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Capítulo 43

Una carta engañosa

SEMANAS después. Málaga

Utmán apoyaba ambas manos en un merlón de la muralla. Miraba con impaciencia hacia poniente. Tal vez lo normal hubiera sido que sus ojos se dirigieran justo al otro lado, a la distancia oriental y más allá, por el camino que llevaba a Granada. Sin embargo, el sayyid escrutaba por encima de la medina el horizonte, deseoso de ver una columna de polvo en la lejanía o a algún explorador a caballo que precediera al ejército. De allí, de occidente, desde Sevilla o desde el Yábal al-Fath, debían llegar los hombres que liberarían Granada.

Días y días llevaba así Utmán, hirviendo su sangre al sol del estío. Cuando, al atardecer, el astro cegaba al sayyid, su atención volaba a la cercana judería y la rabia supuraba por todos sus poros. Al igual que en Granada, los hebreos malagueños que no habían aceptado el destierro se habían convertido al islam. La mayoría falsamente. Utmán también era gobernador de Málaga, así que, por más náuseas que ello le provocara, ya se había ocupado de eso. Y quedaba certificado por las cruces que ahora adornaban los alrededores, con cadáveres de israelitas que se pudrían al sol y servían de festín a los cuervos. Era lo menos que podía hacer después de enterarse de que Granada se había perdido por culpa de una traición judía. Pero era cuestión de tiempo que la perfidia hebrea recibiese su pago. Mientras su boca se secaba y los labios se le agrietaban por el calor, recordaba con vergüenza cómo su corazón había sufrido por verse obligado a crucificar a aquel otro judío de Granada… ¿Cómo se llamaba? Bah, qué más daba. Había ocurrido casi tres años atrás, cuando el sayyid adolecía del defecto de la inexperiencia. En el futuro no volvería a suceder. Granada quedaría limpia de hebreos falsamente convertidos al islam. La certeza de que el castigo sería implacable servía para hacerle un poco más agradable aquel tiempo de espera. No le temblaría la voz a la hora de ordenar el tormento a los infieles… ¿O sí?

Utmán entrecerró los ojos y se protegió de los inclementes rayos solares con una mano. Allí, en la distancia, alguien se acercaba por fin. Un jinete a toda espuela. El sayyid forzó la vista contra la distancia azulada y le pareció distinguir una delgada nube. Sonrió. La vanguardia de las tropas almohades estaría pronto en Málaga. Este tenía que ser un explorador masmuda, seguro. Cabalgaba a toda prisa. Casi volaba, cerca ya del puente de barcas que salvaba el Wadi al Madina. Utmán abandonó las alturas de la alcazaba y gritó órdenes mientras bajaba. Necesitaba presto su equipo de combate. Los sirvientes se pusieron en movimiento, y las consignas recorrieron las dependencias malagueñas. Las provisiones para el viaje debían estar listas enseguida. Había que mandar recado a los puestos almohades en el camino de Granada: que estuvieran preparados para el paso de la gran expedición de castigo. El olor acre del sudor impregnaba las ropas de Utmán y apelmazaba su pelo cuando, jadeante, se detuvo al pie de la cuesta que unía la alcazaba con la medina. El jinete que viera en la lejanía, sin siquiera desmontar, había atravesado Málaga entre las imprecaciones de mercaderes, villanos y esclavos. Apenas había tenido que detenerse antes de atravesar las murallas, avisados como estaban los centinelas de la impaciencia de su gobernador. Utmán se acercó al hombre y comprobó con una pizca de decepción que se trataba de un guerrero andalusí.

—Habla —exigió.

Pero el jinete siguió callado; en lugar de obedecer al sayyid, sacó un pliego de su zurrón, saltó del caballo y pegó una rodilla contra el empinado suelo de la cuesta. Su cabeza se inclinó y estiró el brazo. Utmán pudo distinguir, aun antes de recoger la misiva, el sello del almirante supremo Sulaymán. Lo rompió sin miramientos y extendió el rollo de pergamino. Leyó con avidez.

En nombre de Dios, el clemente, el misericordioso.

De Abú Yaqub ibn Sulaymán, almirante supremo,

jeque y servidor del príncipe de los creyentes.

Añorado sayyid Utmán, Dios te guarde. Mi corazón sufre por ti, pues tus hijos y sus madres languidecen asediados en Granada. Una gran afrenta para el islam. Es eso y no otra cosa lo que nos obliga a actuar cuanto antes.

Apenas leas esta carta, apréstate a cumplir lo que para deleite de Dios he dispuesto. Te envío una fuerza escogida de jinetes fieles a la verdadera fe y prestos a dejar su vida por nuestra causa. A ellos los seguirá un ejército de leales musulmanes sedientos de justicia que yo mismo dirijo desde Sevilla. Tu hermano Yusuf, el Profeta le guíe, también viaja en estos momentos desde el Yábal al-Fath tras haber recibido bajo su mando fuerzas llegadas de África. Consigo llevará además a tu feroz caballería árabe, a cuyo frente Dios te obsequió con el triunfo en Marchena. El valor y la veteranía de esos guerreros sostendrán a tu hermano, peor dotado que tú para el negocio de la guerra.

Las fuerzas bendecidas por Dios, loado sea, confluyen así hacia Málaga, desde donde unidas avanzarán para arrasar al infiel Hamusk, al que el Único confunda. Pero antes, tú, a la llegada de esta misiva, deberás tomar la hueste que te mando y dirigirla sin demora a Granada. Confío en tu valía como líder guerrero para adelantarte y remover todo obstáculo sin rehuir la lucha. Examinarás la ruta y comprobarás que esté franca. Dejarás a tu paso órdenes de preparar la acogida al ejército que te sigue. Una vez llegado a la ciudad rebelde, observarás desde la distancia con ojo certero y te asegurarás de reconocer con qué fuerzas cuenta el enemigo infiel, Dios le destruya, de qué especie son y dónde las tiene estacionadas. Mandarás correo con la información y quedarás allí, a la espera de nuestra llegada. Eres la punta de la espada almohade: actúa como se espera de ti.

Ahora debes destruir esta carta. Asegúrate de que arda. Que el humo que desprenda se eleve para agradar a Dios, alabado sea, y sirva a Él para comprobar que sus hijos no se mantienen ociosos, sino que combaten al infiel allí donde se presenta.

Utmán arrugó el mensaje sin molestarse en leer las fórmulas de despedida de Sulaymán, y volvió su vista al guerrero andalusí, que esperaba en pose sumisa.

—Ocúpate de que esta carta arda —ordenó—. Dime: ¿cuántos hombres te acompañan?

—Quinientos jinetes, mi señor. No tardarán mucho en llegar.

Utmán torció la cabeza.

—¿Quinientos?

El correo asintió. A una señal, se alejó con la carta arrugada en una mano y saltó a su caballo.

—Quinientos jinetes… —murmuró Utmán una vez a solas. Muchos para un simple destacamento de exploración. Quinientos guerreros, seguramente todos ellos andalusíes, como ese correo de vanguardia. El sayyid hinchó el pecho con orgullo. Sulaymán lo decía con claridad en su mensaje: confiaba en su superior capacidad como comandante para guiar a aquellas tropas por terreno inseguro. Así era. El almirante supremo sabía que bajo su mando, incluso aquellos volubles andalusíes se convertirían en una bestia arrolladora. Bien. Quinientos jinetes eran algo más que una fuerza de reconocimiento. Eran una hueste capaz de entrar en combate si se encontraba un obstáculo inesperado en el camino.

El sayyid resopló e inició el camino de regreso a la alcazaba, ahora más sosegado. Miró a lo alto y calculó que todavía quedaba tiempo para partir con luz. Sí, saldrían ese mismo día, tal como ordenaba el almirante Sulaymán. En cuanto su destacamento de quinientos jinetes llegara. Ni siquiera les permitiría detenerse a descansar en Málaga. Debían partir ya. Granada les esperaba y quería plantarse ante ella cuanto antes. Necesitaba recuperar el honor y su más amada ciudad; a sus mujeres y a sus hijos; pero sobre todo quería verla a ella. Ver a Hafsa.

Granada

Al principio, los almohades sitiados en la alcazaba Qadima no comprendían la relación. El muecín hacía las cinco llamadas a la oración desde el alminar de la mezquita, y a continuación de cada convocatoria, un cautivo salía despedido del enorme almajaneque de la Sabica, volaba por encima del barranco excavado por el Darro y se estrellaba contra la muralla. Pero enseguida se dieron cuenta: los perros infieles del Mochico pretendían acallar la sagrada llamada. ¿Lo consiguieron? No, desde luego. El adhán seguía repitiéndose cinco veces cada jornada, como prescribía Dios. Y cada día, cinco prisioneros masmudas partían del lado andalusí y acababan en el lado almohade. Sus cadáveres destrozados, despanzurrados, aplastados, hedían allá abajo, en la orilla derecha del Darro. Yacían en poses imposibles, a veces incluso cómicas, entre las rocas y los arbustos. Nubes de moscas atraídas por el hedor de la muerte infestaban el lugar, y la peste a putrefacción se elevaba, se arrastraba por la piedra de la muralla, se colaba por entre las almenas de la Qadima, aterraba a los asediados. Dentro de la alcazaba, los funcionarios y escribientes del sayyid Utmán apuntaban cuidadosamente. Tomaban nota de cómo sus sitiadores, hombres del demonio Lobo, insultaban a Dios y manchaban de sangre musulmana cada adhán.

Álvar Rodríguez no ocultaba su repugnancia por aquella decisión de Hamusk. No terminaba de entender qué pretendía el señor de Jaén con ella. ¿Acaso esperaba que los de la Qadima se rindieran por eso? Locos tendrían que estar para entregarse a semejante carnicero. ¿Tal vez quería provocarlos? ¿Enfurecerlos y forzar una salida? Los almohades sitiados ni siquiera habían cedido en las llamadas del muecín, luego su determinación y templanza eran manifiestas. No, el Calvo sospechaba que al señor de Jaén lo movía únicamente su sed de sangre, una especie de vicio antinatural por la crueldad. El guerrero cristiano no lo soportaba. Empezaban a martillearle las sienes con los gritos de terror de cada cautivo en los momentos previos a su lanzamiento con el almajaneque. Por Dios. Aunque infieles, aquellos masmudas eran soldados capturados en la lid. Podía comprender que hubiera que matarlos, pero ¿era necesaria la brutalidad de Hamusk?

Ese día, Álvar Rodríguez se tapó los oídos para no oír los gritos de terror del masmuda antes de que fuera cargado en la bolsa de disparo de la enorme catapulta. El lúgubre chasquido de los huesos de aquel desgraciado coincidió con el final del adhán, y mientras los musulmanes de uno y otro lado llevaban a cabo la segunda oración del día, el Calvo se dispuso a comer en el pabellón de Armengol de Urgel. La carne de pollo humeaba ante el gran guerrero y un criado escanciaba vino en su copa cuando el hermano del conde, Galcerán de Sales, apartó a un lado el batiente de tela.

—Acaba de llegar un correo para Hamusk —anunció antes de sentarse a la mesa—. Lo traía un andalusí.

—¿Te has enterado de lo que decía? —preguntó el conde de Urgel al tiempo que clavaba su cuchillo en un muslo de pollo y lo pasaba de la bandeja central a su plato.

—No. Ni siquiera él lo ha hecho. Casi no ha prestado atención al mensajero. Se ha guardado la misiva para continuar con el rito del sacrificio.

Álvar Rodríguez movió la cabeza a los lados mientras daba vueltas en sus manos a medio capón asado. Después de hacer un gesto de desgana, arrojó el pedazo de carne a un rincón. Armengol de Urgel observó extrañado al Calvo.

—Por san Jorge, Álvar, que es la primera vez que te veo despreciar la comida.

—Me saca de quicio. No puedo con él.

Armengol y su hermano Galcerán se miraron en silencio.

—Los almohades no son mucho mejores. Ellos también organizan auténticas degollinas —repuso el conde de Urgel—. Ya sabes por qué estos judíos de aquí nos han entregado la ciudad. Eso de crucificar viva a la gente…

—No excuses a Hamusk. ¿No has visto su mirada? Disfruta con esto. Está deseando que el almuédano los cite para rezar. Creo que no debe de deleitarse tanto ni con sus esposas…

Un crujido brusco hizo volver la cabeza a los tres comensales, y el criado que se ocupaba de mantener las copas llenas se puso lívido. En la entrada de la tienda, Hamusk sujetaba la tela por encima de su cabeza. La expresión de su cara mostraba que había oído las últimas palabras del Calvo.

—¿Crees que disfruto, cristiano? —El señor de Jaén dejó la pregunta en el aire, flotando al mismo tiempo que la violenta sensación que ahora se extendía por toda la jaima. El criado se retiró a pasos cortos sin reparar en que dejaba sin bebida a los nobles cristianos. Tras unos instantes que se hicieron eternos, el conde de Urgel se decidió a intervenir:

—Llevamos demasiados días aquí y no tenemos noticias de Mardánish ni del califa. Todos estamos nerviosos, amigo Hamusk. Y debes reconocer que los gritos de agonía de esos infelices no son muy melodiosos…

—No lo serán para ti, amigo Armengol —contestó el señor de Jaén con la sonrisa sardónica pintada en su cara—. O no lo serán para este tierno guerrero.

Álvar Rodríguez se levantó sin respetar platos, comida ni copas. La tabla puesta sobre caballetes botó y las piezas de plata cayeron alrededor, desparramando salsas y líquidos. Como si alguien hubiera presionado un resorte, de detrás de Hamusk emergió de repente al-Asad, que al parecer había permanecido escondido y a la escucha. Su mano derecha estaba cerrada en torno al puño de la espada, y, orgulloso y con gesto retador, adelantó la cara, presidida por la deformidad con que el propio Álvar había adornado la nariz del de Guadix. El conde de Sarria se llevó la mano a un lado antes de recordar que se había despojado de las armas para comer. Apretó los dientes ante la mueca de triunfo del andalusí.

—Señores, señores. —Armengol de Urgel se levantó raudo y corrió a interponerse entre Álvar y al-Asad. Los observó a ambos, y descubrió que aquel duelo singular a los pies de las murallas de Guadix no había terminado a pesar de los años bajo el mismo estandarte—. Por Dios… Por el Dios de unos y el de otros. Somos amigos y compañeros. ¿No podemos perdonarnos estos deslices, tan propios del campamento?

Al-Asad arreció el gesto feroz y su cara cruzada de cicatrices se tensó al sonreír. Tras él, Hamusk también parecía divertirse, aunque ahora su mano, en lugar de seguir sujetando la tela de la entrada, había aferrado el hombro de su devoto León de Guadix.

—Detén tu brazo, mi fiel al-Asad. El conde de Urgel tiene razón, como siempre. Esto es una tontería. Nada que dos buenos camaradas de lucha no puedan perdonarse… —El señor de Jaén miró al Calvo—. ¿No es así, buen Álvar?

El enorme caballero cristiano estuvo a punto de responder que no, que no era verdad. Que ellos solo eran camaradas por un capricho del destino, y que a veces consideraba más cercanos a aquellos guerreros masmudas que a él, el Mochico, insidioso y sanguinario. Pero no lo hizo. La amistad que debía al rey Lobo fue más fuerte, y por eso Álvar Rodríguez arrancó como un toro bravo, pasó junto a al-Asad y su señor y salió del pabellón. Se alejó hacia donde sus hombres habían levantado las tiendas. Hamusk rio entre dientes, no con las carcajadas sonoras que acostumbraba a soltar. Hizo un gesto a al-Asad para que saliera y montase guardia en la puerta, y él ocupó el sitio que el Calvo acababa de dejar vacío. Recogió con lentitud, casi con parsimonia, la copa tirada en el suelo, la escudilla volcada y el cuchillo arrojado algo más allá. Armengol de Urgel también tomó asiento.

—Amigo Hamusk —volvió a hablar Armengol de Urgel, ahora más reposado—, sé que es difícil que todos nos llevemos bien con todos, pero estamos embarcados en una empresa difícil… No es bueno enemistarse, cada uno de nosotros es necesario…

—Unos más que otros, buen Armengol —contestó con aire enigmático el señor de Jaén—. Unos más que otros.

Galcerán de Sales miró a su hermano y señaló en silencio y con disimulo el rollo de pergamino que sobresalía del ceñidor de Hamusk. Este, mientras tanto, hizo una señal al criado huido a un rincón del pabellón para ordenarle que le sirviera vino. El hombre obedeció de inmediato y derramó con manos temblorosas una generosa cantidad de líquido en la copa que unos momentos antes estaba en manos de Álvar Rodríguez.

—¿Has recibido carta, amigo mío? —preguntó el conde de Urgel.

—Ah, sí. —Hamusk bebió de un trago todo el vino, sacó el pliego y lo extendió sobre la mesa sin importarle que la misiva se manchara—. Hummm… Veamos…

El señor de Jaén fue leyendo con desgana al tiempo que alargaba la mano, tomaba una porción de carne y se la llevaba a la boca. El caldo caliente discurrió por las comisuras de sus labios y manchó su barba encanecida. De pronto, Hamusk se paralizó con los dientes aún clavados en el pollo. Alzó la pringosa misiva de la mesa, la puso ante sus ojos y arrojó al suelo el muslo mordisqueado. Los dos hermanos de Urgel volvieron a cambiar una mirada de inteligencia.

—Es importante —aventuró Armengol.

Hamusk gruñó por respuesta y siguió estudiando la carta. Luego miró al conde de Urgel y a Galcerán de Sales, calculando hasta qué punto podía hacerlos partícipes de lo que acababa de leer. Al fin se decidió, pero habló en voz baja, como si la presencia de al-Asad en la puerta del pabellón no fuera suficiente garantía.

—Esta carta viene de Sevilla. Su remitente me da la oportunidad de jugar una partida ganadora si soy lo suficientemente avispado.

—Cuidado con eso, amigo mío —advirtió Armengol de Urgel—. Recuerda a aquel olivarero del Aljarafe al que tu yerno degolló a las puertas de Sevilla. De allí no nos han llegado más que mentiras.

—Yo no soy mi yerno —escupió Hamusk sin ocultar su desprecio—. Pero haces bien en prevenirme. Sí, conocemos los métodos de esos africanos para el engaño, y esta podría ser una de esas patrañas destinadas a distraernos… si no fuera por la persona que la envía.

El señor de Jaén había conseguido captar la atención de los dos hermanos, ahora inclinados sobre la mesa y atentos a las palabras del andalusí.

—¿Quién la envía? —preguntó Galcerán.

—La misma persona que me pide que queme la carta una vez que la haya leído: Sulaymán, lugarteniente del califa Abd al-Mumín, almirante de su flota, general de sus ejércitos.

Los dos nobles se echaron atrás en sus sillas sin ocultar la sorpresa.

—Sulaymán… ¿te da una oportunidad?

—Una oportunidad de oro —completó Hamusk con gesto soñador—. Me dice que el sayyid Utmán viene hacia aquí con medio millar de jinetes desde Málaga, con orden de reconocer el terreno y preparar la llegada del ejército almohade.

Galcerán de Sales miró a su hermano con gesto de no comprender. De nuevo fue el conde quien puso en palabras su desconfianza:

—Medio millar. Son muy pocos. ¿Por qué habría de darte esa ventaja Sulaymán? ¿Y si trata de atraerte a una batalla fácil para emboscarte?

Hamusk asintió y su vista se clavó en la nada, por encima de las cabezas de los dos hermanos; pero pronto volvió a la realidad.

—Me asegura que este año no nos atacarán. Dice que el califa no puede preparar una expedición lo suficientemente capaz en tan poco tiempo. Me aconseja que compruebe por mí mismo que lo que dice es cierto: Utmán viene al mando de una unidad pobre, una avanzada de reconocimiento a la que derrotaremos sin esfuerzo.

—No lo entiendo. No tiene sentido —repuso el conde.

—Sí lo tiene. Sulaymán ha puesto bajo mando de Utmán a jinetes andalusíes, a los que desprecia. Su intención es deshacerse de ellos y culpar al sayyid de la derrota. Por lo visto, Utmán se está convirtiendo en una molestia.

—Pero eso es traición. —Armengol se compuso nerviosamente el flequillo—. Sulaymán es hombre de confianza del califa. Y sabemos que la devoción de estos almohades raya en la locura… Lo que ahí te propone significa la muerte de un hijo de Abd al-Mumín. Si todo eso no es una gran farsa, insisto, sin duda es traición.

—Traición —repitió Hamusk—. Traición… ¿O no? A veces el buen sentido político puede parecer traición, pero demuestra una sagacidad que muchos no alcanzan a detectar y que puede llegar a confundirse con una farsa. Sulaymán no pierde nada con esto, ni se lo hace perder al califa. ¿Granada? Él mismo lo reconoce: no está en condiciones de recuperarla. No aún, al menos. ¿Quinientos jinetes andalusíes perdidos? No son para él más que chusma de la que no puede fiarse. ¿Y Utmán? Por lo visto ha llevado demasiado lejos sus triunfos… Pensad en el califa, capaz de mandar que se mutile y sacrifique a sus propios hermanos, como ya ha hecho. Sentido de la política, amigos míos. Sentido de la política. No traición.

El conde de Urgel se volvió a retocar el flequillo mientras su hermano atendía a algo que le superaba con creces.

—¿Y si el califa o alguien fiel a él hubiera interceptado la misiva? ¿Y si tú mismo se la hicieras llegar? Sulaymán se pone en tus manos. Es un suicidio. No puede ser verdad.

—La carta no está firmada. Ni lleva el sello del almirante supremo. Cualquiera podría haberla escrito. Solo el mensajero debe de saber la verdad.

—Razón de más para desconfiar. Te recuerdo de nuevo cómo Ibn Igit engañó a tu yerno con una carta sin firmar.

—Si esto fuese una trampa y el califa estuviera al corriente, Sulaymán no habría tenido problema en firmar la carta. ¿De qué podrían acusarle después? ¿De intentar engañarnos para conseguir la victoria? No. Yo creo que es al contrario: el hecho de no firmar ni usar su sello demuestra que el mensaje es muy comprometedor para el jeque —razonó Hamusk.

—Sigo sin confiar en esa carta. Todo eso me parece muy retorcido. Demasiado —sentenció Armengol—. Pero tú tienes el mando aquí. ¿Qué harás?

Hamusk se levantó y anduvo despacio sin salir de la tienda. Removía en su boca un pedazo de pollo mal masticado que se empeñaba en permanecer entre dos dientes. Consiguió escupirlo y contestó, todavía en voz baja.

—Yo tampoco confío ciegamente en esto, lo confieso. Pero no puedo desaprovechar la oportunidad, para lo cual necesito que me auxilies con tu caballería. Mandaré exploradores a confirmar lo que dice esta misiva. Los enviaré a los cuatro vientos para que adviertan de cualquier maniobra extraña, venga de donde venga. Si es verdad que Utmán se acerca con ese medio millar de hombres, lo esperaremos cerca de aquí y con un buen contingente. Que no suponga un riesgo enfrentarnos y que nuestra retirada sea fácil. ¿Eso te tranquiliza?

Armengol de Urgel estaba insólitamente alterado. Sus dedos se empeñaban en arreglar el flequillo y se mordía los labios. Su sentido de la estrategia parecía ceder ante las nuevas circunstancias y las vueltas y revueltas de los razonamientos del señor de Jaén. Aun así, lo que proponía Hamusk no era muy temerario y las ventajas se presentaban como obvias. Calculó sus propias posibilidades: si el señor de Jaén conseguía acabar con Utmán, se habrían librado de un temible enemigo, pues aquel sayyid era prácticamente el único que había conseguido plantarles cara. Por otro lado, salir a campo abierto con parte de las tropas representaría un nuevo desafío de Hamusk a su yerno Mardánish, cuyas clarísimas órdenes eran resistir dentro de Granada hasta su llegada con los esperados refuerzos. Y esta nueva muestra de rebeldía no haría sino acercar más a Armengol de Urgel al señorío de Granada, que ambicionaba con mayor ansia cada vez y para el cual Hamusk era el único rival. Y aún había una tercera posibilidad interesante: si el señor de Jaén era derrotado y caía en una trampa, el conde se habría librado de él definitivamente. En cualquier caso, Armengol no debía verse salpicado por ninguna de las contingencias.

—Te prestaré a parte de mi caballería, suficientes hombres para superar ese medio millar de Utmán —dijo por fin a Hamusk, aunque aparentaba pugnar consigo mismo para ceder ante la propuesta—, y mi hermano Galcerán irá con ellos. Pero me reservaré la otra parte de mi hueste, y yo no te acompañaré. No es por el riesgo… Es porque no sería inteligente emplear todo lo que tenemos en tu plan. Espero que lo entiendas. Si tú caes, ¿quién seguirá dirigiendo este cerco?

Hamusk explotó en una de sus carcajadas, se acercó al conde y palmeó sin miramientos su espalda. Luego saludó con la mano repleta de anillos a Galcerán de Sales y salió del pabellón. Tomó del brazo a al-Asad para alejarse rumbo a la pequeña alcazaba de al-Hamra.

—Lo he oído todo —confesó el León de Guadix—. A mí tampoco me parece sensato. Las razones de Sulaymán no convencen. Es una trampa.

—Querido y fiel amigo, por supuesto que es una trampa. Aunque no para nosotros: Sulaymán se la ha tendido a Utmán, el hijo del califa. Pero aun así tus recelos son lógicos. Ah, al-Asad, debes aprender que no siempre puedes decir todo lo que sabes. —Hamusk palmeó su abultada cintura allí donde la misiva quedaba atrapada por el ceñidor—. Yo no les he dicho todo lo que sé a esos dos cristianos ahí dentro. Por eso tú también desconoces que Sulaymán me propone más aún. Utmán será derrotado, por supuesto, pero le dejaremos marchar con vida como garantía de nuestra disposición. A él solo. Así lo solicita el almirante supremo Sulaymán. Sus objetivos se habrán cumplido entonces, pues el sayyid quedará desacreditado ante su padre y sus hombres. A cambio, Sulaymán nos ofrece la posibilidad de entendernos en el futuro.

Al-Asad puso cara de no comprender nada.

—¿Entendernos? ¿Con los almohades? ¿Con esos mismos a los que arrojas contra las murallas de la Qadima?

—Ah, amigo mío… Eres un guerrero y, al igual que el conde Armengol, no entiendes el sentido de la política. Tú, que eres el más hábil con la espada, ¿por qué usas adarga y loriga?

—Para protegerme de los golpes de los enemigos —respondió al momento al-Asad.

—Pues bien: ¿no puedo yo, a pesar de ser implacable, revestirme con una buena protección? Tanto me da matar a Utmán que no hacerlo, puesto que con la derrota perderá la gracia de la que hasta ahora ha disfrutado. Y así Sulaymán, que me sirve en bandeja al hijo del califa, tendrá una deuda conmigo. Una deuda que solo nosotros conoceremos. Una protección, amigo al-Asad, para cuando sean otros quienes repartan los golpes. Sulaymán nos está ofreciendo un buen escudo.

Los dos hombres continuaron andando hasta las cercanías del almajaneque gigante. Allí los esperaba el correo sevillano, el que había traído la carta presuntamente redactada por Sulaymán. El León de Guadix retuvo al señor de Jaén por el brazo.

—Ese hombre es el único que conoce la procedencia exacta del mensaje, ¿no es cierto?

—Así es —reconoció Hamusk. Miró a su fiel guerrero a los ojos y entendió lo que quería decir. El caudillo andalusí soltó otra de sus sonoras risotadas—. Y el almirante Sulaymán también dice algo de eso en su carta. Ah, mi buen amigo al-Asad, el hijo que debí tener… ¿Cómo andamos de cautivos masmudas?

—Se acaban, mi señor. En unos días nos quedaremos sin proyectiles que arrojar al otro lado del río.

—Es una pena. —El señor de Jaén levantó ambas cejas y apuntó con la barbilla al correo sevillano—. No falta mucho para el próximo canto del muecín. Que él acuda a su llamada.