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Capítulo 42

Lengua de serpiente

UN mes después. Rabat

Sauda recibió el empujón de los dos Ábid al-Majzén cuando la introdujeron en la tienda del harén. La concubina negra dio un traspié y cayó de rodillas frente a Zeynab, que esperaba a su amiga sentada sobre almohadones. Ambas se abrazaron mientras la eslava dejaba caer algunas lágrimas, pero Sauda sonreía.

—¿Otra vez igual? —preguntó Zeynab entre hipidos.

Sauda asintió al tiempo que se frotaba las muñecas, enrojecidas allí donde los grilletes las habían rodeado. A diferencia de lo que sucedía con Zeynab, la piel de la concubina negra no aparecía despellejada, aunque sus cabellos ensortijados sí estaban revueltos y llevaba las ropas mal puestas, vestidas con precipitación.

—Otra vez igual —confirmó con tono neutro—. Me han sometido a un cacheo profundo, me han obligado a desprenderme de mis ropajes antes de la ablución, y luego me han encadenado. El califa siempre lo hace igual. Así va a ser difícil. No soy capaz de mover manos ni pies mientras me somete. Ni siquiera puedo verle cuando me…

—Pero estás loca, Sauda. —Zeynab, con manos nerviosas, intentaba recomponer el orden de sus cabellos—. ¿Aún estás pensando en rebelarte? ¿Y por qué sonríes? ¿Qué tramas?

Sauda sujetó las muñecas de su amiga.

—Todavía no sé cómo lo haré, pero ya se me ocurrirá. Ven, tengo que enseñarte algo.

La esclava negra se levantó y tiró de su compañera eslava. La guio al otro lado de los bastidores de tela, donde cada una tenía su pequeño aposento. El de Zeynab era el primero, el más cercano a la salida, y a continuación venían el de Sauda y los de las otras dos concubinas con las que compartían jaima. Todas permanecían allí enclaustradas salvo cuando eran requeridas por los guardias del Majzén o viajaban con el resto de la enorme comitiva califal, de una punta a otra del imperio almohade. Sauda retiró la cortina que servía de puerta a su cámara de tela y se arrodilló junto al jergón de paja. Zeynab vio que su amiga ponía la mano sobre la tapa de una cesta de pequeño tamaño y la levantaba con mucho tiento. Abrió una rendija pequeñísima a la que acercó la cara. Junto a la cesta había varias más, del mismo volumen y alineadas, todas ellas cubiertas. La eslava hizo ademán de separarse al comprender lo que su compañera tenía allí.

—Serpientes… —murmuró, olvidado ya su llanto de un momento antes—. Sigues con tus aficiones, por lo que veo.

Sauda volvió la cabeza a medias, pero con mucho cuidado de mantener la tapa de la cesta casi cerrada.

—Sí. Aquí no es como en Murcia, desde luego. No hay zoco al que acudir, ni mercader al que sobornar. No tengo amigos que traigan regalos… Pero este desierto es un paraíso para mis pequeñas… Espera.

Sauda volvió a aproximar la cara a la cesta y su voz se tornó grave. Zeynab sintió un estremecimiento al oír murmurar a su amiga en la antigua lengua de sus ancestros.

—Oshumaré, Oshumaré… Ehinkulé… Kébere ejó, kébere ejó.

Una especie de silbido resonó dentro de la cesta, y el vello de Zeynab se erizó. Sauda abrió un poco más la tapa y alejó la cara sin dejar de recitar en voz baja, como si quisiera dormir a un recién nacido.

—Kébere ejó, kébere ejó…

El silbido fue bajando de intensidad hasta desaparecer. Sauda acercó la mano libre a la cesta y, con un rápido movimiento que sobresaltó a Zeynab, retiró del todo la tapa y agarró algo en el fondo del recipiente. El soplido estalló de nuevo y algo oscuro y largo se enrolló en torno del brazo de la concubina negra.

—Beheni, ejó. Ore ejó.

—¿Qué le dices? ¿Qué es eso?

Sauda pidió silencio con un siseo y sacó el brazo de la cesta. Su mano aferraba con seguridad la garganta de una enorme serpiente negruzca de cabeza triangular que abría la boca y mostraba dos colmillos curvados como dagas. Zeynab retrocedió hasta tocar la tela de la jaima.

—Mira… —Sauda mostró la serpiente a su amiga mientras el animal seguía buscando la forma de liberarse. Su cuerpo hacía y deshacía nudos alrededor del brazo de la mujer y su cabeza se agitaba con desesperación—. Monarub… La encontré hace dos días entre unas piedras, mientras fingía ir a aliviarme. —La esclava puso el rostro de la víbora ante el suyo y miró a sus ojos, convertidos en dos finas líneas negras verticales. La boca de la serpiente pareció desencajarse y los colmillos se inclinaron hacia delante—. Debes tener mucho cuidado con ella. Si te mordiera, tu muerte sería horrible.

Zeynab sintió subir la náusea por el miedo.

—Déjala en la cesta, por favor… —balbució.

Sauda sonrió maternalmente y susurró de nuevo en voz baja mientras depositaba a la víbora en la canasta. Acercó la tapa a su posición y, con un movimiento tan fugaz como el anterior, la serpiente quedó encerrada y soplando. Zeynab suspiró, pero se mantuvo pegada a la pared de lienzo mientras Sauda se volvía hacia ella.

—En las otras cestas hay más. Pero no temas. Ya sabes que no te harán daño.

—¿Y si te descubren? ¿Y si los guardias del califa se enteran de que las tienes? O ese eunuco asqueroso… Parece muy astuto. Además, ¿de qué te sirven?

—No las descubrirán. Y quien lo haga estará condenado —aseguró Sauda—. Y me sirven, por supuesto. Solo tengo que pensar cómo usarlas. Se me ocurrirá algo, Zeynab, ya verás. Se me ocurrirá algo.

Murcia

Zobeyda empujó con ambas manos las puertas de la entrada a la sala de consejos. Uno de los visires de Mardánish, interrumpido en pleno discurso, quedó con la boca abierta y se volvió hacia la recién llegada, sus palabras heladas en los labios y los ojos fijos en la favorita del rey Lobo. El enojo se extendió por toda la estancia como un aroma penetrante y se tornó colectivo. Zobeyda pudo verlo en las miradas de los secretarios y consejeros, en el silencio impuesto, en los disimulados codazos de unos visires a otros. Solo Abú Amir, de entre todos ellos, cerró los ojos y los tapó con una mano mientras bajaba la cabeza.

—Dejadme con él. —La mujer señaló a su maestro y amigo, médico y consejero, poeta y confidente. Un gruñido de protesta recorrió la sala y, por fin, uno de los visires se atrevió a rezongar abiertamente.

—Esta es una reunión oficial. Tratamos la guerra contra los almohades. Nada tienes que hacer aquí, Zobeyda.

La favorita pareció ignorar el comentario, dicho por un tipo delgado y enjuto de los que, según sus informes, más se prodigaban con alfaquíes e imanes en las críticas al libertinaje de la corte. Zobeyda caminó con seguridad y con la cabeza alta, pasó junto al visir rebelde y se volvió delante del sitial reservado para el rey Lobo. Apoyó ambas manos en la cabecera de la mesa y miró con gesto interrogante al vacío.

—Tratáis la guerra… —repitió en tono de reflexión—. Sí, ya he visto cómo tratáis la guerra. Vi cómo lo hacíais mientras mi esposo caía herido en las murallas de Écija. Y os vi hacerlo mientras los almohades tomaban Almería. Ya veo cómo os apresuráis a reunir tropas para ir a valer a mi padre a Granada.

El visir interpelado dio un paso adelante ante la expectación de sus compañeros. Hasta ese momento, el desacuerdo por las aficiones de la favorita había quedado para las habladurías, pues todos temían la reacción de Mardánish si había un enfrentamiento con ella. Algunos funcionarios lanzaron miradas llenas de intención hacia el osado. Le hacían gestos para que depusiera su actitud. Le intimaban a callar con muecas disimuladas. Pero el hombre sentía el calor subir hasta sus mejillas. La propia Zobeyda parecía esperar su respuesta.

—¿Acaso piensas que la guerra se sostiene sola? —El visir no pudo evitar un ligero temblor en su voz—. ¿Crees que el dinero con el que el rey paga a las tropas extranjeras crece en las huertas del alcázar? ¿Eres tú quien administra el tributo que se cobra al pueblo? Mientras tu esposo dirige ejércitos y tú derrochas en joyas y afeites, alguien tiene que pensar en cómo mantener vivo el Sharq al-Ándalus, ¿sabes, mi reina?

Zobeyda saboreó la bilis que le inundaba la garganta. Sus pupilas se dilataron aunque la luz que penetraba en la sala y se reflejaba en los azulejos era intensa y alcanzaba todos los rincones. Abú Amir abandonó la silla y levantó ambas manos en señal de paz. Era difícil que las cosas quedaran así, tras un reproche público, y más aún después del tono de desprecio con el que habían sido pronunciadas aquellas palabras: «mi reina». Pero fue de todo punto imposible cuando algunos de los funcionarios elevaron murmullos de aprobación a lo dicho por su compañero.

—Así que derrocho en joyas y afeites. —Zobeyda arrastraba las sílabas mientras sus ojos se clavaban en los del visir—. Así que tú mantienes vivo el reino…

—No es el momento adecuado para discutir entre nosotros —intervino Abú Amir, e hizo una señal a todos los hombres presentes en la estancia—. Por favor, dejadnos solos.

El visir que se había atrevido a desafiar a Zobeyda ya se arrepentía de ello. La mirada de la favorita no se desclavaba de él, y el temor a las represalias anidó en su corazón. ¿Qué pasaría cuando el rey, de viaje por sus territorios para reclutar levas, volviera a Murcia? ¿Qué le contaría aquella mujer de la que todos desconfiaban? Uno de los funcionarios agarró del hombro al visir y le empujó con suavidad hacia la salida, y todos los demás se retiraron en un silencio solo roto por el arrastre de sus vestiduras y los pasos apagados. Zobeyda golpeó la mesa con ambos puños cuando ella y Abú Amir quedaron al fin solos.

—Me desafían. Y eso es desafiar a mi esposo. Ese perro pagará por lo que ha dicho.

—Vamos, niña. Sabes que debes convivir con ellos. Tal vez sus palabras hayan sido osadas… Incluso ofensivas. Pero en verdad ellos se ocupan de no pocas tareas que, de otro modo, mantendrían a tu esposo atado a la corte. Más te diré: gracias a la hábil gestión de esos tipos, incluido el que se ha enfrentado a ti, tus súbditos aceptan con resignación la presencia de huestes extranjeras en su tierra, y las tasas que se les imponen para sufragar las campañas.

—¿Mis súbditos? —Zobeyda se mordió los labios antes de continuar—. Ya has oído a ese visir. Se burla de mí. No piensa que ellos sean mis súbditos. Me desprecian, lo sé. Lo veo en sus miradas. Y en la forma en que unos murmuran a los oídos de otros. ¿Crees que no sé que hay clérigos que alientan las críticas por mi comportamiento? Sabes que, aparte de ti, tengo otros confidentes. En las puertas de las mezquitas, entre los vapores de cada hammam, en los despachos de los alfaquíes… Incitan al pueblo en mi contra. ¿Sabes de qué me he enterado hoy mismo? Se dice que pienso obligar a Zayda a convertirse a la fe de los cristianos.

Abú Amir entornó los párpados.

—No negaré, niña, que yo también he oído ese rumor. Y no negaré tampoco que tal cosa sería como una traición para el pueblo. Pero sé que jamás has pensado en hacer algo semejante… Porque no lo has pensado, ¿verdad?

Zobeyda se mordió una uña nerviosamente.

—A ti no te puedo negar nada, Abú Amir. Sí, lo he pensado. Y lo he dicho. Una sola vez. Ante dos personas. Y una de ellas es la que ha extendido ese rumor.

—No te entiendo, niña.

—Se lo confesé al conde de Urgel en el lecho.

Abú Amir bufó y se sacudió el pelo. Dio la espalda a la favorita y murmuró algo ininteligible. Cuando devolvió la mirada a Zobeyda, el enojo brillaba en ella.

—Has dicho que lo dijiste ante dos personas.

—La concubina Tarub. Nos sorprendió una noche. Nos vio, Abú Amir. Al conde y a mí. En la cama.

Abú Amir era poco menos que un apóstata declarado, como todos sabían. Por eso extrañó tanto a Zobeyda que en aquella ocasión invocara a Dios en voz alta. Y no se conformó con eso.

—¡Por el Profeta! ¡Por el Mesías! ¡Por todos los dioses y los demonios de la tierra y del mar!

—Lo sé. Lo sé.

—¿Lo sabes? Niña… Oh, por mi madre.

—Cálmate, por favor, Abú Amir. Te necesito sereno. Yo sabía que Tarub no diría nada del adulterio, porque difícilmente sería creída sin testigos. Al final sería perjudicial para ella levantar semejante testimonio, aunque fuera cierto. Sin embargo, lo de la conversión ha encontrado oídos atentos, y el rumor se expande.

Abú Amir llenó el pecho de aire, cerró los ojos y luego resopló despacio. Lo repitió dos veces antes de sosegarse.

—Escúchame, niña: el pueblo es veleidoso. Tú lo conoces y has sabido ganártelo siempre. Tus súbditos te aman y no creen en las habladurías…

—Me aman, sí, porque reparto monedas a mi paso por las calles y les regalo la belleza. Me aman porque se saben viviendo en la felicidad y la prosperidad. Pero ahora todo vuelve a estar en juego, y no me refiero a los rumores y a la presencia de Tarub. Si lo de Granada sale mal, el mundo que hemos creado empezará a derrumbarse. El pueblo es veleidoso, tú lo has dicho. Y cuando necesiten a alguien a quien culpar, sus lisonjas se volverán acusaciones, y esos burócratas que me han desafiado serán los primeros en alentar al pueblo contra mí. ¿Podrías asegurar lo contrario? Tal vez entonces Tarub sí encuentre gente dispuesta a creerla.

Abú Amir fue a contestar, pero sabía que el futuro era oscuro. Zobeyda tenía razón. Él mismo había sido testigo de cómo, ante la adversidad, la fidelidad y el honor volaban como bandadas de palomas en presencia del halcón.

—¿Y qué has pensado? —preguntó el consejero a la vista de las irrebatibles palabras de la favorita.

—El asunto de Granada me preocupa. Mucho, ya lo sabes. Pero hay otra cosa que temo todavía más, y es los planes del califa al otro lado del Estrecho. Eso que se dice del inmenso ejército que está reuniendo, de la flota que construye, de sus preparativos para la invasión definitiva… Todos parecen haberse vuelto ciegos y sordos. Castilla se desgarra a sí misma, León derrama saliva con la vista fija en el pequeño Alfonso, y hasta el príncipe de Aragón anda demasiado ocupado al otro lado de los Pirineos para reparar en lo que tenemos aquí. Portugal queda muy lejos para apoyarnos en ellos, o ellos en nosotros… Estamos solos, como siempre.

—¿Solos? No, Navarra…

—Navarra no es nada. Lo vi en los ojos de su rey, Sancho, cuando nos visitó. Sí, yo sería capaz de muchas cosas. Incluso de bautizar a mi hija querida en la religión de Cristo. Pero mi fin es elevado, Abú Amir. A Sancho de Navarra le mueve algo más oscuro y despreciable. Algo que vuelve ciegos a los hombres como él: la ambición. La misma ambición que guía a Fernando de León. La que guía a Armengol de Urgel. Te lo repito: estamos solos. —Zobeyda caminó despacio, sin arrancar ni un solo susurro al suelo al pasear por él con sus pies descalzos. Su mano acariciaba al tiempo la pulida superficie de la mesa—. Y no solo ellos están ciegos. También lo estamos nosotros. Lo hemos estado siempre. Los cristianos nos utilizan, Abú Amir. Como escudo. Dejan que nos desangremos, que desgastemos nuestro esfuerzo, a nuestros hombres y nuestro dinero contra esos almohades. Mientras Abd al-Mumín sigue ocupado en guerrear contra mi esposo, los reyes cristianos se regocijan o nos ignoran. Recuérdame, amigo mío, la estrofa del bardo lorquí…

—Todos aquellos a quienes amas son amigos sinceros en tanto no tienes que guardarte de la desgracia… —El consejero entornó los ojos para evocar el resto del verso. Zobeyda lo completó:

—… pero cuando buscas ayuda o tienes necesidad de socorro, ¡no encuentras más que puertas cerradas!

Abú Amir movió la cabeza en señal de asentimiento, aunque luego se encogió de hombros.

—Puede que tengas razón, niña. Yo también lo he pensado muchas veces, pero ¿cuál es la alternativa? ¿Someternos al Tawhid?

—No, claro que no. Por eso he venido a pedirte que, como tantas otras veces, cumplas mis ruegos, Abú Amir.

El poeta carraspeó. Por cumplir esos ruegos que tan inocentes se prometían en la voz suave y armónica de Zobeyda, se había visto obligado a recorrer media Castilla y Navarra.

—¿Qué deseas que haga, niña?

—En primer lugar, deseo que no te burles de mí —la favorita adornó su cara con la sonrisa más dulce de que fue capaz y acarició con descuido uno de los gladiolos prendidos de su cabello—, porque lo que ahora te pido te parecerá estúpido… Quiero que traigas hasta mí a Maricasca, la bruja cristiana.

Abú Amir resopló y su labio superior se torció a un lado.

—¿Maricasca? Niña, por favor… ¿Maricasca? Pero… ¿qué piensas? ¿Qué esa vieja hallará la forma de detener a los almohades? ¡Maricasca!

—La necesito aquí, Abú Amir. Tengo que hablar con ella. No soporto la incertidumbre. Necesito saber que no envié a Zeynab y Sauda a la muerte. Quiero que me diga qué ocurrirá cuando el califa cruce de nuevo el Estrecho. He de conocer el destino de Granada y el de nuestro ejército, el de mi padre, el de mi esposo… Necesito asegurarme de que Hilal, Zayda y Safiyya no son ilusiones que se perderán. Hay muchas cosas que no entiendo, y ella debe aclarármelas. No comprendo cómo el destino se decidirá a cumplir lo que ella vaticinó…

—El destino y ella no trabajan juntos, niña. Deja las supercherías. —Abú Amir se acercó a Zobeyda y la miró como cuando años atrás, en la corte de Segura, ella era una adolescente y él le enseñaba todo lo que sabía—. Eres una mujer, no una cría mimada. No puedes hablarme en serio. Tú, la que entró a cuchillo en la aljama de Valencia y ganó la ciudad para el Sharq… Tú, que has sabido atraerte al rey de Navarra. Niña, tú, que has sido capaz de ceder a la necesidad incluso en tu lecho. Tú, que has vendido tu honor al de Urgel…

Zobeyda endureció el gesto de forma tal que Abú Amir detuvo su discurso. La agitación le había llevado demasiado lejos. La favorita apretó tanto los labios que se fundieron en un estrecho trazo púrpura. Las últimas palabras del poeta quedaron flotando en el aire. Un aire ahora espeso. Tormentoso. Cruzado de líneas luminosas que revelaban el polvo en suspensión. La ira subió al rostro de Zobeyda y sus ojos se humedecieron.

—Abú Amir, consejero de mi esposo el rey: marcharás a tierras de Segura y buscarás a la mujer a la que llaman Maricasca. Si sigue viva, Dios lo quiera, la traerás a mi presencia. Sin excusa. No…, espera. No la traerás aquí. Hay demasiado alboroto. Demasiado visir despreciable y demasiado rumor. Y el harén está muy revuelto, con tanta preñada y con esa Tarub metiendo las narices en todo. Llevarás a Maricasca a Valencia. Al palacio de la Zaydía, sí. Hazlo con presteza, y que se me avise cuando la bruja haya llegado allí. Yo marcharé de aquí, es lo más conveniente. Pasaré una larga temporada en Valencia, lejos de toda esta podredumbre. Aquí no recibo más que insultos.

La favorita no esperó respuesta. Giró sobre las plantas desnudas de sus pies y enfiló el camino de la salida con el mismo aire de enojo con el que los funcionarios de Murcia habían abandonado la sala.