La decepción cordobesa
UNOS días después. Sitio de Córdoba
El rey Lobo hizo girar la moneda despacio entre los dedos. Su brillo cambiaba cada vez que las llamas de la hoguera cercana se reflejaban en el metal. Cuando terminó de darle vueltas, se la acercó a la cara y examinó las letras inscritas en una lejana ceca salmantina.
—Spania —leyó, y volvió el vellón leonés para mostrar su reverso—. Fernand Rex.
El viento se llevó sus murmullos hasta el Guadalquivir, que también susurraba al acariciar con su corriente las riberas cercanas a Córdoba. Fernando, rey de España. Pero ¿qué se había creído ese presuntuoso? ¿Acaso no había dejado suficientemente claro su padre que el sueño del imperio estaba desvanecido? Así pues, ¿quién era el rey de León para situarse a sí mismo por encima de los demás monarcas peninsulares?
—Fernando ansía algo más que la herencia que le legó el emperador Alfonso, al que Dios tenga en su gloria.
Mardánish se volvió y descubrió a Álvar Rodríguez cubierto con su manto. Había dejado atrás el pabellón del rey, en el que los demás barones del ejército dormitaban. El Calvo se sujetaba la capa forrada de piel con ambas manos y se acercaba al fuego para mitigar el efecto de la humedad.
—Fernando de León… —El rey Lobo volvió a observar la moneda y la ladeó para presentar al halo luminoso el busto labrado en la superficie—. ¿Puede resultar un problema?
Álvar se encogió de hombros y dejó que su mirada se perdiera en las llamas, ya débiles, que culebreaban entre los rescoldos de la hoguera. A lo lejos, la guardia gritó su consigna, que se repitió como un eco a lo largo de toda la línea de asedio.
—Su ambición es unir bajo una corona los mismos dominios que tenía su padre, o al menos mantener al rey niño de Castilla como su vasallo. O ¿quién sabe? Quizá solo está tomando partido por la familia a la que a priori considera más poderosa. Sabe que la lealtad de los Castro le abrirá las puertas de media Castilla… Ah, es tan difícil.
—Sea como sea, nada de lo que hace nos beneficia.
—Amigo Mardánish, reconozco que soy demasiado bruto para la política, pero hasta una bestia como yo sabe que hace tiempo que asumiste tu soledad en la lucha contra esos africanos.
El rey Lobo asintió y arrojó la moneda leonesa al fuego.
—Ya… ¿Y sabes qué es lo que más me irrita? Que todos esos nobles cristianos no son capaces de ver que mientras ellos se matan por los despojos del emperador, nosotros mantenemos al enemigo alejado de casa. Más te digo, Álvar, y es que sé muy bien que incluso están dispuestos a saltarnos al cuello si finalmente somos vencidos.
El Calvo calló azorado. Mardánish tenía toda la razón. Los nobles castellanos debían de saber a esas alturas que el califa almohade había cruzado el Estrecho, y aun así seguían peleándose. Ramón Berenguer ni siquiera parecía preocuparse. Sus asuntos al otro lado de los Pirineos le tenían más sorbido el seso que una amenaza que para él no existía. Encabezonado en amenazar la Marca Superior de Mardánish, hacía que este tuviera ocupadas allá a tropas que serían de gran ayuda en la frontera con los almohades. El rey Lobo adivinó la vergüenza en el rostro taciturno de su amigo y luego volvió a mirar la moneda leonesa, que ahora enrojecía en el seno de las llamas. Tal vez debería retirarse de allí y dejar el camino libre al ejército de Abd al-Mumín. Que fueran los castellanos quienes guardaran sus propias espaldas.
—No has bebido esta noche —habló por fin Álvar—. Ni siquiera en los momentos de mayor zozobra te había visto tan distraído. Algo tramas.
—Necesito la mente clara, amigo mío. Este asedio ha sido un fiasco desde el principio, y está claro que ha llegado a su fin. Los mensajeros dicen que el califa sigue allí, junto al Estrecho, ocupado en construir ese castillo en Gibraltar. Pero tardará en mandar sus tropas contra nosotros. Sé que debemos replegarnos. Protegernos tras nuestras murallas y esperar otra vez. Esperar, esperar… No me gusta esperar. Los aragoneses jamás nos ayudarán, y tampoco podremos contar con Castilla hasta que el pequeño Alfonso sea suficientemente mayor y asegure su poder. Así que esperar… Esperar ¿a qué? ¿A que el maldito califa de los cabreros decida por fin aplastarnos?
—Pero ¿y Navarra? Recuerda lo que ha dicho Azagra acerca de esa carta que ha recibido de su rey. Quiere conocerte y piensa ir a Murcia. ¿No es buena baza?
—¿Navarra? Bah. Un reino que se parece tanto al mío que me da lástima. Rodeado de buitres implacables que lo despedazarán en cuanto tengan oportunidad. ¿De qué puede servirnos el poco poder de Sancho de Navarra? Además, él no tiene mucho que ganar aquí.
—De cualquier forma, nada pierdes por reunirte con él. Siempre puedes trazar una buena alianza que te ayudará contra Aragón.
Mardánish suspiró y anduvo alrededor de la hoguera para dar la cara a su amigo. Las llamas, a punto de apagarse, temblaron al vuelo del manto negro del rey Lobo.
—Tienes razón. Además, llevo tanto tiempo en campaña que ni recuerdo cómo es vivir en mis palacios. Tengo muchas ganas de ver a Zobeyda… Y a las demás. —Sonrió a Álvar—. Lo más seguro es que las preñe a todas en cuanto llegue.
—Eres afortunado, amigo —el Calvo también sonreía—, por poseer lo que posees.
—Sí. Iré a Murcia y trataré con el rey de Navarra. Aunque, conociendo a mi favorita, creo que ya sé qué es lo que ha atraído a Sancho al Sharq al-Ándalus. En cuanto a nuestras plazas ganadas aquí, debemos guarnecerlas para evitar que el califa las recobre. ¿Qué te parece?
—Ah, ya sabes que no soy un estratega. Mejor que hables de eso con Armengol o con Pedro de Azagra. Pero, desde luego, debemos abandonar este cerco inútil. Aquí, en medio de las tierras del califa, seríamos presa fácil para él.
Mardánish miró hacia las murallas de Córdoba, recortadas contra la bruma blanquecina que se elevaba del Guadalquivir. Apretó los dientes y los músculos de la mandíbula se tensaron bajo la fina barba rubia.
—Sí, dices bien. Nos vamos. Pero antes de desaparecer, tengo que ajustar cuentas con ese gobernador tramposo.
Día siguiente. Cercanías de Córdoba
Ibn Igit espoleaba a su montura con la saña que le despertaba la alegría. Casi no podía creerlo, pero era cierto: el ejército del demonio Lobo había levantado el cerco y tomado el camino de regreso. Tenía que comprobarlo. Asegurarse con sus propios ojos de que Mardánish se alejaba de Córdoba. Por eso había salido de la ciudad al frente de un destacamento. Estaba tan excitado que se separó de sus hombres una vez más; un grito pidiéndole precaución le hizo tirar de las riendas. Miró atrás y vio el destacamento de caballería almohade que se apresuraba para alcanzarlo.
—Vamos, malditos vagos… ¡Vamos, más rápido!
Uno de los jinetes frenó junto a él y se inclinó a un lado para observar el barro removido. Los cascos de los caballos se hundían hasta media uña y las rodadas habían creado surcos que dificultaban el avance.
—No hay duda, se lo llevan todo —indicó el explorador con seguridad.
Ibn Igit sonrió. Bien. Sin duda, el demonio Lobo había recibido las mismas noticias que le habían llegado a él en los días previos mediante más mensajeros nadadores: el califa se había presentado al fin en la Península con un ejército capaz de machacar a los infieles.
—Se va. El Lobo se va con el rabo entre las piernas —el hafiz se frotó las manos ufano—, y sin haber conseguido su objetivo. El califa me premiará por haber salvaguardado Córdoba. Seguro.
El resto del destacamento, más o menos la mitad de las fuerzas cordobesas de que disponía Ibn Igit, llegó hasta el altozano. Se fijaron en el trecho de tierra húmeda y removida, y la alegría de su líder se les contagió. Por fin, tras meses de apreturas, quedaban libres de aquel interminable asedio.
—Hemos de estar preparados para cuando el califa se presente en Córdoba. Porque vendrá, seguro. Y yo debo saber adónde dirigirle para que aplaste al rey Lobo. —Señaló las huellas en el barro—. Van hacia Jaén. No se molestan en ocultarlo, ¿verdad? Asegúrate, pues no me gustaría descubrir que el ejército de ese demonio se ha dividido. No quiero sorpresas.
El explorador hizo avanzar unos codos a su montura y se plantó en lo alto de la pequeña colina. Ibn Igit lo imitó y observó el rostro del rastreador almohade, que oteaba en la distancia con los ojos entrecerrados. El camino serpenteaba ladera abajo hasta atravesar una línea arbolada. Un vado marcaba el lugar por el que el ejército de Mardánish había cruzado el arroyo que, algo más al norte, desembocaba en el Guadalquivir. Al otro lado de la ribera, casuchas aisladas rodeadas de campos de labranza y más pequeñas ondulaciones salpicaban la campiña.
—Jaén… Creo que sí. Toda la hueste ha debido de pasar por aquí —confirmó al fin el explorador—. Tal vez su meta sea volver a Murcia, pero desde luego pasarán por Jaén.
—Claro, dejan las montañas entre ellos y nuestro califa, al que Dios inspire. —Ibn Igit se volvió y se puso una mano sobre los ojos para protegerse del sol del atardecer. Córdoba había quedado atrás y hasta el cauce del Guadalquivir se perdía en la distancia brumosa—. Sigamos un trecho más. Preguntaremos a alguno de los campesinos que viven allí. Nos aseguraremos de que todo el ejército enemigo huye en desbandada.
Los jinetes almohades obedecieron y, para evitar que su señor volviera a tomarles la delantera de forma tan imprudente, se lanzaron al galope hacia el arroyo. Ibn Igit, que seguía extasiado por su propia valía, clavó las espuelas en los ijares de su montura. Meses de asedio sin recibir ayuda, con las plazas próximas cayendo en manos de Mardánish, y él había conseguido resistir. Incluso, merced a una hábil treta, había logrado alejar al ejército sitiador el tiempo suficiente para salir a aprovisionarse. Sí, los cordobeses habían pasado hambre, desde luego. Muchos de ellos incluso habían escapado de la ciudad aprovechando las noches y el paso del río. Córdoba estaba casi vacía, las casas, abandonadas, la población andalusí, exhausta… Pero ¿y qué?
Ibn Igit refrenó un tanto a su caballo. La vanguardia de su destacamento había cruzado el riachuelo y los animales trepaban trabajosamente por la orilla opuesta. Los demás jinetes vadeaban en ese momento y chapoteaban al avanzar las monturas sobre la mansa corriente. El hafiz dejó que su caballo introdujera las patas en el arroyo. El animal se sobresaltó al notar el frescor del agua, pero siguió adelante. Un silbido sonó a la derecha, y enseguida otro a la izquierda. Luego el aire se llenó con un siseo extraño. Ibn Igit volvió la mirada e intentó identificar el origen de aquel ruido. Un sonido seco. Clap. Y después otro. Y otro más. Varios, muy seguidos. Clap, clap, clap. El almohade que precedía al hafiz se venció hacia atrás y por un instante pareció reclinarse sobre la grupa de su caballo. Tres flechas habían aparecido en su pecho, con las astas emplumadas apuntando ahora hacia arriba. El jinete, con la sorpresa marcada en la cara, resbaló por el anca del animal y quedó medio hundido en el vado. Las voces de alarma recorrieron el destacamento, pero ya eran varios los hombres heridos. Dos de ellos tiraron de las riendas para huir. Ambos fueron alcanzados por media docena de proyectiles y se desplomaron entre estertores.
—¡Es una emboscada! —comprendió por fin Ibn Igit—. ¡Retirada! ¡Retirada! ¡A Córdoba! ¡Volvemos a Córd…!
El grito se quebró con un gorgoteo. Durante un instante, el hafiz fue incapaz de entender por qué su voz no abandonaba la garganta. Luego se llevó la mano al cuello y se topó con la fina vara de madera hundida en la carne. El caos de silbidos llenaba el vado. Destellos oscuros atravesaban la arboleda desde ambos lados y se cruzaban ante los ojos del gobernador de Córdoba. Clap, clap, clap… Gritos, órdenes angustiadas y chapoteos. Un caballo se alzó de manos, derribó a su jinete y lo aplastó al caerle encima. El río, limpio hacía apenas unos momentos, bajaba ahora igual de perezoso, pero enrojecido.
El hafiz vio desdibujarse los árboles, y la claridad de más allá, las tímidas ondulaciones del campo, las casuchas blancas. Su montura piafó cuando una flecha se le clavó en el costillar. Ibn Igit se tambaleó y miró a un lado. Allí estaban, rodilla en tierra y medio metidos en el agua. Se movían mecánicamente, como si molieran trigo. Sacaban una flecha de la aljaba, la montaban, tensaban y soltaban. El siseo y los relámpagos negros. Clap, clap, clap… Un segundo proyectil hizo saltar las anillas de hierro y horadó la carne del hafiz a la altura del pecho, y otro atravesó un corvejón del caballo. El animal flaqueó, e Ibn Igit se dejó caer. Sintió el vacío bajo él y luego la humedad. Fría y roja. Tragó agua y saboreó la sangre. Apoyó las manos en las piedras del fondo, intentó alzarse. Ahora que estaba tan cerca, después de todo lo que había tenido que pasar… Ibn Igit aún quiso sonreír con fiereza, ponerse en pie y encarar a sus enemigos para afrontar la muerte como un auténtico almohade, pero no lo consiguió. Ah, qué poquito había faltado. Entrecerró los ojos. Sombras indefinidas se aproximaban a él. Tal vez eran las vírgenes que Dios reservaba a los elegidos. Sonrió. Dentro de poco, manos suaves como la seda verterían en su boca la leche y la miel.
He aquí el jardín que recibiréis en herencia como premio
de vuestras obras.
Los brazos le fallaron y su cabeza volvió a hundirse. Esta vez el rostro chocó contra los cantos redondos y lisos. El agua penetró de nuevo en la boca y una nube roja se extendió a su alrededor.
Con gritos de triunfo que se escurrían por las riberas, los arqueros andalusíes se irguieron y levantaron sus arcos. Otros abandonaron los escondrijos tras los árboles y arbustos de la orilla. Todos confluyeron hacia el vado sembrado de cadáveres. Los primeros en llegar extrajeron sus dagas y remataron a algunos heridos. Otros se dirigieron a los caballos para ver si podía salvarse alguno. Un par de almohades afortunados se perdían de vista hacia Córdoba. Habían logrado huir, aunque uno de ellos no aguantaría mucho, con varias flechas clavadas en la espalda y agarrado al cuello de su caballo. Mardánish avanzó con las ropas mojadas, chapoteando en el agua sanguinolenta. Se dirigió hacia el último hombre que había caído. Vestiduras de mayor calidad que las de los demás almohades; buena espada al cinto y loriga doble; estupendo caballo, ahora herido, y magnífica silla. Todo aquello le señalaba como el gobernador Ibn Igit. Era él, podría apostar media Denia. Metió la mano en la corriente y tiró de las ropas para dar la vuelta al cadáver. Su cota de malla había sido atravesada a la altura del corazón, y una flecha le pasaba el cuello de parte a parte. La cara, sobre la cual pasaba cansina el agua, mostraba gesto de beatitud. El rey Lobo observó los ojos abiertos del muerto. Así que aquel era el tipo que había conseguido engañarle. El que le hizo abandonar el cerco de Córdoba y llevar a sus tropas hasta Sevilla…
El sonido de los cascos llamó su atención. Por entre las chabolas del camino de Jaén, varios jinetes andalusíes llegaban al galope. Mardánish reconoció el estandarte y las hechuras de su suegro, y las de su devoto León de Guadix, que cabalgaba a un lado. Hamusk levantó la mano para ordenar alto a los demás caballeros. Desmontó y lanzó una mirada a ambos lados de la corriente. Al-Asad hizo un gesto afirmativo en signo de conformidad con la masacre, pero Hamusk se carcajeó con el estruendo acostumbrado.
—¡Bravo, yerno! ¡Ya tienes lo que querías! ¿Estaba con ellos ese gobernador africano?
Mardánish señaló con el arco el cadáver que había a sus pies. Hamusk asintió, se metió en el vado y avanzó hasta llegar a la altura de su yerno. Miró con desprecio a Ibn Igit.
—Bien. Meses de asedio para esto: un par de docenas de jinetes almohades en remojo. Ah, y un hafiz muerto. ¡Qué gran negocio!
Mardánish ignoró el comentario y se dirigió a la orilla. Tras los jinetes de Hamusk venían, a paso más tardo, otros hombres que tiraban de monturas vacías. Entre ellos estaban los cristianos aliados del rey Lobo.
—Suegro, lo del gobernador era cosa mía, como te dije. Y ahora ya sabes qué tienes que hacer: vuelve atrás con tus hombres, pasa de largo de Córdoba y dirígete a Écija. Refuérzala con la mitad de la hueste y luego marcha a Carmona. Ninguna de las dos debe caer en manos almohades.
—Claro, claro, lo haré. Tal como ordenas, yerno mío. Pero antes permíteme que les mande un regalito a los cordobeses. Me llevaré la cabeza de este puerco y se la dejaré clavada en una pica ante la ciudad. Un recuerdito de Ibrahim ibn Hamusk.
Mardánish arrugó el ceño. Pensó unos instantes y luego hizo un gesto de indiferencia.
—Como gustes.
—Ah, y algo más. Quiero tu permiso para recorrer la comarca y tomar botín. Yusuf no está en Sevilla, y con él se ha llevado a casi toda su guarnición, seguro. Ya sabes lo cobarde que es. Por eso, como no hay nada que temer, deseo resarcirme de todo este tiempo perdido en tu maldito asedio. No tardaré mucho, solo unas jornadas…
—Ni hablar —le interrumpió Mardánish. En ese momento llegaba Pedro de Azagra a caballo y tirando de las riendas del destrero negro del rey Lobo—. Te refugiarás tras las murallas de Carmona y las reforzarás. No arriesgarás ni un solo hombre.
Hamusk gruñó con los dientes apretados y largó una mirada de odio a su yerno.
—No voy a intentar tomar Sevilla —arrastró las palabras—. Únicamente quiero un poco de botín. Mis hombres necesitan sentir que han ganado algo… ¿Es que no lo entiendes?
—Tú eres quien no entiende. El califa puede caer sobre ti en cualquier momento y sorprenderte en campo abierto, y entonces tus hombres no tendrán nada que ganar, pues habrán muerto todos. —Mardánish, que hablaba con ira contenida por las cada vez más frecuentes insubordinaciones de su suegro, inspiró con lentitud, cerró los ojos y trató de serenarse. Colgó el arco y la aljaba del arzón de su silla y regresó junto a Hamusk. Azagra, el Calvo, el conde de Urgel y Galcerán de Sales asistían como testigos al nuevo enfrentamiento entre los dos líderes andalusíes—. Debes dejar de lado tus ansias de matar almohades. Ya habrá tiempo para eso. En unos días me entrevistaré con el rey de Navarra, y de seguro podremos conseguir que nos ayude. —El rey Lobo miró inquisitivamente a Azagra y este confirmó sus palabras con un asentimiento—. Y luego mandaré mensajeros a Fernando de León y a los Lara, en Castilla. Hablaré con todos, incluso con los portugueses. Abd al-Mumín se ha presentado aquí y deben escucharme.
Hamusk cambió el gesto de rabia por otro de burla. Ayuda cristiana. Se rio por lo bajo y sus carcajadas fueron cobrando fuerza. Al-Asad estiró los labios en un remedo de sonrisa, pero la mueca se congeló en su cara marcada por las cicatrices ante la mirada airada de Mardánish. El rey Lobo trepó a su montura e hizo una señal. Volvían a Murcia.