Reunión en Rabat
INVIERNO de 1162. Rabat
Los masmudas habían sido en sus orígenes campesinos montañeses, y el mar les causaba un espanto que se enraizaba en las supersticiones anteriores a la hégira. Por eso, una vez que consiguieron la victoria sobre esos escrúpulos, se apresuraron a dejar constancia de ella. Así, el principal puerto que los almohades usaban para saltar el Estrecho hacia al-Ándalus había sido bautizado como Qasr Masmuda. Allí, pendiente de las pequeñas naves que cruzaban las violentas aguas entre ambos continentes, Yusuf había pasado semanas enteras. En cuanto el mensaje que esperaba llegó a la costa africana, se hizo rodear de su escolta personal de Ábid al-Majzén, preparó provisiones para un viaje relámpago y partió a toda espuela hacia el sur.
El sayyid heredero cabalgó sin descanso, deteniéndose apenas en las postas para cambiar de montura, aprovechando cada instante de luz del sol e incluso la claridad de la luna en las noches magrebíes, y llegó a Rabat sucio y sudoroso, con la rala barba enredada, llena de arena y polvo. Obligó a su caballo a hacer un último esfuerzo y se dirigió al lugar desde el que Abú Hafs solía observar las obras de las instalaciones militares. Allí lo encontró, y saltó ante su hermanastro con una sonrisa de triunfo en la boca. Al posarse los pies en el suelo, una nube parda se levantó desde sus ropas.
—Utmán sufrió una derrota total a poca distancia de Granada. Todas sus fuerzas fueron aniquiladas o prendidas. Solo él consiguió escapar y regresar a Málaga. Ha intentado ocultar el desastre, pero era inevitable que al final se supiera.
El rostro de Abú Hafs, fijo en las obras, no se perturbó. Por el contrario, Yusuf, incapaz todavía de disimular su impaciencia, aguardaba con expectación. Quizás había reflejado demasiado entusiasmo al dar la noticia al hombre más influyente de todo el imperio almohade. El futuro califa carraspeó. Con tan solo veintitrés años, aún no había cultivado la templanza. Varió su gesto: adoptó una pose indiferente en un intento de imitar a su hermanastro. Los sanguinolentos ojos de Abú Hafs se posaron por fin en él. ¿En qué pensaba? ¿Acaso ignoraba el plan de Sulaymán? Eso no era probable.
—Haré que se informe al príncipe de los creyentes.
Lo había dicho con la misma frialdad con la que un escribano anotaría el gasto diario de cebada para las mulas.
—¿Dónde está mi padre? ¿En Marrakech?
—Su corte cruza de nuevo los dominios del Tawhid, como de costumbre. Su presencia es necesaria. Debe estimular los ánimos de nuestros súbditos para sumarse a esta gran yihad.
Yihad. Los ojos de Yusuf refulgieron al escuchar aquello. Guerra santa.
—Así pues, esta será una invasión definitiva.
—Definitiva —asintió Abú Hafs—. En cuanto el califa sepa que los andalusíes del demonio Lobo no se han arredrado a pesar de que él mismo, el príncipe de los creyentes, llegó a honrar con su presencia el suelo de esa península maldita, declarará la yihad. Y si su convicción no es total, yo me encargaré de que lo sea. Así, las voluntades de los fieles se multiplicarán y los mártires acudirán a la llamada como los enjambres a la miel. Serán miles y miles los musulmanes que crucen el Estrecho para aplastar a esos infieles. Puedes estar seguro.
Yusuf inspiró. Más abajo, las construcciones del puerto militar y de los almacenes progresaban a ritmo vertiginoso. Columnas de carretas y acémilas traían material de todo tipo, incluidas flechas, espadas, escudos, azagayas. Más hacia el sur, desde la desembocadura del río, las tiendas de la guarnición estaban coronadas por estandartes que se mecían a la fría brisa del océano. Yihad. Ahora que contaba con el apoyo de Sulaymán, se sentía capaz de acudir a la batalla. A pesar de todo, Yusuf sabía que aún se tardaría mucho en movilizar el inmenso ejército que había de llevar la guerra santa a al-Ándalus.
—Pero el demonio Lobo se ha hecho fuerte en Granada. El almirante supremo Sulaymán sugirió que yo comandara las huestes precisas para liberarla. Además, mi hermano ha sufrido una gran ofensa. Todos la hemos sufrido.
—Utmán ha fallado —admitió Abú Hafs con un remedo de sonrisa que enseguida desapareció de su rostro—. Era de esperar. Y el almirante supremo tiene razón: esta ofensa ha de ser respondida de inmediato… ¿Se ha extendido la noticia?
Yusuf asintió. Por supuesto que se había extendido. Él mismo se había ocupado de mandar correos a las principales ciudades del imperio, tanto en África como en al-Ándalus. Todos debían saber que Utmán había fracasado. Que había conducido a sus hombres a una carnicería. Que las banderas almohades habían quedado manchadas con el baldón de la derrota.
—¿Comandaré ese ejército? —insistió Yusuf.
Abú Hafs se volvió e hizo cálculos con rapidez. Las expectativas más halagüeñas diferían la partida del gran ejército hasta el verano del año siguiente. Era imposible adelantar la reunión de todas las fuerzas almohades, pero tampoco era aceptable retrasar la liberación de Granada un año y medio.
—Comandarás ese ejército. —El hijastro del califa volvió a mirar a los ojos de Yusuf y vio en ellos la misma bisoñez de siempre. La sonrisa irónica afloró a su boca de nuevo. Sulaymán lo había calculado todo bien. Tan bien como si lo hubiera hecho el mismo Abú Hafs—. Recurriré a las tropas más cercanas. Pondré bajo tus órdenes a una fuerza suficiente y cruzarás el Estrecho con ella. Este verano marcharás sobre Granada como líder del ejército almohade, pero serás asistido por el almirante Sulaymán. Usa también las tropas acantonadas en al-Ándalus y la caballería árabe que el califa prestó a Utmán.
Yusuf no ocultó su alegría. Aquello sí coincidía con lo planeado por Sulaymán.
—¿Y el gran jeque Umar Intí? Tal vez no esté de acuerdo en que yo…
—Umar Intí es un anciano. Todos lo respetamos y admiramos su labor, pero su hora pasó. Es momento de que otros carguen con el peso del Tawhid.
La sonrisa de Yusuf se ensanchó.
—¿Qué pasará con Utmán?
—Dices que está en Málaga… Bien, que permanezca allí. Bajo ningún concepto os acompañará. Toda la gloria será tuya, Yusuf.
El sayyid gruñó de contento y empezó a dar órdenes a los guardias negros para el alojamiento en el ribat. Se sacudió las ropas y de pronto adquirió conciencia de la suciedad que acumulaba. Necesitaba lavarse, disfrutar en la quietud del hammam de la satisfacción de la empresa venidera. Anduvo deprisa, como si la batalla fuera a librarse esa misma tarde. Junto a su excitación, la admiración por la maquinaria almohade crecía: todo salía según los dictados de aquellos tres hombres: Abú Hafs, Umar Intí y Sulaymán… Un escalofrío recorrió la espalda de Yusuf. Los tres jerarcas más influyentes del imperio dictaban la historia. Detuvo la marcha y miró atrás. Abú Hafs había retomado la observación callada de las obras de acondicionamiento del puerto. Ya no se trataba del asunto de Granada, sino de toda una yihad, la más enorme que generaciones de africanos habían conocido. Y él, Yusuf, hijo de Abd al-Mumín, iba a ser protagonista de aquello. Por un momento se vio entrando en la catedral infiel de Toledo, pisando los cuerpos destrozados de guerreros, nobles y clérigos cristianos, la espada chorreante de sangre en una mano y un estandarte almohade en la otra. Y tras Toledo caerían Oporto, León, Burgos, Zaragoza, Barcelona… Yusuf reanudó su marcha mientras llenaba de aire salobre su pecho. Su padre conquistaría toda la Península y él le sucedería. Su califato sería recordado como el mayor de todos los tiempos. El más glorioso.
Primavera de 1162. Valencia
Mardánish se sintió aliviado al saber que las tropas procedentes de Navarra tardarían aún unos días en alcanzar las fronteras del Sharq al-Ándalus. El rey Lobo necesitaba descansar. Precisaba abandonarse en los brazos de Zobeyda y olvidarse, siquiera durante el tiempo de un sueño, de la empresa que debía acometer. Acabado el invierno, no había dejado de viajar por sus dominios para requerir personalmente las levas y fijar sus lugares de reunión. Estaba agotado, y sus arcas también. Además, visitar sus principales ciudades le había llevado a saber que las voces de reproche arreciaban. Ya no era solo en Murcia: el descontento minaba la confianza del pueblo en Lorca, en Orihuela, en Denia, en Alcira, en Guadix, en Játiva… A pesar de que las conquistas en tierras almohades le habían granjeado nuevas fuentes de ingresos, el mantenimiento de su ejército de mercenarios cristianos consumía la mayor parte del tesoro. Había que hacer frente al pago de los tributos al príncipe de Aragón y a las tareas de fortificación por todo el Sharq. Por si fuera poco, el descalabro de Marchena había supuesto la pérdida de una hueste imprescindible. Dinero, dinero y dinero. Sus monedas circulaban por los reinos cristianos a montones. Rara era la ciudad en Castilla, Navarra o Aragón en la que no se conocieran los maravedíes lupinos, como todos los llamaban. Y pese a todo, el rey Lobo estaba cayendo en la pobreza.
Eso implicaba protestas. Porque su pueblo se veía constreñido por los tributos que sus visires debían subir. Más cada vez. Los gobernadores de sus ciudades a lo largo del Sharq le habían trasladado la misma queja: demasiados impuestos. No obstante, aquella era la única forma. Sus ejércitos necesitaban a los caros mercenarios cristianos. Eso era lo que más quebraderos de cabeza ocasionaba a Mardánish. Maldecía su suerte. En lugar de contar con el aliado fuerte que había sido la Castilla del emperador Alfonso, ahora tenía al otro lado de la frontera un reino involucrado en una guerra civil, demasiado ocupado con sus asuntos internos como para mirar al mediodía y darse cuenta de que el verdadero peligro se disponía a cruzar el Estrecho e inundar la Península con el mayor ejército invasor de todos los tiempos.
Porque Mardánish lo sabía. Sus agentes le informaban con regularidad de los progresos almohades. Le decían que las atarazanas de los africanos funcionaban a pleno rendimiento, y sus herrerías escupían al cielo incesantes columnas de humo negro mientras se forjaban a golpe de martillo las armas que acabarían con el sueño del Sharq al-Ándalus. Y de todos los demás reinos hispanos.
Ahora el rey descansaba en Valencia junto a su indócil favorita. La musalá, situada entre las murallas de levante y el río Turia, estaba repleta de pabellones. Los guerreros andalusíes llegados de las ciudades cercanas acampaban allí a la espera de que los navarros acudieran a reunirse con ellos. Cuando eso sucediera, marcharían juntos al sur bajo los gallardetes de Mardánish y Azagra. Recogerían al resto del ejército a su paso por cada villa y se unirían a Óbayd y al grueso de las tropas andalusíes, que aguardaban en Murcia. Desde allí se dirigirían a Granada, expugnarían la alcazaba Qadima y plantarían su estandarte, como una punta de lanza brillante y afilada, en el corazón de los territorios almohades en al-Ándalus.
Durante esos días de fingida tranquilidad, Mardánish disfrutaba del aroma del azahar, cuyo estallido marcaba la llegada de la primavera. Había dado órdenes expresas de no ser molestado con asunto alguno referido al reclutamiento y llegada de las tropas, salvo si el estandarte de Azagra aparecía en el horizonte. Su reposo era total, y el gobernador de la ciudad, su hermano Abúl-Hachach, seguía ocupándose de las tareas de gobierno. El rey Lobo incluso había rehusado instalarse en el alcázar. No le gustaba aquel lugar, que todavía conservaba vestigios del incendio provocado por los cristianos cuando, medio siglo atrás, la viuda del Cid abandonó Valencia. Pero tampoco podía alejarse del centro de poder y parecer ajeno a los asuntos de la ciudad. Por eso pasaba los días y las noches intramuros, en el palacio de su familia, no lejos del alcázar y de la mezquita aljama. A esa munya, para su disfrute, había obligado a trasladarse a Zobeyda desde la Zaydía.
Finalmente, una tarde, tras gozar del amor de su favorita en las estancias del palacio de los Banú Mardánish, abandonó el disfraz del sosiego. Se levantó del lecho y, sin cubrirse, caminó hacia las ventanas que se abrían al jardín sublevado por la llegada de la primavera.
—No he querido romper el hechizo de volver a reunirme contigo, Zobeyda. Cada vez que se acerca una campaña me asalta la incertidumbre del regreso, y por eso intento olvidar toda preocupación y disfrutar de cada mirada, de cada caricia. De cada beso tuyo.
—A mí me ocurre igual.
—Lo sé. Y por eso siempre, antes de partir a la batalla, acudo a tu cama y olvido a mis demás esposas y concubinas. Nada me importa la Ley. ¿Sabes por qué? Porque cuando visto loriga, embrazo escudo y empuño lanza, mi corazón se siente henchido. Miro atrás al marchar y me despides radiante, llena de mí como yo estoy lleno de ti. ¿Cómo eran esos versos que se cantaban en Guadix?
—Dejo a la que amo y parto —le recordó la favorita—, pero por Dios que no me voy llevándome mi corazón.
—Eso es, amada mía. Y entonces nada puede hacerme retroceder. Nada. Es como… como si valiera la pena morir después de haber estado contigo.
Zobeyda detectó que aquello tenía más tono de reproche que de halago. Se incorporó y, también desnuda, se acercó a su esposo.
—¿Qué me intentas decir?
—Pues que yo necesito esa sensación antes de partir a Granada. Y estos días ha sido distinto, lo he notado. Parece que no estuvieras conmigo. Siento el miedo en tu mirada.
—Es natural —se defendió ella—. Tengo pánico de lo que pueda ocurrirte. Todo el mundo sabe que luchas a la cabeza de tus tropas, que te arriesgas el primero. Tus cicatrices lo atestiguan. ¿Cómo no voy a tener miedo?
—No, no… Es otra cosa. Como si esta vez tuvieras la certeza de que no volveré.
Zobeyda sonrió y gesticuló con desgana. Quiso restar importancia a lo que decía Mardánish, pero tuvo que apartar la mirada. No pudo ocultar el temblor repentino de sus labios.
—El tiempo pasa… —trató de excusarse—. Ya no eres tan joven. Y yo tampoco. Antes era todo diferente, nada podía oponerse a ti. Ahora pienso en nosotros y en nuestros hijos. Deberías quedarte y mandar a otros. Óbayd te ha dado sobradas muestras de lealtad. Y tus amigos cristianos…
—Sandeces. Mi sitio está al frente del ejército. Lo sabes. En cuanto descuido la vigilancia, la anarquía se apodera del reino. Y el ejemplo más claro es tu padre… —Mardánish apretó los puños y los músculos de la mandíbula se tensaron bajo su piel—. En el momento en el que me alejo de él, actúa por su cuenta y contra mi voluntad. ¿Óbayd? Un buen soldado, desde luego. Un hombre leal. Pero no duraría ni un día si cayera en las fauces de tu padre o en las de su fiel perro al-Asad. Tampoco puedo dejar el mando del ejército a los adalides cristianos: mis hombres no lo aceptarían. ¿Sabes lo que se murmura por todas las ciudades que he visitado estas semanas? Se dice que los prefiero a ellos, a los politeístas, antes que a mi propia gente. Las malas lenguas aseguran que es normal que nosotros, los hijos de los muladíes, reneguemos de unos y de otros según la dirección del viento. Mis súbditos están hartos de ser sangrados para mantener a un ejército cristiano. Por eso deben saber que yo estoy allí, en vanguardia. Que la estrella de ocho puntas reluce en el estandarte de cabeza, y que no la lleva un subalterno. La lleva el rey. —Observó los ojos de Zobeyda y los vio húmedos. La aferró por los hombros y notó el temblor que contraía todo su cuerpo—. Pero ¿qué te pasa? No puedes dejar que me vaya a Granada así. Debo verte sonreír cuando mire atrás. ¿Qué ha cambiado?
Ella se soltó del agarre de su esposo y regresó al lecho, sobre el que se dejó caer con el rostro escondido entre las manos. Mardánish anduvo tras ella y se detuvo al pie de la cama.
—No puedo decírtelo… —gimió ella con la voz apagada—. Y sin embargo debes obedecer mi ruego. No vayas a Granada. No vayas.
—Pero…
—Una gran desgracia nos espera a todos allí. Muerte. Solo muerte.
El rey Lobo se pasó las manos por el pelo y se sentó en el borde del lecho. No comprendía nada. Se inclinó y habló al oído de la favorita:
—Muerte… ¿A qué viene eso? Sabes bien que tu padre venció a Utmán en la vega de Granada. Destrozó todas sus fuerzas. Los informes dicen que solo el sayyid logró huir…
—Una farsa, una quimera. —Ella levantó la mirada, ahora suplicante. Sus mejillas estaban sucias de kohl barrido por las lágrimas—. Un sueño. La muerte se cierne sobre todos en Granada. No vayas. No vayas allí.
—¡Basta! ¡Jamás te habías comportado así! —Mardánish se incorporó bruscamente, pero no dejó de mirar a los ojos a la favorita. El miedo era tan evidente en ellos que el rey Lobo se asustó de veras. ¿Acaso se estaba volviendo loca?
—Yo lo vi… —murmuró Zobeyda—. Yo vi la batalla entre mi padre y los almohades de Utmán. Vi ese prado en el sueño. Vi la sombra que luego lo cubría todo. Y el río de sangre. Nadie quedaba con vida.
—El río de sangre… Tú lo viste… ¿Dónde? ¿Cómo?
—El prado del sueño, amor mío. El prado del sueño.
Mardánish soltó una maldición cristiana y recogió de un manotazo su túnica, colgada del respaldo de una silla. Abrió la puerta del aposento y se alejó entre murmullos. Zobeyda seguía llorando, presa ahora de un temblor que se veía incapaz de parar. Hundió su cara entre las sábanas.
—El prado del sueño. El prado del sueño.