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Capítulo 38

Conspiración en Granada

PRIMAVERA de 1161. Granada

Abú Yafar caminaba por las callejuelas de su ciudad mientras se estrujaba los puños y mascaba la rabia. Volvía la vista a cada esquina sobrepasada y escrutaba los rostros de aquellos con los que se cruzaba. Algunos, al reconocerlo, lo saludaban con respeto por la dignidad de su puesto y la nobleza de su familia, los Banú Saíd, pero Abú Yafar lo notaba: aquel respeto estaba corrupto. Él era después de todo un secretario del sayyid, un colaborador de los almohades. Su ira rebosaba cada vez que una mirada de sumisión traslucía un atisbo de esa decepción en algún granadino.

Había pasado poco tiempo desde su regreso. Demasiado poco como para olvidar la humillación en Gibraltar, en presencia del califa. Demasiado poco como para perdonar el gesto despectivo de su señor, el gobernador Utmán. Miró arriba, a al-Qasbá al-Qadima, que se recortaba contra las nubes cuando, al avanzar por las calles, su silueta aparecía entre los tejados abigarrados. Abú Yafar se detuvo ante una puerta baja y giró la cabeza a ambos lados. Tras asegurarse de que no era observado, tocó un par de veces con los nudillos y esperó. Oyó unos pasos que se arrastraban, y el poeta casi pudo oler la desesperación. Miró el hueco vacío en la jamba de su derecha, el lugar donde debería estar la mezuzah hebrea, ahora prohibida por el nuevo orden africano. El pestillo sonó con un chasquido y el rostro prematuramente envejecido de Sahr ibn Dahri asomó cuando se entreabrió la puerta. El falso musulmán no se molestó en evitar el mohín de fastidio, pero al ver la mueca de rabia de Abú Yafar, terminó de abrir y se hizo a un lado sin decir palabra. El poeta entró y, en lugar de esperar a que su anfitrión cerrara, lo hizo por sí mismo. Se recostó contra la madera mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra interior. Ibn Dahri, remiso aún a saludar a Abú Yafar, regresó a una de las piezas anejas al vestíbulo. Se trataba de la habitación que utilizaba como despacho privado, ahora inútil al carecer de trabajo. El poeta siguió al judío y observó de reojo cómo el resto de la familia de Ibn Dahri estaba en otra salita. Tomaron asiento en torno a una mesa polvorienta y todavía se dieron un rato para digerir cada uno su propia amargura, sin hacer otra cosa que mirarse fijamente y en silencio. Abú Yafar puso ambas manos sobre la madera y apretó fuerte para disimular su temblor.

—Utmán no ha regresado con nosotros. Ha encabezado una expedición de castigo contra las fuerzas del rey Lobo, y después volverá a Gibraltar para terminar la construcción de una imponente fortaleza.

Ibn Dahri asintió sin ganas, como si todo aquello no le importara lo más mínimo. El poeta suspiró. No podía culpar al judío. No podía culpar a ninguno de los judíos de Granada.

—Hace un tiempo —continuó Abú Yafar— te envié a entrevistarte con el suegro del rey Lobo, Hamusk.

Ibn Dahri enarcó las cejas, ignorante todavía de adónde quería ir a parar el poeta.

—El Mochico. Un tipo inquietante.

—Bien. Sahr, ha llegado el momento de que vuelvas a verle.

Ibn Dahri se echó atrás y su gesto de indiferencia se trocó por otro de prudente interés.

—¿Yo? ¿Por qué yo? Ese Mochico estuvo a punto de matarme. Y pareció que se divertía, ¿sabes?

—Sé que Hamusk es difícil —repuso Abú Yafar—, pero también sé que es muy osado. Y sobre todo, codicioso. Amigo mío, hemos de aprovechar este momento.

Ibn Dahri se levantó y, con las manos a la espalda, caminó hacia un ventanuco alto que permanecía cerrado. Por sus rendijas, la luz del atardecer se filtraba débil. El judío observó de reojo a su visitante y respiró profundamente un par de veces. Las figuras de ambos empezaban a desdibujarse. La hora parecía propicia para la conspiración.

—¿Por qué ahora? ¿Tiene algo que ver con eso que se cuenta? —El tono del judío era ahora irónico. Se volvió a sentar enfrente de Abú Yafar y, al igual que él, puso las manos sobre la mesa.

—¿Qué se cuenta?

—Hafsa. Los rumores llegan también aquí abajo. Se ve que la embajada de Granada ante Abd al-Mumín no quedó muy bien parada, y que el sayyid se sirvió de tu amada para salir del aprieto con su padre. No es que yo dé crédito a las habladurías…

—Eso no es asunto tuyo. Y menos ahora.

—Te equivocas, amigo mío. Es asunto mío desde el momento en que yo seré quien arriesgue la vida. Lo que me pides es que abra las puertas de Granada a uno de los mayores enemigos de los almohades. ¿Te acuerdas de Rubén? Yo me acuerdo muy bien. Sus gritos aún visitan mis pesadillas. Y a veces, cuando miro allá arriba, a la Sabica, todavía me parece verlo colgado de esa cruz… —Ibn Dahri se pasó la mano por la cara, pero la oscuridad inundaba ya la sala e impedía a Abú Yafar ver si su amigo judío lloraba—. Ha pasado tiempo desde entonces. Y es cierto que fue mucha la rabia que sentí en aquellos momentos; por eso te hice caso y me entrevisté con el Mochico. Pero en estos dos años, ¿acaso no ha habido ocasión para entregar Granada? Oh, por supuesto que sí… Mientras tú estabas en esa gran recepción con el califa africano, por ejemplo, o durante cualquiera de las visitas de Utmán a las otras ciudades que gobierna, cuando se lleva una buena parte de la guarnición. Sin embargo, es ahora, precisamente ahora, cuando vienes y me dices que el momento ha llegado. Supongo que la escenita delante del califa no debió de ser agradable. ¿Me equivoco? No, no me contestes. Sé que tengo razón. Ah, Hafsa, cuyo rostro no puede ser contemplado por nadie, ni siquiera por ti…

—¡Ya basta! —Abú Yafar golpeó con las palmas de las manos sobre la madera. El murmullo de la familia de Ibn Dahri, que parloteaba en otra habitación, se detuvo de repente—. No seas estúpido, amigo mío. Por supuesto que odio a ese africano, ahora más que nunca. Pero eso debería darte lo mismo. Harías bien en alegrarte, de hecho, porque ese mismo odio me está llevando a reunirme en habitaciones oscuras parecidas a esta con otra gente. Andalusíes como nosotros, y los hijos y nietos de nuestros antiguos amos almorávides, que abrazaron el Tawhid tan falsamente como tú y como yo. Ah, ¿quién iba a decir que echaríamos de menos a esos tipos? Ellos tienen sus motivos, pues se vieron privados del poder. Y vosotros, los judíos… Todos tus compañeros de fe, que al igual que tú siguen viendo en sueños al pobre Rubén agonizar en aquella cruz. Ibn Dahri, tenemos a más de media Granada de nuestra parte aun antes de abrir las puertas a Hamusk. Olvida a Hafsa. Olvida mis motivos. ¿Acaso tú no los tienes?

—Abú Yafar tiene razón, esposo mío.

El poeta se levantó de la silla al oír la voz de la esposa del judío. Había llegado en silencio, de seguro atraída por las voces del poeta musulmán. La penumbra no dejaba distinguir su rostro, aunque casi podía adivinarse el gesto triste mientras permanecía en la puerta de la sala.

—¿Qué sabes tú, mujer? —se quejó Ibn Dahri.

—Sé que vivimos como si ya estuviéramos muertos. No solo nos obligan a abrazar una fe ajena. Es que además hemos de mirar atrás a cada momento porque cualquier gesto, cualquier palabra indiscreta, podría ocasionarnos la muerte en la cruz. Y todo por no querer abandonar esta ciudad…

—Eso fue culpa mía —reconoció Abú Yafar—. Yo le convencí.

—Ah, no le justifiques —se impuso de nuevo ella—. Nadie nos obligó a quedarnos. Nadie te obligó a quedarte, ¿verdad, esposo? Pues bien, prefiero arriesgarme a perderlo todo antes que seguir viviendo así.

—No deberías haberle contado nada —reprochó el poeta a su amigo judío. Ella protestó al momento:

—¿Por qué no? ¿Por qué debería yo permanecer al margen? Mi vida y la de mis hijos también están en juego. Además, ¿quién crees que convenció a mi marido para ir en aquella ocasión hasta el Mochico? Ah, Abú Yafar, tú también cometes el error de despreciar la importancia que una mujer puede tener. Pero mi esposo tiene razón: si hoy estás aquí es por la rabia que te causa no poder poseer a esa Hafsa. Otra mujer.

Una vez más, el silencio penetró en la salita y se mezcló con la creciente oscuridad. Abú Yafar reflexionaba sobre las palabras de aquella judía y se daba cuenta de que, al fin y al cabo, toda su ira y su despecho, todas las inmensas ganas de ver Granada arrebatada a los almohades venían únicamente de su amor no satisfecho. Suspiró y volvió a sentarse.

Sahr ibn Dahri, por su parte, también pensaba. Pensaba en las palabras de su esposa y masticaba el miedo. Miedo a viajar de nuevo hasta el Mochico y ponerse a su merced. Miedo al momento en que los hombres del rey Lobo se posesionaran de Granada. Miedo, sobre todo, a lo que pudiera pasar después, cuando Utmán regresara a recuperar lo que consideraba suyo. No solo la ciudad, sino a sus esposas y sus hijos recién nacidos. Y por encima de todo a su amante, a la que idolatraba. Ibn Dahri se venció contra el respaldo y resopló, y ante el silencio de los dos hombres, fue la mujer la que acabó por decidir. Se acercó al ventanuco y lo abrió para dejar que una débil claridad horadara las tinieblas. Su rostro se mostró sereno y resuelto cuando se colocó a un lado de la mesa, entre Abú Yafar e Ibn Dahri.

—Se hará —dijo sin más.

Sitio de Carmona

El almirante supremo Sulaymán dirigía su caballo al paso por entre los guerreros de las distintas cabilas. Recibía largas inclinaciones y los hombres se apartaban ante él. El preboste almohade no respondía a los saludos. Ni siquiera era consciente de ellos. Su mirada iba a un lado, por encima de los parapetos de madera y del foso que los andalusíes del ejército cavaban para circundar la ciudad rebelde. Sulaymán sonrió al ver ondear al viento, en una de las torres de Carmona, el estandarte negro con la estrella plateada de ocho puntas. Sus ojos expertos, acostumbrados a analizar cada fortaleza y cada formación enemiga, recorrían las líneas abruptas de la elevación sobre la que estaba construida Carmona. Como de costumbre, al final de aquel paseo por las líneas de asedio alrededor de la ciudad sitiada, Sulaymán terminaba convencido de que sería poco menos que imposible conquistarla al asalto sin sufrir un buen número de bajas. Y no era que le pareciera un alto precio por recuperar Carmona. Era que necesitaba a sus hombres para la campaña posterior, la que quería acometer antes de que el califa regresara a al-Ándalus con su enorme ejército. Se trataba de Sulaymán, el más capaz líder militar de Abd al-Mumín, y se resistía a dejar pasar el tiempo sin presentar una honrosa victoria a su señor.

Un bostezo que rompía el soniquete habitual del ejército en campaña llamó la atención del almirante supremo. Sulaymán detestaba el sonido de la pereza en sus soldados. Los quería a todos trabajando o en guardia. Miró al origen de aquel molesto ruido, dispuesto a fustigar cuanto fuera necesario al indolente. Un andalusí, a buen seguro. El almirante tiró de las riendas a la izquierda, inclinó su corpachón y descubrió que el sayyid Yusuf se desperezaba en medio de un grupo de sirvientes. Eran sus criados personales, que le traían una jofaina de agua y toallas, así como varias bandejas de pastelillos. Sulaymán trocó su gesto de enojo por otro de condescendencia y desmontó con pesadez. Entregó las riendas de su caballo a un escudero y caminó hasta la puerta de la tienda de Yusuf. El hijo de califa se secaba la cara mojada, recreándose en los ojos aún legañosos.

—El sol está alto —dijo a modo de saludo el jeque—. Incluso los andalusíes llevan ya rato trabajando, pero el hijo del califa encuentra que el momento de recibir al día es ahora. Bien, sea.

Yusuf sonrió avergonzado y entregó la toalla a uno de los criados. Luego rechazó con un gesto los pastelillos de almendra y miel. El almirante supremo miró los dulces e hizo un nuevo ademán de desprecio. Él, como militar almohade, jamás consentía que en campaña sus hombres comieran otra cosa que las habituales tortas de cebada y la carne hervida con cebolla. Yusuf carraspeó.

—No pensarás, Sulaymán, que no he recibido al día con la oración del alba.

—Oh, no, Yusuf. Sé que eres piadoso. ¿Cómo, si no, habría sido yo tu mayor valedor ante el califa para… el asunto de la sucesión?

El sayyid enrojeció y se acercó deprisa al almirante.

—Por favor, discreción. Nadie sabe nada.

—Ah, todos lo sospechan ya. —Sulaymán enfatizó el gesto de desdén—. De eso se trata, de que lo vayan sospechando. ¿O piensas que lo de tu puesto en el Yábal al-Fath fue un desliz? Yo creo que hasta Utmán se ha dado cuenta.

—Yo no. Mi hermano Utmán es muy respetuoso con la tradición. Casi obsesivo. Pude leer en su cara la extrañeza por verme ocupar el lugar del heredero, pero también vi la ofuscación en él. Además…, sé que me considera un incapaz.

El sayyid había dicho lo último con la cabeza baja. Sulaymán, inflexible con las muestras de debilidad de sus hombres, sintió una pizca de piedad por el hijo del califa.

—No desesperes, Yusuf. Utmán se ufana de sus proezas en el campo de batalla, pero eso es tan malo como lamentarse por las derrotas. No: puede ser incluso peor.

El sayyid alzó la mirada de nuevo y asintió. Tenía una fe casi ciega en aquel hombre menudo y regordete porque conocía su fama. Junto a él se sentía seguro. Sulaymán no había sido derrotado jamás, y ahora no iba a ser la primera vez. Yusuf señaló a Carmona por encima del hombro del almirante supremo.

—¿Será este el triunfo que romperá mi mala racha?

—Ah, pues… sí, desde luego. Pero no como guerrero, eso está claro. Carmona está muy bien defendida y no disponemos de tiempo para expugnarla. —Sulaymán se giró y volvió a observar inquisitivamente las murallas erguidas sobre la colina y salpicadas de torres—. No, no tomarás esa ciudad por las armas. He pensado en otra cosa. Algo más sutil. ¿Conoces al tipo que gobierna Carmona por el rey Lobo?

Yusuf se mordió el labio durante unos momentos antes de recordar el nombre.

—Ibn Sarahil… Sí, Ibn Sarahil. Un visir que entregó la ciudad mientras el gobernador venía a verme a Sevilla. Mardánish lo confirmó en el puesto. Es leal al demonio Lobo.

—Leal, ¿eh? Bien. —El almirante Sulaymán se metió los pulgares en la banda parda que ceñía su amplia cintura—. Ibn Sarahil es un andalusí. Debes empezar a comportarte como si fueras el califa, ¿eh, Yusuf?, y tratar a esta gente según su naturaleza. Los andalusíes son traidores desde que nacen. No se puede confiar en ellos. Por eso el gobernador almohade cometió un error al dejar a Ibn Sarahil al frente de Carmona. Pero tenemos a Dios de nuestro lado, como bien sabes. Porque los andalusíes son aún peores cuando se trata de sus paisanos. Leal, dices, ¿no, Yusuf? Pues bien, no hay nada tan poco leal a un andalusí como otro andalusí. Tendrás oportunidad de comprobarlo. Por de pronto, estimularemos la desesperanza de esos desgraciados de Carmona con un poco de presión. Dejaremos que nos vean aquí cada día, y luego, cuando el hambre empiece a atenazar a los de ahí dentro, les haremos una propuesta. A todos.

—¿A todos?

—A todos —confirmó el almirante—. He ordenado que se construyan almajaneques y he mandado traer cántaros.

Yusuf se rascó la cabeza sin comprender.

—Cántaros…

—Cántaros que llenaremos de pequeños billetes con un mensaje para los de dentro. Los mismos billetes que enrollaremos en cientos de flechas sin punta, y que cada día lanzaremos dentro de Carmona. Billetes firmados por ti, que ofrecerán la paz y la libertad a los vecinos de Carmona a cambio de ese Ibn Sarahil.

Yusuf sonrió con media boca mientras digería la estrategia. Asintió con lentitud y su sonrisa se estiró.

—Lealtad andalusí.

—Lealtad andalusí —repitió Sulaymán, y empezó a reírse. Sus carcajadas llamaron la atención de los guerreros que pululaban alrededor, que aún se sorprendieron más cuando el sayyid Yusuf se unió al jeque con sus propias risotadas.

Semanas después. Jaén

Hamusk paseaba despacio por el patio de su palacio, en lo alto de la alcazaba de Jaén. Llevaba una copa de vino aromatizado en una mano, y con la otra se pellizcaba la barbilla cada dos pasos. Bajo los arcos que rodeaban el espacio rectangular, al-Asad permanecía erguido y miraba a su señor mientras este reflexionaba. Contestaba con gestos de asentimiento cuando Hamusk se dirigía a él.

—¿La gente de Segura? —preguntó el señor de Jaén tras un corto trago de vino.

—Vienen hacia aquí, tal como ordenaste.

—Bien.

Hamusk siguió caminando. Tras el desastre de Marchena, había mandado reclutar hombres en sus tierras de la sierra para que acudieran a Jaén. Había que reforzar la guarnición y sustituir las bajas. Consideraba que sus guerreros eran mucho más útiles allí, cerca de la amenaza almohade. De ser preciso porque Segura corriera peligro, ya requeriría ayuda a su yerno. Ah, su yerno…

—¿Se sabe algo de Mardánish?

Al-Asad negó con la cabeza desde el otro lado del patio cubierto de flores y cruzado por un pequeño canal por el que fluía el agua.

—Debe de estar ocupado con sus amigos cristianos.

Hamusk hizo un gesto de desprecio antes de volver a pellizcarse la barbilla. Luego desanduvo lo andado y se largó otro trago de vino.

—Mandarás un mensaje a Écija. Y otro a Guadix. Que se queden allí solo los hombres necesarios. Los demás deben acudir aquí.

—Tu yerno no estaría de acuerdo…

—Ah, lo sé. Lo sé. —Hamusk miró a al-Asad y este sonrió con malicia—. Pero mi yerno tiene demasiado miedo, y no es así como se conquista el poder, ¿verdad? No. Claro que no. Se conquista atacando a tu enemigo, no encerrándote en casa como una mujerzuela. Aunque… eso supone un riesgo.

El León de Guadix asintió sin borrar la sonrisa de su cara. El riesgo del que hablaba Hamusk era el mismo que había corrido junto a Marchena. Una jugada ciertamente arriesgada y que había estado a punto de costarle la vida.

—Así pues, piensas atacar.

—Por supuesto. —Hamusk había iniciado una nueva caminata a lo largo del patio—. Atacaré. No sé aún dónde, pero atacaré. Esos africanos pagarán lo de Marchena. Tal vez vaya a Carmona y caigamos sobre ellos. Sí, antes de que consigan rendir la ciudad…

Un sirviente hizo su entrada en el patio del alcázar y Hamusk calló. El hombre se inclinó ante el señor de Jaén con el temor pintado en el rostro.

—Creí haberlo dejado bien claro. No quiero que se me moleste —reprochó este mientras miraba al criado como a un condenado a muerte—. Has de tener algo muy importante que decir para interrumpirnos así, perro. Eso, o te veo acarreando madera en Socovos.

El sirviente trató de tragar saliva, pero a la tercera intentona fallida se decidió a hablar con voz temblona.

—Mi señor, hay un hombre que ha insistido mucho en verte. Lleva medio día en la puerta de la alcazaba y repite que ha de tratar un importante asunto contigo. Es un judío que dice llamarse Ibn Dahri…

Hamusk entornó los ojos hacia el suelo cubierto de flores. Ibn Dahri. ¿De qué le sonaba el nombre? Buscó la respuesta en su fiel León de Guadix. Al-Asad tenía el rostro iluminado por la satisfacción.

—Granada, mi señor —afirmó el guerrero—. Es el hombre que te ofreció Granada.