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Capítulo 44

El prado del sueño

DOS días después. Valencia

El séquito armado se detuvo a la puerta de la flamante munya junto al río y los soldados formaron a los lados del carro. De inmediato, varios sirvientes colocaron un escabel y corrieron a abrir puertas y apartar criados. El calor húmedo hacía sudar al hombre que, rodilla en tierra, aguardaba a que la recién llegada se dejase ver.

Zobeyda bajó risueña. Era la primera vez que se hallaba ante la Zaydía después de que, apenas unas semanas antes, se hubiera dado por acabada la obra. Desde fuera, el palacio anunciaba un vergel que asomaba tras los muros de tapial circundante, y los pájaros cantores habían hecho suyos los rincones del patio, los enramados que formaban corredores y los arrayanes que se arracimaban en las umbrías. El hombre arrodillado, un eunuco de baja talla que ejercía de criado jefe en el nuevo palacio, elevó la mirada hacia la favorita. Tras él, a los lados del acceso exterior a la munya, la servidumbre formaba en línea para el recibimiento. Adelagia y Marjanna también bajaron del transporte, y las tres mujeres caminaron hasta traspasar la entrada. Una tras otra exclamaron admiradas por la belleza de la munya expresamente construida para la princesa Zayda. El eunuco se deslizó por un lado mientras la favorita y las dos doncellas se extasiaban con el verdor de los mirtos y la blancura resplandeciente del mármol. Las adelantó para dejarse ver y señaló la entrada, flanqueada por columnas cubiertas de enredadera.

—Sé bienvenida a la Zaydía, mi señora. Todo ha sido dispuesto para tu llegada. Perdona mi atrevimiento, pero ¿no traes contigo a la joven princesa?

Zobeyda hizo un mohín de satisfacción.

—Se ha quedado en Murcia con su hermanita, Safiyya. Pero pronto vendrá a tomar posesión de su palacio. Una gran obra. Haré que todos los que han trabajado en esta munya sean recompensados con largueza. ¿Dónde está Abú Amir?

El criado se acercó con la familiaridad descarada propia de los eunucos y, en voz baja, movió la barbilla hacia la muralla de Valencia, que se alzaba al otro lado del río.

—Estos días visita con frecuencia a una danzarina de Úbeda que vive en la medina, mi señora. Ahora estará todavía durmiendo en la taberna en la que ella trabaja.

Adelagia no se preocupó de disimular una mueca de desagrado al oír aquellas palabras. En cuanto a Zobeyda, no dejó traslucir nada por lo dicho acerca de su consejero.

—Bien, luego lo veré. Dime, buen hombre: ¿está la aquí bruja cristiana?

El eunuco se estremeció y, disimuladamente, trazó un signo contra el mal de ojo con los dedos de la mano izquierda.

—Abú Amir dio orden de no dejarla salir. La hemos acomodado en una de las estancias de la servidumbre. Si lo deseas, mi señora, te guiaré hasta allí.

Zobeyda se volvió y dio orden a sus dos doncellas de preparar los aposentos; luego siguió al solícito jefe de los criados de la Zaydía. La favorita notó el agradable cambio de temperatura propiciado por la floresta y la irrigación del contorno arbolado. Respiró el delicioso frescor que reinaba bajo los arcos recién tallados, y sus manos acariciaron al pasar las columnas y las paredes alicatadas. Cada estancia gozaba de un aroma distinto merced a los pebeteros hábilmente disimulados en los rincones. Quemaban maderas aromáticas y ámbar, y extendían nubes que abrazaban los pilares o se deslizaban junto al techo labrado. Las cámaras de los criados estaban en la parte posterior del palacete, junto a una puerta de servicio. Allí mismo había estacionadas varias pequeñas carretas a medio descargar. La llegada de la favorita había puesto en funcionamiento a todos los esclavos y operarios a sueldo de la munya, y ahora los cocineros, camareras y escanciadores se apresuraban a preparar sus respectivos servicios. El eunuco abrió la puerta de una estancia, dio medio paso a un lado y se inclinó de nuevo cuando la favorita entró. Luego cerró y su eco se perdió enseguida entre el trajín de criados.

Maricasca parecía no haber envejecido en todos aquellos años. O quizá fuera que había alcanzado un límite tras el que era imposible arrugarse más. Sus ropas negras y deslucidas debían de estarlo desde décadas atrás, y su cabello gris y desmadejado tenía sin duda ese color desde tiempo remoto. La bruja, sentada en un jergón y con la mirada perdida en la celosía de la pared meridional, ni siquiera se movió cuando Zobeyda la saludó.

—Maricasca, buena mujer. Espero que me perdones por este abuso.

La voz de la bruja sonó rasposa, con el mismo tono escalofriante que aquella lejana noche en la oscuridad de su caverna.

—No creo que te perdone, morita. Es más, deberías temer mi ira. ¿No has oído hablar de mis métodos? Si quisiera, podría hacer que tu cabello se marchitara como una flor regada con cal, y tu cráneo quedaría más pelado que el de tu amigo cristiano, ese Álvar.

—¿Tú conoces a Álvar Rodríguez? —preguntó sorprendida la favorita—. ¿Cómo es posible?

La vieja se volvió entonces, y mostró sus ojos de un color tan claro que parecía blanco. Zobeyda sintió un escalofrío al ver la sonrisa de la vieja, imprecisa por los pocos dientes que aún conservaba.

—Yo sé mucho más de lo que parece que sé, morita. Que viva en una cueva no significa que no conozca el mundo. Tú tienes tus cartas y tus confidentes. Tienes a tu Abú Amir. Yo tengo eso.

Maricasca señalaba a sus herramientas de trabajo, un desbarajuste de ollas, bolsitas de cuero remendadas, hatillos de ramas y hierbas secas, colgantes fabricados con conchas, piedras y cortezas, redomas de barro cocido y rollos de hojas atados con cintas aceitosas.

—No debes enojarte, anciana. Aquí tendrás cuanto pidas y harás lo que te plazca. La única condición será que permanezcas en la Zaydía y que me sirvas bien. ¿Deseas riquezas? Yo te las daré. ¿Alguna otra cosa? Dime qué, y serás complacida.

Maricasca pareció cavilar sobre las palabras de Zobeyda.

—Todos tenemos un precio, morita. Crees que el mío es todo eso que me ofreces. Bah. Naderías. Lo que más valoro es poder andar por donde se me antoje y no tener que dar cuentas a nadie. ¡A nadie! No cambiaría mi gruta renegrida por todos los palacios del mundo. Devuélveme a mi hogar o padecerás las consecuencias.

—Te devolveré, anciana. —La favorita mantenía un tono afable, casi sumiso. No terminaba de creer que Maricasca fuera a cumplir ninguna de sus amenazas, pero una aprensión casi inconsciente la compelía a tratarla con deferencia—. No sé cuándo, pero regresarás a tu cueva. Y durante el tiempo que estés aquí, te prometo que no padecerás hambre ni frío. Pero debes ayudarme. Si no lo haces por riquezas, hazlo por eso que tanto dices amar: tu libertad. Tú, que mucho sabes, ¿acaso ignoras lo que ocurrirá si los almohades aplastan a los ejércitos de mi esposo? Cristiana y bruja… Te auguro un trato especial por esos africanos.

La anciana volvió la mirada a los haces de luz que se colaban por los huecos de la celosía, dibujando estrellas de ocho puntas que entrelazaban sus extensiones y se cruzaban hasta el infinito.

—Sé lo que ocurrirá. Ya estuvo a punto de pasar hace tiempo, cuando el rey Batallador de los aragoneses asoló con sus guerreros las tierras de los otros africanos…

—¿Ves? Tú conoces el pasado y también el futuro —susurró Zobeyda.

—El futuro no está escrito esta vez, morita. No puede leerse aún. Pero sí puedo ver quién lo escribirá. Sucede que a veces uno escribe con trazos más claros lo que teme que lo que anhela. O al revés. El germen del destino reside en cada corazón.

Nuevos enigmas que nada revelaban. La favorita se notó abordada por la impaciencia. La misma que la había llevado a ordenar a Abú Amir que localizara y trajera a Valencia a la bruja.

—Pues bien, el futuro está escribiéndose ahora, anciana. Los escribanos empuñan los cálamos y los clavan en la carne de sus enemigos. De sus palabras sangrientas depende que tú vivas o mueras bajo las picas africanas. Todos dependemos de ello. Muéstrame de nuevo el porvenir, lo necesito.

La vieja no se dio la vuelta. Su espalda encorvada pareció bajar más aún cuando Maricasca encogió los caídos y huesudos hombros.

—Procúrame un poco de sangre de paloma y otro poco de sangre de halcón. Ordena que me traigan un brasero. Vuelve esta noche. Sola.

Las noches de verano en Valencia eran a veces más insoportables que los días. El calor, la humedad y las nubes de mosquitos parecían renegar de que aquella fuese una de las más preciadas joyas del reino, y se empeñaban en mortificar a los villanos saltando las murallas, recorriendo las callejas, colándose en las alamedas, instalándose en los huertos. Pero nadie podía resistirse a la belleza de la ciudad, y todos daban por buenos los calores del infierno con tal de disfrutar de la perla del Sharq al-Ándalus. Así había enamorado a reyes sarracenos, aventureros cristianos y poetas:

Valencia; si meditáis sobre ella y sus maravillas,

es la más resplandeciente de las ciudades.

Mi mejor testimonio es su belleza manifiesta.

Nuestro Señor la ha revestido del brocado de la hermosura

y adornado de dos orlas: el mar y el río.

A pesar del bochorno y de que en el fogón ardía una llama de un inusitado color verdoso, la estancia de la bruja Maricasca estaba fría. Y frío era lo que estremecía a Zobeyda, que se agarraba los brazos y notaba la piel de gallina bajo sus ropas. Ante ella, Maricasca removía en un caldero desportillado una mezcla pastosa y negruzca. Sangre de halcón y sangre de paloma. No le había costado mucho a la favorita conseguir ambas cosas, y de hecho otras de mayor dificultad se habría agenciado de haberlas pedido la bruja. Porque Zobeyda estaba impaciente y necesitaba saber.

—¿Qué ves?

—Shhh… —La vieja reprimió a la favorita sin importarle, porque jamás le había importado, que su cliente fuera un campesino o un príncipe—. No voy a ver nada. Este brebaje es para ti, morita. Tú verás el destino.

Zobeyda se acercó por la espalda de la anciana y contempló cómo a cada vuelta del cucharón de madera ennegrecido, aquel caldo maloliente iba perdiendo su espesor. Ahora se asemejaba más a una sopa sucia en la que flotaban largos hilos oscuros que seguían como estelas las idas y venidas del cacillo. La llama verduzca crepitaba bajo el perol, y de vez en cuando aparecían en la superficie del líquido las hojas arrugadas que Maricasca había arrojado a la pócima mientras recitaba algún salmo inspirado por Asmodeo, Behemot o cualquier otro demonio. La anciana se inclinó a un lado y cogió una de las bolsas de piel recosida, aflojó los lazos y rebuscó en ella. Sus encías desdentadas relucieron cuando encontró una pequeña bola blanca con una especie de capilares rojos que recorrían su superficie. Maricasca la levantó y la puso ante la cara de Zobeyda tal que si quisiera enseñarle una perla recién sacada del mar. La favorita dio un paso atrás al darse cuenta de que era un ojo. Un globo ocular, no sabría decir de qué clase de criatura. El iris, alargado y casi transparente, parecía mirarla con fijeza. La vieja rio por la reacción de asco de la favorita.

—Un ojo muerto para ver la muerte… —Señaló a la cara de Zobeyda con un dedo largo y retorcido—. Ojos vivos para ver la vida.

El globo cayó en el caldo y levantó una salpicadura. Enseguida regresó a la superficie y orbitó en torno al remolino central. El cucharón aceleró su viaje y al fin el ojo volvió a desaparecer. Maricasca casi metió su nariz de pajarraco en el brebaje para olerlo e hizo un gesto de asentimiento.

—Es ahora —indicó a Zobeyda—. Ven, morita; toma mi lugar. Acerca tu cara y mira fijamente. Intenta distinguir el fondo de la olla. Pero cuidado: tus deseos podrían mezclarse con el porvenir.

La favorita obedeció aunque el frío y el temor estaban a punto de entumecer sus miembros. Cuando Maricasca se levantó del taburete que ocupaba, Zobeyda se sentó en él. Primero se mantuvo apartada, asqueada por el hedor salobre que subía del cazo. El humo se demoraba, se revolvía en volutas y luego se estrellaba contra su cara para meterse por su boca y su nariz. Los ojos se le humedecieron y notó que el vapor se le condensaba en la piel del rostro. Empezó a sudar.

—Acércate más —susurró la vieja. Su voz sonaba lejana, aunque la favorita no sabía si era porque la anciana hablaba en voz baja o porque ella se distanciaba. Aproximó la cara y empezó a distinguir su reflejo en el líquido ondulante. Vio la tez pálida que contrastaba con el cabello negro. Vio también los ojos oscuros y el gesto de recelo. Luego el líquido se detuvo en su ya lento giro y, de repente, dejó de reflejarse en él. En su lugar vislumbró algo blancuzco allá abajo, en el fondo. Forzó la vista y la mancha clara se hizo más evidente. Y fue tomando forma… y vida.

Zobeyda apoyó las manos en el suelo y lo notó húmedo. Se incorporó y quedó sentada. Era imposible. Hacía apenas un instante estaba en el aposento de la vieja Maricasca, adormecida por aquel vapor penetrante. Debía de haberse mareado. Pero ¿qué hacía allí?

Miró alrededor. Una ladera apenas inclinada, cruzada por multitud de acequias. Líneas arboladas de olivos y campos de labrantío, e incluso algunos campesinos que acarreaban a lo lejos sus aperos. El zureo de las torcaces y el correr del agua por sus canalillos daban a todo un aura de ensueño. Zobeyda se puso en pie y se sacudió las manos para librarse de la tierra y las hojillas pegadas a ella. Anduvo pendiente abajo, todavía sin comprender, cuando una bandada de estorninos se elevó con griterío de protesta desde una higuera cercana. Los silbidos de aquellas aves estremecieron a la favorita, que intuyó que algo iba mal. Se apoyó en la higuera y forzó la vista. Sí. Algo ocurría. Los labriegos dejaban caer sus herramientas y corrían. Desaparecían del prado. Solo entonces, al saberse sola en aquel lugar, reparó Zobeyda en la nube de polvo que se elevaba más allá del cercano horizonte. Al humo blanco siguieron enseguida los estandartes y el retemblar del suelo. La favorita se agazapó tras el tronco de la higuera. ¿Qué era eso? ¿Y qué hacía ella allí?

Los primeros jinetes aparecieron al trote. Llevaban en alto sus pendones. Caballeros andalusíes, iguales a los que ella había visto multitud de veces reunidos en musalás, preparados para partir a cada campaña junto con sus aliados cristianos. Cabalgaban despreocupados, con los escudos colgados de las sillas. Una columna de a dos que tomaba una curva tras otra para esquivar el laberinto de acequias. Zobeyda los observó al pasar. Entonces vio al comandante de aquella fuerza. Tenía que serlo por lo lujoso de sus vestiduras y porque le precedía la bandera más flameante. Su piel oscurísima destacaba contra el turbante blanco que le diferenciaba del resto de los guerreros. Como si siempre lo hubiera sabido, el nombre de aquel sujeto atravesó su mente de lado a lado.

—Utmán.

Zobeyda iba girando poco a poco alrededor del tronco de la higuera, ocultándose inconscientemente de la vista de la tropa. Si aquellos hombres la vieran… ¿Y si la reconocían? ¿Qué baza sería para ellos cautivar a la favorita del rey Lobo? Pese a sus temores, aunque muchos de los jinetes atisbaban alrededor, ninguno hizo gesto alguno. Era como si las miradas la atravesaran. Como si no estuviera realmente en aquel lugar.

Un crujido de ramas aplastadas sonó a su espalda y la mujer se volvió. Allí, apenas a unos codos, estaba su padre, Hamusk. Forrado de hierro, montaba su destrero y empuñaba la lanza. Se inclinaba sobre el arzón al tiempo que, como un gato a punto de saltar sobre la liebre, se acercaba sigiloso.

—¡Padre! —gritó Zobeyda, presa de aquella sensación de irrealidad—. ¡Padre!

Pero Hamusk hizo caso omiso a pesar de hallarse justo al lado de su hija. En lugar de responder o siquiera mirar, elevó la lanza mientras soltaba un grito agudo y prolongado. Y a ese grito respondieron otros más allá. Y cientos más sobre el lomo elevado de la ladera. Y al otro lado. Llegaron como ecos distantes, y la columna de Utmán se detuvo. Los caballos piafaron con disgusto, y sus jinetes los hicieron girar. Algunos hombres se inclinaron para embrazar los escudos, y Utmán se envaró sobre los estribos con gesto de sorpresa.

Cuando Hamusk espoleó a su destrero, las briznas de hierba se levantaron a su paso. Zobeyda pegó la espalda contra la higuera y notó la crispación en su rostro. Tras el señor de Jaén cabalgaba al-Asad, inconfundible por su adarga lacerada y la nariz deforme. Y siguiéndolos, una interminable oleada de jinetes. Encorvados los cuerpos, altos los escudos, bajas las lanzas. La ladera se vio invadida por caballeros que venían desde arriba y por ambos lados, que rodeaban a Utmán. Zobeyda clavó las uñas en la corteza cuando la tierra pareció resquebrajarse al paso de cientos de animales. El olor de la hierba húmeda se mezcló con otro más acre. En el lado opuesto del prado, el estandarte de Urgel flameó y una línea impecable de caballeros cristianos llegó como el oleaje en una marejada: barrió a los andalusíes del sayyid. Zobeyda gritó al verse cogida en medio de una batalla. Vio con horror cómo muchos de los enemigos trataban de retroceder, volviendo por donde habían llegado, pero los caballos hundían sus patas en las acequias y se quedaban trabados. Otros tropezaban, y sus jinetes caían al suelo. Algunos opusieron resistencia a Hamusk y a los cristianos, pero pronto fueron aplastados. El griterío de furia creció y otro más desgarrador se impuso. Zobeyda vio hombres clavados a tierra desde lo alto, alanceados una y otra vez con golpes fulminantes. Los hombres de Hamusk se ensañaban y herían. Remataban. Mutilaban. Rugían de ira desbocada. Destrozaban los cuerpos de los que ya estaban muertos. Reían, presos de una locura sanguinolenta. Hasta que sus carcajadas llegaban al paroxismo y dejaban de picar carne con sus lanzas. Una sombra oscura se iba acercando desde el sur y cubría el sol. De repente todo quedó en penumbras y el hierro dejó de relucir. Los gritos de dolor se mezclaron con otros. De miedo. Los hombres miraban horrorizados al cielo y se tapaban los ojos. Las armas caían de sus manos, ellos también resbalaban de las monturas y se iban al suelo. Y lo mismo ocurría después con los caballos. Desde el suelo alzaban las manos y suplicaban piedad, pero su voz se iba apagando porque todos sangraban. Su piel se agrietaba y sus miembros se separaban, y se abría la carne y todos morían despacio. Aquel prado de ensueño fue inundándose de sangre, el agua de las acequias se tiñó de escarlata, todos los cursos se derramaron por aquella suave pendiente hasta unirse abajo y formar un río que discurría lento, burbujeante. Su oscura superficie era densa, y cabezas humanas se asomaban para clavar sus ojos vacíos en los de la favorita, y luego se hundían. Un río de sangre. Zobeyda no podía más. No era capaz de quedarse allí, sintiendo cómo el hedor de la muerte se extendía por el prado. Gritó, pero no consiguió oír su propia voz. Entonces se tapó los oídos, pero tampoco pudo impedir que los gemidos de los moribundos siguieran atormentándola. Se despegó de la higuera protectora y corrió para alejarse. Resbaló en el lodo rojo en el que se había convertido el lugar por las pisadas de las bestias cargadas de metal. Trastabilló y cayó varias veces, hundió los dedos en la tierra y se agarró a las raíces medio arrancadas, mojó sus pies descalzos en una acequia ensangrentada y cubierta de hierbajos, se arrastró mientras saboreaba el amargor de sus propias lágrimas. Por fin fue dejando atrás el sonido de la muerte, los aullidos de los heridos, los ruegos de clemencia… Pero había un grito que todavía horadaba su mente. Uno que se repetía y que no podía identificar. Una voz de mujer. Quebrada. Lejana. Una palabra que se iba acercando y que ahora casi era capaz de distinguir. Más cerca. Más clara. Su nombre. Zobeyda. Zobeyda.

—¡Zobeyda!

La favorita abrió los ojos e inspiró con fuerza. Notó el sabor de la sangre en la garganta. Se ahogaba y precisaba aire. Boqueó desesperada y se agarró a lo primero que pudo. Era ella, Maricasca, que la llamaba a gritos a pesar de estar junto a ella. Oscuridad alrededor, y aquel olor pestilente del brebaje.

—¿Qué? ¡No! ¿Dónde estoy?

—Aquí, aquí, morita. —La repulsiva voz de la anciana sonaba ahora amable. Y sus manos aguantaban firmes. Parecía mentira que alguien tan viejo pudiera sostener a una mujer mucho más joven y fuerte. Zobeyda miró alrededor. Estaba tendida en el único camastro de aquella cámara, y a su lado seguía humeando la pócima. Las llamas verduzcas casi se habían consumido y ahora no daban para iluminar la estancia. Pero se reflejaban en las opacas pupilas de Maricasca. La bruja, sentada en el jergón e inclinada sobre la favorita, aflojó despacio su presión al tiempo que la boca se le estiraba en una sonrisa mellada—. ¿Qué has visto? ¿Has visto el porvenir?

Zobeyda se relajó. Estaba fatigada, como si realmente hubiera corrido ladera arriba. Le dolía la espalda. Sentía entumecidas las piernas y le escocían los dedos de las manos. Cerró los ojos y se obligó a respirar más despacio. Se frotó la cara y arrastró la humedad de las lágrimas.

—Una batalla… —empezó a decir—. Mi padre atacaba a Utmán… No podía verme. Y no me oía.

—No, no, claro que no. —La vieja soltó una risita corta—. Una batalla. Bien, bien. ¿Y triunfaba tu padre?

—Sí… pero no. —Cuando Zobeyda trató de incorporarse, un súbito pinchazo le traspasó la cabeza de sien a sien. Se dejó caer de nuevo.

—Ahora no debes esforzarte. Enseguida dormirás. Y mañana quizá no recuerdes nada. Por eso es ahora cuando has de rescatar todo lo que has visto. Hubo una batalla, y tu padre venció, pero hay algo más…

—Sí, hay algo más. —La favorita se restregó la cara para intentar quitarse el sopor que la invadía—. Los enemigos morían a decenas, a cientos. Pero nuestros hombres también. Todos caían. La muerte se enseñoreaba de aquel lugar, y la hierba ennegrecía y se formaba un río. Un río de sangre que atravesaba todo el prado. El prado de mi sueño, Maricasca. —Un nuevo arrebato hizo que Zobeyda se agarrara al basto manto de la vieja, y esta vez pudo incorporarse. Miró a los translúcidos ojos de la bruja sin verlos—. El prado del sueño, Maricasca…, estaba lleno de sangre. No había victoria, Maricasca. Todos morían… en el prado del sueño.

—Sí, morita. Muerte, morita. Un triunfo que traerá la muerte. Ese es el porvenir —asintió la vieja al tiempo que empujaba a la favorita con suavidad. Zobeyda dejó caer sus brazos y se recostó de nuevo. El sopor la invadió y sus labios intentaron hablar sin conseguirlo. Se fue hundiendo en la negrura, esta vez sin pesadillas ni visiones. Ya estaba dormida cuando balbució sus últimas palabras.

—El prado… del sueño…

Hamusk subió a lo alto de la pequeña loma y se volvió, rodeado de varios de sus caballeros andalusíes. A todo lo largo de la ladera, los hombres del conde de Urgel recomponían las líneas y lanzaban cargas postreras. Más allá, en dirección a poniente, algunos grupos de sus hombres perseguían a los pocos enemigos que, tras sortear la maraña de acequias, habían conseguido darse a la fuga. Pero el interés del señor de Jaén caía hacia el campo de batalla de la cercana ladera, donde todavía resistían los más valientes de los adversarios. Ocupaban el centro del prado, dispuestos a plantar cara a las últimas acometidas de los caballeros cristianos de Urgel dirigidos por Galcerán de Sales. Apenas medio centenar de jinetes andalusíes, tal vez del Garb, la mayor parte de ellos desmontados y formando línea. Juntaban sus escudos y se esforzaban en construir una muralla humana erizada con sus lanzas. El señor de Jaén sonrió. A caballo tras esos últimos hombres irreductibles, haciendo aspavientos mientras empuñaba una espada, un almohade de tez oscura y turbante medio caído gritaba órdenes. Un esfuerzo heroico final. Hamusk se volvió a medias y se dirigió al fiel al-Asad, que montaba a su lado mientras su dentada espada goteaba sangre.

—Utmán, el hijo del califa. —El señor de Jaén señalaba al almohade que dirigía la última resistencia—. Tiene valor.

El León de Guadix mostró su acuerdo con una inclinación. Alrededor del comandante enemigo, el prado estaba lleno de cadáveres de hombres y caballos. La mayor parte habían caído allí mismo, en el lugar en el que la columna procedente de Málaga había sido sorprendida. La red de acequias para el riego había impedido a las fuerzas enemigas zafarse de la sorpresiva carga simultánea desde tres frentes.

Hamusk miró a lo lejos. Sus hombres exterminaban a los últimos adversarios en fuga y volvían grupas. Pronto todos convergerían alrededor de Utmán. A su derecha, los caballeros cristianos de Urgel esperaban la orden de Galcerán para barrer a los enemigos supervivientes.

—No podrán aguantar una carga —aseguró al-Asad—. Deberían huir antes de que los nuestros lleguen. Morirán todos.

—Cierto. Y no es eso lo que queremos, ¿verdad?

El guerrero andalusí sonrió ante el comentario de Hamusk.

—Galcerán de Sales se dispone a cargar. Bajan lanzas —observó.

—Bien. Apresúrate y desciende con tus hombres. Separa a Utmán de sus últimos guerreros y llévatelo del prado. Tú podrás hacerlo. Escucha, fiel amigo. —Hamusk se bajó el ventalle y clavó sus ojos en los de al-Asad—. Nada me gustaría más que degollar con mi propia daga a ese puerco de Utmán… Vengarme por lo de Marchena. Pero el sayyid debe sobrevivir. Es el trato que tenemos con Sulaymán.

El León de Guadix no contestó. En su lugar, levantó la espada y encabezó la cabalgada ladera abajo. Al mismo tiempo, Galcerán de Sales dirigía a sus hombres las últimas órdenes para la carga definitiva, y los guerreros de Utmán se encomendaban a Dios o arrojaban sus escudos para salir corriendo. Hamusk sonrió. Sus jinetes andalusíes, que ya regresaban del alcance, masacrarían según sus órdenes a todo enemigo. Nada de prisioneros. El señor de Jaén volvió grupas despacio y miró hacia la cercana Granada. Apretó los dientes al vislumbrar los borrosos perfiles de la alcazaba Qadima, recortada contra el azul del Yábal Shulayr. No estaba totalmente satisfecho. Había terminado con todos los prisioneros, y ahora no podía arrojar más cautivos con su hermoso almajaneque gigante para mortificar a los sitiados. Hamusk tuvo una idea entonces y llamó la atención de un guardia cercano.

—Galopa a toda prisa e informa a Galcerán de Sales. Cambio de órdenes. Quiero a esos últimos enemigos vivos. ¡Rápido!

El guardia andalusí azuzó a su montura, que corrió ligera hacia las líneas cristianas. Los guerreros de Urgel ponían ya sus destreros al paso.

Al otro lado de la ladera, el grupo dirigido por al-Asad simuló una carga cerrada contra el flanco de la formación de Utmán. Este, al darse cuenta, condujo la defensa a la cabeza de una decena de jinetes andalusíes aún fieles al credo almohade. Un nuevo griterío se alzó antes de que las dos formaciones, con clara ventaja numérica para la hueste de al-Asad, chocaran. Pero el León de Guadix tiró ligeramente de las riendas a su izquierda. El destrero retardó la marcha y dobló, salpicando la hierba de sangre al pasar sobre los cadáveres tendidos. Algún que otro grito apagado delataba a los heridos que todavía se aferraban a la vida. Al-Asad buscó el turbante del sayyid almohade y se cuidó de quedar a su vista. Cuando calculó una distancia suficiente, el guerrero de Guadix detuvo a su caballo y empezó a voltear la espada por encima de la cabeza. Al hacerlo, goterones de sangre salían despedidos y rociaban el prado.

—¡Utmán! ¡¡Utmán ibn Abd al-Mumíííííííín!!

El sayyid almohade giró la cabeza. Con el corazón desbocado y las pupilas dilatadas, se disponía a morir como último tributo a su padre y al Tawhid. Ni siquiera pensaba en la trampa en la que había caído; si acaso, tan solo un recuerdo nublado de su amada Hafsa se disponía a quedar grabado en sus retinas antes de recibir el martirio. Pero ahora veía allí, apartado, a un jinete andalusí que le desafiaba. Le llamaba por su nombre. Tañido de hierro y estrépito de muerte: el choque entre sus fuerzas y las de Hamusk tenía lugar a poca distancia. Utmán maldijo a todos los puercos infieles y a los traidores al islam. Los talones del sayyid golpearon con rabia los ijares de su caballo, y el animal pisoteó con desesperación a muertos y heridos. Se lanzó a una carrera alocada que al-Asad se dispuso a recibir. Sin embargo, cuando la distancia era tan corta que el combate parecía inevitable, el León de Guadix rompió su galopada, picó espuelas y salió huyendo.

Utmán escupió un grumo de ira y su montura resbaló en una acequia. El caballo saltaba y corveteaba tras el del andalusí mientras esquivaba olivos, higueras y arbustos. Al-Asad se volvió a medias y se burló del sayyid.

—¡Utmán! ¡Miserable africano!

El campo de olivos se hizo denso. Las ramas arañaban la piel de los caballos y los guijarros saltaban arrancados de la tierra por las pezuñas. Los ollares expulsaban vapor y una espuma blanca empezaba a teñir el pelaje de los animales.

—¡Detente, cobarde! —gritó Utmán—. ¡Lucha!

Pero el jinete andalusí siguió con su fuga. Al llegar al borde del campo sembrado se encaramó a un pequeño roquedal. El caballo pareció vacilar mientras sus cascos se aposentaban con seguridad, pero el animal consiguió rehacerse. El almohade gruñó de ira y tomó una senda mejor. Utmán se alegró de abandonar aquella trampa arbolada. De pronto descubrió que había perdido de vista a su enemigo.

El sayyid puso la montura al paso y aguzó el oído. Nada. El roquedal se alzaba medio cuerpo por encima del campo de olivos. Atrás quedaba el campo de batalla, desde donde llegaban los ecos de la carnicería. Imaginó a sus últimos hombres cayendo muertos o prisioneros, rodeados por las fuerzas combinadas de infieles y traidores. Apretó la mano en torno a la empuñadura de su espada. ¿Dónde estaba el tipo que le había desafiado?

Las rocas dieron paso a una nueva explanada. Una ciudad en ruinas se alzaba allí. Casas de paredes deterioradas por la humedad y el tiempo. La muralla era una simple huella apenas visible en el linde de la villa, las calles estaban llenas de piedras y varias techumbres habían cedido. Incluso se podía ver la vieja mezquita, desprovista ya de puertas y sin adorno alguno. El alminar, ennegrecido, mostraba la suciedad acumulada por años de abandono. Los rastros de los excrementos de aves chorreaban por sus paredes y volvían innoble y triste aquel lugar. Era Madínat Ilbira. La vieja ciudad fantasma. Un lugar donde, según las viejas leyendas andalusíes, habitaban el perverso gul, bestia oscura, y los yunnún, hálitos infernales que acechaban en los cruces de caminos, en los páramos y en los pantanos. Que encendían hogueras en la noche para atraer a los viajeros solitarios y devorar sus almas.

Utmán llevaba su caballo despacio por el centro de una calle espectral, miraba al pasar por cada bocacalle e inclinaba el cuerpo para escudriñar las casas a través de los huecos de ventanas sin jambas y puertas sin batiente. Tras una de esas esquinas vio el destrero del andalusí, parado y con las riendas colgando indolentes. El sayyid desmontó y se acercó sin perder de vista el entorno. El peso de su loriga le hacía sudar. Le molestaba incluso el turbante que envolvía su yelmo. Justo frente al caballo del enemigo, una puerta de dintel bajo parecía invitarle a entrar. Utmán sonrió y adelantó su escudo.

—Rata andalusí… —insultó—. Tu maldita raza lleva el miedo en la sangre.

Nada ni nadie respondió a la provocación. Los ojos de Utmán se acostumbraron a la penumbra que reinaba en aquella casa medio en ruinas de la abandonada ciudad de Elvira. Muebles desvencijados, vigas de madera caídas, escombros y una capa de polvo que lo alfombraba todo. Algunas raíces habían conseguido abrirse paso a través de la argamasa y las piedras, y pequeños tallos leñosos aparecían aquí y allá. La naturaleza recobraba lo que el hombre le había arrebatado siglos atrás. Utmán se coló de un salto y giró con la rodela alta. Fuera, el destrero de al-Asad relinchó, como si quisiera avisar a su dueño.

El León de Guadix surgió de la oscuridad. Utmán no pudo reaccionar y el andalusí le golpeó en la cara con la bloca de su escudo. Un ataque así había acabado con la nariz de al-Asad años atrás, y aquello había costado una ciudad. El sayyid sintió estallar todo el firmamento en sus ojos y el tiempo se espesó mientras caía. La loriga se le clavó en la piel y la espada rebotó a un lado. Lo último que Utmán vio antes de perder la conciencia fue la sonrisa burlona de al-Asad.