Escaramuza en Marchena
PRINCIPIOS de 1161. Cercanías de Marchena
—Marchena, mi señor.
Utmán contestó con un gruñido afirmativo. La alcazaba, bajo sumisión almohade, se recortaba a lo lejos contra el azul vivo de la mañana. Algunas casas se apiñaban junto a las murallas, pero ni un alma se desperdigaba colina abajo hacia los caminos, los olivos, los huertos y los pastos, como habría sido normal.
—Envía un destacamento y ve tú con ellos. Entrevístate con el caíd y que te informe. Si el enemigo ha pasado por aquí, que nos aclare qué dirección tomó.
El masmuda asintió y salió al galope al tiempo que repartía órdenes entre varios jinetes árabes. Utmán se mordió el labio inferior mientras calculaba las posibilidades. Sabía que un contingente andalusí había estado devastando las tierras cercanas a Sevilla, y Marchena era una presa tan buena o más que cualquier otra. Miró atrás y sonrió. En ese momento, su fiel asistente masmuda se disponía a cumplir las órdenes recibidas al mando de varios de aquellos díscolos caballeros árabes. El resto de sus tropas seguía llegando al lugar en varias columnas desordenadas. Volvió a dirigir su vista al norte y suspiró. Atrás había dejado las ya iniciadas obras de construcción del castillo sobre el peñón de la Victoria, así como a su padre, a los prebostes Umar Intí y Sulaymán y a su hermano Yusuf.
Un regusto amargo le subió desde la garganta al recordar a su hermano, el gobernador de Sevilla. Utmán todavía intentaba interpretar el significado exacto de todos aquellos actos, sin duda simbólicos, que había visto en el inmenso cónclave gibraltareño. No le cabía duda de que Yusuf iba a jugar un papel más importante que el que el destino había parecido depararle. Pero ¿y el legítimo heredero del califato, Muhammad? Utmán sabía de sus debilidades, pues a más de graves eran notorias, pero se consideraba un fiel seguidor de la tradición. Muhammad era el sucesor del califa, luego él debía haber ocupado el lugar de honor que Yusuf había manchado con su presencia.
Y estaba el otro detalle: Yusuf se había despedido del califa al mismo tiempo que él, pero al sayyid de Sevilla le acompañaba el poderoso almirante Sulaymán al mando de un contingente nada despreciable. Al principio le había enorgullecido que él, Utmán, fuera considerado lo suficientemente hábil como para no necesitar la asistencia de nadie. Pero después de reflexionar, su punto de vista había cambiado. Sulaymán era el líder militar más valorado de todo el imperio. Donde él estuviera tendría lugar, sin duda, la ofensiva principal contra Mardánish, previa a la conquista de las tierras en poder de los cristianos. El sayyid escupió al suelo. Le asqueaba pensar que pudiera pasar lo mismo que en Almería, cuando después de que él la tomase, Yusuf entró triunfante en la ciudad. Y es que todo parecía señalar a su débil hermano.
Movió la cabeza a los lados y decidió abandonar aquellos pensamientos. En lugar de recordar a Yusuf, la mente del sayyid debía haber volado a Granada, donde dos de sus jóvenes esposas africanas esperaban sendos retoños, pero no fue así: a su memoria regresaron los nobles rasgos de Hafsa, el brillo verde de sus ojos ribeteados de kohl, sus labios jugosos, que solo él tenía permitido ver… Chascó la lengua. La jornada de poesía ante el califa no había sido de su agrado. Descubrir el rostro de su amante granadina había sido un impulso, pero con ello se había refutado a sí mismo y a la exclusividad dictada acerca de la contemplación de Hafsa. Y eso no le gustaba. Además, sabía que a ella no le había gustado la transacción de sus dos nuevas esclavas. Un mal necesario, claro, y muy oportuno para aplacar la decepción de su padre. En fin, se quedaría sin saber si aquellas dos muchachas eran tan hábiles como se decía preparando el cuerpo de Hafsa para el placer.
Hafsa y sus caderas generosas… Ah, ¿cuándo volvería Utmán a disfrutar de ellas? La poetisa debía de estar a punto de retornar a Granada junto con el resto de la delegación, pero él tenía que hacer valer el liderazgo de las nuevas tropas de caballería árabe, y qué mejor que hacerlo contra aquellos malditos demonios de Mardánish.
El galope urgente requirió la atención del sayyid. Su fiel rastreador masmuda regresaba de la alcazaba de Marchena a toda espuela. No era normal aquella prisa, de modo que Utmán supo enseguida que algo iba mal. Decidió adelantarse para reunirse con el masmuda y este le informó con voz excitada.
—Los acabo de ver, mi señor… Desde la alcazaba. Vienen hacia aquí. Despacio, pero vienen. Dicen en la alcazaba que se trata del Mochico, el pariente del demonio Lobo.
Utmán forzó la vista a septentrión. Sí. Muy tenue: una lejana nube de polvo que apenas sobrepasaba la línea del horizonte. El Mochico… Ibrahim ibn Hamusk, suegro de Mardánish. Se decía de él que no reparaba en crueldades para con sus enemigos, y también que era un excelente luchador. El sayyid sintió sed de repente. Se pasó la lengua por los labios, resecos a causa de la cabalgada al frente de sus nuevas tropas montadas. Aquella podía ser una buena oportunidad. Hamusk estaba rapiñando en la comarca, sin duda desde sus bases en Carmona y Écija. El Mochico apretaba el nudo en torno a Sevilla. Si Utmán lograba adelantarse a Sulaymán y Yusuf, podría conseguir un buen triunfo. Sonrió. Iba a pedir agua para remojar su garganta seca, pero otra idea se impuso y le urgió a actuar.
—¿Son muchos?
—Estaban aún muy lejos, mi señor —contestó el rastreador masmuda—, pero diría que los triplicamos.
—Bien… —Utmán miró alrededor, a la despejada planicie cuajada de sembrados y recorrida por líneas de un verde más oscuro allá donde las acequias llevaban el agua a los campos. Entre sus tropas y la nube de polvo del Mochico, el paisaje se rompía con la elevación de la alcazaba y la aldea de Marchena. Se volvió hacia sus cabilas árabes. ¿Serían capaces de cumplir sus órdenes?—. Que se apresten al combate. Dirigirás a los Banú Riyah de frente, hacia el enemigo, y dejarás Marchena a tu derecha. Yo rodearé la ciudad por levante con los Banú Yusham y los Banú Gadí, a escondidas de Hamusk. Debes lograr que esos perros andalusíes te ataquen cerca de la alcazaba. Mantenlos entretenidos para que yo pueda rodearlos y tomar su retaguardia. ¿Entendido?
El fiel masmuda, uno de los compañeros de Utmán en las refriegas y batallas que hasta ese momento habían vivido, recorrió con la vista el campo de lucha que al parecer había ideado su señor y estiró los labios en un gesto de reflexión.
—Entiendo. Así se hará.
Al mismo tiempo. Murcia
Zobeyda no podía ocultar su nerviosismo. Por eso, para intentar distraerse, se dirigía constantemente a Abú Amir y le hablaba de lo avanzadas que estaban las obras en el nuevo alcázar de Dar as-Sugrá, o de la necesidad de reparar los senderos que cruzaban las huertas. La favorita se hallaba en pie en la embocadura del puente de barcas, vestida con saya de seda brocada en oro y cubierta por un burd para protegerse del frescor de la mañana. Junto a ella, Abú Amir asentía sonriente y disimulaba de igual manera, contestándole trivialidades. A varios codos de distancia por detrás, junto a la Bab al-Qántara, los principales visires del Sharq en Murcia aguardaban, también engalanados y dispuestos a recibir a su rey, situados de forma simbólica justo ante la puerta. Entre ellos, los alfaquíes cuchicheaban una vez más sobre lo impropio del comportamiento de Zobeyda, que en lugar de esperar en sus aposentos, como era de ley, había vuelto a abandonar su encierro y salía al descubierto para exponerse impúdicamente, sin siquiera un velo, a las miradas de todos. No solo eso: además se permitía separarse de la comitiva y charlar con un hombre. ¿Había forma peor de provocar a Dios? Pues Él lo dijo: las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas.
—¿Faltará mucho todavía?
Abú Amir soltó una risita queda ante la nueva muestra de impaciencia.
—Si conozco a tu esposo, seguramente se habrá adelantado y ahora viene hacia aquí a todo galope, dispuesto a arrojarse en tus brazos. Ah, niña, cúmpleme este ruego: no dejes que lo haga a la vista de todos esos. —El consejero hizo un levísimo movimiento de cabeza y apuntó con la barbilla a la comitiva de bienvenida. Zobeyda reprimió un gesto de hastío.
—Pesados como moscas. No dejan de importunarme. Durante todo este tiempo han disimulado más bien poco su incomodidad por tenerme aquí, deambulando fuera del harén, y ahora rabian porque no me limito a esperar allí al rey, como las demás esposas. Tendrías que haberlos visto día tras día. Algunos de ellos evitaban siquiera mirarme y se dirigían solo a sus colegas. Otros se marchaban murmurando cuando entraban en la sala de consejos y me veían allí, leyendo tus cartas o dictando órdenes a mis secretarios de confianza. Me habría venido bien tenerte aquí, Abú Amir.
El poeta se encogió de hombros.
—Fuiste tú quien me envió a Pamplona, niña.
—Y no me arrepiento, aunque hubo veces en las que deseé estar amparada por tu compañía. Incluso llegué a preguntarme qué podría ocurrir si a mi esposo le sucediera algo. Intenta imaginarlo, Abú Amir… Imagina que Mardánish cayera en alguna de sus campañas contra los almohades. ¿Qué pasaría aquí? Y sobre todo, ¿qué sería de mí?
—Aun si eso pasara, tienes a tu padre. Todos esos de ahí detrás le temen tanto o más que a tu esposo. No debes tener miedo. Más debiera tenerlo yo, que carezco de respaldo. Y hay muchos rivales que desean verme caído en desgracia… Ah, pero mira allí.
Abú Amir señalaba al otro lado del río, a la fértil vega plagada de acequias, alquerías y huertos. Un jinete encabezaba un pequeño destacamento y recorría el camino que venía del sur. Montaba sobre un caballo negro y brioso que casi volaba por la ribera del Segura. Zobeyda no pudo evitar un respingo de alegría al reconocer en la distancia a su esposo y dio un par de pasos adelante. Abú Amir carraspeó.
Las tablas temblaron al recibir los pisotones del destrero de Mardánish. Este pasó la pierna izquierda sobre el arzón y se dejó caer de la silla antes aun de que el animal frenase del todo. El carraspeo de Abú Amir se convirtió en una tos forzada cuando el rey Lobo y su favorita se abrazaron sobre las maderas que el agua del río Segura hacía vibrar a su paso. Un murmullo de contrariedad se extendió detrás, pero los saludos de los aduladores apagaron las voces maldicientes. Mardánish separó su cara de la de Zobeyda y la miró a los ojos. Cuántas noches, absorto en la estrellada oscuridad sobre Córdoba, Écija o Carmona, había deseado hundirse en esas tinieblas como se hundía en la negrura de las pupilas de su amada. La besó con fuerza y notó cómo su cuerpo temblaba por la emoción. Apretó la cintura de la favorita y la atrajo hacia sí. El primer consejero del reino se acercó:
—Sé bienvenido, oh, señor del Sharq al-Ándalus. Murcia se engalana de alegría para recibirte.
Mardánish se separó de Zobeyda y sonrió ante el saludo de Abú Amir. Al ver tras él a su corte de visires y alfaquíes comprendió que el primer consejero trataba de romper el momento de pasión entre los dos amantes, reunidos después de meses de ausencia. El rey Lobo suspiró, recordó el protocolo y devolvió sus palabras a Abú Amir.
—Sé bienhallado, mi buen amigo… ¡Sed bienhallados todos! —Se dirigió a los notables situados junto a la Bab al-Qántara—. Perdonad mi falta de tacto, pero pensad que mi amada Zobeyda es para mí la misma Murcia, el mismo Sharq al-Ándalus. Y traigo para Murcia, amigos míos, lo que he logrado conquistar más allá de Guadix y Segura. ¡Quiero que preparéis una gran fiesta para el pueblo! ¡Vuestro rey está aquí!
El grupo de aduladores aplaudió la decisión y todos avanzaron para inclinarse ante su señor. Algunos ya empezaban a cantar la grandeza de Mardánish bien alto y con afán de ser reconocidos.
—¡Llamaremos a cómicos y malabaristas! ¡Y a las mejores bailarinas de todo al-Ándalus! ¡Larga vida al rey!
—¡¡Larga vida al rey Lobo!! —contestó un mar de voces desde el adarve. Mardánish miró arriba y vio a muchos murcianos encaramados en las almenas. Agitó una mano para saludarlos y prorrumpieron en un sonoro aplauso. Luego hizo un gesto para que todos entraran en la ciudad a su alrededor. Separó el codo del costado para que Zobeyda se agarrase a él y ambos atravesaron juntos la Bab al-Qántara. Un par de alfaquíes arrugaron el gesto, pero se cuidaron de hacer comentario alguno.
—¿Y nuestros hijos? ¿Y Zayda? —preguntó a su esposa al oído.
—Zayda está guapísima. Se ve que va a ser una mujer hermosa. Y Hilal ha empezado ya a cabalgar. Estaba deseando que llegaras porque quiere que le enseñes a tirar con el arco. Ah, y Safiyya es la alegría del alcázar. Todos los sirvientes se desviven por ella…
—¿Y qué es eso del rey Sancho de Navarra? ¿Qué habéis estado haciendo en mi ausencia?
Abú Amir, que caminaba tras la pareja y oía perfectamente sus palabras, volvió a carraspear. Zobeyda se volvió sobre la marcha y miró al consejero, pero siguió con la charla de bienvenida. De todas formas, la maniobra había sido idea suya.
—Mi intento de entablar negociaciones de matrimonio para Zayda con Alfonso de Castilla fracasaron, al menos de momento… —Mardánish alzó las cejas al asentir, como si aquello fuera algo natural—. Pero se me ocurrió que tal vez podríamos probar en Navarra. El rey Sancho tiene un hijo pequeño, ¿lo sabías?
—¿Me estás diciendo que el rey de Navarra viene a Murcia a tratar el matrimonio entre nuestros hijos? —Mardánish hizo la pregunta con incredulidad, aunque no pudo evitar que un brillo de expectativa se le instalara en los ojos. Zobeyda advirtió el cambio en la actitud de su marido e irguió la barbilla con orgullo.
—Nuestro buen amigo Abú Amir viajó a Pamplona a órdenes mías y logró entrevistarse con Sancho de Navarra. Al parecer, y por mediación de Pedro de Azagra, se tiene muy buen concepto nuestro allí. ¿No es cierto, Abú Amir?
—Así es. —El consejero seguía andando inmediatamente detrás del matrimonio. En aquel momento dejaban atrás la Puerta del Puente y se acercaban al alcázar mientras recibían los vítores de los villanos, colocados a los lados de la calle y retenidos por la guardia para no invadir el itinerario del rey—. Sancho de Navarra me trató con gran deferencia. Y debo confesarlo: me resultó extraño después de lo ocurrido en tierras de Aza, donde fuimos poco menos que humillados. En Pamplona, sin embargo, Sancho se mostró muy interesado por Zayda y por la posibilidad de una alianza fuerte. No hablamos de política, pero me hizo muchas preguntas sobre la Marca Superior, sobre nuestras relaciones con Ramón Berenguer, sobre la amistad con Castilla…
—Ya… —Mardánish saludaba a los murcianos con sonrisas, leves inclinaciones de cabeza y gestos de la mano—. Después de todo, Sancho de Navarra vendrá a calcular qué beneficios puede sacar de todo esto, como es natural. Debemos tener cuidado. Una alianza con él podría enemistarnos con gente demasiado poderosa.
—Llegará en pocos días —siguió Abú Amir—. Se le vio muy contento con la idea de abandonar esas frías tierras suyas por un tiempo para venir aquí a disfrutar de nuestro agradable invierno. Eso fue lo que dijo.
—Bien. Lo recibiremos por todo lo alto. Que vea que realmente vivimos en la felicidad y la prosperidad. Haremos que quede cautivado por el Sharq al-Ándalus, como les ocurre a todos. Ofreceré una buena soldada a todos aquellos navarros que quieran luchar por mí en la próxima campaña. Es lo que más me urge en este momento.
—Por cierto, hemos oído las noticias de que el califa está aquí, en la Península —intervino Zobeyda con cuidado para que los visires no vieran que se inmiscuía en ese asunto—. He estado muy preocupada últimamente. Y sigo estándolo. Tú ya estás aquí, pero… ¿corre peligro mi padre?
Mardánish estiró aún más su sonrisa al pasar entre la mezquita aljama y el muro del alcázar, donde más gente había congregada.
—Si tu padre sigue mis órdenes, no sufrirá ningún daño. Mantendrá lo que hemos ganado hasta el próximo verano, y entonces volveré al sur y nos enfrentaremos al califa. En estos momentos, Hamusk está encastillado en Carmona, bien defendido y a salvo de los almohades. No tenemos nada que temer.
Al mismo tiempo. Cercanías de Marchena
Hamusk se enlazó con premura el barboquejo. Dio algunas órdenes a gritos y recogió la lanza que le tendía un sirviente. Miró a ambos lados y soltó un gruñido de satisfacción. A su izquierda y ligeramente por delante, la alcazaba de Marchena dominaba el paisaje, y justo ante ellos se extendía la línea irregular de la caballería enemiga. Nuevas incorporaciones al ejército del califa, a juzgar por su aspecto. No eran andalusíes, desde luego. Y tampoco guerreros masmudas. Hamusk no recordaba haber visto antes a aquellos jinetes, ni siquiera en las ocasiones en las que, al servicio de los almorávides, había luchado en África contra el incipiente imperio de Abd al-Mumín.
—¿Quiénes son esos? —preguntó a su leal al-Asad. El León de Guadix se encogió de hombros y movió el brazo en círculo para desentumecer las articulaciones antes del combate. Luego recogió su lanza de manos de un escudero.
—No lo sé. No los había visto nunca. Por lo que he oído y a juzgar por su aspecto, podrían ser tribus árabes de las que viven a levante del imperio almohade. No parecen muy sólidos…
—Bien. —Hamusk intentó mirar tras de sí, lo que malamente le permitía su abultada panza, el peso de la loriga y todo el armamento con el que cargaba. A media milla, los carros y acémilas habían formado un círculo a cargo de algunos pocos infantes. Allí estaba el botín conseguido en los días previos en los alrededores de Sevilla. No era gran cosa, pero al menos servía para tener contentos a los hombres. Lanzó una maldición cristiana en voz baja. No buscaba un enfrentamiento armado con tropas enemigas, pero ahora no le quedaba más remedio que luchar. Cuando su yerno se enterara, no le sentaría muy bien…—. Pues peor para él —continuó sus pensamientos en voz alta—. Y gloria para mí.
—¿Decías, mi señor? —preguntó con descuido al-Asad.
—Nada. Tienes razón. No parecen muy sólidos. Y prácticamente estamos igualados en número. Solo veo caballería. ¿Ves tú si tienen algo más?
—No.
—Perfecto. Un par de cargas y los habremos debilitado lo suficiente. Se darán a la fuga, seguro. Manda a nuestros pocos infantes hacia Marchena. En cuanto acabemos con esos almohades nos abrirán las puertas. Si no lo hacen, estaré despellejando aldeanos ante la muralla de la alcazaba hasta que solo puedan reconocer el olor de la muerte.
Al-Asad tiró de las riendas y repartió las órdenes entre la delgada fila de infantería de las tropas de Hamusk. Los hombres echaron a correr por detrás de la caballería andalusí y se dirigieron a la alcazaba. Algunos suspiraron de alivio por no tener que entrar en combate inmediato. De seguro tendrían un buen espectáculo viendo desde lejos el choque entre jinetes. Hamusk levantó la lanza y la mantuvo en alto. Todos sus hombres apretaron los puños en torno a las correas de sus escudos, tensaron las piernas y apuntaron sus armas hacia las filas enemigas.
—¡¡A la carga!! ¡¡A la cargaaa!!
El sayyid Utmán escuchó claramente el griterío que se extendía al otro lado de Marchena. Llegaba apagado, pero no le fue difícil interpretarlo. Tras él, pegados a las casas del arrabal, metidos entre ellas, con las riendas sujetas y a la espera, se ocultaban los jinetes árabes de los Banú Yusham y los Banú Gadí. Utmán se abstuvo de arengar a su tropa. Oró en silencio, moviendo los labios mientras sus ojos se dirigían al limpio cielo matinal. El escándalo del otro lado de Marchena dejó volar sus ecos hacia el sur y a él se añadieron pronto los relinchos de los caballos y el estruendo metálico del combate. Había llegado la hora. Desenfundó su espada y la alzó, luego miró atrás y descubrió el rostro contraído de los árabes más cercanos. Empuñaban sus armas nerviosos, expectantes, atentos a los chillidos de dolor que se arrastraban por el aire a través de Marchena. El sayyid movió su arma adelante y espoleó a su montura. Enseguida, las dos tribus árabes se estiraron en una columna caótica que avanzó hacia el norte, bordeó la alcazaba y giró poco a poco a poniente. Utmán hizo cobrar velocidad a su caballo, impaciente por ver cuál estaba siendo el resultado de la batalla. De pronto, cuando el rodeo de la ciudad llevaba cumplido su primer cuarto, advirtió la presencia de infantes que corrían hacia Marchena. Hombres de Hamusk. Andalusíes armados a la cristiana muchos de ellos. Algunos detectaron la nueva columna almohade y empezaron a avisar a sus compañeros, y también a vocear hacia el sur. Pero la algarabía de la batalla era demasiado grande. Utmán consideró sobre la marcha la posibilidad de aplastar primero a aquellos infantes, aunque desechó la idea enseguida. En lugar de ello, completó el perímetro y por fin pudo ver la nube de polvo levantada por el encuentro. Con un rápido cálculo se dio cuenta de que algunos de los árabes de los Banú Riyah habían chocado de frente con la caballería andalusí, pero otros, siguiendo su particular modo de lucha, evitaban el combate cuerpo a cuerpo y caracoleaban a un lado y otro de la refriega. Utmán apuntó su espada hacia la sangría y, ahora sí, los Banú Yusham y los Banú Gadí emprendieron su propio griterío. La columna se fue ensanchando y cobró forma de línea, aunque los jinetes no se preocupaban de mantener la formación.
Los infantes de Hamusk dejaron de desgañitarse llamando a sus compañeros de a caballo. Enseguida se dieron cuenta de que estos iban a ser atrapados entre dos contingentes que los aplastarían sin remedio. Algunos, los más temerosos, arrojaron sus armas y corrieron en un intento desesperado de poner tierra de por medio. Otros consideraron las pocas posibilidades de escapar a pie. Allí, en territorio enemigo, en una zona prácticamente llana y en pleno día. Fueron pocos los que se dirigieron al lugar de la batalla para dar apoyo a Hamusk. Una docena quiso acogerse a los pobladores de Marchena e incluso hubo dos o tres que sopesaron la posibilidad de desertar en medio del combate y pasarse al enemigo.
La tenaza de Utmán se cerró sobre Hamusk. La lucha estaba equilibrada tras el primer choque, pero ahora, rodeados por tropas más ligeras, los jinetes andalusíes se vieron acribillados por las jabalinas enemigas. Los caballeros árabes bajo mando de Utmán rehuían el encuentro; arrojaban sus azagayas desde un corto trecho, volvían grupas y se alejaban mientras escogían un nuevo proyectil de la alargada aljaba que cada uno llevaba colgada de la silla de montar, luego volvían a la carga, pero se detenían a distancia prudencial y lanzaban. Una, dos, hasta tres veces podían atacar así antes de verse obligados a usar la espada o la maza. Los andalusíes trataron de contrarrestar la movilidad enemiga. Se agruparon para lanzar cargas, aun en pequeños grupos, pero aquellos árabes eran como peces que se escurrían de entre las manos del pescador poco avezado. Raramente se enzarzaban en el cuerpo a cuerpo, pues sus pequeños escudos redondos casi no podían oponerse a las lanzas andalusíes. En lugar de ello cabalgaban sin alejarse del combate, rodeando a los grupos que pugnaban por vencer. En poco tiempo, los hombres de Hamusk estaban agotados, sus caballos, derrengados y los capitanes, desesperados. Cierto que los Banú Riyah habían pagado un sangriento precio en el primer choque, pero ahora la ventaja era claramente almohade. Utmán reía mientras veía evolucionar a aquellos ágiles caballeros a los que su padre había añadido al ejército. Comprendió que la victoria era suya y se alzó sobre los estribos para buscar al líder de los enemigos.
—Mochico, ¿dónde estás? —murmuró.
El temor del Señor aborrece el mal: detesto la arrogancia y la soberbia, el mal camino y la boca de dos lenguas.
Hamusk grita de rabia, impulsa su brazo hacia delante y envasa su lanza en el cuerpo de un tipo tocado con un casco cónico rodeado por turbante. La punta de hierro rompe las anillas de su cota, una loriga sin almófar y de media manga. El tipo suelta un bufido y deja caer la maza que lleva, un artefacto más ligero que el que está acostumbrado a ver Hamusk y con una especie de gancho en la parte metálica. El arma queda colgada de un lazo que el jinete enemigo lleva atado a la muñeca. El señor de Jaén tira de su lanza y la sangre abandona a borbotones el cuerpo del árabe; este se estremece e intenta encogerse tras su escudo redondo, aunque la vida escapa de su cuerpo por instantes. Hamusk gruñe y mira alrededor. No conoce a este tipo de guerreros. Es la primera vez que los ve. Su mente, acostumbrada a sacar consecuencias de cada detalle que vislumbra, le advierte de que el imperio de los almohades ha crecido tanto que en sus ejércitos luchan soldados desconocidos. No es bueno eso. No es bueno.
Hamusk ya está buscando a otro de esos exóticos árabes. Localiza a uno e intenta atacarle, pero esta vez no tiene tanta suerte, porque su nuevo adversario tira de las riendas y saca a su animal del tumulto con facilidad. Son resbaladizos, reconoce el andalusí. El señor de Jaén busca otro objetivo más. Entre semejante caos no puede costar tanto cerrar con alguien; gira, galopa entre grupos envueltos en lucha, persigue, pero aquellos enemigos son rápidos. Se alejan lo suficiente para evitar la lanza, aunque no se puede decir que huyan. ¿Qué forma de combatir es esa? Hamusk escupe un juramento e intenta localizar a al-Asad. A su alrededor los hombres mueren, muchos de ellos porque están tan extenuados que no pueden hacer otra cosa que recibir golpes y jabalinas en sus escudos, hasta que alguna de aquellas armas llega a impactar con los yelmos o las lorigas. Entonces caen y son pisoteados por los caballos, algunos de los cuales corren sin rumbo y sin jinete por entre los combatientes. Está saliendo mal. Sus tropas no consiguen encajar el método de lucha de estos nuevos guerreros árabes. El señor de Jaén empieza a preocuparse de verdad.
—¡Mochico!
Hamusk se gira con la cara contraída por la ira. Ha oído la llamada perfectamente a pesar de los alaridos de dolor y los gritos de triunfo. Allí está el hombre que le ha reconocido, sin duda por su edad y su porte, y se ha atrevido a llamarle por su apodo más humillante. No es uno de esos árabes, sino un auténtico almohade de piel casi negra, encaramado sobre una lujosa silla y armado con espada de buena factura. El señor de Jaén supone que se halla ante uno de los dignatarios del califa. Quizás alguno de sus hombres de confianza. Un hafiz tal vez. Incluso uno de esos talaba tan mimadamente educados en la madrasa de Marrakech. Hamusk aprieta los dientes al sonreír. Bien, aquella batalla puede darse por perdida, pero no se largará de allí sin cobrar su pieza en rica sangre almohade. Clava las espuelas en los costados de su caballo y el animal se levanta de manos al tiempo que relincha; luego inicia un fuerte galope y el señor de Jaén enristra la lanza, sube el escudo y baja la cabeza. Se dispone para el choque.
Pero Hamusk no es ya el muchacho robusto que peleó al servicio de los almorávides, ni el hombre recio y abrumador que se hiciera con el poder en Socovos y Segura. Ahora sobrepasa la cincuentena y por sus venas corre fatigada la sangre de un príncipe displicente, demasiado habituado a los placeres de la carne y al exceso con el vino. Su oponente almohade, mucho más joven, detiene con su escudo la lanzada de Hamusk y devuelve el golpe con la espada. El filo pasa ante el señor de Jaén y se hunde en el cuello de su caballo, que emite un ronco bramido antes de vencerse y arrojar a su jinete por encima de la cabeza.
—¡Mochico! —se ríe el almohade, y habla en un aceptable árabe culto—. ¡Caes por tus pecados! ¡Muere, Mochico!
Utmán se dispone a acabar con la vida de su enemigo. Quizá pueda llevar algo más que una victoria a la tienda roja del califa en el Yábal al-Fath. Tal vez incluso sea capaz de presentarle, clavada en una pica, la cabeza de Ibrahim ibn Hamusk, el peor enemigo del Tawhid después del mismísimo Mardánish. Se inclina a un lado, eleva su espada manchada de sangre y se dispone a rematar al señor de Jaén, que ahora se incorpora con torpeza; pero una adarga descolorida y cruzada de muescas se interpone y salva la vida del andalusí caído. Utmán suelta un mugido de ira e intenta tajar de nuevo, pero una vez más la adarga raída para su golpe. El caballo piafa, y el oscuro salvador de Hamusk tiende la mano a este. Le ayuda a montar a su espalda. Luego el jinete se cuela por entre dos grupos de combatientes rodeados de árabes que trotan, se acercan, se alejan y disparan sus jabalinas. Los andalusíes mueren por decenas, por cientos ya. Utmán se ve envuelto en una nueva refriega y tiene que empeñarse por salvar la vida. Se queda atrás, en medio de la batalla. Mata con furia recrecida: el Mochico se le ha escapado.
Más allá, al-Asad sortea al último grupo de andalusíes rodeados y maniobra para evitar a los árabes que serpentean por la llanura, y persiguen y rematan a los últimos hombres de Hamusk con su huidiza táctica del infierno. Algún que otro jinete de los Banú Riyah repara en él, pero está ya demasiado lejos como para renunciar a la matanza cercana. El León de Guadix nota el débil agarre de Hamusk, que se aferra a su loriga para no caer. Al-Asad sabe que no podrá llegar muy lejos así, de modo que busca con la mirada y localiza un animal que, tras salir de la batalla sin jinete, bebe de uno de los arroyuelos que cruzan los campos de Marchena.
—Mi señor, debes montar. Hemos de ir en caballos distintos o seremos carnaza para los almohades —dice mientras tuerce su rumbo el León de Guadix—. ¿Me oyes?
Hamusk contesta con un bufido. Le duele el cuerpo entero y la cota de malla le pesa como toda una vida. Además se ha golpeado la cabeza y se nota torpe. Oye a al-Asad como si le hablara desde mucha distancia y apenas puede recordar qué ha ocurrido, salvo que todo aquello es un desastre. Un auténtico desastre.