedes contar conmigo.