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Capítulo 34

Cónclave en Gibraltar

DÍA siguiente

Durante toda la mañana se habían congregado las delegaciones alrededor del pabellón del califa. La jaima, enorme y roja, formaba el alma del campamento almohade junto con la sala de recepciones, la mezquita y las tiendas del harén. Todo ello estaba ceñido por un círculo de lonas para ocultarlo a la vista del resto, y rodeado por un primer cinturón de seguridad compuesto por guardias negros del Majzén, impertérritas sus miradas y afilado el acero indio de sus sables. Un segundo cinturón de guerreros masmudas mantenía alejada a la multitud con su presencia y la ayuda de sus lanzas.

El príncipe de los creyentes dejó que el sol subiera y se enseñoreara de la explanada al pie del peñón, pero a nadie le incomodó aquello. En grupos dispersos, de una forma que parecía espontánea, repentinos cantos se elevaban y eran coreados por doquier. En todos ellos, con pequeños cambios en la letra, se deseaba larga vida a Abd al-Mumín o se ensalzaban sus triunfos o su piedad. Hafsa había sido convocada de buena mañana junto con Abú Yafar y otros poetas granadinos, pero la mujer permanecía aislada de los demás dentro de su palanquín. Sauda y Zeynab se mantenían juntas e intercambiaban miradas preocupadas. Les habían dicho que Yusuf, con su delegación sevillana, sería el encargado de abrir la recepción en el pabellón de consejos de su padre. El califa sería honrado por los poetas, quienes, a modo de competidores, se turnarían en alabar la grandeza del imperio, a la persona de Abd al-Mumín y la unicidad de Dios. Después de los de Sevilla venía el turno de los granadinos.

Abú Yafar paseaba de lado a lado sin dejar de estudiar los billetes en los que llevaba anotados sus versos. La perspectiva de hallarse cara a cara con el príncipe de los creyentes le asqueaba y le intimidaba a partes iguales. Utmán veía andar al poeta y sonreía a medias. Tras uno de los pases de Abú Yafar por delante del sayyid, este reparó en que Zeynab seguía a aquel con la mirada. La eslava, distraída, dejó que su miqná se levantara por aquel irritante viento que por lo visto jamás dejaba de castigar las tierras del peñón. El cabello rubio de la muchacha quedó al descubierto y Utmán se acercó sin ocultar su curiosidad.

—¿Tienes el pelo claro, esclava?

Zeynab asintió hacia el sayyid y sonrió por instinto antes de darse cuenta de quién era el que se dirigía a ella. Un estremecimiento congeló la sonrisa en su rostro y, no muy segura de lo que debía hacer, se inclinó teatralmente, con lo que el velo terminó de caer y dejó su cabellera trenzada al descubierto. El corazón martilleó fuerte en el pecho de la esclava, y esta cerró los ojos. ¿Qué ocurriría ahora? ¿La castigarían por mostrar su pelo? ¿Qué harían con ella?

Para su sorpresa, el propio Utmán recobró la tela, que ondeaba al vendaval, y envolvió la cabeza de Zeynab. Luego obligó a la esclava a erguirse y la miró a los ojos. Tomó su barbilla y le hizo girar la cabeza. La muchacha se sintió como una pieza de ganado expuesta en un zoco.

—Estupendo. Rubia y con ojos azules… En Granada no me di cuenta. ¿Tu nombre?

—Zeynab, ilustre sayyid.

Utmán hizo un gesto de complacencia. Junto a Zeynab, Sauda se mordió el labio. Con el rabillo del ojo detectó un temblor en las cortinas del palanquín. Hafsa estaba siendo testigo de aquello.

—Es proverbial la inclinación de mi padre hacia las mujeres con cabellos rubios, esclava. Y sus gustos están inspirados por el propio Dios. ¿Lo sabías? —Utmán examinó de arriba abajo la silueta de Zeynab, remarcada ahora contra las telas de su vestidura por el poder del viento—. En verdad eres bellísima. Dime, ¿estás casada?

—No, mi señor.

—Bien. ¿Estás embarazada acaso? No me mientas.

Zeynab miró a Sauda, pero esta la incitó a responder rápido con un gesto.

—No…

—¿Seguro?

Zeynab se pasó la lengua por los labios y echó la mente atrás, pero no le hizo falta rebuscar mucho.

—Seguro, mi señor. No puedo estar preñada.

Utmán hizo un gesto de satisfacción y miró a ambos lados para asegurarse de que nadie se fijaba en él. Luego, con un movimiento rápido, metió la cabeza por entre los cortinajes del palanquín y habló en voz baja con Hafsa. Enseguida se oyó un murmullo airado de la mujer, pero las palabras del sayyid lograron apaciguar el tono de la poetisa. Sauda aprestó el oído, aunque el sonido del viento y los cánticos de alabanza al califa se imponían a los siseos y le impedían distinguir lo que decía Utmán. Además, aquel anillo era el ocupado por el zoco del campamento, y varios mercachifles querían aprovechar la presencia de las delegaciones andalusíes para dar salida a la mercancía. Sus gritos, que cantaban la prestancia del género, se mezclaban con los regateos rápidos y las discusiones acerca de calidades y precios. Sauda recibió la mirada preocupada de Zeynab y se encogió de hombros. Más allá, viendo el descaro del sayyid al asaltar el palanquín de Hafsa, Abú Yafar apretó los billetes con los poemas en una mano. Sauda se acercó aún más a su compañera y le susurró al oído.

—Se ha fijado en ti. Bien. Y le has causado una honda impresión. A poco tardar estarás metida en su lecho. Sé valiente.

Zeynab asintió y tragó saliva con dificultad. Cerró los ojos y deseó estar lejos, en Murcia o en Valencia, junto a Zobeyda, remojándose las manos en el estanque o adormecida al calor del hammam.

Los poetas sevillanos salieron con premura del pabellón de recepciones cuando concluyó su turno. Se esperaba que el sayyid Yusuf marchara con ellos, pero al parecer el hijo del califa se había quedado dentro, acompañando a su padre. Utmán gruñó al darse cuenta y encabezó la delegación granadina. Cuatro esclavos acercaron el palanquín hasta la tienda de recepciones y lo posaron ante la entrada, y Hafsa salió envuelta en velos claros. Se alisó las ropas, cuidó de que ningún mechón rebelde asomara bajo la miqná, aseguró su litam y se introdujo en el pabellón tras los pasos de Utmán. La seguían Sauda y Zeynab, esta última aún acongojada por el corto interrogatorio del sayyid y la conversación en voz baja con Hafsa.

Los miembros del consejo estaban sentados en semicírculo, con las espaldas contra las paredes de tela del habitáculo. Presidiéndolo sobre una tarima repleta de cojines, Abd al-Mumín aguardaba sentado y con aire de aburrimiento. Utmán se tragó un segundo gruñido al ver que su hermano Yusuf ocupaba el flanco derecho de su padre. El lugar del heredero una vez más. A su izquierda, el almirante supremo Sulaymán y el gran jeque Umar Intí, por supuesto. En los pebeteros se quemaba incienso con profusión y el aire se había vuelto sofocante. Nadie decía una palabra. Solo se oía el ruido del viento al chocar fuera contra las telas del pabellón y hacer que los estandartes almohades flamearan. Tras Zeynab y Sauda, con la tez lívida, entró Abú Yafar, y a este lo siguieron los demás poetas llegados de Granada. Todos ellos formaron una línea a la espalda de Utmán y a los lados de Hafsa y sus esclavas.

—Mi señor Abd al-Mumín, príncipe de los creyentes. Que Dios, alabado sea, te otorgue una larga existencia. —Utmán y los miembros de la delegación granadina se inclinaron al unísono—. Padre mío, traigo a tu presencia a los más afamados poetas de Granada para que te deleiten con sus versos. He rogado a Dios que sean de tu agrado, pero por si mis muchos pecados me hubieran negado el favor del Único, te adelanto que hoy recibirás de mí un regalo. Nada tiene que ver con el pago de los tributos debidos a tu excelso poder. El presente que te ofrezco es mi muestra de agradecimiento por poner bajo mis órdenes a los constructores de tu nueva fortaleza y a la caballería árabe que has traído de África.

Abd al-Mumín asintió, forzó una sonrisa e hizo un gesto para que empezara el segundo turno de declamaciones. Nadie se movió. Los granadinos estaban paralizados por el temor reverencial que despertaba aquel hombre de ropas negras y los jeques que le acompañaban. Sauda notaba latir sus sienes con fuerza. Deseó tener en aquel instante una buena daga. De seguro no habría nadie capaz de evitar que de un salto se plantara ante aquel hombre y le rebanara el pescuezo. Zeynab, por su parte, evitaba mirar a los ojos del califa. Utmán se hizo a un lado y alargó la mano hacia uno de los poetas. Este se adelantó tímidamente y se situó frente al sitial central. Carraspeó un par de veces; su voz salió temblorosa de la garganta:

—¡Oh, tú, ejecutor de la ira de Dios! ¡Refugio de los creyentes, por tanto tiempo sometidos a los impíos! ¡Oh, tú, talismán de los piadosos! Tú, azote de los infieles, de los justos amparo, perdona estos torpes versos y a su pobre dueño, incapaz de alabar con palabras tanta gloria…!

Sauda se fijó en la cara del califa. Los ojos de Abd al-Mumín vagaron desde el poeta hasta el techo del pabellón. No era para menos teniendo en cuenta la baja calidad de los versos y la voz aflautada del rapsoda, pero desde luego había algo más. Junto a Abd al-Mumín, los jeques lanzaban constantes miradas de reojo a los granadinos, a Utmán, a Yusuf… Los demás cortesanos tampoco atendían al poeta. Estaban envarados, atentos al menor movimiento de Abd al-Mumín. La esclava negra suspiró bajo su litam. Qué diferencia con las veladas en Murcia, en Denia o en Játiva, con la música de los laúdes que acompañaban a las poesías, con el frescor del vino y el aroma de las flores. Y era aquello lo que el califa almohade les quería arrebatar. Aquello y mucho más. Esos hombres sentados alrededor de la delegación, los propios jeques, los sayyides… Todos despreciaban la poesía. Era como un símbolo. Una muestra de que arrasarían con lo bello y lo placentero. Sauda apretó los dientes y volvió a fijar sus ojos en los del califa. Había que acabar con él.

Un segundo poeta relevó al primero y comenzó una declamación acerca de la sagrada misión encomendada por Dios al príncipe de los creyentes. Abd al-Mumín puso una mano ante su boca y fingió prestar atención. Utmán arrugó la nariz. Parecía que aquellos hombres se hubieran propuesto acabar con su reputación delante de su padre. Estaban desgranando poesías vacías, llenas de tópicos, de halagos falsos y de fingida adoración. Resopló, tentado de no culparlos. Sabía que estaban hechos a cantar la belleza de Granada, de las alamedas del Genil, de las nieves de las montañas o de la callada gracia de las mujeres. Nada podían inspirarles el calor sofocante del desierto, la inmensidad de la arena, la rocosidad del Atlas, la austeridad almohade o el rostro impenetrable del califa. El sayyid aguantó la respiración cuando llegó el turno de Abú Yafar. El poeta puso un billete ante sí, como si fuera un aprendiz, y recitó de corrido y sin entonación alguna. El sayyid observó de reojo al califa y vio que parecía a punto de dormirse. Castigaría a aquellos rebeldes, sin duda. Les quitaría los pocos privilegios que aún les quedaban. Poesía. ¡Debilidad, más bien! Y pensar que él mismo se había visto subyugado por la hermosura de los versos… Hafsa. Hafsa era su salvación. Aunque era una mujer, claro… La única entre todas las delegaciones llegadas de los territorios sometidos. ¿Cuál sería la reacción del califa al advertir que aquella mujer no era una esclava más, sino un miembro de la delegación granadina?

Utmán decidió no aguardar más para saberlo. Cortó los versos de Abú Yafar con un gesto y le indicó que se retirara. El granadino le miró con rabia durante un fugaz instante, pero enseguida se inclinó y anduvo sin dejar de dar el frente a Abd al-Mumín.

—Padre mío, debes disculpar la poca gracia de mis poetas. Pero permíteme recordarte que es costumbre entre los andalusíes hacer las cosas mal.

El califa no pudo evitar reír ante el comentario de su hijo, por lo que inmediatamente se generalizó la carcajada entre visires y jeques. El más escandaloso con la risa fue Yusuf, que había pasado ya por el trago de presentar a su delegación de sevillanos, lo que había sido menos gravoso porque el califa aún no estaba hastiado de poesía. Las risas crecieron en intensidad y apagaron el sonido del vendaval. Abú Yafar enrojeció de rabia y cambió una mirada con los demás poetas. Utmán, por su parte, se había unido a las risotadas y las exageraba un tanto.

—En verdad —aseguró Abd al-Mumín—, en cualquier cosa se ve lo inferiores que estos andalusíes son a los bereberes. Mas me extraña que, siendo ellos tan afeminados y dados a la molicie, no estén más duchos en eso de la poesía.

—Oh, no desesperes, padre mío —habló entre risas Utmán—. Déjame presentarte a quien mejor se conduce con los versos en Granada. Alguien que supera en maestría a todos los hombres de esa tierra. No podría ser de otro modo, pues la sangre africana corre por sus venas. Permite que te muestre a alguien que vale por diez… No, no por diez, sino por cien hombres de al-Ándalus. —El sayyid estiró la mano y agarró el litam de Hafsa, tiró de él con fuerza y dejó su rostro al descubierto—: ¡Una mujer!

El califa acalló sus risas de repente, y fue imitado enseguida por los demás. Por unos instantes, el silencio regresó al pabellón, y de nuevo el sonido del viento del Estrecho se impuso a todo. Hafsa, incapaz de reaccionar ante el súbito movimiento de Utmán, dejó su gesto congelado, con los ojos abiertos y clavados en los del califa. El litam, prendido a la miqná con alfileres, colgaba ahora a un lado de su rostro, mientras que el cabello aún permanecía oculto.

—Una mujer… —repitió Abd al-Mumín—. Una mujer… bereber… que vale por cien hombres andalusíes. ¡Una mujer por cien varones! ¡Esa es la verdad pues, amigos! Si una de nuestras mujeres vale por cien de sus hombres, ¿en cuánto no seremos nosotros superiores a ellos?

El califa rompió de nuevo a reír, ahora con redoblado brío. En un momento, todo el pabellón fue una carcajada brutal. Hafsa enrojeció mientras se clavaban en su rostro las miradas de los almohades. Tras ella, los poetas granadinos bajaron la cabeza avergonzados. Abú Yafar, además, se sentía herido. Utmán, que había prohibido que nadie salvo él pudiera ver el rostro de su amada, lo mostraba ahora sin recato delante de toda la élite almohade.

—Hafsa —llamó Utmán. La mujer observó al sayyid y descubrió que su chanza era falsa. Tal vez fuera cierto que considerara a los andalusíes inferiores a los bereberes, pero su intención había sido sin duda romper el momento de vergüenza por los versos de los demás poetas. Utmán habló a sabiendas de que los jeques y visires no le oían, pues estaban ocupados desternillándose de risa; algunos de ellos, como su hermano Yusuf, con una exageración rayana en lo patético—. Avanza, deja que vean tu belleza y alaba a tu señor, el príncipe de los creyentes. Será la forma de que estos —señaló con la barbilla a Abú Yafar y los demás— se evaporen de la memoria de mi padre.

Hafsa no lo dudó: dio dos pasos y se desembarazó por completo del velo. Al quedar sus trenzas al descubierto, las carcajadas cesaron y fueron sustituidas por un nuevo silencio, este de queda admiración. Algunos visires observaron de reojo al califa por si increpaba a la mujer, pues aquella exhibición era algo más que insolente. Sin embargo, la hermosura de la granadina apagó toda reprensión. El califa apoyó las manos en las rodillas y se fijó en los rasgos de Hafsa, en el verdor de sus ojos y el elegante trazo de su nariz. La mujer tomó aire para empezar su actuación y extrajo un billete de entre sus ropas. Leyó con rapidez y en silencio antes de volver sus verdes ojos al califa. Se dispuso a declamar de cara a Abd al-Mumín y sin hurtarle la mirada. De repente, antes de que la primera palabra escapara de los labios de la mujer, el califa alzó una mano.

—Aguarda, mujer. Ya hemos visto cómo lo hacen tus amigos andalusíes. Así podrían hacerlo también algunos cuervos que conozco, pues se dice que hasta ellos aprenden a repetir las frases si les enseñan bien.

Una nueva carcajada recorrió la hilera de dignatarios almohades, pero esta vez Abd al-Mumín la detuvo con un nuevo gesto.

—Pero tú eres bereber. Eso, según mi iluminado hijo, debe ser suficiente para que nos muestres un talento que vaya más allá de… repetir palabras como un cuervo. —El califa se levantó y se apresuró a alzar ambas manos a los lados para ordenar que todos los que estaban sentados siguieran en dicha posición. Utmán vio que su padre se acercaba a Hafsa mientras acariciaba su barba. El califa reflexionaba—. Hummm… Todos estos se han dedicado a adularme, pero no es a mí a quien hay que alabar, sino a Dios. —Abd al-Mumín señaló hacia arriba con el índice derecho—. Por otra parte, no se me escapa que tus amigos andalusíes han venido aquí por obligación o en busca de mi favor. Quizá piensan que así, halagándome, conseguirán algo de mí. Pero me gustan las personas sinceras, tanto al dar como al recibir. Así pues, mujer, pídeme sin tapujos. Pídeme algo que me demuestre en cuánta estima tienes a Dios, al Único, cuyo mandato realizo y por el que ahora me hallo aquí, en esta tierra ingrata. Habla pues.

El viento volvió a azotar el pabellón mientras todos atendían a Hafsa. El reto que el califa le había lanzado era casi imposible: solicitar algo al príncipe de los creyentes, algo que, en lugar de servir para el propio disfrute, demostrara la adoración máxima a Dios… La mujer cerró los ojos un instante y movió la mano derecha para mostrar a todos el billete con la poesía que había compuesto el día anterior. Versos que ya de nada valían. Su mente trabajó con rapidez. Pedir para adorar a Dios y, por qué no, seguir acunando a aquel hombre en el dulce diván de la lisonja. Sí, ella podía hacerlo. Abrió los ojos y el verdor intenso se clavó sin miedo en los claros iris del califa. Subió la mano, puso ante el rostro de Abd al-Mumín el papel con su inútil poema y lo dejó caer. Todos siguieron con la vista el balanceo del billete hasta que se posó en el suelo alfombrado del pabellón.

—Oh, señor de los hombres en cuyos beneficios confiamos: concédeme un papel que me defienda del destino, donde únicamente quede escrito por tu diestra «loado sea el Dios Único».

El califa entornó los ojos y repitió en su mente el corto verso. Sencillo y limpio, sin florituras. Sin afectación vulgar, ni afeminamiento andalusí. Lacónico y simple como un almohade. Hecho a medida para el hombre que se sabía mano ejecutora de Dios. Pedir para dar. Un desnudo papel escrito de su diestra. Absoluta confianza en Dios. Piedad por encima de todo deseo terrenal. Pura alabanza al Único. Abd al-Mumín dio un paso atrás y empezó a aplaudir lentamente. Los almohades del consejo aguardaron indecisos. Tal vez el califa se burlaba. Quizás aquel aplauso era mera ironía. El almirante supremo Sulaymán fue el primero en unirse a su señor, y acto seguido lo hizo el gran jeque Umar Intí. Aquella fue la señal para que todos comenzaran a vitorear sin medida. Incluso Yusuf, a regañadientes, tuvo que unirse a la aclamación general a la mujer. Hafsa había conseguido impresionar al mismísimo príncipe de los creyentes. Utmán suspiró y dejó caer los hombros hacia delante.

—Bravo, mujer. —El califa volvió atrás y se sentó sin ocultar su sonrisa de satisfacción. En cuanto lo hubo hecho, Yusuf le murmuró algo al oído y la sonrisa de Abd al-Mumín se trocó en una mueca de desagrado. Luego asintió con lentitud. Utmán, al ver la confidencia, desconfió y decidió que el momento triunfal de Hafsa había terminado. Una cosa era usarla para un golpe de efecto y otra, exponerla al riesgo de que se la examinara según la dura doctrina almohade.

—Vamos, Hafsa, cúbrete y…

—Mi fiel hijo Yusuf me informa, Hafsa —habló de nuevo el califa, con lo que Utmán hubo de callar—, de que eres muy querida para el gobernador de Granada, que también es hijo mío. ¿Es así? ¿Es él quien te quiere o tú le quieres a él?

—También se dice —se atrevió a añadir el propio Yusuf— que mi hermano ha prohibido que nadie, salvo él, pueda ver tu rostro. Aunque bien se ve de qué valen las decisiones de Utmán cuando ni él mismo es capaz de seguirlas.

El gobernador de Granada no dejó que Hafsa contestase. Dio un paso adelante y elevó la voz en un intento de sobreponerse a su hermano:

—Su rostro es de mujer; el de esta, más que ninguno, fuente de zozobra y condenación, y por tanto ha de permanecer velado. Si aquí os lo muestro, es porque en vuestra alma, nobles visires y jeques, servidores del califa, reside una piedad tan fuerte e inquebrantable que ningún rostro puede llevaros a fallar al Único. Y por otra parte, el amor de Hafsa es, por encima de todo y como has podido comprobar, padre mío, para con Dios, el Único. El camino hacia Él lo encuentra esta mujer a través de ti, mi señor y padre, y no se podrá negar que ha intentado llegar a complacerte complaciéndome a mí con su pureza y entrega a Dios. Y todo esto, qué casualidad, tiene que ver con el regalo de que te hablé antes, pues precisamente en virtud del deseo de Hafsa por complacerte —Utmán giró a medias el cuerpo y señaló a Zeynab, ahora medio oculta por el cuerpo de la poetisa granadina—, tu fiel servidora me ha pedido que, en su nombre, te ofrezca como regalo esta espléndida esclava de cabellos rubios y donaire sin igual. Para ti, padre.

Utmán acompañó las últimas palabras develando a la muchacha, con lo que dejó al descubierto su melena recogida en dos largas trenzas doradas. Un murmullo de admiración abandonó la boca de varios almohades al ver la pálida belleza de Zeynab. Yusuf, que por lo visto había heredado de su padre la querencia hacia las mujeres rubias, fue el que más arrebatado se mostró por la belleza de la eslava. Esta, por el contrario, sintió que la sangre dejaba de circular por sus venas. Sus pupilas se dilataron y empezó a temblar ostensiblemente. Sauda, a su lado, se apresuró a cogerle una mano. Hafsa quedó callada y cabizbaja.

—Qué preciosidad… —Yusuf no pudo evitar que sus palabras cobraran alas—. Qué cabello tan hermoso…

—Extraordinaria —reconoció el califa—. No creo haber disfrutado jamás de una concubina tan bella… ¿Está libre de cargas?

—Totalmente, padre —respondió Utmán—. Nada de esposos ni embarazos. Todo según la Ley.

Sauda maldijo para sí. A eso se debía el interrogatorio de allá fuera. Su mente comenzó a embotarse. Aquello no estaba previsto. Zeynab, concubina del califa, el mayor enemigo de su señora, de su rey, de todos sus amigos… Zeynab, la pobre, aterrorizada de miedo. Debía actuar con rapidez. No podía dejar que la frágil eslava se separara de ella. Zeynab no lo soportaría. Acercó su boca al oído destapado de Hafsa y habló sin llamar la atención. Mientras tanto, el califa había ordenado a la esclava rubia que se acercara para poder verla mejor, y el mismo Utmán la había ayudado con un leve empujón.

—Ah, sí que es hermosa. Qué gran regalo, hijo mío. En verdad es piadosa creyente esa mujer, Hafsa, que desde luego vale por cien de esos andalusíes. Dime, Utmán, qué podemos ofrecerle a cambio.

Utmán sonrió sin atender a la callada conversación que Hafsa mantenía con la otra esclava, la de piel negra.

—Sé de una estupenda finca cerca de Granada… Una de esas que los andalusíes dedicaron a sus orgías de vino y sodomía. La llaman ar-Rukn. ¿Qué mejor que donarla a semejante ejemplo de devoción al Tawhid, padre mío? Verán así los granadinos que el vulgar desenfreno de otros tiempos no trae nada bueno y que deben tomar ejemplo de la virtud bereber, pues Dios, ensalzado sea, premia a los justos y castiga a los injustos.

—Sea —admitió el califa casi sin escuchar las palabras de su hijo.

—Mi señor —se oyó de repente la voz de Hafsa, que intervino con el mismo dulce tono con el que había improvisado unos instantes antes—. En nada quiero mentirte. Por consejo de tu hijo y fiel devoto, el sayyid Utmán, al que Dios proteja, te he regalado a esa esclava de cabello rubio y tez clara como el trigo. Deja ahora que yo, solo por iniciativa mía y a fin de honrarte, te regale también a esta otra de piel negra como el azabache, tan unida al alma de aquella como la noche lo está al día, pues si no pudiéramos ver velado el brillo del sol después del crepúsculo, no sabríamos dar valor a la llegada del alba.

Sauda se adelantó por sí misma, se colocó a la altura de Zeynab y se hincó de rodillas. Esta vez fue el califa quien, tras levantarse, develó a su segundo regalo e hizo un gesto de satisfacción con la cabeza.

—Ah, una jornada que se presentaba tediosa se revela como fuente de alegría. Has de saber, mujer, que acogeré de grado a estas dos esclavas como mis concubinas y así me servirán para recordar no solo tus versos, sino también tu sumisión a la fe verdadera. Lleváoslas para que hagan sus abluciones. Que ocupen su nuevo lugar y sigamos pues con las demás embajadas. ¿Quién ha de entrar ahora?

—Los de Málaga, mi señor —contestó uno de los visires.

Utmán hizo una señal y Hafsa se veló de nuevo el rostro y el pelo. Lanzó una mirada triste a las dos esclavas antes de dar media vuelta y acompañó al resto de los humillados poetas granadinos en la salida del pabellón de recepciones. Abú Yafar era con mucho el más derrotado. Aquella escena recién vivida era la estocada de gracia; no solo había sido vilipendiado por el califa y su séquito: además había tenido que sufrir la tortura de ver cómo su amada Hafsa, cuyo rostro le estaba prohibido ver, era develada ante aquellos africanos ignorantes y crueles. Y él no había tenido más remedio que permanecer detrás, relegado a la nada. Su odio crecía tanto o incluso más que el amor que sentía por Hafsa, cuyas facciones temía olvidar. Mientras masticaba ese odio, tomó una decisión. Ya había pasado el tiempo de los planes solitarios y las propuestas ambiguas. En cuanto regresara a Granada, pondría a funcionar el molino. Y su piedra, más tarde o más temprano, aplastaría a quienes lo humillaban. Salió de la tienda el último, como si alejarse de su amada fuera el remedio para su mal.

Tras la marcha de la delegación granadina, Zeynab y Sauda fueron puestas al cuidado de dos esclavos del Majzén, que les indicaron con gestos el camino de las tiendas del harén. Zeynab lloraba en silencio. Se esforzaba por no gimotear, y Sauda apretaba su mano con fuerza y tiraba de ella para que no se detuviera.

—¿Qué será de nosotras ahora? —preguntó la rubia entre sollozos apagados. Sauda miró a los dos enormes soldados negros que las escoltaban. No creía que pudieran entender su idioma, pero aun así habló en susurros.

—Recibimos un mandato de nuestra señora Zobeyda. Esto ha llegado más lejos de lo previsto, pero no debemos amilanarnos. De hecho podemos sacar partido de lo ocurrido. Piénsalo: ya no vamos a tener acceso al gobernador de Granada…, sino al propio califa. ¿Te das cuenta de lo que puede significar?

—No, no me doy cuenta. Tengo miedo. Ese hombre me causa terror. Mira como… como si pudiera leer la mente. Creo que esto no saldrá bien, Sauda. Qué mala fortuna. Qué mala fortuna…

—Deja de quejarte. No podemos hacer nada por el momento. Pero el tiempo está con nosotras. Ya lo verás.

—No… Nuestra señora nos ha enviado a la muerte. Es culpa suya, de Zobeyda…

Sauda retorció con fuerza la mano de Zeynab hasta arrancarle un gritito. Los esclavos del Majzén siguieron andando como si nada, ajenos a la conversación de las dos mujeres. Atrás había quedado el pabellón de recepciones y ahora, a su izquierda, tenían la enorme tienda roja del califa; a su derecha, por encima de las lonas y la ciudad de tela, y al final de la lengua de tierra sacudida por el viento, se recortaba contra el cielo la mole del Yábal al-Fath, la montaña de la Victoria. En su cima ya trabajaban los obreros. Construían la fortaleza que había de servir de base para la gran invasión.

—No hables así de Zobeyda. Ella no sabía nada de esto. Se fio de Hafsa, y gracias a eso nos hemos colado en el nido de la serpiente.

—Hafsa… —Zeynab hipó y se pasó el litam por debajo de la nariz—. Hafsa nos ha traicionado. Lo mío no tenía remedio, ha sido idea de ese puerco de Utmán. Pero lo tuyo… ¿Por qué te ha regalado a ese monstruo africano? Lo ha hecho para entregarnos a él. Nos lapidarán, Sauda, o algo peor. Qué mala fortuna.

—Hafsa no nos ha traicionado. He sido yo quien le ha pedido que me ofreciera como presente, para estar contigo. —Sauda miró a su compañera y sonrió con amargura. A pesar de los ánimos que intentaba insuflarle, sabía que aquella aventura retorcida no tenía ya salida para ellas—. No pensarías que te iba a dejar sola, ¿verdad?

Zeynab se detuvo y se abrazó a su compañera, desatando su llanto una vez más. Los esclavos del Majzén se miraron entre sí y también pararon. Hicieron un gesto de resignado hastío y esperaron a las nuevas concubinas del califa. Al fin y al cabo, solo eran dos inofensivas mujeres, esclavas como ellos, que se consolaban entre sí por un futuro de arena y humillación.