Imagen
Capítulo 46

Los amantes de Granada

VERANO de 1162. Cercanías de Granada

Hasta aquel momento, Mardánish había vivido bajo una casi constante sensación de euforia. Tal vez diluida entre los instantes de descanso que lograba arrancar a su ritmo guerrero, cuando se dejaba caer en brazos de sus esposas o disfrutaba de cortos periodos de paz en Murcia o en cualquier otro de sus dominios. Sin duda, los mejores de aquellos hurtos al riesgo se hallaban en el lecho de Zobeyda. Por lo demás, el rey Lobo era consciente de que viviría y, casi con toda seguridad, moriría combatiendo. Luchando por mantener y ensanchar su reino, por dejar su nombre escrito en los anales de la historia, por aumentar la felicidad y la prosperidad de sus súbditos. Así, la mezcla de deseo animal y necesidad le imponía siempre encabezar sus tropas, cargar el primero, luchar en vanguardia, enorgullecerse de sus cicatrices.

Aunque ahora la desazón cabalgaba a su lado.

La columna había partido de Murcia con los refuerzos navarros, y las huestes que se añadían por el camino conformaban ya un ejército nada despreciable. Pedro de Azagra comandaba a sus nuevos mercenarios cristianos mientras el arráez Óbayd hacía lo propio con los musulmanes. Estandartes de todos los colores crujían al viento conforme avanzaban hacia el sur, y los hombres de uno y otro credo entonaban cantos marciales al paso de la columna o en torno al fuego de las hogueras de campamento. En la mente de todos anidaban el optimismo y la ambición. Más aún: muchos soñaban con su regreso tras la conquista de Granada. Participar en semejante hito sería algo brillante que podrían contar a su vuelta. Algunos incluso se imaginaban ya ancianos, con los cabellos blancos y la voz temblona, narrando la hazaña a los nietos en las noches de invierno.

Pero Mardánish no podía compartir aquella fe. Una sombra negra parecía ocultar el cielo, y a su mente volvían de continuo los agüeros de Zobeyda. El temor de la favorita era inaudito y superaba al rey Lobo. Las palabras de Zobeyda sobre ríos de sangre se le clavaban como aguijones. Le hacían removerse en la silla de su caballo y le despertaban a medianoche, mientras los centinelas se pasaban las consignas en los puestos de guardia. Y lo peor era que tanto Pedro de Azagra como Óbayd adivinaban que algo iba mal. Mardánish se negaba a sí mismo y se esforzaba en reírse de sus miedos sin fundamento, porque en realidad todo debía ir bien.

Cuando el ejército del rey Lobo se aproximaba a Granada, fue avisado por los exploradores de vanguardia de que, tanto a las riberas del Darro como a las del Genil, caravanas de carruajes y mulas iban y venían con cántaros. Los granadinos abandonaban las murallas de la medina o la proximidad de sus arrabales para aventurarse fuera en busca de agua, evitaban la que corría dentro de la ciudad. El propio Mardánish, interesado por semejante dislate, partió al mando de un destacamento de caballería: no era normal que, gozando Granada del paso del Darro, se tuviera que salir a por agua a parajes desprotegidos. La avanzada del ejército del Sharq se acercó así a un grupo de villanos que acarreaban tinajas desde las orillas del Genil y las amontonaban en carros. A la vista de los estandartes negros, los granadinos dejaron su trabajo y aguardaron con expectación. Varios hombres armados a los que Mardánish no reconoció como sus guerreros ni los de fuerza alguna bajo su mando se encararon con ellas con claras muestras de simpatía. Uno de ellos era Abú Yafar, que se sentía extraño con espada al costado. El poeta, que jamás había visto antes al rey Lobo, reconoció enseguida el porte que le habían descrito en innumerables ocasiones, así como la estrella plateada de ocho puntas que tremolaba en los estandartes negros. Se inclinó con gran ceremonia ante Mardánish y abrió los brazos en signo de bienvenida.

—Mi señor y rey Mardánish, hace tiempo que esperábamos tu llegada. Nuestras plegarias han sido por fin escuchadas. Soy Abú Yafar, tu siervo.

El rey Lobo desmontó de un salto y se acercó al granadino. Con una rápida mirada se dio cuenta de que las ropas elegantes, la barba fina y recortada, la tez cuidada y el cabello perfumado no se correspondían con el arma que aquel andalusí portaba a un lado.

—¿Qué es esto? ¿Qué hacéis aquí?

—Hemos menester recoger agua para nuestro consumo, mi señor. —La sonrisa de bienvenida seguía pintada en el rostro de Abú Yafar.

—Pensaba que el río Darro atravesaba la ciudad de punta a punta y saciaba vuestra sed. Y también creía que gozabais de una buena red de acequias.

Abú Yafar trocó su gesto por otro más grave y dio un par de pasos hacia Mardánish. Alrededor, tanto los villanos de Granada como los jinetes del Sharq asistían a la conversación en silencio.

—No podemos beber las aguas del Darro, mi señor Mardánish. Multitud de cadáveres las han corrompido río arriba, entre las dos alcazabas. Algunos villanos cayeron enfermos…

—¿Cadáveres? —le interrumpió el rey Lobo—. Nadie me habló de ninguna batalla, salvo la de la vega, pero creo que fue varias millas aguas abajo del Genil.

—Pero un momento. ¿No lo sabías? ¿Acaso ignoras que tu suegro, el señor de Jaén, ejecuta cada día a un cautivo y arroja sus despojos al barranco? La sangre de esos desgraciados no tarda en pudrirse y contaminar el agua. Al principio no se notaba, pero después, con los días, el hedor a muerte y putrefacción empezó a recorrer la medina junto con el mismo Darro. Aunque supongo que pronto te reunirás con Hamusk. Él mismo podrá contarte cómo martillea las murallas de la Qadima con los cuerpos mutilados de tus enemigos.

»Cuando empezó con esa rutina pensamos que así cerraba aún más la desesperación en torno a los almohades sitiados, pues el agua que suben desde la coracha está podrida…, pero lo cierto es que allí disfrutan de agua más fresca y limpia que nosotros gracias a la que lleva la acequia de Aynadamar desde las montañas… ¿No es absurdo? Los sitiados gozan de mayores comodidades que los sitiadores. En cuanto a nosotros, el canalillo que desde el Genil entra en Granada ha bajado de nivel con los calores, y las fuentes no dan abasto para dar de beber a los de la ciudad y a los muchos soldados; así que aquí nos tienes, haciendo de aguadores para poder abastecer a la medina. Tu suegro no parece estar muy inclinado a escucharme, así que te ruego que le felicites de mi parte por tan astuta estrategia para abreviar el asedio.

Mardánish apretó los dientes y alzó una mano para detener las irónicas palabras del poeta. No quería seguir escuchando nada más, al menos de momento. Se dio la vuelta y tomó las riendas para volver a montar, pero pareció pensar algo antes.

—Has dicho que tu nombre es Abú Yafar.

—Así es, mi señor.

—¿Abú Yafar ibn Saíd, el secretario del sayyid Utmán?

El poeta carraspeó antes de seguir hablando.

—Ese Abú Yafar, mi señor.

—Vaya. Ocupabas un puesto de confianza para esos almohades y sin embargo los has traicionado. Hasta mis oídos ha llegado que fuiste tú quien abrió las puertas de Granada a mi suegro.

—Ayudado por varios amigos, sí. Pero yo no lo llamaría traición, mi señor. Soy andalusí, como tú. No almohade.

Mardánish se aupó sobre la silla de montar y se afirmó entre los arzones. Miró a los ojos del poeta y recordó todo lo que unos y otros le habían contado acerca de él. Se decía que el afán de aquel hombre por hundir a los almohades se alimentaba de los celos. Celos por el amor del sayyid con una granadina. Y por rabia. Rabia por no poder ver el rostro de esa mujer.

—¿Tan hermosa es? —preguntó el rey Lobo.

Abú Yafar se extrañó por la pregunta. Miró atrás, a las cercanas murallas de la ciudad, que subían y bajaban siguiendo las sinuosas líneas de las montañas que la enmarcaban. Pero luego comprendió. Mardánish no hablaba de Granada.

—Hermosa, sí. Muy hermosa. —La voz del poeta se tornó reposada, como el sonido de las aguas del Genil que discurrían tras él—. Tanto como para entregar Granada. Tanto como para entregar la vida.

Camino de Málaga a Granada

A Yusuf le dolía la cara de sonreír. Ni cuenta se daba de que su expresión bobalicona era recibida con un gesto de burla por el almirante supremo Sulaymán cada vez que este, con discreción, se acercaba para aconsejarle un ligero cambio de rumbo o un lugar apropiado en el que establecer el campamento. Pero el heredero del califa no notaba nada aparte de orgullo y excitación. Se saciaba de deleite cuando miraba atrás y era incapaz de ver el final de la larga comitiva. Marchaba como su propio padre habría hecho, precedido de un grupo de esclavos que portaban en angarillas un lujoso ejemplar del Corán. Tan solo el destacamento de exploradores de vanguardia se adelantaba al símbolo del Único, conjurado para recobrar Granada de manos de los infieles del demonio Lobo. Tras el libro sagrado, el cuerpo selecto del sayyid, junto al que viajaba el almirante supremo Sulaymán en calidad de consejero militar privado; y ambos rodeados, cómo no, de varios guardias negros del Majzén. Luego venían las banderas, bendecidas ex profeso en Rabat, en una solemne ceremonia que había presidido el propio Yusuf bajo la atenta mirada de su hermanastro Abú Hafs.

Veinte mil guerreros escogidos entre los mejores. Eso le había entregado el detentador del poder en la sombra. Veinte mil hombres de las cabilas almohades, los más fieros, que llevaban meses acampados en las cercanías de Rabat, dispuestos a aguardar todavía más, años, de ser preciso, para dar el salto a la Península y arrasar a los traidores al Tawhid. A esos veinte mil se les habían unido en el Yábal al-Fath las fuerzas de caballería árabe vencedoras en Marchena, que otrora comandaba Utmán. Y el almirante Sulaymán, llegado desde Sevilla, aportaba también parte del contingente que un año atrás había liberado Carmona y había entrado en la capital almohade de al-Ándalus entre vítores y pétalos de rosa.

El paso por Málaga había resultado especialmente delicioso para Yusuf. Su hermano Utmán, encaramado en las murallas, solo pudo observar el alarde de aquella grandiosa columna con las uñas clavadas en la piedra de los merlones y transpirando impotencia por cada poro. Por consejo de Sulaymán, el heredero del califa se había negado a entrar en la ciudad. Se había limitado a mandar un mensaje a su hermano con orden de permanecer en Málaga hasta nueva orden, y le prometía el reintegro de Granada no bien hubiera sido recuperada a los enemigos. Como apostilla, Yusuf aseguraba a Utmán que sentía sobremanera la desastrosa derrota en la vega del Genil, y advertía que su padre, el califa, sufría como propia la pérdida de vidas de tantos valientes guerreros fieles al Tawhid.

—Mi fiel Sulaymán, deseo apartarme a un lado del camino y observar el paso de mis tropas.

El almirante palideció de vergüenza ajena al escuchar aquello. Miró con la boca abierta al sayyid y solo pudo ver, una vez más, aquella sonrisa ancha y tontorrona que destellaba entre su barba jamás bien crecida. Pero Sulaymán se repuso. Al fin y al cabo, aquel necio inoportuno con aires de grandeza sería algún día su califa, y era normal que llegara un momento como ese. «Mi fiel Sulaymán», había dicho el imbécil. Y «mis tropas»…

—Por supuesto, Yusuf. Disfruta del poder que devolverá Granada a la fidelidad del credo verdadero.

Los Ábid al-Majzén tiraron de las riendas para seguir rodeando a la plana mayor de la expedición mientras las angarillas con el Corán se alejaban hacia el nordeste. Frente al sayyid y el almirante, los campos de olivos y huertos trepaban por las quebradas del Tayarat. Los estandartes desfilaron camino a Granada, no lejos de las orillas del Genil, seguidos de las mulas que llevaban como alforjas los tambores de guerra, y a continuación pasaron las tropas de las cabilas masmudas, las que por su excelencia racial ocupaban el primer lugar en el corazón de Yusuf: las tribus harga, tinmallal, yadmiwa, yanfisa e hintata. Entre ellos desfilaban los jinetes mejor armados y más experimentados, los que habían conseguido arrebatar su imperio a los decadentes almorávides, y también los célebres lanceros masmudas, que cargaban enormes escudos con los que esperaban oponer una muralla humana a las temidas cargas de la caballería católica. Detrás, a pie y en número inmenso, los clanes zanata y sanhaya, entre los que se contaban los rumat, arqueros con el rostro velado, lo que les hacía parecer más fieros. Caminaban con los arcos envueltos en paños y cruzados a la espalda, y flanqueaban los carruajes repletos de flechas, astiles, puntas y material para construir nueva munición. El resto de la infantería la componían los voluntarios que habían ido uniéndose a la columna desde su misma salida de Rabat: las hordas ghuzat, armadas en ocasiones con simples cuchillos mal afilados y dispuestas a dejar la vida como mártires para una pronta reunión con Dios. Cerrando el lento avance del ejército, y protegiendo de cerca las acémilas y carretones cargados de vituallas, las tropas montadas árabes que triunfaran en Marchena, los guerreros mejor pagados de toda la hueste y también los más indisciplinados, los Banú Riyah, los Banú Yusham y los Banú Gadí.

—Hay algo que debes saber, Yusuf. —Sulaymán hablaba sin mirar al sayyid, con los ojos puestos en la columna de polvo que levantaban los pies de miles de hombres y las pezuñas de miles de bestias. La tierra en suspensión se mecía por una brisa suave que la alejaba hacia poniente—. El momento que han escogido nuestros enemigos es el peor para ellos. Esta misma mañana, un correo me ha hecho llegar la noticia de que el rey de León está metido de lleno en la guerra civil de Castilla. Y además ha tenido que hacer frente a cierta rebelión en una de sus principales villas, Salamanca. Los cristianos del norte miran a otro lado, Yusuf. Ese demonio Lobo está jugando en Granada su última baza. Dios, ensalzado sea, lo ha dispuesto así para que los creyentes hagamos su voluntad.

—El rey de León… —murmuró el sayyid con aire distraído. Sus ojos brillaban de emoción al contemplar la enormidad de la hueste que creía dirigir.

—Un sujeto al que habría que tener en consideración. En cuanto murió su padre, el perro que se hacía llamar emperador, dejó ver bien a las claras su ambición por posesionarse de las tierras de Castilla, que pertenecían a su hermano. Y ahora a su sobrino, el pequeño rey Alfonso, que sirve de rehén a los barones cristianos.

—Son aves de rapiña que se picotean por los restos de un cadáver. Pero no sé por qué habría de tener en cuenta a ese rey de León. Un infiel más.

—Fernando, que así se llama —aclaró Sulaymán—, no es un infiel más. Su ambición podría beneficiarnos en el futuro.

Yusuf asintió, aunque el almirante supremo se percató de que apenas comprendía lo que trataba de insinuarle. Sulaymán suspiró con aire cansino. Demasiado joven todavía para las intrigas políticas, complemento indispensable de las maniobras militares. Demasiado joven… o demasiado estúpido.

Granada

Mardánish dio orden a su arráez de encabezar el ejército de refuerzo, aproximarse a Granada desde el norte y tomar la colina de al-Bayyasín, parte de la cual estaba ocupada por la mismísima alcazaba Qadima en la que permanecían sitiados los almohades. La razón estaba clara: la colina roja de enfrente, as-Sabica, no podía contener a todo el ejército del Sharq. De hecho, la parte amurallada en la que estaba la pequeña fortaleza de al-Hamra solo servía de protección a Hamusk, al-Asad y parte de sus huestes. No dejaban otra opción al resto que acampar fuera. Cuando el rey Lobo se dio cuenta de que habían abierto varios postigos a lo largo de la muralla de la fortaleza, montó en una cólera silenciosa: su suegro no solo estaba llevando a cabo un asedio estúpido, sino que además deterioraba sus mejores medios de defensa en caso de ataque almohade.

Por eso, mientras Óbayd se ocupaba de alojar cerca del enemigo al grueso de las fuerzas recién llegadas, Mardánish rodeó la medina y entró por la parte baja en compañía de Pedro de Azagra y varios jinetes navarros y andalusíes. A la vista del estandarte negro y plata con la estrella andalusí, algunos granadinos prorrumpieron en gritos de alegría. El rey Lobo sonrió forzadamente a los hombres de las primeras filas de aquel moderado gentío que se agolpaba en las calles de la ciudad, pero observó que tras ellos, asomados sin ganas en los ventanucos u ojeando desde las esquinas, otros rostros parecían más hastiados.

—Esta gente no está convencida —habló a Azagra, que avanzaba a su lado. El navarro hacía breves inclinaciones de cabeza al escuchar los calurosos agradecimientos que algunos les dispensaban.

—Cierto. Seguramente muchos de ellos no estaban de acuerdo con los conspiradores. Ese… Abú Yafar. Y además, eso de que los judíos convertidos hayan encabezado la rebelión…

Mardánish asintió. Podía ver el miedo en las caras medio ocultas de los más tímidos, e incluso en el falso contento de algunos de los que más vociferaban al paso de las tropas recién llegadas.

—Temen. Lo veo. Y no a nosotros. Temen la venganza que puedan tomarse los almohades. Por la traición de la ciudad y por la crueldad de mi suegro.

Azagra no respondió. Junto a Mardánish, hizo ascender a su montura por las empinadas callejas que llevaban a la Sabica. Pronto se hizo evidente el hedor a muerte del que les había hablado el poeta Abú Yafar en las afueras de la ciudad. Los dos hombres giraron la cabeza para mirar a su izquierda, a la corriente del Darro que penetraba en Granada. Atrás iban quedando los parabienes y, casi sin solución de continuidad, los granadinos volvían a una apatía extraña y seguían deambulando por las calles arrastrando los pies. El rey Lobo no dudaba de que la bienvenida era mero trámite. Tal vez ahora los villanos estuvieran calculando cómo hacer la siguiente ceremonia y, sobre todo, cómo librarse de que alguien les rebanara el pescuezo o los crucificara a lo largo de la muralla.

Hamusk había engordado. Mardánish pudo verlo en la forma en que sus ropas lujosas y coloridas se apretaban en torno a su cintura. El ceñidor del que colgaba la daga se le escurría hacia las piernas, y la papada del señor de Jaén vibraba con cada paso. Se acercaba a pie, vestido como un visir en una fiesta de recepción. Incluso el arma que llevaba era de lujo. A un lado y ligeramente retrasado venía al-Asad, este sí, preparado como siempre para la guerra con su loriga desvencijada y el yelmo abollonado bajo el brazo.

—¡Yerno mío! —La voz chillona de Hamusk se alzó por encima de los ruidos del ejército acampado—. ¡Cuánto deseaba que llegara este momento! ¡Mira! —El señor de Jaén señaló al otro lado del barranco, a la vieja alcazaba ocupada por los almohades—. Ahí tienes el último reducto africano. Ahora, contigo aquí, lo expugnaremos y convertiremos Granada en la punta de nuestra lanza.

Mardánish se quedó mirando a su suegro desde lo alto del caballo. Hamusk venía a pasos cortos y, al llegar a poca distancia, abrió los brazos y las manos adornadas con anillos en señal de cariñosa bienvenida. El más lógico protocolo exigía que el rey Lobo desmontara, abrazara al señor de Jaén y respondiera a sus saludos con varios halagos por la toma de la ciudad y el mantenimiento del sitio. Pero la tensión se había acumulado durante días. Ya en Valencia, junto a Zobeyda, había empezado a anidar la desesperanza en el rey Lobo. Por eso no pudo seguir el protocolo.

—Has llevado demasiado lejos tus estupideces, suegro —escupió. Azagra observó de reojo a Mardánish y luego se fijó instintivamente en al-Asad. Como esperaba, la expresión del León de Guadix se tensó y su mano derecha aferró el nudo del cinturón, muy cerca del pomo de su espada—. Una vez y otra has desobedecido mis órdenes. Cuando nos despedimos tras la muerte de Ibn Igit te dejé claras unas sencillas instrucciones que tú incumpliste sin escrúpulos. Dime: ¿a cuántos hombres perdiste por tu estulticia en Marchena?

Hamusk dejó caer los brazos y unió las manos bajo la abombada barriga. Su sonrisa pasó de la alegría forzada a la ironía despectiva sin apenas arrugar las comisuras de los labios.

—Pregúntame mejor a cuántos almohades he masacrado aquí, en Granada. O pregúntame cómo derroté a Utmán a pocas millas de estas murallas. O pregúntate a ti mismo por qué no has tenido valor para tomar una ciudad de verdad, como esta. ¿Qué pretendes ocultar con tu ira? ¿Qué te he desobedecido, dices? ¿Acaso no debe el león desobedecer a la gacela? ¿Dónde estabas tú cuando yo me erigía en señor de Granada?

—¡Tú no eres señor de Granada! —Mardánish apretó las manos en torno a las riendas—. ¡Es más, Granada no ha sido arrebatada aún a su verdadero señor, un almohade que no tardará en venir a castigar tu pretendido valor! ¡Ganaste este mísero botín por una traición, y solo derrotaste a Utmán por las tropas que te envié para ello!

Hamusk se mordió la lengua. Su yerno ignoraba que incluso el triunfo sobre Utmán se debía a una traición: una traición entre almohades. Miró atrás, a al-Asad, y por encima del hombro de este. Los hombres empezaban a arremolinarse atraídos por la discusión entre sus dos líderes. Hizo un rápido cálculo; no necesitó mucho para darse cuenta de que Mardánish contaba con más leales allí, incluso en la misma Sabica. El gesto ceñudo de Hamusk se había suavizado cuando volvió a mirar al rey Lobo.

—Yerno mío, yerno mío… No debemos discutir. Te concedo que tienes razón, pues desobedecí tus órdenes. Te agradezco también que tan prontamente me enviaras a Armengol de Urgel. Y que estés aquí con refuerzos. Pero bien se diría que no aprecias esta joya que viene a acumularse a nuestro tesoro…

—El conde de Urgel. Y el conde de Sarria —cortó con brusquedad el rey Lobo—. ¿Dónde están?

Hamusk arrugó la nariz y apretó los gordezuelos labios. Murmuró algo al oído de al-Asad, y este se dio la vuelta y se fue por entre los soldados reunidos en aquella porción de la Sabica.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó el señor de Jaén.

Mardánish se tomó su tiempo. Ante un incómodo Pedro de Azagra, el rey Lobo se aupó en los estribos para estudiar la estructura de madera que se erguía a pocas varas, asomando por encima de la muralla. Un vistazo al otro lado le permitió observar las intactas piedras que todavía rodeaban la Qadima. En las almenas distinguió varias cabezas. Los almohades sitiados contemplaban curiosos y seguramente atemorizados la reunión de nuevas tropas llegadas del Sharq al-Ándalus.

—He oído que usas esa máquina para estrellar a los enemigos cautivos contra la muralla del otro lado. —La voz de Mardánish era ahora neutra, y hablaba sin mirar a los ojos a su suegro.

—Sabes cuál es mi forma de pensar —se excusó el señor de Jaén con cierto aire de altivez—. El miedo es lo que mueve los corazones de esos hombres. El miedo los ha mantenido encerrados ahí. Al principio lanzaba a uno de esos perros con cada oración. Cinco al día. —Una risita floja hizo temblar la papada de Hamusk—. Aunque pronto se me acabó la munición… Después de derrotar a Utmán dispusimos de nuevos prisioneros, pero las semanas son largas y me aburría… Ahora, al poco de amanecer, hago traer a uno de esos desgraciados cargado de cadenas, y a la vista de los enemigos le hago cortar manos, pies, orejas y nariz. Por último lo castro y le saco los ojos. He conseguido que sigan vivos cuando ordeno cargarlos en el almajaneque, y así pueden gritar bien fuerte mientras vuelan hacia el otro lado y se aplastan contra la muralla.

Hamusk remató sus palabras con una carcajada mientras Azagra se tapaba la boca con una mano. Mardánish se pasó la lengua por los labios resecos y cerró los ojos. Imaginó qué pensarían los almohades sitiados allí dentro. ¿Estarían atenazados por el miedo? Sí, claro, pero… ¿cuánto miedo hacía falta para que se transformara en desesperación?

—¿Han abierto sus puertas los de la Qadima, suegro? ¿Te han pedido clemencia? ¿Han servido de algo todas esas mutilaciones?

—No se han rendido, pero…

—¿Por qué no has usado esa máquina para derribar las murallas del enemigo? ¿Por qué, en lugar de ello, te has dedicado a sembrar el odio en sus almas? ¿No has visto que hasta el agua se ha podrido por tu crueldad, mala bestia?

—No puedo consentirte…

—¡No es necesario que consientas! —El rey Lobo apuntó a las rotas murallas de la Sabica, por donde aparecían en ese momento Álvar el Calvo y Armengol de Urgel, este último, como siempre, acompañado por su hermano Galcerán de Sales—. ¡Y he aquí las personas con las que quería hablar! ¡Ibrahim ibn Hamusk, permanecerás acantonado en este lugar con las fuerzas de tus señoríos y seguirás ocupando esa pequeña fortaleza roja! ¡Álvar Rodríguez, tú y mi arráez Óbayd os haréis cargo de las tropas acampadas en esta colina y mandaréis que ese almajaneque gigante arda! ¡Se acabaron los tormentos y las ejecuciones de prisioneros! ¡No se iniciará movimiento alguno si no es por orden mía, y siempre a través de mi arráez! ¿Está claro?

Hamusk enrojeció. Al-Asad, que llegaba acompañando a los condes de Sarria y Urgel, se detuvo junto al señor de Jaén y endureció el gesto.

—¿Me relevas del mando del asedio? —La voz de Hamusk sonó ahora como siseo de serpiente—. ¿Entregas las tropas de la Sabica a ese incapaz de Óbayd?

—¡Yo mismo me haría cargo de ello, pero temo que si me quedo cerca de ti, acabaré lanzándote con ese almajaneque antes de quemarlo! Por eso me llevo a Urgel y a Azagra conmigo a al-Bayyasín. Desde allí apretaremos el cerco a la Qadima, fabricaremos parapetos, nuevas máquinas y escalas, y esperemos poder asaltarla antes de que vengan los refuerzos almohades. Porque vendrán, suegro mío, vendrán. ¡Y ojalá no puedan llegar a tomarse venganza por la barbarie que han visto esas murallas de ahí enfrente!

Al-Asad se plantó firme, con los pies separados y la mirada expectante puesta en Hamusk, como esperando una orden para empezar a cercenar cabezas. El Calvo, que como Armengol y Galcerán se incorporaba a una discusión inesperada, no sabía si alegrarse por la llegada de Mardánish o aprovechar el momento para reprochar al señor de Jaén sus desaires. En cuanto al conde de Urgel, se mantuvo en un prudente silencio y observó las reacciones de unos y otros. Hamusk terminó por soltar un bufido que hizo temblar sus carnes grasas, dio media vuelta y se encaminó hacia al-Hamra.

—¡Espera! —Las arterias de Mardánish resaltaban cada latido bajo la piel del cuello—. Aún no me has informado de cómo logró escapar Utmán de vuestra refriega en el prado del sueño.

Al-Asad y Hamusk cruzaron una mirada.

—¿El prado del sueño? —preguntó el León de Guadix.

Mardánish vaciló. Aquella expresión, a pura fuerza de repetición en los labios de Zobeyda y en el recuerdo del rey Lobo, había terminado por asentarse. Pero ¿qué importaba un nombre u otro para aquella escaramuza?

—Es raro que todas las fuerzas de Utmán fueran aniquiladas o capturadas y sin embargo él consiguiera huir. Por lo que sé de ese hombre, no es de los que se quedan atrás en la batalla.

El silencio se extendió sobre la improvisada reunión. El rey Lobo, aún a caballo, esperaba respuesta. Hamusk y al-Asad se miraban con una mezcla de complicidad y duda, y los demás, incluidos los nobles cristianos, aguardaban extrañados por la confusa insinuación de uno y la callada indiferencia de otros.

—No era su momento —espetó entre dientes el señor de Jaén—. O tal vez esos almohades estén realmente bajo la protección de Dios. ¿Quién sabe? Quizás el mismo Utmán sea quien saque tu cabeza clavada en una pica por la puerta del alcázar de Murcia.

Hamusk retomó su marcha mientras alargaba una risita socarrona. Al-Asad permaneció un momento alerta, pues las últimas palabras de su señor pasaban con desmesura de lo aceptable. Más de uno pensó que el rey Lobo iba a mandar prender a su suegro para hacerle pagar su descaro, rayano en la sedición. Pero Mardánish calló. Se tragó su ira y acabó bajando la cabeza, lo que pareció dar la señal al León de Guadix para reanudar su camino tras Hamusk. Álvar Rodríguez se acercó al caballo del rey Lobo y apoyó su manaza sobre el lomo del animal.

—Sabes, amigo mío, que no está en mi ánimo la maledicencia —el enorme cristiano puso su franca mirada en la iracunda de Mardánish—, y es también mejor a mi entender que saldemos unidos este asunto de Granada. Pero ay de ti si no pones remedio a la rebeldía de Hamusk después.

El rey Lobo asintió y palmeó la mano de su amigo y compañero de armas. Luego observó al conde de Urgel, que seguía apartado y con expresión ausente, como si toda aquella rivalidad no fuera con él.

—Armengol, la Sierra Nevada cubre nuestras espaldas, pero temo la llegada de los almohades desde el sur. ¿Se han mandado exploradores a los caminos?

El conde negó con la cabeza.

—Solo para vigilar si alguien huye de Granada o mete provisiones en la Qadima. Daré orden para que salgan de inmediato varias partidas. Sabes que los africanos se mueven con lentitud, así que serán detectados a tiempo. Mandaré que los puestos avanzados queden fijos hasta que divisen al enemigo.

El rey Lobo hizo un lento gesto de asentimiento y llenó de aire sus pulmones. Hamusk desaparecía en ese instante en la pequeña pero sólida estructura de al-Hamra, y los hombres bajo su mando se arremolinaban allí a la espera de órdenes. El hedor de la carne en descomposición parecía más fuerte que nunca. Mardánish miró al otro lado del barranco, a las lejanas cabezas de los almohades atrapados en la Qadima, que seguían asomadas en lo alto de sus murallas. Sus labios se curvaron con suavidad en una sonrisa que, como todas las de los últimos tiempos, era más amarga que feliz. Prefería la proximidad de los enemigos africanos que la de su suegro.

—Álvar, cuida junto con Óbayd de que Hamusk no siga con sus desafueros. Yo me voy a la colina de enfrente. No quiero seguir ni un instante más aquí.

El rey Lobo hizo volverse a su montura para bajar por el mismo camino tortuoso e inclinado que le había llevado hasta aquella colina roja de as-Sabica. Se alegró de dejar atrás a su suegro más de lo que lamentaba mantener dividido al ejército; sin recordar ya, oculto el temor por la rabia, los oscuros vaticinios de su amada Zobeyda.

Las antorchas y los fuegos encendidos en lo alto de la Sabica otorgaban un aspecto irreal a las tinieblas de Granada, ahora que la luna permanecía oculta por un techo de nubes bajas. El sol llevaba un rato desaparecido pero el calor agobiante se había quedado allí. Y todo empeoraba con la peste pútrida que emanaba del Darro. Arriba, los restos ennegrecidos del enorme almajaneque humeaban.

Abú Yafar pasó el odre de vino a su amigo Ibn Dahri. Ambos permanecían sentados en un poyo de piedra adosado a una de las casas que se asomaban al barranco, y enfrente de ellos se alzaba sinuosa la pendiente hacia la Qadima. El correr del agua allá abajo terminaba de teñir con un toque siniestro el momento. El judío Ibn Dahri se pasó el dorso de la mano por los labios después de trasegar un chorro de vino.

—Me da muy mala espina todo esto.

—Tú y los tuyos, siempre tan agoreros —replicó Abú Yafar—. Lo mismo que esa gente de ahí enfrente.

Ibn Dahri rio de mala gana por la broma. Sobre las murallas de la Qadima, los estandartes almohades apenas se veían, lacios por la falta de viento y oscurecidos por la noche.

—Sabes qué ocurrirá si esto no sale bien… Lo sabes, ¿verdad?

—Prefiero no pensar en eso. —El poeta se levantó y sacudió su túnica del polvo de la piedra, luego apartó de un manotazo una nube de mosquitos que subía desde la corriente del Darro. Puso cara de asco al pensar que aquellos insectos venían tal vez de abandonar su nido entre los huesos putrefactos de un cadáver medio sumergido en el río. Cogió la pequeña lámpara de aceite con la que los dos amigos se alumbraban y la elevó para ahuyentar a sus indeseables huéspedes.

—Pues yo no puedo evitar pensarlo. Pensar en qué pasaría si Utmán lograra regresar. Te diré la verdad, Abú Yafar: ahora sí, a veces me sorprendo pensando en marchar de Granada. Si no fuera porque sigo teniéndolo todo aquí…

—¿Huirías? —El musulmán miró al hebreo con incredulidad—. ¿Después de todo lo que has luchado por esto?

—Tengo miedo. Más miedo del que tuve que vencer para ayudarte en esta tarea, de la que me arrepiento día tras día.

—No hables así —reprochó el poeta.

—Claro… Para ti es fácil. Tú no has visto morir crucificado a uno de tus vecinos, ni has padecido las amenazas de Utmán sobre ti y tu familia. Tú gozas de tu posición, y…

—No seas estúpido. —Abú Yafar subió el candil, iluminó su rostro y creó un juego de sombras entre ambos hombres—. A estas alturas todos los almohades deben de saber quién es el artífice de todo esto. Mi posición no servirá de nada si sale mal. ¿O acaso olvidas lo que se dice que pasó con Ibn Sarahil en Carmona? Él, que era el primer hombre de confianza del gobernador almohade…, crucificado a las puertas de Sevilla. Ambos corremos el mismo riesgo, Ibn Dahri.

El judío se levantó mientras masticaba las razones de su amigo musulmán. Tal vez sí corrieran el mismo riesgo, después de todo. Pero aquello lo hacía más absurdo. Ibn Dahri tenía en Granada su casa y todas sus posesiones. Su estirpe era granadina y allí vivían sus amigos. Abú Yafar poseía muchos más bienes materiales, pero su fama y su fortuna eran tales que, de viajar a un lugar lejano, podría seguir manteniendo su prestigio. ¿Por qué continuaba en Granada, sobre todo después de lo ocurrido con Hafsa? El hebreo miró instintivamente arriba, a las almenas de la alcazaba Qadima. Sombras que se recortaban contra la panza lechosa de las nubes. De reojo vio cómo Abú Yafar también llevaba su vista a la fortaleza asediada. El poeta rebuscó de forma inconsciente entre los pliegues de su túnica y sacó un billete de papel hecho una bola. Lo retuvo en su puño, haciéndolo sonar al mover los dedos en torno a él. No necesitaba leerlo, pues sabía de memoria su contenido. Era uno de aquellos mensajes furtivos que Hafsa le había enviado en la época en la que se citaban de noche, a escondidas de todos, o se visitaban clandestinamente al calor de las calles de la medina. Antes de que Utmán impusiera sus prohibiciones. Antes de que todo se volviera oscuro y asfixiante. Abú Yafar movió los labios sin emitir sonidos mientras Ibn Dahri lo miraba sin comprender.

¿Vienes tú a mí o voy yo a tu lado?

Pues mi corazón se inclina a lo que tú deseas:

mis labios son agua dulce y transparente

y mis bucles, ramas que dan sombra;

así que espero que estés sediento y ardiente

cuando llegues junto a mí a la hora de la siesta.

Abú Yafar apretó el puño y devolvió el billete arrugado a su lugar. ¿Podría volver a gozar de los labios, de los bucles, del corazón de Hafsa? ¿No era por eso por lo que había desatado todo aquel horror en Granada?

Suspiró, y sus ojos recorrían el adarve para penetrar la noche cuando un soplo de viento suave se levantó y removió el hedor a muerto. Allá arriba, un parpadeo blanco refulgió a la luz chispeante de las hogueras. Fue solo un momento, como si un estandarte mecido por el viento aleteara en lo alto de las almenas.

Hafsa bint al-Hach apoyó las manos en el espacio entre dos merlones, se inclinó y contempló el abismo. Enfrente, toda la colina Sabica parpadeaba con las hogueras de los guerreros andalusíes, y podían oírse los ecos de sus risas y comentarios subidos de tono. Y los restos de la máquina de guerra lanzaban al cielo una nube de humo oscuro que se confundía con la noche. Luego la mirada de la poetisa descendió por la escarpada pendiente de la colina roja, hasta el curso de agua emponzoñada que bajaba desde las montañas. Su vista se detuvo en otro punto luminoso. Asomaba entre las casas apoyadas en el escarpe natural y se movía lentamente. Entornó los párpados, tratando de perforar las tinieblas de aquella noche agobiante. Le pareció ver que la luz descubría a su lado un rostro enmarcado por una fina barba… ¿Sería un enamorado que rondaba a su amada en la oscuridad?

Probablemente no. No concebía el amor entre semejante dolor. Entre tanta desesperación. Hafsa se retiró del antepecho y suspiró. Por el adarve se acercaba un guerrero masmuda con paso lento, la lanza apoyada en un hombro y la tez demacrada, como todos los que resistían dentro de la Qadima. La mujer se apartó varios pasos mientras se colocaba el niqab, el velo que cubría toda su cara, incluidos los ojos. Estaba segura de que el almohade no la había visto. Por fin quedó oculta bajo las sombras de una de las torres de defensa, reforzadas hacía apenas unos meses por Utmán. El centinela dio algunos pasos arrastrando los pies, giró y continuó su ronda mientras lanzaba miradas fugaces a los fuegos del campamento enemigo. Cuando su figura delgada y triste hubo desaparecido, Hafsa regresó a las almenas y miró de nuevo abajo. Apoyó los codos en la piedra y dejó reposar su cara, cubierta con el niqab, sobre las manos. Casi al fondo del barranco, a media pendiente, seguía brillando aquella débil luz. Un súbito arranque de la brisa le trajo el aroma de la muerte, y arrugó la nariz. El velo blanco se despegó de los labios, tremoló un instante a la brisa y liberó su mirada de las nieblas de seda, y allá abajo la luz del candil pareció moverse. Retrocedió para evitar aquella peste a putrefacción y recordó con viveza los alaridos que cada día escuchaban los sitiados de la vieja alcazaba. Ella no había podido ver cómo el enemigo torturaba y ejecutaba a los cautivos almohades, pero los propios guardianes masmudas se lo habían contado con todo detalle, incluso con saña, como reprochándole que sus paisanos andalusíes fueran tan pródigos en despilfarrar dolor y sofocar la vida. Hafsa callaba y asentía, tomando nota mentalmente de todo aquello. Durante el día no salía de la munya, pues los guardias masmudas seguían cumpliendo a rajatabla las órdenes de Utmán, aun en su ausencia. Pero por las noches, con el velo bien sujeto y el cabello cubierto, no era difícil aprovechar las mismas sendas de siempre para abandonar su encierro y dejar que el aire que llegaba desde el Yábal Shulayr acariciase su piel.

Volvió a asomarse e intentó localizar la lucecilla, pero había desaparecido. Quizás el enamorado, cansado de requiebros inútiles, se había hartado de aspirar el olor de los difuntos. Su vista flotó hacia la medina, donde pocas celosías mostraban brillo interior. Los granadinos parecían poseídos por un pesimismo sin límites. Era el miedo. Podía olerse tan bien como el aroma pútrido que emanaban los cadáveres mutilados allá abajo, o la resina quemada del almajaneque gigante. Sintió una arcada. Y suerte que podía sentirla. Ella, como amante del sayyid y su protegida, era alimentada aun a su pesar con los mejores manjares que se guardaban en las despensas de la Qadima. Solo las esposas de Utmán y sus hijos compartían con ella ese privilegio. Los demás, incluidos los guerreros masmudas, podían pasar hambre, pero ella, Hafsa, debía ser cuidada, hasta mimada a pesar de tratarse de una especie de pajarillo silvestre encerrado en una jaula. Los almohades de la guarnición lo sabían bien, igual que sabían que nadie, absolutamente nadie, debía ver aquel rostro de belleza morena salvo su señor, Utmán.

Utmán. ¿Qué habría sido de él? Los rumores, difundidos a gritos por los propios sitiadores, indicaban que el gobernador e hijo del califa había sufrido una derrota total en las cercanías, cuando acudía para reconquistar Granada. Aunque nadie había dicho que Utmán estuviese muerto. ¿Lo estaba? De ser así, Hafsa no lo sentía. Detestaba a aquel hombre, aunque no tuviera más remedio que fingir amarlo. Y aun así, algo en su interior le decía que jamás, nunca en lo que le restaba de vida, volvería a ser tan amada por otro. Pero ¿y Abú Yafar? Él era la esperanza. Sí. Sin duda. Hasta ese instante, la necesidad y el instinto de supervivencia la habían atado a Utmán, obligándola a apartarse de su verdadero amor. Pero ya no más. Eso no volvería a ocurrir. Si el almohade había castigado al poeta, si le había prohibido la visión del rostro de Hafsa, ella castigaría a Utmán negándole sus caricias y sus besos. No sería suya de nuevo jamás. Se lo juró, una y otra vez. Hasta lo hizo en voz alta. Abú Yafar o nadie. Pasara lo que pasase tras aquel asedio.

Nuevos pasos en el adarve distrajeron a Hafsa. Una última mirada abajo, a la medina envuelta en sombras. Si pudiera volver a ver aquella luz fugaz, tan solo un instante antes de retirarse…

—Preguntad al palpitante relámpago en la oscuridad serena si me ha hecho recordar mi amor a medianoche. Pues ha vuelto a hacer latir mi corazón y me ha dado la lluvia que cae por mis mejillas.

Se pasó una mano rápida por el rostro para enjugar aquella lluvia que únicamente la mojaba a ella. Los pasos se acercaban, debía marcharse. Regresar a su encierro. Su estilizada figura se mezcló con la oscuridad sin saber que allí arriba había cruzado su mirada con aquel al que añoraba. Sin saber si volvería a verlo o tendría que conformarse con soñar con él.