Imagen
Capítulo 50

El califa debe morir

UNOS días después. Valencia

Zobeyda se revolvió en el lecho y apretó su cuerpo desnudo contra el de su esposo. Notó su respiración rítmica y pausada: al fin el rey Lobo había conseguido dormirse. La favorita suspiró. Sabía que antes de que la luna completara su recorrido en el firmamento, Mardánish se despertaría sudando y maldiciendo tras alguna pesadilla. Así era desde que había regresado de Granada.

Ella no dormía. Velaba, preocupada por lo que ocurría en el Sharq al-Ándalus. Por lo que le pasaba al propio Mardánish. Su cuerpo todavía retenía el aroma del agua de rosas, y el color azafranado de sus labios estaba intacto, lo mismo que las marcas de henna que se había hecho pintar aquella misma noche por Marjanna. Zobeyda había insistido en decorar su cuerpo como el de una estatua pagana, y puntos y líneas oscuros recorrían sus párpados y estilizaban sus ojos, rodeaban su garganta y se perdían en arabescos imposibles hasta rodear sus senos. Bajo las sábanas, finísimos billetes contenían invocaciones a al-Uzzá, la diosa, y a los eternos amantes Isaf y Nayla. Se había recreado en cada detalle y escogido su mejor perfume. Luego, al recibir a Mardánish en su aposento, se había mostrado desnuda tras su manto de piel de fénec, dejando relucir a la luz de las velas aromáticas sus brazaletes y ajorcas. Incluso había ordenado a Adelagia que tañera la cítara en los jardines para que hasta ellos llegara apagada su música lánguida, acompañada por un escogido verso de amor de los que Abú Amir enseñara a la italiana.

Llegó la medianoche, y la oscuridad era como su

pelo negro

[o el azabache.

Me daba a beber su vino, que esparcía al aire su

perfume,

mientras otro licor se les unía, prensado por sus ojos

y sus labios.

Y me emborraché tres veces: de su copa, de su saliva

y de sus ojos

[negros.

Nada de eso había dado resultado. Mardánish se dejó caer en la cama sin reparar siquiera en la belleza lindante con lo diabólico de su esposa favorita. Su rostro, crispado por la inquietud, parecía imperturbable cuando, insistente y lasciva, Zobeyda se había rozado contra él bajo las sábanas. Al final, tras dar vueltas y revueltas y agitarse en una larga duermevela, el rey Lobo había conciliado el sueño. Y a saber cuánto tardaría en empezar a soñar con hordas africanas que invadían el Sharq y degollaban a todos sus soldados para luego esclavizar a sus mujeres e hijos.

En realidad, no muy distintos eran los temores que atenazaban a la favorita. Al oeste, Castilla se desgarraba por las luchas internas y por las injerencias de Fernando de León. Al norte, el joven rey Alfonso, bajo la influencia de sus belicosos nobles, reunía bajo su cetro el reino de Aragón y el condado de Barcelona y los aprestaba para continuar el trabajo de su antepasado Batallador. Y al sur, la inmediata amenaza de Abd al-Mumín estaba lista para borrar de la historia el reino que Mardánish había conseguido en pugnas y alianzas con unos y otros. ¿Cuánto de vida le quedaba al sueño del Sharq al-Ándalus?

Zobeyda retiró a un lado los cobertores, se incorporó con cuidado y envolvió su desnudez con el manto de fénec. Abrió despacio la puerta de la cámara y avanzó por los corredores de la Zaydía, sumidos en la negrura. Atravesó el suelo tapizado de hierba húmeda, y notó el frío trepar por su piel aromatizada y apagar su ansia de placer no satisfecho. Debía acabar con aquella sombra que se extendía amenazadora sobre todo lo que poseía.

Maricasca estaba despierta. Siempre lo estaba por la noche. Zobeyda ignoraba si la vieja dormía, aunque tampoco le importaba mucho. La sorprendió en su cámara, en la que se calentaba al calor de aquel fuego verduzco mientras la estancia mantenía una tenue nube blanquecina pegada al techo. Sobre las llamas, las retorcidas trébedes fulguraban de vez en cuando con el brillo del hierro rusiente. El olor dulzón que la favorita ya conocía se metió por sus fosas nasales y le raspó en la garganta hasta hacerla toser.

—De nuevo aquí, morita —la recibió con zafiedad la bruja—. ¿Qué quieres ahora?

Zobeyda se acercó al pequeño fuego y se acuclilló enfrente de la anciana para que el calor de las llamitas se filtrara por las aberturas del manto.

—No te quejes, vieja. No puedes hacerlo. Me he mantenido apartada de ti. No he reclamado tus servicios durante todo este tiempo, ¿no?

—Cuidado, morita. No fui yo quien pidió que me encerraran aquí. Ni pretendo que me mantengas a cambio de nada. Lo que quiero es irme de una vez, así que di lo que tengas que decir y libérame.

Zobeyda no se molestó en enojarse.

—Todo lo que vi la otra vez —dijo en voz baja—. Lo del prado del sueño. Y lo del río de sangre. Todo cierto. Cumplido tal cual. Tus sortilegios son certeros, vieja.

—¿Lo dudabas? —Las encías de color rosado asomaron tras la sonrisa burlona de la bruja—. Yo cumplo, morita. Así que si la reina del mundo no lo tiene a mal, ¿podría volver ya a mi cueva?

—Todavía debes servirme más, anciana. Mis preocupaciones no han hecho sino empezar.

—Y seguirán creciendo, morita. —La vieja soltó una carcajada chillona que enseguida silenció—. Y ya ves que ni aun conociendo el porvenir o penetrando en lo más profundo de tu mente, puedes escapar del destino. ¿Valió de algo que tu visión se adentrara en el futuro y vieras el desastre de Granada? No. Así pues, ¿de qué te sirvo realmente? Que tanto llegará la mala fortuna si la ves venir como si no.

Zobeyda miró a su alrededor, a los rincones en penumbra en los que temblaban las sombras creadas por aquel fuego fantasmal. Buscaba algo sin saber qué. Tal vez solo pretendía agotar su última esperanza. Cuando las almas de los hombres nada pueden, quizá las fuerzas ignotas sean capaces de lograr lo imposible.

—¿Ya has agotado tu arte, entonces? ¿Es que no hay otra cosa que se pueda hacer aparte de conocer lo que ha ocurrido y lo que ocurrirá? ¿No hay un medio para influir en la voluntad de los otros? Tienes que conocer algún hechizo, bruja. Algo que me permita oscurecer el juicio de mis enemigos, o avivar el de mis amigos…

Maricasca paró la charla de Zobeyda al apuntarla con un dedo delgado y sarmentoso.

—No conviene provocar, morita. Ni a ti ni a mí nos conviene.

—¿Provocar? ¿A quién? ¿Cómo?

—Bah. Tú no lo entenderías… Eres infiel. Tibia y pagana, sí, pero infiel. Y hay fuerzas que desconoces. Si supieras lo que puede ocurrir…

—A mí no me dan miedo tus demonios, bruja. No temo a genios que vayan a aparecer de noche para absorber mi vida mientras duermo. Tú tendrás tus yunnún. Yo tengo los míos.

—Tan poderosos no serán tus genios, morita, que vienes a mí y me pides hechizos. Y me exiges un medio para que haga aparecer a esos genios junto al lecho de otros. ¿O no es eso lo que pretendes?

—¿Y qué pretendes tú? ¿Quieres que te acuse de usar tus artes para hacer el mal? Siempre puedo decir que tus sortilegios son los que nos han hecho caer en el infortunio. Son miles las viudas y huérfanos que el desastre de Granada ha dejado por todo el Sharq al-Ándalus. Esa buena gente se sentiría aliviada de poder descargar su rabia contra alguien, ¿sabes?

Maricasca apretó las encías y nuevas arrugas se abrieron en su alargado rostro. Los hundidos ojos se empequeñecieron bajo las cejas repletas de pelos largos y blancos. Masculló unos instantes en su jerga ininteligible y luego se levantó de su diminuto escabel. Sin dejar de rezongar, sacó de uno de sus cestos un frasco de cristal en cuyo interior crecía una especie de musgo negruzco, lo destapó y extrajo algo de su interior. También tomó uno de sus saquitos, regresó junto al fuego y lanzó una mirada de odio a Zobeyda. Recogió el perol y lo instaló sobre las trébedes. La favorita pudo ver dentro de la cazuela el líquido oscuro de la otra vez, ahora en menor cantidad. No tardó en mandar a la superficie burbujitas que estallaban al aflorar.

—Escupe —exigió la bruja.

Zobeyda dudó un momento, pero luego acercó la boca al perol hirviente e hizo lo que la anciana le ordenaba.

—Más.

La favorita suspiró y se aplicó a ello. Cuando a Maricasca le pareció que la sopa de la olla estaba suficientemente recrecida, apartó la cabeza de Zobeyda sin miramientos, abrió la mano y mostró una rama cubierta de florecillas rojizas. Era lo que había cogido del frasco musgoso. Partió la rama en pequeños trozos y los fue echando al perol mientras recitaba sus conjuros. Después desató los lazos del saquito y colocó los ingredientes que necesitaba, alineándolos en el suelo antes de murmurar nuevas abominaciones en su jerigonza de arpía revenida. Espolvoreó cenizas de mandrágora, dejó caer ojos de rana macerados y vertió picadura de pezuña de cabra. Añadió su propia saliva en una cantidad que sorprendió a Zobeyda, y después se volvió a levantar para acudir a uno de esos rincones de la habitación a los que la luz del fuego verduzco no llegaba. Revolvió en un hato y la favorita oyó entrechocar de huesos y piedras, crujir de arpillera, blasfemar de nigromante.

—¿De qué se trata en verdad? —preguntó la bruja mientras rebuscaba entre sus aparejos—. ¿A quién hemos de dedicar nuestras atenciones?

—Es el califa. —La vieja se volvió al oír la respuesta y observó a Zobeyda desde la penumbra. La favorita no supo si el susurro que emitió la ensalmadora fue una carcajadita mordaz o un refunfuño de hartazgo, así que siguió hablando—. Abd al-Mumín, el líder de esos malditos africanos. Está decidido, ahora sí, a acabar para siempre con nosotros. En estos momentos se rodea del mayor ejército que se ha visto en todos los tiempos. Construye barcos y amontona lanzas, espadas y flechas al otro lado del Estrecho. Este verano, sus preparativos habrán concluido y vendrá sobre el Sharq al-Ándalus para barrernos. Ni memoria quedará de nosotros. En cuanto a ti, anciana, ignoro qué hacen los almohades con las brujas. Tal vez te entierren hasta la cintura, apilen leña a tu alrededor y te quemen viva. O quizá se limiten a lapidarte, o te despellejen para dejar que los cuervos picoteen tu carne desnuda.

La bruja encontró lo que buscaba mientras Zobeyda seguía describiendo los métodos de tortura más horripilantes que se le ocurrían, pero la vieja parecía haber dejado de escuchar. Se acercó al perol con el puño cerrado y lo colocó encima de la densa humareda que ya empezaba a brotar del líquido aliñado con plantas y raspaduras.

—Para lograr lo que pretendes, morita, necesito que me muestres alguna pertenencia del califa.

Zobeyda puso cara de decepción.

—No tengo nada que le haya pertenecido… —Se mordió los labios mientras removía en su memoria. Tal vez algún objeto sacado de un botín… Pero no. No había nada. La cabeza de la favorita se venció para mostrar derrota—. ¿No hay otra forma de conseguirlo?

Maricasca apartó el puño cerrado de la espiral de humo y su bulbosa nariz se arrugó.

—Necesito un lazo. Es imprescindible que haya algo o alguien que te una con él para que podamos terminar el hechizo. Tú debes tener algo suyo. O él algo tuyo.

Zobeyda se llevó las manos a la cabeza. Aquel olor dulzón le provocaba náuseas y la palabrería de la vieja no llevaba a ningún sitio. Algo o alguien. La favorita se frotó la cara y se manchó con el kohl y el azafrán que hasta hacía poco le servían de afeite.

—¿No se puede hacer sin ese lazo?

La bruja negó con la cabeza y curvó sus velludas cejas. La favorita volvió a suspirar.

—Será mejor que me dejes en paz —rezongó Maricasca, a punto de abandonar el conjuro.

—No… Espera. —Zobeyda se frotó la cara de nuevo en un intento de espantar la febril modorra que le causaba el humo acumulado en la cámara—. Hazlo de todos modos. Quizás él sí tenga algo, no sé… En Granada, mi esposo dejó atrás todos sus pertrechos. Y el califa tiene derecho a parte del botín…

—Está bien, está bien —decidió bruscamente la bruja—. La verdad es que pierdo más tiempo dejándote divagar que complaciendo tu capricho de niña tonta. Allá tú con las consecuencias.

Zobeyda no se sintió ofendida por las palabras de la vieja. En lugar de ello se masajeó las sienes, molesta por la sensación de pesadez, que empezaba a resultar insoportable. Mientras tanto, Maricasca puso de nuevo el puño sobre el guiso de inmundicias y lo abrió. Si algo cayó de él al líquido viscoso y fétido, la favorita no pudo verlo.

—¿Qué pasará si el lazo no… existe?

La vieja alargó sus manos sarmentosas sin miramiento alguno y las puso a los lados de la cara de Zobeyda, agarró su cabeza y clavó las largas y deformes uñas en su piel hasta hacer soltar un gritito a la favorita.

—Si no hay lazo, habremos perdido el tiempo. Y si Belcebú lo quiere, tal vez perdamos algo más —sentenció la hechicera, y atrajo la cara de la mujer hacia el efluvio humeante que brotaba del perol.

Zobeyda, que no esperaba aquello, aspiró sin querer y sintió que la vaharada se colaba por nariz y boca. Notó la quemazón en la lengua y en la garganta, y los ojos, aun cerrados, empezaron a lloriquear con lágrimas negras y espesas. Quiso toser, pero una repentina sensación de ahogo la paralizó. Era como si el aire no pudiera entrar ni salir. Agarró con sus manos las de la bruja para liberarse, pero la fuerza había huido de ella. Intentó respirar, y solo consiguió que una segunda nube escaldara sus labios. Oyó el borboteo del mejunje bajo su cara y empezó a soltar espumarajos por la boca. Se notó desfallecer, y supo que eran las uñas de Maricasca las que impedían que su cabeza se hundiera en el brebaje que hervía en la marmita. Luego, simplemente, se dejó rodear por la irritante oscuridad.

Abrió los ojos y la boca a la vez, y aspiró el aire frío con desesperación salvaje, buscando librarse del ahogo mortal que pretendía arrastrarla al infierno. Su pecho se hinchó agradecido y reclamó más vida, que ella atrajo a bocanadas mientras cada pulgada de su cuerpo se sosegaba.

Su respiración se fue acompasando y con ello llegó la conciencia; poco a poco, sin otra guía que los aromas que se filtraban y apagaban la empalagosa peste de la cámara de Maricasca. Reconoció la fragancia de la artemisa y la verbena. Y otro perfume se coló después como un bálsamo en la oscuridad para sustituir al de las plantas aromáticas. Era un olor conocido, penetrante, que asoció de inmediato con la felicidad. Una esencia que llegaba unida al recuerdo de la amistad. Incluso del amor. Guiada por un instinto que ignoraba poseer, giró la cabeza a un lado y sus manos se extendieron hasta rozar algo suave y caliente. Posó las palmas y se pegó a aquello con delicadeza. Era un cuerpo humano. Un cuerpo familiar. Y estaba acostada junto a ese cuerpo. Se apretujó contra él, deslizó las manos y descubrió las sinuosidades que las tinieblas le negaban. Paseó las yemas de sus dedos para recorrerlo y le agradó su tacto. Y pegó su nariz a esa piel y aspiró largamente su olor. Hasta posó los labios y notó el sabor salado y también familiar. Abrazó a quienquiera que fuese la persona que compartía el lecho con ella. Solo por aquella sensación valía la pena el mal rato pasado sobre el mejunje burbujeante de Maricasca. Luego, poco a poco, fue tomando conciencia de lo que la rodeaba. Bajo ella notaba la dureza de un suelo quizá pedregoso, y sobre su piel, la aspereza de una manta pobre que apenas lograba protegerla del frío. Aquello la obligó a apretarse más aún contra el cuerpo que yacía a su lado, de modo que este se estremeció y su respiración relajada se interrumpió.

—¿Quién eres? —susurró su acompañante. Zobeyda separó su boca de la piel ajena. Reconocía la voz, pero su mente le decía que era imposible que estuviera con ella. Entonces el olor de aquella piel, su sabor, las curvas que la recorrían… Todo tuvo sentido. Un sentido absurdo.

—¿Sauda?

—¿Mi señora? ¿Mi señora Zobeyda?

La esclava negra se giró en la estera sobre la que dormía y abrazó a su dueña, y esta le devolvió el abrazo. Muy fuerte. Como el de dos hermanas que se reunieran tras años de ausencia.

—Sauda…

—¿De verdad eres tú, mi señora?

En la pregunta se mezclaban la alegría infinita y la pena sin límites, pues la doncella perdida sabía que aquello no podía ser más que un sueño. Un sueño cruel, que la invitaba a recobrar la felicidad de antaño y al mismo tiempo la advertía de que nada de ello era real. Zobeyda habló con una voz pastosa que a ella misma le sonó lejana. Casi ajena.

—Pero… ¿por qué tú? ¿Qué haces aquí? ¿Qué es de ti?

Sauda rompió a llorar mientras estrechaba los brazos alrededor de su señora. Esta, conmovida también por aquel reencuentro onírico, dejó caer lágrimas que se mezclaron con las de su esclava. Sauda la besó en las mejillas, en la frente, en los húmedos ojos y en los labios temblorosos.

—Quédate conmigo, mi señora. Esta noche solamente. Aunque al despertar ya no estés…

—Pero respóndeme, Sauda. ¿Estoy soñando? ¿Vives aún? ¿Y Zeynab?

La doncella recorrió con las manos el rostro de su señora para asegurarse de que aquella voz era realmente la suya. Que no era presa de un engaño de la oscuridad. Enseguida reconoció la curva de la barbilla, la suavidad de los pómulos y los arcos de las cejas. Recorrió con la yema de dos dedos los labios de Zobeyda y acarició su cuello, su nuca y su cabello revuelto. No le cupo duda. Y confirmarlo pareció entristecer más a la esclava, que redobló su llanto.

—Zeynab y yo vivimos. Vivimos una pesadilla como concubinas del califa almohade. La suerte quiso que de la felicidad sin límites cayéramos en la más sucia humillación, mi señora.

Zobeyda también se deshizo en lágrimas, y ahora fue ella quien besó a Sauda con avidez para retener en pequeñas dosis de cariño toda la vida de su amada esclava. La culpa le subió al paladar como un vino agrio, y terminó hundiendo la cabeza en el pecho de Sauda.

—¿Qué os hice? ¿Cómo fui capaz? Os he perdido por mi mala cabeza…

La esclava pasaba la mano amorosamente por el cabello de Zobeyda. Se recuperaba poco a poco de su ataque de añoranza y ocupaba de nuevo el papel que llevaba grabado a fuego desde niña. Se sintió obligada a consolar a su dueña, a mostrarle su entrega. Y a cambio, se dio cuenta, ni siquiera necesitaba el calor sensual y lánguido con el que Zobeyda la obsequiaba aquella noche.

—Cumplimos tu voluntad. Como siempre.

La favorita del Sharq siguió llorando, conmovida por la renuncia que iba más allá de la condición de esclava de Sauda. Y lentamente recuperó, dentro de ese torbellino de confusión parecido a la vigilia, el sentido que tenía aquella reunión en una oscuridad remota, engaño de los sentidos, puente entre almas separadas. Un espejismo a lo más, sin duda. ¿En eso consistía el hechizo de Maricasca? No se parecía mucho a aquella otra premonición onírica en el prado del sueño… No. Esta era distinta. En aquella ocasión, ni su propio padre, metido en la batalla, había sido capaz de reconocerla. Con toda seguridad ni siquiera la veía. Ni él ni el resto de los cientos de guerreros que luchaban y morían en aquel lugar. De repente, la fetidez del brebaje regresaba. Primero en vaharadas casi imperceptibles, luego acercándose e inundándolo todo poco a poco. Zobeyda apretó a Sauda instintivamente mientras el aroma dulce de la esclava la abandonaba. Habría querido quedarse con ella y seguir besándola, acariciándola. Gozar de su compañía una vez más, aunque fuera la última; abandonarse al placer, como antaño en cualquier hammam o bajo las hojas de los sauces en verano junto al Segura, o en la intimidad de los aposentos del alcázar murciano. Pero debía sobreponerse a aquel cruce de sensaciones con el que el sueño jugaba, y que confundía sus pasiones y sus pensamientos. Adivinó que no le quedaba mucho tiempo.

—Sauda… —Zobeyda sacó la cabeza de entre los pechos de la esclava, rozó con los labios la piel de la mejilla húmeda de lágrimas y la recorrió hasta que encontró su oreja adornada con aros—. Sauda, no sé si esto sirve de algo, pero puedes ser mi última esperanza. La última esperanza de todos nosotros. Tal vez el futuro de todo al-Ándalus dependa de ti, mi amada amiga.

La esclava se dejó acariciar por el aliento de áloe verde. Se frotó contra la cara de su señora como una gata en celo y se sintió dispuesta a complacerla, como siempre había hecho, hasta el fin si fuera necesario.

—Manda, que yo obedeceré —dijo.

Zobeyda se sintió ir. El tacto de la piel de Sauda se alejaba, su fragancia ya no existía, y su voz no era más que un murmullo en la distancia de un espacio sin límites. La favorita dijo sus últimas palabras antes de despertar, y sin saber si alguien las había oído, fuera quien fuese y estuviese donde estuviera:

—El califa debe morir.