Noticias desde la otra orilla
OTOÑO de 1160. Sevilla
Yusuf sonrió complacido y llamó con un gesto a uno de los esclavos, que le llevó un aguamanil de plata. El sayyid mojó las manos en él y las limpió de la película dulce y pegajosa que las había impregnado. Luego, con un lienzo que el propio esclavo dejaba colgar de su antebrazo, las secó parsimoniosamente. A continuación, se levantó del cojín y anduvo a lo largo de la sala. Varios visires de la corte se alzaron también de sus sitios en muestra de respeto y, aunque ellos no habían terminado de comer, permanecieron en pie, atentos en silencio a los movimientos del sayyid. Este caminó hacia una de las ventanas y se asomó. Por el patio del alcázar al-Mubárak, entre los naranjos y alberquillas, deambulaban algunos talaba mientras discutían en voz baja, seguramente sobre teología, como siempre. Ah, qué sosiego acunaba al sayyid. Levantó la cara y dejó que los rayos del agradable sol otoñal le bañaran la piel casi negra. Sonrió. Aquel mismo sol tostaría en aquel momento las caras apergaminadas de los reos ejecutados en los últimos meses. Varias decenas de sospechosos habían sido ajusticiados fuera, cerca del lugar donde el olivarero del Aljarafe se desangrara a principios de año.
Yusuf se pasó la lengua por los labios para recoger el último rastro de azúcar. Aquel funesto día, cuando el demonio Lobo se plantó con todo su ejército a las puertas de Sevilla, el sayyid había sentido pánico. Durante días temió que Mardánish ordenara asaltar las murallas, y eso le aterrorizaba. Bien que los muros de la ciudad eran altos y gruesos, pero tenían pocos defensores. Muy pocos como para sentirse seguro. Al principio, mientras se debatía entre las ganas de abandonar Sevilla y la parálisis que el horror le provocaba, el sayyid se había preguntado qué hacía aquel andalusí loco allí. ¿Por qué había dejado el asedio de Córdoba? ¿Y por qué, además, después de todo el tiempo invertido en él? Luego había venido el extraño espectáculo del degüello. Yusuf no lo había visto personalmente, pues en ese instante estaba agarrotado por un ataque agudo de miedo que había dejado vacíos sus intestinos, pero se lo habían contado con detalle los centinelas de la muralla. El rey Lobo había hecho atar a un tipo delante de todo su ejército y así, sin más, le había rebanado el pescuezo para después soltar un aullido animal, sin duda inspirado por el propio Iblís, que era quien le había dotado con la fiereza y la crueldad de los lobos.
Al tercer día del extraño suceso del sacrificio, el ejército de Mardánish se marchó. Según los espías del sayyid, para volver a Córdoba y montar un nuevo asedio. Qué estupidez. Para colmo, uno de sus agentes, llegado desde aquella ciudad antes de que fuera otra vez sitiada, había traído un informe aún más extraño que el alocado comportamiento del demonio Lobo. Según decía, el ejército infiel se había presentado en las murallas de Sevilla con la esperanza de que cierto traidor le abriera las puertas. ¡Un traidor en Sevilla! ¡Dispuesto a entregar la ciudad al peor enemigo de los almohades en al-Ándalus! ¿Sería verdad? Un nuevo ataque de pánico agarrotó al sayyid Yusuf durante días y lo tuvo pegado a las letrinas. Un traidor. ¿Qué hacer? ¿Cómo dar con él? ¿Y qué podía tener que ver eso con el degüello de aquel infeliz por Mardánish? Ah, qué complicada era la política…
Pero él, Yusuf, era el heredero secreto del califa Abd al-Mumín y, por tanto, debía apechugar. Y mejor hacerlo con seguridad, desde luego. Por eso, para evitar errores de bulto, el sayyid había pedido a sus talaba que confeccionaran una lista. Una muy larga con nombres de personas. De sevillanos y de otros andalusíes llegados a la capital almohade en la Península. En esa lista deberían figurar todos aquellos sobre cuya fe cupiera duda. Aun la más ligera. Los talaba eran eficientes, desde luego. Las lecciones en tierras africanas habían hecho de ellos unos excelentes servidores del Tawhid. En poco tiempo, Yusuf tuvo la lista en sus manos, la repasó personalmente y aceptó todos y cada uno de los nombres escritos. A continuación mandó llamar a su visir de mayor confianza, le entregó la relación de sospechosos y dio una orden:
—Manda que sean apresados y que se los crucifique fuera de las murallas. Asegúrate de que no mueran con rapidez.
Ya: la crucifixión no era castigo reservado para los traidores, sino para los blasfemos y herejes. Pero al fin y al cabo, Yusuf era un miembro destacado de la raza elegida por Dios. Hijo del príncipe de los creyentes, sucesor del Mahdi. Superior al resto de los hombres. Así pues, traicionarlo a él era traicionar a Dios. Una horrible blasfemia. Una herejía si los traidores eran musulmanes.
Con la misma eficiencia demostrada por los talaba, la exigua guarnición almohade, encabezada por los Ábid al-Majzén que todavía guardaban la vida del sayyid, fue cumpliendo la orden de Yusuf. Se presentaban en una casa de Sevilla o de cualquier arrabal, sacaban a patadas a un tipo, o a dos… A veces tres varones eran arrancados de una misma familia ante los gritos de la esposa y las hijas. Luego el desgraciado era conducido a rastras hasta el pie de la muralla, en un lugar preestablecido para ello y junto a una cruz lista para ser ocupada. Las primeras ejecuciones se sucedieron con relativa facilidad, pero luego fue más difícil. Eran varios los hombres que agonizaban crucificados, y algunos de los siguientes trataron de resistirse. Aunque no lograron evitar su destino, claro. De todas formas, para hacerlo todo más sencillo, Yusuf tomó la decisión de no ejecutar a los reos tan deprisa. Pensó que unas semanas en la mazmorra los debilitarían lo suficiente. Además, eso le daba la oportunidad de alargar el ejemplo. Cada día era un condenado diferente el que agonizaba en la cruz. Un día tras otro, una semana tras otra. Un mes tras otro de súplicas de piedad y alaridos de dolor. Un mes tras otro de terror y sumisión. En teoría no debería haber sido así, pues la doctrina almohade desaconsejaba, desde tiempos del Mahdi, que se crucificara a nadie con vida. Pero Yusuf había oído decir que en Granada, tras descubrir la traición de un judío falsamente convertido, su hermano Utmán lo había hecho crucificar vivo en lo alto de una colina. Ante todos los demás judíos convertidos. Brutal, desde luego. Aunque parecía haber surtido efecto, así que… ¿por qué no? Además Yusuf introducía una innovación: aunque la costumbre era alancear a los crucificados para acortar su sufrimiento, él decretaba prescindir de esa gentileza.
Por eso ahora Yusuf respiraba tranquilo. Y había comido con fruición. El miedo le había atenazado durante días y su estómago se había resentido, de modo que no estaba de más tomarse la revancha. El sayyid se llevó la mano a la boca y amagó un eructo cuando uno de los criados entró en la sala del alcázar sevillano.
—Mi señor, misiva de Marrakech —anunció el hombre sin apartar la mirada del suelo.
Yusuf se acercó. Estaba contento, y aún podía estarlo más. Si aquella carta anunciaba la llegada de los refuerzos que había pedido con insistencia, su dicha sería casi total. Cogió el rollo que le alargaba el sirviente y rompió el sello almohade. Luego extendió el pergamino y leyó. La carta venía firmada por su padre, el califa, y le emplazaba a reunir un séquito con los mejores secretarios y poetas de su alcázar y viajar hasta Gibraltar, donde debería reunirse con él a finales de año.
—Alabado sea Dios —exclamó el sayyid, y su voz resonó en el techo abovedado de la sala—. El príncipe de los creyentes viene a al-Ándalus. Por fin se va a arreglar todo.
—¿El califa, mi señor? —preguntó alborozado uno de los visires—. Ah, qué gran noticia. El momento de la justicia llegará, pues, en breve. Tiembla, demonio Lobo. —El hombre agitó el puño en alto hacia una de las ventanas—. Tu hora se acerca.
El sayyid seguía leyendo, y su sonrisa se acentuaba con cada línea.
—Mi padre reclama un gran cónclave. Una reunión de los mejores poetas de al-Ándalus. Quiere que estos afeminados, que solo sirven para emborracharse y escribir lindezas, rindan pleitesía al Tawhid; desea ver con sus propios ojos cómo los andalusíes demuestran su agradecimiento por haber recibido la verdadera fe. Cómo estos advenedizos se pliegan ante hombres que les son muy superiores. Y además requiere mi presencia a su lado… Deberé sentarme a su derecha en todo momento.
Los visires asintieron entusiasmados. Todos ellos habían advertido el trato de favor que recibía Yusuf con respecto a sus hermanos. Casi como si fuera él el heredero del imperio. El sayyid inspiró con fuerza y rio feliz. El resto de la misiva estaba plagado de buenas nuevas: el califa expresaba su intención de construir una fortaleza que sirviera como base para un gran desembarco de tropas, el mayor que hubiera visto hasta el momento la infiel Europa. En poco tiempo, quizá menos de dos o tres años, el ejército más inmenso e imparable de la historia cruzaría el Estrecho e invadiría al-Ándalus, reforzaría las plazas almohades y arrasaría a los enemigos de la fe hasta arrojar a unos a aquel frío mar que decían que rompía contra los acantilados del norte, el Bahr al-Anklisin, y expulsar a los demás al otro lado de la gran cordillera, el Yábal al-Burtat… Esa era quizá la principal de las razones que tenía el califa para venir a la Península. Esperaba ver a sus sayyides y gobernadores y darles las instrucciones precisas para ir preparando la gran expedición. Los quería a todos listos para colaborar. Y también pensaba enseñar a los andalusíes una muestra del poder almohade. Habría una parada militar en Gibraltar. Un enorme desfile que quedaría grabado en los ojos de los escritores malagueños, sevillanos, granadinos, cordobeses… Yusuf volvió a sonreír con extraña complacencia: los cordobeses no iban a poder ir. Estaban sitiados por Mardánish. Afortunadamente, por otro lado. De no ser así, él tendría que haberse perdido el gran cónclave del califa.
Granada
Sauda y Zeynab se arrodillaron e inclinaron las cabezas hasta que sus frentes tocaron el suelo.
—Así que vosotras sois las doncellas que me envía mi prima, ¿eh?
Sauda levantó la cara y observó a la mujer que tenía ante sí. Al fin estaban en presencia de la famosa Hafsa. La mujer que había escrito a Zobeyda y por cuya culpa se hallaban ahora allí, en Granada. La esclava se fijó en sus ojos verdes y en cómo resaltaban contra la piel morena. A pesar del velo se la adivinaba muy bella, desde luego. No resultaba extraño que aquel sayyid almohade se hubiera prendado de ella. La granadina también debía de tener una bonita figura. Lástima de aquellas ropas holgadas que la cubrían…
—Sí, mi señora —respondió Sauda—. Tu prima te envía saludos y te desea una larga vida.
Hafsa dio una palmada hacia sus sirvientes. Eran los dos hombres que habían recibido a Sauda y Zeynab en las puertas de Granada, cuando los guardias masmudas de servicio los requirieron porque llegaban dos mujeres para ver a la poetisa y amante del sayyid. Los sirvientes hicieron una reverencia y abandonaron la estancia de la munya en al-Qasba al-Qadima. Hafsa quedó a solas con las dos esclavas, de modo que dio por terminado el tiempo del disimulo.
—Levantaos —pidió, y se develó el rostro. Sauda sonrió. Un momento antes, con el litam cubriendo media cara de su nueva señora, había estado segura de que los demás rasgos de la granadina acompañaban a sus bonitos ojos, y no se había equivocado.
Luego, para comprobar si era cierta la leyenda, Hafsa develó por sí misma las caras tapadas de las enviadas de Zobeyda, descubrió sus cabellos y devolvió la sonrisa a Sauda.
—Sois como me había imaginado. Tal como cuentan las gentes a media voz por los rincones, para que nadie oiga los rumores. Se dice que las doncellas de la Loba son hermosas como los luceros. Y es cierto.
Zeynab agradeció el comentario con una nueva inclinación y se sonrojó un ápice.
—¿La Loba? —preguntó Sauda.
—Así es como empiezan a llamar a la favorita de ese Mardánish. El rey Lobo, ¿no? Pues bien, si él es un lobo…
Sauda asintió. En cierto modo, su señora Zobeyda tenía mucho en común con una loba, sobre todo en la manera de defender a los lobeznos.
—La Loba —habló Sauda, que mostraba mucho más aplomo que Zeynab— nos envía para tu servicio. Hemos de hacernos pasar por tus nuevas doncellas de servicio personal. Tus esclavas. Estamos aquí por la carta que le mandaste.
—Ah, sí —reconoció Hafsa—. La carta. ¿Hasta qué punto conocéis esa carta?
—Sabemos lo necesario, mi señora —volvió a contestar Sauda.
Hafsa hizo un gesto de aprobación e indicó a las dos doncellas que tomaran asiento en los cojines que había al pie del lecho. Obedecieron, y Zeynab, inconscientemente, empezó a apretujarse las manos. Hafsa se dio cuenta enseguida.
—No os preocupéis: estáis a salvo. Utmán me tiene poco menos que encerrada en esta munya, pero vosotras sois esclavas. Mientras tengáis cuidado de no escandalizar a los talaba, podéis moveros con libertad por Granada. Si alguien os requiere, solo tenéis que decir que sois mis sirvientas. Todos me respetan aquí porque Utmán me protege, así que… Bien, antes de explicaros cómo van las cosas, quisiera saber algo más de las intenciones de la Loba…, de Zobeyda. Su misiva de respuesta solo indicaba que me enviaría a dos personas de su confianza.
Sauda asintió y puso una mano sobre las de Zeynab para detener sus apretujones nerviosos.
—Mi señora Zobeyda pretende que nos ganemos la confianza de Utmán como te la has ganado tú. Piensa que incluso podemos meternos en… —Sauda señaló a un lado.
Hafsa alzó las cejas sin entender. Miró al lugar al que apuntaba la negra doncella. ¿La cama?
—Zobeyda quiere que nos convirtamos en amantes de Utmán —aclaró de corrido Zeynab. Hafsa dio un respingo.
—Ella… —Sauda buscó las palabras para atemperar la reacción de Hafsa ante la súbita confesión de su compañera—, ella piensa que si nos metemos en tu lecho lo tendremos a nuestra merced. Nosotras… En fin, no sabemos si esto es de tu agrado, pero…
—La Loba nos usa —se inmiscuyó Zeynab—. Allí, en el Sharq, lo hace a menudo. No es la primera vez que nos pide que copulemos con alguien para sonsacarle. Ella misma…
—No debes hablar así de nuestra señora —atajó en esta ocasión Sauda—. Lo hace por el bien del reino. Todo. Me sorprendes, Zeynab. Y me enojas.
—Está bien, está bien —terció Hafsa, que tampoco salía de su asombro—. He oído decir cosas de Zobeyda. Y de vosotras también, en realidad. No me parece mala idea la de vuestra señora, pero debéis tener en cuenta que Utmán es un sayyid almohade, no un andalusí acostumbrado al vino y la música. Sé que haber hecho de mí su amante, así, sin más, le causa no poca turbación. Si se le permite, es porque se trata del mismísimo hijo del califa y porque me consideran algo así como… como una de ellos. Tengo sangre bereber, y para los almohades eso es una garantía. Recordad estos detalles; ellos les dan gran importancia. Sin embargo, no creo que Utmán aceptara sin más acostarse con una esclava mía, y mucho menos con dos. La Ley no se lo permite. Debería venderos al sayyid. O regalaros. Entonces podríais legalmente convertiros en sus concubinas, pero claro…
—¡No, señora, por favor! —intervino de nuevo Zeynab—. ¡No nos entregues a ese hombre!
—No, no lo haré, descuida…
—Espera. —Alzó una mano Sauda, que seguía visiblemente enojada con Zeynab—. Tenemos una misión que cumplir y si para ello es preciso convertirnos en concubinas del almohade, así será.
Zeynab abrió mucho los ojos y sus labios temblaron. Sauda se mordió el labio y se arrepintió enseguida de lo dicho. Desde luego estaba dispuesta a sacrificarse de ese modo y más aún, pero tenía que cuidar también de su compañera eslava. Ella era tan débil…
—¿Serías capaz de convertirte en esclava de cama del sayyid? ¿Solo para cumplir la misión que te encomendó tu señora?
Sauda asintió. Hafsa se fijó en la penetrante fuerza de la mirada de la doncella. Sí. Sin duda, aquella mujer se sacrificaría. Hasta el final.
—Cuando escribí a vuestra señora —Hafsa se acercó a las dos esclavas y se sentó también en los almohadones al pie del tálamo—, le pedí que me ayudara para devolver la libertad a Granada. Con mi ciudad, yo seré liberada. Daos cuenta de que vuestra misión y la mía, aunque aún no lo hayamos dicho ni escrito, pasan por…
La poetisa hizo resbalar su dedo pulgar por la garganta. Zeynab se estremeció y Sauda asintió.
—Matar a Utmán —completó la africana.
—Matar a Utmán, sí —confirmó Hafsa, y estiró las manos para coger las de Zeynab. Miró a los ojos de la rubia eslava e hizo un gesto de comprensión—. Tú te pareces a mí, muchacha. Lo sé. Tú jamás matarías a Utmán. No matarías a nadie. ¿Me equivoco?
Zeynab agradeció la caricia de Hafsa; movió la cabeza afirmativamente y su voz sonó ahora más calmada.
—¿Me parezco a ti, mi señora? Entonces tú tampoco serías capaz de matarle…
—No. Jamás, aunque sea una prisionera obligada a complacerle. Tengo pánico, lo confieso. Accedo a sus peticiones y le hago creer que lo amo. Por miedo. Siempre por miedo. Ahora ni siquiera soy capaz de abandonar esta munya, como hacía antes, para escabullirme y reunirme con Abú Yafar, mi verdadero amor. Me da terror ser descubierta. Por el contrario, tú… —Hafsa soltó una de las manos de Zeynab y cogió la de Sauda. La negra notó el cálido tacto, la suavidad de su piel y hasta la ternura de la granadina—, tú eres valerosa. Tú sí serías capaz de matar. Lo veo en tus ojos. Matarías aunque ello causara tu propio fin, ¿no es así?
Sauda parpadeó un momento y apretó los labios.
—Mataré al almohade si es necesario, por supuesto. Aunque sea mi fin. Algo sé de venenos, y no me costaría mucho preparar un brebaje. También podría cortarle el cuello, si se tercia. Pero no basta con matarle. Eso es fácil. Hemos de prepararlo para que las puertas de la ciudad queden abiertas. ¿De qué serviría acabar con Utmán y dejar que Granada siguiera en manos enemigas?
Hafsa se sintió complacida. Aquello era lo que la granadina había buscado con su carta a la Loba. Aunque no quiso decir a Sauda que lo que pretendía era muy difícil. Ciertamente, Utmán podía ser sustraído a la protección de sus masmudas. Y el lecho era, sin duda, tal como había planeado Zobeyda, el lugar indicado para ello. Desnudo, en brazos de una mujer, o de dos, o de tres, en el momento de mayor indefensión para un hombre… Su cuello sería rebanado, o su corazón podría traspasarse. Tal vez moriría ahogado en veneno. Bien. Pero ¿y luego? ¿Qué podían hacer ellas, una poetisa y dos esclavas, para entregar Granada al rey Lobo? ¿Acaso había sido demasiado fantasiosa? ¿Serviría de algo iniciar aquella empresa con las dos esclavas?
—Leo la duda en tus ojos, mi señora. —Esta vez fue Sauda quien apretó la mano de Hafsa—. No temas. Hallaremos la forma de conseguirlo.
Unos pasos sonaron en el pasillo de la munya. Hafsa miró hacia atrás y vio oscurecerse la rendija luminosa al pie de su puerta. Soltó las manos de las dos esclavas y se levantó justo cuando alguien golpeaba la madera. La poetisa se cubrió el rostro con el litam, se aseguró la miqná sobre el cabello e hizo un gesto a Sauda y Zeynab para que la imitaran. En un momento, rostros y cabezas volvieron a quedar cubiertos.
—Adelante.
La puerta se abrió y en el umbral apareció un soldado que empuñaba una lanza. Esto sobresaltó a las dos nuevas doncellas de Hafsa. Era uno de esos masmudas a los que habían visto en los puestos de vigilancia de las murallas. Tenerlo allí, tan cerca y cerrando la salida, hizo que los temblores de Zeynab se reanudaran. El soldado dejó la puerta abierta, dio un paso atrás y se apartó.
Utmán entró despacio, con la barbilla alzada y las manos a la espalda. Vio a las dos mujeres sentadas en los almohadones y se detuvo. Hafsa movió la mano para indicar a Sauda y Zeynab que debían levantarse, y estas obedecieron al punto.
—Mi señor Utmán, bienvenido —saludó la poetisa—. Estas son mis dos nuevas sirvientas personales. Regalo de mi prima.
Zeynab se sujetó las manos para mitigar el temblor descontrolado. Así que aquel era el sayyid Utmán, gobernador de Granada, conquistador de Almería, hijo del califa… Su objetivo. Sauda inclinó la cabeza pero clavó en él su mirada cortante como la hoja de un cuchillo.
—¿Sirvientas personales? No las habías necesitado hasta ahora… Podías habérmelas pedido a mí y te habría proporcionado a las mejores.
—Estas son las mejores —las señaló Hafsa, aunque sin dejar de mirar a Utmán—. Expertas en el arte del masaje, los afeites y los perfumes que vuelven osado al amante. Lograrán que mi piel esté suave como la de una niña. Prepararán mi cuerpo para ti, mi señor, como tus esclavos te preparan el agasajo tras cada combate, y gracias a ellas te saciarás de mí… Mis dulces serán las margaritas de mi boca o la azucena de mi cuello, el narciso de mis senos o la rosa de mis mejillas…
Utmán levantó la palma abierta para que la granadina dejara de hablar. No le gustaba tratar temas como esos ante su guardia masmuda y aquellas dos nuevas… extrañas. Sin embargo, la promesa de goces recrecidos había conseguido llamar su atención. Su imaginación comenzó a desbocarse, como le ocurría siempre en presencia de la sensual Hafsa. Ella lo subyugaba, sometía sus sentidos y le hacía perder el dominio de la voluntad. Cada vez que eso ocurría, una punzada de culpa le atravesaba la garganta. Como ahora. ¿Qué diría el gran jeque Umar Intí, severo defensor de la moral, de saber que él, todo un sayyid, hijo del príncipe de los creyentes, todavía se dejaba llevar por la lujuria? ¿Qué pensaría su padre, el califa? De repente, Utmán carraspeó y recordó el motivo de su visita.
—Tendremos tiempo de comprobar la pericia de tus sirvientas, mi querida amiga. Pero eso tendrá que esperar. He venido para avisarte de una gran noticia, algo que hará que tu corazón se alboroce como se ha alborozado el mío: mi padre, el califa, viene a al-Ándalus.
Hafsa quedó boquiabierta. Sauda no se inmutó, aunque maldijo en sus adentros, y Zeynab no pudo evitar un breve gemido de angustia al tiempo que se llevaba ambas manos a la cara y se tapaba la boca a través del litam. Utmán sonrió ante la amalgama de reacciones y señaló divertido a Zeynab.
—Sí, causa asombro, mujer. Y más te asombrarás cuando estés ante él. Y ante el sagrado Corán del Mahdi y la tienda roja del califa… Verás a los miembros de la Yamaa ilustre y a las poderosas avanzadillas del ejército de Dios.
Hafsa, confusa, arrugó la nariz. Hacía un momento estaban poco menos que planeando la muerte de Utmán y la entrega de Granada al rey Lobo, y ahora se enteraba de que iba a verse en presencia del temible califa de los almohades.
—Poderosas avanzadillas… —repitió la poetisa—. Pero ¿el califa trae su ejército a Granada?
—No. No aún. —Utmán soltó una leve carcajada—. Nosotros nos vamos de Granada a Gibraltar. Deberás prepararte. Mi padre reclama mi presencia, al igual que la de los demás sayyides y gobernadores de al-Ándalus. He de llevar conmigo a mis secretarios más allegados para contribuir adecuadamente y recibir los dones del sucesor del Mahdi, y debo hacerme acompañar por los mejores poetas granadinos para agasajar al príncipe de los creyentes. El califa Abd al-Mumín se dispone a cruzar el Estrecho, amiga mía, y a poner sus sagrados pies por primera vez en estas tierras. Tú eres la más excelsa poetisa de Granada, y además te tengo en mayor estima que a cualquier otra persona. Me acompañarás, por supuesto. Tú y tus dos nuevas sirvientas, si así lo deseas. Ve preparando tus versos, como harán otros. Debemos impresionar a mi padre. Salimos en dos días.