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Capítulo 33

El peñón de la Victoria

FINALES de 1160. Gibraltar

Sauda apretaba con fuerza la mano de Zeynab mientras ambas caminaban entre los masmudas de Utmán. La africana podía notar el sudor frío que corría por la piel de su amiga eslava, y también palpaba el temblor que la sacudía, un temblor causado por algo que iba más allá del simple frío o del aire húmedo, salado y molesto que soplaba desde el mar y barría la lengua de tierra por la que caminaban. Ambas mujeres iban vestidas de blanco, con mantos amplios y largos, y ocultaban sus cabezas y rostros de modo que solamente los ojos quedaban al descubierto. Delante de ellas, cuatro esclavos transportaban en una litera cubierta por cortinas a su nueva dueña, Hafsa bint al-Hach. Tras la poetisa caminaban varios hombres de mirada grave que cuchicheaban entre sí, y al frente de la comitiva viajaba el propio Utmán, rodeado por una guardia apretada de media docena de masmudas armados con lanzas. Se movían por entre las tiendas de una enorme ciudad de tela, montada el día anterior por las delegaciones llegadas de todos los rincones de al-Ándalus. Pabellones venidos desde Niebla, Silves, Tavira, Málaga, Almería, Ronda…, de cada fortaleza y aldea andalusí formaban una urbe abigarrada que a su vez rodeaba el inmenso campamento califal. Cruzaron al siguiente anillo de pabellones, estos africanos por sus estandartes y por los sujetos que se veía en su interior: las tribus subyugadas y fieles al califa, sus cabilas y su enorme corte de funcionarios. Más hacia el centro del campamento circular había incluso un zoco ambulante. Un verdadero mercado para abastecer a millares de personas: vendedores de cebada y trigo, de carne, de verduras, herreros, aguadores, pellejeros, curtidores, que anunciaban su género en las tiendas alineadas como tercer círculo. Y rodeadas por las del mercado, las tiendas habilitadas como mezquita y las del harén del príncipe de los creyentes. La de recepciones, lujosamente engalanada, y en la médula, en el alma de la metrópoli itinerante que representaba el poder almohade, la enorme tienda roja de Abd al-Mumín.

Sauda miró alrededor e intentó grabar en su mente todos los detalles. Sabía que Zeynab sería incapaz de retener nada, aterrada como estaba desde su llegada a la corte de Utmán. Desde el día de su presentación ante Hafsa y de la irrupción del sayyid en su cámara, la rubia eslava apenas hablaba y si lo hacía, era para maldecir su suerte y lanzar malos agüeros sobre su destino. Ya era terrorífico hallarse en Granada, en medio de aquellos masmudas oscuros y malcarados, pero acercarse al propio califa, destructor de ciudades, ejecutor de miríadas de almas y el peor y más poderoso enemigo del Sharq al-Ándalus… Sauda comprendía el terror de Zeynab y había tratado de tranquilizarla. Le había dado instrucciones para calmarse, obedecer y callar; sobre todo para no correr el riesgo de hablar en demasía. Debía confiar en ella. Y confiar en Hafsa. No tendrían nada que temer si se limitaban a observar. En lo que respectaba a ella, Sauda se había propuesto enterarse de cuanto pudiera servir a los propósitos de Mardánish y Zobeyda.

Y tal vez el momento de enterarse de ese algo era ahora, al día siguiente de su llegada. Utmán y sus acompañantes se dirigían a una gran explanada que se adivinaba al frente, y varios grupos de personas parecían confluir, tras salir de sus tiendas en aquel campamento interminable, en su misma dirección. Sauda metía los dedos entre el velo y la piel para abrir camino a los sonidos que, atemperados por el ulular del viento, llegaban hasta sus oídos.

—Ese de ahí —cuchicheó a Zeynab—, el alto… Creo que es Abú Yafar, el amante de nuestra señora.

Zeynab apretó con más fuerza la mano de Sauda.

—No hables —rogó la eslava—. Que no tengan que llamarnos la atención. Qué mala fortuna…

—No seas tonta. Nadie nos oye. El que camina junto a Abú Yafar es Ibn Tufayl. Creo que los dos son los secretarios personales del sayyid.

—Mala fortuna, mala fortuna… —repitió con voz temblorosa la eslava—. No hacemos más que llegar a Granada y nos tenemos que presentar nada menos que ante el califa. Es mala fortuna.

—No, no. Al revés. Esto es excelente. Fíjate bien. Todos esos hombres vestidos con burnús y turbante… Y sus séquitos. Mira cuántos soldados. Creo que Utmán tenía razón: vienen de todos los rincones de al-Ándalus para postrarse ante el califa. Mira, te digo.

Zeynab obedeció a su compañera y paseó su vista alrededor. Caminaban por la planicie fértil y ancha que avanzaba desde tierra y penetraba en el mar. Al frente, a lo lejos, la llanura se ensanchaba y crecía para formar una imponente montaña sobre la que había clavada una nube gris. Atrás habían dejado el inmenso campamento repleto de gente silenciosa con piel oscura. Personas que cumplían cada una de las cinco oraciones obligatorias, algo a lo que las dos esclavas no estaban acostumbradas después de su vida relajada en la corte de Zobeyda. Ahora más y más séquitos se dirigían hacia el gran peñón del fondo. A un lado y otro de los granadinos, numerosos grupos de soldados escoltaban a sayyides, visires, secretarios, escribanos, gobernadores. Sauda no había visto ninguna otra litera, y las pocas mujeres que acertaba a localizar parecían esclavas, como ella y Zeynab. La africana se mordió el labio e inclinó la cabeza. Trató de captar la información que, en forma de susurros, le traía la brisa. Cerró los ojos para concentrarse en los sonidos. Por fortuna, la gente caminaba en silencio, causando solo una suerte de siseo. Por eso, cuando alguien murmuraba, a la africana no le resultaba difícil aguzar su sutil oído y captar la mayoría de las palabras. Delante de ellas, Abú Yafar e Ibn Tufayl entablaron un nuevo diálogo cuchicheante. Sauda asintió inconscientemente al interpretar las frases a media voz.

—Nos dirigimos a una especie de recepción. Creo que por fin vamos a conocer al califa… Espera, a ver qué dicen ahora… Ayer desembarcó Abd al-Mumín, según se cuenta… Ibn Tufayl dice que el califa ha mandado construir un castillo enorme, toda una ciudad. —La africana calló para seguir escuchando lo que decían los dos secretarios, y luego volvió la vista hacia el peñón envuelto en nubes—. Allá arriba, sobre esa montaña…

—¿Cómo puedes oírlo? Yo no distingo…

—Shhh. Sí… El califa ha tomado una determinación. —Sauda calló de repente y miró a Zeynab con intensidad. La eslava comprendió de inmediato que el resto de la información había alarmado a su amiga africana.

—¿Qué? ¿Qué determinación?

—Han dicho que ese castillo que quiere construir en el peñón será el lugar donde se reunirán sus ejércitos… para acabar con el rebelde Mardánish.

Se habían detenido mucho antes de que la tierra se inclinara para subir abruptamente y formar aquel gigantesco peñón. Atrás, tierra adentro, quedaba el enorme campamento presidido por la tienda roja del califa de los almohades. Ahora estaban en la parte más ancha de la planicie que el mar flanqueaba por ambos lados. Los sirvientes de los africanos habían erigido allí un inmenso graderío de madera, y Utmán acababa de subir hasta mitad de altura, a un rellano que marcaba el centro exacto de la construcción. Allí se reunía con otros hombres de los que se adivinaban más principales, a los que saludaba con una mezcla de efusión y distanciamiento, con gestos calculados y nerviosos. El séquito de poetas y secretarios andalusíes permanecía al pie de aquella estructura, formando parte del abigarrado gentío que se aposentaba como mejor podía.

—Hafsa no ha salido de la litera. —Zeynab se ponía de puntillas para mirar por encima de los turbantes de los demás. En su condición de esclavas, tanto ella como Sauda habían sido relegadas a las últimas filas.

—¿Te has fijado? Hay miles de personas aquí. —Sauda también intentaba atisbar algo por entre los hombros y cabezas de la gente.

—Decenas de miles. Todos los que están en el campamento y más. Y nos han colocado a ambos lados de… un camino. Eso parece, ¿no?

La africana miró a su derecha y arriba, a lo alto de la construcción de madera. Los bordes de aquella tarima gigante estaban llenos de banderas ajedrezadas, verdes, rojas… Y una mayor y de color blanco, con caracteres cúficos grabados en oro, presidía a las demás con su sentencia:

«No hay otro dios que Dios. Todo el poder es de Dios. No hay fuerza sino en Dios.»

Las banderas crujían al soplo del vendaval traído por el mar, y había tantas que a veces la tela de una rozaba al flamear el mástil de la siguiente.

—Siguen un protocolo —observó Sauda—. Creo que esos son los mandamases, los hijos del califa, sus jeques… Ah, con una buena compañía de arqueros andalusíes acabaríamos con ellos…

Zeynab puso su mano ante la boca velada de su compañera y la miró con angustia.

—¿Quieres que nos degüellen como a cabritillas?

Sauda apartó la mano de la eslava con suavidad, dejó de espiar a los privilegiados y siguió observando a su alrededor. Sí, eso era: la tarima gigante otorgaba un lugar de privilegio para presenciar algo. A ambos lados de la construcción, la gente seguía agolpándose en una línea marcada por más banderas clavadas en el suelo, todas estas ajedrezadas en blanco y negro. Entre asta y asta, guardias armados con lanza permanecían inmóviles y con la mirada perdida. Sauda apoyó la mano en un hombro de Zeynab para auparse.

—Al otro lado de la explanada se arremolina más gente. También hay banderas y soldados. Es como si… Claro. —Sauda asintió. Por fin terminaba de unir los cabos. Era como cuando ellas iban y venían al zoco o a los baños públicos por Murcia y la gente se agolpaba en la calle para verlas pasar y recibir limosna, y la guardia real les abría camino y alejaba a los moscones inoportunos—. Es un desfile. Nos han colocado para ver un desfile.

Zeynab arrugó el ceño.

—Pues será muy corto, porque la anchura de ese pasillo es enorme.

Sauda calló para no aumentar la desesperanza de su compañera. Allí estaban reunidos los principales cargos de los almohades en al-Ándalus, y también sus vasallos andalusíes más destacados. Decenas de miles, había dicho Zeynab. Y aquella tarima gigante… Seguro que había costado días construirla. No, Sauda no creía que el desfile que se disponían a ver fuera a ser corto.

De pronto, el continuo y desagradable siseo de los murmullos se quebró y fue sustituido por ruido de cascos. Sauda intentó detectar su origen al mismo tiempo que cientos de cabezas que se volvían hacia el norte.

—Vienen varios jinetes —informó Zeynab, que era ligeramente más alta que la africana.

Sauda pudo ver entonces por encima de los turbantes a los caballeros vestidos de blanco que llegaban al galope. Se distribuyeron a lo largo de la fila de espectadores y repartieron algunas órdenes a gritos. Como resortes, los guardias de a pie armados con lanzas se dieron la vuelta y se dedicaron a golpear con las conteras a la gente que se alineaba y que sobrepasaba, siquiera unas pulgadas, la raya que formaban los mástiles de las banderas almohades. El murmullo creció hasta convertirse en un quejido de protesta, pero los espectadores hicieron un movimiento unánime hacia atrás que pronto se trasladó a las últimas filas. Sauda y Zeynab retrocedieron un par de pasos.

—¿Imaginas qué pasaría si unos simples soldados se comportaran así con los visires de Mardánish?

—Callaaa. No nombres al rey… —se quejó de nuevo Zeynab. Aunque lo que decía Sauda era cierto. Los guardias almohades trataban a bastonazos a secretarios, consejeros y visires como si fueran chusma o esclavos. La eslava sonrió a pesar de su miedo. Curiosamente, los esclavos, que ocupaban las últimas filas, eran quienes no recibían golpes.

Los jinetes se alejaron al galope y se detuvieron a cada trecho para repetir las órdenes y delinear las filas. Mientras tanto, los ocupantes de la tarima central tomaban asiento sobre los cojines colocados en los peldaños de madera. Sauda reparó en uno de los gruesos troncos que servían como columnas de soporte a la construcción. A pocas varas penetraba en la tierra uno de aquellos pilares, al que estaban clavadas otras vigas que iban conformando el esqueleto de la estructura. Sin pensárselo, la africana fue hacia allí, se apoyó en el tronco y se encaramó a la primera viga como si fuera un estribo. De inmediato mejoró su ángulo de visión y pudo observar el orden impoluto de todo el espectáculo. Zeynab fue junto a su compañera pero se abstuvo de trepar por miedo a que alguien recriminara su comportamiento, aunque lo cierto era que todo el mundo atendía al centro del pasillo o a lo alto de la tarima sin reparar en las dos esclavas.

—Da miedo… —susurró Sauda—. Todos ellos visten burnús y llevan turbantes. Son iguales… Y sus caras… están crispadas. Espera… Algo se acerca.

Una nueva brisa pareció levantarse desde el norte, pero Sauda se extrañó: las banderas seguían flameando hacia allí, lo que indicaba que el viento no había cambiado. Enseguida se dio cuenta de no era brisa lo que se oía, sino otro murmullo, el de miles de ropajes que se cimbreaban y arrugaban, el de miríadas de rodillas que se doblaban y se posaban en el suelo, crujidos de tendones habituados a la buena vida, quejidos de cuerpos bien alimentados, suaves, rechonchos y plácidos que acusaban la poca costumbre de doblegarse. De pronto, los turbantes descendieron y las cabezas tocaron la tierra. Sauda se sofocó al quedar al descubierto, pero se mantuvo inmóvil, como si de ese modo nadie pudiera descubrirla. Zeynab, por su parte, imitó de inmediato a los demás, cayó de rodillas y se dobló hasta que su frente, cubierta por el velo, tocó el suelo. Los sonidos cesaron y Sauda pudo ver entonces lo que se aproximaba. Por un momento pensó en bajar de su improvisada atalaya y postrarse, al igual que acababan de hacer todos. Incluso estuvo segura de que, de no hacerlo, podía sufrir un castigo terrible. Pero la curiosidad era más fuerte. Sus ojos se entornaron y se concentró en lo que venía. Era un animal, sí. Uno grande. ¿Un caballo? No. Demasiado grande. Además, no llevaba jinete. O sí, llevaba algo sobre la grupa…

—Baja, Sauda. Baja, por favor, y arrodíllate… Te despellejarán a latigazos. Nos castigarán a las dos… —sollozó Zeynab desde el suelo sin atreverse a levantar la vista de la tierra.

Sauda no hacía caso. Además, no había ojos inoportunos observándola. Todos estaban humillados; vueltos hacia abajo. Nadie se atrevía a alzar la mirada. Sí, era cierto: su comportamiento debía de ser a la fuerza irreverente… Pero necesitaba saber. Saber qué era aquello. Lo que abultaba en la grupa. No, eso era más bien una joroba. O dos… ¿Un camello?

—Una camella… —murmuró al fin con seguridad Sauda—. Una camella blanca.

Una camella blanca, como la que el Profeta montaba cuando regresó a La Meca. Traída a propósito desde la tierra del Profeta, sin duda. Carente de jinete, por supuesto, aunque engalanada como una hurí. Sauda sonrió por la comparación que había creado su mente. La camella caminaba justo por el centro del paseo trazado para el desfile, guiada por un hombre envarado y de humilde vestido; sobre las jorobas del animal había una litera abierta y férreamente sujeta, en cuyas esquinas se erigían cuatro delgados mástiles que sostenían sendas banderas rojas. En la litera había algo no muy grande… ¿Una caja metálica? No. Sauda se pasó la lengua por los labios y movió la cabeza a un lado. Una caja de madera… forrada de oro. Planchas de oro que fulguraban con cada rayo del sol. Y había más destellos. Destellos verdes, rojos… Piedras preciosas. Incrustadas en las planchas de oro. Perlas, rubíes, esmeraldas. ¿Qué llevaría aquella caja? El animal llegaba ahora a su altura, y con cada paso, elegante y lento, la cajita relucía y cambiaba la combinación de colores destellantes. Sauda se dejó atrapar por el hechizo de la luz y por la blancura inmaculada de la piel de la camella. Por los hilos de oro que colgaban de los arreos, por las rojas banderas de seda que flameaban al empuje del vendaval y por el silencio supersticioso que invadía la explanada. Por un momento, la esclava pensó que la bestia blanca dirigía su mirada hacia ella, y sufrió un largo escalofrío.

El sayyid Utmán separó la vista de la madera recién lijada de la tarima y se puso en pie al tiempo que el resto de sus acompañantes. Abajo, justo al llegar a la altura de la gran construcción de madera, el guía de la camella la había detenido y permanecía inmóvil. Poco a poco, con un susurro, decenas de personas empezaron a alzarse tímidamente. Unos a otros se fueron imitando y por cientos, por miles, los espectadores se levantaron. Utmán observó a izquierda y derecha, y descubrió en todos la misma expresión sobrecogida, el temor reverencial que despertaba la caja labrada con aquel ejemplar único del Corán. El libro de Ibn Tumart, el Mahdi. La fuente singular de la que brotaba toda la verdad para, como un diluvio, inundar aquella tierra de mentiras y convertirla en un mar de adoración a Dios, al misericordioso, al omnipotente… En el centro de la tarima, un par de filas por detrás de Utmán, se elevaba el sitial de honor, todavía vacío. El lugar del califa. Siempre en alto. Siempre rodeado por sus súbditos. Junto a esa silla había espacio libre dispuesto para los dignatarios principales: el heredero del imperio y los jeques y visires de mayor confianza para el príncipe de los creyentes. Entonces, el joven gobernador de Granada reparó en algo.

—¿Dónde está mi hermano Yusuf?

La pregunta había surgido de repente, sin que el joven sayyid Utmán, aún inmaduro para controlar sus impulsos, pudiera retenerla dentro de su boca. Varios visires almohades de rango menor le miraron, aunque no se atrevieron a hacerle gesto alguno de reprobación. Por muy joven que fuera, se trataba de Utmán, hijo del califa. El sayyid gruñó al darse cuenta de que no podía recibir respuesta. Todos debían permanecer en silencio hasta el momento culminante del acto. Y sin embargo, ¿dónde? ¿Dónde estaba su hermano, el gobernador de Sevilla? ¿Acaso no había acudido a la cita? Imposible. El día anterior lo había visto cuando el califa delineaba con su propia mano la nueva fortaleza del peñón y le encargaba a Utmán la supervisión de las obras. Allí había estado Yusuf, desde luego, con su gesto retraído y sus sonrisas complacientes, siempre cerca del padre de ambos, Abd al-Mumín. El pusilánime Yusuf, dos veces vencido, una por cada uno de los mayores enemigos de los almohades en al-Ándalus: los cristianos y el rey Lobo. Utmán movió la cabeza a los lados y miró abajo de nuevo. Rebuscó entre el gentío, pero allí había decenas de miles. Olvidó momentáneamente a su hermano y otra persona ocupó su mente. ¿Dónde estaría Hafsa? Lástima que la granadina tuviera que permanecer velada y lejos de él. Su impresionante belleza morena no podía lucir como merecía entre todos aquellos turbantes… Pero ¿en qué estaba pensando? Utmán chascó la lengua. Hafsa era una mujer. Una mujer. Notó un súbito remolino en el estómago. Le ocurría cada vez que pensaba en ella, en su calor en el lecho de la munya, en sus manos suaves, en su mirada verde… Ah, otra vez. El sayyid sacudió la cabeza para escapar de la influencia de la poetisa. Allí estaba él, ante el sagrado Corán del Mahdi, dejándose llevar por pensamientos pecaminosos. Se mordió el labio inferior y dirigió la vista a la enorme sombra que empezaba a inundar el corredor abierto en el istmo. Hacía años que no disfrutaba del espectáculo incomparable de los ejércitos almohades en orden de marcha. Y allí estaban.

Un jinete avanzaba en cabeza, guiando a su montura con lentitud. Con bonete largo y negro, y una capa del mismo color que caía sobre la grupa del animal a modo de gualdrapa. El caballo, blanco e inmaculado, seguía las pisadas de la camella que lo había precedido. El jinete apenas manejaba las riendas, y su vista se movía de un lado a otro. Un punto de admiración invadió a Utmán, como siempre, al ver el efecto que el califa Abd al-Mumín, el príncipe de los creyentes, causaba entre sus fieles. No había nadie capaz de aguantar su mirada. Los turbantes bajaban a lo largo de la fila cuando el líder de los almohades recorría los rostros con sus penetrantes ojos. Utmán conocía bien la sensación, pues como el resto de sus hermanos, la había sentido a menudo. De hecho, solo sabía de dos personas capaces de sostener la mirada del califa: su hijastro Abú Hafs y el gran jeque Umar Intí.

Abú Hafs. Un escalofrío recorrió la espalda de Utmán al recordar a su hermanastro. Por suerte, se había quedado en África, al frente del gobierno de todo el imperio al otro lado del Estrecho. Tal era la confianza que despertaba en el califa. Abú Hafs era hijo de la misma madre que Yusuf y, a pesar de no llevar su sangre, el califa consultaba con él todas las decisiones importantes.

Utmán movió la cabeza a los lados. No quería pensar en Abú Hafs. Le irritaba recordar su mirada sanguinolenta, que aterrorizaba y sojuzgaba voluntades. Su atención volvió abajo otra vez y buscó a los dos principales prebostes del imperio tras el propio califa. Ellos sí habían cruzado el brazo de mar que separaba los dos continentes: el gran jeque Umar Intí y el almirante supremo de la flota almohade, Sulaymán. Y por cierto que allí debían de venir ambos, con aquel cuerpo escogido que avanzaba a caballo tras el califa. Utmán forzó la vista. El caballero que guiaba a su montura tras la de Abd al-Mumín tenía que ser, según la costumbre, el primogénito y heredero, Muhammad. Pero aquella figura era más enjuta y parecía encogerse…

El sayyid se adelantó un paso, sorprendiendo por segunda vez a los dignatarios de la tarima. El que ocupaba el lugar reservado para el sucesor del califa era… era… No podía ser. Pero era.

Yusuf.

—Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea.

Un murmullo respondió a la tercera ruptura del protocolo por parte del joven y díscolo gobernador de Granada. Aunque Utmán no se arrepintió esta vez de su irreverencia. ¿Qué hacía su hermano Yusuf cabalgando en la posición de honor? ¿Dónde estaba el hermano mayor de ambos, Muhammad? ¿Qué ocurría allí?

Tras el califa y Yusuf venían los demás dignatarios de primer nivel. Los retoños de la Yamaa ilustre, los elegidos. Sin duda, el gran jeque Umar Intí y el almirante Sulaymán, y tal vez los hijos de estos. Utmán olvidó durante un instante la turbación por el lugar que ocupaba Yusuf y observó admirado a los esclavos montados del Majzén, que como siempre formaban la guardia escogida del cuerpo noble. Un destacamento de caballería de enormes guerreros negros con el torso desnudo cruzado por sus correas y con las enormes lanzas en perfecto orden. Sus caballos, también negros, parecían caminar al mismo paso sin necesidad de que sus jinetes apretaran siquiera los cincelados muslos contra sus monturas. Detrás de la guardia negra del Majzén venían las banderas de las cabilas en manos de sus portaestandartes. Los colores rojos, verdes, blancos y negros avanzaban orlados, ajedrezados, cruzados, salpicados, y crujían al viento del Estrecho. Inmediatamente después desfilaban los cien atabaleros del ejército califal y, en el centro, un carruaje tirado por varias mulas. Sobre él, un grandioso tambor de madera dorada de más de quince codos de circunferencia. Utmán sonrió admirado: era la primera vez que veía el famoso tambor almohade. Aquel ingenio estaba pensado para poder ser escuchado a media jornada de distancia, y se decía que su solo sonido aterraba a los enemigos del califa, de modo que no eran pocos los enemigos a los que Abd al-Mumín había puesto en fuga con él. Y ahora el tambor estaba en al-Ándalus. Bien. Aquello agradaba a Utmán, porque significaba que su padre se había decidido realmente a traer la guerra a aquella tierra de infieles irreductibles.

El caballo del califa se detuvo y, de inmediato, le imitaron todos los jinetes del cuerpo noble. Los esclavos del Majzén se movieron hasta formar un círculo perfecto y rodearon al príncipe de los creyentes y a sus allegados, que por fin estaban a la altura de la tarima. Abd al-Mumín desmontó con lenta destreza, sin requerir ayuda alguna. Su capa negra se arrastró por tierra y el califa avanzó hacia la escalinata de madera. A su paso, los guerreros almohades inclinaron las cabezas. Utmán se alisó el burnús e inspiró, dispuesto a recibir a su padre. Este ya ascendía con cuidada parsimonia, escalón a escalón, con la capa recogida sobre el brazo, la mirada alta y la larga barba gris rozando su pecho. Miles de ojos lo seguían. Lo adoraban. Lo consideraban el sucesor del Mahdi. La voluntad de Dios en forma de hombre. Cuando culminó la subida, los dignatarios se arrodillaron y humillaron las cabezas. Utmán lo hizo el primero y su mirada se dirigió a los pies descalzos del califa. Al hacerlo, el sayyid pudo entrever a su hermano Yusuf, todavía montado a caballo y junto al animal blanco de Abd al-Mumín. El gobernador de Sevilla sonreía beatíficamente con la cara dirigida hacia su padre, pero sus ojos se movían a ambos lados y recorrían las filas de los espectadores cercanos. Yusuf se aseguraba de ser visto y reconocido, de que todos pudieran atestiguar que era él quien ocupaba el puesto del heredero. Pero… ¿dónde estaba el verdadero sucesor, Muhammad?

—Levantaos —mandó el califa. Su voz sonó, como siempre, fluida, en un tono grave y un volumen bajo que obligaba a cuantos le rodeaban a atender sin tregua para no perder ni una sola de sus palabras, pues al califa no le gustaba repetir sus órdenes.

Todos obedecieron al momento y Abd al-Mumín ocupó su puesto en el sitial fabricado con la misma madera que la tarima. Abajo, Yusuf y los demás miembros del cuerpo noble desmontaron y, en una fila en la que cada uno conocía perfectamente su puesto, fueron ascendiendo los escalones y tomaron posiciones alrededor del califa. Yusuf dirigió una mirada que quería aparentar distracción a su hermano Utmán, y el sayyid le respondió con un gesto de ira mal disimulada. El gobernador de Sevilla tomó su puesto a la derecha de su padre. Una vez más, el lugar del heredero. Utmán retiró la vista iracunda de su hermano cuando sintió sobre él como una puñalada la del gran jeque Umar Intí. El viejo clavaba en él sus hundidos ojos. Adivinaba los pensamientos que cruzaban la mente del sayyid. Un silencioso reproche rasgó el silencio, pero el gran jeque se abstuvo de reprender al joven y se situó a la izquierda de Abd al-Mumín. Otro hombre de la misma edad que Umar Intí llegó tras él y se puso a su lado. Utmán lo miró detenidamente, pues hacía años que no veía al almirante Sulaymán, el líder militar más capaz del ejército almohade. Nadie lo habría creído al ver su aparente debilidad física. Sulaymán era rechoncho y de corta estatura. Utmán pensó que aquella figura habría cuadrado sin rechinar en un puesto del zoco de cualquier ciudad africana o andalusí, vociferando la variedad de su género, vendiendo perfumes, pescado o cestas. Sin embargo, Sulaymán era el responsable de las mayores victorias de los ejércitos almohades. Bajo sus órdenes habían muerto multitudes de guerreros masmudas, y a su empuje habían cedido decenas de miles de soldados enemigos, cientos de tribus rebeldes y docenas de ciudades. Y si el gran jeque Umar Intí era el creyente más fiel al que Utmán conocía, nadie había más cruel que el almirante Sulaymán. Su brutalidad era proverbial, tanto con los enemigos vencidos como con los traidores. Aunque había quien decía que el hijastro del califa, Abú Hafs, superaría pronto a ambos, tanto en fidelidad como en crueldad.

Otros jeques, talaba, hafices y grandes visires fueron subiendo y ocuparon sus puestos en el lugar de honor. Algunos de ellos, al reconocer a Utmán, le dirigieron miradas respetuosas y ligeras inclinaciones de cabeza a las que el sayyid respondió.

—Que continúe la parada —ordenó el califa. Un hafiz hizo un gesto desde arriba al jefe de la guardia negra y este transmitió la orden con un grito gutural que parecía salido de las profundidades de la selva africana.

Las filas detenidas se movieron de nuevo, y las banderas reanudaron el desfile seguidas del gran tambor de guerra almohade. Utmán venció las ganas que tenía de mirar de nuevo a Yusuf y mostrar bien a las claras su estupor por la ausencia de Muhammad, y se esforzó por concentrarse en el alarde militar de Abd al-Mumín. Resultaba evidente que el califa había aprendido de lo ocurrido en sus posesiones africanas, por eso se aseguraba de que sus vasallos andalusíes fueran testigos del poder al que estaban sometidos. Así a nadie se le pasaría por la cabeza rebelarse.

—Estoy encantado con mi decisión de fortificar este peñón —volvió a oírse la voz del califa. Utmán afinó el oído aunque no quitó la vista del desfile. Una vez roto el protocolo de silencio, el almirante Sulaymán contestó a Abd al-Mumín.

—Es idea muy acertada. La más acertada. De hecho, es evidente que está inspirada por Dios y destinada al triunfo. —La voz de Sulaymán era extrañamente parecida a la del califa, como si fuera el resultado de años de imitación en su tono, en la modulación de las palabras, incluso en su volumen susurrante.

—Espero que el tiempo te dé la razón, Sulaymán —intervino Umar Intí—. De otro modo parecería que Dios, bendito sea su nombre, no está con nosotros.

—Oh, lo está. Lo está. Ese peñón es un símbolo, ¿sabes? El Yábal Táriq. La montaña de Táriq, el primero de los fieles que pisó esta tierra hace cientos de años. Su venida fue el preludio del triunfo del islam en al-Ándalus. Y ahora, cuando los infieles creen que pueden imponerse, un nuevo Táriq… No, alguien aún más poderoso y amado por Dios, nuestro califa, llega para devolver al islam lo que nunca debió arrebatársele. Ah, pienso que deberíamos cambiar el nombre de esa montaña y que no volviera a llamarse Yábal Táriq. Su nuevo nombre tendría que ser…

—Yábal Abd al-Mumín —completó Yusuf. Utmán contuvo una mueca de asco al oír la burda adulación de su hermano—. Así la llamaremos a partir de ahora.

—Ese peñón tiene ya un buen nombre —atajó el califa—. Dejémoslo como está.

—Por supuesto —respondió enseguida Sulaymán.

—Sin duda —se avino Yusuf. Utmán no disimuló su sonrisa. El principal temor de todo almohade era contradecir al califa. Todos los que le rodeaban se pensaban mucho sus palabras antes de decirlas. Se sabía de jeques decapitados solo por insinuar disconformidad con la voluntad del príncipe de los creyentes, que ahora volvía a hablar con aquella voz que parecía arrastrarse por la tierra y enroscarse como una serpiente.

—Desde Qasr Masmuda nuestras naves transportarán un enorme ejército, el mayor que jamás hayan visto estas tierras díscolas. Y desembarcaremos aquí, en el Yábal Táriq; por eso la fortaleza debe estar lista enseguida. ¿Lo oyes, Utmán?

El sayyid se volvió, solícito ante la llamada de atención de su padre. Asintió al tiempo que apretaba los labios.

—Estoy deseando que tu fortaleza, oh, príncipe de los creyentes, domine ese peñón. Y para mí, como guía de los ejércitos almohades de al-Ándalus, será un gran honor llevar tus tropas a la victoria y aplastar a los infieles.

Yusuf carraspeó y las aletas de la nariz del gran jeque Umar Intí se ensancharon cuando este aspiró el aire salado con fuerza. A Utmán no le pasó desapercibida la actitud de ambos, pero el califa no respondió a la insinuación. Ciertamente, Utmán había llegado años atrás a la Península con el cargo de comandante supremo de las fuerzas almohades, y su intención era seguir en él. Pero todavía le confundía el papel que jugaba su hermano Yusuf.

—La victoria es ya un hecho —afirmó complacido el califa—. Los andalusíes rebeldes no lo saben, pero se enfrentan a un poder al que no pueden derrotar. Lo estoy pensando mejor, y tal vez sí cambiemos el nombre a este peñón. Pero no para ponerle el mío, pues sería vanidad molesta para Dios, alabado sea. El Yábal al-Fath. Eso es: la montaña de la Victoria. No quiero volver a oír eso de Gibraltar. Que la llamen así los infieles, si lo desean. No nosotros.

—La montaña de la Victoria —repitió el almirante Sulaymán—. Sublime.

—Sublime —dijo también Yusuf. Utmán estiró una sonrisa complaciente y se volvió a dirigir al califa:

—Y por cierto, padre mío, que nada sería más grato que contar con tu liderazgo para llegar a esa victoria. Con África pacificada, seguro que tu legítimo sucesor, Muhammad, no tendrá problemas para controlar tus dominios al otro lado del Estrecho. Por eso no ha venido, ¿no?

Yusuf volvió a carraspear. Utmán se dio cuenta de que su hermano quería hacerse notar. El gran jeque Umar Intí hizo caso omiso del comentario y el almirante Sulaymán miró al califa.

—Tu hermano Muhammad… —empezó a contestar Abd al-Mumín, pero se interrumpió antes de seguir—. Ah, tu hermano Muhammad. Sin duda su lugar es allí, en África. Y sí, por supuesto que yo estaré aquí, al frente de mis ejércitos y rodeado por mis más fieles consejeros. —El califa hizo un gesto amplio con la mano y señaló a su derecha, a Yusuf, y a su izquierda, a los jerarcas Umar Intí y Sulaymán. Utmán se dio cuenta de que él mismo no parecía estar incluido en el círculo de confianza. Era el momento de poner a Yusuf en aprietos. Tal vez así la verdad asomaría a la superficie de aquello que empezaba a parecer demasiado una red de disimulos.

—Perfecto, padre mío. Ah, estoy deseando ver a nuestros enemigos aplastados por el poder omnipotente de Dios. Como sabes, ya hemos ocasionado duras derrotas a los cristianos y a ese rebelde de Mardánish.

—Mardánish, sí… —repitió el califa sin dejar de observar las banderas almohades, que en ese momento rebasaban la tarima y seguían desfilando hacia el peñón—. Siento pena por él. Si pudiéramos atraerlo a nuestro lado, sus fuerzas nos serían de mucha ayuda.

—Pero, padre —intervino por fin Yusuf. Utmán sintió un mordisco de alegría. Era cuestión de tiempo que su hermano hablara de más y le ahorrara a él poner de manifiesto su incapacidad militar—, Mardánish es peor incluso que los cristianos. Y su ejército no es nada. Apenas un puñado de campesinos del Sharq. Su verdadero poder reside en los mercenarios infieles… —El gobernador de Sevilla se interrumpió. Temía y odiaba a Mardánish, y aquello le había llevado a contradecir, aun con timidez, a su padre.

—Los mercenarios cristianos están pagados con el oro de Mardánish. —Utmán intentó aprovechar el error de Yusuf—. Sus monedas circulan por toda Castilla, por León, Navarra, Aragón… Mardánish es inmensamente rico. Si lo atrajéramos a nuestro lado, los cristianos se replegarían tras sus fronteras. Nos pondríamos a las puertas de Toledo y de Zaragoza, incluso de Barcelona. Ciudades de recursos inacabables, como Murcia y Valencia, serían nuestras bases. Muy pronto, las orillas del Tajo y el Ebro pasarían a pertenecerte, padre. Mardánish es el objetivo. Ha de dejar de ser un obstáculo, sea pasándose a nuestro lado, sea cayendo bajo nuestros pies.

El califa asintió despacio, lo que complació enormemente a Utmán. Yusuf, por su parte, parecía buscar un argumento para responder. Frente a la tarima, el carruaje con el tambor gigante y los atabaleros habían terminado de pasar. Era el turno de las escuadras de caballería árabe. Muchos de aquellos jinetes habían sido incorporados al ejército almohade tras las campañas de los últimos años en África. Su fama de indisciplinados los precedía, y de hecho desfilaban con líneas retorcidas y sin guardar orden. Pese a la apariencia de anarquía, el califa apreciaba su valor en combate. Abd al-Mumín sonrió bajo su barba mientras las interminables filas de jinetes árabes pasaban por delante del estrado.

—Las cabilas de los Banú Riyah, los Banú Gadí y los Banú Yusham —explicó con complacencia el califa—. He ordenado venir a estas tribus porque sin duda serán un enemigo formidable para la caballería cristiana. He oído hablar de esos jinetes infieles cargados de hierro, y a ellos opondremos a estos árabes, ligeros como el viento. Se quedarán aquí hasta que completemos nuestro gran ejército de África.

—Magnífico —apuntó Utmán—. Es una idea excelente. La caballería cristiana es muy peligrosa y nos ha causado problemas. —El sayyid se volvió hacia su padre y fingió avergonzarse por haber hablado de más—. Quiero decir…, no a mí, desde luego… Yo los rechacé sin dificultades en Almería. Pero… en fin… —Utmán miró a Yusuf y este enrojeció. Umar Intí lanzó una mirada furibunda al joven gobernador de Granada.

Casi veinte mil caballeros árabes armados con mazas, jabalinas y escudos redondos pasearon ante la tarima. Tras ellos, más jinetes, también ligeros pero mejor formados, entre cuyas filas se mezclaban almohades y otras tribus sometidas. Utmán se pasó la lengua por los labios y saboreó el momento. Los guerreros de a pie llegaron caminando con pasos largos y pisotearon las bostas de los caballos. Primero desfiló la infantería del Majzén y despertó la admiración del público, que, más relajado, hacía tímidos comentarios que se transformaron poco a poco en un murmullo incesante. Los guerreros negros, grandes y armados con sus lanzas y sables, desfilaban con la mirada fija al frente; al aproximarse a la tarima empezaron a entonar un himno tribal. Los Ábid al-Majzén cantaban a golpes, con voces roncas que acompasaban al tamborileo rítmico de sus propios pasos. Una oleada de temor recorrió a los espectadores al verlos pasar de cerca. Sabían que aquellos hombres estaban juramentados para luchar hasta el fin, que consideraban cada día como el último de sus vidas y que toda su existencia estaba dedicada a un adiestramiento máximo cuyo único objetivo era abastecer el infierno de infieles antes de sucumbir.

—¿No quedarán aquí algunos de estos esclavos del Majzén, padre mío? —preguntó con sorna Utmán—. Tengo entendido que mi hermano Yusuf cuenta con algunos de ellos. Pero muchos cayeron en Zagbula, ante las fuerzas de Ávila, hace casi cuatro años… Ah, qué lástima. Habrá que sustituirlos.

El bufido de enfado del gran jeque Umar Intí pudo oírse por todo el estrado. Utmán ensanchó su sonrisa sin dejar de observar a los imponentes guerreros negros, que desfilaban a un paso más largo y rápido que los demás miembros del ejército y cantaban al tiempo en su idioma ancestral.

—Utmán, hijo mío… —murmuró el califa en voz aún más baja de lo habitual, lo que hizo que todos afinaran bien el oído—. Quizá tú también quieres a algunos de mis Ábid al-Majzén.

—De ningún modo, padre. —El sayyid se volvió, ufano—. Como sabrás, no los he echado de menos en mis triunfos contra los infieles. Mis guerreros masmudas…

—¡Triunfos! —le interrumpió de súbito Abd al-Mumín. Todos se sobresaltaron al percibir la repentina subida de tono del califa—. ¡Triunfos! —repitió, y se levantó de su sitial. Un vahído de terror recorrió la tarima. Yusuf palideció y Umar Intí miró de reojo a Utmán como si le echara la culpa de lo que fuera a suceder a continuación. Ajenos a lo que ocurría sobre el estrado, las últimas filas de los guardias negros rebasaban la posición—. ¡Triunfos! ¡Ah, ved, mis fieles! ¡Ved a mis hijos, los sayyides que defienden la fe en al-Ándalus! ¡Vedlos ufanarse de sus triunfos! —Abd al-Mumín descendió a la altura de los dignatarios y anduvo hasta el mismo borde del estrado. Al volverse, hizo volar la capa almizclada. Sus ojos, insólitamente claros, recorrieron los rostros compungidos—. ¡Miro alrededor y me maravillo de esos triunfos! Oh, pero… —el califa fingió extrañarse y se inclinó como si buscara algo que escapaba a su vista— ¿dónde está mi fiel Ibn Igit, gobernador de Córdoba? ¿Dónde? ¿No ha venido mi leal vasallo? ¡Mi intención era encargarle que trajera el sagrado Corán que guarda en la mezquita de su ciudad para unirlo al del Mahdi, cuya memoria guarde Dios…! ¡Ah, una reliquia única que no veo aquí! Pero decidme ya: ¿dónde está Ibn Igit?

Los almohades se miraron unos a otros. Las voces del califa habían llamado la atención incluso de los espectadores de abajo más cercanos a la tarima. Tras la figura de Abd al-Mumín, las cabilas bereberes desfilaban, cada una con su vestimenta y armamento propios. Las tribus zanata, sanhaya, harga, tinmallal, hintata, yadmiwa, yanfisa… Miles de nómadas bajo sumisión, fieles convencidos, simples campesinos fanatizados, auténticos almohades o buscadores de fortuna y aventura. Fila tras fila empuñaban jabalinas y lanzas, escudos alargados o redondos, y aun así no eran nada más que una mera muestra, una pequeña avanzada de cada cabila…

—¿Dónde? —siguió preguntando el califa a voz en grito—. ¿Dónde está mi fiel hafiz Ibn Igit?

—Ibn Igit está cercado en Córdoba, mi señor —respondió al fin Umar Intí, aunque no dejaba de observar a Utmán con gesto fiero—. Aislado y sometido a asedio desde hace meses por nuestros enemigos.

El califa, que continuaba su actuación histriónica, se echó las manos a la cabeza, dando vuelo a las anchas mangas de la túnica.

—¿Cómo? ¿Un hafiz almohade asediado por infieles? ¿En Córdoba? ¿A las mismas puertas de Sevilla? —Abd al-Mumín miró a Yusuf y este bajó de inmediato la cabeza—. ¿A las mismas puertas de Granada? —Utmán, por el contrario, aguantó la mirada enfervorecida y terrible de su padre. Se arrepentía de su atrevimiento al forzar la situación, pero también se resistía a mostrarse atemorizado. Aunque lo estaba. Y mucho. El califa había llegado a ordenar la ejecución de varios de sus propios hermanos, así que ¿hasta qué punto podía confiarse en su cariño paternal?

—Córdoba estaría ya liberada si yo contara con suficientes tropas, mi padre y señor —repuso Utmán—. Pero, desgraciadamente, el ejército que comandé para tomar Almería volvió a África. Lo único que podemos hacer es fiar de nuestras murallas.

—¿Fiar de nuestras murallas? —Abd al-Mumín se acercó a su hijo y puso su cara a unas pulgadas de la de Utmán. El sayyid no pudo evitar que su mandíbula temblara y terminó bajando la vista al suelo entarimado. El silencio, tamizado por el ulular del viento, solo se rompía por los cantos ya lejanos de los Ábid al-Majzén—. Fiar de nuestras murallas tampoco parece el remedio, pues importantes plazas han caído bajo el ataque enemigo o por traición. —El califa hizo un gesto hacia el gran jeque Umar Intí—. Recuérdame el nombre de esas plazas, mi leal compañero.

—Carmona y Écija, luz del islam. Por no hablar de Jaén, Úbeda, Baeza, Andújar…

—¡Vaya! ¡Las murallas no son suficiente defensa, por lo que parece! —El califa tronó de nuevo y salpicó de saliva el rostro de su hijo Utmán—. Deberías aprender de tu hermano Yusuf, que acepta con humildad su situación y no se vanagloria de sus… ¿cómo los has llamado? Ah, sí: triunfos.

Utmán apretó los puños escondidos en las amplias mangas de su burnús. No alzó la mirada, pero estaba seguro de que Yusuf sonreía aliviado ahora. Su padre descargaba sobre uno la ira que debiera dirigir contra otro. Pero ¿por qué? ¿No había logrado él, el sayyid Utmán, reconquistar para Dios la importante ciudad de Almería? ¿No había derrotado para ello a un ejército combinado de cristianos y musulmanes renegados? ¿Acaso no tenía su propio cuerpo cruzado por las cicatrices del combate? ¿Es que no padecía cojera por sus heridas en la lucha? Se clavó las uñas en las palmas de las manos y los párpados le dolieron al forzar su cierre. No. Sin duda, el califa, libre del error por la inspiración divina, decía la verdad. Sus triunfos eran vanos. Fruslerías. Nada digno de enorgullecerse.

—Te ruego perdón, padre mío —susurró al fin el sayyid—. Dame esas tribus árabes de caballeros y te traeré la cabeza de Mardánish en una cesta.

El califa se volvió hacia el alarde. Dio la espalda a su hijo. Las cabilas almohades se alejaban después de desfilar, y ahora llegaba el turno de los guerreros andalusíes alistados en las tierras conquistadas. Infantería ligera a la que Abd al-Mumín ya había usado como exploradores e incursores en el norte de África y en su reciente campaña contra los sicilianos. Aquellos andalusíes sometidos, armados con azagayas y espadas cortas, prescindían de escudos o cualquier otra protección y eran capaces de echarse al monte o al desierto y sobrevivir con cuatro mendrugos de pan. Eran las últimas tropas del desfile, una parada militar compuesta de decenas de miles de guerreros, y sin embargo, una pequeña parte del ejército que planeaba reclutar para la invasión total de al-Ándalus. En poco tiempo todo estaría listo, y a pesar de ello el califa aún no sabía cómo usar a sus hijos en ese trance. Habría que vencer la resistencia de ese rebelde rey Lobo, y luego todavía quedaba lo peor: los fríos páramos castellanos y leoneses, las tropas portuguesas y aragonesas. Ah, y los navarros, y en el norte más lejano, los francos… Por suerte, aquellos cristianos adolecían del peor mal posible: la desunión. Bien, tiempo habría para despojar a los infieles, recuperar todo al-Ándalus e ir más allá, allende las cumbres nevadas del Yábal al-Burtat. Ahora necesitaba curtir a sus hijos, sobre todo al díscolo Utmán. Confiaba en él, lo sabía valiente, leal y buen guerrero, pero pensaba que no estaría de acuerdo con sus planes políticos. Habría que mantenerlo apartado. Alejarlo de la fuente del poder. Hacer de él el subalterno que debía ser…

—Bien, Utmán. —La voz del califa había vuelto a su tono habitual, lo que causó más de un callado suspiro de alivio entre los escogidos de la tribuna—. Dirígete sin tardanza a tus nuevas tropas, los jinetes árabes. Preséntate a sus jeques y arráeces como su nuevo líder. Ve.

Utmán hizo una firme inclinación y cojeó escaleras abajo. Con las tropas del desfile alejándose hacia el peñón, el público había sido autorizado para abandonar sus puestos y ahora invadía el pasillo marcado con miles de pisadas de la infantería y huellas de los cascos de los caballos. Los espectadores se arremolinaban frente al estrado, a una segura distancia merced a las conteras de las lanzas masmudas. Algunos empezaron a agitar las manos para saludar al califa, y una cantinela fue creciendo hasta convertirse en el lema repetido por miles de gargantas.

—Allahu rabbu-na, Muhammad rasulu-na, al-Mahdi imamu-na!!

—Dios es nuestro señor, Mahoma es nuestro profeta, el Mahdi es nuestro imán —repitió desde lo alto el califa mientras, con los brazos abiertos, parecía acoger en su seno a todos los seguidores del Tawhid. Sulaymán y Umar Intí avanzaron desde sus puestos hasta el borde del estrado y cada uno ocupó un lugar al lado de Abd al-Mumín.

—Utmán es en verdad un gran guerrero —confesó el gran jeque Umar Intí. Nadie, salvo el califa y Sulaymán, podían oírle. Los demás elegidos permanecían detrás, a lo largo y ancho de la grada de madera, sin atreverse a abandonar su sitio mientras el pueblo vitoreaba el poder de Abd al-Mumín—. Se cree mejor que Yusuf. Y en realidad… —Umar Intí, a pesar de contar con años y años de confianza con el califa, no quiso terminar la frase. El almirante Sulaymán lo hizo por él.

—En realidad lo es. La cuestión es si permanecerá leal.

—Parece una contradicción —repuso el califa con tono preocupado aunque seguía gesticulando teatralmente hacia la multitud—. Si Utmán es tan bueno…, si es con mucho el mejor de mis hijos…, ¿qué impide que sea él quien un día me suceda?

—No es puro, mi señor —intervino de nuevo Sulaymán—. Aunque intenta llevarlo en secreto, es de muchos conocido que calienta el lecho de una mujer granadina. Una hembra que, aun de sangre africana, es impía y sucia, hecha a la lujuria y al desenfreno, como todas las andalusíes. Desearía estar en un error y que Dios lo evitara, pero puede que Utmán sea demasiado… débil. Al igual que lo fueron los almorávides, mi señor, que cayeron bajo el hechizo de estos malditos andalusíes. Además, tu hijo peca de orgulloso.

—Eso es cierto —convino Umar Intí.

—Pero… —El califa seguía dudando, aunque jamás lo manifestaría ante nadie aparte de aquellos sus dos principales jeques y consejeros— Por eso hemos apartado a Muhammad, el primogénito, de la sucesión. Por eso lo hemos relegado a la nada. Utmán, por otro lado, se dispone a comandar una fuerza de combate, y gobierna varias ciudades…

—Yo jamás te llevaría la contraria, mi señor. Tú mismo sabes, en tu interior, que Muhammad y Utmán no son iguales. —Sulaymán acompañó sus palabras de un gesto de negación—. Los pecados de Muhammad le han perdido para siempre. Utmán es distinto. En su corazón habitan la piedad y el amor a Dios, pero no podría desempeñar tu cargo, mi señor. Yusuf sí lo hará bien cuando llegue el momento.

El califa repitió el movimiento de girar el cuerpo ante la chusma y esta redobló sus gritos y su letanía. Después, Abd al-Mumín miró atrás y sorprendió a Yusuf extasiado por la expresión de júbilo fanático del gentío. El califa volvió a dudar.

—Yusuf no ha sido capaz de llevar ninguna de sus misiones con éxito. Lo único que pudo cumplir fue el exterminio de aquel nido de piratas… ¿Cómo se llamaba?

—Tavira.

—Eso. Pero luego fue derrotado por los cristianos de Ávila y se dio a la fuga.

Umar Intí tosió nervioso ante las palabras del califa. La vergonzosa huida de Yusuf en Zagbula era un secreto. Lanzó una mirada de reojo a Sulaymán y descubrió que las comisuras de los labios del rechoncho almirante se torcían hacia arriba. Comprendió enseguida que él no era el único que contaba con fuentes de información ocultas. Aquello era un juego peligroso, desde luego. Por fortuna, ambos prebostes, Sulaymán y Umar Intí, estaban de acuerdo en que era Yusuf quien debía suceder a Abd al-Mumín. Yusuf era lo suficientemente… manejable. El califa suspiró con aire fatigado. Tanto el gran jeque y el almirante supremo como su hijastro Abú Hafs le habían convencido para hacer recaer la sucesión en Yusuf, pero no terminaba de agradarle el carácter de este.

—Lo de Zagbula, mi señor, fue un pequeño desastre, aunque no supuso gran cosa…

—No. Sin embargo, su derrota a las puertas de Sevilla fue peor. Su autoridad quedó en entredicho no solo ante los sevillanos, sino ante el propio Mardánish, que ahora se atreve a arrebatarle las plazas que bordean el Guadalquivir. —El califa replegó las manos y las introdujo en las mangas de su amplia túnica negra. Se le ensombreció el gesto—. Y lo que no podemos consentir tampoco es que Yusuf acabe convencido de su incapacidad. Está llamado a gobernar el imperio más amado por Dios. A ser príncipe de los creyentes.

Sulaymán asintió en silencio. Umar Intí también calló y observó que su compañero reflexionaba. Por fin, el almirante supremo habló, imitando una vez más la inflexión de la voz del califa.

—Hemos de hacer que Utmán aprenda humildad, y al mismo tiempo hemos de regalar confianza a Yusuf. —Se volvió hacia Abd al-Mumín—. Mi señor, permite que me quede aquí, en al-Ándalus. Nómbrame consejero personal de tu hijo Yusuf y ordénale que siga mis dictados. En cuanto a Utmán, el tiempo nos dará la ocasión de ponerle en su sitio. Por de pronto mantenlo aquí, supervisando personalmente la construcción de tu fortaleza en el Yábal al-Fath. Dios, el Único, nos mostrará la senda.

Abd al-Mumín asintió.

—Sea. En unas semanas regresaré a África y comenzaré los preparativos. Mandaré construir barcos y armas y aprovisionar bastimentos. Haré llamamientos a lo largo de todo el imperio y reuniré el mayor ejército que jamás hayamos tenido. No. No un ejército, sino cuatro. Como los cuatro jinetes a los que los infieles temen, porque traerán su apocalipsis. Vosotros os desharéis de ese incordio de Mardánish, y cuando tengamos el camino libre, mandaré un ejército contra cada frontera infiel. —El califa miró a Umar Intí para pedir confirmación, pues no había memorizado todavía la situación de cada reino cristiano. Aquellos molestos habitantes de la Península eran algo que jamás le había quitado el sueño.

—Portugal, León, Castilla, Aragón —enumeró el jeque los reinos con frontera inmediata con tierras musulmanas—. Actúan siempre por separado e incluso enemistados. Sus nobles son veleidosos y recelan unos de otros, y hasta se permiten desafiar a sus propios reyes. En cuanto a la chusma, sus milicias son simplemente rateros de ganado, rapiñadores de mujeres y niños en tierra de nadie. Si los atacas a la vez, los barrerás. Con Castilla y Aragón caerá también el pequeño reino del pamplonés, y así habrás completado tu destino en al-Ándalus, mi señor.

—¿Qué hay de sus frailes soldados? He oído hablar de que algunos de ellos se dejan ver por aquí, al igual que por oriente.

El almirante supremo Sulaymán hizo un gesto de desprecio. Él, como el gran jeque Umar Intí, había estudiado exhaustivamente la geografía de la Península y conocía sus avatares, cada puesto avanzado, cada fortaleza, cada paso de montaña. Se había aprendido de dónde venía cada dinastía, qué parentescos y rivalidades unían o separaban a unos reinos de otros, quiénes eran más dados a la traición, quiénes más obstinados.

—¿Frailes soldados cristianos? Apenas unos pocos hombres abandonados a su suerte en cuatro fortalezas de frontera. Debes saber que, tras la toma de Almería por Utmán, aquellos a los que llaman templarios, ni siquiera una docena de infieles, abandonaron a su suerte los pasos de la Sierra Morena. Créeme, mi señor. Vencido Mardánish, tus estandartes ondearán en Toledo en unas semanas, y en apenas unos meses gobernarás León, Zaragoza, Barcelona y Pamplona. Y hasta nuestra camella blanca pasará, portando el sagrado Corán, sobre los cimientos arrasados del templo infiel de Compostela. Los ríos de al-Ándalus bajarán teñidos de sangre cristiana y cada iglesia, cada abadía, cada sinagoga serán derruidas para permitir que hermosas mezquitas se eleven como gesto de agradecimiento a Dios. Construiremos madrasas para crear toda una nueva élite de talabas en Burgos, en Huesca, en Oporto, en Oviedo…

Abd al-Mumín aprobó aquellas palabras con un gesto de afirmación. Le complacía lo que oía aunque todos aquellos nombres le fueran extraños. Era bueno tener a sus fieles jeques como consejeros. Suspiró de nuevo. La parafernalia del desfile, el viaje del día anterior desde Qasr Masmuda, la delineación del castillo, la escena en el estrado. Todo aquello le cansaba. Umar Intí advirtió la fatiga del califa.

—Retirémonos ya, mi señor. Disfrutemos del descanso, comamos y oremos. Mañana será un día largo. Recuerda lo que ordenaste: poetas de todo al-Ándalus vendrán a postrarse ante ti y a recitar sus estupideces. Será tedioso, pero reposado. Y además así te congraciarás con ellos y te asegurarás parte de su cuestionable fidelidad. A estos afeminados les encantan esas simplezas.

Abd al-Mumín volvió a asentir. Poesía. La odiaba, pero Umar Intí tenía razón. Ah, qué ingrata tarea le había encomendado Dios.