El secreto del califa
SEMANAS después. Rabat
El califa Abd al-Mumín permitió que la brisa atlántica despejara su rostro. Con el soplo del viento llegó también el ajetreo de los marinos que descargaban fardos, de los canteros que tallaban la piedra y de los carpinteros que martilleaban la madera. A su alrededor, las obras progresaban a buen ritmo, aunque todavía faltaba mucho para ver aquellos muelles acabados totalmente y las galeras y naves de transporte fondeadas, los almacenes llenos y las tropas formadas y listas para embarcar. Dos años, decían sus asesores. Dos años, y el imperio almohade reuniría el mayor ejército jamás visto en aquellas tierras. Uno tan grande que superaría incluso a los de los antiguos héroes de las leyendas paganas.
—Dos años —transformó en palabras su pensamiento.
El gran jeque Umar Intí, un par de pasos por detrás del califa, interpretó aquello como el inicio de una conversación. Se adelantó y observó a los operarios que manejaban enormes tornos junto al agua.
—En dos años habrás convertido este erial en un símbolo para tu imperio, mi señor. En dos años habrás reunido aquí a las fuerzas de Dios, alabado sea.
Abd al-Mumín asintió. No podía haber escogido mejor lugar para dar inicio a ambas cosas. En la desembocadura del Bu Raqraq, justo al otro lado de Salé y sobre un farallón natural, se elevaba el Ribat al-Fath. Un nuevo monumento a la victoria del Único. Un lugar de culto y de armas que él mismo había ordenado construir once años atrás con la intención de convertirlo en la nueva capital de su imperio. Dejando atrás Marrakech, lo antiguo, para dar cabida al nuevo orden almohade. Porque el mundo cambiaba. Se renovaba según lo inspirado por Dios y lo ganado por la guerra Ah, Dios, guerra. Sin duda, la elección del lugar había sido un acierto.
—Dios y guerra —volvió a pensar en voz alta el califa.
—En dos años podrás declarar la yihad, mi señor. De la mano de Dios, alabado sea, nos llevarás a la guerra santa.
—Sí. Sin duda me guía la mano de Dios. Pero soy un hombre, mi buen Umar. Y algún día Dios me llamará a su lado. Ni siquiera el Mahdi pudo librarse de eso.
—El momento tardará en llegar —aseguró el gran jeque.
—Y aun así me sigue preocupando el asunto de mi sucesión.
Umar Intí aprovechó el ruido de las obras para suspirar con hastío. Había hecho bien en quedarse junto al califa mientras el almirante supremo Sulaymán estaba en al-Ándalus. No era bueno dejar solo a Abd al-Mumín. El califa pensaba demasiado y, en las últimas semanas, estaba más indeciso. Ya no era aquel guerrero santo y decidido que jamás dudaba. Ahora necesitaba apoyo.
—Tu preocupación es natural, pero sabes muy bien que has hecho lo correcto. Yusuf es la persona adecuada, y tu servidor Sulaymán se encargará de completar su formación.
El califa asintió y miró al norte, como si así pudiera atisbar la lejana península de al-Ándalus, que tantos quebraderos de cabeza le daba últimamente.
—Se está cumpliendo todo tal como ordené, supongo.
—Por supuesto, mi señor. El mandato del príncipe de los creyentes viaja ahora por todas las tierras bajo el Tawhid. Cientos de mensajeros recorren las montañas, los bosques y los desiertos. Dentro de poco, miles y miles de guerreros comenzarán a marchar desde sus hogares. Y se reunirán aquí.
—Recuerda, Umar, que no conviene que se adelanten demasiado. Dos años. —Abd al-Mumín lo repitió como si se tratara de un lapso eterno—. Dos años aún. No. Mis ejércitos no pueden estar aquí tanto tiempo.
—Mi señor, jamás se me ocurriría contradecirte, pero temo por tu salud. Te preocupas demasiado. Debes dejar esos detalles en manos de tus visires. Confía en ellos. Y confía en mí. O haz algo mejor: confía en tu hijastro Abú Hafs, que viene a saludarte.
El califa se volvió al oír el nombre del sayyid que más influjo tenía sobre él. Abú Hafs, apartado de la sucesión porque la sangre de Abd al-Mumín no corría por sus venas, pero dispuesto a mandar a través de sus hermanastros. El califa recibió con un gesto de cariño la inclinación de Abú Hafs. Este le miró con sus grandes ojos de globos enrojecidos, que daban a su mirada un aire ausente. Umar Intí sintió un escalofrío, como siempre que el joven Abú Hafs, que aún no había cumplido los treinta años, estaba cerca de él. La barba del sayyid crecía negra y frondosa, desmesuradamente larga, y cubría su cuello, su barbilla y las mejillas. Pero rasuraba a diario su bigote, por lo que el aspecto de su rostro era tan agresivo que intimidaba a los alfaquíes más radicales. El color de su piel era incluso más oscuro que el del califa y sus vástagos. Su expresión, más propia de un fanático medio chiflado que de un sayyid almohade. Sin embargo, no se trataba de un lunático. Aquel hombre, inteligente como pocos, tenía en sus manos el corazón del califa y sabía cómo usar su influencia. Tal vez por origen no pudiera gobernar, pero había otras maneras…
—Mi señor, he oído decir al gran jeque Umar Intí que te preocupas demasiado. Y déjame confirmar que, como siempre, está en lo cierto. ¿Es por la campaña contra los infieles? Descuida, pues este humilde siervo tuyo cargará con ese peso. —Abú Hafs señaló a las obras que tenían lugar junto a la orilla del mar y luego se acarició la barba—. Escúchame, pues también yo temo por tu salud: he visto a esas dos nuevas concubinas a las que has traído desde al-Ándalus. Si no me engañan mis sentidos, pienso que todavía no has yacido con ellas, como es deber de todo buen musulmán. ¿Por qué no olvidas estos menesteres y cuidas un poco de tus obligaciones religiosas? Mi buen maestro me dará la razón. ¿No es así, gran jeque?
Umar Intí sonrió a medias y asintió.
—Una mujer sería el bálsamo adecuado en estos momentos, es cierto. Pero además de la próxima campaña, hay otros asuntos que ocupan la mente de nuestro señor: el príncipe de los creyentes aún tiene dudas acerca de la sucesión. —Una mirada de complicidad cruzó el aire entre Umar Intí y Abú Hafs sin que el califa pudiera apreciarla. Su hijastro hizo un gesto de comprensión y se frotó las manos como un médico que acabara de descubrir el mal que aquejaba a su paciente y se dispusiera a aplicar un lenitivo.
—La sucesión… Sí. Es propio de un hombre sabio dudar, mi señor. Malo sería que tomaras por buena cualquier opinión sin reflexionar sobre ella. Incluso tú has de tener bien presente la máxima del viejo persa: quien no duda no reflexiona; quien no reflexiona no ve, permanece en la ceguera, la perplejidad y el error.
»Es el gobierno del pueblo elegido el que está en juego y debe recaer sobre el hombre adecuado. Solo Dios, alabado sea, disfruta del privilegio de no dudar. Tal vez también el Profeta, la paz sea con él, y hasta puede que el Mahdi… Pero nosotros, aun cercanos a la voluntad divina, padecemos de los males humanos. —Abú Hafs inspiró antes de continuar y clavó la mirada exaltada en su padrastro—. Aunque si a alguien podemos encontrar que padezca más que nadie los peores vicios, aquellos que no consentimos a nuestros vasallos, es a tu primogénito, Muhammad. Ah, no sabes cuánto me duele recordarte esto una vez más, mi señor, pero conoces muy bien los defectos de mi hermanastro. Vino, fraudes, adulterio… Oh, no me hagas repetir todas las faltas que nos hemos visto obligados a ocultar a los ojos del pueblo, te lo ruego. Pero aun a riesgo de que, en tu gran sabiduría, castigues mis osadas palabras, me atrevo a preguntarte: ¿de verdad piensas que un ser tan imperfecto como Muhammad debería ser el califa de todos los creyentes? ¿Acaso tu primogénito puede compararse en virtud al Mahdi, a quien Dios proteja? ¿O a ti, que eres modelo para todos nosotros?
Abd al-Mumín torció el gesto sin ocultar su pena y volvió a otear la lejanía, la línea en que se confundían océano y cielo. Abú Hafs sabía expresarlo como nadie. Su sucesor natural, Muhammad, era pendenciero, abusaba de su poder, traficaba con sus influencias, copulaba con las esposas de sus adalides, se apropiaba del botín ajeno… El califa apretó los dientes, tentado de preguntar a Dios por qué le había castigado con semejante hijo.
—No sufras, mi señor —intervino Umar Intí al adivinar lo que atormentaba la mente de Abd al-Mumín—. Abú Hafs está en lo cierto, pero por fortuna tienes más hijos, y Dios te ha bendecido con uno muy piadoso: Yusuf, que sigue en la sucesión a Muhammad. Tu decisión de nombrarlo heredero fue acertada. Es más, fue justa e inevitable. Lo sabes.
—Pero… entonces deberíamos proclamarlo a los cuatro vientos. No tenemos por qué seguir ocultándolo a todos. Es simplemente que parece que estemos conspirando contra nosotros mismos.
—Mi señor —Abú Hafs apretó el brazo de su padrastro con suavidad—, Dios lo sabe, porque Él lo sabe todo. De hecho, tu decisión está inspirada por Él. Y si no fuera así, ya te habría indicado que cometes un error, lo cual es imposible. ¿Dudas de los caminos que llevan a tus decretos? Ah, bien, puesto que como te he dicho, dudar es humano. Pero no dudes de tus decisiones ya tomadas ni de que siempre tomarás las adecuadas, pues están inspiradas por Dios, que sabe vencer tus naturales incertidumbres e inducir en ti la justicia. Eres infalible, príncipe de los creyentes. No por ti, sino por Dios. Espero que perdones este gran atrevimiento, pero vengo así a recordarte que eres el instrumento del Único. Y quien duda de ti duda de Él.
—Claro que sí. Claro que sí, es cierto —murmuró el califa—. No hay error posible, aunque los caminos que Dios escoja sean extraños.
—Bien dicho, mi señor —aplaudió Umar Intí—. Y ahora relaja tu mente y haz caso de los consejos de Abú Hafs. Toma a una de tus concubinas traídas de la Península y solázate. Piensa que al sembrar su vientre te preparas para sembrar el seno de al-Ándalus con la simiente de la verdadera fe.
El califa aflojó la crispación de su cara y por fin sonrió. Miró a su gran jeque y a su hijastro e hizo un gesto de complacencia.
—Ambos sois buenos súbditos. Grandes consejeros y estupendos creyentes. Os obedeceré, ya que habéis hablado con sabiduría.
Umar Intí y Abú Hafs alargaron su reverencia mientras el califa se alejaba rumbo al ribat. Esperaron a que estuviera suficientemente lejos y el más joven de los dos hombres hundió sus ojos sanguinolentos en los del viejo compañero del Mahdi.
—Es evidente que tampoco confía en Yusuf. —El tono era más duro que el que había empleado hasta el momento—. No es de extrañar. Las acciones de mi hermanastro no han sido afortunadas.
—Sulaymán y yo estamos de acuerdo en eso contigo. Para poner remedio, él se ha quedado en al-Ándalus. Acompañará a Yusuf y se asegurará de que no comete más errores. Debe conseguir un triunfo que conmueva de una vez al califa. —Umar Intí también fijó su penetrante mirada en la de Abú Hafs, como si fueran halcones desafiándose en el cielo y dispuestos ambos a cazar a una cercana paloma—. Aunque tenemos el problema de tu otro hermanastro. Hace sombra a Yusuf.
—Utmán —murmuró Abú Hafs—. Sí, era de esperar. Lástima que no sea tan manejable como Yusuf, porque él sí sería el candidato perfecto. Pero tienes razón. Su presencia en al-Ándalus puede entorpecer nuestros planes.
—Sulaymán es consciente, y obrará en consecuencia cuando llegue el momento.
—Bien —el sayyid entornó sus acuosos ojos y pensó mientras metía los dedos entre la maraña de su barba—, pero no debemos dejar nada al azar. Nuestro principal problema es ese demonio Lobo y sus hombres… Los que acabaron con el hafiz Ibn Igit. Córdoba parece ser su objetivo prioritario, y esa ciudad está ahora indefensa. Córdoba. Junto a Granada y Sevilla… El trípode de nuestro poder en al-Ándalus…
—¿Qué estás pensando?
—Los trípodes se quiebran siempre por su parte más débil, pues una pata ha de ser por necesidad más endeble que las otras. Hasta ahora, nuestro trípode en la Península se sostenía sobre Yusuf en Sevilla, Utmán en Granada e Ibn Igit en Córdoba. ¿Cuál era la pata débil, maestro mío?
—Yusuf, ya lo sabes —respondió de inmediato Umar Intí.
—Exacto. Yusuf. Esa pata ya ha sido reforzada con la presencia de nuestro querido Sulaymán. ¿Cuál es la pata débil ahora?
—Utmán tiene bajo su mando un nuevo contingente de caballería árabe. Hace poco incluso derrotó al Mochico cerca de Marchena, con lo que se habrá granjeado la admiración de sus caballeros recién llegados. Y en cuanto a la guarnición de Granada, está formada por sus fieles masmudas. Guerreros que llevan años con él y a los que conoce por sus nombres; compañeros de fatigas que lo han visto batirse a la cabeza de todos. No. Utmán no es la pata débil. Es Córdoba, desprovista de gobernador y expuesta al demonio Lobo.
—Me parece mentira que por ti mismo no hayas llegado a esa conclusión antes. —Abú Hafs miró de reojo a Umar Intí y sus ojos enrojecidos largaron un destello de reproche. El gran jeque, que no se amilanaba ante nadie, bajó la cabeza por las palabras del taimado sayyid—. Los lobos, demonios o no, siempre atacan al cervatillo más joven, al más inofensivo. Al más fácil de cazar. Sabemos que la presa de nuestro particular lobo ya no es Yusuf. Lo que debemos lograr es que sea Utmán. Así pues, viajarás a Córdoba y te harás cargo de su gobierno. Lograrás que esa ciudad sea un pilar firme, inquebrantable, como lo es ahora Sevilla. Y de ese modo, la pata débil pasará a ser Granada. El cervatillo será Utmán. En su momento, además, Sulaymán y tú os aseguraréis de que los fieles masmudas de mi hermanastro o sus nuevos caballeros árabes no constituyan un problema.
Umar Intí apretó los puños hasta hacerse daño. Le irritaba que aquel muchacho se mostrara tan desvergonzado con todo un gran jeque de Abd al-Mumín. Con él precisamente, capaz de reprender sin un ápice de vacilación al heredero Yusuf o al bravo Utmán… Pero Abú Hafs tenía razón, como siempre. Umar Intí levantó la mirada y la expuso de nuevo a la furia escarlata de los ojos del sayyid.
—Así se hará.
Los dos esclavos del Majzén entraron en la tienda del harén en la que Zeynab moraba junto a Sauda y otras dos concubinas más, también recién llegadas de al-Ándalus. Ninguna de ellas había sido todavía llamada a presencia del califa, por lo que se habían limitado a pasar los días afanadas en su propio cuidado y en aburrirse con la monótona rutina del harén almohade. Zeynab cepillaba en ese momento la cabellera ensortijada y crespa de su compañera africana, y se sobresaltó al ver entrar a los dos enormes guardias, los únicos que podían penetrar en las jaimas reservadas para las esposas y concubinas del califa. Uno de ellos señaló con dedo seguro a Zeynab.
—La rubia.
Sauda, que ya iba entendiendo las palabras bereberes de sus nuevos amos, giró la cabeza y miró con gesto preocupado a su compañera. Zeynab palideció como si hubiera sido la misma muerte la que acabara de llamarla. La africana se levantó del cojín en el que estaba recostada y tomó de manos de su amiga el cepillo.
—Sabíamos que llegaría este momento. Era extraño que aún no hubiéramos sido obligadas a cumplir con nuestro deber: somos concubinas.
—No quiero, no quiero… —balbuceó Zeynab—. Tengo miedo de que me haga daño…
—No puedes negarte. Serás castigada si te opones, lo sabes. Piensa en nuestra misión. Vas a estar a solas con él. Fíjate en todo. No pierdas detalle. —Sauda vio por el rabillo del ojo cómo uno de los Ábid al-Majzén se acercaba. Apresuró sus palabras al tiempo que bajaba la voz—. Concéntrate en los puntos débiles de sus aposentos. Recuérdalo todo bien, pues luego me lo tendrás que contar…
Uno de los guardias negros agarró a Zeynab por la muñeca y la obligó a incorporarse. La rubia esclava asentía aún a los consejos de su compañera, pero el labio inferior le temblaba como un diente de león sacudido por el viento. Se dejó arrastrar hacia fuera, rumbo a la tienda roja del califa, levantada en las cercanías. Más allá se distinguía la elevación gris que dominaba la desembocadura del Bu Raqraq, con el ribat en lo alto. Tras el montículo, el azul del océano suavizaba los ocres y grises de aquel lugar siniestro. Con un nuevo tirón, el guardia cambió la dirección y Zeynab se vio llevada hasta una tienda intermedia entre el harén y la jaima califal. En la puerta, cubierta por un toldo que se sostenía sobre dos delgados postes, más Ábid al-Majzén montaban guardia con sus impresionantes lanzas empuñadas y las miradas dirigidas al frente. Zeynab penetró en el ambiente sumido en penumbra y se dio casi de bruces con un oscuro tipo de barriga prominente y papada antinatural. El hombre, de piel brillante que se adivinaba aún más suave que la de la propia concubina, hizo un gesto a los guardias. Estos se detuvieron y obligaron a la muchacha a subir los brazos. Las manos del hombre rechoncho se afanaron alrededor de la túnica de Zeynab, se colaron por entre los pliegues y recorrieron cada rincón. Palpó sus caderas, su cintura, sus senos, que levantó y dejó caer de forma grosera, y se introdujo por las axilas y por entre sus glúteos, lo que acabó por arrancar un grito de protesta de la eslava.
—¡Por favor, basta! ¿Por qué me haces esto?
El tipo redondo soltó un gruñido en aquella lengua enrevesada y siguió arrastrando sus manos regordetas por entre la ropa hasta alcanzar el sexo de la muchacha. Zeynab dio un respingo y enrojeció, más de ira que de vergüenza, y entonces comprendió quién era aquel zafio. En su estupor, la mujer no se había dado cuenta de que el hombre que la sometía a tan intenso cacheo era un eunuco, aunque este no tenía ningún parecido con los que había en el alcázar de Murcia. Saber que se hallaba ante un castrado calmó un poco el sentimiento de estar siendo vejada, pero no consiguió apartar el temor por lo que se le venía encima. Recordó las palabras de su compañera Sauda y luchó por sosegarse. El eunuco, mientras tanto, continuaba recorriendo sin miramientos toda la anatomía de Zeynab, asegurándose de que la mujer penetraba en aquella jaima sin esconder nada entre sus ropas. Probablemente se trataba del único hombre a quien se permitía manosear así a las concubinas del califa. Zeynab intentó prestar atención al lugar. La tienda estaba distribuida en corredores y habitaciones merced a bastidores de madera y telas que colgaban de cuerdas. No había un solo punto de luz, lo que daba al lugar un aspecto siniestro. Sin duda se trataba de evitar un incendio, pensó la muchacha. El eunuco se alzó y abrió la boca, acribillada de dientes amarillentos y mal colocados. Señaló a Zeynab, y la mujer comprendió. Imitó el gesto del grueso servidor. El castrado se acercó, dejando que Zeynab notara su aliento avinagrado. El tipo miró a conciencia, pero el lugar estaba demasiado oscuro, así que optó por meter los dedos en la boca de Zeynab. Ella apretó los párpados con fuerza. Se sentía humillada, tratada como un animal. Notó que las uñas del eunuco hurgaban bajo la lengua y se colaban entre los dientes y la carne. Estuvo tentada de morderle, pero el terror podía más. Se dejó hacer hasta que el tipo cesó y se restregó los dedos húmedos de saliva por la ropa. Entonces fue el turno del cabello. El orondo esclavo revolvió la melena rubia, la sacudió, tiró del pelo hacia arriba. Hizo una mueca de asentimiento, como si todo estuviera en perfecto orden. Luego se dirigió a la muchacha en un árabe tosco.
—Ahí. —Señaló una de las piezas formadas por paredes de tela y madera adornada con tapices—. Haz tu aseo.
Zeynab comprendió. Conocía los deberes del concubinato y sabía que la ablución era preceptiva antes del encuentro con el amo. Aquello no era extraño. Al contrario: como concubina, estaba obligada a purificarse antes de ser tomada por el califa. La sensación de saberse a punto de yacer con Abd al-Mumín arrancó una náusea a Zeynab mientras entraba en la habitación. Allí, una vieja esclava de encías desnudas permanecía sentada con un codo apoyado en una pila de almohadones. Observó a Zeynab como el matarife que ve pasar ante sí los corderos destinados al sacrificio, e hizo un gesto con la barbilla hacia a una jofaina de gran tamaño llena de agua. La muchacha se desvistió, oculta ahora a los ojos del eunuco y los guardias, y entregó sus ropas a la vieja. Tenía que concentrarse, le había dicho Sauda. Debía fijarse en todo, observar los detalles, recordar cada rincón. Volvió a mirar alrededor mientras quedaba desnuda. Aparte de los almohadones, la jofaina y los útiles de aseo, no había nada más en aquella sala. Ni un solo pebetero, ni una lamparita de aceite. Nada. Supuso que incluso la vieja guardiana del baño sería cacheada por el eunuco antes de entrar allí. Una sonrisa desconsolada se pintó en la cara de Zeynab al imaginarse al rechoncho esclavo sobando a la vieja desdentada.
Notó un escalofrío al mojarse. El agua estaba demasiado fría para su refinado gusto, hecho a los placeres suaves y templados del Sharq al-Ándalus. Ah, qué lejos quedaba ahora el hogar. Allí, las abluciones serían hechas en compañía de sus amigas o de su señora, gozaría del aroma del ámbar o el sándalo y contaría con la ayuda de cada sirvienta del alcázar. Allí ella no se había sentido nunca como una concubina. Un nudo le atascó la garganta y notó las lágrimas subir a pesar de sus esfuerzos. Se aplicó a la tarea de limpiar su piel de impurezas y chapoteó dentro de la jofaina mientras empezaba a tiritar. La vieja reaccionó por fin y, mostrando las encías al sonreír, le alargó un paño áspero para que se secara.
Zeynab apenas tuvo tiempo para cubrirse con el lienzo cuando la vieja, con un rezongo bereber, llamó al eunuco. Este entró y le entregó una burda mushmala de color blanco.
—¿No me perfumáis? —preguntó la muchacha con inocencia—. ¿Y el maquillaje? ¿Voy a presentarme al califa así?
La vieja se puso el índice ante la boca desdentada y dijo algo en aquella lengua que Zeynab no entendía. La chica apartó el paño y dejó su cuerpo al descubierto, pero el eunuco ni siquiera se inmutó. Aquel hombre debía de mantener una estrechísima relación de confianza con Abd al-Mumín para que le fuera permitido observar así, en total desnudez, a una concubina del califa. Ni siquiera en la corte de Mardánish estaban permitidas esas libertades a los sirvientes, fueran o no eunucos. Zeynab dejó caer sobre su cabeza y hombros la mushmala y notó su aspereza, en nada parecida a las ropas que llevaba siempre en los aposentos de Zobeyda. El recuerdo de su señora le causó una sensación agridulce. La extrañaba. Añoraba su cariño y la forma de cuidar de ella o de sus demás doncellas, de forma que muchas veces parecía que las esclavas fueran las señoras y la señora, la esclava. Pero también, en cierto modo, la odiaba. Ella era quien había decidido acabar con la vida de placeres de Zeynab. Por su culpa estaba ahora allí, en África, a merced de los almohades, vestida con un saco y dispuesta a dejarse poseer por un tipo al que temía más que a la muerte. La primera lágrima asomó cuando el eunuco, con un gesto brusco, la cogió de una muñeca y tiró de ella por los corredores de tapices. Los Ábid al-Majzén habían desaparecido ya, y la jaima permanecía en un siniestro silencio. Zeynab intentaba mirar por las rendijas de cada bastidor o por entre cada cortinaje entornado, pero solo veía más salas vacías. Al fin, en el centro de la tienda, el eunuco la introdujo en lo que a la mujer se le antojó el salón principal. Estaba presidido por el pilar central del pabellón, que se alzaba para sostener allá arriba todo el peso de la tela, cordajes y tapices. Era un madero grueso y redondo, pulido y sin una sola alcándara clavada a él. La sala estaba alfombrada con todo tipo de materiales, desde pieles de animales rayados o moteados hasta cojines de seda. Zeynab forzó en derredor la mirada, pues aquella era la parte más oscura de toda la tienda. Había una mesa, demasiado alta para sentarse a ella con almohadones, pero no vio ninguna silla. ¿Y dónde estaba el lecho?
—Espera aquí. —El eunuco arrastró las sílabas. Después desapareció.
La muchacha se enjugó las lágrimas y pisó los cojines y alfombras con los pies descalzos. Pasó los dedos por las paredes construidas de tela y madera y rebuscó alrededor. Trató de concentrarse una vez más en las instrucciones de Sauda. Eso la distraería de lo que iba a ocurrir a continuación. Debía encontrar un punto débil en todo aquel entramado. Mas no lo había. O sí. Zeynab anduvo un par de pasos y se inclinó junto a la mesa. Aunque no era en realidad una mesa. Era un tocón. El pedazo de un grueso tronco de madera, tan ancho que habría podido servir para comer sobre él. Entonces sí, tal vez fuera una mesa para aquellos toscos almohades. O una tarima especial. Quizá para sostener algún ejemplar del libro sagrado. Pero alto. Ella no estaba allí para rezar precisamente. ¿Aquellos africanos eran capaces de fornicar en presencia del Corán? No, no podía ser. No, eso tenía que ser a la fuerza una mesa. Sin embargo, ¿por qué, pudiendo disponer de las piezas más lujosas y mejor construidas, iba a usar Abd al-Mumín un objeto tan rudo como mesa? Zeynab acarició la rasposa superficie y recorrió con los dedos la corteza; se agachó mientras palpaba y elevó las cejas al tocar la pieza metálica. Forzó la vista y quitó un par de cojines que le molestaban. Era una argolla. Clavada al tocón, casi en su base. ¿Para qué? La aferró y tiró con fuerza. Nada. Continuó examinando la superficie. Otra argolla, justo al otro lado y también en la parte más baja. Se irguió a medias e intentó levantar la extraña mesa. Tampoco pudo. Clavada al suelo, sin duda. Qué extraño. Demasiado para tratarse del mueble de una jaima que hoy dormía allí y al día siguiente a millas de distancia. Realmente eran raros esos almohades. Zeynab dejó de prestar atención al tocón y siguió buscando, pero no halló nada más de interés. Terminó por sentarse junto al pilar y apoyó su espalda contra él. Cruzó las piernas y posó las manos en las rodillas. Aguzó el oído, pero aparte del ahogado martilleo de los obreros, no se escuchaba nada. O sí… Sí que se escuchaba. Se levantó y se aproximó a la salida de la habitación, movió las cortinas y asomó la cabeza. Nadie. Al fondo, un cambio en la intensidad de la sombra la alertó. Fue solo un instante. Una silueta recortada contra la tela casi opaca. Un centinela. Claro, aquel ruidito eran los pasos, cadenciosos y monótonos, apagados por las filas de tejido. Guardias, seguramente aquellos negros enormes del Majzén, que recorrían el exterior. Que vigilaban, atentos a cualquier imprevisto. Negó con la cabeza y regresó a su pilar de madera, contra el que volvió a dejarse caer. Era imposible. El califa gozaba de una seguridad total.
Un tintineo metálico rompió la quietud. Zeynab se sobresaltó. Se oía la voz aguda del eunuco, que reconoció enseguida. Cuchicheaba con alguien, y el sonido del metal continuaba. Se acercaba. Alguien habló con tono más recio que el del castrado y siguió una carcajada apenas contenida. Zeynab se levantó. Su vista se había acostumbrado a las tinieblas y pudo distinguir al guardia negro que la había arrancado de su tienda. El titán penetró en la estancia, y tras él, otro de los enormes guerreros de la guardia personal del califa. Y luego el eunuco, que sostenía algo entre sus manos. Aquello era lo que tintineaba. El tipo compuso una mueca de burla al ver la mirada temerosa de Zeynab. En un instante, la muchacha estaba otra vez asida por ambos brazos y el eunuco caracoleaba a su alrededor.
—Pero ahora ¿qué? ¿Y el califa? ¿Qué es eso?
El chasquido y la presión fría alrededor de la muñeca asustaron aún más a la esclava. Una cadena se descolgó de las manos del eunuco y Zeynab notó el peso que tiraba de su brazo. Uno de los Ábid al-Majzén la empujó por la espalda, haciéndola rebasar el pilar de madera, y luego la forzó a inclinarse. La muchacha miraba alrededor dominada por el miedo. ¿La habrían descubierto mientras curioseaba? ¿Tan grave era aquello?
Un nuevo chasquido, y Zeynab fue consciente de que tenía ambas manos aprisionadas por grilletes. El ruido inconfundible de una cadena resbalando por una superficie metálica, y la mujer sintió otro súbito tirón. Sus pechos se aplastaron contra el tocón de madera y las manos quedaron estiradas hacia delante. En ese momento, el pánico se apoderó de Zeynab. Intentó patalear, y notó cómo uno de sus pies impactaba con el guardia de su derecha. Pero fue como golpear un muro de piedra. El negro del Majzén apenas se estremeció con el golpe; agarró la pierna de Zeynab y en un instante tenía el tobillo aprisionado por un tercer grillete. Y enseguida se cerró el cuarto. La muchacha lanzó un alarido, pero una mano blanda tapó su boca enseguida. Otro discurrir de cadenas, y por fin la mujer quedó totalmente inmovilizada. Las ataduras tiraban de sus brazos y mantenían abiertas sus piernas. El eunuco rebuscó entre sus ropas y la mano gordezuela y tibia fue sustituida por una mordaza de paño. El sabor de sudor viejo se metió en la boca de Zeynab cuando mordió aquello; sus gemidos sonaron apagados en la estancia. La mordaza fue anudada tras la nuca sin miramientos. Eso la asfixiaba. Quiso liberarse de ella. Tiró con fuerza de los brazos, pero solo consiguió hacerse daño en las muñecas. Al fin se venció y la melena rubia colgó por delante del tocón. Una risita sardónica acompañó al eunuco y a los dos Ábid al-Majzén cuando abandonaban la sala, y Zeynab fue abandonada así, encadenada a aquel enorme pedazo de madera, en una pose humillante. Notaba la dureza de la madera en el busto y en el vientre, y las aristas se le clavaban en los muslos, forzados y abiertos. Rozaba el suelo con los dedos de los pies, pero no podía apoyarlos para ejercer palanca. Las lágrimas brotaron ahora sin control, mientras el aire le faltaba y el cuerpo le dolía. Deseó estar de nuevo en Murcia. Y escuchar los tañidos de Adelagia con su cítara. O sentir las amables manos de Marjanna en sus hombros. Añoró el sabor del vino fresco en las noches de verano bajo los emparrados, los requiebros de Abú Amir, las risas infantiles de Safiyya…
Alguien entró, pero Zeynab era incapaz de mirar a la puerta. Su visión se reducía a los cojines bordados ante ella y a un tapiz cubierto de arabescos. Notó la presencia tras su cuerpo, y la respiración que se iba acelerando. Quien fuera que había entrado se había detenido. Tal vez acostumbraba su mirada a la cada vez más creciente oscuridad. O quizá su visitante se compadecía de ella. Incluso pudiera ser que la liberara de aquellas cadenas. Sintió el tacto a través de sus ropas. La túnica basta y fea se movió sobre su piel, y sus muslos y sus caderas quedaron al aire. El súbito frescor se deslizó por sus nalgas cuando fueron expuestas. Zeynab quiso protestar y pedir ayuda, pero la mordaza le impedía hablar. Movió la cabeza a los lados. Agitó su melena rubia. Convulsionó su cuerpo atenazado. Pero aquello pareció excitar más a la persona que se hallaba tras ella. La respiración del intruso se entrecortaba. Sintió las manos que acariciaban sus piernas, que subían y se metían entre ellas. Tensó los músculos, y el extraño soltó una risita. El califa. Sí. Solo había oído una vez aquella voz, en su tienda de recepciones al pie de Gibraltar, cuando ella y Sauda fueron regaladas a Abd al-Mumín por la ingrata Hafsa. Así que estaba por fin con su dueño. Zeynab se desesperó. Quería decir al califa que podía soltarla. Que, aunque muerta de miedo, no se resistiría a ser tomada por él. Que conocía sus deberes como concubina… Pero le había sido negada aquella opción. Empezó a acusar el cansancio, recrecido por el miedo, la desesperación y la falta de aire. El forcejeo se volvió débil. Se vencía. Y sus músculos, rígidos ante lo que no podía ver, se relajaron. De nuevo el tacto frío regresó, se metió dentro de ella y exploró, cada vez más profundamente. La esclava mordió el paño con fuerza y saboreó la sal de sus lágrimas. Las uñas del califa se clavaron en la carne, se abrieron camino y buscaron el calor de su vientre. Zeynab cerró los ojos y se dispuso a padecer, sin más.