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Capítulo 49

A las puertas de Málaga

INVIERNO de 1163. Valencia

Algo se había roto en el corazón del tagrí. De alguna manera, el rey ávido de guerra y placeres había vislumbrado la realidad. Una realidad que no tenía mucho que ver con la belleza de la Zaydía, ni con el azul del cielo valenciano, ni con la espuma de las olas marinas que rompían contra las costas del Sharq, ni con el sabor del vino, el honor de la lid o la belleza de las mujeres de al-Ándalus.

Tras el desastre de Granada, Mardánish, Urgel y Azagra habían abandonado buena parte de sus pertrechos y habían huido. Atrás quedaba pues, perdida, una de las ciudades más codiciadas por andalusíes y cristianos. Y atrás quedaba también la cabeza humillada de Álvar el Calvo. Así, lo que había comenzado como un audaz golpe de mano de Hamusk terminó de forma vergonzosa, con una retirada agónica hacia el Sharq al-Ándalus, y con la retaguardia del ejército cristiano hostigada por aquella maldita caballería árabe, que atacaba, dejaba en el camino una decena de muertos y desaparecía al galope para, poco rato después, volver a surgir, a hostigar, a matar.

Otra parte del ejército almohade marchó en persecución del rey Lobo, pero algo les hizo pensarse mejor su plan y se desviaron de la ruta para dirigirse a Jaén. En cuanto Hamusk tuvo noticia de ello, abandonó la ciudad a la que había trasladado su residencia y corrió como un fugitivo hasta refugiarse en sus montañas de Segura. Un visir del caudillo andalusí, al-Waqasí, organizó la defensa de Jaén y aguantó con bastante dignidad el corto asedio al que le sometieron los almohades hasta el final del verano. Nada serio, por lo visto. Un simple toque de atención; aunque eso sí, los africanos se entretuvieron en devastar los alrededores de la ciudad y en tomar esclavos de las aldeas vecinas. Nunca se sabía cuándo habría suficiente mano de obra en los preparativos militares de África.

Pero el estío trajo más novedades, y algunas de ellas muy interesantes para el Sharq al-Ándalus. En agosto, el rey de León invadió abiertamente tierras castellanas acompañado de uno de los principales de la familia Castro, Fernando, al que acababa de nombrar mayordomo real. Y al otro lado de la Península, Ramón Berenguer, príncipe de Aragón, el mayor azote cristiano de Mardánish, murió en Provenza.

El rey Lobo pasaba el invierno en Valencia, adonde había acudido con Hilal, Zayda y Safiyya. Era petición expresa de la favorita, que quería ver a sus hijos tras mucho tiempo alejada de ellos. Mardánish se había vuelto retraído, taciturno y lacónico, y parecía sospechar de todos; por eso se hospedaba fuera de Valencia, apartado de los contubernios del alcázar y de las tareas políticas. Dormía en el cómodo palacio de la Zaydía, donde también se hallaban Zobeyda y los hijos de ambos, y una nutrida guarnición de mercenarios cristianos se ocupaba de su seguridad. Era como si estuviera aislado del mundo, y el propio Abú Amir, en su condición de primer consejero, había asumido el gobierno para ejercer de puente entre el indolente rey y su abandonada responsabilidad.

Al principio, Mardánish, tal vez por orgullo, se resistió a preguntar a Zobeyda cómo lo había sabido. Por qué sus temores habían resultado tan certeros. Un prado de sueño y un río de sangre. Y así había sido en verdad. Cuando el rey se decidió a interrogarla, la favorita le rogó que lo olvidara. Lo que necesitaban era cerrar las heridas de Granada, no hurgar en ellas hasta desangrarse. A Mardánish casi no le extrañó la negativa de Zobeyda. De algún modo, unos y otros a su alrededor se las arreglaban para ocultárselo todo. ¿Por qué no ella también?

Aquella tarde, junto a la Zaydía, las hojas se acunaban arrastradas por el viento a lo largo del Turia y las ramas de los árboles desnudos se recortaban contra un cielo gris que amenazaba tormenta. Mardánish se cubría con un manto mientras, recostado en un diván, escuchaba los tañidos de laúd de una jovencísima esclava de piel oscura. En un rincón, los carbones del pebetero consumían con lentitud el almizcle y contribuían a dar calor a la estancia.

—Y yo digo —cantó con voz infantil la muchacha—, mientras mi oscuridad se hace eterna: pero ¿es que a la noche no la seguía el día?

Mardánish recibió el verso con una mirada de reojo. Sobre la mesa, el vino estaba sin tocar y los frutos secos llenaban todavía las bandejas; los cojines, vacíos alrededor de la cámara, esperaban a convidados que jamás llegarían.

—Te complaces en atormentarte con esos cantos. —La voz de Abú Amir desde la entrada hizo volverse a medias al rey Lobo—. En lugar de eso, ordena a la muchacha que nos deleite con algo más divertido.

Mardánish hizo un gesto para invitar a Abú Amir a sentarse con él y despidió a la esclava con una sonrisa de agradecimiento. El consejero tomó la jarra, se adelantó a los sirvientes que aguardaban en pie junto a la pared y escanció vino en una copa. La del rey permaneció intacta, con el rojo líquido rebosante en ella. El consejero se permitió pedir a los criados que lo dejaran a solas con Mardánish, lo que este confirmó con una significativa mirada. En fila y sin hacer ruido siquiera, los camareros y escanciadores abandonaron la sala.

—No quiero cantos de gozo y dicha —se excusó Mardánish mientras Abú Amir bebía con lentitud—. Mi corazón pide otra cosa.

—Bien. Recréate en tus penas. Mientras tanto, tus enemigos conspiran contra ti.

Mardánish se incorporó, retiró a un lado el manto con el que se cubría y miró fijamente a su consejero.

—¿Qué dices?

—Fernando de León. Ha llegado a un acuerdo de alianza con el joven Alfonso de Aragón.

El rey Lobo frunció el ceño. Se levantó y caminó por entre los almohadones hasta llegar a la celosía que daba al patio. El sonido del viento se mezclaba con el del arroyuelo artificial que surtía de agua el jardín.

—Alfonso de Aragón… —repitió al tiempo que su silueta se recortaba contra la luz cenicienta del exterior.

—El joven hijo del príncipe de Aragón, al que Dios haya arrojado a los infiernos —aclaró Abú Amir—. Su madre, la reina, lo llamó Alfonso, y con ese nombre ha subido al trono.

—Alfonso de Aragón…

—Alfonso, sí. Como aquel que arrebató Zaragoza a los almorávides. El que llevó sus tropas hasta los límites de al-Ándalus. Ese al que llamaban Batallador.

—Lo sé. Lo vi en Fraga. Desde las murallas. —Los ojos del rey se perdieron entre el enrejado de la celosía, que reproducía la estrella de los Banú Mardánish. Por un momento evocó la figura de su padre, Saad, armado como tagrí y dispuesto a derrotar a los aragoneses. El viejo rey Alfonso causaba pavor con su solo nombre, pero el padre del rey Lobo no parecía temerlo más que a cualquier otro enemigo.

—El nombre no es lo de menos —siguió Abú Amir—. Sé que la intención del casal de Aragón es seguir empujando hacia el sur. Tú también lo sabes.

—Siempre lo hemos sabido.

—Alfonso de Aragón. Seis años de edad y toda una vida por delante. Bajo su cetro reúne el reino de Aragón y el condado de Barcelona.

A Mardánish le entró una risita floja. El destino se ensañaba con él. Mientras que el emperador Alfonso, su principal valedor, había dividido sus reinos al morir, sus enemigos se unían y se asentaban para largo.

—Es solo un niño… ¿Y dices que se ha aliado con Fernando de León?

—En contra de todo enemigo común, cristiano o musulmán —completó Abú Amir, y apuró el vino de su copa—. Su primera previsión es el reparto de Navarra, así que ve imaginando qué será lo siguiente. En cuanto a su edad, no temas: está rodeado por toda una codiciosa legión de nobles de los territorios que reúne bajo su corona.

El rey Lobo caminó de vuelta a su diván. Esta vez sí cogió la copa y bebió hasta vaciarla. Luego la posó despacio, sin hacer apenas ruido.

—Confiemos en nuestros amigos. Ambos sabemos que Armengol de Urgel está muy bien considerado en la corte de León. Ahora mismo debe de andar por allí, explicando a Fernando el gran peligro que se cierne sobre todos…

—¿Armengol de Urgel? —Abú Amir no ocultó una mueca de desagrado al nombrarlo. Era algo que extrañaba a Mardánish, aunque nunca había logrado saber el porqué de la animadversión de su primer consejero contra el conde—. Armengol de Urgel no tiene nada que ganar ya aquí. Fernando de León, perdóname, es mejor baza que tú. En este momento es el rey más poderoso de todos y su ambición tiene varios cofres con los que saciarse.

El rey Lobo se recostó de nuevo y suspiró. Sabía que Abú Amir tenía razón. Lo sabía desde que fue un hecho que Granada jamás caería en su poder. Aunque, de alguna forma, Mardánish se negaba a aceptar que el conde de Urgel, que tantos servicios le había prestado, hubiera marchado para no volver.

—Volverá —musitó sin mirar a su consejero—. Armengol volverá.

Abú Amir negó con la cabeza. «Ojalá no vuelva —se dijo—. Ojalá no tenga que verlo correteando furtivamente por los pasillos para reunirse con Zobeyda.» Observó a su señor y se fijó en su expresión soñadora. Siempre había admirado ese afán de gloria que tanto los diferenciaba, pero por otro lado no comprendía cómo, en el transcurso de todas aquellas marejadas militares y políticas, Mardánish podía dejar que la vida se le escurriera entre los dedos. Quiso mitigar un poco sus temores, y por eso estiró los labios para sonreír.

—Azagra sí volverá. Él sí es de fiar. Volverá, aunque solo sea para vengar la muerte de su amigo Álvar.

Nombrar al Calvo no fue buena idea. Si Abú Amir pretendía reconfortar a su señor, consiguió lo contrario. A la mente de Mardánish volvió el momento en el que el conde de Sarria se batía sin posibilidad alguna en lo alto de la Sabica, rodeado de enemigos a los que destrozaba a mazazos. Sus ojos se cerraron con fuerza cuando la imagen de la cabeza de Álvar clavada en una lanza almohade iluminó su recuerdo como un relámpago.

—Discúlpame, por favor. No pretendía entristecerte más aún.

El rey Lobo hizo un gesto con la mano para quitar importancia a aquello.

—No. Tienes razón. Siempre la tienes. Y ahora necesito de nuevo tu consejo y tu sabiduría. Temo que mi gente caiga, como yo, en la tristeza y en la desesperación. Eso sería fatal.

—Nefasto —reconoció Abú Amir—. Cada vez que hemos sufrido un contratiempo, los clérigos se han afanado en presentarlo como un castigo de Dios, y siempre encuentran oídos atentos y dispuestos a creer sus patrañas. No era mi intención importunarte, como ya te he dicho, pero lo cierto es que varios alfaquíes y algún que otro imán se están yendo de la lengua, sobre todo en Murcia. Eso no es bueno.

—Por eso debes partir, amigo mío. Tú, que sabes qué tabernas frecuentar y a qué baños acudir, pronto descubrirás por dónde puede romperse nuestro reino. También quiero que te enteres de las intenciones de mi suegro, del que no he vuelto a saber desde lo de Granada. Confío en ti, ahora que mi ánimo ha decaído. Tú siempre has estado, como Zobeyda, más dotado para ver allí donde mis ojos no llegan, cegados como están por la niebla de la guerra. ¿Me servirás?

—Sabes que sí, mi señor.

Málaga

Utmán examinó con indiferencia el pequeño pedazo de pergamino y lo movió para que la luz incidiera sobre las letras, garabateadas con letra insegura. Releyó cada frase. Buscó un segundo sentido, una referencia oculta o una muestra de sedición. Luego miró por encima del billete, hacia el andalusí que, en pie ante él y con la vista puesta en el suelo, aguardaba su veredicto. Detrás, junto a la puerta, uno de sus fieles masmudas esperaba con la mano puesta sobre el pomo de su espada.

—¿Y dices que eres pariente de Abú Yafar? —preguntó el sayyid. Estaba reclinado en un diván, tan indolente que parecía tendido, con el brazo izquierdo colgando a un lado y el burnús medio abierto. El andalusí asintió con la cabeza de forma rápida.

—Primo suyo, mi señor. He venido a visitarlo, pero como los guardianes no me permitieron verle, le mandé una carta. Él contestó con eso. —Señaló el billete que sostenía el sayyid en su mano derecha—. Entonces fue cuando tus hombres me prendieron.

—Por supuesto. Está prohibido que los cautivos se comuniquen con el exterior. Demasiado benévolo he sido al permitir que tu primo conserve la vida hasta ahora. Demasiado benévolo… —La mirada de Utmán se perdió un instante y su voz se volvió débil—. Esperaba un gesto. Que me pidiera perdón. Que lamentase su felonía… Qué estúpido he sido.

El andalusí tragó saliva.

—Yo sí te pido perdón, ilustre sayyid. Perdón, por favor. No sabía de esa prohibición.

Utmán contestó con un murmullo indiferente, y luego leyó en voz alta.

—¿Esas lágrimas se derraman por mí, que he gozado de todos los placeres de este mundo, que me he alimentado con las pechugas de las aves, que he bebido de las copas de cristal, que he montado los mejores corceles, que he reposado en los más mullidos lechos, que he vestido las más finas telas y brocados, que me he alumbrado con velas de cera y que he gozado del amor de las más bellas mujeres?

El pariente de Abú Yafar carraspeó incómodo, pues sabía que aquellos almohades eran contrarios a toda molicie y gusto por el placer desnudo que reflejaba el corto mensaje de su primo encarcelado.

—Ya conoces a Abú Yafar, mi señor.

—Sí, lo conozco. Entonces, al final no has podido verlo.

—No, mi señor. Como te he dicho, tus guardianes me lo han impedido y…

—No sufras —le interrumpió Utmán, y se levantó de pronto. Cojeó hacia la mesa de la sala y abrió un cartapacio forrado de piel oscura. Manoseó los pergaminos que había dentro hasta que dio con un par de billetes de la misma hechura que el que acababa de leer. No había duda. Era la letra de Abú Yafar. Miró al masmuda de su guardia personal.

—¿Quién ha encontrado el mensaje?

—Yo, mi señor.

—Debes interrogar a los guardianes y enterarte de cómo ha conseguido Abú Yafar la tinta, el cálamo y el pergamino.

—Ya lo he hecho, mi señor —contestó el masmuda con orgullo—. En realidad hacía tiempo que sospechábamos de uno de los vigilantes de los calabozos, un andalusí como este. —Señaló con la barbilla y con gesto de desprecio hacia el primo de Abú Yafar—. Por lo visto, el guardián quería seducir a alguna de estas furcias malagueñas y pidió al prisionero que le escribiera unos versos de amor. A cambio le prestó aparejo de escritura. Ese mismo guardián es el que ha servido de correo para estos dos.

Utmán gruñó, satisfecho por la eficacia de sus masmudas. El billete en sí, concluyó, no era insidioso. No podía decirse lo mismo de los otros que guardaba en aquel cartapacio, los dos que su hermano Yusuf le había hecho llegar desde Granada junto con Abú Yafar y Hafsa. Lo primero que deseó al leerlos, preso de la rabia, fue lanzarlos al fuego. Pero no lo hizo. ¿Por qué enterrar sus errores? Aquellos poemas le recordarían siempre su ingenuidad. Ah… ¿Cómo no había sido capaz de reconocer la traición de ambos? Sonrió sin dejar de observar los billetes. De los dos engaños que había sufrido, la entrega de Granada al enemigo no era el que más le enfurecía. Cerró el cartapacio y volvió a mirar al masmuda.

—Buen trabajo. Serás recompensado.

—He ordenado apresar al vigilante, mi señor… ¿Qué hacemos con él?

Utmán enarcó las cejas. Un andalusí que cedía al amor y traicionaba para ello la confianza de sus amos almohades. El viejo pecado de siempre al fin y al cabo. No sintió odio por el vigilante. Pero tampoco podía permitirse caer en los mismos defectos que aquellos andalusíes. Él era, a pesar de todo y de todos, un sayyid almohade. Y no necesitaba odiar a nadie en concreto para desatar la cólera que encerraba su corazón tras las últimas traiciones.

—Ejecútalo. Y asegúrate de que sus compañeros conocen la razón y asisten a su muerte. Ve.

El masmuda hizo una reverencia, dio la vuelta y abandonó la sala con la mano todavía puesta en la empuñadura de su espada. Utmán quedó a solas con el primo de Abú Yafar, que ahora mostraba el semblante pálido por la rápida sentencia que acababa de dictar el sayyid almohade y, sobre todo, por la frialdad con la que había decidido sobre la vida y la muerte. Intentó tragar saliva y temió que las siguientes palabras fueran las de su propia condena. Utmán detectó el pánico del andalusí.

—Y hablando de ejecuciones… Acabo de decidirlo. Tú también vas a tener la suerte de asistir a una.

El hombre cayó de rodillas, dobló el cuerpo y acercó la cara al suelo.

—¡No, mi señor! ¡Perdona a este pobre siervo tuyo! ¡Yo no pretendía hacer nada malo, tan solo visitar a mi primo!

—Ah… —Utmán dedicó una mueca de desprecio al andalusí humillado y suplicante—. Sois todos iguales. No temas, cobarde. No es tu muerte la que toca hoy. —El sayyid pateó débilmente el costado del hombre, que se levantó con la mirada huidiza y retrocedió un par de pasos sin abandonar la servil inclinación.

—Entonces… ¿no me vas a castigar?

Utmán dio un par de palmadas. Otro de sus masmudas abrió la puerta y se asomó con mirada interrogante.

—Llevad a esta rata a la judería. Ocúpate de que Hafsa también esté allí antes de la caída del sol.

La judería de Málaga, fuera del recinto amurallado, estaba precisamente junto a la puerta que llevaba a Granada. Ambos detalles parecían escogidos de forma expresa por Utmán. O eso pensaba Hafsa.

La poetisa seguía ocultando su faz, ahora demacrada, tras la miqná que cubría por entero su cabeza y su rostro y solo dejaba al aire su mirada. Había llegado allí conducida por varios guerreros masmudas desde el aposento en el que se la mantenía encerrada en la alcazaba de Málaga. Ahora aguardaba, medio extrañada, medio hastiada, al motivo de la reunión en aquel batiburrillo de casas vacías y calles estrechas y desiertas. Los batientes de algunas puertas golpeaban con un sonido débil sus marcos, y unos pocos ladridos recorrían las líneas quebradas de manzanas, de casuchas apoyadas unas en otras y de callejones sin salida. La judería de Málaga, como tantas otras, estaba abandonada. Una primera diáspora ya casi la había vaciado cuando los almohades llegaron a la ciudad. Los hebreos, avisados de las matanzas ocurridas en Fez y Marrakech, amontonaron sus enseres y huyeron a tierras cristianas del norte. Aquellos que pudieron disponer de dineros para un embarque, viajaron a Sicilia, a Egipto o incluso a Palestina. De los pocos que quedaron, y una vez que Utmán tomó posesión de la ciudad, algunos marcharon ante la amenaza oficial de ser ejecutados según la doctrina oficial almohade: Tawhid o muerte. La tercera huida no había llegado a tener lugar. Tras la rebelión de Granada, el sayyid había ordenado una dura investigación que dio con los huesos de casi todos los judíos islamizados en las mazmorras. Utmán sabía que los que decían haberse convertido mentían, y según esa convicción los condenó. Hafsa miró al camino de Granada, que pasaba junto al grupo de casas desiertas. Allí estaban todavía las cruces, ahora vacías, en las que habían muerto meses atrás varios de esos condenados, aunque algunos de ellos juraron mientras agonizaban que su sumisión al islam era sincera. En fin. Para Utmán, era más fácil no arriesgarse.

Junto a Hafsa, en silencio y escoltado por los masmudas, había un hombre al que la poetisa conocía vagamente. Un pariente de Abú Yafar, según creía. El andalusí permanecía quieto y miraba a su alrededor como si una horda de demonios estuviera a punto de devorarle. A pesar del notorio pánico y de sus evidentes ganas de correr lejos de allí, los guardianes ni siquiera le habían atado, y no parecían poner mucha atención en él. Hafsa había intentado hablarle, pero el hombre callaba con los labios apretados y los ojos muy abiertos.

Utmán llegó a caballo, vestido con ropas ceremoniales y con una lujosa espada colgando de su tahalí cruzado. Detrás de él, por la misma Puerta de Granada, salían de Málaga dos cortas columnas de jinetes masmudas, y al final, un carruaje tirado por una mula. Hafsa dirigió la mirada hacia los gruesos barrotes de madera que formaban una jaula sobre el carro. Un hombre vestido con algo parecido a una túnica parda rebotaba con el traqueteo de las ruedas, pequeñas y macizas. Iba sentado sobre algunas briznas de paja sucia y se apoyaba en los travesaños de su prisión móvil. A Hafsa se le cerró la garganta al reconocer a Abú Yafar. Su gemido de amargura hizo sonreír a los guerreros almohades que la escoltaban, y uno susurró algo al oído de otro. Utmán detuvo su corcel ante Hafsa y gritó en su lengua bereber. La poetisa entendió que ordenaba a sus hombres descargar al prisionero junto al camino.

—Hafsa bint al-Hach —llamó solemnemente el sayyid. Los hombros de la poetisa, vencidos hacia delante, se estremecieron. Su figura estaba ahora vacía de la voluptuosidad del pasado, y los ropajes, otrora bien compuestos, colgaban ahora mustios. Utmán no pudo dejar de pensar en ese cuerpo que él había acariciado tantas veces en Granada, en las caderas firmes que daban arranque a los muslos largos y esbeltos, en los pechos arrogantes que habían llenado sus manos… Ahora nada de eso se adivinaba bajo las sedas de buena calidad que todavía vestía Hafsa. Utmán se dio cuenta de que ya no sentía la atracción animal que antes le despertaba aquella mujer. Y el amor, por supuesto, había volado del corazón del sayyid. Claro que si no la amaba, ¿qué era ese dolor sordo que estrujaba su alma cuando veía a la poetisa? No, se decía Utmán. No podía ser. No debía. No la amaba. Otra cosa bien distinta era su deseo de venganza.

—Sí, mi señor —respondió Hafsa con voz llorosa y apagada. Incluso desagradable. Hasta eso había cambiado. ¿Cómo podría ahora declamar sus versos la mujer más hermosa de Granada? Utmán se obligó a apartar aquellos pensamientos de su mente.

—A partir de ahora quedas libre de la obligación de cubrir por entero tu rostro —sentenció, erguido sobre la silla de montar—. También te libero de tus demás obligaciones, y después de la puesta del sol podrás abandonar Málaga.

Hafsa observó el camino, donde en ese instante Abú Yafar era desencadenado de sus ataduras por los guardianes, ya fuera de la jaula. El poeta ni siquiera podía tenerse en pie. Sus piernas y brazos, que el remedo de túnica no alcanzaba a cubrir, parecían simples huesos revestidos de piel. Una piel llena de cicatrices y de cortes recientes. Con ojos llorosos, la mujer volvió la cabeza para dejar de torturarse con la imagen de su amante, convertido en un pingajo. Al hacerlo vio que el rojizo globo del sol se dejaba caer sobre los tejados de la judería. Muy pronto la voz de los muecines empezaría a sonar desde los minaretes de Málaga.

—¿No seré libre hasta que atardezca, mi señor?

La pregunta había sonado a súplica. Hafsa quería irse. Evitar el espectáculo que Utmán le había preparado. El sayyid giró la cabeza. Sus hombres apartaban las piedras amontonadas al pie de una de las cruces, manchada con viejos chorretones de sangre. Luego volvió a mirar a Hafsa. La escena, pensó, era la misma que aquella de tiempo atrás junto a al-Hamra, cuando ordenó crucificar vivo a un judío falsamente convertido en presencia de los demás hebreos de Granada. Recordó los gritos del condenado y la forma en que él mismo, irritada su alma por la crueldad del tormento, atravesó el cuerpo torturado con una lanza. Fueron los brazos de Hafsa los que le acogieron aquel día y le dieron consuelo, mitigaron su dolor y enjugaron sus lágrimas. Lágrimas de remordimiento. Buscó el alivio en Dios. En sus dictados. No era él quien torturaba y mataba al indefenso. Era la voluntad del Único, implacable con quienes le traicionaban, la que ordenaba capturar a los ingratos y a los que no creían, a los que rompían los pactos y no temían a Dios. Así rezaban las inspiradas palabras del Profeta:

Dispersa con el espectáculo de su suplicio a los que los sigan,

a fin de que reflexionen.

La cruz resonó al caer a su espalda: sus hombres habían conseguido arrancarla de la tierra y ahora se preparaban para clavar al condenado. El primo de Abú Yafar no pudo aguantar más tiempo en silencio y empezó a gimotear como un perro apaleado. Hafsa, vuelta de espaldas y mirando al sol poniente, temblaba tanto que toda su ropa se estremecía. Utmán levantó una mano hacia los guardianes que se disponían a ejecutar la sentencia de muerte de Abú Yafar.

—Aguardad a que acabe la oración para ejecutar al reo. —Desmontó y, parsimoniosamente, descolgó del arzón el rollo en el que guardaba su almozala. Desde Málaga llegó clara, arrastrada por el viento marino, la voz del muecín. Uno a uno, los almohades fueron preparándose para la oración del ocaso. El primo de Abú Yafar, acongojado, reparó en que carecía de alfombrilla y se apresuró a despejar la porción de tierra a sus pies. Antes de extender su propia esterilla, Utmán se dirigió por última vez a Hafsa—. Puedes marchar.

La poetisa levantó lentamente su mano derecha, tiró de la miqná y liberó su rostro surcado por las lágrimas. Miró al sayyid almohade, pero Utmán estaba ya vuelto hacia La Meca y comenzaba su oración. Desde Málaga, la llamada se repetía de un minarete a otro, confundiéndose las voces y los ecos de los muecines. Todos los masmudas, incluidos los guardianes del prisionero, estaban a pie firme y con ambas manos a los lados de la cara mientras recitaban el takbir. Ante el desprecio de Utmán, Hafsa fijó su vista en Abú Yafar, sentado ahora en tierra y con la espalda apoyada contra una de las ruedas claveteadas del carruaje. Su rostro, perdido entre el dolor y el abandono, pareció acusar la visión de su amante, y con una mueca giró la cara y buscó los ojos de Hafsa, enrojecidos por el llanto. Quedaron así los dos enamorados unidos por el puente de sus miradas, y lo mantuvieron tendido durante un corto instante antes de que ella diera la espalda a las murallas de Málaga. Luego, pugnando contra la desesperación para no caer rendida al suelo, empezó a andar muy lentamente, se alejó de las casas de la judería y se incorporó al camino de Granada, flanqueado por cruces vacías y recubiertas de una costra negruzca. Anduvo vacilante, logrando poco a poco que cada paso fuera más firme que el anterior, con la cabeza gacha y la mirada fija en el polvo de la senda, huyendo de aquella oración del ocaso y de toda la desgracia en que se había convertido su vida, hasta que el rezo terminó y los ecos de los martillazos volaron con el viento desde Málaga, y se colaron por entre sus vestiduras y su cabello e invadieron sus oídos. Un grito se alargó y perdió fuerza a la vez que las lágrimas de Hafsa se redoblaban. No miró atrás. En lugar de ello se llevó las manos a ambos lados de la cabeza y apretó con fuerza para no oír. Y siguió caminando y caminando hasta que cayó la noche. Y recordó el juramento que se había hecho a sí misma en la muralla de la alcazaba Qadima y lo confirmó en silencio, sabiendo que jamás sería de ningún otro hombre, y que el único al que había amado de corazón moría ahora tras ella, a las puertas de Málaga.