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Capítulo 47

Río de sangre

UNA semana después. Cercanías de Granada

El puesto avanzado de centinelas de Armengol de Urgel era un círculo de mantas extendidas sobre estacas clavadas en el suelo. Tres hombres, jinetes cristianos, se turnaban para vigilar el camino que llegaba por poniente. Dos de ellos charlaban con guasa bajo la sombra de un olivo. Se burlaban de la rivalidad, ya notoria, entre Mardánish y Hamusk. Uno de los soldados imitaba en falsete los reproches del rey Lobo y el otro reía sin parar. En cuanto al tercero, cumplía su servicio de armas a alguna distancia y recostado sobre otro árbol, con el escudo de lágrima apoyado en la parte inferior del tronco. El hombre se cubría con la mano los ojos en un intento de protegerse del sol del atardecer, y a su vista tan solo se extendía el paño verde y uniforme de sembrados a la vera del Genil, así como los olivares desparramados por las suaves pendientes. El cristiano suspiró y dobló la pierna derecha para cambiar el peso de su cuerpo. Tras él resonaban de nuevo las risotadas de burla de sus compañeros.

Un súbito toque frío hizo estremecerse al centinela. De pronto, el estupor se apoderó de él. Notó la piel de su garganta abrirse con un brusco frescor metálico, y a continuación llegó la tibieza de la sangre manando del cuello rasgado. Solo fue consciente de que lo habían degollado cuando sus rodillas toparon con el suelo cruzado por raíces y guijarros. Quiso gritar para advertir a sus compañeros, para pedir auxilio o piedad, pero lo único que logró sacar de su garganta seccionada fue un burbujeo siniestro. Alguien apoyó un pie en su espalda y lo impulsó hacia delante. Se oscureció el sol poniente y la vega se borró.

El guerrero masmuda, un tipo enjuto y de baja estatura, se agazapó con el cuchillo aún chorreante en su diestra. A sus pies, el cristiano se convulsionaba como un corderillo recién sacrificado. Los paños pardos que servían de abrigo a los centinelas distraídos se confundían con el suelo de la colina, pero las cabezas de los guerreros se movían y delataban su posición. Sobre todo uno de ellos, que lanzaba continuas risotadas. El masmuda avanzó un par de pasos para variar su perspectiva y luego, en total silencio, señaló hacia el lugar del puesto de guardia avanzado con su arma chorreante. Los rumat aparecieron de la nada, escupidos por la tierra, velados y cubiertos por sus oscuros ropajes de los pies a la cabeza. Solo los ojos, abiertos en gesto de alerta, anunciaban que aquellos bultos eran en realidad seres humanos, arqueros bereberes que ahora alojaban sus flechas en las cuerdas de los arcos. Poco a poco, con lentitud, nueve hombres se alzaron de entre los arbustos. El masmuda, explorador de la cabila hintata, ordenó con severa superioridad a los arqueros que se adelantaran. Necesitó un único gesto silencioso. Las carcajadas de los cristianos subieron de volumen. Ambos reían ahora, y uno de ellos incluso se agarraba las ropas a la altura de la barriga. Un poco más allá, atadas las riendas a unas ramas bajas, los tres caballos de los guerreros de Urgel sí notaron la presencia siniestra de los arqueros africanos. Pero sus resoplidos nerviosos no sirvieron de nada. Las flechas volaron a ras de hierba, se colaron entre las mantas y acribillaron los cuerpos de los cristianos, que se miraron entre sí sorprendidos. Uno de ellos aún pudo levantarse a pesar de llevar cuatro proyectiles encajados entre las anillas de su loriga y un quinto atravesándole el cuello. El otro se venció a un lado con dos flechas clavadas junto al espinazo y se arrastró trabajosamente hacia su espada. El masmuda hintata corrió por entre los rumat. Saltó de un peñasco a otro y esquivó los matorrales. Derribó una de las estacas que sostenían los abrigos y se abalanzó sobre el cristiano que aún seguía en pie, tambaleante y con los ojos en blanco, intentando arrancarse el proyectil que traspasaba su garganta. El masmuda tajó de través y rebanó el cuello del cristiano. La sangre salpicó a ambos, el guerrero de Urgel cayó de lado y quedó inmóvil mientras sus venas se vaciaban y formaban un lodo negruzco. El almohade se volvió y propinó una patada en la cara al otro cristiano. Este se quejó con un gemido inaudible y miró aterrorizado al tipo casi negro que ahora le miraba con una sonrisa de zorro. El masmuda se puso en cuclillas e hizo girar la hoja de su cuchillo. Varios gruesos goterones cayeron sobre el rostro del guerrero herido, y el almohade chapurreó en romance:

—Ahora me hablarás de tu ejército, infiel.

Alto de al-Bayyasín, Granada

Mardánish repasó con vista curiosa las estructuras de madera clavadas al suelo. Los sirvientes del ejército consultaban los planos, y discutían a cada momento para interpretar en qué lugar se debía colocar una viga o qué orientación necesitaban darle. Todavía era pronto, pero podía adivinarse cuál sería la posición de cada máquina de guerra. Los hombres, varios toledanos reclamados por Álvar el Calvo, eran los únicos a los que este había podido sustraer a las dificultades que los castellanos estaban teniendo en su reino por la guerra civil y las injerencias leonesas. El rey Lobo se mordió el labio y calculó con rapidez que necesitarían varias semanas aún para tener listos los almajaneques. Luego miró a las murallas de la Qadima. Algunas casuchas pegadas al muro se interponían entre la alcazaba y el ejército sitiador. Tal vez ardieran. Quizás lo arruinara todo. Pero no usaría sus máquinas para torturar a los cautivos. Armengol de Urgel llegó en ese instante con el almófar echado hacia atrás. El conde se atusaba el cabello, y su yelmo era transportado por un escudero que también cargaba con el escudo y un odre medio lleno.

—¿Alguna noticia? —preguntó Mardánish. Armengol negó con la cabeza.

—Ninguna. He pensado en mandar exploradores más lejos. Incluso hasta Loja, para vigilar la entrada en el valle. Pero temo que se crucen con los almohades sin verlos.

—Sí, tienes razón. Podrían llegar desde cualquier sitio. Es mejor esperarlos cerca. —El rey Lobo se pellizcó la barbilla—. ¿Cómo ves lo del asedio?

—Con tiempo, es cosa hecha que la alcazaba caiga —afirmó con seguridad Armengol de Urgel—. Los de dentro llevan tiempo apretados por el hambre. En cuanto al agua, me han dicho en la medina que la Qadima dispone de buenos aljibes. Aun así, he mandado gente para buscar la forma de cortar esa acequia que baja de las montañas. El problema es que los almohades deben de tener mucho miedo de rendirse: temerán que los torturemos y ejecutemos. Eso no nos favorece.

Mardánish gruñó y movió la cabeza a los lados.

—Me gustaría convencerlos de que se puede negociar, pero lo que mi suegro ha estado haciendo durante este tiempo…

—Ha sido un tremendo error, desde luego. —Armengol amagó una sonrisa. La crueldad de Hamusk no hacía sino ayudarle—. De haber estado yo al mando, la Qadima ya sería mí… ammm, ya sería tuya. Da unos días a esos almohades. Vieron arder ese engendro gigante de tu suegro, y saben que las ejecuciones ante sus murallas han acabado: pronto recuperarán la esperanza. Luego mandaremos emisarios y les ofreceremos respetar sus vidas. ¿Te parece?

El rey Lobo hizo un tímido gesto de acuerdo y observó la Sabica y a las tropas acampadas fuera de las murallas.

—No me gusta tener separado al ejército.

El conde de Urgel caminó unos pasos y miró en la misma dirección que Mardánish. Aunque al-Bayyasín quedaba por debajo del nivel de la colina roja, se podían ver los destrozos en las murallas. Torció el gesto al pasear la vista por los lienzos rotos y los pabellones más próximos al borde del cerro. A él tampoco le agradaba la división de las tropas.

—Confiemos en que nuestros centinelas nos avisen con antelación si se acercan los almohades. Si no tenemos tiempo para reagruparnos o plantear una defensa, lo pasaremos mal.

El rey Lobo volvió a gruñir. Pidió el odre al escudero de Armengol y dio un trago largo. Se enjuagó la boca y escupió a la pendiente. Después se marchó hundido en sus pensamientos, sin siquiera despedirse del conde.

Cercanías de Granada

El explorador masmuda levantó la cara del suelo tras permanecer postrado un rato, el suficiente para que el almirante supremo Sulaymán le diera su permiso. Yusuf estaba tras este, a la espera de las noticias que aquel hombre debía traer de su avanzadilla.

—Habla.

El explorador se irguió. El polvo se desprendió de sus ropas en forma de tenues nubecillas.

—Había un puesto de guardia en la vega, a menos de media jornada de Granada. Hemos acabado con ellos sin problemas. He interrogado a uno de los cristianos antes de eliminarle.

Yusuf dio un par de pasos para adelantar a Sulaymán. Sus ojos se posaron sobre las manchas de sangre que salpicaban al explorador.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó el sayyid. El almirante supremo se esforzó por mantener el gesto impávido ante la interrupción de Yusuf.

—Los infieles tienen unos ocho mil hombres junto a al-Qasbá Qadima. —El masmuda condensó en una profesional síntesis lo que el cristiano le había confesado entre gritos de dolor mientras le cortaba los dedos y le arrancaba los ojos—. Casi todos de caballería. Su rey Lobo ha acampado allí. Al otro lado del barranco del río Darro, en as-Sabica, el Mochico está al frente de una fuerza algo menor. Han abierto huecos en las murallas y han repartido sus tiendas por lo alto del monte. El Mochico se refugia en la fortaleza pequeña, al-Hamra, pero hay tropas de infantería al aire libre y sin defensa.

—Vayamos mañana hasta Granada y ataquemos al demonio Lobo. Si cae él, los demás se retirarán —propuso sin apenas pensarlo Yusuf.

Sulaymán levantó una mano y la mantuvo alzada. Sus ojos, todavía clavados en los del masmuda, habían dejado de ver para sumirse en la reflexión. Conocía por las indicaciones de los escribanos la disposición de las dos alcazabas y cómo el río Darro cortaba la tierra entre ambas, abriendo un pequeño abismo que impediría unirse a las dos partes del ejército enemigo. Salvo que los vieran llegar desde muy lejos y tuvieran tiempo de formar una sola línea para hacerles frente.

—El demonio Lobo tiene consigo la mayor parte de las tropas. Eso has dicho, ¿no?

—El cristiano no mentía, mi señor —confirmó el masmuda—. Tengo experiencia en saber cuándo un cautivo atormentado dice la verdad.

—Bien… Y dices que en la Sabica, las huestes bajo mando del Mochico están divididas también por una muralla rota.

—Así lo ha explicado el infiel antes de morir.

—¡Somos más! —se inmiscuyó de nuevo Yusuf—. ¡Los superamos en número! Enviemos a nuestra caballería por delante contra el demonio…

El almirante Sulaymán estuvo a punto de llamar estúpido al hijo del califa. Lo único que lo evitó fue la convicción de que un día, tal vez no muy lejano, aquel muchacho sería el hombre más poderoso del imperio almohade. Masticó su ira y, poco a poco, dejó que Yusuf siguiera proponiendo cargas frontales de caballería colina arriba. Ataques que el sayyid, por supuesto, no iba a encabezar. Cuando hubo escupido suficiente ignorancia, Sulaymán moduló la voz con fingida amabilidad.

—Ambas colinas son alturas fácilmente defendibles —explicó despacio, como si Yusuf fuera un niño pequeño—. No podemos acercarnos de frente y en pleno día. Eso les daría tiempo para reunirse o para hacerse fuertes. Además, la Sabica parece un punto mucho más débil. Piensa. O mejor, deja que yo lo haga. ¿Imaginas qué sería enfrentarte al mando de tus numerosas tropas al enemigo y ser derrotado?

Yusuf apretó los labios. Pensó en la satisfacción que le había producido la carta enviada a su hermano Utmán; suponer su sensación al conocer que era apartado del mando máximo del ejército almohade en al-Ándalus. El sayyid miró al suelo. Ahora no podía permitirse que las tornas cambiaran. Debía regresar triunfante de aquella campaña. Habló con la mansedumbre que provoca la ruin necesidad.

—¿Qué haremos?

Sulaymán sonrió y oteó el horizonte, medio cubierto de nubes y teñido de naranja por los últimos rayos del sol. Se acercaba la noche. Una noche muy larga.

—Esto será lo que haremos…

El cielo a oriente aún no había empezado a clarear cuando los primeros hargas, vestidos con ropajes oscuros y armados simplemente con sus cuchillos curvados y anchos, empezaron a trepar por los riscos de la colina Sabica.

Habían viajado en silencio y al paso durante toda la noche, rompiendo la arraigada costumbre almohade de marchar en campaña solo por las mañanas, montar el campamento a mediodía y reservar la tarde para el descanso. El almirante Sulaymán había impartido órdenes tajantes. Muy claras. Tras una breve cena, todas las cabilas masmudas se adelantaron a caballo bajo el mando del jeque, seguidas después por el resto del ejército, dirigido por Yusuf. En el último trecho del camino a Granada, los masmudas habían desmontado y dejado a los animales a cargo de los sirvientes y esclavos del ejército. Sulaymán, tan hábil en manejar las mentes como las tropas, había exhortado a sus hombres al martirio. Les había hablado de las inconmensurables recompensas que Dios reservaba para ellos, de que sus nombres figurarían en letras doradas en los anales almohades, de que escribirían la historia con las puntas de sus cuchillos. Era Tawhid o muerte. Y aquella madrugada iba a tocar muerte. Un nuevo bocado y una marcha nocturna larga y ligera sirvieron para que los almohades se presentaran en los arrabales de Granada como ángeles exterminadores.

El almirante supremo, único en permanecer a caballo junto con algunos hargas de su escolta personal, se adelantaba ahora en la oscuridad y daba un rodeo para aproximarse a la ciudad desde el sur. Su llegada coincidía con la de los primeros masmudas a pie, sombras pequeñas y fugaces que se acercaban a la ciudad en penumbras. Se extendieron por ambas orillas del Genil evitando los claros de luna, pegados a las murallas, deslizándose por entre las acequias, los álamos, los olivos, las cercas bajas de los huertos y las tapias del cementerio. Sortearon las albacaras y se convirtieron en fantasmas que se arrastraban por los arrabales de casas bajas y desordenadas. Nadie fue capaz de ver a los almohades que se cernían sobre la ciudad, y si alguien los detectó, nada dijo. Cruzaron el tranquilo curso del río sin ruidos y, como cucarachas que huyeran de un agujero, las negras siluetas se encaramaron a las rocas que iniciaban las pendientes de la Sabica. Se agarraban con sus dedos nudosos a las piedras y buscaban las rendijas; sus uñas se clavaban en la tierra y sus cuerpos rozaban las raíces y los guijarros. Pronto fueron oscuridad entre la oscuridad, manchas que se fundían con la espesura arbolada que trepaba Sabica arriba. El almirante Sulaymán, con su montura detenida junto al curso del Genil y rodeado de sus guardias, vio venir la siguiente oleada, que se deslizaba de forma igualmente furtiva. Los yadmiwas tal vez. O los yanfisas. Siempre por tribus, unidos unos a otros por lazos de sangre que los obligaban a luchar hasta el último esfuerzo para defender o vengar al pariente. El almirante llevó la vista arriba. Pronto despuntaría, y la luz traería a los infieles la mayor sorpresa que podían esperar.

Alto de as-Sabica, Granada

El centinela cabeceaba ceñido por la brisa del amanecer. Solo ese frescor previo al alba lograba mantenerlo despierto mientras apoyaba su peso sobre la lanza. Forzó los párpados y se dio cuenta de que casi podían distinguirse los bosques de arrayán que se perdían hacia la Sierra Nevada. A su derecha, el cerro de la Sabica se rompía y caía sobre el Genil, y por eso podía ver las copas de los olivos y las huertas aterrazadas, los chamizos precariamente agarrados a las rocas, las viñas y la alfombra verde de la colina que descendía hacia el río. A su izquierda, las tiendas bajas de los hombres de guerra, unos pocos castellanos de Álvar Rodríguez y muchos andalusíes del Sharq. Los ronquidos traspasaban las telas y se mezclaban con toses y palabras dichas en voz baja. El centinela ladeó la cabeza para desentumecerla. Tras él, el tramo de la muralla que rodeaba la medina terminaba de trepar por el risco y se unía a la pequeña fortaleza de al-Hamra. Sus lienzos estaban quebrados a trechos. Cuatro o cinco huecos suficientes como para dejar pasar a la vez a un par de hombres a pie o a un caballo. Pronto, los primeros rayos del sol arrancarían a la Sabica sus hermosos reflejos rojizos y el centinela sería relevado. Lo estaba deseando. Necesitaba dormir. Ni pensaba en cumplir la oración del alba. Bostezó y vio la silueta de uno de sus compañeros que paseaba con lentitud a unas varas, al norte de la pequeña e irregular meseta que era la Sabica.

La voz del muecín creció lejana, procedente de uno de los minaretes de la Qadima. El centinela sonrió. Los almohades siempre se adelantaban unos instantes, o bien los musulmanes de la medina esperaban a que los africanos comenzaran la llamada. Las voces se repitieron, reverberaron y se deslizaron por las callejas de Granada.

—Allahu akbar!

La puñalada vino por la espalda y quebró la espina dorsal del centinela andalusí como si fuera una rama de mirto. El golpe fue tan brusco que el guerrero se quedó sin aire. Y luego vino un segundo puñal, y un tercero. Cayó de rodillas y vio cómo desde detrás salían corriendo varias sombras y se metían por entre las tiendas de los aún dormidos soldados.

—Aaaaagggghhhh…

Una mano que olía a sudor, a tierra mojada y a sangre le tapó la boca. El puñal buscó su carne una cuarta vez, y una quinta. Las sombras salían ahora también desde los bordes del llano que coronaba la colina Sabica, surgían de entre las copas de los árboles más cercanos y se arrastraban desde los troncos retorcidos. Algunas desaparecieron dentro de las tiendas. El estallido de dolor llegó tarde, pero el centinela todavía pudo ver cómo otro de sus compañeros era sorprendido de igual forma y degollado sin piedad. Más sombras, más hombres. Era como si se materializasen allí mismo, desde la nada. Había cientos, y el hierro de sus dagas brillaba con los primeros rayos del sol. El centinela se dejó caer en la oscuridad y se olvidó de todo. A su alrededor, el infierno almohade se extendía por el campamento andalusí.

Alto de al-Bayyasín, Granada

Mardánish soñaba.

Zobeyda, su esposa favorita, ya no era bella. Su rostro estaba arrugado y sus encías, desnudas. Había menguado. Su espalda se encorvaba para hacerla parecer más pequeña aún. Y su voz estaba quebrada. El aliento le hedía y el cabello, escaso y lacio, se escapaba en mechones blancos para caer ante sus ojos hundidos y rodeados de piel cuarteada. Le miraba, y en sus pupilas acuosas se reflejaban llamas rojizas. En la lejanía, un muecín alargó su llamada para el rezo del amanecer.

«Un prado de sueño y un río de sangre.»

El rey Lobo hizo un gesto de aprensión. Eran las mismas palabras que Zobeyda le había dicho antes de partir de Valencia. Incomprensibles, por más que la primera ya hubiera dado nombre al triunfo de Hamusk sobre la caballería de Utmán. El prado del sueño.

«Y un río de sangre», repitió la voz, desagradable y ajada, dentro de su sueño.

«¿Qué quieres decir?», preguntó a la vieja.

«Debes despertar. La sangría ha comenzado», contestó ella con una sonrisa desdentada.

—¡Debes despertar! ¡¡Debes despertar, mi señor!!

Mardánish se estremeció y abrió los ojos. Ante él, uno de sus sirvientes lo zarandeaba sin miramientos. La tez del muchacho estaba pálida y le temblaban los labios.

—¿Qué ocurre?

—¡Un ataque! ¡Un ataque!

El sirviente seguía agitándolo como si aún estuviera dormido. Mardánish comprendió que el infeliz se hallaba fuera de sí, superado por lo que fuese que estuviera ocurriendo. Se levantó y, cubierto solo por sus zaragüelles, salió del pabellón. Antes de ver la luz del día le llegó la confirmación de que algo raro pasaba. Algo raro incluso para estar sufriendo un ataque. Había gritos, sí, pero solo de alarma. Nada de alaridos ni trotar de caballos, ni rugidos de carga ni lamentos de dolor.

El brillo del sol, cuyos rayos apenas rozaban las murallas de la Qadima, le cegaron durante un instante. Luego miró a su alrededor. Vio correr a los guerreros de Urgel mientras requerían a sus criados las lorigas, gambesones y escudos. Mardánish agarró por la camisa a uno de ellos, que le encaró con la mirada perdida. Sostenía un tahalí con la mano izquierda y la espada desenfundada con la derecha.

—¿Dónde están? ¿Por dónde viene el enemigo?

El cristiano se encogió de hombros y se desembarazó del agarre. Luego siguió corriendo, aunque quebró su carrera y giró a la izquierda al tiempo que miraba a ambos lados. Por todo el campamento la confusión era igual. Los hombres tropezaban entre sí, permanecían quietos sin saber qué hacer o voceaban para repetir la voz de alarma. Eran muchos los que, como Mardánish, intentaban averiguar qué ocurría exactamente.

El rey Lobo sacudió la cabeza para apartar los últimos restos de modorra y entró de nuevo en el pabellón. Todos sus sirvientes estaban levantados, algunos de ellos desnudos, y esperaban sus órdenes con gesto acongojado.

—Tú y tú, salid y enteraos de lo que pasa. Volved enseguida e informadme. Los demás, mis armas.

Los gritos arreciaron fuera. Ahora parecían alejarse todos hacia el mismo lado. El barranco. Mardánish aceptó la jarra de agua que le tendía uno de los criados, bebió y se aclaró la garganta. Recordaba apenas el sueño, como si este se hundiera cada vez más profundamente en el pozo del olvido. En su lugar, la memoria le traía el sonido reciente del muecín llamando a la oración del alba. Las palabras se cruzaban. Sonaban a derecha e izquierda del pabellón. Tal vez a noches de distancia. Tal vez solo en su mente. Al otro lado del río. Un ataque. Sangre. Los almohades. Muerte.

Se dejó vestir y requirió la loriga. Se arrodilló para que los sirvientes pudieran elevarla y dejarla caer alrededor de su cabeza. El peso de la cota de malla le reconfortó. Mantuvo los brazos alzados mientras su cintura era ceñida, y en ese instante volvió uno de los criados a los que había mandado en busca de noticias. Casi se dio de bruces con el rey Lobo.

—Algo ocurre en la colina Sabica, mi señor. Nuestra gente se arremolina a este lado del barranco, pero no se ve nada más. Creo que los almohades atacan allí.

Mardánish frunció el ceño, tiró de los lazos del barboquejo y se acomodó el yelmo que le acababan de ajustar sobre el almófar.

—¿En la Sabica? ¿Atacan subiendo la montaña?

El sirviente se encogió de hombros. El rey Lobo rumió su rabia y no aguardó más. Aferró el escudo negro marcado con la estrella de su linaje y abandonó el pabellón a toda carrera.

Al-Qasbá al-Hamra, Granada

Y aquel día del Señor Dios de los ejércitos,

día será de desagravio, para vengarse de sus enemigos.

La espada devorará, y se hartará,

y se embriagará con su sangre.

Una mezcla de alivio y angustia invade a Hamusk. Está en lo alto de una de las torres de al-Hamra, la más espigada, adonde acaba de subir alertado por los gritos de sus hombres en la fortaleza roja. El sol está bajo, alzándose de frente desde los picos de la Sierra Nevada, y esos rayos casi horizontales le molestan mucho. Pero en realidad no le hace falta ver para saber qué está ocurriendo entre todos esos bultos oscuros que se mueven rápido en lo alto de la Sabica. Los hombres de Álvar Rodríguez y los de Óbayd están siendo masacrados. Degollados sin piedad dentro de sus pabellones, envueltos aún en sus mantas. Parece que algunos logran salir, pero el asalto es brutal, y de la falda de la colina no dejan de brotar soldados enemigos. Más y más, en oleadas. Es eso, la forma que tiene la arboleda de vomitar guerreros, lo que causa angustia a Hamusk. Y es el hecho de saberse aún seguro, dentro de lo que queda de muralla y encerrado en una torre de al-Hamra, lo que le proporciona alivio.

Al-Asad aparece a su lado y apoya la diestra en un merlón de la torre. Lleva todo su equipo de combate puesto y aprieta los dientes con media sonrisa salvaje. Hamusk le observa y sabe que el León de Guadix es muy capaz de aventurarse en solitario por uno de los huecos de la muralla para enfrentarse a cara de perro con los almohades. Y a buen seguro mandaría al tártaro a buen número de ellos antes de caer. Pero eso no debe ocurrir. Hamusk vuelve la vista a la matanza. Algunos de los andalusíes y cristianos han conseguido agruparse a su izquierda y se repliegan. Empuñan lo que pueden: lanzas, espadas, cuchillos, piedras. Se apelotonan contra el borde del cerro y se acercan al barranco por el que el Darro vierte sus aguas en Granada. El sol está subiendo. Hamusk casi puede distinguir los rostros de los guerreros enemigos. Oscuros, casi negros. Cabilas masmudas. Hombres que todavía recorren las tiendas y salen de ellas con las dagas, curvas y anchas, ensangrentadas hasta la empuñadura. Y los árboles siguen escupiendo almohades. Mismo color de piel, distintos ropajes. Hamusk sabe que esos africanos se agrupan en torno a sus tribus. Que así combaten con más furor, pues luchan para proteger a sus parientes o los ven morir junto a ellos, lo que alimenta su rabia. Los nuevos masmudas que han trepado por la Sabica llevan lanzas y escudos. Eso es muy malo. Los lanceros almohades tienen su fama bien ganada. Él lo sabe, porque los ha combatido varias veces en su vida.

Hay gritos de júbilo. Llegan del otro lado del barranco, de la alcazaba Qadima. Los asediados acaban de darse cuenta de lo que ocurre sobre la aplanada cima de la Sabica y ahora animan a sus compañeros. Gritan en esa enrevesada algarabía bereber. Seguramente los exhortan a matar a todos y cada uno de los enemigos infieles. Y no muy lejos de las murallas de la vieja alcazaba, sobre la llanura de enfrente, las fuerzas de Mardánish acampadas en al-Bayyasín asisten impotentes, estupefactas, a lo que ocurre ante sus ojos. Hamusk chasca la lengua. No hay posibilidad de que ese medio ejército, tan cerca pero a la vez tan lejos, pueda acudir en ayuda de las fuerzas de la Sabica.

—Hay que taponar las brechas de la muralla —advierte al-Asad entre dientes—. Hay que oponer resistencia o se nos colarán dentro. Pronto acabarán.

El León de Guadix ha sido expedito y certero. Hamusk recorre con la vista los lienzos de la muralla de Granada que, siguiendo el relieve, protegen al-Hamra de la degollina almohade de la Sabica.

—Baja y da órdenes de que nuestros hombres resistan en las murallas, pero que no salgan a socorrer a los de fuera.

Al-Asad mira un instante a Hamusk. No tiene intención de desobedecer. Ni siquiera se plantea otra posibilidad. Tan solo pretende saber qué se propone exactamente el señor de Jaén. Ve que este, a su vez, mira temeroso a las fuerzas masmudas que no parecen acabarse nunca. Que salen desde la arboleda, acumulan cabila tras cabila y arrinconan a los supervivientes de la Sabica. Al-Asad comprende. La intención de Hamusk es la más básica. La primordial. Salvar la vida. Gruñe a modo de asentimiento y abandona la altura de al-Hamra. Abajo, sus hombres, las fuerzas de Guadix, Segura y Jaén, son una mezcla de veteranos y novatos. Consecuencia del desastre de Marchena. Hamusk tiene razón: al-Asad debe hacerse cargo personalmente de la defensa de la muralla.

El señor de Jaén, mientras tanto, sigue examinando el panorama. Las fuerzas masmudas allá arriba casi triplican a los supervivientes del ataque sorpresa. Los lanceros almohades se han adelantado a sus compañeros armados con cuchillos chorreantes, y un muro de escudos erizados forma una línea en mitad de la Sabica. Por detrás, algunos de los atacantes sacan a rastras de las tiendas a varios andalusíes y cristianos heridos o suplicantes. Siempre hay quien se hace el muerto para evitar la muerte, pero por lo visto eso no sirve allá arriba. Los masmudas actúan casi mecánicamente. Uno de ellos arrastra a un desgraciado, lo saca de la protección de las bastas telas y lo expone a la furia de los demás almohades. Al momento, una lluvia de puñaladas lo hace picadillo. Hamusk ve gente agarrada a los tobillos de los africanos. Ve incluso cristianos arrodillados y clamando a Jesucristo crucificado. La desesperación es así. Tampoco es probable que los masmudas entiendan nada de lo que dicen sus enemigos antes de abrirles la garganta con esos cuchillos de matarife.

Se oye la voz segura y ronca de al-Asad a los pies de la muralla. Ruge el León y organiza la defensa. Hamusk lo observa de reojo mientras su mente calcula cómo salir con bien de aquello. El paladín de Guadix actúa con mucho oficio: pone a los más novatos en primera fila y los manda a los huecos de las murallas, por entre los que puede verse a los masmudas en plena degollina. Es curioso, los africanos no han intentado siquiera atravesar los agujeros que los colocarían dentro de la ciudad. Se limitan a hacer su trabajo fuera, con una disciplina que explica por qué el imperio almohade es lo que es. Dentro, guerreros bisoños y temblorosos oponen sus escudos y se pegan a los muros. Tras ellos, otros más veteranos preparan sus lanzas. Las posiciones son fuertes y los andalusíes tienen una de las más antiguas ventajas del arte de la guerra, la de aprovechar un espacio reducido para anular el número del enemigo. Pero Hamusk no se hace ilusiones. Los masmudas siguen llegando y llenan todo el alto de la Sabica. El señor de Jaén bufa, y su papada tiembla. Se muerde el labio mientras recorre el solitario torreón de al-Hamra y se asoma a uno y otro lado. Entonces otro detalle llama su atención. Es a poniente. Una polvareda lejana, revelada por los tempranos rayos solares. Maldice en romance. Lo que está acabando con las fuerzas de la Sabica es solo una avanzada. El auténtico ejército almohade viene detrás y se aproxima ya a Granada. Granada. Casi en sus manos.

—Granada está perdida —dice, y abandona al-Hamra.

Alto de al-Bayyasín, Granada

Mardánish llora.

Siente caer las lágrimas en chorretones gruesos que se detienen un momento al topar con el ventalle. Luego se cuelan entre las anillas de hierro y, poco a poco, le mojan toda la cara.

Hay un silencio inmenso a su alrededor. Miles de hombres se agolpan junto al borde de al-Bayyasín como si fueran espectadores en un anfiteatro. Ante ellos, el barranco se abre y cae hacia el Darro para luego subir hasta el cerro de enfrente, la Sabica, que queda más alta. Allí sus compañeros no guardan silencio. Los llaman, aterrados. Les piden auxilio. Se empiezan a empujar y algunos resbalan en el borde. Los guijarros se desprenden, ruedan y rebotan entre los peñascos antes de caer al río. De momento, los pobres desgraciados de la Sabica se sujetan unos a otros. La mayoría están desarmados. Otros empuñan dagas, y algunos han podido incluso hacerse con un escudo y una espada. Se diría que unos pocos intentan organizar una defensa desesperada, aunque en ese instante es imposible saberlo, pues los que quedan a la vista son los más alejados de los almohades.

Hay otro griterío a la derecha. Son vítores procedentes de la alcazaba Qadima. Los sitiados animan a sus compañeros a seguir masacrando al ejército que los ha cercado. A esos politeístas y falsos musulmanes que han torturado a los cautivos, los han mutilado en su presencia y los han lanzado con un almajaneque gigante contra las murallas. Los cadáveres descarnados de abajo son la prueba muda de las barbaridades que allí se han cometido.

Mardánish se pasa el dorso de la mano por la cara y alguien llama su atención. Es Armengol de Urgel, a quien pidió hace un rato que diseñara un contraataque con garantías. El conde advirtió que primero debía examinar la situación, y ahora se presenta allí, ignorando a propósito la humillante escena que tiene lugar al otro lado del barranco.

—Algunos de los exploradores no han vuelto —dice. Lleva el yelmo en la mano y el flequillo, sorprendentemente descolocado, le asoma por el borde del almófar. Está pálido a pesar de que su rostro lleva meses recibiendo los rayos del sol en el cerco de Granada—. He mandando a mi hermano para que eche un vistazo allá abajo. Los masmudas ocupan toda la parte de levante y siguen subiendo a la Sabica. Es imposible saber su número porque muchos están ya ahí arriba… En fin, de todas formas doy por perdida esa colina.

Es como una sentencia, piensa Mardánish. Urgel da por perdida la colina. Y ya está. Aunque en ella todavía hay cientos, tal vez miles de guerreros vivos.

—¿Podemos organizar un contraataque y retomar la Sabica? —pregunta el rey Lobo.

—Podríamos intentarlo, pero no es aconsejable. El resto del ejército almohade se aproxima por el camino de Málaga. Aún no sabemos cuántos son, pero por el tamaño de la nube de polvo que levantan, es posible que pronto estemos metidos en un buen lío.

Mardánish se muerde el labio y vuelve a mirar al otro lado del Darro. Los hombres parecen más aterrados y varios intentan deslizarse por el borde del abismo, junto a la muralla. Pero el tumulto no les deja. Uno pierde pie y se resbala una vara hacia abajo. El compañero más próximo estira el brazo para sujetarlo y ambos caen. Se alarga un grito cuando uno de ellos rueda. Su cuerpo se separa de la pendiente y la cabeza golpea contra una roca. El otro ha conseguido hundir las uñas en la tierra y lucha por mantenerse allí. Se oyen comentarios en al-Bayyasín. Los hombres se preguntan qué hacen allí parados. Hay protestas que suben de tono y alguien habla de cobardía.

—Hamusk —dice Mardánish—. ¿Qué hace Hamusk?

Armengol de Urgel se encoge de hombros. Nadie puede saber si los almohades han logrado penetrar las murallas por los huecos imprudentemente abiertos en las semanas anteriores. Delante suenan más gritos. Por lo visto, los masmudas están avanzando, y los guerreros del ejército andalusí retroceden. Los que están al borde chillan y empujan para no caer. Miedo a las lanzas contra miedo a las rocas. Cunde el pánico y los gritos desgarran el aire. Cae un hombre y arrastra consigo al que hasta ese momento se agarraba a las raíces que brotan de la tierra. Cae otro. Dos más al otro extremo de la masa humana. Algunos dejan de resistirse y miran abajo. Sus ojos desorbitados examinan el barranco y buscan el mejor lugar. Uno de ellos salta, pero sus piernas se rompen unas varas más abajo y acaba destrozándose contra los peñascos. Ahora caen en grupo. En la Qadima se desata la euforia en forma de chillidos de triunfo. En al-Bayyasín, maldiciones y más acusaciones de cobardía, ahora descaradas. Mardánish se mueve a un lado y pide a gritos su caballo, pero Armengol de Urgel lo sujeta por los hombros, le mira fijamente y niega con la cabeza.

Desde la Sabica se despeña la gente a decenas. Algunos llegan vivos al fondo, y varios de ellos incluso parecen capaces de arrastrarse medio metidos en el agua. Pero son los menos. Las rocas están enrojecidas, y los que se quedan agarrados a ellas son golpeados por nuevos cuerpos que caen. Mardánish deja de mirar abajo, pero lo que ve frente a él le desazona todavía más. Varios de sus hombres han formado una línea de defensa en el límite de la hondonada y se oponen a los masmudas. Aunque no tienen nada que hacer. Ve sus espaldas y aprecia que muchos no llevan puesta loriga y ni siquiera embrazan escudos. Han sido sorprendidos mientras dormían, y algunos solo pueden empuñar un triste cuchillo para enfrentarse a la ingente horda que ahora domina la colina. Retroceden, y los que están tras ellos también, empujando a los últimos contra el borde. Apenas si les queda una estrecha franja de terreno. El rey Lobo ve caer a algunos acribillados a lanzazos. Lo peor de todo, sin duda, es no saber qué ocurre realmente allá arriba. Mardánish arroja su escudo al suelo y maldice a gritos.

—Por Dios y por san Jorge… —susurra Armengol de Urgel a su lado—. Es Álvar…

Ambos miran, presagiando lo peor, hacia la Sabica. Ahí está. Inconfundible. El más alto, y tan ancho que destaca sobre las pocas decenas de hombres que todavía resisten allí. El conde de Sarria se ha afirmado en el comienzo de la pendiente y lleva su maza en la mano derecha. Está en camisa y calzas, y a su alrededor se abre un círculo en el que nadie se aventura. Los masmudas que tiene delante no se atreven a acometerle, seguramente porque le ha reventado la cabeza a más de uno. Mardánish da un paso y se sitúa justo al borde de al-Bayyasín. Del barranco llega un sinfín de gritos agónicos que corean a los que siguen despeñándose. Alguien gatea a espaldas del Calvo. Es un hombre herido que intenta no resbalar; lleva las ropas teñidas de sangre, a la que ahora se pega la tierra de la colina. El rey Lobo ve la larga trenza negra que arrastra por tierra.

—Mi arráez. —La voz de Mardánish está quebrada. Ha reconocido a Óbayd—. No, no, amigo mío —dice, aunque sabe que no puede oírle—. Aguanta.

Es absurdo. El rey Lobo lo sabe. ¿De qué sirve aguantar? Su cuñado ha llegado al filo de un saliente en pleno barranco y mira abajo. Cientos de cuerpos muertos y heridos se siguen amontonando, y la pendiente está atestada de guerreros sobrecogidos que se aferran a la vida aprovechando cada raíz y hierbajo que asoma de la tierra rojiza. Óbayd se incorpora, con gran dolor por lo que parece. Ahora se puede ver que las manchas escarlatas se abren desde su pecho. Tal vez lleva un buen par de puñaladas. Mardánish cae de rodillas, y el silencio se hace de nuevo a su alrededor. El arráez alza la vista y localiza a su cuñado y rey al otro lado de la hondonada. Un poco más arriba, un masmuda vuela al recibir un mazazo en la boca, y sus compañeros se acercan temerosos; alargan las lanzas y atosigan al Calvo, hacen ademán de pincharle pero no se atreven a hacerlo. Se diría que prefieren que ese gigante retroceda y se despeñe, pues ni con las largas astas lo alcanzan. Uno de los almohades se decide y, con un grito, embiste. Álvar solo tiene que moverse medio pie y la lanza con que le arremete pasa rozando su costado. El masmuda empalma el alarido de rabia con otro de terror y se ve precipitado al vacío.

—Aguanta —repite con voz temblorosa Mardánish.

Óbayd respinga cuando el almohade que ha fallado su lanzazo pasa a su lado y se despeña. El africano rebota tres o cuatro veces y su grito se apaga. Por el resto del borde, varios cristianos y andalusíes han sido capturados o están heridos, y son arrastrados hacia arriba sin miramiento alguno por los almohades. Otros, en la orilla del abismo, están también de rodillas, como Óbayd, pero en lugar de mirar hacia al-Bayyasín entrelazan las manos y suplican por su vida de cara a los bereberes. Un masmuda flanquea al Calvo mientras este aparta una lanza con la mano izquierda y revienta el cráneo a su adversario con un tremendo mazazo desde arriba. El rey Lobo ve con claridad cómo, poco a poco, los africanos rodean al valiente conde cristiano, arriesgándose algunos lanceros enemigos por el borde inclinado de la Sabica; pero no puede avisarle. El primer rejonazo a traición le viene por el costado derecho, obliga a Álvar a arquearse y baja la guardia. El momento lo aprovecha otro almohade y le mete la pica por la barriga. Pero el africano lleva mucho impulso y atraviesa al Calvo, de modo que queda peligrosamente cerca de él. El cristiano se tambalea y está a punto de caer hacia el Darro, pero aguanta como un toro; expulsa todo el aire con un mugido y aplasta la cara del masmuda. Una tercera lanza entra por debajo de su brazo derecho. La maza cae al suelo. Las lágrimas nublan la visión de Mardánish.

Pedro de Azagra llega en ese momento a la carrera, a codazos para abrirse paso hasta el borde de al-Bayyasín. No sabe lo que está ocurriendo ahora en la Sabica y se planta ante Armengol de Urgel. Mira extrañado al rey Lobo, que sigue de rodillas y sollozante.

—¡Podemos bajar por este lado y romper el cerco junto al Genil! —dice con voz desesperada el navarro—. ¡Ahora mismo son pocos allí! ¡Vayamos, y entremos en Granada por la llanura! ¡Les haremos frente desde dentro y…!

Se detiene. Mientras grita su propuesta ha echado la vista a su izquierda y mira al otro lado del Darro. Está viendo a su amigo y compañero de armas acribillado a lanzazos. Álvar todavía está en pie, y un masmuda muerto sigue agarrado a una pica que atraviesa al conde de Sarria. Tras él, Óbayd vacila. Su cuerpo arrodillado se tambalea hacia el abismo. Pedro de Azagra cree estar soñando. Debe de ser una pesadilla. Lo que ve es el infierno. Una colina que es más roja que nunca, pues ríos de sangre discurren entre las peñas y hierbajos para derramarse en el Darro. Y abajo, a semejanza de las almas en pena que sufren su condena junto a Satanás, cientos de pingajos humanos suplican que alguien los salve. Algunos intentan salir de un río que baja teñido de escarlata. Mardánish ve lo mismo y comprende. Comprende los ruegos de Zobeyda. Ahora sabe a qué se refería su favorita.

Óbayd cae. No grita ni intenta detener su desplome. Recorre un par de varas por el aire y rebota sobre otro tramo de pendiente. Sus miembros inertes son arrastrados y resbala, para luego perder suelo y estrellarse contra una roca. El cuerpo parece troncharse y rueda antes de topar con varios cadáveres amontonados junto a la orilla.

Todos vuelven la vista arriba. Álvar Rodríguez, el Calvo, conde de Sarria, héroe de Almería y paladín del difunto emperador Alfonso, continúa en pie. Está desarmado y sangra como todo un ejército, pero los masmudas que lo rodean siguen mirándolo con pavor. Da un manotazo al almohade muerto, todavía aferrado a la lanza que traspasa el corpachón del cristiano, y el cadáver cae como un pelele. Álvar vuelve a tambalearse hacia atrás pero no cae, aunque las tropas de al-Bayyasín ahogan un gemido de temor. Todos esperan el desenlace allí. Algunos rezan, pero los más no se hacen ilusiones. El Calvo es el único que aún resiste en la Sabica, y lo hace con un coraje tal que avergüenza a amigos y enemigos. El cristiano se recupera del momento de desfallecimiento, se afirma y agarra el asta de la pica que lleva clavada. El rugido que suelta resuena por toda la colina y rebota contra los muros de la Qadima. Hace que hasta los almohades allí encerrados callen. Se ha desclavado la lanza y ahora la blande inseguro. Su cuerpo de héroe legendario oscila como si fuera un árbol a punto de caer. Entonces los masmudas se animan unos a otros y, tras unos instantes de indecisión, atacan todos a la vez. Uno de ellos cae en el intento, pero todos los demás clavan. Mardánish cierra los ojos y Azagra reprime un gemido. Armengol de Urgel simplemente se retira con la cabeza baja.

Al pie de la colina as-Sabica, Granada

El almirante supremo Sulaymán, montado en su caballo y con las riendas en la mano, recibía en todo momento noticias sobre la toma de la Sabica. Cada pocos instantes, un masmuda aparecía al pie de la colina desde la arboleda, cruzaba el Genil y se dirigía al cuerpo de mando que el régulo almohade había establecido en lugar seguro. Los mensajes traían satisfacción creciente, y la única sombra en el horizonte del almirante era la tardanza de las fuerzas que traía Yusuf.

Uno de los hargas que hacían de correo llegó jadeando y con los ropajes mojados. Se plantó ante Sulaymán, apoyó las manos en las rodillas y, después de tomar un poco de aire, desgranó las últimas novedades.

—La colina es nuestra, mi señor. Hemos acabado con la última resistencia y ahora intentamos forzar la muralla. Hay huecos abiertos, pero los de dentro se nos oponen. Ah, hemos detectado tropas que bajan de al-Bayyasín por poniente.

Sulaymán asintió y miró atrás, ansioso por ver aparecer en cualquier momento las tropas de infantería y los arqueros. Chascó la lengua. No debía hacerse ilusiones. Se volvió hacia el destacamento de caballería masmuda que le había servido de escolta.

—Regresad junto al sayyid Yusuf, que viene de camino, e informadle de que debe llegar aquí cuanto antes. Que forme sus tropas frente a la medina hasta que el enemigo ataque o nosotros abramos las puertas desde dentro. Llevaos mi caballo.

Sulaymán desmontó con una agilidad que no casaba con su tamaño. Luego hizo un gesto al mensajero harga y ambos anduvieron hacia el cercano vado del Genil. A sus espaldas, los jinetes almohades obedecían sus órdenes y cabalgaban ya por la orilla izquierda del río. El almirante avanzó resuelto, con el agua por las rodillas, cavilando qué siguientes pasos debería dar. Fortificaría la Sabica, por supuesto. Y él no cometería el mismo error que acababa de aprovechar. Se haría fuerte allí de ser preciso, y forzaría la entrada por esos huecos en la muralla. El mensajero harga, que caminaba ligero por delante del almirante, se volvía cada poco para asegurarse de que Sulaymán le seguía. Ambos dejaron atrás los huertos de la orilla derecha y alcanzaron el arbolado que marcaba el inicio de la colina. Dirigieron una mirada aprensiva al este, y pudieron ver que la vanguardia de una pequeña fuerza de caballería cristiana se acercaba al galope.

—Justo a tiempo —se sonrió el jeque antes de desaparecer tras los árboles.

La Sabica se inclinaba abruptamente a poco de arrancar, pero la multitud de troncos y raíces otorgaba un buen agarradero para ganar altura. La respiración de Sulaymán se entrecortó, y el harga fue relajando su ritmo para esperar al pesado almirante. En lo alto, los ululantes gritos masmudas marcaban el triunfo de la incursión y también, con toda seguridad, la burla dirigida a los enemigos de la colina de enfrente. Sulaymán se detuvo un instante para tomar aire y miró arriba. Los rayos del sol no caían aún a plomo, pero la mañana estaba avanzada y se había conseguido una posición inmejorable. Intentó vislumbrar por detrás y abajo a los jinetes cristianos, pero no los oyó. Lo más probable era que se hubieran lanzado en persecución de su destacamento de caballería masmuda. Escupió a un lado y reanudó la escalada con ayuda de las ramas bajas.

Cuando llegó arriba, el sudor le recorría los pliegues del cuerpo bajo la ropa. Un vítor unánime lo recibió al darse cuenta los almohades de que su líder, diseñador de la táctica vencedora, acababa de aparecer en el campo de su reciente batalla. Sulaymán miró en derredor mientras boqueaba en busca de aire. Las tiendas de los enemigos habían sido casi todas abatidas, aunque de algunas de ellas, todavía en pie, salían africanos que acarreaban botín. Entre ellas y a los pies de sus hombres, cadáveres degollados o acribillados a cuchilladas se recalentaban al sol, con la sangre secándose en charcos en torno a ellos. Los líderes tribales se acercaron a la carrera e hincaron la rodilla en tierra. Sus ojos nublados y la costra de sangre, polvo y sudor adherida a su piel demostraban que aquellos hombres no habían permanecido ociosos. Que se habían unido a la matanza con pasión.

—Alejad a los hombres de las murallas —ordenó Sulaymán en cuanto hubo recuperado el resuello—. Mantenedlas vigiladas, pero no malgastéis esfuerzo. En lugar de eso, quiero la colina fortificada de inmediato. Esperamos que los enemigos intenten reconquistarla, así que castigaré con la cruz a todo aquel que desfallezca en su deber.

Todos los pequeños caudillos corrieron rumbo a los hombres de sus cabilas para trasladar las órdenes del almirante supremo, pero uno de ellos se quedó allí, aguardando con un gesto significativo el permiso para hablar. Sulaymán apuntó hacia él con la barbilla.

—Mi señor, tenemos a muchos prisioneros junto al borde del barranco, y desde allí podemos ver el campamento de al-Bayyasín, donde están los demás enemigos.

El preboste almohade asintió.

—Llévame hasta allí.

No era necesaria guía alguna. Por toda la Sabica reinaba el pillaje y el campo sembrado de muertos, y solo en el extremo norte de la colina había tropas aún formadas en línea. Sus lanceros masmudas. Sulaymán los observó sin disimular el orgullo. Dirigiendo a aquellas tropas, había construido un imperio para Abd al-Mumín; y ahora esos mismos hombres abrirían la conquista de al-Ándalus. Por el camino, el almirante recibía las inclinaciones respetuosas de los soldados, que se apartaban a su paso y tiraban de los cadáveres de cristianos y andalusíes. Casi sin darse cuenta, Sulaymán pensó que el nombre de Colina Roja, que era como los granadinos llamaban a la Sabica, estaba esa mañana más que merecido.

Al llegar a la línea de lanceros se hizo camino sin contemplaciones, empujando a sus guerreros para llegar hasta el pequeño espacio de tierra que se abría al barranco. Su vista se sintió atraída por un instante hacia la izquierda: un montón de vigas carbonizadas se erigía en insólito monumento en ese lado del barranco, justo enfrente de la Alcazaba Vieja. Dejó de prestar atención a aquella hoguera absurda y apagada. Allí mismo, varios soldados almohades armados con espadas mantenían arrodillados a decenas de prisioneros, todos ellos con las manos atadas a la espalda. Sin duda, aquel era el lugar donde la lucha había sido más encarnizada, pues la tierra estaba cubierta de cadáveres con espantosas heridas, y la sangre había formado un lodo ocre que hedía con el calor de la mañana. Sulaymán no hizo gesto alguno de asco. Conocía el aroma de la muerte desde años atrás y le había tomado gusto. Casi podía apreciar los matices de aquella pestilencia. No era lo mismo que regara los campos sembrados de al-Ándalus o las arenas de Ifriqiyya, y tampoco olía igual tras una batalla o después de ajustar cuentas con poblaciones rendidas. Sulaymán caminó despacio, recreándose en el modo en que sus pies se hundían en la tierra húmeda de sangre, sudor y orines.

Al sobrepasar un círculo especialmente limpio se detuvo. Varios lanceros tiraban del cadáver de un cristiano gigantesco vestido tan solo con sus prendas interiores. El color blancuzco de esas ropas apenas podía distinguirse, pues la sangre lo teñía todo. Sulaymán pisó algunos cuerpos muertos y oteó el otro lado del barranco. A la izquierda estaba la Qadima, con los estandartes propios ondeando orgullosos. Desde allí gritaban y saludaban los hombres de la guarnición almohade de Granada, que veían ya pronta su liberación del prolongado asedio. A la derecha, ocupando parte de la colina de al-Bayyasín, estaba el campamento enemigo. Sulaymán estiró aún más su sonrisa. La desazón flotaba sobre aquellos hombres, muchos de los cuales se agolpaban en una apretada fila junto al borde del barranco, y miraban abajo y arriba, expectantes, como si no supieran qué paso dar después de aquello. El almirante supremo lanzó un silbido de admiración cuando su vista descubrió la escabechina del fondo del barranco. Había trechos en los que resultaba imposible distinguir el Darro.

Sulaymán se volvió con gesto de satisfacción y recorrió con su vista la línea de lanceros. Para los soldados, aquella mirada de reconocimiento significaba más que toda la baraka recibida antes de la partida. Se sentían parte de algo grande. Un proyecto que iba más allá de la creación del gran imperio africano. Eran los guerreros de Dios, los hombres que distribuían la verdadera fe, el credo único, el Tawhid. Alguien ululó a la manera bereber y los masmudas hicieron entrechocar sus lanzas con los escudos. El almirante supremo asintió repetida y ostentosamente, y observó de nuevo el cadáver de aquel cristiano enorme que habían conseguido arrastrar hasta ponerlo a sus pies. El hombre todavía tenía pintado en la cara un rictus de fiereza.

—Mató a muchos de los nuestros antes de ser derrotado —le explicó uno de los sudorosos soldados que acababan de ayudar a llevarlo a rastras—. Algunos lo han reconocido como uno de los nobles rumíes que comandan las fuerzas del demonio Lobo.

El almirante lanzó una mirada de desprecio hacia el muerto. Había oído hablar de aquel guerrero gigante que acompañaba a Mardánish desde hacía tiempo. Según sus agentes y los desertores, se trataba de un conde llegado del norte frío y profundo de la Península. Un tal Álvar. El cráneo rapado del muerto, así como su increíble altura eran la prueba de ello. De modo que el Calvo había muerto así, peleando hasta el final y llevándose consigo a varios guerreros de Dios. Miró al otro lado, donde la consternación seguía plantada como un estandarte. Estandartes. Forzó la vista, algo desmejorada por la edad, y preguntó al masmuda que acababa de informarle.

—Dime si entre los enemigos ves algún pendón negro y con una estrella plateada.

El soldado obedeció, y lo mismo hicieron otros varios que habían oído la orden. Al instante, uno indicó el pabellón central del campamento, el más grande, presidido por un enorme mástil en cuyo pico tremolaba la estrella de ocho puntas de los Banú Mardánish.

—Y allí enfrente. —Otro señaló a los hombres arremolinados en el borde de al-Bayyasín—. Hay uno que acaba de recoger su escudo del suelo. Negro y con la estrella. Aunque parece armado a la cristiana…

—Es él —interrumpió el almirante. Se puso una mano sobre los ojos para protegerlos del sol, que ya imperaba en lo alto de aquel día sin nubes—. Es Mardánish. Está ahí, y ha visto cómo hemos derrotado al Calvo.

Sulaymán rio entre dientes. Qué gran ocasión para demostrar al enemigo lo que podía esperar de los almohades.

—¡Lobo! —Se puso las manos abiertas a ambos lados de la boca—. ¡¡Lobo!! ¡¡He aquí tu paladín, el Calvo!!

El jeque señaló al cadáver de Álvar Rodríguez, pero se dio cuenta de que la menor altura de al-Bayyasín era un inconveniente para el espectáculo. Entonces ordenó acercarse a uno de los masmudas.

—Manda, mi señor.

—Decapitad a ese guerrero gigante y clavad su cabeza en una pica. Que desde el otro lado puedan verla bien. Luego acercad a los prisioneros al borde del barranco y cortadles manos y pies. Después degolladlos. A todos. —Dio media vuelta sin abandonar su sonrisa acerada, pero añadió algo más antes de desaparecer tras las líneas de lanceros almohades—. Aseguraos de que los de ahí enfrente lo presencien todo. Dadles un buen final para lo que han visto esta mañana.

Alto de al-Bayyasín, Granada

Mediodía pasado y viento de levante. Tras un agónico tormento, todos los supervivientes de la Sabica fueron degollados y arrojados barranco abajo. En el Darro, con las aguas más teñidas de sangre que nunca, miles de cadáveres empezaron a heder. No era el olor de la putrefacción, ese que en los días previos apestaba en la medina. Se trataba de otro olor, áspero y penetrante, que procedía de infinidad de heridas abiertas, de huesos descarnados y miembros mutilados.

Mardánish era de los pocos que permanecía allí, al borde de al-Bayyasín, con el barranco a sus pies. Estaba sentado, y observaba fijamente el otro lado mientras la hediondez de la muerte y la derrota subía desde el agua. Había asistido a cada ejecución, precedida de la tortura individual de cada cautivo. Ahora su vista estaba fija en una lanza clavada al otro lado, justo en el margen de la hondonada. Sobre ella, una cabeza humana, con varios pingajos colgando de los bordes cortados. El cráneo afeitado relucía entre costras rojizas al sol granadino. Una muestra horripilante y burlona de cómo el monstruo almohade ignoraba todo honor. El rey Lobo no podía ver más, aparte de a algunos masmudas que paseaban con indolencia y vigilaban los movimientos del ejército andalusí. A espaldas del rey Lobo, los hombres del conde de Urgel recogían sus pertenencias y desmontaban el campamento. De los guerreros de Azagra nada se sabía. Habían salido bajo el mando del noble navarro para intentar combatir a los almohades, y desde entonces no había noticias. Los pocos andalusíes de Mardánish, apenas una guardia personal, permanecían inmóviles, sin saber qué hacer. El resto de sus fuerzas del Sharq yacían ahora en el fondo de aquel barranco maldito que tanto sufrimiento había visto por uno y otro lado desde el inicio de la operación; un asedio malhadado iniciado por Hamusk.

—Mi señor, el conde de Urgel pregunta qué planes tienes.

Mardánish se volvió a medias. El hombre que acababa de hablar, uno de sus escuderos, mostraba en el rostro la incertidumbre mezclada con el miedo.

—Qué planes tengo… —repitió el rey Lobo. Planes. Planes de tomar Granada, codiciada ciudad. Planes de establecer allí su nueva punta de lanza contra la invasión almohade. Planes fallidos. La única punta de lanza en la que ese momento podía pensar Mardánish se clavaba insolente en la carne muerta de su amigo Álvar Rodríguez.

Un súbito revuelo en el extremo oriental de al-Bayyasín llamó la atención del rey. Varios jinetes cristianos acababan de llegar a lo alto de la colina. Armengol de Urgel corrió hacia el caballero que encabezaba la patrulla, Pedro de Azagra. El navarro refrenó a su destrero, desmontó y, mientras caminaba hacia el rey Lobo, se quitó el yelmo. El conde de Urgel andaba a su lado y le hablaba con premura. Con la cabeza cubierta por el almófar, Azagra llegó junto a Mardánish. Este se levantó y miró fijamente al navarro, y vio cómo el noble dirigía la vista por encima de su hombro hacia la colina del otro lado. Armengol acababa de informar a Azagra de que aquella cabeza solitaria, pinchada en la punta de una pica, era la del conde de Sarria. Un símbolo de su ejército.

—El resto de las tropas almohades acaba de llegar —informó el navarro mientras hurtaba su mirada del cráneo brillante de Álvar Rodríguez—. Hemos podido perseguir a parte de su caballería avanzada y hemos tenido una escaramuza. Nada serio. Hemos perdido a cuatro o cinco hombres por cada lado, pero entonces ha aparecido el grueso del ejército enemigo y no ha quedado más remedio que volver. Galcerán venía detrás de mí.

—Dile lo de Hamusk —urgió Armengol. Mardánish miró al navarro con preocupación.

—Hamusk… —Pedro de Azagra se echó hacia atrás el almófar y se arrancó la crespina. El pelo apelmazado por el sudor se le pegaba a la frente, y las marcas rojas de las anillas de hierro en la piel vestían su imagen de derrota—. Hamusk ha salido de Granada por la Puerta de ar-Ramla. Ha sido antes de que llegara la infantería almohade. Lo hemos visto de lejos. Se lleva a toda su gente. Y, por supuesto, al-Asad se va con él. No han dejado nada para la defensa; es más, creo que no se han preocupado ni de cerrar las puertas tras de sí.

Mardánish sonrió con amargura. Por un momento había temido que su suegro pudiera quedar atrapado por las dos fuerzas enemigas, la de la Sabica y la que llegaba de Málaga. Pero Hamusk era perro viejo. No se dejaría agarrar tan fácilmente.

—Todas las tropas de Jaén, Segura y Guadix se han ido de la medina —susurró al tiempo que digería el significado de aquello—. Los almohades están ahora mismo tomando posesión de su ciudad… de nuevo.

Un griterío procedente de la alcazaba Qadima vino a rubricar aquello como un veredicto. Los almohades que hasta ese día habían estado asediados, sometidos al hambre y al tormento salvaje de sus camaradas cautivos, agitaban ahora sus estandartes hacia los guerreros africanos que se esparcían por la medina. El conde de Urgel carraspeó antes de hablar:

—Si te sirve de consuelo, en ningún momento tuvimos oportunidad de salir triunfantes. Nos superan en mucho, y nosotros estábamos divididos en estas dos colinas…

—Tú eres el estratega, Armengol —intervino Azagra—, pero hasta un simple como yo sabe que Hamusk no ha defendido la medina como es debido. Abrió huecos en la muralla ahí arriba y ha rendido la ciudad antes de siquiera formalizarse el asedio. ¿Nadie le advirtió de que no debía romper el muro en la Sabica?

—Y lo que es peor —completó el rey Lobo—, durante meses se ha dedicado a regodearse en su estúpida crueldad. Si en lugar de arrojar cuerpos torturados hubiera apedreado la Qadima con bolaños, tal vez ahora todo fuera distinto. ¿No es cierto, Armengol?

El conde de Urgel observó a ambos guerreros con una ceja levantada.

—Ya no vale la pena hacer conjeturas. Aceptadlo: hemos sido vencidos.

Tanto Mardánish como Azagra mantuvieron sus miradas en Armengol de Urgel. La voz del conde había sonado neutra, como si aquello fuera un mal anunciado. Al rey Lobo le resultó hasta gracioso que el acicalado Armengol, hasta ese día máximo aspirante a la posesión de Granada, se mostrase ahora tan resignado. Como si el conde de Urgel pudiera leer los pensamientos de Mardánish, se encogió de hombros.

—Hemos cometido un error tras otro —dijo—. Errores de cálculo. El primero fue dejar que Utmán cercase Almería y creer que podríamos derrotarle. El segundo fue subestimar el poder de estos africanos. El ejército que han traído para recuperar Granada es una monstruosidad. Ahora —el conde de Urgel señaló con el dedo al rey Lobo— es asunto tuyo no cometer un tercer error, pues se dice que las fuerzas que Abd al-Mumín prepara al otro lado del Estrecho multiplican con mucho a las que nos ha mandado aquí. Hubo quien, hace unos años, llamaba a estos tipos «cabreros africanos» y se reía de que se atrevieran a venir hasta aquí. Pues bien: han venido. Y nosotros no tenemos otro remedio que retirarnos. Y cuanto antes.

Mardánish bajó la mirada. Tal vez Armengol de Urgel fuera un hombre codicioso. Quizás incluso esa codicia le había llevado a dejar que Hamusk se enredara en un asedio estúpido. Hasta podía pensarse que su objetivo era el descrédito total del señor de Jaén. Así, si Granada caía, su camino al señorío de la ciudad estaría libre. ¿Podía culpar al conde de Urgel? Él mismo le había tentado con Granada. Esa y no otra debía de ser la razón por la que el poderoso Armengol continuaba a su lado, al mando de sus afamadas tropas. En momentos como aquel, los juramentos honorables caían como los velos de las doncellas vírgenes en su noche de boda, y aparecía la verdad desnuda. Mardánish volvió la cabeza y se fijó en el rostro congestionado de Pedro de Azagra. Otro que perdía su oportunidad, pues todavía confiaba en aquella promesa hecha en la Sahla: el señorío de Albarracín a cambio de su cooperación en la toma de Granada. Bien, con Álvar Rodríguez decapitado, su arráez Óbayd despeñado, Hamusk en franca retirada y Azagra y Urgel fracasados…

—¿Qué ocurrirá ahora?

Azagra apretó los dientes y puso una mano sobre el hombro del rey Lobo.

—Pase lo que pase, no nos entregaremos a esos africanos.

Mardánish lo observó con una mezcla de aprecio e incredulidad. El navarro ya nada tenía que ganar y, a juzgar por la cabeza afeitada y clavada en una lanza al otro lado del barranco, sí mucho que perder. El rey Lobo palmeó la mano amiga de Azagra y luego posó los ojos en el conde de Urgel, a la espera de su respuesta. Solo obtuvo silencio.

—El emperador Alfonso solía decirlo —continuó Pedro de Azagra—. Y Sancho, su hijo, me lo confesó en cierta ocasión: su padre, antes de morir en La Fresneda, le dio la solución. Una solución que todos conocíamos de cualquier modo: solo unidos venceremos.

Mardánish asintió. De sus conversaciones con el difunto Alfonso, siempre recordaba una mantenida en Lorca, cuando juntos planeaban su futuro común en la Península. En su mente revoloteaban sobre todo las palabras de ánimo del emperador, que ahora se le antojaban ilusas al rey Lobo: «Imagina —le decía el viejo Alfonso— las lanzas empuñadas de occidente a oriente: portugueses, leoneses, castellanos y andalusíes unidos bajo un mismo estandarte y dispuestos a derrotar a esos almohades. Y al amparo de esas lanzas, a millas de distancia, nuestras mujeres e hijos disfrutarán tranquilos de la paz y la prosperidad».

Galcerán de Sales, el hermano de Armengol, se acercó a grandes zancadas. Se quitó el yelmo y mostró su cara, gris ceniza por el polvo adherido a su piel, y surcada por goterones de sudor que se marcaban como barras verticales hasta desaparecer bajo el almófar. Se dirigió al conde de Urgel directamente, como solía:

—Con la infantería almohade viene caballería. Mucha. Por su aspecto deben de ser esos árabes que derrotaron a Hamusk en Marchena. Se han dividido en haces y avanzan por la otra orilla del Genil.

Armengol de Urgel expulsó el aire entre los dientes.

—Debemos abandonar este lugar antes de que nos cerquen. O nos convertiremos en corderos destinados al matadero, como los de la Sabica.

Mardánish hizo un gesto de asentimiento. Lanzó una última mirada a su alrededor, a todo lo que había estado a punto de ganar. Ganar. Esa era una palabra que, ahora estaba seguro, tardaría mucho en usar de nuevo.