Las heladas aguas del río Nafis
MAÑANA siguiente. Al suroeste de Marrakech
Sauda se incorporó con los ojos abiertos como panderetas y miró alrededor. Mientras lo hacía, se restregó la cara cruzada de chorretones. Un lengüetazo de frío la obligó a subir la manta basta con la que se cubría el cuerpo desnudo. A su lado dormitaba Zeynab, con el rubio cabello enredado sobre la cara. Dormían juntas en invierno; era la única forma de robar un poco de calor a las noches del desierto. Presa de una gran inquietud, la concubina retiró el pelo del rostro de su compañera para comprobar que realmente se trataba de ella. El gesto contraído de la joven eslava, dominado por la amargura desde el comienzo de su condición de esclava sexual, no se borraba ni aun durmiendo. Era ella, sin duda.
Sauda se levantó tiritando mientras pasaba el pie por encima del bulto tapado de su amiga. Cogió la túnica, se la dejó caer y frotó sus brazos por encima del tejido áspero y parduzco. La luz del amanecer entraba tamizada por el grosor del pabellón, y el viento frío procedente de los montes Atlas se colaba por las rendijas de la tela. Sauda se tocó con suavidad los labios. Aún le parecía tener en la boca el regusto embriagador de su señora. Zobeyda. Había soñado con ella. Pero había sido tan vívido. Tan real.
El califa debe morir.
Aquellas palabras resonaban todavía en la cabeza de la esclava. La voz de su verdadera dueña acariciaba aún la oreja de la mujer. Casi podía sentir el tacto de sus dedos en la cintura y en el vientre, y las lágrimas mojando sus pechos desnudos bajo el cobertor.
—Un sueño. Ha sido solo un sueño.
Zeynab se revolvió en su jergón y, sin despertarse, tiró de la manta para cubrirse en aquel fresco amanecer africano.
Sauda desató el lazo de su tienda y asomó la cabeza. Las sombras de la cadena montañosa, coronada por el imponente Yábal Toubqal, se alargaban sobre el campamento montado a orillas del río Nafis. Alrededor del círculo de tiendas, los guardias almohades paseaban envueltos en sus mantos y con las lanzas apoyadas en los hombros. La mujer bostezó y reprimió un escalofrío al observar el agua del Nafis, cristalina y crecida por los hielos que ahora reverberaban en lo alto de las montañas.
Habían salido dos días antes de Marrakech en aquella interminable caravana que era en todo momento la corte del califa Abd al-Mumín. En esta ocasión, como cada año, el príncipe de los creyentes se dirigía a Tinmal, la ciudad sagrada de los almohades —una segunda Medina para los musulmanes del nuevo orden—, a postrarse frente a la tumba del Mahdi Ibn Tumart. La comitiva iba menguada, no obstante. El califa viajaba con una nutrida escolta, pero para aligerar la durísima marcha por sendas que trepaban montes y cruzaban ríos, el séquito de funcionarios, sirvientes, cronistas, eunucos y concubinas era reducido. Abd al-Mumín contaba ya casi setenta años, aunque su apetito sexual no parecía correr parejas con su decrepitud física. A pesar de todo, el califa se conformaba con poseer a alguna de sus mujeres o concubinas con la regular periodicidad de una a la semana. Los sábados, concretamente, justo después de la oración del alba. Y aquel día era sábado.
Sauda sufrió otro escalofrío, esta vez acompañado de una náusea. Ella y Zeynab eran las dos esclavas de lecho a las que Abd al-Mumín había reclamado para su peregrinación al sepulcro del Mahdi. Muy piadoso por su parte. Pero es que en verdad el califa se había tomado en serio —y comprobado— que las dos muchachas se complementaban como el día y la noche. La una, de piel blanca y cabello lacio y rubio, la otra, negra y de melena ensortijada; de mirada dócil y temerosa la eslava, de gesto salvaje y agresivo la africana. Sauda dejó su vista vagar por las gargantas que se abrían rumbo a las alturas heladas, por las que discurriría el camino de esta nueva marcha de humillaciones y dolor.
—El califa debe morir —se dijo de nuevo, esta vez en voz alta.
Abd al-Mumín, no obstante y de acuerdo con lo que se decía de él, sentía obsesión por las mujeres rubias. Y Zeynab acusaba esa obsesión. La muchacha abultaba ahora la mitad que cuando fue puesta al servicio de Hafsa en Granada. Sus costillas se marcaban a cuchillo contra la piel y los pómulos querían romper las mejillas desde dentro. Sus ojos azules, antes poseedores de una belleza insultante, se hundían ahora y miraban temerosos cada vez que la tela de su tienda se descorría y daba paso a los sirvientes armados del califa o su eunuco, especializado en la preparación de las concubinas. Y luego, cuando regresaba después de la sesión de entrega al califa, esos mismos ojos parecían muertos o idos.
Sauda se acercó a sus cestitos, amontonados como siempre en un rincón de la jaima. En ellos llevaba sus pocos enseres, los que precisaba para su aseo, sus escasas ropas, dos o tres amuletos que conservaba desde Gibraltar… y algo más. Separó la tapa de uno de ellos con cuidado y asomó la vista por la rendija antes de retirarla del todo. La esclava se movía despacio, sin tirones bruscos ni titubeos. Se pasó la lengua por los labios antes de introducir la mano en la cesta y acercó los dedos al dorso negruzco de la serpiente. Sin llegar a tocarla, recorrió la piel espigada hasta casi alcanzar aquella cabeza ancha y plana. En un instante, su mano aferraba ya al reptil, que apenas se removió con pereza, sin despertar de su letargo invernal. Con mayor soltura, Sauda sacó el ofidio entero, más largo que ella misma, y lo alzó con cuidado para que su cuerpo no rozara el suelo. Luego, con la mano libre, tomó un frasquito de esencias vacío y acercó su boca de cristal a la de la serpiente. Lo hizo con lentitud y entornando los ojos, calculando el lugar para, con una leve palanca, lograr que el animal abriese las fauces. Aquello pareció frustrar el descanso del ofidio, y el cuerpo se encogió y trató de enrollarse en el brazo desnudo de Sauda. La mujer susurró como si cantara una nana a un bebé con el sueño ligero.
—Kébere ejó, kébere ejó…
Con el borde del frasquito metido entre las mandíbulas del reptil, la esclava movió la mano y buscó el lugar correcto en el que presionar. Trabajaba despacio, consciente de que la mordedura podía causarle la muerte en unos instantes, pero cuidando de no dañar a la serpiente. Mientras tanto, esta abrió los ojos y su cuerpo se apretó en torno al brazo de Sauda. Ella deslizó los dedos meñique y pulgar por los lados de la cabeza del animal y presionó cuidadosamente. A pesar del frío de la mañana, una gota de sudor se deslizó por la frente de Sauda.
Al fin, como una burbuja creciente, una pizca de veneno apareció en la punta de un colmillo, y luego en el otro. El líquido se estiró hasta desprenderse y cayó en el frasquito. Sauda sonrió. Masajeaba los bordes de aquella cabeza y notaba la fuerza del animal que luchaba por despertar de su letargo.
—O mú obinrin… Horó milé agbekehim… A ki i binú aatán ka dalé sigbeé… Ikú abenú gboro…
Zeynab volvió a removerse bajo la manta. Al tiempo, Sauda musitaba aquellas palabras en la lengua de sus ancestros junto a la temible bocaza de la serpiente. Dos nuevas burbujas se convirtieron en gotas, y a estas se unieron otras dos, y dos más…, hasta que la base del frasquito se llenó con una pequeña cantidad de aquel veneno capaz de mandar al averno a varios hombres en el tiempo de una oración. Sauda sacó con precaución el borde acristalado y, luchando contra la resistencia del reptil, desenrolló su cuerpo. Luego le cubrió la cabeza con un paño y depositó la serpiente en su cesta igual que si devolviera a un niño a su cuna.
—Orún, Monarub. Orún, kébere ejó.
Se pasó la mano por la frente y la retiró humedecida por el sudor. Suspiró. Lo peor había pasado. Al igual que había hecho Maricasca en la Zaydía muy poco tiempo antes, Sauda escogió de entre sus enseres los ingredientes que, con infinita paciencia y según las enseñanzas de su niñez, había ido recogiendo de parajes agrestes, desiertos inclementes, montañas ásperas y bosques profundos a lo largo de todo el imperio almohade. Desenrolló un paño húmedo sobre el suelo. En su interior guardaba una bola de estiércol que extendió a conciencia. Después tomó una hoja de acebuche que se había tornado parda, la deshizo en la palma de su mano y la machacó con el pulgar mientras añadía un poco de su propia saliva. Lamentaba no recordar las rogativas precisas, pero confiaba en que su memoria no la engañara con la receta. Cuando decidió que la pasta de acebuche estaba lista, la mezcló con el estiércol. Por último, derramó el veneno de serpiente sobre el mejunje y lo espolvoreó con briznas de torvisco.
—El califa debe morir —se recordó una vez más.
—¿A qué huele?
La pregunta había sido hecha con tono torpe y somnoliento. La voz de Zeynab se apagó con rapidez y Sauda siguió a lo suyo, concentrada en el emplasto. Lo removió todo con una ramita, y pronto adquirió color verduzco y consistencia pastosa. Fuera de la jaima se oían ya los primeros movimientos de los sirvientes que se aprestaban a iniciar el día. Ruidos de vajilla de cerámica y hierros, comentarios en voz baja, bostezos y plegarias de la mañana. De fondo, el río Nafis arrastraba por el valle su frío contenido, aumentado por los torrentes que procedían de los montes vecinos. Así hasta pasar cerca de la ciudad de Marrakech y verterse en el más ancho Wadi Tensift. Algunas voces se acercaron a la tienda. Sauda trató de controlar sus nervios. Sabía que el califa mandaría llamar a una de ellas tras tomar su acostumbrado desayuno a base de tortas de cebada cocida, leche y manteca.
—Huele… mal…
Sauda se volvió y vio cómo Zeynab arrugaba la nariz, medio cubierta por la manta, antes de regresar de nuevo al sueño. Zeynab… ¿Y si aquel sábado el califa escogía a su rubia compañera? Era algo en lo que no había pensado. Se frotó las manos para desprender la ligera costra de estiércol y plantas picadas. Con una sonrisa, notó el escozor en los dedos. El alma irritante del torvisco empezaba a hacer su efecto.
Tomó otro de sus pequeños tesoros. Era la hoja de uno de aquellos gazzula, los cuchillos recurvos y anchos que los masmudas usaban tanto para cortar la carne como para degollar a los cautivos. Su dueño lo había arrojado a un lado del camino en un viaje desde Salé a Ceuta hacía dos meses, considerándolo inútil tras partirse. Pero Sauda recuperó el fragmento de la hoja y lo guardó como joya de la más fina factura. Ahora podría darle uso. Empuñó el pedazo de hierro con la mano derecha y lo apretó contra el dorso de la izquierda. Cerró los ojos e hizo una incisión corta. Apretó los dientes al notar el tajo en la piel, y sintió el torrente cálido que brotó de inmediato de la herida. Soltó el pedazo de puñal y se impregnó la mano de sangre. Después la metió bajo la manta y la acercó al cuerpo de Zeynab.
La eslava se removió de nuevo al notar los dedos de Sauda metiéndose entre sus muslos. Abrió un ojo y vio a su compañera allí, acuclillada junto a la estera de junco sobre la que ambas dormían.
—No… —murmuró la rubia—. Déjame dormir…
Sauda sonrió y sacó la mano ensangrentada cuando Zeynab se dejó vencer por el sopor una vez más. Luego se aplicó a vendar su herida con un pedazo de tela que ya no le serviría jamás como vestido. No después de aquella mañana. Miró a la eslava con ternura. Se arrodilló cerca de su cabeza, le acercó los labios a la cara y dejó en su mejilla un beso apenas perceptible. Esta vez Zeynab no se movió. Fuera, el muecín comenzó su llamada a la oración.
—Adiós, amiga mía. Sé fuerte —dijo, más para sí que para su compañera de esclavitud y concubinato.
Después aspiró un poco del aire frío que se colaba por las rendijas de la jaima y miró su mejunje como si viera a un buen amigo que llegaba para rescatarla del cautiverio. Sauda se desvistió despacio, arrojó la túnica a un lado y hundió en el emplasto verduzco la mano con la que poco antes había tocado a su compañera. Notó el tacto viscoso de la pócima, cerró los ojos y buscó su sexo. Frotó despacio y se extendió aquello como si fuera un afeite aromático. Poco a poco fue hundiendo los dedos en la abertura caliente, y con ellos metió también la mezcla. Y volvió a untarse la mano, y siguió aplicándola a sus entrañas con calma, ignorando el suave picor que reptaba desde los bordes húmedos y se extendía por su pubis. Con el último grumo de mejunje se hundió hasta lo más profundo de su ser, y apretó los dientes para aguantar el escozor que le quemaba por dentro. El sudor volvió y el miedo quiso invadirla, aunque ella se esforzó por recordar las caricias y los besos de Zobeyda, que la había visitado en sueños, y por encima de todo puso su deber y el sacrificio por ella, la favorita del Sharq, la reina dulce, su señora, a quien amaba más que a nadie desde que, siendo una niña pequeña, la arrancaran de su poblado en lo más frondoso de la selva africana.
Sauda acababa de ponerse su túnica cuando los dos guardianes masmudas entraron en la jaima y la sorprendieron, tambaleante y con la tez arrebolada, junto al jergón. Ambos le dirigieron una mirada indiferente y se acercaron a Zeynab, que una vez más arrugaba la nariz, molesta en medio de algún sueño. Sauda habló con voz insegura, como si estuviera embriagada.
—No… Manteneos lejos de ella, pues su cuerpo está impuro.
Uno de los masmudas hizo un gesto de extrañeza. El otro, más vivo, creyó entender y tiró de la manta para descubrir el cuerpo desnudo y enflaquecido de Zeynab. Ambos almohades llevaron la vista hasta el rastro de sangre que manchaba los muslos, la estera y el cobertor. Uno de ellos escupió un insulto en su jerga bereber. La eslava, repentinamente aterida al verse destapada en el frío de la mañana, se encogió y agarró sus piernas. Luego se miró extrañada la entrepierna, sabedora de que aquella rara hemorragia menstrual no debía estar allí.
—Llevadme a mí —añadió Sauda con los párpados caídos—. Yo estoy limpia, y satisfaré al príncipe de los creyentes.
Los masmudas se miraron entre sí un momento. Se encogieron de hombros. Al fin y al cabo, perdidos en medio de la montaña y con una sola concubina pura para aplacar las ansias lúbricas de su anciano califa, ¿qué otra cosa podía hacerse?
Sauda se dejó arrastrar fuera de la tienda. Quiso caminar para que sus pies no se lastimaran con los cantos de la ribera, pero su vientre hervía como el veneno de la serpiente que ahora llevaba dentro. Se mordió la lengua hasta casi hacerla sangrar, y de nuevo creyó encontrarse en un sueño. Sonrió a pesar de todo. Y aún sonreía cuando la ataron al tocón para poner su sexo a disposición del príncipe de los creyentes.
El califa tomó las riendas mientras fingía ignorar la fiebre y el dolor que a ráfagas le traspasaba el cuerpo. Miró tras de sí y confirmó que toda la comitiva estaba lista para la partida. Alzó una mano y luego la bajó. Los caballos se pusieron en marcha, seguidos de las mulas que tiraban de carruajes, de sirvientes y esclavos que acarreaban fardos y de la acostumbrada compañía de santones y mendigos que perseguía a la corte itinerante de Abd al-Mumín.
Un nuevo rasponazo le hizo encogerse sobre la silla de montar. Lo estaba sintiendo dentro: estallaba desde el estómago y se clavaba en sus costados y en sus piernas, que notaba dormidas. Siseó despacio, arrojando el aire por entre los dientes, e intentó que sus hombres no se dieran cuenta de que algo iba mal. Pero los almohades del séquito lo notaron. Lo llevaban notando toda la mañana, desde que el propio califa había salido trastabillando y despavorido de su pabellón tras poseer a su concubina negra. Era pronto, poco después de acabada la oración, el frío de la madrugada todavía se arrastraba por las orillas del río Nafis, y los forrajeadores habían salido en busca de provisiones a alguna aldeúcha de pastores de cabras. Aun así fueron muchos los que vieron a Abd al-Mumín atravesar el campamento medio desnudo y agarrándose su miembro, ya mermado por la edad y supurante de una especie de papilla verdinegra, mientras profería gritos de angustia. Apenas unos instantes después, con el califa atendido por su cuerpo de médicos personales, el eunuco encargado de las esclavas había salido del pabellón con aquella negra sobre el hombro. Los brazos y piernas de la mujer colgaban inertes, y de su boca manaba una baba que se alargaba en hilos transparentes hasta el suelo. Pero lo peor era que de entre sus piernas se derramaba un suero verde y espumeante mezclado con chorros viscosos de sangre oscura y hedionda. El eunuco la miró con aprensión tras dejarla caer junto a la orilla del Nafis.
—Está muerta —dijo, y ordenó a varios sirvientes que cavaran un hoyo para enterrarla.
Eso había sido temprano, y el resto de la mañana había transcurrido entre los sollozos desgarrados de la otra esclava, la rubia, aquella tal Zeynab, que pretendía quedarse allí, de rodillas junto al improvisado sepulcro de su compañera. Y la cosa empeoró cuando, al registrar la jaima de las concubinas por órdenes del jefe de la guardia masmuda, encontraron en cestos varias serpientes aletargadas por el frío, así como raspaduras de hojas secas, ramas de arbustos envueltas en paños, limaduras de colores y frascos con bebedizos y cocciones resecas, y también con acebuche, espantapulgas y otras bayas irreconocibles. Cosas de hechiceras africanas, sin duda. Al final, y sin poder dar explicación alguna ni otra cosa que no fueran alaridos de dolor mientras se arrancaba mechones enteros de su pelo rubio, la concubina Zeynab tuvo que ser atada a los arreos de un asno, y todavía seguía vociferando cuando la comitiva arrancó rumbo a las montañas.
El califa se volvió a encoger. Sus médicos habían sido incapaces de averiguar qué le había sucedido a la esclava negra. Y sobre todo, y aquello era peor, se mostraban ignorantes acerca del repentino mal que aquejaba al príncipe de los creyentes. Todos coincidieron en que la tal Sauda se lo había contagiado, claro, pero las implicaciones de aquello eran tan desagradables que no se atrevían a aventurar causas o proponer diagnósticos. Abd al-Mumín apretaba los dientes y lagrimeaba, preso de un escozor inaguantable que le quemaba el prepucio, que se clavaba en su miembro viril hasta arrastrarse por sus testículos y su bajo vientre. Había resuelto que se degollara a la mitad de sus médicos particulares. Eso soltó la audacia de los demás, que asistieron a las ejecuciones con el corazón encogido y a continuación se pusieron a aplicar ungüentos sobre las partes nobles de su califa, arrasadas por ampollas purulentas y cubiertas de piel resquebrajada. Al mismo tiempo, todo el séquito rezaba a Dios para pedir que Abd al-Mumín se librara de su mal.
El príncipe de los creyentes, sucesor del Mahdi y conquistador de un imperio, azote de infieles y modelo de virtud, llevaba consigo, además de una nutrida escolta, de sus concubinas favoritas y de su cuerpo médico, una hueste de escribanos y funcionarios cuya misión era dejar constancia escrita de todo acontecimiento, así como de las órdenes que se daban, de su cumplimiento, de los detalles del viaje, de las alcabalas cobradas, de los dones otorgados por Abd al-Mumín, de las reclamaciones de los gobernadores y embajadores, de las respuestas que estos recibían e incluso, a veces, de las reflexiones religiosas o políticas —que al cabo eran lo mismo— que al califa se le ocurrían mientras paseaba su corte por el imperio. Pues bien, Abd al-Mumín había sido tajante esa mañana: ordenó a cada uno de sus escribanos que silenciara toda referencia a lo ocurrido con la esclava negra. La impía muerte de la concubina, con ese pus verdoso brotando de sus orificios corporales, no debía conocerse más que por ellos. Cualquier indiscreción sería pagada con el correspondiente tormento seguido de la castración, mutilación de pies, manos, lengua, nariz y orejas; y todo rematado con la lapidación. Tampoco debía decirse nada del extraño mal que aquejaba al califa desde ese maldito coito con la concubina Sauda. No era propio de alguien infalible y tocado por Dios. Y por tanto no había ocurrido. Silencio total. Bajo la misma pena: castración, mutilación y todo lo demás.
El califa detuvo su montura antes del vado que cruzaba el Nafis. Otra de aquellas punzadas ardientes le había recorrido el cuerpo desde la punta del pene hasta la de la lengua. Maldijo en silencio y se preguntó qué pérfida enfermedad le había contagiado aquella puerca adoradora de ánimas.
—Mi señor. —La voz de uno de los guardias masmudas de confianza del califa sonó tras él, preocupada. Sincera—. El río baja muy crecido. El sol pega fuerte allá arriba y sin duda ha fundido las nieves antes de tiempo. Permite que te aconseje: sube a uno de los carruajes para mantenerte seco. En tu estado…
El califa alzó la mano para detener la charla de su súbdito. Era muy posible que el guerrero tuviera razón, pero Abd al-Mumín no podía permitirse flaquear a la vista de todos sus hombres. Y menos ahora, después de las inauditas escenas vividas aquella mañana. Además, el agua parecía realmente fría, y él sentía tal quemazón entre los muslos que por momentos deseó verse dentro del torrente, ponerse de cara a él y dejar que el caudal helado refrescase su piel tras saltar por entre los cantos del fondo. El Nafis, que nacía no lejos de donde reposaba el sagrado cadáver del Mahdi Ibn Tumart, fundador de su credo, impulsor del Tawhid. En él siempre podía encontrarse el remedio a todo mal, ya fuera del cuerpo, ya fuera del alma.
Por eso espoleó a su corcel y lo hizo entrar en el río. Y después de asegurar sus patas en el fondo del Nafis, el caballo avanzó hasta alcanzar la parte central, por donde el torrente discurría más rápido y fuerte. Y los fieles masmudas fueron tras el califa, temerosos de lo que le ocurría. El agua ya chocaba contra el flanco de la montura y salpicaba al jinete, y Abd al-Mumín cerró los ojos y dio gracias a Dios, al Profeta y al Mahdi por aquel gélido alivio que venía a calmar las llamas que quemaban su virilidad. Su cuerpo se venció a un lado, sumido casi en el sueño reparador de la cura divina, y el príncipe de los creyentes cayó a las cortantes aguas.