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Capítulo 37

Sancho de Navarra

SEMANAS después. Murcia

El salón de consejos del alcázar estaba engalanado como nunca. Los rayos de aquel sol que ansiaba dejar atrás el invierno para traer la primavera se colaban por los ventanales y creaban juegos de luces al reflejarse en las superficies policromas, arrancaban destellos e iluminaban cada rincón. La mesa alrededor de la que se reunían habitualmente los visires y consejeros de Mardánish había sido retirada, y en su lugar se disponían alfombras de Samarcanda y Tabriz, a juego con los tapices de Chinchilla que desarrollaban antiguas leyendas paganas. En los rincones, pebeteros asentados sobre trípodes quemaban con lentitud el ámbar gris traído de los océanos.

Mardánish inspiró el aroma y se dejó arrastrar por el orgullo. Era un rey cristiano quien venía a visitarle a su capital. Algo que jamás había ocurrido antes desde su llegada al poder en el Sharq al-Ándalus. Pretendía, desde luego, cautivar el corazón de Sancho de Navarra con el atractivo de su corte murciana, pero también mostrarle que los andalusíes no eran los desenfrenados vividores que narraban los juglares intrigantes. Por eso se había vestido con su mejor loriga, y una espada de pomo de marfil colgaba de un tahalí en el reposabrazos de su trono. Para remedar el toque muladí, la propia Zobeyda estaba sentada en un sitial a su izquierda, vestida con un largo yilbab que la cubría por entero, aunque su rostro y su cabello estaban despejados, y recogido el pelo en varias trenzas que se anudaban para caer por encima de un hombro. El rey Lobo miró a su favorita y ambos se sonrieron. A la derecha de Mardánish, un tercer trono vacío aguardaba la llegada de Sancho de Navarra, y a la izquierda de Zobeyda, el pequeño Hilal permanecía en pie con una mano apoyada en el trono de la madre. Sobre la otra mano del muchacho, enguantada en cuero, se erguía orgulloso un gavilán encapirotado. El príncipe, con apenas once años, mostraba el gesto serio, consciente de que ocupaba una posición especial en aquella corte. Vestía saya larga de lino de Baza y, sobre ella, un pellizón con bordados en el cuello, en la falda y en las anchísimas mangas. El pelo rubio de Hilal estaba atado en una trenza.

Abú Amir apareció en el salón. Dio un par de órdenes en voz baja a algunos sirvientes y se dirigió sin más preámbulos a la cabecera de la estancia. Los visires del alcázar le observaron desde sus posiciones en ambos laterales, preguntándose qué de nuevo estaría tramando aquel médico poeta, a quien tantos envidiaban por su estrecha relación con Mardánish y del que no pocos sospechaban que tenía mucho que ver con el disoluto estilo de vida de la corte. Abú Amir ignoró las miradas y subió de un salto al pedestal sobre el que se alzaba el trono, acercó su boca al oído del rey Lobo y habló durante un rato. Zobeyda se alarmó cuando vio que la tez de su esposo enrojecía y luego se volvía lívida. La palidez enmarcada por el pelo claro se acentuó durante un instante, señalada descaradamente por la luz tornasolada que se reflejaba en la gran estrella de ocho puntas labrada en la pared del trono. Abú Amir retiró la cara y comprobó el efecto de sus palabras. Luego miró a Zobeyda como pidiendo perdón por arruinar aquel momento tan especial. Bajó de la tarima y se colocó a un lado, con las manos metidas en las mangas de su túnica.

—¿Qué ocurre? ¿No va a venir el rey Sancho? —Zobeyda apremió a Mardánish extendiendo su mano derecha para apretar la de su esposo, que ahora se aferraba crispada al reposabrazos del solio.

—Tu padre, amada mía. —El rey Lobo deslizó las palabras entre los dientes, tal que si al hacerlo pudiera imprimirles el furor que le subía desde el pecho—. Tu padre, que debía estar encastillado en Carmona, hizo caso omiso de mis órdenes.

Zobeyda se envaró y buscó el significado de aquella frase en el rostro de su esposo, pero solo pudo hallar ira contenida.

—¿Está bien mi padre? ¿Le ha ocurrido algo?

—Tu padre está bien, Zobeyda. Pero sí: le ha ocurrido algo. Le ha ocurrido que, tras desobedecerme, ha sido derrotado por los almohades cerca de Sevilla. Y aunque él, para tu alegría, se ha salvado, la mayor parte de sus hombres han caído en la lucha.

La favorita se mordió el labio. A pesar de que Mardánish no había sido muy explícito, Zobeyda adivinaba que la relación entre el rey Lobo y el señor de Jaén no pasaba por un momento de fraternidad sin límites.

—Pero entonces es que el califa está atacando tus nuevas posesiones. Tienes que…

—El califa, amada mía, regresó a África hace ya bastantes días. Me lo ha dicho Abú Amir. Y también me ha dicho que Carmona está asediada por las fuerzas de Yusuf, el hijo de Abd al-Mumín al que derroté ante Sevilla. A eso, a que ese ser débil y medroso me desafíe y sitie mis plazas, es a lo que hemos llegado. A pesar, Zobeyda, de que hasta hace apenas unas semanas era yo quien asediaba las ciudades en poder almohade. A eso, sí, hemos llegado… ¡por culpa de tu padre!

Los criados, que ultimaban los preparativos de la recepción recolocando los tapices y alisando las alfombras, dejaron de rumorear ante el súbito arranque de Mardánish, que había podido oírse en toda la sala. El gavilán aleteó un par de veces sobre la mano enguantada de Hilal y el propio príncipe desvió la mirada hacia su padre. Abú Amir cerró los ojos con gesto de pesar y negó casi imperceptiblemente con la cabeza. Los visires aguzaron el oído; el rey Lobo respiró despacio para tratar de serenarse; Zobeyda, avergonzada, miró al frente.

—Te ruego que me perdones, amada mía —susurró Mardánish al caer en la cuenta de que la corte era testigo de su arrebato—. Pero tu padre no ha hecho más que retarme con su tozudez. Parece que la insubordinación se ha convertido en su manera habitual de tratar conmigo. Mis instrucciones fueron claras: nada teníamos que temer si nos acogíamos a nuestras murallas. Estábamos bien preparados y teníamos guarnición de sobra… Y ahora he perdido a cientos de buenos combatientes en una… aventura absurda por un botín miserable.

Mardánish volvió a perder el control y descargó su puño contra el sitial. La espada, enfundada y en su correaje, cayó al suelo y rebotó sobre la tarima. La mano derecha de Hilal dejó de apoyarse en el trono y se posó con discreción sobre el brazo de su madre. Fue Abú Amir quien se acercó, recogió el arma y la colocó de nuevo en su sitio.

—Últimamente pasas mucho tiempo fuera, mi señor —habló el consejero mientras fingía asegurar el tahalí a su improvisada alcándara de madera—. Y ahora que estás aquí no puedes mostrar enojo. El pueblo ha de verte seguro y unido a tu favorita, a tus visires, a tus generales…

El rey Lobo alargó la mano y cogió la túnica de Abú Amir por la pechera. Lo atrajo hacia sí. Sus ojos rutilaban de furia mal digerida, capaz de estallar en cualquier momento.

—Apariencias, poeta. Apariencias de unidad y seguridad, ¿eh? Y dime, ¿de qué me sirve aparentar que todos somos felices y estamos unidos cuando mi lugarteniente, mi adalid de mayor poder, me desobedece y causa un desastre en mi ejército? ¿Tienes idea de cuántos andalusíes dejaron su vida en la campaña del verano pasado? Yo mismo llevo en mi carne la marca del hierro almohade, ¿sabes?

Unas risas en la entrada interrumpieron la escena, que todos observaban con expectación. Más de un visir se sorprendió risueño al ver al rey enfrentado a Abú Amir. Mardánish soltó la túnica de su consejero y se tapó la cara con la mano. Zobeyda, con un nudo en la garganta, miró hacia la puerta. Adelagia y Marjanna, vestidas al modo de las damas cristianas, acababan de aparecer entre cuchicheos y risas, aunque ahora, a la vista del silencio que reinaba en el salón de consejos, se detuvieron indecisas. Zobeyda les hizo un gesto y ambas caminaron por el centro de la estancia, concentrando como siempre todas las miradas; luego, como si fueran su séquito de honor, se sentaron en un lecho de cojines bordados en oro y plata a la izquierda de la favorita, justo tras el príncipe Hilal y su ave de caza. Marjanna, intrigada, observaba su entorno y trataba de averiguar a qué venía aquel ambiente de amargura, mientras que Adelagia, más ingenua, sonrió a Mardánish desde su sitio.

—Disculpa mis palabras, mi señor. —Abú Amir alargó una inclinación. Luego se retiró sin dar la espalda y regresó al lugar que él mismo, como maestro de ceremonias, se había asignado.

—¿Dónde están Zeynab y Sauda? —preguntó Mardánish, que ahora se arrepentía de haber ofendido a su consejero. Habló por hablar, sin dar en realidad importancia a que solo dos de las cuatro doncellas de su favorita estuvieran presentes. Sin embargo, Zobeyda sintió acentuarse su vergüenza. Bajó la mirada al contestar:

—Las he liberado. Perdona que no te consultara, mi rey.

Mardánish se sintió intrigado al oír la respuesta.

—¿Liberado? Ah… Bien, bien… Son tus esclavas, y el derecho de manumisión es tuyo. Pero me parece raro… Es decir, Adelagia no es esclava, y ahí está. Yo pensaba que las mujeres del Sharq consideraban un honor pertenecer a tu… —El rey Lobo observó a las dos doncellas, que, sentadas sobre los cojines, escuchaban las palabras de una y de otro. Ambas conocían lo ocurrido con Zeynab y Sauda, y habían sido instruidas para no contar nada de ello a nadie—. Quiero decir que, aunque ahora sean libres, me extraña que no estén aquí…

—Sauda me confesó que deseaba volver a su tierra. Quería reunirse con su familia. —La mentira de Zobeyda había sido reflexionada, pero ahora, al soltársela a su esposo, le pareció más débil que cuando la había imaginado en la soledad de su cámara—. Tal vez vuelva de África después de ver a su madre, no sé… En cuanto a Zeynab, ya sabes que Sauda y ella eran inseparables. Se han ido juntas.

Mardánish hizo un gesto de hastío. Sentía aprecio por las dos esclavas y le gustaba el modo en que se complementaban: una de piel tan oscura, otra de tez tan clara… En fin, Zobeyda tenía cantera en la que recolectar decenas de bellas muchachas dispuestas a servirle. Miró de nuevo a Adelagia y Marjanna. Las dos rondaban la treintena, al igual que su señora, y aunque su hermosura podía cautivar cualquier corazón, ya no eran las adolescentes danzarinas que habían hecho famoso el cortejo de la favorita. El secreto estaba en que entre las cuatro mujeres y Zobeyda había algo más que la relación entre la reina y sus doncellas, o entre el ama y sus esclavas. Todas ellas eran confidentes, compartían penas, alegrías y hasta los momentos más íntimos de cada una. No parecía normal que ahora Sauda y Zeynab hubieran desaparecido así, dejando atrás… Mardánish negó en silencio y recobró el sabor de la bilis ocasionada por la mala noticia traída por Abú Amir. ¿Qué importaban dos esclavas al fin y al cabo?

—¡Dad la bienvenida a Sancho, hijo de García! ¡Rey de Navarra por la gracia de Dios, que a todos nos proteja!

Decenas de miradas confluyeron en la puerta ante el sonado anuncio cantado por uno de los sirvientes del alcázar. Mardánish abandonó sus erráticos pensamientos y hasta su sensación de congoja desapareció. El sirviente se hizo a un lado y el conde de Urgel, vestido con una rica túnica bordada, pasó seguido de cerca por su hermano. Ambos anduvieron con flemática afectación y ocuparon el lateral izquierdo. Álvar Rodríguez, como conde de Sarria, entró a continuación y su enorme figura se situó a la derecha de la puerta. El rey Lobo se puso en pie y extendió la mano izquierda a media altura. Zobeyda, ya recuperado el aliento perdido, imitó a su esposo y apoyó la mano diestra en el dorso de la de Mardánish. Ambos avanzaron dos pasos para bajar del pedestal, pues el rey Lobo quería recibir a Sancho de Navarra a su misma altura, sin muestras de soberbia.

La entrada del rey navarro fue tan espectacular como esperaban. Se trataba de un monarca que pretendía impresionar con su llegada a otro monarca que quería impresionarle con su recibimiento. Sancho era alto y de porte recio, de pelo abundante y oscuro sobre una cara barbada que, aun marcada por los sinsabores de la vida, mostraba a un hombre de poco menos de treinta años. Arrastró su capa ribeteada de armiño por el suelo del salón mientras, con gesto de suficiencia, observaba a los visires, secretarios y funcionarios del alcázar murciano. Tras él entró un séquito de señores del norte engalanados y con sus armas de ceremonia, encabezados por Pedro de Azagra. Los nobles navarros pasearon sus miradas asombradas por el lujo de la estancia. Mardánish, siempre flanqueado por Zobeyda, anduvo con la misma parsimonia que Sancho de Navarra y se reunió con él en el centro del salón. Ambos reyes se sonrieron. Se estudiaron por un momento, comparando lo que les habían contado con lo que ahora tenían ante sí. Mardánish habló en romance mientras soltaba la mano de Zobeyda y agarraba con afabilidad los hombros de Sancho.

—Querido amigo, sé bienvenido a Murcia.

El rey de Navarra apretó también los hombros de Mardánish. Este notó que su agarre era más forzado, como si el de Pamplona quisiera dejar bien claro que su pujanza, la de un cristiano norteño, era mayor que la del andalusí.

—Te doy las gracias, Abú Abd Allah Muhammad ibn Saad ibn Mardánish, por acogerme en tus tierras.

Los dos monarcas se abrazaron y palmearon de forma notoria sus espaldas. Tal como estaba previsto por el protocolo dictado por Abú Amir, los presentes estallaron en aplausos. Mardánish se separó sonriente y señaló a la favorita.

—Mi esposa, Zobeyda bint Hamusk, hija del señor de Jaén y Segura.

—Me habían hablado de su belleza. —Sancho siguió dirigiéndose a Mardánish a pesar de hablar de una mujer que se hallaba presente. Dudaba sobre cómo tratar con la esposa de un mahometano. Ella se dio cuenta y sonrió sin tapujos para, acto seguido, inmiscuirse en la conversación.

—Eres muy amable, Sancho, al apreciar los pocos dones que Dios tuvo a bien concederme. Me han dicho que tu esposa, la reina Sancha, es también muy hermosa.

El rey de Navarra miró ahora a los ojos de Zobeyda y quedó de inmediato atrapado por ellos. Mientras intentaba sustraerse al hechizo de la andalusí, sonrió pensando en cuántas mentiras hacía decir la cortesía. Sancha era muchas cosas, pero desde luego no hermosa. Aquello era más gracioso aún cuando salía de la boca de una mujer tan sensual como Zobeyda. Mardánish adivinó lo que pasaba por la mente de Sancho e hizo un gesto para invitarle a ocupar el sitial reservado.

—Amigo Sancho —el rey Lobo se volvió y señaló con la mano abierta al niño que sostenía el gavilán—, he aquí Hilal, mi primogénito.

El rey de Navarra hizo una breve inclinación que el pequeño príncipe devolvió.

—Hilal es el heredero del Sharq —se apresuró a completar Zobeyda.

—Y ahora, Sancho —Mardánish dejó de señalar a Hilal y apuntó a su trono—, concédenos el honor de sentarte con nosotros. Considérate en tu hogar.

El rey de Navarra asintió satisfecho, se recogió en un brazo la pesada capa cargada de piel y avanzó a la par que Mardánish y Zobeyda. Los tres tomaron asiento y los nobles navarros se alinearon en pose respetuosa, con las manos apoyadas en los pomos de sus espadas y la barbilla erguida. El rey Sancho los señaló y habló en voz alta para que todos los presentes pudieran oír sus nombres.

—Mi gran amigo, el señor de Estella. Pedro Ruiz de Azagra es quien primero me habló de tu reino —Sancho separó un poco su espinazo del respaldo y miró a Zobeyda un instante—, y también quien me contó de tu gran hermosura, mi señora. Y a fe mía que su descripción, sin poder ser más halagadora, no consigue hacer justicia a tu belleza. Las palabras se tornan inútiles cuando la naturaleza nos sorprende con tal donaire.

La favorita hizo una ligera inclinación para agradecer la lisonja. Sancho de Navarra volvió a hablar al tiempo que apuntaba al caballero más anciano de su séquito:

—Al lado de Azagra está su suegro, Pedro de Arazuri, señor de Tudela y Artajona, vuelto recientemente a mi obediencia.

Un noble de avanzada edad, firme junto al de Azagra, inclinó la cabeza durante un largo rato. Luego fijó su vista descarada en Zobeyda, y no la apartó ni cuando se dirigió a Mardánish.

—Noble rey Lope, con licencia de mi señor don Sancho, considérame tu amigo. Y a ti, dama Zobeyda, solo puedo dedicarte esta estrofa de un bardo cristiano: hermosa señora, nada te pido; tan solo que me tomes por servidor, que te serviré como a buen señor. Bellos versos, ¿verdad?

Zobeyda asintió con media sonrisa. Le desagradaba aquel hombre, y no le gustaba la forma que tenía de mirarla. Y su ofrecimiento de vasallaje cortés en nada se parecía a la sincera adoración de Álvar Rodríguez. Mardánish se limitó a aprobar con un gesto, aceptando ya que los cristianos se dirigieran a él como rey Lope. Al lado de ambos, el príncipe Hilal torció la boca. Durante un instante cruzó su mirada con Pedro de Arazuri, y el noble entornó los ojos en lo que solo al niño le pareció un centelleo de burla.

Sancho de Navarra siguió presentando a los barones que le habían acompañado. El conde Vela Ladrón, señor de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa; uno de los hermanos de Pedro de Azagra, Martín, y otros nobles como Jimeno de Aibar, García Almoravid… Mardánish dejó de prestar atención a la retahíla de nombres, aunque fingió interesarse por los señoríos que cada uno ostentaba. En lugar de ello se centró en la forma de hablar del rey de Navarra y la unió a la sensación que le había causado con su entrada, su saludo y sus palabras. Sancho era un hombre que había accedido al reino más débil de toda la Península, rodeado por estados grandes, poderosos y regidos por hombres de ilimitada ambición, que al más mínimo resquicio no dudarían en saltar sobre Navarra para posesionarse de ella. El territorio que gobernaba Sancho era como un coto de caza: los demás reyes cristianos se lo repartían entre ellos en sus pactos… Pero ahora el monarca pamplonés estaba lanzado en una galopada hacia su propio prestigio. La crisis y la guerra civil en Castilla le habían devuelto a los nobles que, como Vela Ladrón, prestaran otrora vasallaje al emperador Alfonso. Y los territorios fronterizos con Castilla, siempre en boga, eran codiciados sin disimulos por Sancho de Navarra.

—Algunos de estos hombres, amigo Mardánish, o al menos muchos de los caballeros que les rinden vasallaje, estarían dispuestos a servirte en tu justa lucha contra los almohades.

El rey Lobo fingió recibir la noticia con moderado agrado, aunque desde luego era algo que le venía muy bien, sobre todo después del descalabro de Hamusk y de la situación de Carmona.

—Sin duda serán bien recibidos en mi ejército. Precisamente ahora, en breve, debo enviar a un nuevo contingente. Seguro que sabes, amigo Sancho, que el califa Abd al-Mumín cruzó el Estrecho hace poco y trajo consigo muchas tropas.

—Ah, pues claro que sí, amigo Mardánish. —Sancho palmeó la mano del rey Lobo un par de veces y volvió a señalar a sus nobles—. Este mismo verano podrás contar con las espadas de muchos de mis fieles. Quien no ha venido conmigo es mi primogénito. Me perdonarás por ello, amigo Mardánish, lo sé. El tiempo es duro, hay nieve en los puertos y las noches son muy frías para tan tierno infante. Aunque sé —Sancho volvió a separarse del respaldo para dirigirse directamente a Zobeyda— que os habría gustado conocerlo. Seguro que Hilal y él habrían hecho buenas migas. Y también con la princesa… ¿Cómo se llamaba?

—Zayda —dijo la favorita.

—Zayda, claro. Qué bonito nombre. Estoy convencido de que la princesa es también bella, como su madre.

—Y de cabello rubio, como su hermano Hilal —aclaró ella—. Y aún tengo otra hija, Safiyya. Algo más joven, pero igualmente hermosa.

—Qué gozoso. Presiento que semejante belleza aumentaría el honor y el prestigio de mi corte en Pamplona. ¿No te parece, mi señora?

Zobeyda asintió y suspiró satisfecha ante lo que insinuaba Sancho de Navarra. Aunque ella, más sagaz incluso que su esposo, también había adivinado que aquellas palabras estaban dictadas por los intereses de un monarca que, según el viento soplase desde poniente o levante, podría ver su reino tan pronto recrecido como amenazado y al borde de la nada. La vista de la favorita recorrió los rostros de los señores navarros y, aparte de Pedro de Arazuri, descubrió a más de uno con los ojos clavados en ella, las pupilas dilatadas y los pechos inflados: la inevitable mezcla de admiración y deseo. Esas mismas miradas se paseaban también por las figuras de Marjanna y Adelagia. Zobeyda contuvo su sonrisa. Hombres. Todas las trovas corteses no servían para ocultar qué tipo de servicio ambicionaban prestar a las mujeres que cayeran en su red. Pues bien, si los intereses o los deseos de su rey no eran suficientes, ella conocía los métodos para atraerlos a su bando. Eso le recordó a otro noble. Miró por sobre el hombro de Pedro de Azagra y lo vio allí, todavía plantado con majestuosidad y rostro inescrutable junto a la puerta del salón, recolocándose el flequillo cada poco. Armengol de Urgel atrapó la mirada de la favorita y se la devolvió discretamente. Zobeyda creyó ver cómo las comisuras de los labios del conde se curvaban hacia arriba.

La velada diplomática se alargó. Sancho de Navarra había oído hablar de las fiestas del rey Lobo y se moría por comprobar si el desenfreno era tal como le habían contado. Mardánish no podía decepcionarlo, así que urgió a Abú Amir a preparar un agasajo especial para el rey pamplonés. Del salón de consejos, los nobles cristianos y andalusíes pasaron al maylís. Y ya sin presencia de niños ni mujeres, salvo las escanciadoras, músicas y danzarinas, el protocolo dio paso al exceso. Corrieron el vino especiado y el nabid, los laúdes y panderetas se unieron a los cantos y hermosas bailarinas atraparon la pasión atenazada de los hombres del norte. En muy poco tiempo, los barones se hallaban cubiertos por la nube de la embriaguez y enzarzados en combates de amor por todo el salón de banquetes. Solo uno de ellos desapareció antes de que la orgía se desatara.

Armengol de Urgel empujaba con todas sus fuerzas. Bajo su peso, Zobeyda apretaba los dientes y clavaba las uñas en la espalda del conde. Gemía y daba a su voz un punto de exageración para complacer la hombría de su amante. La música del banquete se escuchaba de fondo y apagaba los chillidos de la favorita.

Como en cada ocasión en que se consumaba el adulterio, Zobeyda había ordenado a eunucos y criados alejarse del harén. La puerta de la cámara estaba entreabierta para oír a tiempo a los visitantes inesperados, pero era imposible entrar en el serrallo sin pasar antes por el filtro de Marjanna y Adelagia: sus doncellas se encargaban aquella noche de asegurarse de que nadie accedía desde las otras dependencias del alcázar. Por ello no pudieron ver que la propia oscuridad del harén escupía una sombra. Una mancha negra y furtiva que se escurría entre las higueras y las columnas del patio, sorteaba los canalillos de agua y se introducía en el aposento principal.

Dentro, la favorita cimbreaba el cuerpo y separaba la espalda de las sábanas. Intuía que Armengol de Urgel se acercaba al final, y ella lo animaba con impaciencia. Lo peor era que casi saboreaba el placer, adobado por el sentimiento de culpa y el miedo. Balanceaba las caderas y dejaba que sus senos rebotaran a cada embestida del conde. Y se mortificaba, porque creía gozar. Porque a pesar de todo, la sensación del orgasmo inminente trepaba por su vientre y le encogía el corazón. Soltó un quejido prolongado justo cuando sintió el calor del conde vaciándose en su interior. Armengol se derrumbó sobre ella y ambos rivalizaron en sus jadeos. Callaron mientras las risas apagadas del maylís se mezclaban con los tañidos de laúd.

—Cada vez es mejor, Zobeyda —susurró él.

—Sin duda, amor mío. Cada vez me satisfaces más. Solo espero que tu deseo no decaiga.

—Eso es imposible. —El conde besó la mejilla de la favorita. En momentos como ese, incluso parecía que Armengol estuviera realmente enamorado de ella. Tal vez lo estaba, y no todo era lascivia desatada.

—Ahora debes irte. Tengo miedo.

—Claro —dijo él, aunque no hizo ademán de salir de las entrañas de Zobeyda. En lugar de ello, empezó a moverse de nuevo, muy despacio—. Pero antes debes decírmelo. Hay algo que me escama, amor mío.

Ella maldijo para sus adentros cuando notó que la virilidad del conde se recuperaba por momentos. En ese instante se deshacía de vergüenza por haber gozado con el conde. ¿O acaso la engañaban sus sentidos? Lo último que necesitaba ahora era una segunda sesión de lujuria adúltera. Una nueva ocasión para sentirse culpable.

—¿Qué es lo que te parece extraño?

—Todos saben que te afanas por buscar compromiso para tu hija Zayda. —Armengol afirmó sus manos a los lados de Zobeyda y acentuó las acometidas—. Pero has de saber que para casar con rey cristiano, la mujer infiel debe renunciar a su fe.

La favorita se removió y consiguió rodar hasta quedar encima del conde. Lo montó como a un alazán, elevó las caderas y luego se dejó caer. Armengol quedó envainado en ella como espada que se hundiera en su tahalí. Un discordante lamento de placer acompañó al movimiento y, enseguida, tan ansiosa de hundirse en la culpa como de abreviar su calvario, Zobeyda se removió. Resbaló a los lados, subió y bajó. Su voz vibró con el vaivén.

—No me detendré ante nada. Zayda se convertirá al cristianismo si es preciso.

Justo en ese momento, Zobeyda sintió un escalofrío en la espalda. Giró la cabeza a la derecha y, casi con el rabillo del ojo, la vio.

Era Tarub. Su cara, con sonrisa de verdugo, asomaba por la rendija de la puerta. Un nudo trabó la garganta de la favorita, y Armengol notó el súbito estremecimiento que tensó los muslos de su amada. La agitación se detuvo, y el conde se incorporó sobre los codos para seguir la mirada de ella.

—¿Qué ocurre?

La cabeza de Tarub había desaparecido, pero la puerta seguía entreabierta. Zobeyda empezó a temblar.

—He oído algo. Creo que alguien se acerca. Será mejor que te vayas.

El conde de Urgel no necesitaba más explicación. En cuanto la favorita se desclavó, olvidado el frenesí de un instante atrás, él recogió las ropas repartidas por el aposento. Mientras se vestía, su cabeza se inclinaba y afinaba los sentidos. Sabía que se desataría una tragedia si era sorprendido allí. Pero era imposible no caer. Ningún hombre habría renunciado a arriesgar su propia vida por yacer con Zobeyda. La miró. Ella acababa de sentarse en el borde de la cama, y el cabello enredado le caía sobre los hombros mientras seguía con la vista fija en la puerta. Su pierna derecha se sacudía ostensiblemente.

—No te preocupes, mujer. Tus doncellas te habrían avisado.

Zobeyda chascó la lengua y caminó hasta el batiente de madera entornado. Lo abrió medio codo más y miró fuera.

—Corremos un gran peligro —musitó—. Si él se enterara…

—No se enterará. —Armengol se anudó el ceñidor y alisó los pliegues de su túnica—. Sobre todo por tu bien. No se enterará.

La favorita no supo interpretar si aquello era un deseo o una advertencia. Se apartó y terminó de abrir la puerta. Al pasar junto a ella, Armengol acarició uno de sus pechos desnudos con el dorso de los dedos. Amagó una sonrisa, se recolocó el flequillo y salió.

Zobeyda no se movió. Escuchó cómo los pasos del conde se alejaban y dejaban de oírse al encontrar la hierba del patio ajardinado. No fue mucho lo que tuvo que esperar antes de que otros pasos, más ligeros y no tan precipitados, brotaran del silencio y se aproximaran a su cámara. Adelagia entró y se sorprendió de hallar a su señora junto a la entrada, desnuda, temblorosa y con la cara desencajada. La italiana, que vestía de negro y se cubría el rostro con el extremo de su miqná, interrogó a Zobeyda con la mirada.

—Tarub nos ha visto.

La italiana se descubrió la cara y frunció el entrecejo. Cerró la puerta y tomó el cobertor del lecho para tapar el cuerpo desnudo de la favorita.

—¿Tarub? ¿Cómo?

—Sospechaba algo. O tal vez fue solo casualidad. Se ha asomado mientras el conde y yo…

—Oh, no. —Adelagia arrugó la nariz y se frotó las manos con nerviosismo; recorrió el aposento antes de detenerse junto a las arquetas de marfil con figuras de grifos y dragones, los cofrecillos de joyas y las redomas con agua de violetas—. ¿Estás segura, mi señora?

—Lo estoy. Tantas precauciones para que nadie entre en el harén, y la desgracia nos llega desde dentro.

Adelagia se volvió a acercar a Zobeyda y apoyó las manos en sus brazos temblorosos.

—Es culpa nuestra, mi señora. Debimos haberlo previsto.

—No. Es muy arriesgado. Y aun con todo, la fortuna nos ha sonreído.

Adelagia enarcó las cejas.

—¿Fortuna? Tarub te odia. En estos momentos podría estar diciéndolo por todo el alcázar.

—Tarub es una concubina. —Zobeyda se sentó en el lecho y entornó los ojos—. Buscará la manera de aprovechar lo que ha ocurrido, pero no lo tiene fácil. Yo lo negaría todo, por supuesto. Y no soy una vulgar esclava, como ella. Soy la favorita y la gente me conoce, y lo que es mejor: también la conocen a ella. Todos saben que la rabia se come a Tarub. ¿Quién la creería? Ella sería capaz de cualquier cosa por dañarme. Incluso piensa que puede sustituirme. Su sueño debe de ser que su hijo Gánim se convierta en heredero. Eso sí: aunque es una perra rabiosa, no le falta seso. Debe de estar pensando lo mismo que yo.

—Comprendo. —La italiana tomó asiento junto a su señora—. Aun así debemos tener cuidado con ella.

—Desde luego… —Levantó la mirada hacia su doncella cristiana—. Ve a llamar a Marjanna. No tiene sentido que vigile más. Y yo me siento sucia. Por favor, amigas mías. Ayudadme a limpiar mi cuerpo.