Las murallas de una vieja alcazaba
VERANO de 1161. Sevilla
El almirante supremo Sulaymán detuvo su caballo justo en la Bab Qarmuna. Miró atrás e hizo un gesto para que fuera Yusuf quien entrara primero en la capital almohade de al-Ándalus.
El sayyid sonrió y cumplió lo que el preboste quería. Un atronador griterío y un diluvio de pétalos de rosa recibieron al hijo del califa a su regreso de Carmona. Yusuf alzó ambos brazos a los lados e irguió la cabeza, orgulloso del reconocimiento de los que un día serían sus súbditos. El almirante, cuyas piernas cortas y macizas colgaban a los lados de su montura, hizo un casi imperceptible gesto de asentimiento. Luego el sayyid, en un arranque de soberbia, giró las palmas de las manos hacia abajo y miró a todos con gesto serio. El clamor fue descendiendo hasta que un tenso silencio se posó en aquel lugar de Sevilla. Los hombres, muchos de ellos cubiertos con turbante para ajustarse a la moda almohade, esperaron el siguiente paso de su gobernador, y tras celosías y cortinas, las mujeres veladas aguantaron la respiración. A una nueva indicación del sayyid, uno de los Ábid al-Majzén pasó bajo los arcos de la puerta montado en un gran caballo tan negro como él. Sujeta al arzón, una cuerda se extendía tras el animal hasta casi tocar el suelo y luego se alzaba para unirse con una argolla herrumbrosa. Cientos de sevillanos aguardaban atentos a lo que llegaba atado a ese cabo de la cuerda. El cautivo apareció al fin en la ciudad, cabizbajo, cruzado de moratones y arañazos, atrapado su cuello por la gargantilla de hierro ennegrecido. Yusuf inspiró antes de alzar la voz mientras señalaba con desprecio al prisionero.
—¡He aquí el traidor que vendió nuestra apreciada Carmona al demonio Lobo! ¡He aquí un hombre infiel, impío, injusto! ¡He aquí el perro Ibn Sarahil!
Los sevillanos prorrumpieron de nuevo en vítores, esta vez unidos a una cruel retahíla de insultos y amenazas. Decenas de escupitajos volaron desde las bocas de los villanos y regaron el pelo, la cara y las sucias ropas de Ibn Sarahil. Este, resignado ya a su suerte, cerró los ojos y siguió caminando tras la cuerda del guardia negro. Yusuf sonrió complacido y retiró su caballo a un lado para asistir en compañía de los ciudadanos a la entrada triunfal de las tropas. De inmediato fue acompañado por Sulaymán y rodeados ambos por el destacamento personal de guardias negros del sayyid. Al cautivo Ibn Sarahil siguieron los hombres de las cabilas y las fuerzas andalusíes y, tras ellos, los presos, cargados de cadenas y marcados de golpes, que el almirante supremo había decidido traer a Sevilla para público escarmiento.
Yusuf no cabía en sí de gozo. Atrás quedaban las derrotas y las fugas. Ahora sus batallas se contarían por victorias. Carmona había sido la primera de una larga serie, estaba seguro. La ciudad rebelde, tras semanas de sitio y por la sagaz estrategia de Sulaymán, había cedido. Las promesas firmadas por el sayyid y arrojadas dentro de las murallas habían ido minando la confianza de los carmonenses en Ibn Sarahil, y habían acabado por vender a este a los almohades. Ni una sola baja. Yusuf miró a su lado, al almirante Sulaymán. Él le allanaría el camino, le granjearía una carrera militar plagada de victorias y le ayudaría a ganar la total simpatía de los visires, alfaquíes y oficiales del ejército. Así, cuando llegara el momento, nadie se opondría a su nombramiento como califa.
Fue precisamente uno de esos visires quien se acercó desde la multitud, abriéndose paso a fuerza de codazos y amenazas, y paró junto a uno de los guardias del Majzén. Agitó la mano para atraer la atención de Yusuf, pero este seguía ensimismado al paso de sus tropas y soñando con el futuro. Sulaymán tiró de la manga del sayyid y le indicó que aquel visir pretendía hablarle. El propio almirante hizo un gesto para que el hombre rebasara la barrera de guardias negros y se acercara. Su cabeza quedó a la altura de las rodillas de Yusuf. El visir gritó para hacerse oír, pues los sevillanos seguían su particular fiesta de bienvenida sin dejar de aplaudir a los soldados y vituperar a los cautivos.
—¡Algo de vital importancia ha ocurrido mientras estabas en Carmona, mi señor!
El sayyid observó con desprecio al visir. ¿Qué podía ser más importante que un triunfo como el suyo? Yusuf elevó las cejas en señal de incredulidad y su vista se desvió de nuevo al desfile. Quería seguir disfrutando de aquel momento de gloria. Fue una vez más Sulaymán quien respondió al funcionario.
—Si era tan importante, ¿por qué no te acercaste al cinturón de asedio para comunicárnoslo? —El visir apretó los labios y miró al suelo—. Da igual, eso lo arreglaremos luego. Di ahora de qué se trata.
—Se trata de Granada… —El hombre se retorció las manos mientras trataba de dar la noticia de forma que él no saliera perjudicado—. Hace dos días llegó un correo de Málaga. Al parecer, un masmuda de la guarnición de Granada se acababa de presentar allí derrengado. El pobre había recorrido el camino a pie, ocultándose por miedo a ser descubierto…
Ahora sí que Yusuf sintió curiosidad.
—¿Un masmuda asustado mientras recorre nuestras posesiones? ¿Por qué? ¿Qué temía?
—A los hombres del demonio Lobo. Su suegro, el Mochico, ha entrado en Granada, al parecer por la traición de algunos villanos. Los fieles se han visto obligados a retroceder y ahora solo se resiste en la alcazaba Qadima. La guarnición está sitiada allí, mi señor.
El sayyid dejó caer la mandíbula. En cuanto a Sulaymán, cerró los puños con fuerza pero sus ojos se mantuvieron impasibles, como si estuviera esperando la noticia. Continuó interrogando al funcionario:
—¿Y la familia de Utmán? ¿Se ha dado aviso a alguien? ¿No se ha recibido ninguna otra noticia?
—Ah, mi señor. —El visir miró a ambos lados, atribulado por la lluvia de preguntas—. Las esposas del sayyid y los funcionarios del gobierno han quedado encerrados en la Qadima, según creo. Y no, nadie sabe nada. En la ausencia del sayyid, consideramos que algo así debía mantenerse oculto. Tampoco sabemos si desde Málaga se ha avisado a algún otro lugar.
—Habéis hecho bien. Yusuf, este hombre debe ser recompensado. —El funcionario suspiró con alivio y detuvo el obsesivo estrujamiento de sus manos—. Pero hay que actuar ya. Acompáñame al alcázar.
Sulaymán se sirvió una copa de jarabe de limón y la apuró. La llenó otra vez. Se la bebió de nuevo entera. Devolvió la jarra al sirviente andalusí y le ordenó con un gesto que se retirara. Yusuf, que todavía trataba de encajar la noticia, miraba sin ver por uno de los ventanales que daban al Guadalquivir. El almirante supremo y el sayyid quedaron al fin solos, y Sulaymán se pasó un paño por la boca. Después se secó el sudor de la frente y del cuello con la misma prenda. Estaba deseando despojarse de aquellas ropas polvorientas y disfrutar de un baño, pero asuntos más graves seguían reclamando su atención.
—Lo que ha ocurrido puede responder a la providencia… o no.
—Lo que ha ocurrido es la voluntad de Dios, el Único. A Él debemos dar gracias porque haya sido Granada y no Sevilla la que ha caído en manos del demonio Lobo.
Sulaymán se burló a espaldas de Yusuf de la cándida respuesta. Su sonrisa sardónica se transformó en otra de condescendencia cuando el hijo del califa se volvió con la tez aún lívida.
—Atiende, Yusuf. Es hora de que sepas cómo Umar Intí y yo hemos cuidado de tus intereses, y cómo vamos a seguir haciéndolo.
—¿El gran jeque Umar Intí? ¿Cuándo lo has visto? Pensaba que se había dirigido directamente a Córdoba…
—Me hizo llegar una misiva tras tomar posesión de la ciudad, unos días antes de que Carmona se rindiera. Debes escucharme, pues de lo que ocurra ahora depende que un día ocupes la tienda roja de tu padre y firmes con el sello del Mahdi.
Yusuf cerró la boca y cruzó los brazos. Al igual que le ocurría con Umar Intí, Sulaymán le despertaba un extraño temor que no era capaz de controlar. Habló entre dientes y en voz baja:
—Te escucho.
—Tu hermanastro Abú Hafs acompaña al califa en África. Su consejo es siempre escuchado, y él aboga por ti como candidato a la sucesión. Abú Hafs, como Umar Intí y yo mismo, ha visto que el mayor obstáculo para ti es Utmán, tu hermano.
Yusuf asintió. Así que los jeques conspiraban a espaldas del califa y sus hijos. Bien: fuera como fuese, conspiraban en su favor.
—Utmán no aceptará que yo suceda a mi padre —reconoció el sayyid—. Piensa que nuestro hermano mayor Muhammad debe ser el próximo califa. Y de no ser así, incluso él se consideraría mejor partido, estoy seguro.
—Has hablado bien. Por eso Utmán debe decepcionar a tu padre y a todo el Consejo. A toda la nación almohade. Cada creyente ha de saber que el más apto para el califato eres tú, y Mardánish está resultando una herramienta crucial en esto. Nos avasalla sin descanso, y hostiga no solo las fortalezas, sino las principales ciudades. Ha tenido la osadía de asediar Córdoba y de llegarse a las puertas de Sevilla a plantarte cara. ¿Cómo, pues, no iba a probar con Granada?
La sorpresa volvió a mostrarse en el rostro de Yusuf.
—¿Sabíais que atacaría Granada? Pero eso es… es…
—¿Traición? —Sulaymán lo dijo con tono mordaz, pero eso no evitó el escalofrío que recorrió la espalda del sayyid—. Si vas a ser califa, debes aprender los mecanismos que te permiten llegar al poder y los que sirven para mantenerte en él. Granada será recuperada, pero no por Utmán. —El almirante supremo paseó por la estancia mientras terminaba de pergeñar su plan. Entornó los ojos y masticó en silencio sus pensamientos. Luego habló en voz baja para asegurarse de que Yusuf ponía toda su atención—. Lo primero que haremos será crucificar a ese Ibn Sarahil y a sus seguidores. Así volveremos a dejar bien claro a estos andalusíes cómo se castiga a un traidor al Tawhid. Luego cortaremos sus cabezas y las enviaremos a Marrakech. Todo el imperio sabrá así de tu triunfo y de tu firmeza. A continuación viajarás a toda prisa al Yábal al-Fath, donde te reunirás con tu hermano Utmán. Si todo marcha según creo, ya le habrán llegado las noticias de Granada, y se dispondrá a tomar a su nueva caballería árabe para recuperar la ciudad. Eso no debe ocurrir.
»Harás saber a Utmán que una operación así ha de ser planeada con detenimiento. Le transmitirás estas órdenes: dejará a su caballería en el peñón y él se dirigirá a Málaga, donde debe esperar a que se ponga bajo su mando una hueste adecuada. Yo le haré llegar la orden de partida, que obedecerá sin demora para preparar el ataque a Granada.
»En cuanto a ti, una vez que te asegures de que Utmán parte hacia Málaga, cruzarás el Estrecho y aguardarás en Qasr Masmuda. Cuando Utmán fracase… Sí, no me mires así, Utmán fracasará. Cuando Utmán fracase, irás a Rabat a reunirte con tu hermanastro Abú Hafs, y regresarás a la Península con las tropas que él ponga bajo tu mando. Recogerás en Gibraltar a la caballería árabe de Utmán y ambos nos reuniremos en Málaga. Triunfarás allí donde Utmán va a hundirse. Tu liderazgo será entonces indiscutible.
Yusuf intentaba grabar en su memoria todo lo que tenía que hacer. No sintió remordimiento al saber que su hermano sería enviado a una trampa, pero le costaba creer que este fuera a caer tan fácilmente.
—Utmán lo verá venir —aseguró.
—No. Utmán estará ciego. No podrá ver nada. No olvides su vanidad, que yo sabré espolear, y sobre todo no olvides quién ha quedado encerrada en la alcazaba Qadima.
Yusuf pareció no entender lo que insinuaba Sulaymán, pero luego su boca se curvó en una sonrisa rapaz.
—Hafsa.
Unas semanas después. Granada
Armengol de Urgel, a la cabeza de la columna de caballería cristiana, infló el pecho al inspirar con fuerza tras atravesar la Bab ar-Ramla. Se dejó acunar por el sonido de los gritos de bienvenida y los aplausos. Notó resbalar por su cara los pétalos que las granadinas lanzaban desde ambos lados del pasillo creado para recibir a su hueste. Una mirada en derredor le mostró que todo cuanto se decía sobre aquella ciudad era cierto. Que no era, pues, extraño que se compusieran versos sobre Granada. Que el amor floreciera en las estrechas callejas o en la alameda del Genil. Que, tal como dijera un poeta del Garb:
Granada…
Bajo sus nubes nocturnas, cuyas lágrimas, pequeñas y gruesas, parecen perlas, cometeréis locuras.
Por eso Armengol, orgulloso con antelación, no pudo evitar decirlo en voz alta:
—Mi ciudad.
Galcerán de Sales, a un par de varas por detrás de su hermano, sonrió y apuntó a las dos elevaciones que dominaban Granada, por encima de las casas y los abigarrados minaretes de la medina.
—Las alcazabas. Allí se decidirá.
El conde se pasó la mano por el flequillo para acomodarlo a la línea de las cejas y observó las dos colinas. A la derecha desde su posición estaba la Sabica y, sobre ella, la pequeña fortaleza roja. Al-Hamra. Los estandartes andalusíes se mecían por la brisa que bajaba desde el Yábal Shulayr, la sierra perpetuamente nevada. A la izquierda, la alcazaba Qadima, ocupada por la guarnición almohade, con las grandes banderas blancas movidas por el mismo viento. Álvar el Calvo rebasó a Galcerán de Sales, detuvo su caballo junto al de Armengol y siguió la dirección de su mirada mientras los jinetes continuaban entrando en Granada.
—Desde aquí no se ve muy bien, Armengol, pero aun así te diría que esa alcazaba Qadima está muy bien puesta donde está.
Galcerán de Sales se quedó allí, organizando la llegada de la caballería de Urgel. Mientras tanto, los dos condes cristianos arrearon suavemente a sus monturas y siguieron camino entre los saludos de judíos y musulmanes andalusíes, y de algún que otro viejo almorávide. Armengol no se dejó engañar: muchos de los que ahora les daban la bienvenida habían hecho otro tanto cuando los almohades se posesionaron de la ciudad. Y sin duda volverían a hacerlo si la recuperaban. No le importó. Incluso comprendía que aquella gente debía adaptarse al amo que en cada ocasión tocara. Cuando empezaron a trepar por las callejas que llevaban a la Sabica, ambos caballeros miraron atrás. Más allá de las murallas, la columna de dos millares de caballeros se extendía por el camino que habían tomado alrededor de Granada para pasear por los arrabales, para anunciar su presencia a todos y mostrarse a los villanos como una fuerza capaz. La intención de Armengol, que había recibido el mando de toda la hueste, era disuadir a cualquiera de intentar una traición. Una demostración de poder. El conde de Urgel sonrió mientras los primeros infantes, los reclutados por Mardánish en las ciudades cercanas a Murcia, se acercaban a la ciudad por entre sus cementerios de extramuros y las alquerías que bordeaban el río Genil. Granada. Su Granada. Hamusk le vino a la mente. El viejo zorro era tan ambicioso como él, lo sabía. Incluso más. Debía andarse con cuidado. Tiró de las riendas y siguió su ascensión rumbo a al-Hamra.
Álvar Rodríguez rumiaba sus propias preocupaciones. Compartía los resquemores de su gran amigo Mardánish. Llevaba años con él y lo conocía bien, por eso sabía que aquella aventura de Granada no era de su agrado. Había trastocado todos sus planes, y a pesar de todo lo que parecía ofrecerse como recompensa, el momento no era el propicio, con el califa Abd al-Mumín preparando una gran ofensiva. El Calvo suspiró. Él no era hombre de estrategias ni de política. Él era un guerrero, y había ido allí a luchar. Una sombra un poco más adelante le llamó la atención. Apretó la marcha de su caballo y adelantó a la columna que seguía subiendo para acampar en lo alto de la Sabica, y la sombra tomó forma hasta que distinguió lo que era: un enorme almajaneque, tal vez el mayor que había visto. Parecía capaz de salvar la distancia que separaba las dos fortalezas. La pequeña al-Hamra, rojiza y ligeramente más elevada, estaba unida a la muralla que rodeaba la ciudad, y la mayor parte de la colina Sabica quedaba fuera de ella. Por eso las fuerzas de Hamusk, demasiado numerosas para encajar en el exiguo espacio intramuros de al-Hamra, se habían desperdigado por el desprotegido altozano, para lo que habían llegado a abrir postigos en el muro. Aprovechando uno de esos postigos, auténticos agujeros repartidos por los lienzos, Álvar salió del recinto y deambuló por entre las tiendas y grupos de hombres a lomos de su caballo. Se aproximó al borde del barranco para buscar una perspectiva plena mientras recibía los saludos de los hombres de Hamusk, esparcidos por la Sabica. Vio que muchos de ellos eran mozalbetes desconocidos para él. Una lástima, pues sabía que la mayor parte de los veteranos del señor de Jaén habían caído en Marchena.
El conde de Sarria llegó por fin al lugar donde la elevación se retorcía para volver a bajar hacia el Darro. El único camino de descenso, a la sombra de una muralla escalonada, acababa en un puente impracticable, arruinado por manos humanas. El Calvo se apoyó en el arzón y observó con detenimiento. Al otro lado de aquel destrozo, el camino subía hacia la Qadima, también protegido por un largo lienzo de muralla. Llamó la atención de uno de los guerreros andalusíes de Hamusk.
—¡Eh, muchacho! ¿Por qué está destrozado el puente?
El soldado, demasiado joven para haber compartido penurias con él, le miró extrañado, pero respondió al darse cuenta de que era uno de los nobles hombres de armas recién llegados de Murcia.
—Los almohades quebraron el puente cuando empezó el asedio, mi señor. Es la única forma de subir hasta la Qadima sin riesgo de romperse la crisma.
El Calvo asintió y miró al otro lado del barranco, a la Alcazaba Vieja. Vio que el conjunto amurallado de la Qadima, al igual que sucedía con al-Hamra, solo ocupaba parte de la elevación que tenía ahora enfrente. La otra parte apenas contenía algunas casuchas. Su veteranía le decía que aquel lugar podía usarse para estacionar más tropas, aunque por allí la Qadima tenía las murallas más altas y recias. El conde de Sarria señaló hacia el lugar.
—¿Qué me dices de ese arrabal, muchacho?
—Al-Bayyasín, mi señor. Se puede subir, pero ya ves el grosor de las defensas.
—¡Amigo mío Álvar!
El Calvo reconoció enseguida la chillona voz de Hamusk. Desmontó de su caballo y se dirigió hacia el lugar por el que venía el señor de Jaén, esquivando tiendas e impedimenta. Se fundieron en un abrazo que mentalmente ambos calificaron de forzado. Al separarse, Hamusk mantuvo agarrados los anchos hombros del cristiano.
—Tu yerno te envía saludos —dijo este.
—Me envía refuerzos. Cosa que tengo en más estima —respondió Hamusk casi sin pensarlo—. No es gran cosa, pero servirá para aguantar, supongo.
El conde de Urgel presenció el saludo de los dos nobles a unas varas de distancia. Sonrió. Cuando Hamusk se enterara de que el rey Lobo le había prometido Granada a él, herviría de ira. Por el momento era mejor callar ese detalle. Que fuera Mardánish quien diera la noticia al Mochico. Se acercó con aquella misma fingida alegría, estrechó la mano del caudillo andalusí y de inmediato posó sus ojos de halcón sobre la Qadima. Sus almenas se veían vacías salvo por los estandartes africanos y algún masmuda aislado que cumplía guardia.
—Es casi inexpugnable —opinó en un murmullo.
—La inanición acabará con ellos —aseguró Hamusk—. La muralla que baja hasta el Darro es una coracha y gracias a ella pueden subir agua. Dentro también tienen aljibes y creo que hasta disponen de acequias… Bueno, eso no me importa. La sed no será un problema para ellos, pero el hambre sí: hemos cortado todas las vías de aprovisionamiento con patrullas por los caminos que vienen a la ciudad. Al-Asad está precisamente inspeccionando las rutas ahora. El invierno es duro aquí, no como en Sevilla o en Córdoba, y debilitará a esos puercos almohades lo suficiente como para que la Qadima caiga a nuestros pies. Ah, os quiero presentar al hombre que nos ha entregado la ciudad. —El señor de Jaén hizo un gesto a un andalusí de ostentosas vestiduras que aguardaba ligeramente apartado—. Abú Yafar ibn Saíd, antes secretario de Utmán, el gobernador almohade e hijo del califa.
El poeta se inclinó en una larga reverencia.
—Un secretario del sayyid… —repitió con desconfianza Armengol de Urgel—. ¿Por qué alguien así vendería su ciudad?
—Soy andalusí —protestó Abú Yafar—. A mí tampoco me gusta que Granada esté en manos de esos africanos.
—Abú Yafar tiene importantes motivos aparte de su dignidad andalusí —añadió con sorna Hamusk—. Dentro de la Qadima está otra de las personas de confianza de Utmán. Una mujer.
El conde de Urgel y el señor de Jaén cruzaron una mirada de complicidad.
—Bien —aceptó Armengol—. Mejor así. Casi prefiero esa excusa. Aunque tal vez Abú Yafar no esté entonces de acuerdo con tu idea de matar de hambre a los de la alcazaba, amigo Hamusk.
—Oh, no. Abú Yafar está de suerte. La mujer que espera a ser rescatada por este noble secretario —el señor de Jaén siguió con su tono burlón— es nada menos que la amante favorita de Utmán. Los almohades de la Qadima cuidarán mucho de que semejante tesoro no pase pizca de hambre.
Hamusk soltó una de sus estruendosas carcajadas, y Abú Yafar enrojeció de vergüenza. Bien sabía Dios que soportaba los desplantes del Mochico por necesidad y, sobre todo, por amor. Pero no tenía por qué llevar más allá su estoicismo.
—Si me disculpáis, nobles señores, me retiraré para que podáis tratar de vuestros asuntos —dijo el poeta sin ocultar su gesto de enojo. Dio media vuelta y se perdió rumbo a la fortaleza rojiza que dominaba la Sabica. Hamusk hizo un gesto de desprecio hacia Abú Yafar y señaló al sur.
—Es motivo de alegría que hayas venido, Armengol, pero no traes fuerzas suficientes. ¿Qué le ocurre a mi yerno? ¿Sigue decidido a encastillarse y aguardar a que el califa venga a echarle de sus tierras?
—Mardánish espera refuerzos importantes de Navarra. A los hombres de Pedro de Azagra se unirán más huestes, ahora que el rey Sancho y tu yerno son grandes amigos —explicó Armengol de Urgel—. Además ha mandado reclutar nuevas levas por todo el Sharq. Pero eso lleva tiempo, Hamusk. No esperes que el ejército al completo esté aquí hasta el verano del año que viene.
El señor de Jaén se golpeó la palma de la mano con el puño.
—¿El año que viene? Pero ¿qué clase de ayuda es esa? ¿Y si el califa cae sobre nosotros?
Álvar Rodríguez se adelantó, dispuesto a defender a Mardánish.
—Tu yerno ordena que bajo ninguna excusa salgamos de Granada para combatir en campo abierto. Ha insistido mucho en que este mandato te concierne a ti en especial, dado que últimamente te inclinas a hacer lo que te viene en gana. Aun así no debes temer nada, pues sabes bien que los almohades son lentos hasta la exasperación. Ellos tardarán todavía más que Mardánish en reclutar un ejército capaz de atacarnos. Además, y para acallar tus protestas, te diré que de haber sabido tu yerno que pretendías dar este golpe de efecto, habría tenido listas sus fuerzas con antelación.
—De haberlo sabido, ¿eh? —Hamusk mostró sus desgastados dientes al sonreír con burla—. De haberlo sabido, mi querido Lobo habría hecho lo posible por evitarlo. Demasiado bien conoces lo remilgado que es. Si por él fuera, compartiría su reino con el califa.
Armengol urgió al Calvo con un gesto para que no siguiera con aquella discusión y cambió de tema.
—Esta Sabica no es precisamente amplia. Y esa diminuta fortaleza no puede acogernos a todos. Cuando Mardánish y Óbayd lleguen con el resto de las tropas…
—¿Y si ocupan aquel arrabal al otro lado? —Álvar apuntó a la colina opuesta—. Al-Bayyasín, me han dicho que se llama. Ahí cabrán sin problemas.
—Pues bien, que ocupen al-Bayyasín si quieren. —Hamusk miró con indiferencia al arrabal junto a la Qadima. Luego señaló a al-Hamra—. Esta pequeña fortaleza roja es demasiado pequeña para todos, tienes razón. Sobre todo si ese estúpido de Óbayd pretende compartirla conmigo.
El Calvo resopló como un destrero en plena carga al escuchar la nueva salida de tono del señor de Jaén. Armengol, al ver que la conversación podía derivar de nuevo por senderos indeseables, señaló a la gran máquina que ocupaba la primera línea de la Sabica.
—¿Y ese almajaneque? ¿Es efectivo?
—Oh, sí. Ya lo creo —contestó Hamusk.
—Permíteme que lo dude —volvió a intervenir Álvar Rodríguez—, no veo por aquí bolaños tan grandes como para poder sacarle partido a ese monstruo.
—¿Bolaños? Ah, los cristianos tenéis muy poca imaginación. Tirar piedras es cosa de pastores. —El señor de Jaén soltó una de sus carcajadas sonoras y cortas, puso ambas manos en torno a la boca y gritó hacia los servidores de la máquina—. ¡Atención, los del almajaneque! ¡Mis amigos necesitan una demostración!
Álvar y Armengol comenzaron a caminar hacia la gran catapulta con aire curioso. A la orden de Hamusk, varios hombres se habían puesto a trabajar con celeridad y tiraban de la viga terminada en una gran bolsa. El señor de Jaén anduvo ufano, orgulloso de la gigantesca máquina de guerra que había ordenado construir. El almajaneque estaba situado muy cerca del comienzo de la pendiente, y eran numerosos los servidores que se ocupaban de su manejo. El Calvo miró al otro lado, justo al sitio adonde, en buena lógica, debían de dirigirse los disparos de la catapulta. La muralla almohade aparecía intacta, y tan solo llamaba la atención una especie de mancha difusa. Un cambio de color en la piedra. Los ojos del cristiano se entornaron cuando creyó distinguir algo extraño abajo, en el lugar en el que la muralla se hundía en la tierra de la colina.
—¿Qué es eso? Parecen… Parecen…
Un grito de angustia llamó la atención de Álvar Rodríguez. Los servidores del almajaneque traían a rastras a un cautivo de piel oscura, atado de manos y pies. El almohade se revolvía con furia y echaba espumarajos por la boca, pero no podía evitar que los andalusíes lo transportaran en volandas. Sus alaridos, escupidos en la enrevesada lengua de aquellos africanos, reverberaron por encima del Darro, encajonado entre ambas colinas, y rebotaron en las murallas de la alcazaba Qadima. El Calvo pudo ver por fin a algunos de los enemigos asomándose en el adarve. Respondieron con más gritos a los de su camarada prisionero, lo que desató una batalla de insultos desde ambas elevaciones.
—¿Qué es esto? —preguntó el Calvo. El conde de Urgel se encogió de hombros, pero señaló a los bultos que Álvar Rodríguez apenas había distinguido al otro lado, al pie de las murallas de la Qadima.
—Son hombres.
El conde de Sarria abrió la boca para decir algo, pero sus palabras quedaron congeladas en la garganta. El cautivo almohade fue metido a puñetazos en la bolsa de dura tela que remataba el almajaneque, como si fuera un proyectil, y Álvar Rodríguez comprendió lo que estaba ocurriendo allí. El pobre desgraciado se revolvió, pataleó y mordió, pero nada podía hacer ya. Los hombres de Hamusk se movieron con agilidad y uno de ellos golpeó con un mazo en la base de la máquina para liberar el mecanismo de contrapeso. La viga osciló con lentitud engañosa y arrastró al prisionero hasta levantarlo. Cuando llegó a su punto de lanzamiento, la bolsa restalló como un látigo y el cautivo salió disparado por encima del tajo que se abría entre ambos cerros.
Álvar Rodríguez se tapó la boca mientras el almohade desgarraba el aire con un chillido de espanto. Su cuerpo, hecho una bola e incapaz de moverse, se elevó durante un trecho y, a mitad de camino, empezó una suave bajada hasta que chocó con un ruido sordo contra la muralla de la Qadima. Un salpicón negruzco manchó las piedras, el fardo se tragó su grito y después cayó a plomo hasta las rocas de la base, donde quedó desmadejado, irreconocible, inmóvil.
—Por Dios. Por la bendita Virgen y por todos los santos… —murmuró horrorizado Álvar el Calvo.
—Sí, por todos ellos, desde luego —rio Hamusk, satisfecho de la exhibición—. Cuando tomamos Granada hicimos un buen número de prisioneros entre la guarnición almohade. Aunque, como ya supondréis, cada vez nos quedan menos. Estoy ordenando cinco lanzamientos diarios, uno por cada oración… ¿No os parece oportuno? Fijaos, aguzad el oído… ¡Silencio, perros! —ordenó a sus hombres, que seguían insultando y carcajeándose de los almohades del otro lado—. Escuchad… Escuchad…
Los cristianos intentaron oír algo, pero ahora, con los aullidos de crueldad acallados, solo sonaba el torrente del Darro allá abajo, discurriendo por entre las rocas del fondo del barranco para atravesar Granada. Su cauce se enrojecía un poco con los regueros de sangre que resbalaban desde los peñascos. Allí, encajados entre las rocas, se pudrían los bolaños humanos lanzados por el almajaneque andalusí.
—Yo no oigo nada —apuntó Armengol.
—Exacto —convino Hamusk—. O no. Lo correcto sería decir que sí se oye algo: el sonido del miedo, amigos míos. El sonido del miedo.