Un mal hermano
DÍA siguiente. Granada
Hafsa bint al-Hach se alisó los pliegues del mizar y dejó que sus brazos colgaran a los lados mientras los pasos resonaban en el pasillo de la munya. Estaba de pie en el centro de su estancia, sin sirvienta alguna, cuando la puerta se abrió.
Hafsa vio cómo el guardia negro del Majzén se hacía atrás y adquiría una pose solemne. El resonar de hierros indicó a la poetisa de que eran varios los esclavos almohades que llegaban. Cuando todos aquellos ruidos metálicos y estrepitosos se acallaron, oyó otros pasos más suaves y lentos, como si se recrearan en el paseo a lo largo de la balconada de tablas que conducía a la cámara particular de la granadina.
El sayyid Yusuf apareció con las manos cogidas a la espalda. Llevaba puesto uno de aquellos burnús rayados que tanto gustaban a los africanos. La capucha echada hacia atrás mostraba su rostro de piel negruzca y su barba nunca completa. Yusuf sonreía con suficiencia. Pasó sin molestarse en cerrar la puerta tras de sí, se situó frente a la mujer y la contempló con descaro, de arriba abajo. Exageró un mohín de disgusto al comprobar que la poetisa ocultaba pelo y rostro bajo una larga miqná, tan ajustada que solamente los ojos se entreveían por una estrecha rendija. La tela apenas permitía adivinar los rasgos de Hafsa, y el vaporoso movimiento de la prenda al ritmo de la respiración daba una sensación de agobio que el sayyid se esforzó en ignorar.
—¿Sabes quién soy, mujer?
—Mi señor Yusuf, hijo del príncipe de los creyentes. —Hafsa se dobló para extremar una inclinación que sostuvo hasta que dejó de hablar. El sayyid alargó su sonrisa con satisfacción.
—Veo que te fijaste en mí en aquella reunión de charlatanes.
Yusuf no pudo ver el gesto de desprecio de Hafsa ante el vanidoso comentario. Pero ella, mujer diplomática, sabía de qué velamen dotar a su nave según las aguas que cruzara.
—¿Cómo no fijarme en el ilustre sayyid, vástago querido del califa?
—Sí, claro. Cómo no fijarte. Y haces bien, mujer. Haces bien, porque no soy alguien a quien convenga ignorar. —Yusuf miró con fingida indiferencia a su alrededor—. Y te lo voy a demostrar. De momento, y para ahorrarte trámites, dime: ¿tienes tú algo que ver en la conspiración?
La respiración pausada de Hafsa se detuvo tras la miqná. Conspiración. La leve sensación de repugnancia que le provocaba el sayyid se vio sustituida por otra más punzante que subía desde el vientre y se abría paso por el pecho. Era el miedo, que quedó atravesado en su garganta. A Hafsa le habría gustado penetrar en los pequeños ojos de Yusuf, pero el velo se lo impedía. Sus manos dejaron de colgar inertes y se unieron para entrelazar los dedos. Tal vez así disimularía su temblor.
—No sé de qué me hablas, ilustre.
Yusuf asintió sin borrar su sonrisa y dio un par de palmadas. Dos de los Ábid al-Majzén entraron en la pieza y se colocaron a ambos lados del sayyid. Hafsa llevó la vista, medio nublada por la tela, a los enormes sables que descansaban en aquellos tahalíes cruzados. Los guardias negros miraban al vacío, como si fueran bestias desprovistas de alma. Aquello les daba un aire todavía más temible.
—Registradlo todo. Buscad en especial documentos.
La poetisa dio un paso atrás y sus talones desnudos chocaron contra la madera del lecho. Ambos esclavos se aplicaron a su tarea sin contemplaciones. Arrojaron al suelo prendas, abrieron cofres y desplegaron rollos de papiro. Levantaron con brusquedad las sábanas y miraron bajo la cama y las alfombras, tras los tapices y dentro de los pebeteros. Esparcieron incluso las cenizas de madera aromática, todavía calientes, que habían ardido la noche anterior. Acabaron destripando a cuchilladas los cojines de brocados. Y mientras todo eso ocurría ante la mirada oculta pero aterrorizada de Hafsa, Yusuf se paseaba por la cámara con las manos aún a la espalda.
—Ayer, cuando izamos de nuevo los estandartes del califa en la medina, no nos entregamos a la desidia. Sabíamos ya antes, por boca de buenos musulmanes, que Granada había sido traicionada y entregada al demonio Lobo, al que Dios arroje a las llamas eternas. ¿Tú estabas al corriente de esa traición?
—¿Yo?… Yo solo soy una mujer. ¿Cómo iba a saber yo…?
—Ya, ya, claro. Bien. No sería tan extraño, pues además de los informes acerca de la traición sufrida por los verdaderos creyentes en Granada, también conozco otras noticias. Algunas de ellas, de hace tiempo. Por ejemplo, sé, y en la reunión del Yábal al-Fath quedó bien claro, que eres la concubina de mi hermano Utmán.
—No soy concubina —protestó débilmente Hafsa—. Soy libre. No me insultes, por favor.
—Ah, perdona. No he sido certero con mis palabras. Es el problema de quienes no somos poetas, como tú. Entonces, ya que no eres concubina, podrías ayudarme a encontrar la expresión adecuada para ti. Tal vez… ¿perra lujuriosa y sedienta de hombres?
Hafsa quiso dar un nuevo paso atrás, pero el desordenado lecho se lo impedía, así que perdió el equilibrio y quedó sentada sobre el revoltijo de sábanas y cojines. Al hacerlo arrancó parte de la tela del dosel, que cayó sobre ella con mansedumbre.
—Mi señor. —Uno de los esclavos del Majzén llamó la atención de Yusuf. Los ojillos de este relumbraron al ver en manos del guardia un pedazo de papel. Se adelantó, lo cogió con avidez y paseó la lengua por los labios mientras daba la vuelta al pequeño documento y leía su contenido.
—Ah. Sí. —El sayyid mostró los dientes al sonreír, y estos destacaron sobre su piel oscura—. Este es uno de esos billetes que aquí, en esta tierra de fornicadores, soléis usar para vuestras citas, ¿no? —Yusuf alargó el escrito a Hafsa y ella se dispuso a recogerlo, pero aquel lo retiró con rapidez y lo puso de nuevo ante sus ojos—. No, pero este no es para quedar bajo un álamo y retozar como animales. A ver…, ¿qué dice aquí? Ah, ya veo: Ah, ese Utmán. Utmán, Utmán… ¿Cómo tienes esa pasión tan fuerte por él? Yo puedo comprarte en el mercado de esclavos un negro mejor por veinte dinares.
Hafsa tragó saliva y apretó con ambas manos las sábanas sobre las que se sentaba.
—Eso no es… Eso…
—Esto no es poesía, desde luego —aseguró Yusuf, cada vez más cómodo en su papel—. Ah, mi pobre hermano Utmán… ¿Quién podría odiarle tanto como para escribir esto? ¿Tienes alguna idea, mujer?
El sayyid elevó las cejas en señal de burla. Luego dobló cuidadosamente el billete y volvió a cogerse las manos tras la espalda. Sus ojos seguían ahora los movimientos de los esclavos negros, en espera de que le trajeran algo más. La habitación era ya un total desbarajuste de objetos y telas desparramados por el suelo: joyas, vestidos, cofrecillos, esencias, pinceles… De repente, todos, Yusuf, Hafsa y los esclavos del Majzén, se sobresaltaron al escuchar un grito femenino que venía de otra estancia.
—¿Qué es eso? —La voz de la poetisa temblaba ostensiblemente. El sayyid recompuso la sonrisa.
—¿Eso? Nada. Los sirvientes de la munya. Esclavos, cocineros, camareros… También se están registrando sus estancias. Y hablamos con ellos. Charla amistosa, por supuesto. Pero sigamos con lo nuestro, mujer. Sigamos con ese billete acerca de mi hermano. Porque aún no me has contestado. No me has dicho quién puede odiar tanto a Utmán como para insultarle así. Alguien… —Yusuf volvió a pasearse de un lado a otro—, alguien…, ¿alguien celoso? Sí, sin duda, esa pasión a la que se refiere parece más amorosa que de otro tipo. Lo que yo te decía, mujer: el típico pecado andalusí. Y ni tu sangre bereber te ha librado de él, por más que se ufanara de ello mi hermano ante nuestro padre, el califa. Así pues, ya tenemos la razón: los celos. Ahora bien, ¿quién podría estar celoso de Utmán?
Hafsa siguió en silencio. Aquello era una burda farsa, y el africano la llevaría tan lejos como quisiera. Sus hombros se vencieron y el lejano grito se repitió, más alargado ahora. Entonces el otro esclavo del Majzén soltó un gruñido de triunfo y se acercó al sayyid con un nuevo papel.
—Estaba en una rendija entre dos tablas, ahí, al fondo de ese arcón.
Yusuf se relamió y cogió el papel, doblado a lo largo varias veces. Lo extendió con cuidado y lo alisó con mimo. Luego leyó en voz alta, entonando con un falsete chirriante:
—Envío un saludo, que abre los cálices de las flores y hace zurear a las palomas en las ramas, a quien ausente está pero mora en mis entrañas aunque de verlo mis ojos están privados. No creas que tu ausencia me hace olvidarte. Eso, por Dios, no sucederá jamás.
El último verso terminó con una risotada del almohade, como si estuviera ante el torpe intento de un niño que desea abarcar más de lo que puede.
—Qué bonito —añadió entre carcajada y carcajada.
Hafsa sintió transformarse el miedo en náusea, pero en ese instante otros dos Ábid al-Majzén aparecieron en la puerta arrastrando a una muchacha. La poetisa se quedó sin aire al reconocer a una de las esclavas que trabajaban en la cocina de la munya. Era la misma que en el pasado, echada en la puerta de su aposento, había servido de guardiana mientras Hafsa y Abú Yafar se entregaban a su amor prohibido. La sirvienta llegaba en volandas, con los brazos y las piernas desmadejados y la cara sangrando. Tenía una ceja rota y bajo ella los párpados aparecían hinchados y de un color violáceo. Hafsa reprimió una arcada al ver que los dedos de la mano derecha de la esclava también sangraban y dejaban un reguero tras ella. Le costó un poco darse cuenta de que varias uñas le habían sido arrancadas. Los guardias negros dejaron caer a la mujer, que quedó inmóvil sobre el suelo. Luego uno de ellos acercó la boca al oído de Yusuf y estuvo susurrando un rato. Cuando terminó, Hafsa descubrió que aquella sonrisa cruel y sardónica parecía no encontrar límites a la hora de estirar los delgados labios del sayyid.
—Tu fiel sirvienta, me dicen, ha aguantado bien. Más de lo esperado. Teníamos que confirmar lo que, sin necesidad de tormento alguno, alguien nos apuntó ayer: que tu relación con el secretario Abú Yafar es públicamente conocida.
—Eso fue hace tiempo… —intentó justificarse Hafsa—. Desde que Utmán llegó…
—No te esfuerces, mujer. —Yusuf sacudió el papel con el poema—. La sirvienta ha admitido que compartiste tu sucio cuerpo con ese Abú Yafar, engañando a mi hermano. Y que cuando Utmán tuvo la cabal idea de encerrarte aquí, aun así recibías en la noche las visitas de ese secretario, o bien salías tú a verle a su hacienda de extramuros. ¿Lo niegas?
Los cuatro Ábid al-Majzén, que rodeaban el cuerpo inconsciente de la esclava, asistían divertidos a la escena. La mirada de Hafsa mostraba su crispación; no entendía dónde estaba la necesidad de someter a tortura a alguien para descubrir que ella mantenía una relación pecaminosa. O incluso dos. ¿Por qué era eso tan importante?
—No lo niego, me acostaba con ambos —reconoció al fin Hafsa. Yusuf recibió la confesión con un gesto triunfal.
—Bien, mujer. Así pues, yo tenía razón, eres una perra lujuriosa y sedienta de hombres. Veamos si tampoco me equivocaba en lo demás. Esta poesía en la que dices añorar a tu amado… ¿la escribiste para ese Abú Yafar?
La mujer se mordió el labio. Sus ojos fueron hacia la esclava desmadejada en el suelo, y luego al cuerpo fibroso y recubierto de hierro de los Ábid al-Majzén.
—La escribí para él, pero jamás se la envié.
—Eso es evidente —se burló de nuevo Yusuf—. Bien. Una cosa más. El otro billete. Ese en el que se desprecia a mi hermano y se le compara con un esclavo…, ¿lo escribió Abú Yafar?
Hafsa cerró los ojos en un intento por concentrarse. ¿Adónde llevaba todo aquello? ¿Realmente era tan importante saber si Abú Yafar y Utmán competían, con o sin conocimiento por parte de ambos, por su amor? ¿Era incluso vital saber si los insultos al gobernador de Granada eran obra de su secretario o no? ¿No se acababa de poner fin a un asedio de meses tras cometerse auténticas matanzas? ¿Tenían unas cosas algo que ver con las otras?
—¡Responde! —apremió Yusuf. La poetisa dio un saltito sobre la cama y palideció tras la miqná.
—No… No lo sé. Recibí el billete sin más. Iba sin firmar. Tú puedes verlo, mi señor.
El sayyid había borrado su sonrisa burlona, y ahora respiraba con forzada sonoridad, ensanchando las aletas de la nariz al expulsar el aire. Se volvió hacia los esclavos de la guardia negra y señaló a la muchacha torturada.
—Sacad eso de aquí. Fuera todos. Y cerrad la puerta.
Aquello aquietó un tanto el pánico en el que Hafsa estaba empezando a caer. La presencia de los Ábid al-Majzén era estremecedora, pero el sayyid Yusuf, por muy poderoso que fuera y a pesar de sus gritos y ofensas, estaba lejos de amedrentarla. La poetisa no acertaba a darse cuenta del peligro que suponía mantener encolerizado al sayyid. De algún modo, y a pesar de todo, confiaba en que su relación con Utmán fuese suficiente protección. De todas formas, cuando ambos quedaron solos en el aposento, entre todo aquel desorden que violaba lo más íntimo de Hafsa, ella se sintió indefensa.
—El velo. Quítatelo. Deseo contemplar tu rostro.
Hafsa estaba desconcertada. ¿Qué pretendía ahora el sayyid? Titubeó al responder:
—Mi señor Utmán ha prohibido que todo hombre, excepto él, vea…
El sonido de la bofetada fue amortiguado precisamente por la tela de la miqná, pero la cara de ella giró impelida por el golpe. El velo se soltó y arrastró el extremo que cubría el cabello hasta dejarlo del todo descubierto. Hafsa se llevó la mano a la mejilla, que ahora irradiaba un calor repentino. Yusuf miró satisfecho el rostro de la mujer, su nariz ligeramente aguileña y los ojos verdes enmarcados en kohl. Los mechones castaños que ahora se abatían libres sobre la frente y las cejas de la granadina.
—Tu señor Utmán no está aquí. Tu señor Utmán fue humillado por esos infieles cuando venía a socorrer a Granada. Yo soy quien ha triunfado a los ojos de Dios. Quien ha logrado la victoria para el califa y ha mantenido la ciudad en el Tawhid. Tu lealtad debe quedar clara, mujer. Por la cuenta que te trae.
Hafsa no ocultó el odio que aquella bofetada acababa de desatar. Pero no era un odio salvaje e incontrolado, sino uno frío, ladino y que prometía. Un odio que dilataba las pupilas y aumentaba el torrente de aire que entraba en los pulmones de Hafsa. Un odio que le permitía ver que aquella fanfarronada, aquella jactancia con la que Yusuf se arrogaba el triunfo y reclamaba para sí el honor, era en realidad un esfuerzo por despreciar la valía de su hermano Utmán, por oponerse al temor que debía de causarle a pesar de todo. La mujer se frotó la cara, donde empezaban a marcarse en rojo los dedos del sayyid. Retiró a un lado los mechones que estorbaban su vista y se notó serena, como si aquel golpe la hubiera sacado del estupor. La rabia eliminaba otro velo. Uno que enturbiaba las imágenes con una miqná de sumisión y vergüenza imaginaria. Ahora veía que lo que Yusuf sentía por su hermano era en realidad envidia. Envidia, quizá mezclada con cierto miedo. Algo que parecía querer desatar allí, lejos de Utmán, y ensañándose con alguien a quien este amaba. Hafsa decidió aventurarse y comprobar si sus sentidos le mentían.
—Este es mi rostro, pues. —Alzó la barbilla y sostuvo la mirada de Yusuf. Tras unos instantes se levantó para disminuir la diferencia de alturas. Aquello le dio más valor para seguir—. Aunque ya lo viste una vez, en Gibraltar.
—No se llama Gibraltar, meretriz. —El sayyid apretó los dientes—. Hemos cambiado su nombre, por la gloria de…
—Gibraltar es el lugar donde antes viste mi rostro, Yusuf. Por lo que parece, no es tan grande la hazaña que acabas de acometer, cuando el mismo Utmán te permitió observar mi cara allí.
Yusuf arrugó el ceño.
—¿Quieres decir que necesito el permiso de Utmán para ver tu cara, zorra?
—Así es. Y lo tienes, por eso la ves.
—¡Falso! —Alzó la mano, dispuesto a abofetearla por segunda vez, pero Hafsa se mantuvo desafiante, con la cara alta y la mirada fija. Yusuf vaciló un momento, pero luego bajó el brazo e intentó que su sonrisa de suficiencia regresase. Solo consiguió una mueca—. Verás, adúltera, cómo consigo lo que quiero sin necesidad de que nadie me dé permiso. ¿O crees que tu señor Utmán me concedería licencia para lo que voy a hacer ahora?
Y se abalanzó sobre ella, arrastrándola a la cama deshecha. Hafsa no lo esperaba y tardó en reaccionar. Cuando quiso darse cuenta, el sayyid la oprimía con su cuerpo y le daba torpes lametazos en la cara. Lanzó un grito, pero advirtió que no podía esperar que nadie fuera en su ayuda. Se removió y logró estorbar los movimientos de Yusuf. Él gruñía mientras trataba de inmovilizar sus manos, pero ni uno ni otra podían hacer más que forcejear. En ese instante, él abandonó la brega y se dedicó a tirar de las ropas de ella. Se oyó el crujir de la túnica, y las uñas hollaron piel. Hafsa notó el contacto frío e incisivo en el cuello y en el pecho. Trató de cubrirse, pero Yusuf encontraba en todo momento un hueco por el que meter las manos y apretar sus carnes.
—Zorra… —jadeaba con voz entrecortada—, no puedes negarte. No puedes negarte.
Hafsa consiguió rodar y ambos rebasaron el borde de la cama. Yusuf cayó de espaldas, y ella, sobre él. Entonces, con un rápido movimiento, la rodilla derecha de Hafsa se clavó en los genitales del sayyid, arrancándole un bufido. Su fuerza se disipó como por ensalmo y se encogió mientras se agarraba la entrepierna. Ella se arrastró fuera de su alcance, se levantó y retrocedió unos pasos. Su túnica estaba desgarrada y un pecho desnudo y arañado asomaba desafiante. Ni siquiera se molestó en cubrirlo.
—Claro que puedo negarme… —escupió Hafsa con rabia.
—Idiota. —La voz de Yusuf sonaba apagada. Seguía hecho un guiñapo en el suelo, frotándose el escroto a través del burnús a medio quitar—. ¿Quieres que llame a mis guardias negros? Ellos me ayudarán a tomarte. Y luego les permitiré desgarrarte las entrañas…
Hafsa sufrió una sacudida, pero no se dejó amilanar.
—Hazlos pasar, sí. Y entrégame a ellos. Pero asegúrate de matarme, porque Utmán sabrá todo lo que ha ocurrido aquí. Y por muy poderoso y triunfante que te creas, no te quedará más remedio que enfrentarte a él. ¿Acaso no lo sabes? Él está loco por mí. Sería capaz de atravesarte si se enterara de esto, puerco. Sí. Claro que sí. Tú también crees que lo haría. Lo veo en tus ojos. Lo he visto antes, cuando te ufanabas de haber logrado la victoria allá donde él había fracasado. Le temes. Sabes que es mejor que tú. Él jamás tuvo que forzarme para disfrutar de esto —se adelantó medio paso y su seno desnudo apuntó al sayyid dolorido—, pero tú, incapaz, no eres digno ni de besar el suelo que Utmán pisa.
Yusuf se levantó con dificultad. Hafsa se puso en guardia, dispuesta a seguir resistiéndose. Por un momento pensó que sí, que el sayyid iba a llamar a los Ábid al-Majzén. Se vio a sí misma sujeta sobre la cama, inmovilizada por los brazos fuertes y nervudos de los guardias negros, y al sayyid sobre ella, embistiendo como un animal. Y después los negros se turnarían, y gozarían de su cuerpo como si fuera botín de guerra… Pero no. Realmente Yusuf temía a su hermano. Temía a Utmán. El sayyid gimió y se agarró el escroto con una mano mientras se apoyaba con la otra en las barras del dosel. Miró a Hafsa con los dientes apretados.
—Zorra andalusí… Zorra, zorra y mil veces zorra. Maldita seas por Dios. Maldita tu sucia raza… Crees que Utmán me ha ganado. Crees que tú misma has ganado, ¿eh? Eso crees… —Yusuf dio un par de pasos y se agachó antes de continuar sus maldiciones entre dientes. Recogió del suelo los dos papeles: uno, el poema de Hafsa a Abú Yafar y otro, el billete anónimo que insultaba a Utmán—, pero hay algo que no puedes evitar, sucia perra granadina. No puedes evitar que yo lleve a tu amante ante mi hermano, y ese mismo amor que Utmán te tiene… —El sayyid puso los ojos en blanco al incorporarse y notar el dolor punzante en los testículos—. Ese mismo amor… será el que acabe con tu amante. Y yo me aseguraré de que tú lo veas.
Dos días después
Solo las luces del atardecer llegaban nítidas hasta el sótano de la torre de al-Hamra, cuya única ventana —pequeña, alta y enrejada— estaba orientada a poniente. Por ese ventanuco, apenas un tragaluz, se colaban también los chillidos de los vencejos, que se desafiaban unos a otros, se perseguían y requebraban a ras de tierra antes de remontar el vuelo y perderse en la altura de la tarde.
Dentro, un hachón crepitaba. Despedía chispas y un olor pringoso, dulzón, al iluminar a medias la puerta abierta de una de las mazmorras. Poco más que un rectángulo de brillo apagado marcaba en el suelo húmedo e irregular el sitio donde el almirante supremo Sulaymán permanecía firme, mirando al interior.
—Luz —ordenó. Un sirviente se apresuró a pasos cortos, descolgó el hachón y se acercó al caudillo almohade. Un chisporroteo persiguió al esbirro, y el goteo de resina marcó su senda. El almirante supremo entró en la mazmorra seguido por el criado. Al hacerlo, el hachón iluminó la pared, también rocosa y chorreante, en la que había clavadas varias argollas. Dos de ellas estaban unidas por cadenas a las muñecas de un hombre desnudo. Su cuerpo mostraba cortes largos y estrechos que envolvían sus músculos y las curvas de sus caderas, cintura, pecho y hombros; tenían sangre seca alrededor y otra más reciente se deslizaba en goterones hasta el suelo. Las muñecas, desolladas a fuerza de rozarse con el hierro negruzco de los grilletes, también sangraban. Reclinados contra otro muro de la mazmorra, dos guardias masmudas intercambiaban miradas silenciosas mientras Sulaymán reflexionaba sin quitar ojo del cautivo. Junto a los soldados, un cubo contenía sumergidos en un líquido sanguinolento varios chuzos más o menos afilados, uno de los cuales mostraba un borde de pequeños dientecitos. Colgando de la mano de uno de los masmudas, un látigo de piel trenzada con una pequeña pieza de hierro atada en la punta se balanceaba indolentemente y dejaba caer de vez en cuando una gota de sangre.
Sulaymán cogió la antorcha de manos del sirviente y se acercó al cautivo. Las sombras se deslizaron por la pared de la mazmorra y el prisionero parpadeó tres o cuatro veces, deslumbrado por el súbito brillo de la llama que ahora se aproximaba a su cara. Abú Yafar gimió, temeroso de que el siguiente tormento estuviera relacionado con el fuego. Quiso rogar, decir algo, pero los dientes rotos le dolían si intentaba hablar. Tosió un par de veces y escupió un cuajarón negruzco. Luego alargó su gemido en la esperanza de hacerse entender mientras su lengua sangrante despertaba del entumecimiento provocado por sus propios mordiscos. Sulaymán se fijó en la cara tumefacta, en la que golpes de tres días recorrían cejas, nariz y boca; y en el pelo apelmazado de sudor, humedad y sangre. Y de otros fluidos con los que los verdugos masmudas habían regado al preso, convirtiéndolo en su letrina particular. El almirante supremo arrugó la nariz por el olor nauseabundo que Abú Yafar desprendía. Después inclinó la cabeza y observó con curiosidad al cautivo. Extraño. El secretario y poeta granadino había confesado casi enseguida su liderazgo en la traición y su relación con los conjurados judíos. En apenas medio día tras su captura ya estaba gritando los nombres de los conspiradores y de quienes habían abierto la Puerta de ar-Ramla a los andalusíes de Hamusk. Incluso dio detalles acerca de los hebreos que habían llegado a matar a los miembros de la guarnición almohade de la medina. Sin embargo, y eso era lo que despertaba la curiosidad del veterano almirante, Abú Yafar se negaba a confesar que era el amante de Hafsa bint al-Hach. Intrigante.
Sulaymán suspiró. Para él aquello era un trámite más. No sentía piedad por Abú Yafar. Y no porque se tratara de un andalusí. Al contrario. Él era más indulgente con los defectos de aquellos seres débiles y de piel clara, pues conocía que no estaban dotados de la fe inquebrantable y la fidelidad absoluta de los almohades. Tampoco le inquietaba la escabechina que sus masmudas estaban cometiendo con el cautivo. Aunque no era lo normal, desde luego. Se trataba de Abú Yafar ibn Saíd, todo un noble andalusí, de antigua estirpe y fundamental, según los criterios políticos del viejo Umar Intí, para mantener el poder almohade en al-Ándalus. Y no era que esos criterios hubieran perdido su validez. Era que a los nobles, aunque fueran traidores, se los ejecutaba. Así había sido con Ibn Sarahil, el gobernador de Carmona. Se los ejecutaba, sí. Pero no se los torturaba. Eso estaba reservado para la chusma. Bueno —rio para sí el almirante—, y para los hermanos del califa, a quienes él mismo había ordenado castrar y linchar tras su conspiración de hacía años en África.
Ah, sí. Sulaymán debía reconocerlo. Nada tan placentero como sobrepasar los límites. Torturar a un noble andalusí o arrancar los testículos a un familiar del príncipe de los creyentes. El almirante supremo se relamió. Mejor estar allí, asistiendo al tormento de Abú Yafar, que en la Qadima, dirigiendo las sesiones de tortura a los judíos conspiradores. Su trabajo con Abú Yafar era mucho más fácil, y por ello, divertido. No necesitaba arrancar confesiones que ya conocía. Torturaba por torturar. Porque todos los enemigos de Dios merecen el tormento, en este mundo y en el otro.
—Agua —mandó secamente.
Uno de los esbirros cogió el cubo y con un gesto pidió al otro que sacara de dentro el instrumental. Luego baldeó a Abú Yafar, y este se convulsionó. El sirviente tomó el pozal vacío y desapareció a la carrera en busca de más agua. Mientras tanto, el cautivo parecía despertar del letargo en el que le habían sumido los golpes con el látigo y los pinchazos y cortes con los hierros mal afilados.
—Lo… he contado… todo —se atropelló al morder sus propios dientes y los pingajos de piel que colgaban de labios y paladar.
—Casi todo —corrigió Sulaymán. Se irguió y alejó la antorcha de la cara de Abú Yafar. El granadino pudo abrir los ojos luchando contra la hinchazón de los párpados, y vio al almirante supremo andar de un lado a otro de la mazmorra. Las sombras se le antojaron genios del infierno que se movían por allí dentro y esperaban pacientes para llevárselo con ellos. El poeta deseó morir cuanto antes, sobre todo cuando su vista se posó en la chorreante pared de su derecha, sobre la que estaban apoyados los dos verdugos masmudas con los que llevaba varios días conviviendo. Entre los tres, torturadores y torturado, se había creado un vínculo de dolor extremo. Una violenta náusea conmovió todo el cuerpo de Abú Yafar, pero no era capaz ni de vomitar su propia sangre.
—Por favor… —repitió—. Lo he contado todo…
—Nooo. No lo has contado tooodo. —La voz del almirante sonaba apacible; casi dulce, como sonaría la de un abuelo al narrar una fábula a su nieto—. Y no es que a mí me importe. Yo ya sé lo que quería saber. Lo que necesitaba saber. Para poner orden, digo. Esos judíos amigos tuyos… —Sulaymán se plantó a un lado, ocultando a los dos masmudas de la vista del cautivo. Observaba el goteo incesante de la antorcha y la hacía girar en su mano—. He tomado una decisión con respecto a ellos. Y con respecto a sus familias, claro.
El andalusí respingó. Levantó la cabeza y mostró a la luz del hachón su nariz tronchada y la piel desgarrada de sus mejillas. Una de sus orejas sangraba por el corte que había eliminado parte del lóbulo, pero no se dio cuenta.
—Sus familias… —El granadino recordó de repente a la mujer del judío Ibn Dahri, tan resuelta a llevar a cabo la rebelión—. Sus familias no. Sus mujeres; sus hijos… no sabían nada.
—Oh, tranquilo, tranquilo. Sus mujeres e hijos vivirán. Como esclavos, eso sí. Los llevaremos a África. Allí nos hace falta mano de obra. Braceros para el nuevo puerto de Rabat, sobre todo. Ah, y esparcimiento para nuestras tropas, claro. Es lo menos que se puede hacer. Deberían estar agradecidos, ¿no crees, Abú Yafar? Así compensarán a Dios, aunque sea en una pequeña parte, por el tremendo daño que le han causado.
El poeta tosió y escupió otro grumo sanguinolento. Al removerse, su piel maltratada rozó la roca y el dolor le obligó a apretar los dientes. Los masmudas se habían empleado bien allí, en su piel. La habían abierto, pinchado y desgarrado. Pero no se habían ensañado mucho con los huesos, aparte la dentadura, la nariz. Bueno, también le habían roto un par de dedos cuando lo engrilletaron desnudo tres días atrás. Esa primera tarde, Abú Yafar se había mostrado muy airado y ofendido. Gritaba e insultaba a los almohades. Ahora ya no.
—¿Y ellos? ¿Y los hombres judíos? —se atrevió a preguntar.
—Pues mañana los verás. Tendrás la oportunidad de despedirte de ellos.
—¿Ma… mañana?
—Sí, mañana. —El almirante sonrió, aunque a la luz del hachón pareció más bien que deformaba su rostro en un rictus diabólico—. Mañana salimos de viaje, Abú Yafar. Tú y yo. Nos vamos a Málaga a ver a Utmán, tu señor. Hemos dispuesto que tus amigos judíos, con quienes tan buenos ratos has pasado en los últimos meses, te despidan personalmente. Pero, como te decía antes, creo que no lo has contado todo. Y te lo repito: no es que me importe mucho. Es cosa de Yusuf, ya sabes. Lo de Hafsa. Insiste en que nos aclares si eres su amante.
Abú Yafar removió los labios un rato y luego escupió un pedazo de diente.
—No lo soy… Casi… Casi no la conozco. Ya te lo he dicho…
Sulaymán chascó la lengua un par de veces.
—Mala cosa. El problema es que a Yusuf se le ha metido en la cabeza que eso no es verdad, y me ha asegurado que lo negarás para protegerla, porque ella también podría estar metida en esto. En lo de la conspiración, me refiero. Tal vez tengamos que traer a Hafsa aquí y dejarla en manos de estos dos fieles guerreros…
Abú Yafar boqueó en busca de aire y volvió a toser, muy violentamente esta vez. La sangre salpicó los pies de Sulaymán, aunque el almirante no pareció molestarse por ello. No era poca la sangre con la que el almohade se había manchado a lo largo de su vida.
—Nooo… Ella no tuvo nada que ver. No sabía nada. Lo juro. Lo juro. —Las lágrimas asomaron a los hinchados ojos del poeta y un par de goterones rodaron por los pómulos tumefactos, tiñéndolos de rojo antes de perderse en la barba a medio arrancar.
—Vaya. Para no conocerla apenas, te muestras muy inquieto por la posibilidad de que la traigamos aquí. Y ¿sabes una cosa? Te creo. Creo que no la hiciste partícipe de tu traición. Porque en verdad eres su amante, y como la amas, te preocupaste de no causarle más problemas que los de tu propio amor. A pesar de eso, es posible que Utmán, ante quien debes comparecer en breve, no te crea con tanta facilidad como yo. Así, para convencerle, ¿no será apropiado que reconozcas ser amante de Hafsa? Una cosa por otra. Dame solo eso, Abú Yafar. Dame esa confesión, y repítela ante Utmán. Decide: que Utmán la vea como fornicadora o que nosotros lo hagamos como traidora.
Abú Yafar seguía llorando lágrimas de sangre. El dolor físico había pasado a segundo plano, y ahora lo que atenazaba su alma era el pánico al sufrimiento de su amada. Si confesaba ser su amante, ella podría ser acusada del pecado de fornicación. Eso acarrearía igualmente su muerte. Pero no… Él había visto a Utmán llorar como un niño tras crucificar a aquel judío, Rubén. ¿Cómo iba a ser capaz de dejar que lapidaran a Hafsa? Gimió de impotencia. Tiró de las cadenas, solo para clavarse de nuevo el hierro de los grilletes en la piel de las muñecas. Al cabo de un rato de arrastrar de eslabones y chisporroteo de brea, dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—Está bien. Reconoceré ser… el amante de Hafsa. Lo reconoceré ante Utmán.
Día siguiente
Bab ar-Ramla, la puerta por la que una noche entraran en Granada las fuerzas de Hamusk, abría el paso a una plaza en la que solía celebrarse el mercado. Un gentío enorme sustituía aquella mañana al zoco, a los puestos de especias, perfumes, carnes, verduras, frutas y telas. Pero no estaban allí por propia voluntad, sino obligados por el ejército almohade que acababa de recuperar la ciudad. Nada de gritos de los mercaderes anunciando sus productos ni de los típicos corros de vecinos que cuchicheaban de este o aquel. Un silencio lúgubre invadía la explanada y mantenía a los granadinos cabizbajos, amontonados por orden del sayyid Yusuf, glorioso vencedor de la Sabica y salvador de Granada para Dios, el Único.
Era día de partida. Una variopinta columna iba a salir desde Granada hacia el oeste, rumbo a Málaga. El almirante supremo Sulaymán viajaría con ella, aunque él tenía pensado seguir camino hasta Córdoba. En cuanto al aclamado héroe de Granada, Yusuf, todavía permanecería unos días en la ciudad recobrada antes de partir para Sevilla.
Mezclados con los granadinos, los guerreros de las cabilas asistían también al evento y, de paso, los intimidaban con su presencia. Les recordaban que estaban allí y que el hedor a muerte que se extendía por la ciudad era obra suya. Y muy bien que lo sabían los villanos, pues bajo pena de azotes todos los hombres se habían aplicado en los días anteriores para limpiar de cadáveres el barranco entre las alcazabas, llevándose a los muertos para quemarlos en grandes piras que todavía ardían y despedían columnas de humo negro que el viento se llevaba a levante. Aun así, la fetidez de la muerte se desplazaba por el agua podrida del Darro y cruzaba la ciudad, se disolvía en el aire y penetraba por bocas y narices hasta arrancar arcadas a todos. Gran triunfo almohade, sin duda.
El mismo almirante supremo se había preocupado de extender el rumor con categoría de certeza incontestable: Yusuf, el hijo del príncipe de los creyentes, había sido el auténtico artífice de la victoria. Él, Sulaymán, no la quería. ¿Para qué? Tener contento al futuro califa era premio más que suficiente, y de seguro rentaría mucho más que cualquier triunfo militar. Además, tampoco había sido tan difícil. Los interrogatorios a los granadinos, lo mismo musulmanes sinceros que judíos falsamente islamizados, le llevaban a concluir que Hamusk no había sabido aprovechar su ventaja, y que en lugar de apretar el asedio de la Qadima se había dedicado a atormentar a los cautivos almohades, arrojándolos incluso con aquel almajaneque gigante cuyas cenizas estaban limpiando sus hombres en lo alto de la Sabica.
Sulaymán aguardaba montado a caballo, vestido con sus ropas militares y luciendo en su estandarte una consigna de adhesión a muerte al Tawhid. Como única muestra de vanidad por la matanza de cuatro días atrás, se permitía llevar colgado de su silla de montar el pendón verde del conde de Sarria. El almirante supremo sonrió ufano. La comitiva que partía hacia Málaga se abría con un guerrero harga que guiaba un carro tirado por dos mulas. La única carga era una vasija de tapa sellada con cera, en cuyo interior, sumergida en miel, viajaría la cabeza cortada de Álvar Rodríguez. Su destino final, Córdoba, donde sería exhibida sobre la Bab al-Qántara.
La escolta de jinetes masmudas mantenía a raya a la multitud y abría un pasillo que atravesaba la plaza hasta la puerta, todavía cerrada. Los guerreros, a los que se había permitido repartirse como botín las pertenencias de los conspiradores, no habían ahorrado esfuerzos en descubrir a los culpables de la traición, pues les iba la ganancia en ello. Así, aparte de los verdaderos autores de la intriga, entre los arrestados en esos días había multitud de andalusíes que no tenían que ver con rescoldos almorávides ni resentimientos hebreos. Aunque de nada habían servido sus súplicas y los testimonios de parientes y amigos en la alcazaba Qadima. De los arrestados, tan solo dos se habían salvado de la condena: un hebreo que cayó fulminado a los primeros golpes de látigo y un andalusí que consiguió escapar y se arrojó al Darro cuando lo conducían a las mazmorras. El pobre desembocó ahogado en el Genil, pero nadie daba por mala su solución sabiendo cómo las gastaban los almohades en asuntos similares. Así, la purga estaba siendo extrema. Ni Sulaymán ni Yusuf querían dejar detalle alguno al azar. Hasta sospecharon de los que se habían mantenido fieles y sitiados en la Qadima. Por ello, el heredero del califato había decidido llevar consigo a Sevilla a todos los funcionarios de Granada. En la capital almohade de al-Ándalus podría tenerlos más controlados y alejados de tentaciones andalusíes. El primero en ser requerido por Yusuf fue Ibn Tufayl, a quien pareció incluso agradarle la idea de ir a parar al alcázar sevillano.
Un rumor que no provenía de una voz concreta, sino de cientos de personas que atendían a un solo estímulo, marcó la llegada de Hafsa bint al-Hach. En boca de todos estaba que la poetisa marchaba a Málaga para presentarse ante Utmán, aunque no se sabía si era para rendir cuentas o como simple cortesía. En cualquier caso, la mujer sería transportada en otro carruaje y formaría parte de la comitiva. Todos reconocieron a Hafsa por su llamativa presencia, imposible de disimular ni aun con aquellos ropajes anchos y poco sensuales, ni por la miqná bien ajustada que cubría por entero su rostro. El propio Sulaymán indicó a la poetisa que debía subir a un carro, también tirado por dos mulas, que aguardaba parado a un lado de la explanada. Hafsa obedeció y entrecerró los cortinajes que, sobre una estructura de cañas, cubrían la carroza, pero dejó una abertura suficiente para ver cómo se desarrollaba la partida.
El siguiente en llegar fue Yusuf. Apareció a pie y vestido con una elegancia que chocaba con la habitual sobriedad de los prebostes almohades. Sulaymán arrugó el gesto al ver al sayyid cubierto por un aparatoso turbante del que brotaba, larga y curvada, una pluma verde. Llegaba acompañado por los visires de su ejército expedicionario y por el cuerpo de funcionarios granadinos que, en breve, pasarían a prestar sus servicios en la corte sevillana. Los masmudas irrumpieron en aclamaciones y corearon el nombre de Yusuf y el de su padre, y lanzaron bendiciones al Profeta, al Mahdi y a Dios. Hafsa asistió a la mascarada desde su carro. Su rostro invisible se contraía en una mueca de asco inmenso al recordar cómo Yusuf había intentado poseerla, y cómo después había cedido al miedo a su propio hermano. El sayyid miraba a su alrededor con la cabeza alta, y aquella pluma verde se mecía al débil soplo de brisa que apenas aliviaba el calor veraniego. Condujo a su pléyade de burócratas a un lado del pasillo y subió a un estrado de madera especialmente construido para el momento. Cuando Yusuf se hubo acomodado en el estrecho asiento levantado en la tarima, llegó el plato especial.
Abú Yafar apareció arrastrado por un muchacho, apenas un niño. Tal vez un esclavo de alguno de los condenados, o quizás un mozalbete pagado para esa labor por los almohades. El jovenzuelo, vestido con andrajos, tiraba de una cadena unida al cuello del poeta por una argolla. Hafsa apretó el puño en torno al cortinaje del carro y se retiró con disimulo parte de la miqná. Abú Yafar iba descalzo, cubierto tan solo por una especie de túnica hecha de arpillera y remendada. Tenía la cara hinchada y arrastraba los pies, y sus manos permanecían atadas al frente por una cuerda. Un par de exclamaciones de conmiseración se elevaron desde el público cuando todos pudieron ver las marcas e hinchazones del rostro y los brazos desnudos del poeta. Era evidente que aquel hombre no podría caminar más de unos pocos pasos. Hafsa rompió a llorar en silencio.
Sulaymán gritó un par de órdenes y la columna se puso en marcha. El carruaje que transportaba la cabeza de Álvar el Calvo fue el primero en doblar el recodo de la Puerta de ar-Ramla cuando las hojas de pesada madera claveteada se abrieron; a continuación, fueron saliendo los jinetes masmudas, que hacían avanzar a sus caballos a paso de ambladura y mantenían bien altos los pendones de sus lanzas. El propio almirante supremo ocupó el centro, seguido por sus asistentes montados, y siguió el cautivo Abú Yafar, arrastrado por el mozalbete como símbolo de humillación extrema. Hafsa se agarró a las cañas que sostenían las cortinas cuando su carro se puso en movimiento. Ella cerraría la columna, justo detrás de su amante. Una sucia y última burla de Sulaymán, o tal vez de Yusuf. La poetisa se asomó apenas al pasar junto a la tarima de madera, desde la que el sayyid asistía con aire ausente a la marcha del almirante supremo. Sin embargo, un pequeño tumulto llamó la atención de la lloriqueante Hafsa. Se restregó la cara, se desplazó a la parte trasera del transporte y retiró un ápice las telas que lo cerraban. Su mano presionó la miqná al llevársela a la boca. Ella no cerraba la columna. Lo hacía una comitiva inacabable de mujeres y críos, algunos de ellos, de pecho y en brazos de sus madres. Marchaban a pie dentro de la jaula humana que formaban los caballeros masmudas, sin atadura alguna salvo la de la afinidad en la desgracia. Hafsa sintió que su angustia se redoblaba al ver que algunas de aquellas mujeres y niños tenían cosidos en sus vestiduras parches de color amarillo. Judíos. También reconoció a algunas de las esposas de los almorávides sometidos de Granada, y a varias damas andalusíes, dos o tres incluso de prestigiosas familias de la ciudad o de las aldeas de alrededor. Comprendió enseguida. Se trataba de las familias de los conspiradores. Pero ¿dónde estaban ellos?
Cuando el grupo de cautivos traspasó las murallas, Hafsa obtuvo una respuesta. Todas las mujeres prorrumpieron en chillidos de angustia, y varias se desplomaron, arrastrando en la caída a los bebés. Las crías lloraban. Llamaban a sus madres. Y hasta una mujer tuvo que ser obligada por los masmudas, a golpes de contera, a volver a la comitiva. Semejante escándalo llamó la atención de los granadinos de dentro, que sin que nadie lo impidiera empezaron a salir por la Puerta de ar-Ramla. Los rostros palidecieron y el llanto se extendió. Hafsa, que ya intuía la causa de todo aquello, retiró por completo los cortinajes y se asomó.
El camino que llevaba de Granada a Málaga estaba flanqueado por cruces. Clavadas en la tierra a trechos regulares y afirmadas con montones de piedras en su base. La poetisa, incapaz de arrancar más lágrimas a su dolor, vio cómo decenas de judíos, almorávides y musulmanes andalusíes, todavía vivos, colgaban de los travesaños empapados en sangre. El corazón de Hafsa estuvo a punto de detenerse cuando uno de los crucificados localizó en la columna a su familia y gritó sus nombres. La poetisa forzó los ojos. Conocía a aquel hombre martirizado que llamaba a su mujer desde la cruz. Sahr ibn Dahri. El revuelo creció y se convirtió en disturbio y, al final, los masmudas tuvieron que emplearse a fondo para evitar que cada esposa, hijo, hija, hermana, madre… se lanzara a los pies de una cruz e intentara descolgar a un ajusticiado. Hafsa, vencida por el sufrimiento, elevó los ojos arrasados en lágrimas, solo para ver una enorme y oscura bandada de buitres que, describiendo lentos y amplios círculos, sobrevolaba Granada.