El cebo almohade
UNOS días después. Granada
La luna nueva teñía de un negro infausto las murallas de Granada. Quizá fuera la misma oscuridad la que impelía a los centinelas masmudas a arrebujarse en sus mantos a pesar de que el verano se acercaba. Los veteranos soldados de Utmán, a los que el sayyid había dejado en la ciudad cuando marchara a Gibraltar, habían cedido poco a poco al peso de la rutina. Liberados de la disciplina de su señor, se dedicaban a ver pasar los días. Añoraban a sus familias, que habían quedado atrás, observaban con indiferencia los movimientos de los granadinos. Sabían que Utmán estaba lejos, en las costas del Estrecho; que dirigía la construcción de una imponente fortaleza. En ella, se decía, sería albergado el mayor ejército invasor que jamás conociera la Península Ibérica.
La rutina, enemiga del guardián. Ya los viejos almorávides advertían contra ella y avisaban de que esa precisamente fue su perdición. La rutina les había hecho bajar la guardia mientras se acostumbraban a los placeres andalusíes. Por eso no vieron venir a los reyes cristianos, ni las revueltas en el Sharq o en el Garb, ni a los propios almohades.
Abú Yafar miró arriba, a las torres que flanqueaban la Puerta de la Rambla, en la parte baja de la ciudad. Distinguió la silueta de un masmuda que apoyaba su lanza sobre el hombro, apenas una mancha negra sobre fondo negro. Hizo una seña y Sahr ibn Dahri pasó a su lado envuelto en una capa oscura. Acompañándole, varios judíos. Hebreos falsamente convertidos y ahítos de humillación almohade. Abú Yafar masticó su resentimiento. Cerró los ojos mientras los pasos ahogados de sus amigos se perdían rumbo a la Bab ar-Ramla. Imaginó a la exigua guarnición en el puesto de guardia, en el momento en que era degollada con la ira contenida de los hebreos de Granada. Casi pudo ver cómo abrían los postigos y trepaban por las torres para acabar su trabajo y eliminar a los centinelas. Sangre almohade, derramándose por los escalones y corriendo por entre las piedras, filtrándose en la tierra de Granada, regando la hierba de la libertad. Abú Yafar creyó oír un gorgoteo mientras las hojas de hierro horadaban la carne masmuda. Una y otra vez. Como le ocurriera a un judío crucificado en la Sabica, ahora oculta por esa misma maldita oscuridad. El poeta sonrió como lo haría un lobo, si es que los lobos sonreían. Pronto lo sabría, cuando entregara la ciudad a Mardánish en bandeja de plata.
Abú Yafar volvió a abrir los ojos, justo a tiempo para ver cómo la débil llama crecía en lo alto de una de las torres de la Bab ar-Ramla. La antorcha se movió a un lado y a otro con lentitud, y las puertas de pesada madera chirriaron sobre sus goznes. El poeta se dio la vuelta y su vista quedó fija en las hoscas figuras embozadas que aguardaban junto a él, ocultas a las miradas almohades por las sombras nocturnas y los recodos de la ciudad baja. Más judíos convertidos, andalusíes de Granada, almorávides ávidos de revancha. Su gente. No se molestó en bajar la voz:
—Cuando los hombres de Hamusk entren, se dividirán en grupos. Su idea es apoderarse de todos los puestos de guardia almohades y vosotros los guiaréis por las callejas. Con rapidez y sigilo, amigos míos.
Un asentimiento colectivo y silencioso. Bajo los mantos, dagas prestas a seguir la degollina. Rostros crispados, miradas asesinas, sed de muerte. Los primeros guerreros del al-Ándalus libre entraron a la carrera y se plantaron bajo los arcos de la puerta con los escudos alzados y las espadas a punto, atentos a una posible felonía. Vía libre y la llanura inmediata a la Puerta de la Rambla se desbordó, tragando la ciudad el aluvión de soldados. Uno de ellos se dirigió a Abú Yafar al verlo encabezar la comitiva de bienvenida. Llegó corriendo como lo haría un toro bravo, braceando con fuerza, tal que si no le pesaran la espada mellada y la adarga cruzada de tajos. Su loriga desgarrada hizo tintinear a las anillas de la malla cuando se detuvo resoplando, y su rostro desfigurado por el combate clavó unos ojos de león en el poeta.
—Soy al-Asad, lugarteniente del señor de Jaén. ¿Eres Abú Yafar?
—Para servirte.
—Bien. ¿Está todo listo?
—Tal y como acordamos. Mis hombres. —El poeta señaló con el pulgar tras de sí—. Ellos os guiarán a los demás puestos de guardia. Será rápido.
—¿Patrullas almohades por las calles?
—No. Desde que Utmán marchó, los masmudas se han relajado. La mayor parte de la guarnición debe de estar durmiendo en la alcazaba Qadima.
El León de Guadix hizo un gesto de asentimiento y distribuyó varias órdenes rápidas. Sus hombres se unieron a los guías granadinos y se perdieron en grupos de seis o siete individuos por las calles sin iluminar. Varios vecinos se habían atrevido a asomarse a las puertas, pero a la vista de gente armada, desaparecían dentro y aseguraban cerrojos sin preguntar. Al-Asad vio desaparecer al último de sus pelotones de exterminio y se volvió al escuchar las fórmulas de salutación a sus espaldas. Hamusk acababa de entrar en la ciudad rodeado de un séquito de sus guerreros. El señor de Jaén miraba a ambos lados y casi se le veía crecer, seguro de su triunfo. Caminaba con autoridad y sin empuñar la espada, con el yelmo sujeto bajo el brazo izquierdo. En ese momento, el judío que había hecho las señas con la antorcha desde la torre llegaba también a la calle. Su mirada se cruzó con la de Hamusk y ambos se reconocieron de inmediato.
—Ibn Dahri… —El caudillo andalusí alzó una ceja—. Tengo que confesar que, cuando te vi por primera vez, me sentí tentado de degollarte. Ahora me alegro de no haberlo hecho.
—Yo me alegro más. —La voz del hebreo sonó rabiosa. Levantó su mano, que todavía empuñaba un cuchillo ensangrentado—. Así, el cuello desgarrado ha sido el de otro.
Hamusk aguantó una de sus carcajadas y miró a al-Asad. Este le señaló a Abú Yafar, que hizo una ligera inclinación.
—El poeta —presentó el León de Guadix con un deje de burla.
—Hermosos versos los que has compuesto, Abú Yafar —siguió la chanza el señor de Jaén—. Escritos con sangre sobre la piel de estos africanos. Pero acabemos cuanto antes. Guíanos a la alcazaba.
El granadino no se molestó por la burla. Le pareció acertada, y se imaginó a sí mismo escribiendo esos poemas con una daga afilada y usando como papel la garganta de Utmán. Dio media vuelta y miró a la elevación que se erguía a su izquierda, sobresaliendo entre los aleros de las casas. La Alcazaba Vieja. Al-Qasbá al-Qadima, el lugar donde, rodeada de guerreros masmudas, languidecía su amada. Inició la marcha con la esperanza de poder abrazar a Hafsa aquella misma noche.
Unos días después. Inmediaciones de Murcia
Hilal ibn Mardánish se agarraba con fuerza a las riendas del caballo negro y clavaba los talones en los costados del animal. Tras él, y compartiendo la silla de montar, era su padre quien realmente guiaba al destrero a golpes de rodilla, atento a que el niño no resbalara. El rey Lobo sonreía satisfecho, ufano del infantil arrojo de su heredero. Los mejores maestros de Murcia instruían a Hilal en gramática, aritmética, física y poesía, pero era el propio rey quien se hacía cargo de su adiestramiento militar. No ocurría así con el resto de sus hijos, aunque todos aprendían de los mejores hombres de letras y armas del reino. El joven Gánim había sido enviado a Denia, ya que mostraba una temprana querencia por los asuntos del mar, y Azzobair recibía su adiestramiento en el norteño enclave de Hisn Banískula. El rey pensaba mandar a los demás varones, cuando crecieran, a distintos puntos de sus reinos para que se familiarizaran con la administración y la defensa del Sharq al-Ándalus. Por otra parte, la prole crecía. Lama y Layla se hallaban otra vez encintas, y si las concubinas no lo estaban aún, no tardarían mucho. Zobeyda, sin embargo, no había vuelto a concebir. De no resultar absurdo, Mardánish habría jurado que la favorita se servía de su sapiencia pagana para reprimir la fertilidad.
—¡Riendas fuera!
El pequeño Hilal obedeció y soltó las cintas que guiaban al caballo. Quedaron flojas, aunque continuaban atadas por un delgado cordel a ambas muñecas del joven jinete. El animal continuó su marcha, ligera, no desbocada, mientras el niño abría poco a poco los brazos y buscaba el punto de equilibrio. Mardánish dio un par de impulsos de rodilla a la diestra para esquivar un grupo de arbustos y, con mano experta, sacó sobre la marcha el arco de su aljaba y se lo tendió a Hilal. El niño lo agarró con mano insegura, inclinándose un poco a la izquierda. El rey Lobo alargó rápidamente el brazo para coger a su hijo, pero el mismo príncipe se repuso del fallo. El destrero siguió la marcha en línea recta. Noble y leal, como si en verdad supiera que sobre sus lomos llevaba al heredero del Sharq al-Ándalus. Hilal se volvió a medias, la trenza rubia volando tras de sí, y miró a su padre con una mezcla de excitación y miedo.
—¡Allí! —Mardánish señaló a un solitario ciruelo cuyo tronco se dividía en dos ramas antes de expandirse en una orgía de vida y color—. ¡Al árbol!
Hilal se mordió el labio, estiró la mano derecha hacia abajo y tanteó en busca de las plumas que sobresalían de la aljaba colgada de la silla. Consiguió coger una flecha entre los dedos índice y medio y, torpemente, la caló en la cuerda. Se venció durante un interminable momento mientras tensaba. Mardánish aflojó la presión de sus rodillas para relajar un punto la cabalgada y el niño disparó. El arco, fabricado a medida para el príncipe, sonó con un tañido agudo cuando liberó el proyectil, que voló tenso pero empezó a perder fuerza antes de llegar al ciruelo. La flecha pasó entre las dos ramas y se clavó perezosa en la campiña.
—¡Muy bien! —felicitó Mardánish, y volvió a imprimir velocidad al destrero—. ¡Y sobre la marcha!
Hilal recuperó la rienda derecha y arreó al caballo con un grito que despertó una sonrisa en su padre. El rey Lobo obligó al animal a dibujar una parábola, aminoró la marcha y frenó junto a la flecha que acababa de disparar su hijo. El destrero cabeceó y se detuvo, obediente. Mardánish bajó primero y luego ayudó a desmontar al muchacho, que aceptó de mala gana los brazos de su padre.
—¿Cuándo podré usar los estribos? —preguntó al tiempo que desclavaba la flecha del suelo húmedo.
—Primero has de aprender a mantenerte arriba, pequeño lobo —respondió el padre con los brazos en jarras—. Luego usaremos un estribo corto, y cuando crezcas un poco más…
—¡Soy alto para mi edad! ¡Puedo usar estribo largo, como tú!
—¡Un momento, soldado! —Mardánish fingió enojarse y alzó la barbilla mientras miraba a Hilal desde arriba. El pequeño, con el pelo rubio y revoltoso sobre los ojos, se quedó plantado con el arco en una mano y la flecha recuperada en la otra—. A ver, veamos tus maneras en la Furusiyya.
El niño adoptó una pose marcial y se puso el puño cerrado, agarrando la flecha, sobre el pecho.
—Pregunta, padre.
—¿Cuáles han de ser tus virtudes como caballero, soldado?
—He de ser hábil, mi señor —recitó con voz teatralmente grave el niño—. Y he de atacar con agilidad. Debo ser sereno y constante en la adversidad, y… —Hilal separó la mano del pecho mientras se volvía a morder el labio—. Ah, sí, y mis armas deben estar prestas, mi armadura, limpia… y… y…
—Y debes obedecer siempre a tu oficial superior, soldado —completó Mardánish—. Y tu oficial superior, que ahora soy yo, te dice que aún no puedes usar estribos. ¿Entendido?
Hilal volvió a colocar el puño sobre el pecho.
—¡Entendido, mi señor!
—¡Correcto, soldado! ¡Y ahora volvamos!
Hilal se acercó a su padre para que le aupara a lo alto de la silla, pero algo llamó su atención. Señaló con la flecha a un punto al mediodía.
—Un jinete, padre.
Mardánish se volvió y abrió la mano sobre los ojos para protegerse del sol. Una nube de polvo perseguía a un hombre montado a caballo que se acercaba por el camino del sur. El rey Lobo reconoció enseguida las vestiduras andalusíes y agitó la mano mientras gritaba. El jinete lo vio y refrenó un poco la marcha. Se desvió del camino e hizo avanzar a su montura al paso por entre los arbustos. Cuando vio que se trataba de su rey, el hombre desmontó y dejó caer una rodilla en tierra al tiempo que inclinaba la cabeza. La suciedad ocre que cubría sus ropas y la espuma que rezumaba del pelo del caballo indicaban a Mardánish que aquel guerrero llevaba millas cabalgando a toda velocidad.
—Saludos, mi rey. Me envía tu suegro, el señor de Jaén, a cuya hueste pertenezco.
Mardánish arrugó el gesto y, suspicaz, se acercó al recién llegado. Hilal, vencido por la curiosidad, también se aproximó sin soltar su pequeño arco y la flecha que todavía empuñaba.
—Habla.
El guerrero se puso en pie y se restregó la cara, manchada de polvo del camino. Abrió el zurrón que colgaba de su costado y alargó a Mardánish un rollo de papel con el sello de Hamusk bien visible. Mientras el rey se aseguraba de su autenticidad, el mensajero siguió hablando. Su voz sonó ronca y fatigada.
—Es un pliego de puño y letra de Hamusk, y marcado por su sello, como ves. Pero su contenido es una distracción. Un disimulo: una carta pidiéndote audiencia solo para demostrarte que soy uno de sus hombres. Me ordenó que te hiciera llegar el auténtico mensaje personalmente y de viva voz, pues no quería arriesgarse a que una patrulla almohade se hiciera con un documento escrito que pudiera comprometernos. Mi señor, tu suegro te ruega que reúnas a todas las tropas de que dispongas y que vayas a valerle a Granada. He cabalgado sin descanso. He parado solo a tomar bocado y sin apenas dormir… Es urgente, mi señor…
—Espera, espera. —Mardánish alzó ambas manos ante el soldado y se dirigió al destrero negro con el que había cabalgado con Hilal. Desenredó del arzón el cordón que sujetaba un odre al tiempo que intentaba adivinar en qué nueva y desastrosa aventura se habría metido Hamusk. Apretó los dientes y entregó el recipiente de cuero al correo. Este quiso sonreír, pero la sed y el cansancio solo le permitieron pintar una mueca en su cara. Bebió con avidez, y el agua resbaló por su barba y se mezcló con la tierra que impregnaba sus ropas. Cuando se hubo saciado, separó el odre y lo apretó para mojarse la cara y el pelo.
—Gracias, mi señor.
—Explica eso de Granada —le apremió el rey Lobo.
—Mi señor, tu suegro entró en Granada hace unos días y tomó la ciudad. Se ha hecho fuerte en una pequeña fortaleza, en una colina roja a la que llaman as-Sabica.
—Hamusk ha tomado Granada. —Mardánish intentaba digerir la noticia al tiempo que cerraba los puños con fuerza. Su lugarteniente había vuelto a desobedecer. No contento con buscarse una derrota como la de Marchena, ahora empleaba el resto de sus recursos en conquistar una de las principales ciudades almohades en al-Ándalus…, aunque esta vez parecía haberlo conseguido.
—La guarnición almohade se ha encerrado en la alcazaba Qadima, la otra fortaleza de Granada. Más antigua, pero mayor y mejor defendida, justo enfrente de la Sabica.
—¿Cómo consiguió Hamusk entrar en Granada?
—Mi señor, gentes afines a nuestra causa nos abrieron las puertas durante la noche. Abú Yafar, uno de los secretarios del gobernador almohade, lo preparó todo auxiliado por los judíos y otros villanos descontentos.
El rey Lobo se volvió ensimismado y su mirada se perdió entre las ramas del ciruelo. El pequeño observaba a su padre con la boca abierta, consciente de que aquel era un momento importante. Luego su vista se dirigió al correo llegado de Granada. El soldado sonrió al pequeño y los dientes contrastaron por su blancura con el rostro tiznado de gris y recorrido por los chorretones de agua.
—Ayer mismo me llegó información de que los dos principales jeques de Abd al-Mumín se han establecido en Sevilla y Córdoba, y además fuerzas recién llegadas de África asedian Carmona. —Mardánish parecía hablar solo, como si necesitara repetir cada dato para darse cuenta de la situación real. Volvió a mirar al correo, que borró la sonrisa dirigida al niño—. No contaré con los refuerzos navarros hasta al menos el verano que viene. ¿Se puede saber por qué Hamusk no me consultó esto antes de actuar?
El guerrero se encogió de hombros.
—Lo siento, mi señor. Como comprenderás, tu suegro no me dice nada de lo que…
—Claro, claro, muchacho. Tú no tienes la culpa. —El rey Lobo se pellizcó la barbilla—. ¿Qué se sabe de Utmán? ¿Ha reaccionado?
—Es pronto todavía, mi señor. Ignoramos si algún masmuda de la guarnición pudo escapar antes de completarse el cerco, pero es posible que la noticia aún no haya llegado a los demás almohades. Por eso tu suegro te pide que acudas rápido con refuerzos. Si expugnamos la Qadima antes de que los sayyides y los jeques contraataquen, Granada será tuya.
Mardánish maldijo por lo bajo. Se fijó en la mirada de Hilal, absorto en la contemplación del mensajero y esperando mientras su padre, el hombre capaz de vencer a las bestias, dudaba. El rey acarició el pelo claro de su hijo al tiempo que reflexionaba. ¿Y si después de todo Hamusk había triunfado? ¿Y si este golpe era de los buenos? Granada era una plaza de primer orden. Tanto que hasta los reyes cristianos se volverían deslumbrados desde sus lejanas y frías cortes a mirar al sur. Por fin lo tomarían en serio, y quizás incluso alguno quisiera unirse a Sancho de Navarra en su intención de apoyar los esfuerzos de Mardánish contra los invasores almohades.
—Mensajero, acompáñanos a Murcia. Te has ganado una recompensa y un buen descanso.
Las voces resonaban por los corredores del alcázar y mezclaban las órdenes con las blasfemias, tanto musulmanas como cristianas. Los sirvientes, urgidos por los gritos de Mardánish, se apresuraban por los pasillos y salían a toda prisa, cruzando los patios y los jardines. Abú Amir fue el primero en acudir al salón de consejos, donde halló al rey extendiendo el mapa de al-Idrissí con ayuda de Álvar Rodríguez y de un par de criados. Galcerán de Sales entró a toda prisa, pasó tras el Calvo y ocupó una discreta posición en la esquina de la mesa. Tan solo Abú Amir reparó en lo insólito: el hermano del conde de Urgel llegaba solo. Él, que jamás se separaba de Armengol… Una copa de vino se derramó al ser golpeada descuidadamente por un sirviente, y el rey Lobo estalló en una cascada de insultos y amenazas que obligaron al pobre criado a salir a la carrera del largo aposento. Abú Amir suspiró con amargura al comprobar que los arrebatos de furia de su señor eran cada vez más frecuentes y destemplados.
—Maldito Mochico… Esta vez le arrancaré la lengua con mis propias manos —rezongaba el rey—. Estoy harto de sus insubordinaciones. Ha llegado demasiado lejos. Demasiado lejos.
—Calma, amigo mío —recomendó el Calvo mientras con la manga de su túnica limpiaba la esquina del mapa manchada con el líquido rojizo—. Tiempo habrá para reproches. Ahora hay que encontrar una solución a esto.
—Entonces ¿es cierto lo que se dice? —se decidió por fin a intervenir Abú Amir—. He oído que Hamusk ha conseguido entrar en Granada.
—Es cierto —confirmó el enorme guerrero cristiano, que se rascó el cráneo pelado con descuido—. Ese maldito zorro lo ha logrado. A saber con qué argucias.
—La traición, por supuesto —aclaró Mardánish—. Como en Carmona. Como en Jaén.
Abú Amir asintió. Había creído ver un destello de envidia mal contenida en la respuesta de su rey, pero la sensación pasó enseguida.
—Abd al-Mumín se enfadará mucho —adivinó el consejero—. Y no hablo solo de la pérdida de Granada. Me refiero a que sus hombres no parecen ser capaces de mantener nada en su poder. Mientras intentan recuperar Carmona, pierden una ciudad aún más importante. El califa querrá solucionar eso, y pronto. Debemos anticiparnos a sus movimientos.
Mardánish observó a Abú Amir y entornó los párpados.
—Abd al-Mumín diseñó su solución y ya la está llevando a cabo. Construye su gran fortaleza de Gibraltar, en la que reunirá a sus ejércitos de África antes de arrasarnos y pasar a combatir a los cristianos.
—Lo sé. Y sé también que ha enviado a sus jeques de confianza para asumir el mando de al-Ándalus hasta que eso ocurra. Sulaymán, el almirante supremo de sus ejércitos, ha cruzado el Estrecho para unirse a Yusuf. ¿No es así?
—Así es —confirmó el rey Lobo. Álvar Rodríguez, que había aprendido a detectar cuándo Abú Amir hacía uso de su fino ingenio, prestó atención a las palabras del poeta.
—Y el gran jeque Umar Intí, el más hábil político del califa, acaba de hacerse cargo de Córdoba, según he sabido hoy mismo. ¿No es cierto también?
—También es cierto.
Abú Amir abrió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba, como mostrando lo evidente. El Calvo y el rey Lobo se miraron entre sí. El poeta sonrió con suficiencia y siguió hablando:
—Vamos, ¿por qué el califa refuerza Sevilla y Córdoba y desampara Granada, mandando a su sayyid más capaz a supervisar una obra?
—Pues… —el guerrero cristiano se encogió de hombros— a lo mejor no tenía previsto que Hamusk fuera tan atrevido…
—¿Después de asediar Córdoba durante un año? —preguntó Abú Amir con gesto de incredulidad—. ¿Después de que el ejército de nuestro rey se plantara ante las puertas de Sevilla? ¿Piensas que los almohades no nos consideran atrevidos?
Mardánish resopló como un caballo a punto de reventar, se metió los dedos por entre los cabellos rubios y los agitó con fuerza.
—Ya no sé qué pensar… A cada triunfo nuestro le sucede un fracaso. Utmán diezmó las fuerzas de mi suegro y luego desapareció, es cierto. También es verdad, según dicen, que se halla en Gibraltar, ejerciendo de arquitecto. Es como si nos hubieran ofrecido Granada. Es como…
—Como un cebo —sentenció Abú Amir—. Un cebo que Hamusk ha mordido.
Álvar Rodríguez y Mardánish volvieron a mirarse inseguros. En ese momento hizo acto de presencia el conde de Urgel.
—Ojalá sea importante lo que quiera que os haya llevado a citarme. Estaba en el hammam —dijo mientras se retocaba el flequillo, molesto porque su pelo seguía húmedo.
—Me alegro de que disfrutes de nuestras costumbres, Armengol —ironizó el rey Lobo—. Espero que tu amada Granada sea razón suficiente para ti.
El conde de Urgel abrió con desmesura los ojos y se acercó al extremo de la mesa sobre el que reposaba el mapa y alrededor del cual debatían el Calvo, Mardánish y Abú Amir. Galcerán de Sales señaló con el dedo índice la marca del mapa que correspondía a la ciudad del Darro.
—Parece cierto. Se trata de Granada —informó al conde.
—¿Y qué pasa con Granada?
—Pasa que mi suegro ha entrado en la ciudad y asedia la Alcazaba Vieja —aclaró el rey Lobo—. Es la única parte de Granada que aún resiste, pero necesita refuerzos antes de que los almohades caigan sobre él y frustren la conquista. Recuerda la promesa que te hice un día y dime, Armengol, ¿de cuántos hombres puedes disponer para socorrer a Hamusk ya?
El conde de Urgel, por lo común impertérrito, tamborileó con los dedos sobre la mesa. Movió la cabeza a los lados y tomó aire.
—Granada. A tiro de flecha de Córdoba y Sevilla. Incluso del Estrecho, por donde podría llegar un nuevo ejército califal…
—Vamos, amigo mío —saltó el Calvo—. ¿A qué vienen los remilgos ahora? Tú eras el más interesado en tomar Granada.
—Cierto, cierto… —Sus ojos estaban fijos en el punto marcado como Madínat Garnata en el mapa de al-Idrissí. Entonces los alzó y se dirigió a Mardánish—. Pero dices que es tu suegro quien ha entrado en la ciudad. Él la reclamará para sí, y difícilmente podrías negarte.
El rey Lobo volvió a resoplar. La ambición de Armengol de Urgel por Granada era suficiente incentivo, pero en este caso podía resultar también un obstáculo. Si se concluía con éxito la arriesgada aventura de Hamusk, ¿cómo negar a este la posesión de aquella ciudad? Apreció una sombra de reojo y vio que Zobeyda acababa de llegar. Estaba detenida en la puerta, medio asomada, y su cabellera negra goteaba agua sobre el piso reluciente. Abú Amir también se volvió y amagó una mueca de disgusto. La favorita había aparecido, qué coincidencia, casi al mismo tiempo que Armengol. Y ambos llevaban el pelo mojado. Bajó la mirada para no atravesar con ella al conde.
—Espero una respuesta —apremió el de Urgel al rey Lobo—. ¿A quién darás Granada, a Hamusk o a mí?
Abú Amir habría deseado apretar entre sus manos el cuello del cristiano. Observó de nuevo a Zobeyda y adivinó la desazón que la carcomía. La favorita llevaba años entregándose a Armengol. Años de infidelidad. De engaño. De culpa. A cualquier precio, había dicho. Lo habían dicho todos. ¿Se había prostituido Zobeyda por nada? No. No lo permitiría. El médico levantó la vista.
—Mi rey, sin Armengol de Urgel no tomarás Granada. Suya debe ser.
Mardánish observó que Zobeyda asentía al consejo de Abú Amir. La propia hija de Hamusk… Pues bien. Así sería.
—Mi suegro me ha desobedecido una y otra vez desde que nos separamos tras lo de Córdoba. Todavía no le he reprendido por su aventura en busca de botín, que le costó una severa derrota en Marchena. Ahora, por su cuenta y riesgo, inicia una empresa que trastoca todos mis planes y pone en peligro nuestra resistencia contra los almohades. Hamusk es un guerrero valiente, pero ha de ser castigado. Granada será tuya, Armengol.
El conde de Urgel estiró los labios y sus ojos volvieron al mapa de al-Idrissí. Madínat Garnata… Granada, una de las joyas más preciadas de al-Ándalus. Alargó la mano y acarició con el dedo índice el punto marcado en la suave superficie recorrida por ríos y sembrada con marcas que representaban ciudades, pueblos, fortalezas. Luego miró al extremo más próximo en la mesa, a sus señoríos del norte, tan lejanos, tan aislados. Su sonrisa creció aún más al imaginar en cuánto se disponía a superar a sus ancestros, los anteriores condes de Urgel.
—Mi hermano y yo partiremos con toda nuestra caballería hacia Granada. De inmediato. Dame a la infantería de que dispongas para llevármela también. Hay que asegurar el cerco y prever el auxilio almohade. Con eso será suficiente hasta que tú reclutes un ejército de socorro.
—Puede que me cueste bastante —advirtió Mardánish—. He de mandar aviso a Pedro de Azagra a Navarra, y él tardará un tiempo en reunir a una buena hueste. Estamos hablando de Granada. Abd al-Mumín no se resignará a perder una presa tan apetitosa.
—Si me das lo que te pido ahora, te garantizo la resistencia hasta el verano que viene. —Armengol dejó caer su puño cerrado sobre el mapa—. Los almohades son lentos y tardarán mucho en movilizar un ejército lo suficientemente grande para expugnar la ciudad. Pero recuerda: poseeré Granada como señor por ti.
Mardánish iba a responder cuando Abú Amir se adelantó con tono cauto.
—Antes de tomar una decisión, y a pesar de todo, recuerda lo que te he dicho sobre el cebo de Abd al-Mumín.
El rey Lobo asintió. Su corazón bombeaba la sangre con fuerza y notaba que el rubor subía a sus mejillas. Era todo o nada. Observó al conde de Urgel y percibió sus ansias de poder en el brillo de los ojos. Todo. Luego miró a Abú Amir y vio la prudencia y el deseo de seguir disfrutando de la vida de que hasta ahora gozaba. Nada. Su vista voló por encima del hombro de Armengol y se fijó en la puerta de la sala. Allí estaba ella, Zobeyda, escuchando todo lo que se había dicho a pesar de los reproches y habladurías de alfaquíes y visires. De repente una sombra rubia se asomó por un lado. Hilal, escondido tras su madre, espiaba a los mayores. Mardánish intentó sonreír. El pequeño aún agarraba la flecha desclavada de la hierba. Recordó sus propias palabras reclamando de su hijo que le explicara las virtudes del guerrero. Pero había una virtud que ninguno de los dos había recordado en ese momento. La que, al fin y al cabo, había guiado toda la vida del rey del Sharq al-Ándalus. La que le había permitido enfrentarse a aquel lobo negro entre los peñascos de la Marca Superior. La que Zobeyda había demostrado en la aljama de Valencia, cuando recuperó la ciudad de entre las manos de un traidor. La que el padre de Mardánish, guerrero tagrí, aprendiera de su abuelo. La que él mismo debía enseñar a su hijo y heredero.
El valor.